Para Gaby y Franco
Agradecimientos
Este libro durmió en mi cabeza durante tres años y de pronto despertó, sacudiéndose de su modorra y cacheteándome. Y no habría sido posible su realización si no fuera por la invalorable colaboración de muchísimas personas, a quienes les quiero agradecer sincera y afectuosamente.
En primer lugar, a Ariel Caravaggio y a Maxi Campobassi, quienes brindaron su tiempo libre y su paciencia en favor de desgrabar las sucesivas entrevistas de producción que tuvo este libro, más la densa y necesaria tarea de buscar en el archivo.
A Jorgelina Bertoni, nexo determinante en la gestación del proyecto.
A toda la familia Aymar, por aquel lluvioso domingo en Fisherton que aceptaron compartir con este autor.
A Cachito Vigil, Magdalena Aicega, Ayelén Stepnik, Mercedes Margalot, Gigi Decillo, Maru Vélez, Rodolfo “Chiche” Mendoza, Gabriel Minadeo, Carlos Retegui, Luis Barrionuevo, Romina Vatteone, Marcelo Garrafo, Rosario Luchetti, Emanuel Ginóbili, Pancho Dotto y el doctor Javier Blanco, quienes en algún momento de sus vidas fueron o son trascendentes en la de Lucha y, por ende, en la construcción de este libro.
A Mariano Ryan por su enorme conocimiento sobre Aymar y Las Leonas; a Martín Eula por contarme su experiencia con el hockey cubriendo los Juegos Olímpicos de Beijing; a Gustavo Grabia por sus consejos y sus contactos; a Rodrigo Calegari, Natalia Scali y Nicolás Gallese por la generosidad de sus agendas; a Carlos Bairo y Agustín Beltrame por sus gestiones y su buena onda.
A Benito Fernández, Alina Moine y Luli Fernández por prestar un rato de su tiempo para hablar de Lucha.
A Nacho, Esther y Mabel Monti, por su ayuda operativa y su cariño hacia mí y mi familia.
A Marcelo Sottile y Adrián Piedrabuena, por su apoyo de amigos; a Gustavo Torres, por su apoyo psicológico; y a mis hermanos, cuñadas y sobrinos, por estar siempre cerca mío.
Y a tres personas que resultaron imprescindibles en la realización de este proyecto: Luciana Aymar, quien me abrió las puertas de su casa y de su vida para que yo pudiera contar esta historia; y Gabriela Garrido y Franco Calvano, por pagar el costo en tiempo y sacrificio de un marido y un padre que hoy es un poco más feliz que ayer por poder concretar este sueño. Un sueño que sin ellos habría sido imposible.
LUIS CALVANO
Buenos Aires, mayo de 2010
Prólogo
“Lucha” marcó un antes y un después en mi carrera. Pero no tanto por los logros deportivos, sino por la calidad que me mostró como jugadora y como deportista. Y en esto último incluyo sus cualidades humanas, que son tan destacadas como sus manos y sus pies. Este libro, que repasa su vida, me obliga a repasar también la mía junto a ella, desde el primer día en que la vi entrenándose con la Selección mayor, allá por 1996, cuando su juego y sus desplazamientos quedaron grabados en mi retina: no había dudas de que se trataba de una jugadora distinta. Y un tiempo después las circunstancias de la vida quisieron que nos encontráramos en el mismo camino en el Seleccionado.
En los textos que siguen a este prólogo se reproducen varios de los diálogos que yo tenía con ella, algunos muy enérgicos. Luciana dice que no le dejaba pasar una y es absolutamente cierto. Pero no le dejaba pasar una en lo que respecta a sus valores. Vivimos en una sociedad a la que le faltan campeones de la vida y con Lucha teníamos esa posibilidad, la de formar a una jugadora genial pero más a una extraordinaria deportista. Estaba destinada a ser la mejor jugadora de hockey de todos los tiempos, aunque a los que se conforman con el número uno sólo los sustentan sus resultados numéricos; a los mejores, también los sustentan sus valores y su fair play.
Claro que fui exigente, porque mi deseo era que desarrollara su inteligencia emocional y pudiese entender el juego de la vida, conservando por siempre su humildad, su respeto y su compromiso.
Era una esponja, con sus ojitos bien abiertos, lista para sorprenderse. Pero cuando agarraba la bocha siempre nos sorprendíamos los demás, porque era una generadora constante de soluciones intuitivas, que en los primeros años no tenía una real dimensión de su potencial.
A lo largo de este retrato de Luciana se podrán apreciar, desde diferentes miradas, incluso desde la suya propia, su alto nivel de exigencia, su sacrificio, su temperamento, su talento, sus rebeldías, sus temores, su sentido del humor, su generosidad y su solidaridad. Yo me quedo con un ejemplo de cuando en 1999 el Jockey de Rosario me convocó para hacer una suerte de asesoría a los entrenadores del club. Y Lucha, claro, ya estaba conmigo en el Seleccionado. Trabajamos de lunes a jueves en el Cenard y el mismo jueves a la tarde viajé a Rosario. Ella ya se había ido al mediodía, porque a la noche practicaba con su equipo y el sábado jugaba. La orden para todas las chicas era concreta: no entrenen la parte física, sólo hagan hockey.
Entré a la cancha, a eso de las seis de la tarde, y me empecé a juntar con los entrenadores. Entonces, la veo venir a Lucha. “¿Qué hace acá tan temprano?”, me pregunté. Y traía una bolsa de bochas. ¡Era la primera en llegar a entrenarse! Había trabajado a full en el Cenard toda la semana pero en su club estaba dispuesta a entregar el 101 por ciento. Para colmo, fue e hizo todo el entrenamiento físico, que no estaba permitido para las jugadoras de selección. Yo no lo podía creer. Se lo dije, le pedí que no hiciera físico. A la semana siguiente fui un poco más tarde para ver qué hacía y, otra vez, ejercicios físicos. Ahí me dije: “Estoy en presencia de algo más que la mejor jugadora”. Y la dejé entrenar como ella quería.
Es más, creo que no me hubiese sentido bien si a la semana siguiente ella no hacía físico, porque esa desobediencia, esa rebeldía, esa irresponsabilidad, en realidad, marcaban el compromiso que tenía. De a ratos yo pensaba: se va a desgarrar. Pero enseguida me daba cuenta de que no, de que estaba feliz y que se habría sentido sumamente insatisfecha si yo le hubiese censurado su actitud.
De a poco fuimos puliendo el diamante y nos dimos cuenta de que estábamos pasando de una chica que tenía condiciones a una chica que, dada su receptividad, estaba dispuesta a escuchar y aprovecharlas. Y desde ahí comenzó a evolucionar tácticamente y terminó potenciando su sobrenatural talento físico y técnico. Y, a medida que mejoró, comprendió el juego, porque antes era de esas jugadoras a las que les preguntás: “¿Cómo hiciste tal cosa?”, y te dicen: “No sé, me salió así”. Era puro impulso.
Yo coincido con que es la Maradona del hockey. Sin embargo, y a conciencia nuestra, durante muchos años no tuvo que llevar en la Selección el peso de la obligación de liderar el equipo. Y eso creo es de lo mejor que le pasó en el desarrollo de su vida deportiva porque, naturalmente, esa carga no la potenciaba; por el contrario, la podía minimizar. Aymar es una artista. Y los artistas tienen momentos de inspiración, de soledad, de distracción, de inconsistencia. En su formación ella encontró compañeras que absorbieron las presiones y tomaron las riendas de la conducción mental del equipo, dejándole el lugar del artista que pinta los cuadros sin tener que encargarse de organizar toda la galería y publicitar la exposición. Cuantas menos responsabilidades tuviese en su cabeza, mejor.
En la Argentina de hoy, el hockey femenino está muy alto y eso se debe en buena parte a ella y a esta camada de Leonas. Tenemos jugadoras excelentes y mucho futuro para este deporte, aunque va a ser difícil que aparezca otra Luciana Aymar, algo que no se da seguido. Por eso hay que disfrutarla el tiempo que siga jugando y protegerla para que sea feliz dentro y fuera de una cancha. Y cuidarla de una sociedad que siempre está lista para convertir en producto y consumir. No quisiera que Lucha pierda naturalidad y la devoren el exitismo y la hipocresía.
Lucha transmite felicidad, amor, pasión y humildad: eso es lo que debe mantener. Porque el esfuerzo más grande en su vida fue lograr trascender a la mejor jugadora del mundo y convertirse en un ejemplo.
SERGIO “CACHO” VIGIL
Buenos Aires, mayo de 2010
INTRODUCCIÓN
La metamorfosis
“Mirá vos, esta Susana Giménez, a su edad y mostrando las lolas…” Era el verano de 2010, y Nilda Vicente de Aymar se asombraba, aunque sin ponerse colorada, mientras tomaba un cafecito en un parador playero de Pinamar, uno de esos cafés que mezclan el olor de los granos tostados a punto de ser triturados con el inconfundible aroma de un mar crujiente al fondo, rebotando ruidoso contra el suelo y reciclándose. En cierto modo, una metáfora de la mismísima Susana, quien en otras playas, no menos veraniegas aunque, quizás, algo más glamorosas, se reciclaba y le dejaba ver al agudo lente de un paparazzo que, a pesar de los años, aún tenía firmeza para ofrecer, y que con la ayuda de la ciencia bien podía revivir su propia carne y su propio espíritu. Como el mar, que rompe y vuelve a romper, la Giménez se mostraba en una incansable figura de cuerpo presente y, como el mar, rompía el clima sereno en el que Nilda disfrutaba de ese rato único que sólo las vacaciones pueden dar.
Una amiga suya, que compartía ese momento, tomó una revista Gente que tenía a mano y la abrió, mostrándole una foto a doble página en la que se veía una joven metida en un brevísimo traje de baño. Las marcadas transparencias, más que insinuar, publicitaban los pechos. La larga cabellera mojada caía hacia un costado del cuerpo, que se sostenía sobre arena apoyado en las rodillas y las yemas de los dedos. La posición y una felina mirada fija en la cámara la hacían una Gatúbela que espera a Batman para hacerlo caer en su trampa.
“Ay, mirá qué linda”, acotó elogiosa Nilda ante la mirada atónita de su amiga, quien aún no había reparado en que los lentes de