Un yanqui en la corte del Rey Arturo

Mark Twain

Fragmento



Índice

 

Portadilla

Índice

Prefacio

Unas palabras explicativas

Camelot

La Corte del rey Arturo

Caballero de la Tabla Redonda

Sir Dinadan, el humorista

Una idea inspirada

El eclipse

La torre de Merlín

El Patrón

El torneo

Los comienzos de la civilización

El yanqui, en busca de aventuras

Tortura lenta

Hombres libres

«Defendeos, señor»

El relato de la Rubia

Morgana la Fe

Un festín real

En las mazmorras de la reina

La caballería andante como negocio

El castillo del Ogro

Los peregrinos

La fuente sagrada

Es restaurada la fuente

Un mago rival

Un examen de oposiciones

El primer periódico

El yanqui y el rey viajan de incógnito

Instruyendo al rey

La choza de la viruela

La tragedia de la casa-castillo

Marco

La humillación de Dowley

Economía política del siglo VI

El yanqui y el rey, vendidos como esclavos

Un incidente doloroso

Un encuentro en la oscuridad

Un trance terrible

Sir Lancelot y los caballeros al rescate

Lucha del yanqui con los caballeros

Tres años más tarde

El interdicto

¡Guerra!

La batalla del cinturón de arena

Una posdata de Clarence

Notas

Créditos

Grupo Santillana

Prefacio

Prefacio

Las rudas leyes y costumbres que se exponen en este relato son históricas, y también son históricos los episodios de que nos servimos para ilustrarlas. No afirmamos que tales leyes y costumbres existiesen en la Inglaterra del siglo VI, no; lo único que afirmamos es que, puesto que existían en la civilización inglesa y en otras de tiempos posteriores, se puede pensar que no se lanza un libelo contra el siglo VI al suponer que se hallaban en práctica también en aquella época. Se siente uno plenamente justificado para deducir que si alguna de aquellas leyes y costumbres era desconocida en aquella época, otra ley o costumbre peor llenaría dignamente ese vacío.

No queda resuelta en este libro la cuestión de si existe eso que llaman el derecho divino de los reyes; nos resultó demasiado difícil. Cosa evidente e indiscutible era la de que la cabeza ejecutiva de una nación debe ser una persona de elevado carácter e indudable habilidad; también era evidente e indiscutible que únicamente la Divinidad podría seleccionar esa cabeza sin equivocarse; que la Divinidad debería realizar esa selección era también, por consiguiente, evidente e indiscutible, y de ahí se deducía irremisiblemente el que es Dios quien la hace, según la tesis del derecho divino de los reyes. Todo eso estaba bien hasta que el autor de este libro tropezó con la Pompadour y con lady Castlemaine y algunas otras cabezas ejecutivas por el estilo. Le resultó tan difícil encajarlas debidamente dentro de esa idea, que se juzgó preferible hacer un zigzag en este libro —que tiene que ver la luz pública durante este otoño—, para poder luego entrenarse en el tema y decidir la cuestión en otra obra. Desde luego, es un problema cuya resolución se impone, y, de todos modos, yo no voy a tener ninguna tarea especial el próximo invierno.

MARK TWAIN

Unas palabras explicativas

Unas palabras explicativas

En el castillo de Warwick fue donde yo tropecé con el extraño extranjero acerca del cual voy a hablar. Atrajo mi atención por tres cosas: por su ingenua simplicidad, por su maravillosa familiaridad con las armaduras antiguas y por lo descansada que resultaba su compañía, ya que él se lo decía todo. Coincidimos, como les ocurre a las personas modestas, en la cola del rebaño al que alguien iba enseñando todo, y aquel desconocido empezó a decir cosas que me interesaron. A medida que hablaba, suavemente, con agrado, con fluidez, parecía que yo me dejaba llevar imperceptiblemente fuera de este mundo y de este tiempo, entrando en una época remota y en un antiguo país ya olvidado; fue tejiendo gradualmente a mi alrededor un encantamiento tal que me parecía estarme moviendo entre espectros, sombras, polvo y moho de una antigüedad gris, porque en sus palabras había un vestigio de la misma. Exactamente igual que yo pudiera hablar de mis amigos o enemigos más próximos o de mis convecinos más familiares, hablaba él de sir Bedivere, de sir Bors de Ganis, de sir Lancelot del Lago, de sir Galahad y de todos los demás ilustres personajes de la Tabla Redonda… ¡Qué viejo, qué viejísimo, qué indeciblemente viejísimo, ajado, apergaminado, verdoso y antiguo me iba pareciendo, conforme avanzaba en su charla! De pronto se volvió hacia mí y dijo, de la misma manera que uno pudiera hablar del

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos