Junio 1950
1. La llegada
TERESA
El jardín tiene un paseo largo. El paseo es blanco, de losas grandes y lisas, recién lavadas. A la derecha, hay una carretilla. A la izquierda, sólo césped.
La Casa, agobiante y oscurecida por el tiempo, el humo y las lluvias, se me viene encima al avanzar por el paseo. La puerta es negra, de madera muy gruesa. Tiene un llamador antiguo de posada o convento, que evidentemente no se usa, porque bajo el llamador hay un timbre negro, rodeado de un brillante cerco dorado.
—No me espera nadie. He llegado demasiado pronto. ¿Puedo ver a Miss Dudley?
Las maletas pesan mucho, tiran de mis hombros. Tengo las manos rojas y doloridas. A lo largo del viaje, mover estas maletas ha sido mi gran pesadilla.
La puerta de la Casa se cierra tras de mí. Una nueva puerta se abre. En la biblioteca hay una blanda penumbra de cortinas, alfombras y divanes. Los libros, adormecidos en los estantes, llenan de silencio la habitación. Sobre la chimenea un cuadro grande, de tonos verdes y grises, extiende un torbellino de agua y niebla a su alrededor. Es un puente sobre el Támesis. Mejor dicho, una extraña perspectiva del río desde un pilar del puente.
Son las siete y media de la tarde y seguramente nadie viene a la biblioteca a estas horas. Sobre las mesas pequeñas y redondas de los rincones, las revistas y los periódicos del día se entremezclan en desorden.
El silencio, los sillones oscuros, profundos y tentadores para mi cansancio, la tumultuosa bruma de la pintura sobre la chimenea, todo llega hasta mí, me envuelve y me adormece en estos lentos minutos de espera. El sillón más cercano me atrae y me hundo en él con las manos en los bolsillos de la gabardina. Dejo caer la cabeza hacia atrás. Ya estoy aquí. Y ahora... la puerta se abre con suavidad. Me levanto, la mujer que ha entrado sonríe y me tiende la mano. Tiene los ojos y el pelo grises, es delgada y viste un traje de lana marrón.
—¿Miss Dudley?
—¿Teresa? —pregunta ella a su vez.
Concentro en el inglés todas mis fuerzas.
—He venido antes de lo que pensaba. Afortunadamente todo se arregló bien, al final.
—Me alegro mucho, porque estábamos necesitando su ayuda. ¿Quiere venir conmigo?
Las dos maletas y el bolso esperan mi último esfuerzo. Miss Dudley se empeña en coger una. El ascensor alivia mis manos. Cuarto piso.
MISS DUDLEY
Al bajar las escaleras, Lucila va pensando en la cena. Ha sido un día agotador de caras nuevas, problemas de alojamiento, sonrisas a todo el mundo. Al llegar al segundo piso, Lucila se asoma a la ventana del descansillo.
«Es preferible bajar andando —piensa por millonésima vez—. Subiendo y bajando en ascensor se pierde este minuto mágico ante la ventana abierta».
Del río viene un aire fresco, con una olorosa mezcla de humo y árboles mojados. Desde la ventana, abierta en la fachada principal de la Casa, se ve el puente. Lucila se ajusta las gafas montadas al aire y se apoya un momento en el alféizar de ladrillo.
Después de diez años de vida rutinaria en la Casa, Lucila sigue encontrando nueva e inesperada la ventana del segundo piso. El pelo gris, escaso y corto, rizado sin gracia en las puntas, se le alborota levemente.
Pasa un remolcador con grandes números rojos en los costados. Lucila Dudley no sabe bien por qué se asoma a esta ventana, por qué siempre se detiene aquí un minuto. No puede decirse que piense en nada determinado. No es que ella recuerde o añore algo ante el río. El pasado de Miss Dudley es una nube vaga en la que aparecen a veces rostros neblinosos y muy lejanos. No hay nada hiriente en la nube de los recuerdos. Miss Dudley siente por el paisaje que enmarca la ventana una atracción puramente física, una necesidad de mirar y respirar. Es algo parecido a lo que le sucede con el césped cuando trabaja en el jardín: un tremendo deseo de absorber su frescor, de acercar la cara a la hierba para olerla y tocarla.
Distraídamente, Miss Dudley deja la ventana y sigue bajando las escaleras. Las sandalias chancletean en la madera. En la planta baja hacen crujir el suelo encerado hasta la puerta de la Secretaría. Cuando se deja caer fatigada en su silla de trabajo, el gong suena, cercano y amortiguado, anunciando la cena.
DELIA SOTO
—Ha llegado una española, Miss Soto.
Al entrar en el gran salón, Miss Dudley había alcanzado a Delia Soto. Ésta la saludó con su extraño inglés cadencioso e incorrecto.
—Buenas noches, Miss Dudley.
Los ojos ligeramente oblicuos de la uruguaya inquietaban a Lucila. Los ojos negros y vivarachos estaban demasiado juntos, apenas si los separaba el puente afilado de la nariz. Miss Dudley los esquivaba siempre que podía. Y no eran sólo los ojos; también la sonrisa de aquella boca grande, de dientes separados, le hacía sentirse desconcertada.
«Es una india —se decía—. Una india americana».
Lo pensaba para poder despreciarla y liberarse de la incomodidad de sus propias sensaciones. Pero la «india» extremaba con ella su amabilidad y le preguntaba cada día por su jardín, la compadecía por su mucho trabajo y se sentaba a su lado si, como sucedía ahora, coincidían en el comedor.
—Ha llegado una española, Miss Soto. Podrá usted hablar con alguien en su idioma. Será agradable.
Lucila estaba ante el mostrador del gran salón y extendía su mano izquierda para coger el plato que le tendía la camarera. Con la mano derecha se sirvió de la fuente caliente: pudding de queso. La uruguaya, un poco apartada, esperaba su turno.
—¿Una española? Sí, será agradable. ¿Cómo se llama?
—Teresa. Teresa... algo.
—Ya.
Con su plato lleno en la mano, Delia fue a sentarse en la mesa de Miss Dudley. La noticia de la secretaria apenas le interesó. ¿Una española? Significaría más cuidado en las conversaciones por teléfono con Romualdo, más cuidado cuando Romualdo viniera a comer al gran salón. Practicar castellano no sería agradable, como creía Miss Dudley. El tiempo volaba y ella debía aprovecharlo más con el inglés. Perdía demasiadas horas hablando castellano con Romualdo.
«Le llamaré en cuanto cene. ¿Habrá salido o estará trabajando como me prometió? Hoy no estaba contento. Habrá tenido carta de allá... No avanza mucho en su trabajo. No estoy tranquila. Le llamaré enseguida.»
—Buenas noches, Miss Soto.
—Buenas noches.
Delia se sobresaltó. Se dio cuenta de que tenía casi entera la ración de pudding. Miss Dudley, sin embargo, ya había terminado su segundo plato y se levantaba para marcharse. Delia se levantó también y fue hacia el mostrador. Tendió el plato de pudding a la camarera y cogió uno limpio y caliente de la placa de su izquierda. Buscó con la mirada la fuente del dulce.
—Aquí, Miss Soto, aquí la tiene usted.
Sonriente, Louise, la camarera, le acercaba una tarta pastosa, espolvoreada de azúcar.
—Gracias, Mrs. Childs. Un trozo pequeño.
—¿No le gusta la cena?
—Sí, pero estoy desganada.
En aquel momento entraban dos residentes que se acercaron al mostrador buscando sus platos y sus servilletas. Delia sonrió de un modo mecánico y se retiró a su mesa con la tarta.
Instintivamente miró al fondo del salón, bajo el coro, donde estaban las mesas de los invitados.
«¿Las ocho ya y todas vacías?» De pronto recordó. «Es viernes. No hay invitados.» La tarta era pesada y dulzona. Delia pensó que Romualdo no soportaba la cocina inglesa. «Mañana voy a proponerle que vayamos a cenar al Soho, a cualquier restaurante francés. Habrá música y Romualdo se pondrá sentimental. Es conveniente que los hombres se pongan de vez en cuando sentimentales.»
Delia bebió su vaso de agua y se levantó. Decidió llamar enseguida a Romualdo. «No quiero pensar que haya salido.» Su falda roja, de mucho vuelo, giraba rápida, se le venía toda a uno y otro lado del cuerpo al deslizarse entre las mesas sorteándolas en su camino hacia la puerta.
La cabina del teléfono, al otro extremo del pasillo, parecía libre. Al pasar junto al saloncito, Delia vio en un ángulo alejado de la puerta a Miss Dudley tomando café con una anciana residente del primer piso. Delia no tomaba café. No resistía el café recocido de la Casa ni la «agradable sobremesa» de charloteo insulso entre las residentes. Miss Dudley también vio a Delia Soto, y su imagen fugaz, cruzando por el hueco de la puerta, la hirió un instante. El rojo era un color insultante y plebeyo en opinión de Miss Dudley. El rojo y la piel oscura eran símbolos que Lucila asociaba inconscientemente a gente inferior, a cromos antiguos de esclavos del Imperio. Delia y sus trajes pertenecían a un mundo de siervos emancipados.
«América —pensó una vez más la secretaria de la Casa— sigue sin civilizar». Y se refugió en la deliciosa conversación de Miss Stappleton, especialista en Historia de Inglaterra y residente distinguida —su cuarto daba al río, en el primer piso—. Miss Stappleton exponía a Lucila, razonándola, su preferencia por la porcelana de Limoges.
En la cabina de teléfonos, Delia Soto marcaba por segunda vez unas letras y unos números. Al otro extremo del hilo, la llamada se repetía aburrida e insistentemente. Con el auricular apretado contra la oreja, haciéndole daño, Delia esperaba tensa el corte en seco del irritante timbre, la voz familiar interrogando. No contestó nadie. Lentamente, con los ojos llenos de lágrimas, mordiéndose los labios, fue separando el teléfono de su cara. El timbre seguía llamando. Esperó un minuto más. Luego, colgó; rabiosa y sin preocuparse de recuperar los peniques de la llamada, salió al pasillo. La camarera venía del salón con una bandeja en la mano. La cena había terminado y Louise iba al saloncito a recoger los servicios de café a medida que fueran quedando libres. Al acercarse a Delia, sonrió.
—Buenas noches, Miss Soto.
Delia cruzó hacia el ascensor.
—Buenas noches, Mrs. Childs.
Louise admiró la falda de Miss Soto. Miss Soto le recordaba las películas de Carmen Miranda que tanto le gustaban a Charlie. Los trajes de Miss Soto eran como los de la artista brasileña, de los mismos colores vivos y alegres.
Louise se preguntó si en el país de Miss Soto se bailaría la samba. Tarareó unos compases del Tico-Tico. Entró en el saloncito.
Al detenerse en el segundo piso, Delia giró el resorte de la puerta del ascensor. Con la mano todavía en él, hizo fuerza hacia la derecha y fue plegando los muelles de hierro. Salió y desde fuera arrastró el acordeón metálico con un movimiento brusco a su posición de seguro. Alguien lo reclamaba desde abajo, porque, inmediatamente, empezó a descender.
Delia dudó un momento y bajó dos peldaños para ir a apoyarse en la ventana abierta del segundo piso. La idea de refugiarse en su habitación a las ocho y media de la noche le dio escalofríos. Imaginó lo que iba a suceder. Daría vueltas por el cuarto solitario. Se miraría en el espejo. Se encontraría delgada y envejecida. Londres la estaba destrozando; día a día se sentía peor. A pesar de Romualdo, en el otoño se marcharía. Era imposible soportar otro invierno de clima duro y malas comidas. Tenía que cuidarse. Los años asomaban cada noche a las arrugas del rostro, al peso de la espalda, al dolor de la cintura, al cansancio de las piernas.
El río estaba en aquel momento desierto. Delia sintió que el aire fresco le hacía bien. El pelo negro y lacio se le adhería, húmedo, a las sienes, le caía sobre la espalda. Delia percibió el roce y se irritó. «Mañana me peinaré con moño.»
El río estaba desierto y la luz de la tarde recorría la superficie acerada del agua. Inesperadamente se encendió una luz roja en una casa de la otra orilla. La luz estremeció de frío a Delia; decidió ir a buscar un chal y volver luego a mirar el río. Su cuarto era el segundo a la derecha del ascensor. Giró la llave y la puerta se abrió. La habitación estaba casi a oscuras. Los cristales con visillos dejaban pasar una luz turbia. La ventana daba a una calle y la habitación no tenía, en ningún momento del día, la claridad de los cuartos que miraban al río. Avanzó hasta el armario, empotrado a los pies de la cama, y lo abrió. Un olor denso de perfumes distintos y ropa usada se esparció por el cuarto. En la puerta del armario, por dentro, había un espejo. Delia lo evitó. Buscó el chal en los estantes revueltos. Medias, jerséis, pañuelos, cartas. Lo fue arrojando todo sobre la cama, despejando espacio para la búsqueda. El chal no estaba allí. Echó una ojeada alrededor, sobre las sillas y la butaca. Los zapatos se alineaban detrás de la puerta. En una silla había una taza con restos de té frío. En la mesa, papeles, libros y frascos de tocador. «Está todo muy desordenado», observó.
El olor del armario abierto se había adueñado de la habitación. Delia olvidó el chal y se sentó en la cama. Apoyó la cabeza en las manos y con sus dedos calientes fue recorriendo las arrugas de la frente. Acariciante, estiraba una y otra vez la piel, borraba momentáneamente los surcos paralelos y profundos.
La habitación estaba ya por completo a oscuras. Delia Soto escondió la cabeza entre los brazos y se echó a llorar.
LOUISE
Al entrar en el saloncito para recoger los últimos servicios, Louise estiró inconscientemente su traje negro. Había engordado un poco esta temporada. Charlie también lo había notado.
El salón estaba silencioso y abandonado. Las tazas del café aparecían distribuidas en desorden por las mesas, sobre el piano, en la repisa de la chimenea. En los ceniceros, todavía humeaban las colillas. Louise se inclinó a recoger una cucharilla que asomaba bajo un sillón. Al agacharse, la cintura se negaba a obedecer. Louise se irguió con esfuerzo y dejó la cucharilla sobre la bandeja. Respiró. Decididamente estaba engordando. Charlie le gastaba bromas acerca de esto. «Ya no soy una niña. Mejor dicho, casi soy una vieja.» Recordó los preparativos de la boda. Ella sería la madrina. Parecía imposible que Dick fuera a casarse tan pronto. Era un niño, había sido un niño en sus brazos hasta hace poco tiempo. ¿Cómo podía casarse ya? Distraída, Louise entró en el office del gran salón. Dejó sobre la mesa de mármol la bandeja cargada de platos y tazas. En un estante, al lado de los platos, descansaba su bolso. Lo abrió pensativa y tanteó el paquete de Player’s. Quedaba sólo un cigarrillo. Se lo puso en los labios, estrujó el paquete vacío y se sentó en el único taburete del office.
Dick tenía veinticuatro años y su novia, veinte. Cuando Louise y Charlie se casaron, ella tenía veintidós y él, veinticinco. Era algo muy distinto.
Buscó la caja de cerillas en su delantal y encendió el cigarrillo. Tiró al suelo, lejos de sí, el paquete vacío y con los ojos cerrados aspiró el humo, lenta, deleitosamente.
2. La mañana
MISS JACKSON
«Las siete de la mañana es una buena hora para levantarse.» El padre de Miss Jackson se pasó la vida repitiéndoselo a su mujer, a sus hijos y a sus amistades. El reloj de la casa de Miss Jackson, lejano en el tiempo y en el espacio de la infancia, estremecía la mañana, sacudía el sueño, con sus siete campanadas, cada día.
El padre de Miss Jackson se levantaba antes que nadie y enseguida quería tener a la familia a su alrededor, quería verlos aparecer con cara de susto, en la puerta abierta de las distintas habitaciones. Cuando estaban todos reunidos, el padre rezaba. La mujer y los hijos contestaban, todavía medio dormidos, destemplados y temblorosos. El rezo era breve y enérgico. Luego el padre permanecía unos momentos en silencio con la cabeza inclinada, mientras los hijos le miraban con el rabillo del ojo esperando el final de su meditación. Después la madre se iba a la cocina y advertía siempre: «Arreglaos. El desayuno estará pronto».
Lentamente los niños —en el recuerdo de Miss Jackson, ella y sus hermanos eran siempre niños— se retiraban a sus habitaciones. «Las siete y media es una buena hora para desayunar», decía el padre de Miss Jackson.
Cuando pasaron los años y Miss Jackson fue sucesivamente huérfana en casa de su hermano, profesora en un internado y por último administradora de esta casa, trató siempre de inculcar en los demás el horario heredado del padre.
El horario justificaba su existencia. Cada hora era un ladrillo, un escalón, un tornillo, una pieza de un todo armónico: casa, escalera, máquina. Si fallaba una hora, fallaba el conjunto.
Con los sobrinos, en casa del hermano, lo logró. A las siete de pie, a las siete y media desayuno.
La cuñada estaba enferma y, por otra parte, era una madre desastrosa. Le permitía a ella que educase a sus hijos y se lo hubiera permitido a cualquiera. Los sobrinos, somnolientos y ceñudos, acudían al cuarto de la tía a las siete en punto y rezaban.
En el internado lo consiguió a medias.
Las niñas se habían levantado siempre a las ocho. Pero Miss Jackson logró de la directora una hora de adelanto en el toque de la mañana. Una hora ganada. Las niñas la rodeaban en silencio, espiando tras el rezo su gesto de final de meditación.
En la Casa no pudo hacer nada. Las residentes pagaban mucho. Las residentes eran mujeres independientes. El desayuno se les servía en sus habitaciones, a las ocho, y podían seguir durmiendo si lo deseaban. En la Casa, Miss Jackson sólo pudo aplicar su dogma al servicio. A las siete, las camareras de los pisos esperaban su llegada reunidas en el office del primero. No había rezos.
Miss Jackson aparecía con su manojo de llaves, apretadas las comisuras de los labios, caídas las mejillas rojizas y fláccidas, dura la mirada azul tras los cristales de las gafas. Las contemplaba a todas acusadora, daba instrucciones y descendía con lentitud los escalones del primer piso, camino de la cocina.
—Entre.
Habían sido dos golpes secos, seguidos, en la puerta de Miss Jackson. Dos golpes extraños a aquella hora. Las siete menos cinco minutos. Miss Jackson se disponía al rezo.
—Entre.
No contestó nadie. Miss Jackson se había puesto, como todos los días al saltar de la cama, su guardapolvo verde claro, encima del camisón. Instintivamente lo cruzó sujetándolo con una mano sobre el pecho plano, y con la otra alisó su cabello, grisáceo a mechones. Abrió la puerta. Miss Helen Hutkins, la residente del número tres en el primer piso, estaba en el otro lado del umbral, mirándola.
Miss Jackson se explicó inmediatamente la ausencia de respuesta a su invitación de entrar. Miss Hutkins padecía una extraña sordera que iba y venía, que se agudizaba o desaparecía a días y a momentos.
—Miss Jackson, perdone... A estas horas.
—Es mi hora, Miss Hutkins.
—Lo sé, pero es molesto de todas formas. Yo sólo quería pedirle que me sirvan el desayuno enseguida, dentro de media hora si es posible. Y mañana también. Tengo que salir temprano.
—De acuerdo, Miss Hutkins, de acuerdo; yo misma se lo prepararé. Precisamente, es mi hora.
HELEN HUTKINS
Helen Hutkins entró por primera vez en el cuarto número tres del primer piso dos años antes. Miss Dudley, la secretaria de la Casa, le había anunciado: «Es una habitación privilegiada. Si usted necesita, sobre todo, luz, es una suerte encontrar libre el número tres del primer piso».
Cuando Helen abrió por primera vez la puerta de su nueva habitación, no pudo apreciar, de momento, nada extraordinario.
Desde el umbral contempló el rectángulo extendido ante ella, el nuevo rectángulo que iba a marcar sus límites. Cerró la puerta, dio unos pasos. Enseguida percibió la luz viniendo de su espalda, y al girar, buscando la ventana, apareció el torreón, que, detrás de la puerta y oculto en parte por ésta al abrirse, avanzaba sobre el jardín.
El torreón se volvía transparente a partir de una altura... Los cristales continuaban metro y medio más y luego reaparecía la piedra. La luz surgía del torreón y desde allí se extendía, debilitada, al resto de la habitación. Helen Hutkins, maravillada, abrió los cristales y respiró hondo. El aire y la humedad del río lo inundaron todo.
Después de dos años de posesión ininterrumpida del rectángulo y del torreón, Helen los siente absolutamente suyos. Encerrada allí, olvidaba la Casa y sus habitantes y el mundo que empieza de puertas afuera.
«A las siete y media el desayuno. Luego, tres cuartos de hora de autobús y diez minutos para recorrer esa calle interminable. Puedo estar allí a las ocho y media.»
Helen está arreglada para salir. Es la residente más elegante de la Casa. Y una de las más atractivas. Las inglesas decían que no parecía inglesa; que sus rasgos eran demasiado duros y que podría ser alemana.
Helen ignora todas las opiniones porque tiene una extraña capacidad de aislamiento. La sordera también influye, pero siempre ha sido igual.
Helen da vueltas por la habitación. En el semicírculo del torreón, hay una mesa alta, de dibujo. En la mesa, los papeles, los recortes de revistas, se amontonan. Helen busca y al fin encuentra unos diseños. Los contempla y los ordena. «Estoy segura de que no le gustarán. Cuando viene de Italia está transformado. Tiene ideas disparatadas, se exalta explicando las modificaciones que conviene hacer en los proyectos. Pero sólo dura unos días. Lo que dura el escozor del sol en su piel. Luego, esto le puede. Lima sus exuberancias latinas.»
Helen cierra un libro abierto sobre la mesa de dibujo. Arquitectura y decoración, de Luigi Acosta. Encima de la mesa, clavada con chinchetas a la pared, hay una gran fotografía: un hombre joven, en mangas de camisa ante un gran tablero de trabajo. El hombre había levantado la vista sorprendido, y en aquel momento le aprisionó la fotografía. La frente se arruga, interrogante. El pelo revuelto le cae en mechones desiguales sobre la frente. Tiene las orejas un poco grandes, los labios finos, la mirada triste.
«Luigi tenía la mirada triste. Entonces, sin motivos.»
Helen se ha sentado en el taburete que hay al lado de la mesa, de espaldas al torreón. Observa distraída la fotografía de la pared. Luego mira a la puerta. Consulta el reloj. Las siete y veinticinco. Enseguida traerán el desayuno. Vuelve a mirar la foto