Índice
Portadilla
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Plano de la bahía de Cádiz
Plano de Cádiz en 1811
Dedicatoria
Citas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Agradecimientos
Sobre el autor
Arturo Pérez-Reverte en digital
Créditos


A José Manuel Sánchez Ron,
amicus usque ad aras.
Si se trata de penetrar en los misterios de la naturaleza, es muy importante saber si es por impulsión o atracción que los cuerpos celestes actúan los unos sobre los otros; si es alguna materia sutil e invisible la que opera sobre los cuerpos impulsándolos unos sobre otros, o si están dotados de una cualidad escondida y oculta gracias a la cual se atraen mutuamente.
Leonard Euler
Cartas a una princesa alemana. 1772
Todo puede suceder si lo maquina un dios.
Sófocles
Ayax
1
Al decimosexto golpe, el hombre atado sobre la mesa se desmaya. Su piel se ha vuelto amarilla, casi traslúcida, y la cabeza cuelga inmóvil en el borde del tablero. La luz del candil de aceite colgado en la pared insinúa surcos de lágrimas en sus mejillas sucias y un hilo de sangre que gotea de la nariz. El que lo golpeaba se queda quieto un instante, indeciso, el vergajo en una mano y la otra quitándose de las cejas el sudor que también le empapa la camisa. Después se vuelve hacia un tercero que está de pie a su espalda, en penumbra, apoyado en la puerta. El del vergajo tiene ahora la mirada de un perro de presa que se disculpara ante su amo. Un mastín grande, brutal y torpe.
Con el silencio se oye de nuevo, a través de los postigos cerrados, el Atlántico batiendo afuera, en la playa. Nadie ha dicho nada desde que los gritos cesaron. En el rostro del hombre que está en la puerta brilla, avivada dos veces, la brasa de un cigarro.
—No ha sido él —dice al fin.
Todos tenemos un punto de ruptura, piensa. Pero no lo expresa en voz alta. No ante su estólido auditorio. Los hombres se quiebran por el punto exacto si se les sabe llevar a él. Todo es cuestión de finura en el matiz. De saber cuándo parar, y cómo. Un gramo más en la balanza, y todo se va al diablo. Se rompe. Trabajo perdido, en suma. Tiempo, esfuerzo. Palos de ciego mientras el verdadero objetivo se aleja. Sudor inútil, como el del esbirro que sigue enjugándose las cejas con el vergajo en la otra mano, atento a la orden de seguir o no.
—Aquí está todo el atún vendido.
El otro lo mira obtuso, sin comprender. Cadalso, se llama. Buen nombre para su oficio. Con el cigarro entre los dientes, el hombre de la puerta se acerca a la mesa, e inclinándose un poco observa al que está sin sentido: barba de una semana, costras de suciedad en el cuello, en las manos y entre los verdugones violáceos que le cruzan el torso. Tres golpes de más, calcula. Tal vez cuatro. Al duodécimo todo resultaba evidente; pero era preciso asegurarse. Nadie reclamará nada, en este caso. Se trata de un mendigo habitual del arrecife. Uno de los muchos despojos que la guerra y el cerco francés han traído a la ciudad, del mismo modo que el mar arroja restos a la arena de una playa.
—No fue él quien lo hizo.
Parpadea el del vergajo, intentando asimilar aquello. Casi es posible observar la información abriéndose paso, despacio, por los estrechos vericuetos de su cerebro.
—Si usted me lo permite, yo podría...
—No seas imbécil. Te digo que éste no ha sido.
Todavía lo observa un poco más, muy de cerca. Los ojos se ven entreabiertos, vidriosos y fijos. Pero sabe que no está muerto. Rogelio Tizón ha visto suficientes cadáveres en su vida profesional, y reconoce los síntomas. El mendigo respira tenuemente, y una vena, hinchada por la postura del cuello, late despacio. Al inclinarse, el comisario advierte el olor del cuerpo que tiene delante: humedad agria sobre la piel sucia, orín derramado en la mesa bajo los golpes. Sudor de miedo que ahora se enfría con la palidez del desmayo, tan diferente al otro sudor cercano, la transpiración animal del hombre del vergajo. Con disgusto, Tizón chupa el cigarro y deja escapar una larga bocanada de humo que le llena las fosas nasales, borrándolo todo. Luego se incorpora y camina hacia la puerta.
—Cuando se despierte, dale unas monedas. Y adviértele: como vaya quejándose de esto por ahí, lo desollamos en serio... Como a un conejo.
Deja caer al suelo el chicote del cigarro y lo aplasta con la punta de una bota. Después coge de una silla el sombrero redondo de media copa, el bastón y el redingote gris, empuja la puerta y sale afuera, a la luz cegadora de la playa, con Cádiz desplegada en la distancia tras la Puerta de Tierra, blanca como las velas de un barco sobre los muros de piedra arrancada al mar.
Zumbido de moscas. Llegan pronto este año, al reclamo de la carne muerta. El cuerpo de la muchacha sigue allí, en la orilla atlántica del arrecife, al otro lado de una duna en cuya cresta el viento de levante deshace flecos de arena. Arrodillada junto al cadáver, la mujer que Tizón ha hecho venir de la ciudad trajina entre sus muslos. Es una conocida partera, confidente habitual. La llaman tía Perejil y en otros tiempos fue puta en la Merced. Tizón se fía más de ella y de su propio instinto que del médico al que suele recurrir la policía: un carnicero borracho, incompetente y venal. Así que la trae a ella para asuntos como éste. Dos en tres meses. O cuatro, contando una tabernera apuñalada por su marido y el asesinato, por celos, de la dueña de una pensión a manos de un estudiante. Pero ésas resultaron ser otra clase de historias: claras desde el principio, crímenes pasionales de toda la vida. Rutina. Lo de las muchachas es otra cosa. Una historia singular. Más siniestra.
—Nada —dice la tía Perejil cuando la sombra de Tizón la advierte de su presencia—. Sigue tan entera como su madre la parió.
El comisario se queda mirando el rostro amordazado de la joven muerta, entre el cabello desordenado y sucio de arena. Catorce o quince años, flaquita, poca cosa. El sol de la mañana le ennegrece la piel e hincha un poco las facciones, pero eso no es nada comparado con el espectáculo que ofrece su espalda: destrozada a latigazos hasta descubrir los huesos, que blanquean entre carne desgarrada y coágulos de sangre.
—Igual que la otra —añade la comadre.
Ha bajado la falda sobre las piernas de la muchacha y se incorpora, sacudiéndose la arena. Después coge la toquilla de la muerta, que estaba tirada cerca, y le cubre la espalda, ahuyentando el enjambre de moscas posado en ella. Es una prenda de bayeta parda, tan modesta como el resto de la ropa. La chica ha sido identificada como sirvienta de un ventorrillo situado junto al camino del arrecife, a medio trecho entre la Puerta de Tierra y la Cortadura. Salió ayer por la tarde, a pie y todavía con luz, camino de la ciudad para visitar a su madre enferma.
—¿Qué hay del mendigo, señor comisario?
Tizón se encoge de hombros mientras la tía Perejil lo mira inquisitiva. Es mujerona grande, robusta, más estragada de vida que de años. Conserva pocos dientes. Raíces grises asoman bajo el tinte que oscurece las crenchas grasientas del pelo, recogidas en un pañuelo negro. Lleva un manojo de medallas y escapularios al cuello y un rosario colgado de un cordoncito en la cintura.
—¿Tampoco ha sido él?... Pues gritaba como si lo fuera.
El comisario mira a la partera con dureza y ésta aparta la vista.
—Ten la boca cerrada, no sea que también grites tú.
La tía Perejil recoge trapo. Conoce a Tizón desde hace tiempo, suficiente para saber cuándo no está de humor para confianzas. Y hoy no lo está.
—Perdone, don Rogelio. Hablaba en broma.
—Pues las bromas se las gastas a la puerca de tu madre, si te la topas en el infierno —Tizón mete dos dedos en un bolsillo del chaleco y saca un duro de plata, arrojándoselo—. Largo de aquí.
Al marcharse la mujer, el comisario mira alrededor por enésima vez en lo que va de día. El levante borró las huellas de la noche. De cualquier manera, las idas y venidas desde que un arriero encontró el cadáver y dio aviso en la venta cercana, han terminado por embarullar lo que pudiera haber quedado. Durante un rato permanece inmóvil, atento a cualquier indicio que se le haya podido escapar, y al cabo desiste, desalentado. Sólo una huella prolongada, un ancho surco en uno de los lados de la duna, donde crecen unos pequeños arbustos, llama un poco su atención; así que camina hasta allí y se pone en cuclillas para estudiarlo mejor. Por un instante, en esa postura, tiene la sensación de que ya ocurrió otra vez. De haberse visto a sí mismo, antes, viviendo aquella situación. Comprobando huellas en la arena. Su cabeza, sin embargo, se niega a establecer con claridad el recuerdo. Quizá sólo sea uno de esos sueños raros que luego se parecen a la vida real, o aquella otra certeza inexplicable, fugacísima, de que lo que a uno le sucede ya le ha sucedido antes. El caso es que acaba por incorporarse sin llegar a conclusión alguna, ni sobre la sensación experimentada ni sobre la huella misma: un surco que puede haber sido hecho por un animal, por un cuerpo arrastrado, por el viento.
Cuando pasa junto al cadáver, de regreso, el levante que revoca al pie de la duna ha removido la falda de la muchacha muerta, descubriendo una pierna desnuda hasta la corva. Tizón no es hombre de ternuras. Consecuente con su áspero oficio, y también con ciertos ángulos esquinados de su carácter, considera desde hace tiempo que un cadáver es sólo un trozo de carne que se pudre, lo mismo al sol que a la sombra. Material de trabajo, complicaciones, papeleo, pesquisas, explicaciones a la superioridad. Nada que a Rogelio Tizón Peñasco, comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con cincuenta y tres años cumplidos —treinta y dos de servicio como perro viejo y callejero—, lo desasosiegue más allá de lo cotidiano. Pero esta vez el encallecido policía no puede esquivar un vago sentimiento de pudor. Así que, con la contera del bastón, devuelve el vuelo de la falda a su sitio y amontona un poco de arena sobre él para impedir que se alce de nuevo. Al hacerlo, descubre semienterrado un fragmento de metal retorcido y reluciente, en forma de tirabuzón. Se agacha, lo coge y lo sopesa en la mano, reconociéndolo en el acto. Es uno de los trozos de metralla que se desprenden de las bombas francesas al estallar. Los hay por toda Cádiz. Éste vino volando, sin duda, desde el patio de la venta del Cojo, donde una de esas bombas cayó hace poco.
Tira al suelo el fragmento y camina hasta la tapia encalada de la venta, donde aguarda un grupo de curiosos mantenido a distancia por dos soldados y un cabo que el oficial de la garita de San José mandó a media mañana a petición de Tizón, seguro de que un par de uniformes a la vista imponen más respeto. Son criados y mozas de los ventorros cercanos, muleros, conductores de calesas y tartanas con sus pasajeros, algún pescador, mujeres y chiquillos del lugar. Delante de todos ellos, algo adelantado en uso del doble privilegio que le confiere ser propietario de la venta y haber dado aviso a la autoridad tras el hallazgo del cadáver, está Paco el Cojo.
—Dicen que no ha sido el de ahí dentro —comenta el ventero cuando Tizón llega a su altura.
—Dicen bien.
El mendigo rondaba hace tiempo el lugar, y la gente de los ventorrillos lo señaló al aparecer la chica muerta. Fue el mismo Cojo quien lo encañonó con una escopeta de caza, reteniéndolo hasta la llegada de los policías y sin permitir que lo maltrataran mucho: apenas unas bofetadas y culatazos. Ahora la decepción es visible en los rostros de todos; en especial los muchachos, que ya no tienen a quién arrojar las piedras con que se habían provisto los bolsillos.
—¿Está usted seguro, señor comisario?
Tizón no se molesta en contestar. Contempla la parte de tapia destruida por el impacto de artillería francés. Pensativo.
—¿Cuándo cayó la bomba, camarada?
Paco el Cojo se pone a su lado: los pulgares metidos en la faja, respetuoso y con cierta prevención. También él conoce al comisario, y sabe que lo de camarada es una simple fórmula que puede volverse peligrosa en boca de alguien como él. Por lo demás, el Cojo no ha renqueado nunca, pero sí su abuelo; y en Cádiz los apodos se heredan con más certeza que el dinero. También los oficios. El Cojo tiene las patillas blancas y un pasado marinero y contrabandista de dominio público, sin excluir el presente. Tizón sabe que el sótano de la venta está abarrotado de géneros de Gibraltar, y que las noches de mar tranquila y viento razonable, a oscuras, la playa se anima con siluetas de botes y sombras que van y vienen alijando fardos. Hasta ganado meten, a veces. De cualquier modo, mientras el Cojo siga pagando lo que corresponde a aduaneros, militares y policías —incluido el propio Tizón— por mirar hacia otra parte, lo que en aquella playa se trajine seguirá sin traer problemas a nadie. Otra cosa sería que el ventero se pasara de listo o ambicioso, sisando de sus obligaciones, o que contrabandease para el enemigo, como hacen algunos en la ciudad y fuera de ella. Pero de eso no hay constancia. Y a fin de cuentas, desde el castillo de San Sebastián al puente de Zuazo, allí todo el mundo se trata de antiguo. Incluso con la guerra y el asedio sigue valiendo lo de vive y deja vivir. Eso incluye a los franceses, que llevan tiempo sin atacar en serio y se limitan a tirar de lejos, como para llenar el expediente.
—La bomba cayó ayer por la mañana, sobre las ocho —explica el ventero, indicando la bahía hacia el este—. Salió de allí enfrente, de la Cabezuela. Mi mujer estaba tendiendo ropa y vio el fogonazo. Luego vino el estampido, y al momento reventó ahí detrás.
—¿Hizo daño?
—Muy poco: ese trozo de tapia, el palomar y algunas gallinas... Más grande fue el susto, claro. A mi mujer le dio un soponcio. Treinta pasos más cerca y no lo contamos.
Tizón se hurga entre los dientes con una uña —tiene un colmillo de oro en el lado izquierdo de la boca— mientras mira hacia la lengua de mar de una milla de anchura que en ese lugar separa el arrecife —éste forma península con la ciudad de Cádiz, con playas abiertas al Atlántico a un lado, y a la bahía, el puerto, las salinas y la isla de León por el otro— de la tierra firme ocupada por los franceses. El viento de levante mantiene limpio el aire, permitiendo distinguir a simple vista las fortificaciones imperiales situadas junto al caño del Trocadero: Fuerte Luis a la derecha, a la izquierda los muros medio arruinados de Matagorda, y algo más arriba, y atrás, la batería fortificada de la Cabezuela.
—¿Han caído más bombas por esta parte?
El Cojo niega con la cabeza. Luego señala hacia el mismo arrecife, a uno y otro lado de la venta.
—Algo cae por la parte de la Aguada, y mucho en Puntales: allí les llueve a diario y viven como topos... Aquí es la primera vez.
Asiente Tizón, distraído. Sigue mirando hacia las líneas francesas con los párpados entornados a causa del sol que reverbera en la tapia blanca, en el agua y las dunas. Calculando una trayectoria y comparándola con otras. Es algo en lo que nunca había pensado. Sabe poco de asuntos militares y bombas, y tampoco está seguro de que se trate de eso. Sólo una corazonada, o sensación vaga. Un desasosiego particular, incómodo, que se mezcla con la certeza de haber vivido aquello antes, de un modo u otro. Como una jugada sobre un tablero —la ciudad— que ya se hubiera ejecutado sin que Tizón reparase en ella. Dos peones, en suma, con el de hoy. Dos piezas comidas. Dos muchachas.
Puede haber relación, concluye. Él mismo, sentado ante una mesa del café del Correo, ha presenciado combinaciones más complejas. Incluso las ejecutó en persona, tras idearlas, o les hizo frente al desarrollarlas un adversario. Intuiciones como relámpagos. Visión súbita, inesperada. Una plácida disposición de piezas, un juego apacible; y de pronto, agazapada tras un caballo, un alfil o un peón cualquiera, la Amenaza y su Evidencia: el cadáver al pie de la duna, espolvoreado por la arena que arrastra el viento. Y planeando sobre todo ello como una sombra negra, ese vago recuerdo de algo visto o vivido, él mismo arrodillado ante las huellas, reflexionando. Si sólo pudiera recordar, se dice, sería suficiente. De pronto siente la urgencia de regresar tras los muros de la ciudad para hacer las indagaciones oportunas. De enrocarse mientras piensa. Pero antes, sin decir palabra, regresa junto al cadáver, busca en la arena el tirabuzón metálico y se lo mete en el bolsillo.
A la misma hora, tres cuartos de legua al este de la venta del Cojo, Simón Desfosseux, capitán adjunto al estado mayor de artillería de la 2.ª división del Primer Cuerpo del ejército imperial, soñoliento y sin afeitar, maldice entre dientes mientras numera y archiva la carta que acaba de recibir de la Fundición de Sevilla. Según informa el supervisor de la fábrica de cañones andaluza, coronel Fronchard, los defectos de tres obuses de 9 pulgadas recibidos por las tropas que asedian Cádiz —el metal se agrieta a los pocos disparos— se deben a un sabotaje realizado en su proceso de fundición: una deliberada aleación incorrecta, que termina produciendo fracturas de las que en jerga artillera son conocidas como escarabajos y cavernas. Dos operarios y un capataz, españoles, fueron fusilados por Fronchard hace cuatro días, al descubrirse el hecho; pero eso no le sirve de consuelo al capitán Desfosseux. Tenía puestas ciertas esperanzas en los obuses ahora inutilizados. Y lo que es más grave: esas expectativas eran compartidas por el mariscal Víctor y demás mandos superiores, que ahora lo apremian para que solucione un problema que no está en su mano solucionar.
—¡Batidor!
—A la orden.
—Avise al teniente Bertoldi. Estaré arriba, en la torre.
Apartando la manta vieja que cubre la entrada de su barraca, el capitán Desfosseux sale al exterior, sube por la escala de madera que conduce a la parte superior del puesto de observación y se queda mirando la ciudad lejana a través de una tronera. Lo hace con la cabeza descubierta bajo el sol, cruzadas las manos a la espalda sobre los faldones de la casaca azul índigo con vueltas rojas. Que el observatorio, dotado de varios telescopios y de un modernísimo micrómetro Rochon con doble prisma de cristal de roca, esté situado en una ligera elevación entre el fuerte artillado de la Cabezuela y el caño del Trocadero, no es casual en absoluto. Fue Desfosseux quien eligió la ubicación tras minucioso estudio del terreno. Desde allí puede abarcar todo el paisaje de Cádiz y su bahía hasta la isla de León; y con ayuda de catalejos, el puente de Zuazo y el camino de Chiclana. Son sus dominios, en cierto modo. Teóricos, al menos: el espacio de agua y tierra puesto bajo su jurisdicción por los dioses de la guerra y el Mando imperial. Un ámbito donde la autoridad de mariscales y generales puede plegarse, en ocasiones, a la suya. Un particular campo de batalla hecho de problemas, ensayos e incertidumbres —también insomnios— donde no se lucha con trincheras, movimientos tácticos o ataques finales a la bayoneta, sino mediante cálculos hechos sobre hojas de papel, parábolas, trayectorias, ángulos y fórmulas matemáticas. Una de las muchas paradojas de la compleja guerra de España es que tan singular combate, donde cuenta más la composición porcentual de una libra de pólvora o la velocidad de combustión de un estopín que el coraje de diez regimientos, se encuentra confiado, en la bahía de Cádiz, a un oscuro capitán de artillería.
Desde tierra, el conjunto enemigo es inexpugnable. Hasta donde Simón Desfosseux sabe, nadie ha osado decírselo al emperador con esas palabras; pero el término es exacto. La ciudad sólo está unida al continente por un estrecho arrecife de piedra y arena que se extiende casi dos leguas. Los defensores, además, han fortificado diversos puntos de ese paso único, cruzando enfilaciones de diversas baterías y fuertes dispuestos con inteligencia, que además se apoyan en dos lugares bien fortificados: la Puerta de Tierra, guarnecida con ciento cincuenta bocas de fuego, donde empieza la ciudad propiamente dicha, y la Cortadura, situada a medio arrecife y todavía en fase de construcción. Al extremo de todo eso, en la unión del istmo con tierra firme, se encuentra la isla de León, protegida por salinas y canales. A ello hay que sumar los barcos de guerra ingleses y españoles fondeados en la bahía, y las fuerzas sutiles de pequeñas lanchas cañoneras que actúan en playas y caños. Tan formidable despliegue convertiría en suicida cualquier ataque francés por tierra; de modo que los compatriotas de Desfosseux se limitan a una guerra de posiciones a lo largo de la línea, en espera de tiempos mejores o de un vuelco en la situación de la Península. Mientras llega ese momento, la orden es apretar el cerco intensificando los bombardeos sobre objetivos militares y civiles: sistema sobre el que los mandos franceses y el gobierno del rey José albergan pocas ilusiones. La imposibilidad de bloquear el puerto deja abierta a Cádiz su puerta principal, que es el mar. Barcos de diversas banderas van y vienen ante la mirada impotente de los artilleros imperiales, la ciudad sigue comerciando con los puertos españoles rebeldes y con medio mundo, y se da la triste contradicción de que viven mejor abastecidos los sitiados que los sitiadores.
Para el capitán Desfosseux, sin embargo, todo eso es relativo. O le importa poco. El resultado general del asedio a Cádiz, incluso el curso de la guerra de España, pesan menos en la balanza de sus sentimientos que el trabajo que realiza allí. Éste absorbe toda su imaginación y su talento. La guerra, a la que se dedica en serio desde hace poco tiempo —antes era profesor de Física en la escuela de Artillería de Metz—, consiste para él en la aplicación práctica de teorías científicas a las que, de un modo u otro, ahora de uniforme como antes de paisano, dedica la vida. Su arma, le gusta decir, es la tabla de cálculo y su pólvora la trigonometría. La ciudad y el espacio circundante que se extiende ante sus ojos no son objetivo a conquistar, sino desafío técnico. Esto último ya no lo dice en voz alta —le costaría un consejo de guerra—, pero lo piensa. La contienda privada de Simón Desfosseux no es un problema de insurrección nacional sino un problema de balística, donde el enemigo no son los españoles sino los obstáculos interpuestos por la ley de la gravedad, el rozamiento y temperatura del aire, la condición de los fluidos elásticos, la velocidad inicial y la parábola descrita por un objeto móvil —en este caso, una bomba— antes de alcanzar, o no, el punto al que intenta llegar con la adecuada eficacia. De mala gana, pero aceptando órdenes superiores, Desfosseux hizo amago de explicárselo hace un par de días a una comisión de visitantes españoles y franceses venidos de Madrid para comprobar la marcha del asedio.
Sonríe malicioso al recordar. Los comisionados vinieron en carruajes civiles desde El Puerto de Santa María, traqueteando por el camino que discurre a lo largo del río San Pedro: cuatro españoles y dos franceses, sedientos, cansados, con ganas de acabar aquello y temerosos de que el enemigo les diese la bienvenida con un cañonazo desde el fuerte de Puntales. Bajaron de los coches sacudiéndose el polvo de levitas, chaquetas y sombreros, mientras echaban ojeadas aprensivas alrededor, procurando sin demasiado éxito aparentar continente intrépido. Los españoles eran cargos oficiales del gobierno josefino; y los franceses, un secretario de la casa real y un jefe de escuadrón llamado Orsini, ayuda de campo del mariscal Víctor, que oficiaba de guía para los visitantes. Explicación sucinta del asunto, sugirió éste. Que los caballeros comprendan la importancia de la artillería en el asedio, y puedan contar en Madrid que las cosas, para hacerlas bien, deben hacerse despacio. Chi va piano, va lontano, añadió —además de corso, el edecán Orsini resultó ser un guasón—. Chi va forte, va a la morte. Etcétera. De manera que Desfosseux, captado el mensaje, se puso a ello. El problema, dijo recurriendo al profesor despierto bajo su uniforme, es similar al que se plantea al arrojar una piedra con la mano. Si no hubiera gravedad, la piedra seguiría una línea recta; pero la hay. Por eso los proyectiles empujados por la fuerza expansiva de la pólvora no siguen una trayectoria recta, sino parabólica, resultado del movimiento horizontal con velocidad constante que se les comunica en el momento de soltarlos, y de un movimiento vertical de caída libre que aumenta en proporción al tiempo que el proyectil está en el aire. ¿Me siguen? —era evidente que lo seguían a duras penas; pero, al ver asentir a un comisionado, Desfosseux resolvió incrementar la dosis—. La cuestión, caballeros, es conseguir la fuerza necesaria para que la piedra llegue lejos mientras reducimos al mínimo posible el tiempo que se encuentra en el aire. Porque el problema de nuestras piedras, señores, es que son bombas con mechas de retardo que tienen un tiempo límite para estallar, lleguen o no a su objetivo. Como dificultades añadidas tenemos el rozamiento del aire, el desvío por efecto del viento y todo lo demás: ejes verticales, distancias que aumentan con el cuadrado de los números enteros de acuerdo con la ley de la caída libre, etcétera. ¿Todavía me siguen? —comprobó con satisfacción que ya no lo seguía nadie—. En fin, ya saben. Cosas así.
—Pero ¿las bombas llegan a Cádiz o no llegan? —quiso saber uno de los españoles, resumiendo el sentir general.
—En eso estamos, caballeros —Desfosseux miraba de reojo al ayudante Orsini, que había sacado un reloj del bolsillo y consultaba la hora—. En eso estamos.
Pegando un ojo al visor del micrómetro, el capitán de artillería contempla a Cádiz amurallada y blanca, resplandeciente entre las aguas verdiazules de la bahía. Cercana e inalcanzable —quizá otro hombre añadiría como una mujer hermosa, pero Simón Desfosseux no es de ésos—. En realidad, las bombas francesas llegan a diversos puntos de las líneas enemigas, incluida Cádiz; pero al límite de su alcance, y con frecuencia sin estallar siquiera. Ni los trabajos teóricos del capitán ni la aplicación y competencia de los veteranos artilleros imperiales han conseguido, hasta ahora, que las bombas sobrepasen las 2.250 toesas; distancia que, como máximo, permite llegar a las murallas de levante y la parte contigua de la ciudad, pero no más lejos. Y aun así, la mayor parte de esas bombas quedan inertes al haberse apagado la mecha de la espoleta durante el largo trayecto: una media de veinticinco segundos en el aire, entre disparo e impacto. Mientras que el ideal técnico acariciado por Desfosseux, el tormento que lo mantiene despierto de noche, haciendo cálculos a la luz de una vela, y el resto del día envuelto en una pesadilla de logaritmos, sería una bomba cuyo retardo fuese más allá de los cuarenta y cinco segundos, disparada por una pieza de artillería que permitiese sobrepasar las 3.000 toesas. Clavado en la pared de su barraca, junto a mapas, diagramas, tablas y hojas de cálculo, el capitán tiene un mapa de Cádiz donde registra los lugares de caída de las bombas: un punto rojo para las que estallan y un punto negro para las que caen apagadas. La cantidad de puntos rojos es desoladoramente escasa, agrupada además, como todos los puntos negros, en la parte oriental de la ciudad.
—A sus órdenes, mi capitán.
El teniente Bertoldi acaba de subir a la atalaya. Desfosseux, que sigue mirando por el micrómetro y mueve la ruedecilla de cobre calculando altura y distancia de las torres de la iglesia del Carmen, se aparta del visor y mira a su ayudante.
—Malas noticias de Sevilla —dice—. A alguien se le fue la mano con el estaño al fundir los obuses de a nueve.
Bertoldi arruga la nariz. Es un italiano pequeño, barrigón, de patillas rubias y expresión alegre. Piamontés, con cinco años de servicio en la artillería imperial. En torno a Cádiz, los sitiadores no hablan sólo la lengua francesa. Hay allí italianos, polacos y alemanes, entre otros. Sin contar las tropas auxiliares españolas que prestaron juramento al rey José.
—¿Accidente o sabotaje?
—El coronel Fronchard dice que es sabotaje. Pero ya conoce al individuo... No me fío.
Sonríe a medias Bertoldi, lo que suele dar un aire juvenil y simpático a su rostro. A Desfosseux le cae bien el ayudante, a pesar de su afición excesiva al vino de Jerez y a las señoritas de El Puerto de Santa María. Llevan juntos desde que cruzaron los Pirineos hace un año, después del desastre de Bailén. A veces, cuando a Bertoldi se le va la mano con la botella, lo tutea por descuido, amistoso. Desfosseux nunca lo reconviene por ello.
—Yo tampoco, mi capitán. Al director español de la fundición, el coronel Sánchez, no le permiten acercarse a los hornos... Todo lo vigila Fronchard directamente.
—Pues se ha quitado la responsabilidad de encima por la vía rápida. El lunes hizo fusilar a tres operarios españoles.
Se acentúa la sonrisa de Bertoldi, que hace ademán de sacudirse las manos.
—Asunto resuelto, entonces.
—Exacto —asiente Desfosseux, cáustico—. Y nosotros, sin los obuses.
Bertoldi alza un dedo objetor.
—Cuidado. Todavía tenemos a Fanfán.
—Sí. Pero no es suficiente.
Mientras habla, el capitán echa un vistazo por la tronera lateral hacia un reducto cercano, protegido por cestones y taludes de tierra, donde hay un enorme cilindro de bronce inclinado cuarenta y cinco grados y cubierto por una lona: Fanfán, para los amigos. Se trata —el nombre se lo puso Bertoldi regándolo con manzanilla de Sanlúcar— del prototipo de un obús mortero Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, capaz de poner bombas de 80 libras de peso en las murallas orientales de Cádiz, pero ni una toesa más allá, de momento. Eso, con viento a favor. Cuando sopla poniente, los proyectiles sólo asustan a los peces de la bahía. Sobre el papel, los obuses fundidos en Sevilla se habrían beneficiado de las pruebas y cálculos efectuados con Fanfán. Ahora no hay modo de comprobarlo, al menos durante cierto tiempo.
—Confiemos en él —propone Bertoldi, resignado.
Desfosseux mueve la cabeza.
—Confío, ya lo sabe. Pero Fanfán tiene sus límites... Y yo también.
El teniente lo observa, y Desfosseux sabe que le está calibrando las ojeras. Su mentón mal afeitado tampoco ayuda mucho, se teme. A su imagen marcial.
—Debería dormir un poco más.
—Y usted —una mueca cómplice suaviza el tono severo de Desfosseux— debería ocuparse de sus asuntos.
—El asunto me compete, mi capitán. Tendré que vérmelas directamente con el coronel Fronchard, si usted enferma... Antes de que eso ocurra, me paso al enemigo. Nadando. Ya sabe que en Cádiz viven mejor que nosotros.
—Voy a hacer que lo fusilen, Bertoldi. Personalmente. Después bailaré sobre su tumba.
En el fondo, Desfosseux sabe que el revés de Sevilla no cambia mucho las cosas. El tiempo que lleva frente a Cádiz le permite concluir que, por las especiales condiciones del asedio, ni cañones convencionales ni obuses sirven para batir la plaza de modo conveniente. Él mismo, tras estudiar situaciones similares como el asedio de Gibraltar de 1782, es partidario de utilizar morteros de grueso calibre; pero ningún superior comparte la idea. El único al que tras muchos esfuerzos había logrado convencer, el comandante de la artillería, general Alexandre Hureau, barón de Senarmont, ya no está allí para apoyarlo. Distinguido en Marengo, Friedland y Somosierra, el general estaba demasiado seguro de sí mismo y despreciaba a los españoles —manolos los llamaba, como todos los franceses— hasta el extremo de que, durante una inspección a la batería Villatte, situada en el frente de la isla de León por el lado de Chiclana, se empeñó en probar unos nuevos afustes en compañía del coronel Dejermon, el capitán Pindonell, jefe de la batería, y el propio Simón Desfosseux, adscrito a la comitiva. El general exigió que los siete cañones del puesto hicieran fuego contra las líneas españolas, concretamente en dirección a la batería de Gallineras; y al argumentar Pindonell que eso atraería el fuego enemigo, que allí era potente, el general, que se las daba de artillero bravo, se quitó el sombrero y dijo que exactamente en él iba a recoger cada granada de Manolo que llegara.
—Así que dispare de una vez y no discuta —ordenó.
Pindonell, obediente, ordenó fuego. Y lo cierto es que Hureau erró el cálculo del sombrero por sólo unas pulgadas: el primer cañonazo que vino como respuesta reventó entre él, Pindonell y el coronel Dejermon, llevándoselos a todos por delante. Desfosseux se salvó porque se encontraba algo más lejos, buscando un lugar discreto donde orinar, junto a unos cestones llenos de tierra que amortiguaron los efectos. Los tres muertos fueron enterrados en la ermita chiclanera de Santa Ana, y con el barón de Senarmont bajó a la tumba la esperanza del capitán Desfosseux de que Cádiz fuese batida con morteros. Dejándole, al menos, el consuelo de poder contarlo.
—Una paloma —apunta el teniente Bertoldi.
Desfosseux escruta el cielo en la dirección que indica su ayudante. Es cierto. Volando en línea recta desde Cádiz, el ave acaba de cruzar la bahía, pasa de largo sobre el discreto palomar dispuesto junto a la barraca de los artilleros y sobrevuela la costa en dirección a Puerto Real.
—No es de las nuestras.
Los dos militares se miran, y luego el ayudante aparta la vista con una sonrisa de inteligencia. Bertoldi es el único con quien Desfosseux comparte secretos profesionales. Uno de ellos es que sin palomas mensajeras sería imposible poner puntos rojos y negros en el mapa de Cádiz.
Los barcos de los cuadros enmarcados en las paredes y los modelos a escala protegidos por vitrinas parecen navegar en la penumbra del pequeño gabinete amueblado de caoba, alrededor de la mujer que escribe en su mesa de trabajo, en el rectángulo iluminado por un estrecho rayo de sol que entra por las cortinas casi cerradas de una ventana. Esa mujer se llama Lolita Palma y tiene treinta y dos años: edad en la que cualquier gaditana medianamente lúcida ha perdido toda esperanza de casarse. En cualquier caso, el matrimonio no es, desde hace tiempo, una de sus principales preocupaciones; ni siquiera forma parte de ellas. Son otras cosas las que la inquietan. La hora de la marea en segunda alta, por ejemplo. O las andanzas de un falucho corsario francés que suele operar entre Rota y la ensenada de Sanlúcar. Todo eso tiene que ver hoy con la arribada inminente que un empleado de la casa, de guardia en el mirador situado en la terraza, sigue con un telescopio desde que la torre Tavira anunció velas hacia poniente: un barco con toda la lona arriba, embocando la bahía dos millas al sur de los bajos de Rota. Podría tratarse del Marco Bruto, bergantín de 280 toneladas y cuatro cañones: dos semanas de retraso en viaje de vuelta de Veracruz y La Habana con carga prevista de café, cacao, palo de tinte y caudales por valor de 15.300 pesos, inscrito su nombre en la inquietante cuádruple columna que registra las incidencias de los barcos vinculados al comercio de la ciudad: retrasados, sin noticias, desaparecidos, perdidos. A veces, seguido el nombre puesto en una de las dos últimas columnas por un comentario definitivo e inapelable: con toda su tripulación.
Lolita Palma inclina la cabeza sobre la hoja de papel en la que escribe una carta en inglés, deteniéndose a consultar las cifras anotadas en una de las páginas de un grueso libro de cambios, pesos y medidas comerciales que tiene abierto sobre la mesa junto al tintero, un cubilete de plata con un manojo de plumas bien cortadas, la salvadera y útiles de lacrar. Trabaja apoyándose sobre una carpeta de cuero que perteneció a su padre, que conserva las iniciales TP: Tomás Palma. La carta, encabezada por la razón social de la familia —Palma e Hijos, constituida ante escribano en Cádiz el año 1754—, está dirigida a un corresponsal en los Estados Unidos de América, y en ella se enumeran ciertas irregularidades en un cargamento de 1.210 fanegas de harina que tardó cuarenta y cinco días en hacer la travesía de Baltimore a Cádiz en las bodegas de la goleta Nueva Soledad, llegada a puerto hace una semana, y cuya carga ha sido ya reexpedida en otros buques para las costas de Valencia y Murcia, donde el hambre aprieta y la harina se cotiza a precio de oro molido.
En cuanto a los barcos que decoran el gabinete, cada uno tiene nombre propio y Lolita Palma los conoce todos: algunos sólo de oídas, pues se vendieron, desguazaron o perdieron en el mar antes de que ella naciera. De otros pisó las cubiertas siendo niña en compañía de sus hermanos, vio las velas desplegadas por la bahía en viaje de ida o vuelta, escuchó los nombres sonoros, devotos y a menudo enigmáticos —El Birroño, Bella Mercedes, Amor de Dios—, en innumerables conversaciones familiares: éste viene retrasado, aquél tuvo temporal del noroeste, al otro le dio caza un corsario entre Azores y San Vicente. Todo ello con referencias a puertos y cargamentos: cobre de Veracruz, tabaco de Filadelfia, cueros de Montevideo, algodón de La Guaira... Nombres de lugares lejanos, tan habituales en esta casa como puedan serlo la calle Nueva, la iglesia de San Francisco o la Alameda de la ciudad. Cartas de corresponsales, consignatarios y asociados llenan gruesos legajos que se archivan en el despacho principal de la casa, situado en la oficina de la planta baja, junto al almacén. Puertos y naves: palabras vinculadas a la esperanza o la incertidumbre desde que Lolita Palma tiene memoria. Sabe que de esos barcos, de su fortuna en las singladuras, de su carácter ante calmas y temporales, de su intrepidez marinera y la viveza de sus tripulaciones para esquivar peligros de mar y tierra, depende desde hace tres generaciones la prosperidad de los Palma. Incluso uno de ellos —Joven Dolores— lleva su nombre. O lo llevó, hasta hace poco. Un barco afortunado, por otra parte. Tras una rentable vida de travesías, primero para un comerciante carbonero inglés y luego para los Palma, rinde ahora su vejez marinera pacíficamente amarrado, ya sin nombre ni bandera, en un desguace cercano a la punta de la Clica, junto al caño de la Carraca, sin haber sido nunca víctima de la furia del mar ni de la codicia de piratas, corsarios o pabellones enemigos, ni ensombrecer hogar alguno con lutos de viudas o huérfanos.
Junto a la puerta del gabinete, un reloj-barómetro inglés de pie de nogal da tres graves campanadas que casi al mismo tiempo repiten, más argentinos y lejanos, otros relojes de la casa. Lolita Palma, que acaba de concluir su carta, espolvorea la tinta de las últimas líneas y la deja secar. Al cabo, ayudándose de una plegadera, dobla en cuatro solapas la hoja de papel —que es valenciano, blanco y grueso, de extrema calidad— y, tras escribir la dirección en el envés, enciende un fósforo mixto y lacra los pliegues con cuidado. Lo hace despacio, tan minuciosamente como ejecuta todos los actos de su vida. Luego coloca la carta en una bandeja de madera taraceada con hueso de ballena y se pone en pie entre el roce de la bata de casa —seda china traída de Filipinas, oscura y suavemente estampada— que le llega hasta los pies, calzados con chinelas de raso. Al levantarse, pisa un ejemplar del Diario Mercantil que ha caído al suelo, sobre la estera de Chiclana. Lo recoge y pone sobre otros que hay en una mesita de servicio: El Redactor General, El Conciso, alguno extranjero, inglés o portugués, con fecha atrasada.
Canta una criada joven abajo, regando los helechos y geranios del patio en torno al brocal de mármol del aljibe. Tiene buena voz. La canción —copla de moda en Cádiz, romance imaginario de una marquesa y un contrabandista patriota— suena más clara y precisa cuando Lolita Palma abandona el gabinete, recorre dos de los cuatro lados de la galería acristalada del piso principal y sube por la escalera de mármol blanco dos plantas más, hasta la azotea. Allí es intenso el contraste con la penumbra del interior. El sol de la tarde reverbera en los muretes encalados de la terraza y calienta las baldosas de barro cocido, con la ciudad extendiéndose alrededor a modo de laboriosa colmena blanca incrustada en el mar. La puerta de la torre situada en un ángulo está abierta; y tras subir otra escalera más estrecha, de caracol y con peldaños de madera, Lolita Palma se encuentra en lo alto del mirador, semejante al que tienen muchas casas de Cádiz; sobre todo, aquellas cuya actividad familiar —consignatarios, armadores, comerciantes— se relaciona con el puerto y la navegación. Desde esas torres es posible reconocer las embarcaciones que vienen de arribada; y, a medida que se acercan, distinguir con ayuda de largavistas las señales izadas en los penoles de sus vergas: códigos privados con los que cada capitán previene al propietario o correspondiente en tierra de las circunstancias del viaje y la carga que transporta. En una ciudad comercial como ésta, donde el mar es camino universal y cordón nutricio en tiempo de paz como de guerra, hay fortunas que se hacen en un golpe de suerte u oportunidad aprovechada, competidores que pueden arruinarse o enriquecerse por media hora más o menos en averiguar a quién pertenece el barco que llega y qué avisos transmiten sus banderas.
—No parece el Marco Bruto —dice el vigía.
Se llama Santos y es un viejo sirviente de la casa, veterano de los tiempos del abuelo Enrico, en uno de cuyos barcos lo enrolaron de pajecillo a los nueve años. Está lisiado de una mano pero todavía tiene buen ojo marinero, capaz de identificar a un capitán por su forma de bracear velas librando los bajos de las Puercas. Lolita Palma coge el telescopio de sus manos —un buen Dixey inglés, con tubo extensible de latón dorado—, lo apoya en el alféizar y estudia la embarcación lejana: aparejo de cruz, dos palos cubiertos de lona para aprovechar el poniente fresquito que lo empuja por la aleta de estribor, y también para distanciarse de otra embarcación que, en apariencia, intenta cerrarle el paso desde la punta de Rota, con dos velas latinas y un foque ciñendo el viento a rabiar.
—¿El falucho corsario? —pregunta, señalando en esa dirección.
Santos asiente mientras hace visera con la mano lisiada, donde faltan los dedos meñique y anular. En la muñeca, al extremo de la vieja cicatriz, se advierte un tatuaje borroso, descolorido por el sol y el tiempo.
—Lo han visto llegar y fuerzan vela, pero no creo que lo alcancen. Viene muy abierto de tierra.
—Puede rolar el viento.
—A esta hora, y con su permiso, doña Lolita, le escasearía como mucho tres cuartas. Suficiente para meterse en la bahía. Peor lo iba a tener el otro, de proa... Yo diría que en media hora el francés se queda atrás.
Lolita Palma mira los arrecifes de la entrada a Cádiz, que aún no cubre la marea alta. Hacia la derecha, más al interior, están los navíos ingleses y españoles fondeados entre el baluarte de San Felipe y la Puerta de Mar, con las velas aferradas y las vergas bajas.
—¿Y dices que no es nuestro bergantín?
—Para mí que no —Santos mueve la cabeza sin apartar los ojos del mar—. Más polacra, parece.
Lolita Palma vuelve a mirar por el catalejo. Pese a la buena visibilidad que proporciona el viento del oeste, no puede distinguir banderas de señales. Pero es cierto que, aunque la embarcación tiene velas cuadras, sus palos, que en la distancia parecen desprovistos de cofas y crucetas, no corresponden a un bergantín convencional como el Marco Bruto. La decepción la hace apartar la vista, desazonada. Demasiado retraso ya, piensa. Demasiadas cosas serias en juego. La pérdida de ese barco y su carga supondría un golpe irreparable —segundo en tres meses—, con el agravante de que, a causa del asedio francés, los caudales de propiedad privada vienen estos días a riesgo de particulares y armadores, y su pérdida no la cubre seguro alguno.
—Quédate aquí de todas formas. Hasta confirmarlo.
—Como usted mande, doña Lolita.
Santos la sigue llamando Lolita, igual que el resto de los viejos empleados y sirvientes de la casa. Los más jóvenes la llaman doña Dolores, o señorita. Pero entre la sociedad gaditana que la ha visto crecer sigue siendo Lolita Palma, la nieta del viejo don Enrico. La hija de Tomás Palma. Así es como sus conocidos siguen describiéndola en tertulias, reuniones y saraos, o se refieren a ella en el paseo de la Alameda, por la calle Ancha o en la misa de doce de domingos y festivos en San Francisco —sombrero en mano los caballeros, leve inclinación de cabeza con mantilla las señoras, curiosidad entre los refugiados de postín puestos al día—: niña de la mejor sociedad, excelente partido, que por circunstancias trágicas tuvo que hacerse cargo de la casa. Educación moderna, claro. Como casi todas las jóvenes de buena familia en Cádiz. Modesta y sin ostentaciones. Nada que ver, se lo aseguro, con esas zánganas de la nobleza rancia que sólo saben rellenar libretillas de baile con nombres de galanes y emperejilarse para cuando su papá las venda, con título incluido, al mejor postor. Porque en esta ciudad el dinero no lo tienen las antiguas familias de campanillas, sino el comercio. El trabajo es la única aristocracia respetada aquí, y a las muchachas las educamos como Dios manda: responsables de sus hermanos desde pequeñas, piadosas sin aspavientos, estudios prácticos y algún idioma. Nunca se sabe cuándo deberán ayudar en el negocio familiar, ocuparse de la correspondencia y cosas así; ni tampoco si una vez casadas o viudas tendrán que intervenir en asuntos de los que dependen muchas familias y bocas, prosperidad ciudadana aparte. Y mire usted. Sabemos de buena tinta que a Lolita en concreto —el abuelo fue conocido síndico de la ciudad y diputado del Común—, su padre le hizo estudiar aritmética, cambio internacional, reducción de pesos, medidas y monedas extranjeras, y contabilidad en libros dobles de comercio. Además, habla, lee y escribe inglés, y se defiende en francés. Hasta de botánica dicen que sabe, la niña. De plantas, flores y eso. Lástima que se haya quedado soltera.
Ese lástima que se haya quedado soltera es la coda final, pequeña revancha —malintencionada sólo hasta límites razonables— que la sociedad gaditana, de igual a igual, toma sobre las virtudes domésticas, comerciales y ciudadanas de Lolita Palma; cuya buena posición en el mundo de los negocios no se corresponde, según es bien sabido, con alegrías privadas. Recientes desgracias le han permitido aliviarse el luto sólo en fecha cercana: dos años antes de que a su padre se lo llevara la última epidemia de fiebre amarilla, el único hermano varón, esperanza natural de la empresa familiar, murió combatiendo en Bailén. Hay otra hermana menor, casada muy joven y todavía en vida de su padre con un comerciante de la ciudad. Y la madre, naturalmente. Esa madre.
Lolita Palma deja la terraza y desciende al segundo piso. Desde un cuadro colgado en un rellano de la escalera, sobre zócalo de azulejos portugueses, un joven agraciado, vestido de solapa alta y ancha corbata negra al cuello, la observa con sonrisa amable, un poco burlona. Se trata de un amigo de su padre, corresponsal en Cádiz de una importante casa comercial francesa, ahogado en el año siete al perderse la embarcación en que viajaba sobre el bajo de la Aceitera, frente al cabo Trafalgar.
Mirando el cuadro mientras baja por la escalera, Lolita Palma desliza los dedos por el pasamanos de mármol blanco con suaves vetas. Pese al tiempo transcurrido, recuerda bien. Perfectamente. Aquel joven se llamaba Miguel Manfredi, y sonreía como en el lienzo.
Abajo, la criada —se llama Mari Paz, y asiste a Lolita como doncella— ha terminado de regar las macetas. El silencio de la tarde reina en la casa de la calle del Baluarte, a un paso del corazón de la ciudad. Se trata de un edificio de cuatro plantas con sólidos muros de piedra ostionera, doble portón claveteado de bronce dorado con llamadores en forma de navío, que suele estar abierto, y una casapuerta amplia y fresca, de mármol blanco, que conduce a la reja y al patio, en torno al que se sitúan unos almacenes para mercancías delicadas y las oficinas que varios empleados ocupan en horas de trabajo. Llevan el resto de la casa siete criados: el viejo Santos, una sirvienta, una esclava negra, una cocinera, la joven Mari Paz, un mayordomo y un cochero.
—¿Cómo te encuentras, mamá?
—Igual.
Alcoba con luz suave, fresca en verano y templada en invierno. Crucifijo de marfil sobre la cama de hierro guarnecida de laca blanca, ventanal con balcón de reja y celosía abierto a la calle; y en él, cintas de helechos, geranios, albahaca en las macetas. Un tocador con espejo, otro espejo grande de cuerpo entero, un armario de luna. Mucho espejo y mucha caoba, todo muy gaditano. Tan clásico. Un cuadro con la Virgen del Rosario sobre una librería baja, también de caoba, con los diecisiete tomos en octavo de la colección completa de El correo de las damas. Dieciséis, en realidad. El decimoséptimo volumen se encuentra abierto sobre la colcha, en el regazo de la mujer que, incorporada sobre almohadones, inclina un poco la mejilla para que la bese su hija. Huele al aceite de Macasar que se aplica en las manos y a los polvos de franchipán que le blanquean la cara.
—Has tardado mucho en venir a verme. Llevo despierta un buen rato.
—Tenía trabajo, mamá.
—Tú siempre tienes trabajo.
Lolita Palma acerca una silla y se sienta junto a su madre, luego de arreglarle los almohadones. Paciente. Por un momento piensa en su infancia, cuando soñaba con recorrer el mundo a bordo de aquellos barcos de velas blancas que se iban despacio por la bahía. Después piensa en el bergantín, la polacra, o lo que sea. La embarcación desconocida que en ese momento navega desde poniente con toda la lona arriba, tensa la jarcia, esquivando la caza del corsario.
Agarrado a un obenque de mesana, Pepe Lobo observa los movimientos del falucho que intenta cortarle el paso hacia la bahía. Lo mismo hacen sus diecinueve hombres, agrupados al pie de los palos y en la proa, bajo la sombra de la mucha lona desplegada arriba. De no ser porque el capitán de la polacra —salida de Lisboa hace cinco días con bacalao, queso y manteca— conoce del mar lo caprichoso de sus tretas y favores, estaría más tranquilo de lo que está. El francés todavía se encuentra lejos, y la Risueña navega bien, con marejada y viento fresquito a un largo por estribor, en un bordo que la llevará, si no se tuercen las cosas, a librar las Puercas bajo el amparo de los cañones de los baluartes de Santa Catalina y la Candelaria.
—Llegaremos de sobra, capitán —dice el segundo.
Es un individuo cetrino, de piel grasienta. Gorro de lana y barba de una semana. De vez en cuando se vuelve a vigilar, suspicaz, a los dos timoneles que manejan la rueda.
—Llegaremos —insiste entre dientes, como si rezara.
Pepe Lobo levanta a medias una mano, prudente.
—Déjelo estar, piloto. Hasta que pasa el rabo, todo es toro.
Escupe el otro al mar, desabrido. Con mal talante.
—No soy supersticioso.
—Yo sí. De manera que cierre su cochina boca.
Una pausa breve. Tensa. Agua corriendo a lo largo del casco. Sonido de viento en la jarcia y crujir de mástiles y obenques en las cabezadas de la embarcación, cuando ésta machetea la mareta. El capitán sigue mirando en dirección al corsario. El segundo lo mira a él.
—Usted me maltrata. No estoy dispuesto a consentir...
—He dicho que cierre la boca. O se la cierro yo.
—¿Me está amenazando, señor?
—Evidentemente.
Mientras habla con naturalidad, sin apartar la vista del otro barco, Pepe Lobo desabrocha los botones dorados de su chaqueta de paño azul. Sabe que cuantos tripulantes andan cerca se dan con el codo mientras aprestan oreja y pupila, sin perderse nada.
—Es intolerable —protesta el segundo—. Daré parte al llegar a tierra. Esta gente es testigo.
Se encoge de hombros el capitán:
—Confirmarán, entonces, que le levanto la tapa de los sesos por discutir órdenes con un corsario encima.
En la faja negra que le ciñe la cintura, ahora a la vista, reluce la culata de latón y madera de una pistola. El arma no está destinada al enemigo que se acerca, sino a mantener las cosas bajo control en su propio barco. No sería la primera vez que un tripulante perdiese la cabeza en mitad de una maniobra delicada. Tampoco lo sería si, llegado el caso, él resolviera la papeleta de modo contundente. Su segundo es un tipo inquieto, atravesado y respondón, que digiere mal no hallarse al mando de la polacra. Cuatro viajes pidiendo a gritos un tratamiento que pocos tribunales navales discutirían si se administra, como es el caso, a la vista del enemigo. Con la perspectiva de perder barco, carga, y acabar prisionero, no está el paisaje para charla de viejas.
El obenque al que se agarra Pepe Lobo c