Secretos de una noche de verano (Las Wallflowers 1)

Fragmento

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Primera edición: septiembre 2010

Título original: Secrets of a Summer Night

Traducción: Ana Isabel Domínguez Palomo, Concepción Rodríguez González y M.ª del Mar Rodríguez Barrena

© 2004 by Lisa Kleypas

© Ediciones B, S.A., 2010

© Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

© www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-666-4589-8

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

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Para Julie Murphy, por cuidar de Griffin y Lindsay con tanto amor, una paciencia infinita y tanta sabiduría... por prestarme tus muchos talentos para el lado comercial de mi carrera... por ser un miembro tan querido de nuestra familia... y, sobre todo, por ser tú.

Te querrá siempre,

L.K.

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Contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Cita

Prólogo

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Epílogo

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Prólogo

Londres, 1841

A pesar de que a Annabelle Peyton le habían advertido durante toda su vida que jamás aceptara dinero de los desconocidos, hizo una excepción cierto día... y descubrió muy pronto por qué debería haber seguido el consejo de su madre.

Sucedió durante una de esas raras ocasiones en las que su hermano Jeremy disfrutaba de un día libre en el colegio y, tal y como era su costumbre, Annabelle y él habían ido a ver el último espectáculo panorámico en Leicester Square. Le había costado dos semanas de recorte de gastos ahorrar el dinero necesario para pagar las entradas. Dado que eran los únicos vástagos supervivientes de la familia Peyton, Annabelle y su hermano pequeño siempre se habían sentido extrañamente unidos, a pesar de los diez años de diferencia que los separaban. Las enfermedades infantiles se habían llevado a los dos niños que habían nacido después de Annabelle, antes de que ninguno de ellos hubiera llegado a cumplir su primer año de vida.

—Annabelle —dijo Jeremy al regresar del puesto de entradas para el panorama—, ¿tienes algo más de dinero?

Ella negó con la cabeza y lo miró de forma inquisitiva.

—Me temo que no. ¿Por qué?

Con un breve suspiro, Jeremy se apartó un mechón de cabello de color miel que le había caído sobre la frente.

—Han doblado el precio de las entradas para este espectáculo... Al parecer, es mucho más caro que sus escenografías habituales.

—El anuncio del periódico no decía nada acerca de un aumento de precios —dijo Annabelle con indignación. Bajó la voz y susurró: «¡Por las campanas del infierno!» mientras rebuscaba en su monedero con la esperanza de encontrar alguna moneda que antes hubiera pasado por alto.

Jeremy, que tenía doce años, echó una ceñuda mirada al enorme cartel que había colgado entre las columnas de la entrada del teatro panorámico: «LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO: UN ESPECTÁCULO DE ILUSIONISMO DEL MÁS ALTO NIVEL CON IMÁGENES DIORÁMICAS.» Desde su apertura hacía quince días, el espectáculo había recibido una avalancha de visitantes que se mostraban impacientes por contemplar las maravillas del Imperio romano y su trágica caída... «Es como volver atrás en el tiempo», elogiaban los espectadores al salir. El tipo habitual de panorama consistía en un lienzo con una intrincada escena pictórica que colgaba en una habitación circular y que rodeaba a los espectadores. En algunas ocasiones, se utilizaba la música y una iluminación especial para hacer el espectáculo aún más entretenido mientras un conferenciante se desplazaba alrededor del círculo para describir lugares lejanos o famosas batallas.

Sin embargo, según The Times, esta nueva producción era un espectáculo «diorámico», lo que significaba que el lienzo pintado estaba fabricado con calicó transparente aceitado que se iluminaba algunas veces desde el frente y otras desde atrás con luces de filtros especiales. Trescientos cincuenta espectadores permanecían en el centro, sobre un carrusel que manejaban dos hombres para que la audiencia girara lentamente durante el espectáculo. El juego de luces, cristales plateados, filtros y actores contratados para representar a los asediados romanos producían un efecto que había sido etiquetado como «exhibición animada». Por lo que Annabelle había leído, los culminantes momentos finales de erupciones volcánicas simultáneas eran tan realistas que algunas de las mujeres del público se habían desmayado entre gritos.

Jeremy le arrebató el monedero de las manos a Annabelle, tiró del cordón que lo cerraba y se lo devolvió a su hermana.

—Tenemos dinero suficiente para una entrada —dijo de forma práctica—. Entra tú. De todas formas, a mí no me apetece ver el espectáculo.

A sabiendas de que el muchacho mentía en su favor, Annabelle meneó la cabeza.

—Desde luego que no. Entra tú. Yo puedo ver el espectáculo siempre que quiera... Eres tú quien siempre está en el colegio. Además, sólo dura un cuarto de hora. Iré a alguna de las tiendas de por aquí mientras estás dentro.

—¿Para comprar sin dinero? —preguntó Jeremy, y sus ojos azules reflejaban una franca incredulidad—. Vaya, eso sí que parece divertido.

—Lo mejor de ir de compras es ver las cosas, no comprarlas.

Jeremy resopló.

—Eso es lo que siempre dice la gente pobre para consolarse mientras pasea por Bond Street. Además, no pienso dejar que vayas a ningún sitio sola... Te acosarían todos los hombres de los alrededores.

—No seas tonto —musitó Annabelle.

Su hermano sonrió de repente. Recorrió con la mirada el elegante rostro de Annabelle, sus ojos azules y la mata de rizos recogidos con horquillas que brillaban con un tono castaño dorado bajo el ajustado borde de su sombrero.

—No me vengas con falsas modestias. Sabes muy bien el efecto que causas en los hombres y, por lo que yo sé, no dudas en utilizarlo.

Annabelle reaccionó a sus bromas con un falso ceño fruncido.

—¿Por lo que tú sabes? ¡Ja! ¿Qué puedes saber tú de mi comportamiento con los hombres si te pasas la mayor parte del tiempo en el colegio?

La expresión de Jeremy se volvió seria.

—Eso va a cambiar —dijo—. Esta vez no voy a regresar al colegio... Puedo ayudaros a ti y a mamá muchísimo más si consigo un trabajo.

Ella abrió los ojos de par en par.

—Jeremy, no vas a hacer nada de eso. Le darías un disgusto a mamá, y si papá estuviese vivo...

—Annabelle —la interrumpió Jeremy sin alzar la voz—, no tenemos dinero. Ni siquiera podemos conseguir cinco míseros chelines más para la entrada al panorama...

—Pues vas a conseguir un buen trabajo —dijo Annabelle con ironía— sin educación y sin contactos importantes. A menos que quieras convertirte en barrendero o en recadero, será mejor que te quedes en la escuela hasta que puedas aspirar a un empleo decente. Entretanto, encontraré a algún hombre rico con el que casarme y las cosas volverán a ir bien de nuevo.

—Tú sí que vas a encontrar un buen marido sin dote —replicó Jeremy.

Se miraron el uno al otro con el ceño fruncido hasta que se abrieron las puertas y la multitud pasó junto a ellos para entrar en el carrusel. Colocando un brazo alrededor de Annabelle de forma protectora, Jeremy la condujo lejos de la muchedumbre.

—Olvida el panorama —dijo sin más—. Haremos otra cosa, algo divertido que no cueste nada.

—¿Como qué?

Se produjo un momento de reflexión. Cuando se hizo evidente que ninguno de ellos haría sugerencia alguna, ambos estallaron en carcajadas.

—Señorito Jeremy —dijo una voz profunda a sus espaldas.

Sin dejar de sonreír, Jeremy se giró para enfrentarse al desconocido.

—Señor Hunt —dijo con cordialidad al tiempo que le tendía la mano—. Me sorprende que me recuerde.

—Y a mí también... Ha crecido más de una cabeza desde que lo vi por última vez. —El hombre apretó la mano de Jeremy—. De vacaciones escolares, ¿verdad?

—Sí, señor.

Al ver la confusión de Annabelle y aprovechando que el desconocido de aventajada estatura les indicaba a sus amigos que subieran al carrusel sin él, Jeremy le susurró a su hermana al oído:

—El señor Hunt..., el hijo del carnicero. Me lo encontré una o dos veces en la tienda de su padre cuando mamá me mandaba a recoger algún pedido. Sé amable con él... Es un tipo muy importante.

Annabelle se percató, no sin cierta diversión, que el señor Hunt estaba excepcionalmente bien vestido para ser el hijo de un carnicero. Llevaba una elegante chaqueta negra y esos pantalones sueltos que estaban de moda y que, de alguna manera, no lograban ocultar las líneas esbeltas y fuertes del cuerpo que cubrían. Al igual que la mayoría de los hombres que entraban al teatro, ya se había quitado el sombrero, dejando al descubierto su pelo oscuro y ligeramente ondulado. Era un hombre alto y de complexión fuerte que parecía tener alrededor de treinta años, de rasgos acentuados, una nariz fina y grande, una boca amplia y unos ojos tan negros que resultaba imposible distinguir el iris de la pupila. Tenía un rostro sumamente masculino, y alrededor de sus ojos y de sus labios bailoteaba una especie de humor sardónico que no se debía en absoluto a la frivolidad. Era evidente, incluso para un espectador sin discernimiento alguno, que no era un hombre dado al ocio, ya que su cuerpo y su naturaleza hablaban de arduo trabajo y análoga ambición.

—Mi hermana, la señorita Annabelle Peyton —dijo Jeremy—. Éste es el señor Simon Hunt.

—Un placer —murmuró Hunt con una reverencia.

A pesar de que sus modales eran perfectos, el brillo que había en sus ojos provocaba un extraño aleteo bajo las costillas de Annabelle. Sin saber por qué, se echó hacia atrás en busca de la protección de su hermano pequeño incluso mientras lo saludaba. Para su sorpresa, parecía incapaz de apartar la mirada de la de ese hombre. Como si algún tipo de sutil sensación de reconocimiento se hubiera transmitido entre ellos... No era que se hubiesen conocido antes..., sino más bien que se hubieran ido acercando paulatinamente hasta que, al final, un impaciente destino hubiera provocado que sus caminos se cruzaran. Una idea absurda que ella no era capaz de desechar. Inquieta, permaneció como una indefensa cautiva de aquella penetrante mirada hasta que un inoportuno e intenso rubor cubrió sus mejillas.

Hunt hablaba con Jeremy, pero sin apartar los ojos de Annabelle.

—¿Podría acompañarles hasta el carrusel?

Se produjo un instante de incómodo silencio hasta que Jeremy respondió con estudiada indiferencia:

—Gracias, pero hemos decidido no asistir al espectáculo.

Hunt arqueó una de sus oscuras cejas.

—¿Están seguros? Tiene todo el aspecto de ser uno de los buenos. —Su intuitiva mirada se paseó del rostro de Annabelle al de Jeremy y se percató de las señales que traicionaban la incomodidad de ambos. Su voz se suavizó cuando volvió a hablar con Jeremy—. Sin duda hay una norma que dice que uno jamás debería discutir ciertos asuntos en presencia de una dama. De cualquier forma, no puedo evitar preguntarme... si es posible, joven Jeremy, que le haya pillado desprevenido el aumento de precio de las entradas. Si así fuera, me alegraría mucho poder prestarle unas monedas para...

—No, gracias —dijo Annabelle con presteza al tiempo que golpeaba a su hermano con el codo en el costado.

Con un respingo, Jeremy clavó la mirada en el rostro impenetrable del hombre.

—Le agradezco la oferta, señor Hunt, pero mi hermana no parece dispuesta a...

—No quiero ver el espectáculo —lo interrumpió Annabelle con frialdad—. He oído que algunos de los efectos especiales son bastante violentos y resultan de lo más angustiosos para una mujer. Preferiría dar un tranquilo paseo por el parque.

Hunt volvió a mirarla y sus penetrantes ojos brillaron con un destello de burla.

—¿Tan impresionable es usted, señorita Peyton?

Molesta por el sutil desafío, Annabelle tomó el brazo de Jeremy y tiró de él con insistencia.

—Es hora de irnos, Jeremy. No retrasemos más al señor Hunt; estoy segura de que está impaciente por ver el espectáculo...

—Me temo que será una decepción para mí —les aseguró Hunt con seriedad— si ustedes no asisten también. —Le dedicó a Jeremy una mirada alentadora—. Sentiría mucho que por culpa de unos míseros chelines usted y su hermana se perdieran la función de tarde.

Al sentir que su hermano se ablandaba, Annabelle le susurró de forma brusca al oído:

—¡Ni se te ocurra permitirle que nos pague las entradas, Jeremy!

Sin prestarle atención, Jeremy le respondió con franqueza a Hunt.

—Señor, si acepto su oferta de préstamo, no estoy seguro de cuándo podré reembolsárselo.

Annabelle cerró los ojos y dejó escapar un débil gemido de mortificación. Se esforzaba muchísimo para que nadie averiguara la estrechez económica en la que vivían... y saber que ese hombre se había percatado de lo importante que era para ella cada chelín le resultaba insoportable.

—No hay ninguna prisa —oyó que respondía Hunt sin la menor incomodidad—. Vaya a la tienda de mi padre la próxima vez que venga de visita del colegio y déjele el dinero a él.

—De acuerdo, entonces —dijo Jeremy con evidente satisfacción, y ambos se estrecharon las manos para sellar el trato—. Gracias, señor Hunt.

—Jeremy... —comenzó a decir Annabelle con voz baja pero letal.

—Esperen aquí —dijo Hunt por encima del hombro mientras se encaminaba al puestecillo donde se vendían las entradas.

—Jeremy, ¡ya sabes que está mal aceptar dinero de él! —Annabelle contempló con furia el rostro imperturbable de su hermano—. Dios, ¿cómo has podido? No está bien... ¡Y pensar que estás en deuda con esa clase de hombre es intolerable!

—¿Qué clase de hombre? —contraatacó su hermano con fingida inocencia—. Ya te lo he dicho, es un tipo importante... Ah, bueno, supongo que te refieres a que pertenece a la clase baja. —Una sonrisa pesarosa curvó los labios del muchacho—. Es difícil decir algo así de él, sobre todo cuando es asquerosamente rico. Y la verdad es que no se puede decir que tú y yo seamos miembros de la nobleza. Apenas llegamos a las ramas más bajas de ese árbol, lo que significa...

—¿Cómo es posible que el hijo de un carnicero sea asquerosamente rico? —preguntó Annabelle—. A menos que la población de Londres esté consumiendo mayores cantidades de ternera y cerdo de lo que yo creo, hay un límite para lo que puede ganar un carnicero.

—No he dicho que trabajara en la tienda de su padre —le explicó Jeremy con un tono de superioridad—. Lo único que dije fue que me lo encontré allí. Es un hombre de negocios.

—¿Quieres decir que es un especulador financiero?

Annabelle frunció el ceño. En una sociedad que consideraba de mal gusto el mero hecho de hablar de asuntos comerciales, no había nada más bajo que hacer de la inversión financiera un modo de vida.

—Es algo más que eso —dijo su hermano—. Pero supongo que da igual lo que haga o cuánto tenga, ya que es hijo de un simple plebeyo.

Al escuchar semejante crítica de boca de su hermano pequeño, Annabelle lo miró con los ojos entrecerrados.

—Pareces muy democrático, Jeremy —dijo con sequedad—. Y no hace falta que actúes como si yo me estuviera comportando de forma arrogante... Me opondría a que un duque tratara de darnos el dinero de las entradas con la misma determinación que si lo hace un hombre de negocios.

—Pero no durante tanto tiempo —dijo Jeremy, que se echó a reír al ver la expresión de su hermana.

El regreso de Simon Hunt impidió cualquier réplica posterior. Mirándolos con esos perspicaces ojos de color café, el hombre esbozó una ligera sonrisa.

—Ya está todo arreglado. ¿Entramos?

Annabelle avanzó con torpeza, a impulsos de los discretos empujones de su hermano.

—Por favor, no se sienta obligado a acompañarnos, señor Hunt —dijo, a sabiendas de que se estaba comportando con desconsideración; no obstante, había algo en ese hombre que provocaba chispazos de alarma en todos sus nervios.

No daba la impresión de ser un hombre en quien se pudiera confiar... De hecho, a pesar de sus elegantes ropas y de su apariencia pulcra, no parecía muy civilizado. Era esa clase de hombre con el que una mujer de buena cuna jamás querría estar a solas. Y la visión que tenía de él no estaba en absoluto relacionada con la posición social... Era una especie de consciencia innata de un apetito ardiente y un temperamento masculino que le resultaban por completo desconocidos.

—Estoy segura —continuó con cierta incomodidad— de que querrá volver a reunirse con sus compañeros.

Ese comentario fue recibido con un perezoso encogimiento de sus anchos hombros.

—Jamás los encontraré entre esta muchedumbre.

Annabelle podría haber rebatido esa afirmación señalando que, por ser uno de los hombres más altos de la audiencia, era probable que Hunt localizase a sus amigos sin dificultad alguna. No obstante, era obvio que discutir con él no llevaría a ninguna parte. Tendría que ver el espectáculo panorámico con Simon Hunt a su lado..., no le quedaba otro remedio. Sin embargo, al ver el entusiasmo de Jeremy, parte del resentimiento de Annabelle se evaporó y su voz ya se había suavizado cuando le habló a Hunt de nuevo:

—Discúlpeme, no pretendía ser tan ruda. Lo que sucede es que no me agrada sentirme en deuda con un desconocido.

Hunt le dedicó una mirada apreciativa que le resultó desconcertante a pesar de su brevedad.

—Puedo entender eso a la perfección —dijo al tiempo que la guiaba entre la gente—. De cualquier forma, en este caso no hay obligación alguna. Y no somos exactamente desconocidos: su familia es cliente habitual del negocio de la mía desde hace años.

Entraron en el gran teatro circular y subieron a un descomunal carrusel rodeado por una verja de hierro con puertas. A su alrededor, a la distancia de unos diez metros del carrusel, podía verse la detallada imagen de un paisaje de la Antigua Roma pintado a mano. El espacio intermedio estaba ocupado por una compleja maquinaria que arrancó comentarios de entusiasmo a la multitud. Una vez que los espectadores llenaron el carrusel, la habitación se oscureció de pronto, lo que provocó una oleada de jadeos de nerviosismo y expectación. Con un leve chirrido de la maquinaria y el resplandor de una luz azul que llegaba de la parte trasera del lienzo, el paisaje adquirió una dimensión y un tinte de realidad que dejó atónita a Annabelle. Casi podía permitirse creer en el engaño de que se encontraban en Roma a mediodía. Unos cuantos actores ataviados con togas y sandalias aparecieron en escena cuando el narrador comenzó a relatar la historia de la Antigua Roma.

El diorama era incluso más fascinante de lo que Annabelle había creído en un principio. Sin embargo, no era capaz de concentrarse en el espectáculo que se desarrollaba ante ella: era demasiado consciente del hombre que se hallaba a su lado. No ayudaba mucho que, en ocasiones, él se inclinara para susurrarle algún comentario inapropiado al oído, reprendiéndola en broma por mostrar tan poco interés ante la visión de caballeros vestidos con fundas de almohada. A pesar de lo mucho que trataba de reprimir su diversión, Annabelle no pudo contener unas cuantas risillas reacias, ganándose con ello las miradas de reproche de algunas de las personas que estaban a su alrededor. Y entonces, por supuesto, Hunt se burlaba de ella por haberse reído durante una lección tan importante, lo que hacía que le entraran ganas de echarse a reír de nuevo. Jeremy parecía demasiado absorto en el espectáculo como para notar las payasadas de Hunt, y estiraba el cuello todo lo que podía para distinguir qué piezas de la maquinaria eran las que producían aquellos asombrosos efectos.

Sin embargo, Hunt se calló cuando una repentina parada en la rotación del carrusel provocó un ligera sacudida de la plataforma. Algunas personas perdieron el equilibrio, pero fueron sujetadas de inmediato por la gente que las rodeaba. Sorprendida por la interrupción del movimiento, Annabelle se tambaleó y se encontró de pronto estabilizada por el fuerte brazo de Hunt que la apretaba contra su pecho. El hombre la liberó en el instante en que recuperó el equilibrio e inclinó la cabeza para preguntarle en voz baja si se encontraba bien.

—Vaya, desde luego que sí —dijo Annabelle sin aliento—. Le ruego que me disculpe. Sí, estoy perfectamente...

Al parecer, no era capaz de terminar la frase; su voz se apagó para convertirse en un incómodo silencio cuando la invadieron las sensaciones. Jamás en su vida había experimentado una reacción semejante ante un hombre. Las implicaciones de aquella sensación de urgencia, o cómo satisfacerla, estaban más allá del alcance de su limitado conocimiento. Lo único que sabía en aquel momento era que deseaba con desesperación seguir apoyada en él, en un cuerpo tan firme y esbelto que parecía invulnerable y que proporcionaba un puerto seguro mientras el suelo temblaba bajo sus pies. La fragancia del hombre, la límpida piel masculina, el cuero pulido y el aroma del lino almidonado excitaban todos sus sentidos con una agradable expectación. No se parecía en nada al olor de la colonia y de las pomadas que utilizaban los aristócratas a los que había tratado de enamorar durante las dos temporadas anteriores.

Profundamente abrumada, Annabelle se dedicó a contemplar el lienzo, sin prestar la más mínima atención a las fluctuaciones de luz y de color que transmitían la impresión de que se acercaba la caída de la noche..., el crepúsculo del Imperio romano. Hunt parecía igual de indiferente al espectáculo, ya que tenía la cabeza inclinada hacia ella y la mirada clavada en su rostro. Aunque su respiración seguía siendo suave y regular, a la joven le parecía que el ritmo se había acelerado un poco.

Annabelle se humedeció los labios, que de pronto se habían quedado secos.

—Usted... usted no debería mirarme de esa manera.

A pesar de que el comentario no fue más que un susurro, él lo oyó.

—Con usted aquí, no merece la pena contemplar otra cosa.

Ella no se movió ni dijo nada, pretendiendo no haber escuchado el sutil susurro del demonio, mientras su corazón latía a un ritmo frenético y se le hacía un nudo en el estómago. ¿Cómo podía suceder aquello en un teatro lleno de gente y con su hermano justo al lado? Cerró los ojos un instante para luchar contra una sensación de vértigo que nada tenía que ver con el giro del carrusel.

—¡Mira! —exclamó Jeremy al tiempo que le daba un codazo, lleno de entusiasmo—. Están a punto de aparecer los volcanes.

De pronto, el teatro se sumió en una oscuridad impenetrable mientras un siniestro retumbar se elevaba desde el fondo de la plataforma. Hubo unos cuantos gritos de alarma, alguna que otra risa nerviosa y sonoros jadeos de expectación. Annabelle se irguió al sentir el roce de una mano sobre la espalda. La mano de él, que se deslizaba con deliberada lentitud hacia arriba por su columna... Su aroma, fresco y seductor, inundó sus fosas nasales... y, antes de que pudiera emitir sonido alguno, los labios del hombre se unieron a los suyos en un beso suave, cálido y arrebatador. Estaba demasiado abrumada como para moverse y sus manos se agitaron en el aire como mariposas suspendidas a medio vuelo; su cuerpo tambaleante quedó anclado por la ligera pero firme sujeción de su cintura mientras que la otra mano de Hunt reptaba por la espalda hasta su cuello.

A Annabelle la habían besado antes; hombres jóvenes que le habían robado un abrazo rápido durante un paseo por el jardín o en un rincón del salón cuando no los observaban. Pero ninguno de esos breves encuentros de coqueteo había sido como aquél..., un beso lento y mareante que la llenaba de euforia. Se sentía atravesada por las sensaciones, demasiadas para controlarlas, y se estremeció indefensa en su abrazo. Siguiendo sus instintos, se apoyó ciegamente en la tierna e incansable caricia de sus labios. La presión de su boca se incrementó cuando el hombre comenzó a exigir más, recompensando su tácita respuesta con una voluptuosa exploración que incendió los sentidos de Annabelle.

Justo cuando la joven comenzaba a perder todo rastro de cordura, la boca de Hunt la liberó con súbita rapidez, dejándola aturdida. Sin retirar el apoyo de su mano sobre la nuca de Annabelle, el hombre inclinó la cabeza hasta que un murmullo hormigueó en la oreja de la joven.

—Lo siento. No he podido resistirme.

Dejó de tocarla por completo y, cuando la luz roja iluminó finalmente el teatro, Simon Hunt había desaparecido.

—¿Has visto eso? —exclamó Jeremy, que señalaba con alegría un volcán de pega que había delante de ellos del cual parecían brotar ríos de brillante roca fundida que se deslizaban por sus laderas—. ¡Increíble! —Al notar que Hunt ya no estaba allí, frunció el ceño con desconcierto—. ¿Dónde se ha metido el señor Hunt? Supongo que habrá ido a buscar a sus amigos.

Con un encogimiento de hombros, Jeremy volvió a su excitada contemplación de los volcanes y unió sus exclamaciones a las de la atónita audiencia.

Con los ojos abiertos de par en par e incapaz de pronunciar una palabra, Annabelle se preguntó si lo que ella creía que había sucedido habría sucedido en realidad. No era posible que la hubiera besado un desconocido en medio de un teatro. Y que la hubiera besado de esa manera...

Bueno, eso era lo que ocurría cuando se permitía que caballeros desconocidos pagaran las cosas: eso les daba licencia para aprovecharse de una. Con respecto a su propio comportamiento... Avergonzada y perpleja, Annabelle se esforzó por comprender por qué le había permitido al señor Hunt que la besara. Debería haber protestado y haberlo apartado de ella. En cambio, se había quedado allí de pie, aturdida por un estúpido embeleso mientras él... ¡Dios!, le daba un vuelco el corazón sólo de pensarlo. En realidad, no importaba cómo o por qué Simon Hunt había sido capaz de sortear sus bien pertrechadas defensas. El hecho era que lo había conseguido..., y que, por tanto, era un hombre que tendría que evitar a toda costa.

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1

Londres, 1843

El final de la temporada

Una chica decidida a contraer matrimonio podía superar cualquier obstáculo salvo la ausencia de una dote.

Annabelle movía el pie con impaciencia bajo la liviana tela de su falda blanca sin perder ni un solo instante la expresión sosegada de su rostro. Durante las tres desastrosas temporadas que habían quedado atrás, se había acostumbrado a ser un «florero», ese objeto bonito al que nadie prestaba atención. Se había acostumbrado, pero no se había resignado. En más de una ocasión, se le había pasado por la cabeza que merecía mucho más que estar sentada en una de esas sillas de respaldo alto dispuestas en un extremo de la habitación... esperando, esperando, esperando una invitación que nunca llegaba. E intentando aparentar que no le importaba nada; que era del todo feliz observando cómo las demás chicas bailaban y eran agasajadas por sus admiradores.

Dejó escapar un largo suspiro mientras jugueteaba con el diminuto carné de baile que colgaba de una cinta atada alrededor de su muñeca. La tapa se deslizó y dejó al descubierto un librito de páginas de marfil, casi transparentes, que se abrían en forma de abanico. Se suponía que una chica anotaba los nombres de sus parejas de baile en esas delicadas hojitas de marfil. Para Annabelle, ese abanico de páginas en blanco se asemejaba a una hilera de dientes que le sonreía con sorna. Cerró bruscamente la cubierta plateada y echó un vistazo a las tres chicas sentadas junto a ella; todas se esforzaban por enfrentarse a su destino con idéntica despreocupación.

Sabía muy bien cuál era el motivo por el que todas estaban allí. La considerable fortuna familiar de la señorita Evangeline Jenner provenía del juego y sus orígenes eran humildes. Además, la señorita Jenner era terriblemente tímida y, para colmo, tartamudeaba, lo que hacía que una conversación con ella se considerase como una sesión de tortura para ambos participantes.

Las otras dos chicas, la señorita Lillian Bowman y su hermana pequeña, Daisy, aún no se habían aclimatado a Inglaterra y, a juzgar por el desarrollo de los acontecimientos, tardarían bastante en hacerlo. Se decía que la señora Bowman había traído a sus hijas desde Nueva York porque allí nadie les había hecho una oferta matrimonial adecuada. Eran conocidas como «las herederas de las pompas de jabón» o, en ocasiones, como «las princesas del dólar». A pesar de sus elegantes pómulos y de sus almendrados ojos oscuros, en Inglaterra tendrían muchas menos oportunidades que en Norteamérica, a menos que encontraran alguna madrina aristocrática que las apoyara y les enseñara cómo encajar en la sociedad británica.

A Annabelle se le ocurrió que, a lo largo de los últimos meses de esa aciaga temporada, las cuatro —la señorita Jenner, las Bowman y ella misma— habían compartido idéntico destino en los distintos bailes y fiestas: siempre sentadas en una esquina o junto a la pared. Y, aun así, apenas se habían dirigido la palabra, atrapadas como solían estar en el silencioso tedio de la espera. Su mirada se encontró con la de Lillian Bowman, cuyos aterciopelados ojos oscuros tenían un inesperado brillo de diversión.

—Al menos, podrían haber dispuesto unas sillas más cómodas —murmuró Lillian—, ya que es obvio que vamos a estar sentadas toda la noche.

—Deberíamos pedir que grabaran nuestros nombres en ellas —replicó Annabelle con acritud—. Después de todo el tiempo que llevo sentada, esta silla me pertenece.

Evangeline Jenner trató de reprimir una risilla nerviosa al tiempo que alzaba una mano enfundada en un guante para apartar un rizo de intenso color rojo que había caído sobre su frente. La sonrisa consiguió que sus enormes ojos azules resplandecieran y que sus mejillas, cubiertas por unas cuantas pecas doradas, se sonrojaran. Al parecer, esa súbita sensación de hermandad había conseguido que olvidara por un momento la timidez.

—No ti-tiene sentido que usted sea un florero —le dijo a Annabelle—. Es la chica más hermosa que hay en este lugar; los hombres deberían estar pe-peleándose por conseguir bailar con usted.

Annabelle alzó un hombro con un delicado movimiento.

—Nadie quiere casarse con una chica sin dote.

Los duques sólo se casaban con muchachas pobres en el fantasioso mundo de los cuentos de hadas. En la vida real, los duques, vizcondes y demás poseedores de títulos nobiliarios cargaban con la enorme responsabilidad financiera que suponía mantener sus inmensas propiedades y sus extensas familias, por no mencionar las ayudas que necesitaban los arrendatarios. Un aristócrata acaudalado necesitaba casarse con una heredera tanto como lo necesitaba uno sin fortuna.

—Nadie quiere casarse tampoco con una nouveau-riche americana —dijo en confianza Lillian Bowman—. Nuestra única esperanza de encajar aquí es casarnos con un noble con un título inglés de renombre.

—Pero no tenemos quien nos apadrine —añadió su hermana pequeña, Daisy. Era una muchacha de baja estatura; una versión élfica de Lillian, con la misma tez clara, una abundante melena oscura y ojos castaños. Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa—. Si por casualidad conoce a alguna duquesa simpática que esté dispuesta a aceptarnos bajo su ala, le estaríamos muy agradecidas.

—Yo ni siquiera quiero encontrar un marido —confesó Evangeline Jenner—. Estoy su-su-sufriendo la temporada porque no tengo otra cosa mejor que hacer. Soy demasiado mayor para seguir en la escuela y mi padre... —Se interrumpió abruptamente y dejó escapar un suspiro—. Bueno, sólo me queda una temporada más por sufrir antes de cumplir los veintitrés y ser declarada una solterona. ¡Estoy deseando que-que llegue ese momento!

—¿Es que hoy en día se considera que una mujer es una solterona a partir de los veintitrés? —preguntó Annabelle con fingida alarma, al tiempo que dejaba los ojos en blanco—. ¡Dios Santo! No tenía ni idea de que la flor de mi juventud hubiera quedado tan atrás.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó, curiosa, Lillian Bowman.

Annabelle miró a izquierda y derecha para asegurarse de que nadie las escuchaba.

—El mes que viene cumpliré veinticinco.

La confesión provocó tres miradas compasivas y una respuesta alentadora por parte de Lillian:

—No aparenta más de veintiuno.

Annabelle cerró los dedos sobre su carné de baile, de modo que quedó oculto en su mano. El tiempo pasaba con rapidez, pensó. Y ésa, su cuarta temporada, estaba llegando a su fin con sorprendente celeridad. Una chica no se aventuraba a una quinta temporada..., se consideraría como algo sumamente ridículo. Tenía que atrapar a un marido sin pérdida de tiempo. De otro modo, no podrían seguir manteniendo a Jeremy en el colegio y se verían obligadas a trasladarse de su modesta casita adosada a una pensión. Y, una vez que comenzaba la caída, no había modo de ascender de nuevo.

En los seis años que habían transcurrido desde la muerte del padre de Annabelle, fallecido a causa de una dolencia cardiaca, los recursos financieros de la familia se habían reducido a la nada. Habían intentado por todos los medios camuflar la desesperada estrechez con la que vivían, y para ello fingían tener media docena de criados en lugar de la agobiada ayudante de cocina y del mayordomo de edad avanzada; daban la vuelta a sus desgastados vestidos con el fin de aprovechar el lustre del revés de la tela; o vendían las piedras preciosas de las joyas y las reemplazaban por otras falsas. Annabelle estaba más que harta de los continuos esfuerzos que debían hacer para engañar a todo el mundo, cuando, al parecer, ya era de dominio público que se encontraban al borde del desastre. En los últimos tiempos, incluso había comenzado a recibir discretas propuestas por parte de hombres casados, que dejaban bastante claro que sólo tenía que pedirles ayuda y ellos se la prestarían de inmediato... No era necesario mencionar la índole de las compensaciones que tendría que ofrecer por dicha «ayuda». Era muy consciente de que su aspecto podría convertirla en una amante de primera clase.

—Señorita Peyton —dijo Lillian Bowman—, ¿qué tipo de hombre busca como esposo?

—Bueno... —exclamó Annabelle con una frivolidad poco respetuosa—. Cualquier noble me vendría bien.

—¿Cualquiera? —repitió Lillian con incredulidad—. ¿Y qué hay de un aspecto físico agradable?

Annabelle se encogió de hombros.

—Sería muy bien recibido, pero en absoluto imprescindible.

—¿Y la pasión? —inquirió Daisy.

—Del todo innecesaria.

—¿La inteligencia? —sugirió Evangeline.

Annabelle volvió a encogerse de hombros.

—Negociable.

—¿El encanto? —preguntó Lillian.

—También negociable.

—No exige mucho —comentó Lillian con sequedad—. En cuanto a mí, tendría que añadir unas cuantas condiciones a la lista. Mi aristócrata deberá tener el cabello oscuro, ser guapo, ser un bailarín consumado..., y jamás deberá pedir permiso antes de darme un beso.

—Yo quiero casarme con un hombre que haya leído todas las obras de Shakespeare —afirmó Daisy—. Alguien tranquilo y de carácter romántico (si lleva gafas, mucho mejor), al que le guste la poesía y la naturaleza; y me gustaría que no tuviera demasiada experiencia con las mujeres.

Su hermana mayor la miró, exasperada.

—Está claro que no vamos a competir por el mismo hombre.

Annabelle miró a Evangeline Jenner.

—¿Qué tipo de hombre le gustaría a usted, señorita Jenner?

—Llámeme Evie, por favor —murmuró la chica, ruborizándose tanto que el color de sus mejillas rivalizó con el intenso rojo de su cabello—. Supongo que... me gustaría alguien que-que fuese amable y... —Se detuvo y agitó la cabeza con una sonrisa autocrítica—. No lo sé. Alguien que me a-ame. Que me ame de verdad.

Esas palabras conmovieron a Annabelle y la sumieron en la melancolía. El amor era un lujo al que jamás se había permitido aspirar; se trataba de un mero detalle superficial cuando estaba en juego la supervivencia de su familia. No obstante, alargó el brazo y acarició la mano de la otra chica a través del guante.

—Espero que lo encuentre —le deseó con sinceridad—. Tal vez no tenga que esperar demasiado tiempo.

—Me gustaría que usted lo encontrara primero —contestó Evie con una sonrisa tímida—. Ojalá pudiera ayudarla a encontrar a alguien.

—Parece ser que todas necesitamos ayuda de un modo u otro —comentó Lillian. Su mirada se deslizó hasta Annabelle para estudiarla con detenimiento—. Hum... No me importaría convertirla en mi reto personal.

—¿Cómo? —Annabelle arqueó las cejas al tiempo que se preguntaba si debería sentirse halagada u ofendida.

Lillian se dispuso a dar una explicación.

—La temporada llegará a su fin en unas cuantas semanas y ésta será la última para usted, supongo. Si lo consideramos desde un punto de vista práctico, sus aspiraciones de casarse con un hombre que sea su igual socialmente hablando se desvanecerán a finales de junio.

Annabelle asintió con cautela.

—En ese caso, propongo... —Lillian se detuvo a media frase.

Al seguir la dirección de su mirada, Annabelle vio la oscura figura que se acercaba a ellas y gimió para sus adentros.

El intruso no era otro que el señor Simon Hunt; un hombre con el que ninguna de ellas quería tener nada que ver... y por muy buenas razones.

—Entre paréntesis —dijo Annabelle en voz baja—, mi marido ideal sería la antítesis del señor Hunt.

—No me diga... —murmuró Lillian con ironía, ya que el sentimiento era compartido por todas.

Se podía obviar el hecho de que un hombre hubiera ascendido gracias a su ambición, siempre y cuando poseyera la elegancia de un caballero. Sin embargo, Simon Hunt carecía de ella. No había modo de mantener una conversación educada con un hombre que decía exactamente lo que pensaba, sin importarle lo poco halagadora o lo molesta que pudiera ser su opinión.

Tal vez pudiera decirse que el señor Hunt era guapo. Annabelle suponía que algunas mujeres encontrarían su corpulenta masculinidad bastante atractiva; hasta ella debía admitir que había algo fascinante en toda esa fuerza contenida dentro del traje de etiqueta negro y la camisa blanca. No obstante, el dudoso atractivo de Simon Hunt quedaba del todo eclipsado por su falta de modales. El hombre carecía de delicadeza, de idealismo y no sabía reconocer la elegancia..., era todo libras y peniques, todo egoísmo, todo avaricia calculada. Cualquier otro hombre en su situación habría tenido la decencia de parecer avergonzado por su falta de refinamiento; pero Hunt había decidido, al menos en apariencia, hacer de su carencia una virtud. Le encantaba burlarse de los rituales y del encanto de la cortesía aristocrática mientras sus fríos ojos negros brillaban llenos de humor..., como si se estuviese riendo de todos ellos.

Para alivio de Annabelle, Hunt jamás había demostrado, ni con una palabra ni con un gesto, que recordaba aquel día tan lejano en el diorama, cuando le había robado un beso en la oscuridad. Con el paso del tiempo, había logrado convencerse de que todo había sido producto de su imaginación. En retrospectiva, parecía un hecho irreal, sobre todo aquella parte en la que ella respondía con tanto ímpetu a un extraño tan atrevido.

Sin duda, muchas personas compartían el desagrado que Simon Hunt despertaba en Annabelle, pero, para estupor de la clase social prominente de Londres, el tipo se había hecho un hueco y allí pensaba quedarse. Durante los últimos años, había amasado una fortuna incomparable tras adquirir la mayoría de las acciones de las compañías que fabricaban maquinaria agrícola, barcos y locomotoras.

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