En el país de la nube blanca (Trilogía de la Nube Blanca 1)

Fragmento

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1

La iglesia anglicana de Christchurch, Nueva Zelanda, busca mujeres jóvenes y respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil, que estén interesadas en contraer matrimonio cristiano con miembros de buena reputación y posición acomodada de nuestra comunidad.

 

La mirada de Helen se detuvo brevemente en el discreto anuncio de la última página de la hoja parroquial. La maestra había hojeado unos momentos el cuadernillo mientras sus alumnos se ocupaban en silencio de resolver un ejercicio de gramática. Helen hubiera preferido leer un libro, pero las constantes preguntas de William interrumpían incesantemente su concentración. También en ese momento volvió a levantarse de los deberes la pelambrera castaña del niño de once años.

—Miss Davenport, en el tercer párrafo, es «qué» o «que».

Helen dejó a un lado su lectura con un suspiro y por enésima vez en esa semana explicó al jovencito la diferencia entre el pronombre relativo y la conjunción. William, el hijo menor de Robert Greenwood, quien la había contratado, era un niño encantador, pero no precisamente de grandes dotes intelectuales. Necesitaba de ayuda en todas las tareas, olvidaba las explicaciones de Helen más rápido de lo que ella tardaba en dárselas y sólo sabía adoptar una conmovedora apariencia de desamparo y engatusar a los adultos con su vocecilla dulce e infantil de soprano. Lucinda, la madre de William, siempre mordía el anzuelo. Cuando el niño se le ponía zalamero y le proponía que hicieran cualquier cosa juntos, Lucinda suprimía de forma sistemática todas las clases que Helen había programado. Ésa era la causa de que William todavía fuera incapaz de leer con fluidez y de que hasta los más sencillos ejercicios de ortografía le exigieran un esfuerzo excesivo. De ahí que fuera impensable que el joven cursara estudios superiores en Eaton u Oxford, como soñaba su padre.

George, de dieciséis años de edad, el hermano mayor de William, ni siquiera se tomaba la molestia de fingir que entendía. Puso los ojos significativamente en blanco y mostró un pasaje en el libro de texto en el que se ponía como ejemplo exactamente la frase a la que William iba dando vueltas desde hacía ya media hora. George, un chico larguirucho y espigado, ya había terminado el ejercicio de traducción del latín. Siempre trabajaba deprisa, aunque no sin cometer errores. Las disciplinas clásicas le aburrían. George estaba impaciente por formar parte un día de la compañía de importación y exportación de su padre. Soñaba con viajar a países lejanos y realizar expediciones a los nuevos mercados de las colonias que, bajo la soberanía de la reina Victoria, se abrían casi cada hora. No cabía duda de que George había nacido para ser comerciante. Ya ahora demostraba ser diestro en la negociación y sabía sacar partido de su considerable encanto. Con él conseguía incluso embaucar a Helen y reducir las horas de clase. También ese día hizo un intento de ese tipo cuando, finalmente, William comprendió de qué trataba el ejercicio, o, al menos, dónde podía copiar la respuesta. Helen fue a coger el cuaderno de George para corregirlo, pero el muchacho lo retiró con un gesto provocador.

—Oooh, Miss Davenport, ¿de verdad quiere usted que lo discutamos ahora? ¡Hace un día demasiado bonito para estar en clase! Vayamos mejor a jugar un partido de cróquet... Debe mejorar su técnica. En caso contrario no podrá participar en las fiestas del jardín y ninguno de los jóvenes caballeros se fijará en usted. Así nunca hará fortuna casándose con un conde y tendrá que dar clases a casos perdidos como Willy hasta el fin de sus días.

Helen puso los ojos en blanco, dirigió la mirada fuera de la ventana y frunció el ceño a la vista de las nubes negras.

—No es mala idea, George, pero amenazan nubes de lluvia. Cuando nos hayamos ido de aquí y estemos en el jardín descargarán justo encima de nuestras cabezas y eso no me hará en absoluto más atractiva para los caballeros de la nobleza. ¿Pero cómo has llegado a pensar que yo tenga tales intenciones?

Helen intentó adoptar una expresión marcadamente indiferente. Sabía hacerlo muy bien: cuando se trabajaba como institutriz en una familia londinense de la clase alta lo primero que se aprendía era a dominar las propias expresiones del rostro. La función que Helen desempeñaba en casa de los Greenwood no era ni la de un miembro de la familia ni tampoco la de una empleada corriente. Participaba en las comidas y, a menudo, también en las actividades que la familia realizaba en el tiempo libre, pero evitaba manifestar opiniones personales si no se las solicitaban o llamar la atención de otro modo. Ésta era la razón por la que no hiciera al caso que en las fiestas del jardín Helen se mezclara despreocupadamente con los invitados más jóvenes. En lugar de ello, se mantenía apartada, charlaba cordialmente con las señoras y vigilaba con discreción a sus alumnos. Como es natural, su mirada rozaba de vez en cuando los rostros de los invitados varones más jóvenes y, a veces, se abandonaba a un breve y romántico ensueño en el que paseaba con un apuesto vizconde o baronet por el jardín de la casa de sus señores. ¡Pero era imposible que George se hubiera percatado de ello!

George se encogió de hombros.

—¡Bueno, siempre está leyendo anuncios de matrimonio! —contestó con insolencia, señalando con una sonrisa conciliadora la hoja parroquial. Helen se enfadó consigo misma por haberla dejado abierta junto a su pupitre. Era innegable que George, aburrido, había echado un vistazo mientras ella ayudaba a William.

—Y sin embargo, es usted muy guapa —añadió George, adulador—. ¿Por qué no iba a casarse con un baronet?

Helen puso los ojos en blanco. Sabía que debería reprender a George, pero el chico más bien la divertía. Si seguía así, al menos con las damas, llegaría lejos, y también en el mundo de los negocios serían apreciadas sus hábiles alabanzas. No obstante, ¿le serían de algún provecho también en Eaton? Por lo demás, Helen se mantenía inmune a tan torpes cumplidos. Era consciente de no poseer una belleza clásica. Sus rasgos eran armoniosos, pero poco llamativos: la boca un poco pequeña, la nariz demasiado afilada y los ojos, grises y serenos, tenían una mirada demasiado escéptica y, sin lugar a dudas, demasiado experimentada para despertar el interés de un joven y rico vividor. El atributo más espléndido de Helen era su cabello sedoso, liso y largo hasta la cintura, cuyo color castaño intenso adquiría unos sutiles tonos rojizos por efecto de la luz. Tal vez pudiera causar sensación con él si lo dejara flotar al viento a menudo, como hacían algunas muchachas durante las comidas campestres o las fiestas en el exterior a las que asistía Helen acompañando a los Greenwood. Durante un paseo con sus admiradores, las más osadas entre las jóvenes ladies aprovechaban el pretexto de tener demasiado calor y se sacaban el sombrero o fingían que el viento les arrancaba el tocado cuando un joven las llevaba en bote de remos por el lago de Hydepark. Entonces agitaban sus cabellos, libres como por azar de cintas y horquillas, y dejaban que los hombres admirasen el esplendor de sus bucles.

Helen nunca se hubiera prestado a eso. Hija de un párroco, había recibido una estricta educación y desde que era una niña llevaba el cabello trenzado y recogido. Además, había tenido que crecer deprisa: su madre había muerto cuando ella tenía doce años, por lo que el padre había delegado sin más en su hija mayor la dirección de los asuntos domésticos y la educación de las tres hermanas más jóvenes. El reverendo Davenport no se interesaba por los problemas que surgían entre la cocina y el dormitorio infantil, lo único que le interesaba eran las tareas para con su comunidad y la traducción e interpretación de textos religiosos. A Helen le había dedicado atención únicamente cuando lo acompañaba en esas tareas, y sólo refugiándose en el estudio de su padre podía ella escapar a la intensa agitación de la casa familiar. De este modo se había dado casi de forma natural el hecho de que Helen leyera la Biblia en griego mientras sus hermanos justo empezaban a estudiar el abecedario. Con una bonita caligrafía escribía los sermones de su padre y copiaba los borradores de los artículos para los boletines de su gran comunidad de Liverpool. No le quedaba más tiempo para otras distracciones. Mientras que Susan, la hermana menor de Helen, aprovechaba los bazares benéficos y los picnics de la iglesia para conocer sobre todo a jóvenes notables de la comunidad, Helen colaboraba en la venta de artículos, preparaba tartas y servía el té.

Lo que sucedió era previsible: Susan se casó, ya a los diecisiete años, con el hijo de un reputado médico, mientras que tras la muerte de su padre Helen se vio obligada a ocupar un puesto de profesora particular. Con su salario contribuía también en los estudios de Derecho y Medicina de sus dos hermanos. La herencia paterna no alcanzaba para financiar una formación adecuada para los jóvenes, que, por añadidura, no hacían grandes esfuerzos por terminar pronto sus estudios. Con un asomo de rabia, Helen recordó que su hermano Simon había vuelto a suspender un examen la semana anterior.

—Los baronets suelen casarse con baronesas —respondió un poco disgustada con la observación de George—. Y en lo que aquí respecta... —señaló la hoja parroquial—, he leído el artículo, no el anuncio.

George se guardó la respuesta, pero sonrió de forma significativa. El artículo trataba de los beneficios de la aplicación del calor en casos de artritis. Algo seguramente de gran interés para los miembros de edad avanzada de la comunidad, pero era seguro que Miss Davenport todavía no sufría de dolores articulares.

De todos modos, su profesora consultaba ahora el reloj y decidió dar por concluida la clase de la tarde. En apenas una hora se serviría la cena. Y si bien George necesitaba como mucho cinco minutos para peinarse y cambiarse para la comida y Helen no mucho más, en el caso de William, quitarle la bata escolar manchada de tinta y ponerle un traje presentable siempre requería de más tiempo. Helen daba gracias al cielo de al menos no verse obligada a preocuparse del aspecto de William. De eso se encargaba una niñera.

La joven institutriz acabó la clase con unas observaciones generales sobre la importancia de la gramática, a las cuales los dos niños prestaron a medias atención. Justo después, William se levantó de golpe encantado, sin dedicar ni una mirada más a su cuaderno y sus libros de texto.

—¡Tengo que enseñarle corriendo a mamá lo que he pintado! —informó, con lo que consiguió dejar en manos de Helen la tarea de recoger sus cosas. Ella no podía arriesgarse a que William acudiera llorando a su madre y le notificara de cualquier atroz injusticia de su profesora. George lanzó una mirada al torpe dibujo de William, que su madre seguramente no tardaría en recibir entre exclamaciones de entusiasmo, y alzó los hombros resignado. A continuación recogió deprisa sus cosas antes de marcharse. Helen notó que, entretanto, le lanzaba una mirada compasiva. Se sorprendió pensando en la anterior observación de George: «Si no encuentra marido, tendrá que dar clases a casos perdidos como Willy hasta el fin de sus días.»

Helen tomó la hoja parroquial. En realidad quería tirarla, pero luego se lo pensó mejor. Casi con disimulo se la metió en un bolsillo y se la llevó a la habitación.

Robert Greenwood no disponía de mucho tiempo para su familia, sin embargo, la cena con la esposa y los hijos era para él sagrada. La presencia de la joven institutriz no le incomodaba. Al contrario, solía encontrar estimulante incluir a Miss Davenport en la conversación y conocer sus opiniones sobre los acontecimientos mundiales, la literatura y la música. Era obvio que Miss Davenport entendía más de esos asuntos que su esposa, cuya educación clásica dejaba que desear. Los intereses de Lucinda se limitaban al cuidado del hogar, idolatrar a su hijo menor y a colaborar con el comité femenino de diversas organizaciones benéficas.

También esa noche, Robert Greenwood sonrió amigablemente a Helen cuando entró y le acercó la silla una vez que hubo saludado respetuosamente a la joven profesora. Helen devolvió la sonrisa, pero se guardó de incluir en este gesto también a la señora Greenwood. En ningún caso debía despertar la sospecha de que flirteaba con su patrón, incluso si se trataba de un hombre sin duda atractivo. Era alto y delgado, tenía un rostro alargado e inteligente y unos ojos castaños y escrutadores. El traje marrón con la cadena de reloj de oro le sentaba soberbio y sus modales no iban a la zaga de aquellos propios de los caballeros de familias nobles con quienes los Greenwood mantenían tratos comerciales. No obstante, no eran del todo aceptados en esos círculos, donde se los consideraba unos advenedizos. El padre de Robert Greenwood había levantado su floreciente empresa prácticamente de la nada y su hijo había aumentado la fortuna y se esforzaba por conseguir el reconocimiento social. Para ello había contraído matrimonio con Lucinda Raiford, que procedía de una familia noble venida a menos; consecuencia ello de la afición del padre por los juegos de azar y las carreras de caballos, según se murmuraba en la alta sociedad. Lucinda se las apañaba con la burguesía a regañadientes y tendía a alardear como reacción al descenso de categoría social. Así pues, las reuniones y fiestas en el jardín de los Greenwood siempre resultaban un poco más opulentas que acontecimientos similares en las residencias de otros notables de la sociedad londinense. Las otras damas se beneficiaban de ello, aunque no dejaran de criticarlo.

También ese día Lucinda se había arreglado de un modo un poco demasiado solemne para la sencilla cena familiar. Llevaba un elegante vestido de seda color lila y su doncella había debido de pasar horas ocupada en el peinado. Lucinda charlaba sobre una reunión del comité femenino del orfanato local en la que había participado esa tarde; no obstante, no obtuvo una gran respuesta. Ni Helen ni el señor Greenwood estaban especialmente interesados.

—¿Y qué habéis hecho vosotros en este día tan bonito? —preguntó finalmente la señora Greenwood a su familia—. A ti no necesito preguntártelo, Robert, seguramente la jornada ha girado en torno a negocios, negocios y más negocios. —Dirigió a su marido una mirada que pretendía ser afectuosa.

La señora Greenwood opinaba que su marido les prestaba muy poca atención a ella y sus tareas sociales. Éste hizo una mueca involuntaria. Posiblemente estaba a punto de dar una respuesta desagradable, pues sus negocios no sólo alimentaban a la familia, sino que hacían también posible la colaboración de Lucinda en los diversos comités de damas. En cualquier caso, Helen dudaba de que la señora Greenwood hubiera sido elegida por sus notables cualidades organizativas antes que a causa de los generosos donativos de su esposo.

—He mantenido una interesante conversación con un productor de lana de Nueva Zelanda, y... —empezó Robert con la mirada puesta en su hijo mayor; pero Lucinda simplemente siguió hablando, mientras en esta ocasión dedicaba su mirada indulgente a William sobre todo.

—¿Y vosotros, queridos hijos? Seguro que habéis estado jugando en el jardín, ¿no es cierto? William, cariño, ¿has vuelto a ganar a George y a Miss Davenport en el cróquet?

Helen permanecía con la mirada clavada en su plato, pero percibió con el rabillo del ojo que George parpadeaba de una forma típica en él hacia el cielo, como si pidiera la ayuda de un ángel comprensivo. De hecho, William sólo había conseguido una única vez obtener más puntos que su hermano mayor y en una ocasión en que George estaba muy resfriado. Normalmente, hasta Helen lanzaba la bola a los aros con mayor destreza, si bien se daba peor maña que la que tenía para dejar ganar al más pequeño. La señora Greenwood apreciaba su gesto, mientras que el señor Greenwood se lo recriminaba cuando advertía el engaño.

—¡El chico debe acostumbrarse a que la vida está jalonada de duros fracasos! —afirmaba con severidad—. Debe aprender a perder, sólo entonces acabará ganando.

Helen dudaba de que William pudiera salir alguna vez airoso fuera cual fuese el ámbito en que se moviera, pero su tenue asomo de compasión hasta el desgraciado niño pronto se quedó en nada ante el siguiente comentario de éste.

—¡Ay, mamá, Miss Davenport no nos ha dejado jugar! —se lamentó William con una expresión llena de desolación—. Nos hemos quedado todo el día en casa estudiando, estudiando y estudiando.

Como era de esperar, la señora Greenwood lanzó de inmediato una mirada de desaprobación a Helen.

—¿Es eso cierto, Miss Davenport? Ya sabe usted que los niños necesitan aire fresco. A esta edad no pueden quedarse todo el día sentados leyendo libros.

Helen estaba furiosa, pero no debía acusar a William de mentiroso. Para su alivio, intervino George.

—No es verdad. William ha salido a pasear como cada día después de comer. Pero ha llovido un poco y no quería estar fuera. El aya, de todos modos, lo ha llevado al parque, pero ya no hemos tenido tiempo de jugar al cróquet antes de la clase.

—Por eso William ha estado pintando —añadió Helen intentando cambiar de tema. Tal vez la señora Greenwood se pusiera a hablar del dibujo, «digno de exhibirse en un museo», de su hijo y se olvidara del paseo. Sin embargo, la estrategia no funcionó.

—Aun así, Miss Davenport: si el tiempo no acompaña al mediodía, debe hacer un descanso por la tarde. Los círculos que un día frecuentará William conceden casi tanta importancia a la forma física como al estímulo de la mente.

William parecía disfrutar de que dieran una reprimenda a su maestra y Helen pensó de nuevo en el anuncio...

Pareció como si George leyera los pensamientos de su institutriz. Como si la conversación con William y su madre no hubiera existido, retomó la última observación de su padre. Helen ya se había percatado varias veces de este artificio en padre e hijo y solía admirar la elegante transición. En esta ocasión, sin embargo, el comentario de George la hizo enrojecer.

—Miss Davenport se interesa por Nueva Zelanda, padre.

Helen tragó saliva con esfuerzo, cuando todas las miradas se dirigieron a ella.

—¡En serio? —preguntó Robert Greenwood, con calma—. ¿Está pensando usted en emigrar? —Soltó una risa—. En tal caso, Nueva Zelanda constituye una buena elección. No hace un calor desmedido ni hay pantanos donde se dé la malaria como en la India. Nada de indígenas sanguinarios como en América. Nada de colonos descendientes de criminales como en Australia...

—¿De verdad? —preguntó Helen, alegrándose de reconducir la conversación a un terreno neutral—. ¿Nueva Zelanda no se colonizó con presidiarios?

El señor Greenwood movió la cabeza.

—Ni hablar. Las comunidades que hay allí fueron fundadas casi sin excepción por cristianos británicos de gran tenacidad y así sigue siendo todavía hoy. Es obvio que con ello no quiero decir que no se encuentren allí individuos dignos de desconfianza. Sobre todo en los campos de balleneros de la costa Oeste debieron de perderse algunos timadores y las colonias de esquiladores tampoco están formadas por muchos hombres honrados. Pero Nueva Zelanda no es, con toda seguridad, ningún depósito de escoria social. La colonia todavía es joven. Hace sólo unos pocos años que se independizó...

—¡Pero los nativos son peligrosos! —intervino George. Era evidente que también él quería ahora alardear de sus conocimientos y, Helen ya lo sabía por sus clases, tenía por los conflictos bélicos una debilidad y una memoria notables—. Hace algún tiempo todavía había altercados, ¿no es verdad, papá? ¿No contaste que a uno de tus socios comerciales le habían quemado toda la lana?

El señor Greenwood respondió complaciente con un gesto afirmativo a su hijo.

—Así es, George. Pero ya pasó..., pensándolo bien hace diez años de eso, incluso si todavía rebrotan escaramuzas de manera ocasional, no se deben, en principio, a la presencia de los colonos. A este respecto, los nativos siempre fueron dóciles. Más bien se cuestionó la venta de tierras..., y ¿quién niega que en tales casos nuestros compradores de tierras no perjudicaran a algún que otro jefe tribal de linaje? No obstante, desde que la reina envió allí a nuestro buen capitán Hobson como teniente gobernador, tales conflictos no existen. Ese hombre es un estratega genial. En 1840 hizo firmar a cuarenta y seis jefes de tribu un contrato por el cual se declaraban súbditos de la reina. La Corona tiene desde entonces derecho de retracto en todas las ventas de tierra.

»Desafortunadamente, no todos tomaron parte y no todos los colonos son pacíficos. Ésta es la razón de que a veces se produzcan pequeños tumultos. Pero, esencialmente, el país es seguro... Así que ¡no hay nada que temer, Miss Davenport! —El señor Greenwood le guiñó el ojo a Helen.

La señora Greenwood frunció el entrecejo.

—¿No estará considerando realmente la idea de abandonar Inglaterra, Miss Davenport? —preguntó molesta—. ¿No pensará en serio contestar a ese anuncio indescriptible que ha publicado el párroco en la hoja de la comunidad? Contra la recomendación expresa de nuestro comité de damas, debo subrayar.

Helen luchaba de nuevo contra el rubor.

—¿Qué anuncio? —Quiso saber Robert, y se dirigió directamente a Helen, que sólo respondía con evasivas.

—Yo..., yo no sé muy bien de qué se trata. Era sólo una nota...

—Una comunidad de Nueva Zelanda busca muchachas que deseen casarse —explicó George a su padre—. Al parecer en ese paraíso de los mares del Sur escasean las mujeres.

—¡George! —lo reprendió la señora Greenwood escandalizada.

El señor Greenwood se echó a reír.

—¿Paraíso de los mares del Sur? No, el clima es más bien comparable al de Inglaterra —corrigió a su hijo—. Pero no es ningún secreto que en ultramar hay más hombres que mujeres. Exceptuando tal vez Australia, donde ha caído la escoria femenina de la sociedad: estafadoras, ladronas, prost..., bueno, chicas de costumbres ligeras. Pero si se trata de una emigración voluntaria, nuestras damas son menos amantes de la aventura que los señores. O bien van allí con sus esposos o no van. Un rasgo típico del carácter del sexo débil.

—¡Ahí está! —dio la razón la señora Greenwood a su marido, mientras Helen se mordía la lengua. No estaba en absoluto tan convencida de la superioridad masculina. Le bastaba mirar a William o pensar en la carrera eternamente prolongada de su propio hermano. Bien escondido en su habitación, Helen guardaba incluso un libro de la feminista Mary Wollstonecraft, pero no iba a mencionar nada al respecto: la señora Greenwood la habría despedido de inmediato—. Sin la protección de un hombre, va contra la naturaleza femenina aventurarse en un sucio barco de emigrantes, alojarse en un país extraño y probablemente desempeñar tareas que Dios ha encomendado a los varones. ¡Y enviar a mujeres cristianas a ultramar para que se casen allí raya sin duda en la trata de mujeres!

—Bueno, pero no envían a las mujeres sin prepararlas —intervino Helen—. El anuncio prevé contactos epistolares previos. Y se hablaba expresamente de caballeros de buena reputación y bien situados.

—Pensaba que no había visto el anuncio —se mofó el señor Greenwood, pero la sonrisa indulgente quitó severidad a las palabras.

Helen volvió a ruborizarse.

—Yo..., bueno, tal vez le he echado una rápida ojeada...

George sonrió con ironía.

La señora Greenwood pareció no haber escuchado en absoluto la breve conversación. Ya hacía tiempo que se ocupaban de otro aspecto de la problemática neozelandesa.

—Mucho más engorroso que la falta de mujeres en las colonias me parece el problema con el servicio —declaró—. Hoy hemos discutido detalladamente al respecto en el comité del orfanato. Es manifiesto que las mejores familias de... ¿cómo era que se llamaba ese sitio? ¿Christchurch? En cualquier caso, no encuentran allí un personal como es debido. Escasean sobre todo las sirvientas.

—Lo cual podría interpretarse como un síntoma secundario de la falta de mujeres general —observó el señor Greenwood. Helen reprimió una sonrisa.

—Sea como fuere, el comité enviará a algunas de nuestras huérfanas —prosiguió Lucinda—. Tenemos cuatro o cinco criaturas aplicadas, de unos doce años, que ya son lo suficientemente mayores como para ganarse por sí mismas el sustento. En Inglaterra no encontramos ninguna colocación para ellas. Si bien la gente prefiere aquí muchachas mayores; allí estarán encantados con ellas...

—Esto me produce una impresión más clara de tráfico de mujeres que el arreglo de matrimonios —objetó el señor Greenwood a su esposa.

Lucinda le lanzó una mirada envenenada.

—¡Actuamos sólo en interés de las niñas! —protestó y dobló con amaneramiento su servilleta.

Helen tenía serias dudas acerca de ello. Probablemente nadie se había tomado la molestia de enseñar a esas niñas ni siquiera un mínimo de las habilidades que en las casas de buena posición se esperaba de una sirvienta. En este sentido podía emplearse a esas pobres criaturas como ayudantes de cocina, como mucho, y, en tales casos, las cocineras preferían, claro está, campesinas fuertes en lugar de niñas de doce años mal alimentadas procedentes de un hospicio.

—En Christchurch las niñas tendrán perspectivas de encontrar un buen empleo. Y, naturalmente, nosotras las enviamos sólo a familias de muy buena reputación.

—Naturalmente —observó Robert, burlón—. Estoy seguro de que mantendréis con los futuros señores de las niñas una correspondencia tan amplia al menos como la que mantendrán las jóvenes damas casaderas con sus futuros esposos.

La señora Greenwood frunció la frente indignada.

—¡Robert, tú no me tomas en serio! —reprendió a su marido.

—Claro que te tomo en serio, cariño mío —contestó sonriendo el señor Greenwood—. ¿Cómo podría atribuir al honorable comité del orfanato otra cosa que no fueran las mejores y más virtuosas intenciones? Además, no iréis a enviar a ultramar a vuestras pequeñas discípulas sin ninguna vigilancia. Tal vez entre las jóvenes damas que desean contraer matrimonio se encuentre una persona merecedora de confianza que, por una pequeña contribución del comité en el coste del viaje, pueda ocuparse de las niñas...

La señora Greenwood no se manifestó al respecto y Helen se quedó de nuevo con la mirada clavada en su plato. Apenas había tocado el sabroso asado en cuya preparación la cocinera con certeza había empleado medio día. No obstante, sí se había percatado de la mirada de reojo, divertida e inquisitiva, que el señor Greenwood le había lanzado durante esa última intervención. Todo ello planteaba preguntas totalmente nuevas. Por ejemplo, Helen no había tenido en cuenta que un viaje a Nueva Zelanda había, era evidente, que pagarlo. ¿Podría no dejarle remordimientos que lo pagara su futuro esposo? ¿O adquiriría éste con ello derechos sobre una mujer que en realidad sólo le corresponderían cuando cara a cara le diera el consentimiento?

No, toda esa historia de Nueva Zelanda era una locura. Helen tenía que sacársela de la cabeza. No estaba destinada a tener su propia familia. ¿O sí?

No, ¡no debía pensar más en ello!

Pero en realidad, Helen Davenport no hizo más que dar vueltas a este asunto durante los días que siguieron.

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2

—¿Desea ver ahora el rebaño o bebemos antes una copa?

Lord Terence Silkham saludó a su visitante estrechándole enérgicamente la mano, a lo que Gerald Warden respondió de forma no menos firme. Lord Silkham no sabía demasiado bien cómo debía imaginarse a un hombre al que la unión de ganaderos de Cardiff había anunciado como el «Barón de la Lana» de ultramar. Sin embargo, la persona que tenía frente a él no le desagradó. El hombre se había vestido para el clima de Gales de forma práctica pero, no obstante, a la moda. Los breeches tenían un corte elegante y eran de una tela de calidad, la gabardina de confección inglesa. Unos ojos azul claro lo miraban en el rostro amplio y algo anguloso, en parte oculto por el sombrero de alas anchas típico del lugar. Bajo aquél asomaba un cabello castaño y abundante, ni más corto ni más largo que el que era corriente en Inglaterra. Dicho en pocas palabras, nada en el aspecto de Gerald Warden recordaba ni de lejos a los cowboys de las novelitas que ocasionalmente leían algunos empleados de servicio, y para horror de su esposa ¡también su rebelde hija Gwyneira! El autor de tales porquerías de libros plasmaba las luchas sangrientas de los colonos americanos con indígenas furibundos, y las torpes ilustraciones mostraban a jóvenes audaces con largas y enredadas melenas, sombrero Stetson, pantalones de piel y botas de extraña forma, a las que estaban sujetas unas espuelas ostentosamente largas. Para más inri, los vaqueros no tardaban en recurrir a su arma, que llamaban «Colt» y guardaban en pistoleras que llevaban sujetas a un cinturón holgado.

El invitado de Lord Silkham no llevaba ninguna arma a la cintura, sino una petaca de whisky que sacó en ese momento y ofreció a su anfitrión.

—Diría que esto bastará al principio como refuerzo —respondió Gerald Warden con una voz profunda, agradable y acostumbrada a mandar—. Sirvámonos otras bebidas durante las negociaciones, cuando haya visto las ovejas. Y en lo que a esto respecta, mejor que nos pongamos pronto en camino antes de que llueva. Sírvase, por favor.

Silkham asintió y bebió un buen trago de la petaca. ¡Un scotch de primera categoría! Nada de matarratas de baratillo. El lord pelirrojo y de alta alcurnia consideró también ese detalle una virtud de su visitante. Hizo un gesto con la cabeza a Gerald, tomó su sombrero y su fusta y emitió un leve silbido. Como si hubieran estado aguardándolo, aparecieron volando tres vivaces perros guardianes negros y blancos y marrones y blancos procedentes del rincón del establo en el que se habían resguardado del tiempo inestable. Era evidente que ardían en ganas de reunirse con los jinetes.

—¿No está usted acostumbrado a la lluvia? —preguntó Lord Terence mientras montaba su caballo. Un sirviente le había llevado un sólido Hunter, mientras él saludaba a Gerald Warden. El caballo de Gerald parecía todavía fresco, si bien esa mañana ya había recorrido el largo trecho de Cardiff hasta Powys. Con seguridad se trataba de un caballo alquilado, pero procedía sin duda de uno de los mejores establos de la ciudad. Otro indicio más de por qué le adjudicaban el título de barón de la lana. Warden no era, con toda certeza, un aristócrata, pero sí parecía ser rico.

Éste sonreía ahora y se deslizó también sobre la silla de su elegante caballo zaino.

—Al contrario, Silkham, al contrario...

Lord Terence tragó saliva, pero decidió no tomarse a mal la falta de respeto con que le había hablado el otro. De donde fuera que procedía el hombre, los milord y milady eran, por lo visto, un género desconocido.

—Tenemos trescientos días de lluvia al año, aproximadamente. Para ser exactos, el tiempo en las llanuras de Canterbury es idéntico al de aquí, al menos en verano. Los inviernos son más suaves, pero basta para que la lana sea de primera calidad. Y la buena hierba engorda a las ovejas. ¡Tenemos hierba en abundancia, Silkham! ¡Hectáreas y hectáreas! Las llanuras son un paraíso para los ganaderos.

En esa época del año, tampoco se podían quejar en Gales de la falta de pastos. Un verdor exuberante cubría como una alfombra de terciopelo la colina y se extendía hasta las montañas lejanas. También los caballos salvajes disfrutaban ahora de él y no precisaban bajar a los valles para pacer en los pastizales de Silkham. Sus ovejas, todavía sin esquilar, estaban redondas como globos. Los hombres contemplaron con regocijo un rebaño de ovejas al que habían descendido a las proximidades de la casa señorial para parir.

—¡Hermosos animales! —los alabó Gerald Warden—. Más robustos que los Romney y Cheviot. Con ellos debe suministrar lana de una calidad, como mínimo, igual de buena.

Silkham afirmó.

—Ovejas Welsh Mountain. En invierno corren casi libres por las montañas. No es fácil que algo acabe con ellas. ¿Y dónde se encuentra su paraíso de rumiantes? Debe disculparme, pero Lord Bayliff sólo me habló de «ultramar».

Lord Bayliff era el presidente de la unión de criadores de ovejas y había puesto a Warden en contacto con Silkham. El barón de la lana, así había aparecido en la carta, tenía intención de adquirir unas ovejas con pedigrí para mejorar con ellas su propia cría en ultramar.

Warden soltó una carcajada.

—¡Y éste es un concepto muy amplio! Déjeme adivinar..., probablemente ya veía usted sus ovejas en algún sitio del Salvaje Oeste taladradas por las flechas de los indios. No debe preocuparse al respecto. Los animales permanecerán seguros en suelo del Imperio británico. Mi propiedad se encuentra en Nueva Zelanda, en las llanuras de Canterbury, en la isla Sur. ¡Hasta donde la vista alcanza, todo son pastos! Es muy similar a esto, pero más extenso, Silkham, mucho más extenso sin punto de comparación.

—Bueno, ésta no es precisamente una pequeña granja —protestó Lord Terence indignado. ¡Qué se figuraba este tipo, imaginar Silkham Farm como una granja de nada!—. Tengo unas treinta hectáreas de pastos.

Gerald Warden le sonrió con ironía.

—Kiward Station tiene alrededor de cuatrocientas —replicó con superioridad—. Aun así, no todo está desmontado, todavía queda mucho trabajo por hacer. Pero es una hermosa propiedad. Y si además llega un lote de cría de las mejores ovejas, un día se revelará como un filón. Romney y Cheviot cruzadas con Welsh Mountain: el futuro está ahí, hágame caso.

Silkham no lo contradijo. Era uno de los mejores ganaderos de Gales, cuando no de toda Gran Bretaña. No cabía duda de que los animales criados por él mejorarían cualquier tipo de población. Entretanto veía también los primeros ejemplares del rebaño que había previsto para Warden. Todas eran ovejas jóvenes que hasta el momento todavía no habían parido. Además de dos jóvenes carneros de la mejor casta.

Lord Terence silbó a los perros, que corrieron de inmediato a reunir las ovejas que pacían dispersas por el enorme prado. Para ello rodearon los animales a una distancia relativamente grande y se ocuparon de que de forma casi inadvertida las ovejas quedasen orientadas en línea directa respecto a los hombres. Durante la tarea no permitieron en ningún momento que el rebaño echara a correr. En cuanto éste se puso en movimiento en la dirección deseada, los perros se sentaron en el suelo y quedaron al acecho por si alguno de los animales se separaba del grupo. Si esto sucedía, el perro pertinente intervenía al instante.

Gerald Warden contemplaba fascinado la autonomía con que procedían los perros.

—Increíble. ¿De qué raza son? ¿Sheepdogs?

Silkham movió la cabeza afirmativamente.

—Border collies. Llevan en la sangre la guía del ganado y apenas necesitan adiestramiento. Y éstos no son casi nada. Debería ver a Cleo: una perra sagaz que gana un concurso tras otro. —Silkham se puso a buscarla—. ¿Dónde se habrá metido? De hecho quería traerla con nosotros. En cualquier caso se lo he prometido a mi señora. Para que Gwyneira no volviera... ¡Oh, no! —El lord había estado mirando alrededor en busca de la perra, pero en ese momento su mirada se posó en un caballo y su jinete que, procedentes de la vivienda, se acercaban velozmente. Para ello no se tomaban la molestia de utilizar los senderos entre los grupos de ovejas o de abrir las puertas y pasar por ellas. En lugar de eso, el fuerte caballo zaino saltaba sin vacilar por encima de las vallas y los muros que limitaban los rebaños de Silkham. Cuando estuvo más cerca, Warden divisó también una pequeña sombra negra que se esforzaba por mantener el paso de caballo y jinete. El perro unas veces saltaba sobre los obstáculos, otras escalaba por los muros como si fueran escaleras o bien se limitaba a deslizarse por debajo de los listones inferiores de las vallas. Sea como fuere, ese algo diligente y que movía la cola estaba al final delante del jinete junto al rebaño y tomó la dirección del trío. Las ovejas casi parecían leerle los pensamientos. Como respondiendo a una única orden de la perra, los animales se reunieron en un grupo compacto y se detuvieron delante de los hombres sin excitarse ni un solo minuto durante el proceso. Con toda tranquilidad, las ovejas volvieron a hundir las cabezas en el pasto, observadas por los tres perros pastores de Silkham. El pequeño recién llegado se acercó al lord en busca de aprobación y parecía que el amistoso rostro de collie resplandecía. Aun así, la perra no miraba directamente a los hombres. Su mirada se dirigía, antes bien, al jinete del caballo zaino que se ponía al paso y se detenía justo detrás de los varones.

—¡Buenos días, padre! —dijo una voz cristalina—. Te quería traer a Cleo. He pensado que la necesitarías.

Gerald Warden alzó a su vez la vista hacia el joven con el propósito de dedicarle unas palabras de elogio por su elegante cabalgada parforce. Pero se contuvo cuando advirtió la silla para damas, además de un vestido de amazona gris oscuro y desgastado, así como el abundante cabello rojo vivo descuidadamente atado en la nuca. Era posible que la muchacha se hubiera recogido los cabellos castamente antes del paseo, como era usual, pero no podía haberse esforzado demasiado en ello. De otro modo se habrían soltado todos los rizos en tal impetuosa cabalgada.

Lord Silkham miraba poco entusiasmado. Pese a ello, recordó presentar a la muchacha en ese momento.

—El señor Warden..., mi hija Gwyneira. Y su perra Cleopatra, el pretexto de su aparición. ¿Qué haces aquí, Gwyneira? Si no recuerdo mal, tu madre dijo algo de una clase de francés hoy por la tarde...

Por regla general Lord Terence no solía tener en la cabeza los horarios de su hija, pero Madame Fabian, la profesora francesa que daba clases particulares a Gwyneira, padecía una fuerte alergia a los perros. Por esta causa, Lady Silkham ponía cuidado en recordarle continuamente a su marido que alejara a Cleo del entorno de su hija antes de la clase, lo que no era fácil. La perra se pegaba a su ama y ambas eran como uña y carne y sólo se la podía separar de ella para alguna tarea de carea especialmente interesante.

Gwyneira encogió los hombros en un ademán encantador. Estaba sentada de forma impecable, recta pero cómoda y totalmente segura en el caballo, y sujetaba serena por las bridas su pequeña y fuerte yegua.

—Sí, era lo previsto. Pero la pobre madame ha tenido un fuerte ataque de asma. Tuvimos que llevarla a la cama, no podía pronunciar ni una palabra. ¡De qué le vendrá! Madre se preocupó tan concienzudamente de que no se acercara ningún animal...

Gwyneira intentaba permanecer impasible y fingir lamentarlo, pero su expresivo rostro reflejaba cierto triunfo. Warden tenía ahora tiempo de observar a la muchacha más de cerca: poseía una tez muy clara y con una ligera tendencia a las pecas, un rostro en forma de corazón que habría obrado un efecto ingenuamente dulce si la boca hubiera sido menos llena y ancha, lo que proporcionaba a los rasgos de Gwyneira cierta sensualidad. Sobre todo destacaban en el rostro los grandes ojos, insólitamente azules. Azul índigo, recordó Gerald Warden. Así lo llamaban en las clases de pintura en que su hijo malgastaba la mayoría del tiempo.

—¿Y no habrá entrado por casualidad Cleo en el salón después de que la sirvienta haya eliminado cualquier pelo de perro antes de que madame osara salir de sus estancias? —preguntó Silkham con severidad.

—Ah, no creo —opinó Gwyneira con una dulce sonrisa que dio al color de sus ojos un tono más cálido—. Antes de la clase la he llevado personalmente al establo y le he ordenado por favor que te esperase allí. Pero cuando volví, todavía estaba sentada delante del box de Igraine. ¿Habrá presentido algo? Los perros son a veces muy sensibles...

Lord Silkham recordó el vestido de terciopelo azul oscuro que llevaba Gwyneira durante la comida. Si había llevado a Cleo así vestida y se había acuclillado junto a ella para darle esas indicaciones, se le habrían prendido tantos pelos del perro como para dejar a madame fuera de combate durante tres semanas.

—Ya hablaremos más tarde de esto —señaló Silkham con la esperanza de que su esposa asumiría entonces los papeles de fiscal y juez. En ese momento, delante de una visita, no quería seguir regañando a Gwyneira—. ¿Qué opina usted de las ovejas, Warden? ¿Responden a lo que usted se había imaginado?

Gerald Warden era consciente de que, al menos para guardar las formas, debía ahora ir de un animal a otro y examinar la calidad de la lana, las construcciones y el estado del pienso. En realidad, no le cabía la menor duda de que las ovejas eran de primera calidad. Todas eran grandes, sanas y estaban bien alimentadas, y su lana volvía a crecer de forma regular tras la esquila. Un Lord Silkham no se permitiría en ninguna circunstancia, sobre todo por cuestión de honor, engañar a un comprador de ultramar. Más bien le ofrecería los mejores animales para salvaguardar su fama de ganadero también en Nueva Zelanda. En este sentido, la mirada de Gerald se posó en primer lugar en la insólita hija de Silkham. Le parecía mucho más interesante que los animales de cría.

Gwyneira había descendido sin ayuda de la silla. Una amazona tan airosa como ella seguramente también podría montar en la silla sin un punto de apoyo. En el fondo, Gerald estaba sorprendido de que hubiera elegido la silla lateral; probablemente prefería la de caballero. Pero tal vez eso habría sido la gota que hacía rebosar el vaso. Lord Silkham no parecía encantado de ver a la muchacha, y sus modales frente a la institutriz francesa se ajustaban poco a los propios de una damisela.

A Gerald, por el contrario, le gustó la muchacha. Contempló con satisfacción la figura delicada, pero lo suficientemente redondeada en los lugares adecuados. No cabía duda de que la muchacha había completado su desarrollo aunque era muy joven, apenas mayor de diecisiete años. Gwyn tampoco parecía ser infantil en absoluto; las damas adultas no mostraban tanto interés por caballos y perros. En cualquier caso, el modo en que Gwyneira trataba a los animales estaba muy alejado del frívolo comportamiento femenino. En ese momento rechazaba sonriendo al caballo que intentaba apoyar su expresiva cabeza sobre el hombro de ella. La yegua era claramente más pequeña que el Hunter, sumamente robusta, pero elegante. El cuello arqueado y el lomo corto de la yegua le recordaron los caballos españoles y napolitanos que le habían ofrecido, entre otros, en sus viajes por el continente. Sin embargo, los había encontrado en general, para Kiward Station, demasiado grandes y tal vez también demasiado sensibles. No habría podido exigirles que recorrieran Bridle Path, desde el muelle hasta Christchurch. Sin embargo, ese caballo...

—Tiene usted un caballo muy bonito, milady —observó Gerald Warden—. Acabo de admirar su estilo de salto. ¿Participa también en cacerías con él?

Gwyneira hizo un gesto afirmativo. Al mencionar su yegua los ojos brillaron de igual modo que cuando hablaba de la perra.

—Es Igraine —dijo con naturalidad—. Es un Cob. Los caballos típicos de la región, muy seguro de paso y tan bueno para el tiro como para la carrera. Crecen en libertad en la montaña. —Gwyneira señaló las escabrosas montañas que se elevaban al fondo del pastizal: un entorno salvaje que requería sin duda una naturaleza robusta.

—Pero no es la típica montura para damas, ¿verdad? —dijo Gerald riéndose. Ya había visto cabalgar en Inglaterra a otras jóvenes ladies. La mayoría prefería ligeros purasangre.

—Depende de si la dama sabe montar —replicó Gwyneira—. Y no me puedo quejar... ¡Cleo, apártate de una vez de mis pies! —ordenó a la pequeña perra después de casi tropezar con ella—. ¡Lo has hecho bien, todas las ovejas están ahí! Pero en realidad no ha sido una tarea difícil. —Se volvió hacia Silkham—: ¿Puede reunir Cleo a los carneros, padre? Se aburre.

Pero Lord Silkham quería mostrar primero las ovejas para la cría. Y también Gerald se forzó entonces a contemplar con más detalle los animales. Entretanto, Gwyneira dejó pastar al caballo y rascó suavemente a la perra. Al final, su padre aceptó la sugerencia:

—Está bien, Gwyneira, enséñale el perro al señor Warden. Sólo estás deseando presumir un poco. Venga, Warden, debemos cabalgar un trecho. Los jóvenes carneros están en la colina.

Como Gerald había supuesto, Silkham no hizo ningún movimiento para ayudar a su hija a subir a lomos del caballo. Gwyneira dominaba la difícil tarea de poner primero el pie izquierdo en el estribo y luego colocar elegantemente la pierna derecha sobre el cuerno de la silla de montar, llena de gracia y de naturalidad, mientras la yegua permanecía tan quieta como una estatua. Una vez se hubo acomodado, a Gerald le complacieron sus elevados y elegantes movimientos. Le gustaban la muchacha y el caballo en igual medida, del mismo modo en que le fascinaba la perrita tricolor. Durante el paseo para llegar a los carneros, se enteró de que Gwyneira había adiestrado ella misma a la perra y que había ganado ya distintos concursos de perros guardianes.

—Los pastores ya no me aguantan más —explicó Gwyneira con una sonrisa ingenua—. Y la Asociación de Mujeres ha planteado la pregunta de si es decente en realidad que una chica presente a un perro. Pero ¿qué hay de indecente en ello? Sólo doy alguna vuelta por ahí y de vez en cuando abro y cierro una valla.

Efectivamente, bastaban unos pocos gestos con la mano y una orden susurrada para que el bien adiestrado perro pastor del lord partiera a cumplir su tarea. Al principio, Gerald Warden no vio ninguna oveja en la gran área, cuya cerca había abierto con facilidad Gwyneira desde su silla, en lugar de limitarse a saltar por encima. También entonces demostró su eficacia el caballo más pequeño: a Silkham y Warden les hubiera resultado difícil inclinarse desde sus altos animales.

Cleo y los otros perros necesitaron sólo unos pocos minutos para reunir el rebaño, si bien los jóvenes carneros eran más respondones que las tranquilas ovejas. Algunos se separaron mientras los guiaban o se enfrentaron belicosos a los perros, pero los pastores no se sintieron por ello desconcertados. Cleo movía encantada la cola cuando acudió de nuevo, tras una breve llamada, junto a su ama. Todos los carneros estaban a una distancia relativamente corta. Silkham señaló a Gwyneira dos de ellos, que Cleo separó del resto a una velocidad vertiginosa.

—Había previsto estos dos para usted —explicó Lord Silkham a su visitante—. Los mejores animales con pedigrí, de una casta de primera categoría. También puedo enseñarle después a los padres. En otras circunstancias habrían criado conmigo y habrían obtenido un buen número de premios. Pero así... Pienso que mencionarán mi nombre como criador de ganado en las colonias. Y esto es para mí más importante que la próxima condecoración en Cardiff.

Gerald Warden afirmó pensativo.

—Puede confiar en ello. ¡Hermosos animales! ¡Apenas puedo esperar a ver los descendientes del cruce con mis Cheviot! ¡Aunque deberíamos hablar también de los perros! No es que no tengamos en Nueva Zelanda perros pastores. Pero un animal como esa perra y además un macho que fuera adecuado valen su peso en oro.

Gwyneira, que daba unas caricias de reconocimiento a su perra, oyó el comentario. Al segundo se volvió enfadada y dijo furiosa al neozelandés:

—¡Si quiere comprar mi perra, es mejor que trate conmigo, señor Warden! Pero ya se lo digo ahora: no podrá comprar a Cleo ni por todo su dinero. Sin mí no va a ningún lugar. Tampoco podría darle órdenes, porque no obedece a todo el mundo.

Lord Silkham movió la cabeza con desaprobación.

—Gwyneira, ¿qué modales son ésos? —preguntó con severidad—. Claro que podemos vender un par de perros al señor Warden. No tiene por qué ser tu preferido. —Dirigió la vista a Warden—. De todos modos, le aconsejaría un par de animales jóvenes de la última camada, señor Warden. Cleo no es el único perro con el que ganamos competiciones.

«Pero el mejor», pensó Gerald. Y para Kiward Station lo mejor era justo suficientemente bueno. En los establos y en casa. ¡Si las muchachas de sangre azul fueran tan fáciles de adquirir como los carneros! Cuando los tres regresaban a caballo hacia la casa, Warden ya estaba urdiendo sus planes.

Gwyneira se vistió con sumo cuidado para la cena. Tras el asunto con madame no quería volver a llamar la atención. Su madre le había echado una buena reprimenda. Además ya se sabía de memoria sus sermones: si seguía comportándose de forma tan asilvestrada y pasaba más tiempo en los establos y a lomos del caballo que en sus clases, nunca encontraría un pretendiente. Era innegable que los conocimientos de francés de Gwyneira dejaban que desear. Y eso también se aplicaba a sus habilidades como ama de casa. Con los trabajos manuales de la joven nunca daban la impresión de que fueran a servir para decorar el hogar: de hecho, el párroco permitía incluso que desaparecieran discretamente en los bazares de la iglesia en lugar de ofrecerlos para su venta. Tampoco tenía la muchacha mucho sentido para planificar grandes banquetes y dar respuestas concretas a preguntas de la cocinera tipo: «Salmón o perca.» Gwyneira se limitaba a comer lo que se servía en la mesa; no obstante, sabía qué tenedor y cuchara debía emplear en cada plato, pero todo eso le parecía en el fondo una tontería. ¿Para qué adornar los platos durante horas si en pocos minutos ya se había comido todo? ¡Y luego el asunto de los arreglos florales! Hacía pocos meses que entre las obligaciones de Gwyneira se contaba la decoración con ramos de flores del salón y el comedor. Lamentablemente, su sensibilidad no solía satisfacer las expectativas, por ejemplo cuando recogió flores silvestres y las puso en un jarrón a su gusto. Lo encontraba bonito, pero su madre casi se había desmayado ante tal visión. Aún con mayor motivo cuando descubrió entre las hierbas una araña que había pasado inadvertida. Desde entonces, Gwyneira cortaba las flores bajo la vigilancia del jardinero del jardín de rosas de Silkham Manor y las arreglaba con ayuda de madame. Sin embargo, la joven también había evitado ese día tal fastidiosa tarea. Los Silkham no sólo tenían a Gerald Warden como invitado, sino también a la hermana mayor de Gwyneira, Diana, y su esposo.

Diana amaba las flores y desde su matrimonio se ocupaba casi exclusivamente de cultivar los jardines de rosas más excéntricos y mejor cuidados de toda Inglaterra. En esa ocasión había llevado a su madre una selección de las flores más bonitas e inmediatamente las había distribuido con habilidad en jarrones y en cestas. Gwyneira suspiró. A ella nunca le saldría tan bien. Si para elegir esposa los hombres se dejaban guiar realmente por eso, moriría solterona. No obstante, Gwyneira tenía la sensación de que los adornos florales les resultaban totalmente indiferentes tanto a su padre como a Jeffrey, el esposo de Diana. Tampoco los bordados de Gwyneira habían alegrado hasta el momento la vista de ningún varón; excepto la del poco entusiasmado párroco. ¿Por qué no podía mejor impresionar a los jóvenes caballeros con sus auténticas virtudes? En la caza, por ejemplo, causaba admiración: Gwyneira solía ir en pos del zorro más deprisa y obteniendo mejores resultados que el resto de los cazadores. No obstante, esto atraía tan poco a los hombres como su habilidoso trato con los perros pastores. Aunque los caballeros expresaban su reconocimiento, en su mirada había algo de desaprobación y en los bailes nocturnos bailaban con otras jóvenes. Pero eso también podía estar relacionado con la exigua dote de Gwyneira. La muchacha no se hacía ilusiones: siendo la tercera hija no podía esperar gran cosa. Especialmente porque su hermano vivía a costa del padre. John Henry «estudiaba» en Londres. Gwyneira tan sólo se preguntaba qué disciplina. Mientras todavía vivía en Silkham Manor no había sacado más provecho de las ciencias que su hermana pequeña y las facturas que mandaba desde Londres eran demasiado altas como para que respondieran sólo a la adquisición de libros. El padre pagaba siempre sin rechistar y como mucho murmuraba algo sobre «sentar la cabeza», pero Gwyneira tenía claro que tanto dinero procedía de su dote.

A pesar de estas contrariedades no se preocupaba demasiado por su futuro. Por ahora se sentía bien y en algún momento su dinámica madre también conseguiría un marido para ella. Ya ahora las invitaciones nocturnas de sus padres casi se limitaban a matrimonios conocidos que, por pura casualidad, tenían hijos de la edad adecuada. A veces ya se hacían acompañar por los jóvenes, con más frecuencia aparecían sólo los padres y todavía más frecuentemente acudían sólo las madres a tomar el té. Gwyneira odiaba esto en especial, pues ahí se comprobaban todas las habilidades que se suponían imprescindibles en las muchachas para dirigir una casa de alta posición. Se esperaba que Gwyneira sirviera con elegancia el té; tarea en la cual había, por desgracia, quemado a Lady Bronsworth. Se quedó pasmada cuando su madre precisamente contó durante tal ardua transacción la solemne mentira de que la misma Gwyneira había preparado los pastelillos.

Tras el té se echaba mano del bastidor de bordar, mientras Lady Silkham, para mayor seguridad, pasaba a Gwyneira con disimulo el suyo, donde la obra de arte de petit-point ya estaba casi concluida, y se conversaba sobre el último libro del señor Bulwer-Lytton. Esa lectura era para la joven más bien un somnífero: todavía no había conseguido leer hasta el final ni aunque fuera uno solo de esos ladrillos. De todos modos conocía algunas palabras como «edificante» y «una expresividad sublime» que siempre podía formular en ese contexto. Naturalmente, las señoras hablaban además de las hermanas de Gwyneira y de sus maravillosos maridos, con lo que expresaban urgentemente la esperanza de que pronto también Gwyneira tuviera la suerte de encontrar un partido igual de bueno. La misma joven no sabía si era eso lo que ella deseaba. Encontraba a sus cuñados aburridos y el marido de Diana era casi tan viejo como para ser su padre. Corría la voz de que tal vez ésa fuera la razón por la que el matrimonio todavía no hubiera sido bendecido con hijos, asunto en el que Gwyneira no veía demasiado claro las relaciones. No obstante, también se excluían de la cría las ovejas más viejas... Se rio para sus adentros cuando comparó al gélido marido de Diana, Jeffrey, con el carnero Cesar, que su padre acababa de excluir a su pesar de la cría.

¡Y luego estaba Julius, el marido de Larissa! Si bien procedía de una de las mejores familias de la nobleza era terriblemente incoloro y exangüe. Gwyneira recordaba que su padre había murmurado tras la primera presentación algo de «consanguineidad». Al menos, Julius y Larissa ya tenían un hijo..., con el aspecto de un fantasma. No, ninguno de ellos era como el hombre que soñaba Gwyneira. ¿Sería mejor la oferta en ultramar? Ese Gerald Warden daba una impresión muy vital aunque, naturalmente, era demasiado viejo para ella. Pero al menos sabía de caballos y no se había ofrecido a ayudarla a montar. ¿Podrían montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero? Gwyneira se sorprendía a veces soñando con las noveluchas del servicio. ¿Cómo sería echar una carrera a caballo con uno de esos apuestos cowboys americanos? ¿Mirarlo con el corazón desbocado en un duelo con pistolas? ¡Y las mujeres de los pioneros también recurrían en el Oeste a las armas! Gwyneira hubiera referido un fuerte rodeado por indios antes que el jardín de rosales de Diana.

En esos momentos se estaba embutiendo por vez primera en un corsé que todavía la ceñía con más fuerza que esa antigualla que llevaba al cabalgar. Odiaba tales torturas, pero cuando miró el espejo se sintió satisfecha con el talle extremamente esbelto. Ninguna de sus hermanas era tan grácil. Y el vestido de seda azul cielo le quedaba de maravilla. Reforzaba el brillo de sus ojos y acentuaba la luminosa cabellera rojiza. Lástima que tuviera que recogérsela. ¡Y qué agotador para la doncella, que ya estaba preparada a su lado con peine y horquillas! El cabello de Gwyneira era ondulado por naturaleza y cuando había humedad en el aire, lo que solía suceder casi siempre en Gales, se encrespaba especialmente y era difícil de dominar. A menudo, Gwyneira debía permanecer sentada sin moverse durante horas hasta que la doncella lo había domado del todo. Y esos momentos de inmovilidad le resultaban más difíciles que otros cualesquiera.

Gwyneira se instaló en la silla de peinar con un suspiro y se preparó para media hora de aburrimiento. Sin embargo, su mirada se posó en el discreto folletín que descansaba junto a los peines y otros instrumentos que había sobre la mesa. En manos del piel roja rezaba el sensacionalista título.

—He pensado que milady desearía un poco de entretenimiento —observó la joven doncella, y sonrió a Gwyneira por el espejo—. ¡Pero es muy terrorífico! Sophie y yo no hemos podido dormir en toda la noche después de habérnoslo leído la una a la otra!

Gwyneira ya había tomado el folletín. Ella no se asustaba tan pronto.

Mientras tanto Gerald Warden se aburría en el salón. Los caballeros estaban tomando una copa antes de comer. Lord Silkham acababa de presentarle a su yerno Jeffrey Riddleworth. Le explicó a Warden que Lord Riddleworth había servido en la colonia de la Corona en la India y que había regresado hacía apenas dos años a Inglaterra en posesión de importantes condecoraciones. Diana Silkham era su segunda esposa, la primera había fallecido en la India. Warden no se atrevió a preguntar de qué, pero con bastante seguridad la dama había muerto a causa de la malaria o de la picadura de una serpiente. Siempre que hubiera dispuesto de mucho más arrojo y ganas de acción que su marido. En todo caso, Riddleworth parecía no haber abandonado los alojamientos del regimiento durante toda su estancia en la colonia. Del país sólo podía contar que, salvo en los refugios ingleses, todo era ruido y suciedad. Consideraba a los nativos sin excepción un hato de desarrapados, en primer lugar a los maharajás, y, en cualquier caso, todo estaba infestado de tigres y serpientes fuera de las ciudades.

—Una vez hasta tuvimos una culebra en nuestro alojamiento —explicó Riddleworth asqueado mientras se retorcía su esmerado bigote—. Naturalmente, de inmediato maté a esa bestia de un disparo, aunque el culi me dijo que no era venenosa. Pero ¿puede uno fiarse de esa gente? ¿Cómo ocurre en su país, Warden? ¿Controla su servicio a esos engendros repugnantes?

Gerald pensó divertido que seguramente los disparos de Riddleworth en el interior de la casa habían causado más desperfectos que los que podría haber originado jamás un auténtico tigre. No creía que el pequeño y bien alimentado coronel fuera capaz de acertar de un tiro a la cabeza de una serpiente. En cualquier caso, era evidente que ese hombre había elegido el país equivocado como esfera de acción.

—El servicio necesita a veces..., hummm..., familiarizarse con las costumbres —respondió Gerald—. Solemos emplear a nativos para quienes el estilo de vida inglés resulta completamente ajeno. Pero no tenemos nada que ver con serpientes y tigres. En toda Nueva Zelanda no hay ninguna serpiente. Y en su origen tampoco había mamíferos. Fueron los misioneros y colonos los que introdujeron en las islas el ganado doméstico, perros y caballos.

—¿No hay animales salvajes? —preguntó Riddleworth frunciendo el entrecejo—. Vamos Warden, no querrá hacernos creer que antes de la colonización aquello estaba como en el cuarto día de la creación.

—Hay pájaros —informó Gerald Warden—. Grandes, pequeños, gordos, delgados, que vuelan y que corren..., ah, sí, y un par de murciélagos. Salvo esto, insectos, claro está, pero tampoco son peligrosos. Si quiere que lo maten en Nueva Zelanda, milord, tiene que esforzarse. A no ser que recurra a ladrones de dos patas con armas de fuego.

—Probablemente también a otros con machetes, dagas y sables, ¿no? —preguntó riendo Riddleworth—. Bien ¡cómo puede alguien desplazarse por propia voluntad a esos lugares vírgenes es para mí una incógnita! Yo me sentí contento de poder abandonar las colonias.

—Nuestros maoríes suelen ser pacíficos —replicó Warden con tranquilidad—. Un pueblo extraño..., fatalista y fácil de contentar. Cantan, bailan, tallan madera y no conocen ningún armamento digno de mención. No, milord, estoy seguro de que antes se hubiera usted aburrido en Nueva Zelanda que asustado.

Riddleworth ya estaba dispuesto a aclarar, airado, que durante su estancia en la India no había tenido, naturalmente, ni una gota de miedo. Sin embargo, la llegada de Gwyneira interrumpió a los caballeros. La muchacha entró en el salón y descubrió desconcertada que su madre y su hermana no estaban entre los presentes.

—¿Llego demasiado pronto? —preguntó Gwyneira en lugar de saludar primero a su cuñado, como era conveniente.

Éste también puso la oportuna cara de ofendido, mientras Gerald Warden apenas si podía apartar la vista de la figura de la joven. La muchacha ya le había parecido antes hermosa, pero ahora, vestida de ceremonia, reconoció que se trataba de una auténtica belleza. La seda azul acentuaba su tez clara y su vigoroso cabello rojizo. El peinado sobrio destacaba el corte noble de su rostro. ¡Y además de todo ello esos labios audaces y los luminosos ojos azules con su expresión despierta, casi provocadora! Gerald estaba arrebatado.

Sin embargo, esa mujer no encajaba ahí. Era incapaz de imaginársela al lado de un hombre como Jeffrey Riddleworth. Gwyneira pertenecía más al tipo de las que se colgaban una serpiente alrededor del cuello y domesticaban a un tigre.

—No, no, eres puntual, hija mía —respondió Lord Terence, consultando el reloj—. Son tu madre y tu hermana quienes se retrasan. Es probable que hayan vuelto a demorarse demasiado tiempo en el jardín...

—¿No estaba usted en el jardín? —preguntó Gerald Warden a Gwyneira. De hecho, antes se la hubiera imaginado a ella al aire libre que a su madre, quien, en el momento de conocerla, le había parecido algo afectada y aburrida.

Gwyneira se encogió de hombros.

—No tengo afición por las rosas —reconoció, aunque con ello volvió a despertar la indignación de Jeffrey y seguramente también la de su padre—. Si fueran verduras o algo que no pinchara...

Gerald Warden rio ignorando las expresiones avinagradas de Silkham y Riddleworth. El barón de la lana encontraba encantadora a la joven. Evidentemente no era la primera a la que sometía a un discreto examen durante el viaje a su antiguo hogar, pero hasta ahora ninguna de las jóvenes ladies inglesas se había comportado de forma tan natural y desenvuelta.

—¡Vaya, vaya, milady! —bromeó con ella—. ¿Me está usted confrontando realmente con los inconvenientes de las rosas inglesas? ¿Acaso se esconden espinas bajo la piel blanca como la leche los cabellos cobrizos?

La expresión de «rosa inglesa», extendida en las islas británicas para referirse al tipo de muchacha de piel blanca y pelirroja, también era conocida en Nueva Zelanda.

En realidad, Gwyneira debería haberse ruborizado, pero sólo sonrió.

—En cualquier caso, resulta más seguro ponerse guantes —observó, y vio con el rabillo del ojo que su madre tomaba aire.

Lady Silkham y su hija mayor, Lady Riddleworth, acababan de llegar y habían oído el breve intercambio de palabras entre Warden y Gwyneira. Ninguna de las dos sabía, al parecer, lo que más tenía que impresionarlas: si la insolencia de Warden o la aguda réplica de Gwyneira.

—Señor Warden, mi hija Diana, Lady Riddleworth. —Lady Silkham decidió al final limitarse a obviar el asunto. Aunque el hombre no tenía buenos modales en sociedad, había prometido a su marido el pago de una pequeña fortuna por un rebaño de ovejas y una camada de perros jóvenes. Esto aseguraría la dote de Gwyneira y daría mano libre a Lady Silkham para casar pronto a la muchacha antes de que se divulgara entre los clientes que tenía una lengua muy suelta.

Diana saludó ceremoniosamente al visitante de ultramar. En la mesa le habían asignado el puesto junto a Gerald Warden, lo que él pronto lamentó. La cena con los Riddleworth fue más que aburrida. Mientras Gerald daba pequeñas entradas y fingía escuchar con atención las explicaciones de Diana sobre el cultivo de rosas y las exposiciones de jardines, seguía observando a Gwyneira. Salvo por su forma de hablar sin tapujos, su comportamiento era impecable. Sabía cómo comportarse en sociedad y conversaba educadamente, aunque era obvio que se aburría con Jeffey, su compañero de mesa. Respondió con sinceridad a las preguntas de su hermana sobre sus progresos en conversación en francés y el estado de la estimada Madame Fabian. Esta última lamentaba profundamente no asistir a la cena por motivos de salud. En caso contrario hubiera tenido el placer de conversar con su anterior y favorita alumna Diana.

Fue al servir el postre cuando Lord Riddleworth volvió a la pregunta anterior. Era evidente que entretanto la conversación en la mesa también lo estaba enervando a él. Diana y su madre habían procedido durante ese tiempo a intercambiarse información sobre conocidos comunes que encontraban «atractivos» y a cuyos «bien educados» hijos tomaban en consideración, a ojos vistas, para una unión con Gwyneira.

—Todavía no nos ha contado cómo fue a parar a ultramar, señor Warden. ¿Fue por encargo de la Corona? ¿Tal vez en el séquito del fabuloso capitán Hobson?

Gerald Warden negó con la cabeza mientras reía y permitió que el sirviente volviera a llenarle la copa de vino. Hasta el momento había sido contenido con ese excelente vino. Se ofrecería después suficiente cantidad del espléndido scotch de Lord Silkham y, por poco que asomara la oportunidad de ejecutar sus planes, necesitaba tener la cabeza despejada. Una copa vacía atraería, por otra parte, la atención. Así que dio su conformidad al sirviente, pero luego tomó su vaso de agua.

—Viajé allí veinte años antes que Hobson —dio como respuesta—. En una época en que todavía la isla era más salvaje que ahora. Especialmente en las estaciones de pesca de la ballena y de caza de focas...

—¡Pero usted es criador de ovejas! —intervino Gwyneira con entusiasmo. ¡Por fin un tema interesante!—. ¿De verdad ha pescado ballenas?

Gerald rio furibundo.

—Que si participé en la captura de ballenas..., milady. Durante tres años embarqué en el Molly Malone...

No quería explicar nada más al respecto, pero ahora Lord Silkham frunció el entrecejo.

—Ah, no me venga con éstas, Warden. ¡Sabe demasiado de ovejas para que yo dé crédito a esas historias de bandidos! ¡Eso no lo habrá aprendido en un buque ballenero!

—Claro que no —respondió Gerald impasible. El halago lo dejó indiferente—. De hecho procedo de los Yorkshire Dales, y mi padre era pastor...

—¡Pero fue en pos de la aventura! —Era Gwyneira. Le brillaban los ojos de emoción—. Dejó la noche y la niebla y abandonó su país y...

Una vez más, Gerald Warden se sintió a un mismo tiempo divertido y cautivado. Sin duda alguna ésta era la muchacha adecuada, incluso si era consentida y sus imaginaciones eran totalmente falsas.

—Antes de nada fui el décimo de once hijos —la corrigió—. Y no quería pasar mi vida cuidando de las ovejas de otras personas. Con trece años, mi padre quería que me pusiera a trabajar a sueldo. Sin embargo, en lugar de eso, me enrolé como grumete. He visto la mitad del mundo. Las costas de África, América, el Cabo..., navegamos hasta el mar del Norte. Y finalmente hacia Nueva Zelanda. Y es lo que más me gustó. Ni tigres ni serpientes... —Guiñó el ojo a Lord Riddleworth—. Un país en gran parte todavía sin explorar y un clima como el de mi hogar. A fin de cuentas uno busca sus raíces.

—¿Y luego pescó ballenas y cazó focas? —preguntó la joven una vez más, incrédula—. ¿No empezó enseguida con las ovejas?

—Las ovejas no se obtienen de la nada, señorita —respondió riendo Gerald Warden—. Como he experimentado de nuevo hoy mismo. ¡Para adquirir las ovejas de su padre uno tiene que haber matado a más de una ballena! Y pese a que la tierra era barata, los jefes de tribu maoríes tampoco la regalaban...

—¿Los maoríes son los nativos? —preguntó curiosa Gwyneira.

Gerald Warden hizo un gesto afirmativo.

—El nombre significa «cazador de moa». Los moas eran unas aves enormes, pero los cazadores eran por lo visto demasiado diligentes. En cualquier caso, esos animales se han extinguido. Los inmigrantes nos llamamos, dicho sea de paso, «kiwis». El kiwi también es un ave. Un animal curioso, cargante y muy vivaz. El kiwi no puede pasar inadvertido. En Nueva Zelanda está por todas partes. Pero no me pregunte ahora a quién se le ocurrió la idea de denominarnos precisamente kiwis.

Una parte de los comensales se echó a reír, sobre todo Lord Silkham y Gwyneira. Lady Silkham y los Riddleworth estaban más bien indignados de compartir mesa con un antiguo pastor y ballenero por mucho que se hubiera convertido, con el tiempo, en un barón de la lana.

Lady Silkham no tardó en levantarse de la mesa y se retiró con sus hijas al salón, con lo que Gwyneira se separó de mala gana del círculo de caballeros. Por fin la conversación había virado hacia un tema más interesante que la monótona sociedad y las increíblemente aburridas rosas de Diana. Anhelaba ahora retirarse a sus estancias, donde le esperaba la mitad todavía sin leer de En manos del piel roja. Los indios acababan de secuestrar a la hija de un oficial de la caballería. Ante Gwyneira todavía quedaban al menos dos tazas de té en compañía de sus parientes femeninas. Suspirando, se abandonó a su destino.

En la sala de caballeros, Lord Terence había ofrecido puros. Gerald Warden también dio en esa ocasión probadas muestras de su conocimiento al escoger la mejor clase de habanos. Lord Riddlerworth tomó uno de la caja al azar. A continuación pasaron una tediosa media hora discutiendo acerca de las decisiones que había tomado la reina en relación a la agricultura británica. Tanto Silkham como Riddleworth lamentaban que la reina se decantara por la industrialización y el comercio exterior en lugar de fortalecer la economía tradicional. Gerald Warden se manifestó sólo con vaguedad al respecto. En primer lugar no tenía muchos conocimientos y en segundo, le resultaba bastante indiferente. El neozelandés volvió a animarse cuando Riddleworth lanzó una mirada triste al ajedrez, que esperaba preparado en una mesa auxiliar.

—Lástima que hoy no podamos volver a nuestra partida, pero es obvio que no queremos aburrir a nuestro invitado —observó el lord.

Gerald Warden entendió los matices. Si él fuera un auténtico caballero, intentaba comunicarle Riddleworth, se retiraría a sus aposentos en ese momento alegando algún pretexto. Pero Gerald no era un gentleman. Ya había representado suficiente tiempo ese papel; así que pausadamente debían ir al asunto.

—¿Por qué no nos aventuramos en lugar de eso a un pequeño juego de cartas? —sugirió con una sonrisa ingenua—. Seguro que también se juega al blackjack en los salones de las colonias ¿no es así, Riddleworth? ¿O prefiere usted otro juego? ¿Póquer?

Riddleworth lo miró horrorizado.

—¡Se lo ruego! Blackjack..., póquer..., eso se juega en los tabernuchos de las ciudades portuarias, pero no entre caballeros.

—Bien, a mí no me importaría jugar una partida —respondió Silkham. No parecía ponerse del lado de Warden por cortesía; sino que, de hecho, miraba con apetencia hacia la mesa de cartas—. Solía jugar con frecuencia durante mi período militar, pero aquí no se encuentra ningún círculo social en el que no se hable de forma profesional sobre ovejas y caballos. ¡En pie, Jeffrey! Puedes ser el primero en repartir. Y no seas tacaño. Sé que tienes un salario generoso. ¡A ver si recupero algo de la dote de Diana!

El lord habló sin rodeos. Durante la cena había hecho honores al vino y a continuación no había tardado en beberse el primer scotch. En esos momentos indicó ansioso a los otros hombres que tomaran asiento. Gerald se sentó satisfecho, Riddleworth todavía enojado. De mala gana tomó las cartas y las barajó con torpeza.

Gerald puso su copa a un lado. Debía mantenerse completamente despierto. Advirtió complacido que el achispado Lord Terence enseguida abría con una apuesta realmente alta. Gerald permitió de buen grado que ganara. Media hora más tarde descansaba una pequeña fortuna en monedas y billetes delante de Lord Terence y Jeffrey Riddleworth. El último había perdido algo la reticencia, aunque todavía no mostraba entusiasmo por el juego. Silkham se servía alegremente whisky.

—¡No gaste usted el dinero de mis ovejas! —advirtió a Gerald—. Acaba de perder otra camada de perros.

Gerald Warden rio.

—Quien no arriesga, no gana —contestó, subiendo de nuevo la apuesta—. ¿Qué pasa, Riddleworth, continúa?

El coronel tampoco estaba sobrio, pero era desconfiado por naturaleza. Gerald Warden sabía que tarde o temprano tenía que desembarazarse de él, a ser posible sin perder demasiado dinero. Cuando Riddleworth apostó una vez más su ganancia sólo a una carta, Gerald cerró.

—¡Blackjack, amigo mío! —casi se lamentó, mientras dejaba el segundo as sobre la mesa—. ¡A ver si se me acaba la mala racha! ¡Otra más! ¡Venga Riddleworth, recoja su dinero duplicado!

Riddleworth se levantó disgustado.

—No, yo lo dejo. Ya tendría que haberlo hecho antes. Ya se sabe: lo que el agua trae, el agua lo lleva. No pienso darle más cancha. Y tú también deberías dejarlo, padre. Así conservarás al menos un pequeño beneficio.

—Hablas como mi mujer —observó Silkham, y su voz ya sonaba vacilante—. ¿Y qué significa eso de pequeño beneficio? Antes no he continuado. ¡Todavía tengo todo mi dinero! ¡Y me acompaña la fortuna! Hoy es, desde luego, mi día de suerte, ¿no es así, Warden? ¡Hoy estoy realmente de suerte!

—Entonces te deseo que sigas disfrutando —respondió Riddleworth con tono agrio.

Gerald Warden respiró aliviado cuando salió de la habitación. Ahora tenía vía libre.

—¡Entonces duplique sus ganancias, Silkham! —animó al lord—. ¿A cuánto ascienden ahora? ¿Quince mil en total? Maldita sea, ¡hasta ahora me ha birlado más de diez mil libras! Si duplica, obtendrá sin dificultad otra vez el precio de sus ovejas!

—Pero..., si pierdo, me quedaré sin nada —dijo pensativo el lord.

Gerald Warden se encogió de hombros.

—Es el riesgo. Pero podemos seguir con cantidades pequeñas. Mire, le doy una carta y yo cojo otra. Mira cuál es y yo destapo la mía..., y usted decide. Si no desea apostar, no pasa nada. ¡Pero yo también puedo negarme una vez haya visto mi carta! —Warden sonrió.

Silkham recibió la carta dubitativo. ¿Acaso no contravenía las reglas esta posibilidad? Un gentleman no debía buscar escapatorias ni temer el riesgo. Casi con disimulo, lanzó, sin embargo, una mirada a la carta.

¡Un diez! Exceptuando el as, no podía ser mejor.

Gerald, que era banca, destapó su carta. Una dama. Valía tres puntos. Un comienzo realmente menos prometedor. El neozelandés frunció el entrecejo y pareció dudar.

—Al parecer mi buena suerte brilla por su ausencia —suspiró—. ¿Cómo lo tiene usted? ¿Seguimos o lo dejamos?

De repente, Silkham estaba extremadamente ansioso por seguir jugando.

—¡Pido otra carta! —declaró.

Gerald Warden miró su dama con resignación. Pareció luchar consigo mismo, pero repartió otra carta.

El ocho de picas. En total eran dieciocho puntos. ¿Sería suficiente? Silkham empezó a sudar. Pero si ahora cogía otra carta, corría el riesgo de pasarse. Farol. El lord intentaba mantener un rostro inexpresivo.

—Me planto —dijo conciso.

Gerald descubrió otra carta. Un ocho. Hasta el momento eran once puntos. El neozelandés volvió a coger las cartas.

Silkham esperaba con toda su alma que cogiera el as. Gerald se habría pasado entonces. Pero sus posibilidades tampoco eran malas. Sólo un ocho o un diez podían salvar al barón de la lana.

Gerald cogió carta: otra reina.

Expulsó aire con fuerza.

—Si ahora pudiera ser vidente... —suspiró—. Da igual, no puede usted tener menos de quince, no puedo imaginármelo. ¡Voy a arriesgarme!

Silkham tembló cuando Gerald cogió la última carta. El riesgo de pasarse era enorme. Pero cayó el cuatro de corazones.

—Diecinueve —contó Gerald—. Y me planto. ¡Las cartas sobre la mesa, milord!

Sikham descubrió resignado su mano. Un punto por debajo. ¡Había estado tan cerca!

Gerald Warden pareció opinar lo mismo.

—¡Por un pelo, milord, por un pelo! Esto clama por una revancha. Sé que estoy loco, pero no podemos dejar esto así. ¡Otra partida más!

Silkham sacudió la cabeza.

—No tengo más dinero. No eran sólo las ganancias, sino toda la apuesta. Si sigo perdiendo, me meteré en un serio problema. No se hable más, lo dejo.

—¡Pero se lo ruego, milord! —Gerald barajó las cartas—. ¡Cuanto mayor es el riesgo, más divertido es el juego!, y la apuesta..., espere, ¡juguemos con las ovejas! ¡Sí, las ovejas que me quiere vender! Incluso si va mal, no pierde nada. Pues si yo ahora no me hubiera recuperado para comprar las ovejas tampoco habría tenido usted el dinero. —Gerald Warden mostró una sonrisa triunfal y dejó que las cartas se deslizaran con agilidad por sus manos.

Lord Silkham vació su vaso y se dispuso a levantarse. Se tambaleó un poco, pero las palabras todavía surgieron nítidas de sus labios:

—¡Podría sucederle, Warden! ¿Veinte de las mejores ovejas de cría de esta isla por unos pocos trucos de cartas? No, lo dejo. Ya he perdido demasiado. Entre ustedes, en tierras salvajes, estos juegos tal vez sean muy corrientes, pero aquí mantenemos la cabeza fría.

Gerald Warden alzó la botella de whisky y se sirvió de nuevo.

—Lo tenía por más valiente —se lamentó—. O mejor dicho, por más emprendedor. Pero tal vez eso sea típico de nosotros los kiwis: en Nueva Zelanda sólo vale el hombre que se atreve a algo.

Lord Silkham frunció el entrecejo.

—A los Silkham no les puede reprochar cobardía. Siempre hemos luchado valientemente, hemos servido a la Corona y... —Era evidente que al lord le costaba mantenerse en pie al mismo tiempo que encontrar las palabras adecuadas. Se dejó caer de nuevo en su butaca. Sin embargo, todavía no estaba borracho. Por el momento aún podía plantarle cara a ese buscavidas.

Gerald Warden rio.

—También nosotros servimos a la Corona en Nueva Zelanda. La colonia se está convirtiendo en un factor económico de importancia. A la larga, devolveremos a Inglaterra todo lo que la Corona ha invertido en nosotros. En eso, la reina es más valiente que usted, milord. Juega su juego y gana. ¡Vamos, Silkham! ¡No irá a dejarlo ahora! ¡Un par de cartas buenas y duplica el precio de las ovejas!

Con estas palabras, arrojó a la mesa dos cartas boca abajo delante de Silkham. Ni el mismo lord supo por qué las cogió. El riesgo era demasiado grande, pero el beneficio tentador. Si realmente ganaba, la dote de Gwyneira no sólo estaría garantizada, sino que sería lo suficientemente elevada para satisfacer a las mejores familias de la región. Mientras tomaba las cartas con lentitud, vio a su hija en el papel de baronesa..., quién sabe, tal vez incluso de dama de la corte de la reina.

Un diez. Buena carta. Si la otra sólo..., el corazón de Silkham latía con fuerza cuando después del diez de diamantes, destapó el diez de picas... Veinte puntos. Imbatible.

Miró a Gerald con aire triunfal.

Gerald Warden levantó la primera carta del montón. As de picas. Silkham gimió. Pero eso no significaba nada. La próxima carta podía ser un dos o un tres y entonces había grandes posibilidades de que Warden se pasara.

—Todavía puede abandonar —dijo Gerald.

Silkham rio.

—Oh, no, amigo mío, no es así como hemos apostado. ¡Haga ahora su juego! ¡Un Silkham cumple con su palabra!

Gerald tomó con parsimonia otra carta.

De repente Silkha

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