Vida de este chico

Fragmento

cap1

 

El agua de nuestro coche se puso a hervir otra vez en cuanto mi madre y yo cruzamos la División Continental. Mientras esperábamos a que se enfriase oímos, procedente de algún lugar por encima de nosotros, el alarido de una bocina. El sonido se hizo más fuerte y luego un camión grande salió de la curva, pasó junto a nosotros a toda velocidad y tomó la siguiente curva, la caja dando violentos bandazos. Nos quedamos mirando el punto por donde había desaparecido.

—Oh, Toby —dijo mi madre—, ha perdido los frenos.

El sonido de la bocina se fue alejando y luego se desvaneció en el viento que suspiraba entre los árboles que nos rodeaban.

Cuando llegamos allí, había unas cuantas personas de pie junto al precipicio por donde se había despeñado el camión. Había destrozado la barandilla protectora y había caído cientos de metros en el vacío hasta el río, donde yacía de espaldas entre las peñas. Parecía patéticamente pequeño. Un chorro de denso humo negro se elevaba de la cabina y el viento lo dispersaba. Mi madre preguntó si alguien había ido a dar parte del accidente. Sí, alguien había ido. Nos quedamos con los otros al borde del precipicio. Nadie hablaba. Mi madre me rodeó los hombros con un brazo.

Durante el resto del día no paró de volver la cabeza para mirarme, de tocarme, de apartarme el pelo de la cara. Vi que era el momento oportuno para sacarle regalos de recuerdo. Sabía que no tenía dinero para ellos y había tratado de no pedírselos, pero ahora que ella tenía la guardia baja no pude contenerme. Cuando salimos de Gran Junction yo tenía un cinturón indio de cuentas, unos mocasines bordados con cuentas y un caballo de bronce con una silla de cuero repujado de quita y pon.

Era el año 1955 y viajábamos en coche desde Florida a Utah para escapar de un hombre al que mi madre temía y para hacernos ricos con el uranio. Íbamos a cambiar nuestra suerte.

Habíamos salido de Sarasota en mitad del verano, justo después de mi décimo cumpleaños, y nos dirigíamos al oeste bajo unos cielos encapotados y mortecinos que se ponían negros y estallaban y se despejaban sólo el tiempo suficiente para dejar en el aire una gasa de vapor. Atravesamos Georgia, Alabama, Tennessee y Kentucky, deteniéndonos para que se enfriara el motor en pueblos donde la gente se movía con lentitud artrítica y hablaban con lenguas gordas y estranguladas. Vagos con los dientes podridos rodeaban el coche y ofrecían cacahuetes a la señora yanqui y a su hijito, discutiendo entre ellos acerca de los mejores atajos. Las mujeres levantaban la vista de sus parterres de flores cuando pasábamos o nos miraban desde sus porches, unas veces impasibles, otras saludándonos con una inclinación de cabeza y un movimiento de su abanico.

Cada dos horas el Nash Rambler se recalentaba. Mi madre no cesaba de rascar en la pequeña subvención que le habían dado para buscar el uranio, pero ningún mecánico era capaz de arreglarlo. Lo único que podíamos hacer era esperar a que se enfriara y luego continuar hasta que se calentaba de nuevo. (Mi madre llegó a odiar este cacharro hasta tal punto que poco después de que llegáramos a Utah se lo regaló a una mujer que conoció en una cafetería.) Por las noches dormíamos en habitaciones donde los faros de los coches se arrastraban por las paredes y los mosquitos cantaban en nuestros oídos, incesantes como los neumáticos que gemían en la carretera. Pero nada de esto me molestaba. Estaba prendido en la libertad de mi madre, en su goce de esa libertad, en su sueño de transformación.

Todo iba a cambiar cuando llegásemos al oeste. Mi madre había vivido de niña en Beverly Hills y la vida que veíamos ante nosotros se basaba en sus recuerdos de California en los tiempos anteriores a la crisis económica de 1929. Su padre, papá como ella le llamaba, había sido oficial de la marina y millonario en acciones. Vivían en una gran casa con un torreón. Justo antes de que papá perdiese todo su dinero y el de sus parientes pobres irlandeses y se consiguiera un destino en ultramar, mi madre había sido una de las cuatro chicas elegidas para ir en la carroza de Beverly Hills en el Torneo de las Rosas. El tema de la carroza era «El final del arco iris», y ganó el premio de ese año por aclamación. Había conocido a Jackie Coogan. Le habían hecho una foto con Harold Lloyd y Marión Davis, que habían rodado la película El marinero en el barco de papá. Cuando papá estaba embarcado, ella y su madre vivían una vida de ensueño en la cual, durante días seguidos, interpretaban el papel de hermanas.

Y los coches de los que mi madre me hablaba mientras esperábamos a que el Rambler se enfriara... ¡Tenía que haber visto aquellos coches! Papá conducía un Franklin. A ella la había cortejado un chico que tenía un Chrysler convertible con una bocina musical. Y, por supuesto, estaba la familia Hernández, unos vecinos que se habían venido de Méjico después de encontrar petróleo en su rancho de cactus. La familia era numerosa. Cuando se esperaba que acudieran juntos a algún sitio, se presentaban en una caravana de Pierce-Arrows idénticos, cada uno conducido por un miembro de la familia.

Se suponía que algo así nos iba a suceder a nosotros. En Utah la gente se levantaba pobre por la mañana y se acostaba rica por la noche. No hacía falta ser ingeniero de minas ni mineralogista. Lo único que se necesitaba era un contador Geiger. Íbamos camino de los campos de uranio, donde mi madre conseguiría un trabajo y mantendría los ojos abiertos. Una vez que aprendiera los trucos empezaría a hacer prospecciones para encontrar uranio.

Y cuando lo encontrara pensaba dedicarse en serio a la compensación: por los años de trabajo duro, primero sirviendo soda y luego como secretaria principiante, que no la habían llevado más allá de la pobreza y a veces ni siquiera hasta allí. Por la ruptura de nuestra familia cinco años antes. Por la tristeza de su larga relación con un hombre violento. Iba a recuperar el tiempo perdido y yo tenía que ayudarla.

Llegamos a Utah al día siguiente de que el camión se despeñara. Llegamos demasiado tarde, con meses de retraso. Moab y los otros pueblos mineros habían sido invadidos. Todos los moteles estaban llenos. Los lugareños habían alquilado sus dormitorios y cuartos de estar y garajes y ahora ofrecían espacio para remolques en sus jardines por cien dólares a la semana, que era lo que mi madre podría ganar en un mes si tuviera un trabajo. Pero no había trabajos y la gente se estaba volviendo intratable. Había habido asesinatos. Las prostitutas paseaban por las calles a plena luz del día, borrachas y belicosas. Los contadores Geiger costaban una fortuna. Todo el mundo nos decía que siguiéramos camino.

Mi madre se lo pensó. Finalmente le compró su contador Geiger a un pobre y una luz infrarroja que se suponía que hacía brillar los indicios de uranio, y partimos hacía Salt Lake City. Ella calculaba que tenía que haber mineral en alguna parte por allí. El hecho de que nadie lo hubiese encontrado quería decir que tendríamos el lugar casi para nosotros solos. Para salir del apuro pensaba conseguir un puesto en la Kennecott Mining Compañía, cuyo jefe de personal había respondido a una carta que ella le mandó desde Florida hacía algún tiempo. Él le había aconsejado que no viniera, le decía que no había trabajo en Salt Lake y que su propia compañía estaba a punto de ponerse en huelga. ¡Pero su carta era tan amable! Mi madre sabía que le sacaría un empleo. Estaba prácticamente garantizado.

Así que atravesamos el desierto. Mientras ella conducía, cantábamos baladas irlandesas, canciones folk y blues de gran orquesta. Yo estaba colgado de Mood Indigo. Una y otra vez canturreaba con tono de estar de vuelta de todo You ain’t been blue, no, no, no mientras mi madre vigilaba el indicador de la temperatura y mimaba el motor. Luego se me secó la garganta y me encontré graznando. Además estaba demasiado excitado. Nuestro camino se acababa. Pasamos anuncios de crema de afeitar Burma y mojones llenos de balazos. A medida que los números de los mojones se hacían más bajos empezamos a decirlos a voz en grito.

cap2

 

Yo no había venido a Utah para ser el mismo chico que era antes. Tenía mis propios sueños de transformación, sueños del oeste, sueños de libertad y dominio y taciturna autosuficiencia. Lo primero que quería hacer era cambiarme el nombre. Una niña que se llamaba Toby había entrado en mi clase antes de que yo me marchara de Florida y esto nos había causado a los dos una ardiente humillación.

Quería llamarme Jack, por Jack London. Creía que tener su nombre me transmitiría algo de la fuerza y la eficacia inherentes a la idea que yo tenía de él. Tenía muchas posibilidades de no tener que compartir nunca una clase con una chica que se llamara Jack. Y me gustaba cómo sonaba. Jack. Jack Wolff. A mi madre no le agradaba en lo más mínimo, ni la idea de que me cambiara de nombre ni el nombre mismo. No dejé de hablar del tema. Finalmente aceptó, pero sólo a condición de que asistiese a clases de catecismo. Una vez que estuviese preparado para ser acogido en el seno de la Iglesia me permitiría elegir Jonathan como nombre de pila y acortarlo a Jack. Mientras tanto, podría presentarme como Jack cuando empezase el colegio ese otoño.

Mi padre se enteró de esto y me llamó desde Connecticut para exigir que conservara el nombre que él me había puesto. Era un viejo nombre de familia, dijo. Esto resultó ser falso. Únicamente sonaba a viejo nombre de familia, igual que los muebles que compraba en los anticuarios parecían viejos muebles de familia y el escudo de armas que dibujó para sí parecía el escudo de algún fiero barón que se hubiese pasado la vida revolcándose en sangre sarracena y corriendo de batalla en batalla por caminos embarrados flanqueados de serviles campesinos y patanes.

También le daba pena que me hiciera católico.

—Mi familia —me dijo— siempre ha sido protestante. Episcopaliana, en realidad.

En realidad, su familia siempre había sido judía, pero tuve que esperar otros diez años para enterarme de eso. Debido a su extremado disgusto mi padre incluso puso a mi hermano mayor al teléfono. Me mostré hosco y a Geoffrey le tenía sin cuidado cómo me llamara yo, así que ahí quedó la cosa.

A mi madre le complació el espectáculo de la irritación de mi padre y se puso de mi parte. Lo de un nombre nuevo empezó a parecerle una buena idea. Después de todo, él estaba en Connecticut y nosotros en Utah. Aunque mi padre estaba nadando en dinero en esa época —se había casado con la millonaria con la que había estado viviendo antes del divorcio—, no nos mandaba nada, ni siquiera la miseria que el juez había fijado para mi mantenimiento. Apenas conseguíamos salir adelante, y lo conseguíamos a pesar de él. Que me desprendiera del nombre que él me había puesto le haría reflexionar sobre ese hecho.

Ese otoño, una vez a la semana, después de la escuela, iba al catecismo. Las hojas amarillas revoloteaban al otro lado de las ventanas mientras la hermana James nos instruía en la vida de la fe. Era una mujer con pasión. Su mandíbula cuadrada temblaba cuando algo la conmovía y mientras hablaba sus ojos brillaban detrás de sus gafas sin montura que reflejaban la luz. No podía estarse quieta. Se paseaba entre nuestros pupitres y sus hábitos nos rozaban con un susurro. No había en ella timidez ni gazmoñería. Hasta de sexualidad hablaba gráficamente y con entusiasmo. A veces se olvidaba de dónde estaba y se ponía a silbar.

A la hermana James no le agradaba la idea de que anduviéramos sueltos al salir de la escuela. Temía que pasáramos el tiempo con amigos de las escuelas estatales a las que asistíamos y que acabáramos convertidos en mormones. Para ocupar nuestras tardes había formado el Club de Tiro con Arco, el Club de Pintura y el Club de Ajedrez, y exigía que todos nosotros perteneciéramos a uno de ellos. Se reunían dos veces por semana. La asistencia era obligatoria. A nadie se le ocurría desobedecerla.

Yo pertenecía al Club de Tiro con Arco. Las niñas también podían hacerse socias, pero ninguna se hizo. Los días lluviosos practicábamos en el sótano de la iglesia; los días claros, fuera. La hermana James nos vigilaba cuando podía; otras veces nos supervisaba una monja más vieja que era corta de vista y trataba de controlarnos diciendo: «Chicos, chicos...»

Los vecinos de la casa de al lado tenían gatos. Estos animales estaban acostumbrados a correr libremente por el jardín de la iglesia y tardaron algún tiempo en comprender que ya no eran predadores sino presas: grandes calicós y gatos de pelo rojizo sentados al sol, los rabos elegantemente enroscados en torno a sus cuerpos, moviendo las cabezas de un lado a otro cuando nuestras flechas pasaban silbando. Nunca le dimos a ninguno de ellos, pero estuvimos a punto. Finalmente los gatos se dieron por enterados y nos dejaron el campo libre. Cuando esto sucedió empezamos a darnos caza los unos a los otros.

Fingiendo que íbamos a buscar flechas perdidas, llegábamos más allá de los blancos, hasta un grupo de árboles donde la monja vieja no nos veía. Allí comenzaba el juego. Al principio la idea era avanzar subrepticiamente y disparar el arco de tal modo que la flecha se clavase en el árbol más próximo a tu presa. Durante algún tiempo nos conformamos con considerar esto como una victoria. Pero las reglas resultaron demasiado limitadas para algunos y luego los demás no tuvimos más remedio que desecharlas también, igual que mis amigos desecharon más adelante las reglas que regían las peleas con globos de agua, piedras o pistolas BB.

El juego se volvió interesante. Todos tuvimos ocasiones en las que escapamos por un pelo, ocasiones que se contaban una y otra vez hasta que se convertían en leyenda. La Vez en que a Donny le Dieron en el Billetero. La Vez en que a Patrick le Arrancaron el Zapato de un Flechazo. Unos cuantos chicos recobraron la razón y abandonaron, pero los demás continuamos. Lo hicimos de un modo resueltamente inocente, sin admitir nunca cuál era el verdadero objetivo: es decir, derribar a alguien. Entre los árboles yo lograba un absoluto vacío mental. No pensaba para nada en la posibilidad de que me hirieran o de herir a alguien, ni siquiera cuando colocaba mi flecha tiraba de ella hacia atrás, atento a algún movimiento en las sombras que tenía delante. Una tarde estaba haciendo justamente eso, tensar el arco, listo para disparar no bien reapareciera mi blanco, cuando oí un susurro detrás de mí. Me volví rápidamente.

La hermana James había estado a punto de decir algo. Tenía la boca abierta. Miró la flecha con la que le apuntaba y luego me miró a mí. En su presencia mi inconsciencia me abandonó. Supe exactamente lo que había estado haciendo. Nos quedamos así durante un momento. Finalmente apunté con la flecha al suelo, la solté y empecé a inventar una excusa, pero ella cerró los ojos al oír mi voz y agitó las manos como si estuviera espantando mosquitos.

—El entrenamiento ha terminado —dijo.

Luego se volvió y me dejó allí.

Yo padecía ataques de un sentimiento de indignidad, me sentía de alguna manera profundamente en falta. No se precisaba mucho para despertar esta sensación, junto con la certeza de que todo el mundo, menos mi madre, me veía tal cual era y no les gustaba lo que veían. No había ninguna razón para que tuviese esa sensación. Creí que me la había dejado en Florida, con mi miedo a pelear y mi timidez con las niñas, pero aquí estaba, había venido a mi encuentro.

La hermana James no tenía nada que ver con esto. Ella detestaba hablar del pecado y estaba claro que le aburrían nuestras obsesivas preguntas acerca del infierno, el purgatorio y el limbo. La historia de las flechas probablemente no significó nada para ella. Puede que para ella yo no fuese más que otro chico que estaba haciendo alguna estúpida chiquillada. Pero empecé a sentir que ella lo sabía todo acerca de mí y que ahora dedicaba buena parte de su vida a considerar lo malo que yo era.

Me volví furtivo cuando estaba cerca de ella. Empecé a saltarme las prácticas de tiro con arco e incluso algunas de mis clases de catecismo. No había ninguna forma inmediata de que mi madre se enterara. No teníamos teléfono y ella nunca iba a la iglesia. Pensaba que era bueno para mí pero que no tenía sentido para ella, sobre todo ahora que estaba divorciada y liada una vez más con Roy, el hombre del cual quería escapar cuando se marchó de Florida.

Cuando podía, salía con chicos de la escuela. Pero todos eran de familias mormonas. Cuando no les estaban instruyendo en su propia fe, lo cual ocurría gran parte del tiempo, a sus padres les gustaba tenerles cerca. La mayoría de las tardes yo vagaba por las calles en ese trance que induce la soledad habitual. Me iba al centro y miraba las mercancías de los escaparates. Me imaginaba que me adoptaban distintas personas que veía por la calle. A veces, viendo a un hombre con traje venir hacia mí desde una distancia que hacía borrosas sus facciones, me preparaba para reconocer a mi padre y que él me reconociera a mí. Luego nos cruzábamos y unos minutos después yo elegía a otro. Hablaba con cualquiera que estuviera dispuesto a contestarme. Cuando sentía la necesidad, llamaba a la puerta más próxima y pedía que me dejaran usar el cuarto de baño. Nadie se negó nunca. Me sentaba en el jardín de otras personas y jugaba con sus perros. Los perros llegaron a conocerme, al final del año me esperaban.

También escribía largas cartas a mi amiga de Phoenix, Arizona. Se llamaba Alice. Mi clase había estado intercambiando cartas con su clase desde que empezó el curso. Se suponía que teníamos que escribir una vez al mes, pero yo le escribía por lo menos una vez a la semana, diez, doce, quince páginas cada vez. Me presentaba a ella como propietario de un caballo palomino, de nombre Smiley, con quien compartía mis encuentros con pumas, serpientes de cascabel y jaurías de coyotes en el rancho de mi padre, el Lazy B. Cuando no estaba ocupado en el rancho, criaba pastores alemanes y practicaba el atletismo con varios equipos. Aunque Alice era una corresponsal concisa e irregular, yo creía que debía de tenerla impresionadísima y me imaginaba presentándome un día en su casa para recibir su adoración.

Así pasaba las horas al salir de la escuela. A veces, no muchas, me sentía solo. Y luego volvía a casa con Roy.

Roy nos había seguido la pista hasta encontrarnos en Salt Lake unas semanas después de nuestra llegada. Cogió una habitación en algún sitio al otro lado de la ciudad, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en nuestro apartamento, dejando claro que no guardaba ningún rencor siempre y cuando mi madre se portase bien.

Roy no trabajaba. Tenía una pequeña herencia y la complementaba con los cheques por incapacidad de la Administración de Veteranos, que, según afirmaba, perdería si tenía un empleo. Cuando no estaba cazando o pescando o vigilando a mi madre, se sentaba en la mesa de la cocina con un pitillo en la boca y hojeaba La Biblia del cazador bizqueando a causa del humo que velaba su cara. Siempre parecía alegrarse de verme. Si había suerte, metía un par de rifles en su jeep y nos íbamos al desierto a dispararle a unas latas o a buscar mineral. Mi madre le había contagiado la fiebre del uranio.

Roy apenas hablaba en estas excursiones. De vez en cuando me miraba y me sonreía, luego apartaba la vista. Siempre parecía sumido en sus pensamientos, mirando fijamente la carretera a través de unas gafas de sol con cristales de espejo, mientras el viento revolvía las perfectas ondas de su pelo. Era guapo en ese estilo convencional que atrae a los niños. Llevaba un tatuaje. Había estado en la guerra y guardaba un silencio a ese respecto que estaba lleno de implicaciones heroicas. Era garboso en sus movimientos. Podía arreglar el Jeep si se veía obligado a hacerlo, pero prefería atravesar medio Utah para llevarle el coche a un mecánico del que le había hablado algún bocazas en un bar. Era un experto cazador que siempre cobraba su pieza. Nos enseñó a disparar a mi madre y a mí; a mi madre le enseñó tan bien que llegó a ser mejor tiradora que él, verdaderamente infalible.

Mi madre no me contaba lo que ocurría entre ellos, las amenazas y la esporádica brutalidad con que él la dominaba. Ella era la misma de siempre conmigo, llena de planes y pronta a la risa. Sólo de vez en cuando había una noche en que era incapaz de hacer otra cosa que sentarse y llorar; entonces yo la consolaba, pero nunca supe cuáles eran sus razones, Cuando estas noches pasaban, yo las apartaba de mi mente. Si había otras señales, yo no las vi. Las rarezas de Roy y la rareza de nuestra vida con él, con los años, se habían vuelto corrientes para mí.

Yo creía que Roy era como tenía que ser un hombre. Mi madre también debió de creerlo en algún momento. Yo pensaba que debía agradarme y fingía ante mí mismo que me agradaba, hasta el punto de buscar su compañía. Sólo una vez se enfadó conmigo. Yo había descubierto que el aceite de guisar de mi madre brillaba como fósforo bajo la luz infrarroja, igual que se suponía que ocurría con el uranio, y un día lo eché por encima de unas piedras que habíamos traído. Roy se puso muy excitado cuando las miró. Tuve que decirle por qué me reía tanto, y no se lo tomó bien. Me lanzó una mirada dura y maligna. Se quedó allí un rato, mirándome de esa manera, y finalmente dijo:

—No tiene ninguna gracia.

Y no volvió a hablarme en toda la noche.

Cuando regresábamos del desierto Roy aparcaba cerca de la compañía de seguros donde mi madre, después de enterarse de que Kennecott estaba efectivamente en huelga, había encontrado trabajo como secretaria. Esperaba fuera hasta que ella salía de la oficina. Luego la seguía a casa, conduciendo muy despacio, metiéndose de vez en cuando en alguna transversal con el fin de dejarla adelantarse y volviendo a salir para no perderla de vista. Si mi madre hubiera mirado hacia atrás habría visto el Jeep inmediatamente. Pero no lo hacía. Caminaba con su enérgico paso militar, los hombros rectos, la cabeza erguida, sin mirar nunca a su espalda. Roy actuaba como si esto fuera un juego que jugásemos entre todos. Yo sabía que no era un juego, pero no sabía lo que era, así que mantuve las promesas que me arrancó de no decirle nada a ella.

Una tarde, cerca de Navidad, la perdimos. No estaba entre las personas que salieron cuando el edificio cerró. Roy esperó un rato, mirando hacia las ventanas oscuras, observando al guarda que cerraba las puertas con llave. Entonces le entró el pánico. Puso en marcha el Jeep y dio la vuelta a la manzana. Se detuvo de nuevo delante del edificio. Apagó el motor y empezó a murmurar para sí,

—Sí—decía—; de acuerdo, de acuerdo.

Encendió de nuevo el motor. Dio otra vuelta a la manzana y luego recorrió las calles vecinas, pisando con fuerza el freno y el acelerador alternativamente, las mejillas bañadas por las lágrimas, moviendo los labios como un suplicante. Todo esto había sucedido antes, en Sarasota, y yo sabía que era mejor no decir nada. Me agarré al asidero y traté de parecer normal.

Finalmente se detuvo. Nos quedamos allí sentados durante unos minutos. Cuando me pareció que se encontraba mejor le pregunté si podíamos volver a casa. Asintió con la cabeza sin mirarme, luego sacó un pañuelo del bolsillo de su camisa, se sonó y se lo guardó.

Mi madre estaba cocinando la cena y escuchando los villancicos cuando llegamos. Las ventanas estaban todas empañadas. Roy me observó mientras me acercaba a la cocina y me apoyaba contra mi madre. No dejó de mirarme hasta conseguir que yo le mirara a él. Entonces me guiñó un ojo. Sabía que quería que le devolviera el guiño y también sabía que si lo hacía me pondría de su parte.

Mi madre me puso un brazo sobre los hombros mientras removía la salsa. Había un vaso de cerveza en la encimera, cerca de ella.

—¿Qué tal el tiro con arco? —me preguntó.

—Bien —dije—. Muy bien.

—Después fuimos al campo a pegar unos tiros a unas botellas —dijo Roy—. Luego nos fuimos de cachondeo.

—De cachondeo —repitió mi madre fríamente. Odiaba esa expresión.

Roy se apoyó en la nevera.

—¿Un día muy atareado?

—Muchísimo. De no parar.

—Ni un minuto libre, ¿eh?

—Nos han traído de cabeza—dijo ella.

Bebió un sorbo de su cerveza y se lamió los labios.

—Debe haber sido un alivio salir.

—Sí. Un verdadero alivio.

—Estupendo —dijo Roy—. ¿Fue agradable el paseo hasta casa?

Ella asintió con la cabeza.

Roy me sonrió y yo cedí. Le devolví la sonrisa.

—No sé a quién crees que engañas —le dijo Roy—. Hasta tu propio hijo sabe lo que haces.

Dio media vuelta y entró en el cuarto de estar. Mi madre cerró los ojos, volvió a abrirlos y siguió removiendo.

Fue una de esas cenas en las que no hablamos. Al terminar, mi madre sacó su máquina de escribir. Había mentido respecto al número de pulsaciones por minuto para conseguir ese trabajo y ahora su jefe esperaba de ella más de lo que realmente podía hacer. Eso significaba que tenía que acabar por las noches los informes que no podía concluir en la oficina. Mientras ella escribía a máquina, Roy la miraba ceñudo por encima de los rifles que estaba limpiando y yo le escribía una carta a Alice. Metí la carta en un sobre y se la di a mi madre para que la echara al correo. Luego me fui a la cama.

Esa noche me desperté y oí el característico murmullo regañón de Roy, las distintas palabras confundiéndose en un sonido continuo a través de la pared que nos separaba. Parecía no terminar nunca. Luego oí que mi madre decía: ¡De compras! ¡Fui de compras! ¿Es que no puedo ir de compras? Roy reanudó su murmullo. Me quedé acostado, abrazado al oso de peluche para el que era demasiado mayor y que había prometido dejar cuando me pusieran oficialmente mi nuevo nombre. La luz de la luna llenaba mi habitación, un añadido sin calefacción al fondo del apartamento. En las noches luminosas y frías, como ésta, podía ver la nube que formaba mi aliento y fingir que estaba fumando, cosa que hice ahora hasta quedarme dormido otra vez.

Me bautizaron en la semana de Pascua junto con varios otros niños de mi clase de catecismo. Con objeto de prepararnos para la comunión teníamos que confesarnos y la hermana James fijó una hora para que cada uno de nosotros fuésemos a la rectoría y ella nos acompañase hasta el confesonario. Nos esperaría fuera hasta que terminásemos y luego nos guiaría en la penitencia.

Pensé en qué debía confesar, pero no podía descomponer mi sensación de estar en falta para analizar sus componentes. Tratar de extraer de allí un pecado concreto era como pescar en un pantano, donde notas el tirón de algo que al principio te parece prometedor y luego resistente y por último imposible, cuando te das cuenta de que has enganchado el fondo, que tienes a todo el planeta en el otro extremo del sedal. No se me ocurría nada. No veía cómo iba a poder hacerlo, pero al final me arrastré hasta la iglesia y acudí a mi cita. Haber faltado a ella habría hecho que se fijaran en mis otras ausencias y posiblemente habría provocado una visita de la hermana James a mi madre. No podía correr el riesgo de que las dos compararan sus notas.

La hermana James vino a mi encuentro cuando yo entraba en la rectoría. Me preguntó si estaba preparado y le dije que suponía que sí.

—No duele —me dijo—. No más que un disparo, por lo menos.

Fuimos a la iglesia y caminamos por el pasillo lateral hasta el confesonario. La hermana James me abrió la puerta.

—Entra —le dijo—. Y haz una buena confesión.

Me arrodillé con la cara frente a la rejilla como nos habían dicho que hiciéramos y dije:

—Bendígame, padre, porque he pecado.

Oía a alguien respirando ruidosamente al otro lado. Pasados unos momentos dijo:

—¿Bien?

Crucé las manos y cerré los ojos y esperé a que se me ocurriera algo.

—Parece que tienes problemas.

Su voz era profunda y rasposa.

—Sí, señor.

—Llámame padre. Soy un sacerdote, no un caballero. Bueno, debes entender que cualquier cosa que se diga aquí nunca saldrá de aquí.

—Sí, padre.

—Supongo que has pensado mucho en esto. ¿No es así?

Le dije que sí.

—Bueno, lo que pasa es que te has puesto nervioso, no es más que eso. ¿Qué te parece si lo intentamos un poco más tarde? ¿Quieres que hagamos eso?

—Sí, por favor, padre.

—Pues eso es lo que haremos. Espera fuera un segundo.

Me levanté y salí del confesonario. La hermana James vino hacia mí desde donde estaba apoyada en la pared.

—¿A que no ha sido tan malo? —me preguntó.

—Tengo que esperar aquí —le dije.

Me miró. Me di cuenta de que sentía curiosidad, pero no preguntó nada.

El cura salió poco después. Era viejo y muy alto y cojeaba. Se detuvo muy cerca de mí y cuando levanté la cabeza para mirarle vi los pelos blancos que salían de los agujeros de su nariz. Olía fuertemente a tabaco,

—Hemos tenido una pequeña dificultad para empezar —dijo.

—¿Sí, padre?

—Está un poco nervioso, eso es todo —dijo el cura—. Necesita relajarse. Para eso nada mejor que un vaso de leche.

Ella asintió.

—¿Por qué no volvemos a intentarlo un poco más tarde? ¿Digamos dentro de veinte minutos?

—Aquí estaremos, padre.

La hermana James y yo nos fuimos a la cocina de la rectoría. Me senté junto a una mesa de acero mientras ella me servía un vaso de leche.

—¿Quieres unas galletas? —me preguntó.

—No hace falta, hermana.

—Seguro que sí.

Puso un paquete de Oreos en un plato y me lo trajo. Luego se sentó. Con los brazos cruzados y las manos ocultas en las mangas, me observó mientras yo comía y bebía. Finalmente me dijo:

—¿Qué te pasó? ¿Te comió la lengua el gato?

—Sí, hermana.

—No hay nada que temer.

—Lo sé.

—Puede que no lo hayas entendido bien —dijo.

Miré mis manos sobre la superficie de la mesa.

—Se me ha olvidado darte una servilleta —dijo ella—. Adelante, chúpatelas. No te dé vergüenza.

Esperó hasta que yo levanté los ojos, y cuando lo hice vi que era más joven de lo que yo pensaba. No es que hubiese pensado mucho en su edad. Excepto las monjas verdaderamente viejas, con bastones y vello en la cara, todas parecían fuera del tiempo, sin pasado ni futuro. Pero ahora —obligado a mirar a la hermana James al otro lado del estrecho espacio de esta reluciente mesa— la vi diferente. Vi a una mujer preocupada, más o menos de la edad de mi madre, que quería ayudarme sin saber qué clase de ayuda necesitaba. Su buena voluntad me afectó profundamente. Me escocían los ojos y se me hizo un nudo en la garganta. Me hubiera rendido ante ella si hubiera sabido cómo hacerlo.

—Probablemente no es tan grave como piensas —dijo la hermana James—. Sea lo que sea, algún día lo recordarás y verás que era natural. Pero tienes que sacarlo a la luz. Mantenerlo en la oscuridad es lo que hace que parezca tan malo. No te estoy pidiendo que me lo cuentes, entiéndelo —añadió—. Ésa no es mi misión. Sólo quiero decirte que todos pasamos por estas cosas.

La hermana James se inclinó sobre la mesa.

—Cuando yo tenía tu edad —dijo—, puede que un poco más, solía rebuscar en la cartera de mi padre mientras él se bañaba. No le cogía billetes, sólo peniques y níqueles, tal vez una moneda de diez centavos. Nada que él pudiera echar de menos. Mi padre me habría dado el dinero si se lo hubiera pedido. Pero yo prefería robarlo. Robarle a mi padre me hacía sentir fatal, pero lo hacía de todas formas.

Miró la mesa.

—También era una murmuradora. Cada vez que estaba con una amiga decía cosas terribles de mis otras amigas, luego daba media vuelta y me ponía a criticar a aquella con la que acababa de estar. Sabía muy bien que lo que hacía estaba mal. Me odiaba por ello, de verdad, pero eso no me impedía seguir haciéndolo.

También deseaba que mi madre y mis hermanos se muriesen en un accidente de coche para crecer sola con mi pa

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