Memnoch el diablo (Crónicas Vampíricas 5)

Anne Rice
Richard Bach

Fragmento

 

Título original: Memnoch the Devil

Traducción: Camila Batlles

1.ª edición: mayo 2009

 

© 1995,1996 by Anne Rice

© Ediciones B, S. A., 2009

para el sello Zeta Bolsillo

Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.15609-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-074-6

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Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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A

Stan Rice, Christopher Rice

y

Michele Rice.

 

A

John Preston.

 

A

Howard y Katherine Allen O'Brien.

 

Al

hermano de Katherine, John Allen

y al

tío Mickey.

 

Al

hijo del tío Mickey, Jack Allen,

y todos los descendientes de Jack.

 

Y al

tío Marian Leslie,

que aquella noche se encontraba en el Corona's Bar.

 

Os dedico este libro

con cariño a vosotros

y a todos los de vuestra especie.

 

LO QUE DIOS NO HABÍA PREVISTO

Duerme bien,

llora bien,

ve al pozo profundo

tan a menudo como puedas.

Trae agua

cristalina y reluciente.

Dios no había previsto que la conciencia

se desarrollara de forma tan

perfecta. Pues bien,

dile que

nuestro cubo se ha colmado

y que

puede irse al diablo.

S TAN R ICE ,

24 de junio de 1993

 

 

LA OFRENDA

A aquello tangible o intangible

que impide la nada,

como el jabalí de Homero,

que amenaza

con sus blancos colmillos

cual feroces estacas

con destrozar a seres humanos.

A ello ofrezco

el sufrimiento de mi padre

S TAN R ICE ,

16 de octubre de 1993

 

 

DUETO EN LA CALLE IBERVILLE

El hombre vestido de cuero negro

que compra una rata para alimentar a su pitón

no pierde el tiempo en detalles superfluos.

Se conforma con cualquier rata.

Cuando salgo de la tienda de animales

veo a un hombre en el garaje de un hotel

que talla un cisne en un bloque de hielo

con una sierra eléctrica.

S TAN R ICE ,

30 de enero de 1994

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Citas

Prólogo

 

1

2

3

4

5

6

7

8

9

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26

Promoción

 

PRÓLOGO

 

Me llamo Lestat. ¿Sabéis quién soy? En caso afirmativo podéis saltaros los párrafos siguientes. Para quienes no me conozcan, quiero que esta presentación sea un amor a primera vista.

Fijaos en mí: soy vuestro héroe, la perfecta imitación de un anglosajón rubio de ojos azules y metro ochenta de estatura. Soy un vampiro, uno de los más poderosos que han existido jamás. Tengo unos colmillos tan pequeños que apenas resultan visibles, a menos que yo quiera, pero muy afilados, y cada pocas horas siento el deseo de beber sangre humana.

No es que la precise con mucha frecuencia. En realidad, desconozco la frecuencia con que la necesito, puesto que jamás he hecho la prueba.

Poseo una fuerza monstruosa. Soy capaz de volar y de captar una conversación en el otro extremo de la ciudad, e incluso del globo. Adivino el pensamiento; puedo hechizar a la gente.

Soy inmortal. Desde 1789, no tengo edad.

¿Un ser único? Ni mucho menos. Que yo sepa, existen unos veinte vampiros en el mundo. A la mitad de ellos los conozco íntimamente, y a la mitad de éstos los amo.

Añadamos a esos veinte vampiros un centenar de vagabundos y extraños a los que no conozco, pero de quienes oigo hablar de vez en cuando, y, para redondear, otro millar de seres inmortales que deambulan por el mundo con apariencia humana.

Hombres, mujeres, niños..., cualquier ser humano puede convertirse en vampiro. Lo único que necesita es un vampiro dispuesto a ayudarle, a chuparle una buena cantidad de sangre y después dejar que la recupere mezclada con la suya. No es tan sencillo como parece, pero si uno consigue superarlo vivirá para siempre. Mientras sea joven, sentirá una sed irresistible y es probable que tenga que matar una víctima cada noche. Cuando cumpla mil años parecerá y se expresará como un sabio, aunque se haya iniciado en esto durante su juventud, beberá sangre humana y matará para obtenerla tanto si la necesita como si no.

En el caso de que viva más tiempo, como sucede con algunos vampiros, cualquiera sabe lo que puede pasar. Se convertirá en un ser más duro, más pálido, más monstruoso. Sabrá tanto sobre el sufrimiento que atravesará rápidos ciclos de crueldad y bondad, lucidez y paranoica ceguera. Es probable que enloquezca; luego recuperará la cordura. Al fin, es posible que olvide su propia identidad.

Personalmente, reúno lo mejor de la juventud y la ancianidad vampíricas. Sólo tengo doscientos años y, por razones que no vienen al caso, se me ha concedido la fuerza de los antiguos vampiros. Poseo una sensibilidad moderna junto al impecable gusto de un aristócrata difunto. Sé exactamente quién soy: rico y hermoso, veo mi imagen reflejada en los espejos y escaparates. Me entusiasma cantar y bailar.

¿Que a qué me dedico? A lo que me place.

Piensa en ello. ¿Es suficiente para que te decidas a leer mi historia? ¿Has leído algunas de mis crónicas sobre vampiros?

Te confesaré algo: en este libro, el hecho de ser vampiro carece de importancia. No influye en la historia. Es simplemente una característica, como mi inocente sonrisa y mi voz suave y acariciadora, con acento francés, y mi elegante modo de caminar. Forma parte del paquete. Lo que ocurrió pudo haberle pasado a un ser humano; de hecho, estoy seguro de que le ha sucedido a más de uno y de que volverá a suceder.

Tú y yo tenemos alma. Deseamos saber cosas; compartimos la misma tierra, rica, verde y salpicada de peligros. Lo cierto es que, digamos lo que digamos, ninguno de nosotros sabe lo que significa morir. Si lo supiéramos, yo no escribiría esta historia y tú no estarías leyendo este libro.

Lo que sí deseo dejar claro desde el principio, cuando ambos nos disponemos a adentrarnos en esta aventura, es que me he impuesto la tarea de ser un héroe de este mundo. Me conservo tan moralmente complejo, espiritualmente fuerte y estéticamente relevante como en mi juventud, un ser de extraordinaria perspicacia e impacto, un tipo que tiene cosas que decirte.

De modo que si decides leer esta historia hazlo por ese motivo, por el hecho de que Lestat ha vuelto a hablar, porque está asustado, porque busca con desespero la lección, la canción y la raison d’être, porque desea comprender su historia y quiere que tú la comprendas, y porque en estos momentos es la mejor historia que puede ofrecerte.

Si no te resultan suficientes estas razones, lee otra cosa.

Si te bastan, sigue leyendo. Encadenado, dicté estas palabras a mi amigo y escriba. Acompáñame. Escúchame. No me dejes solo.

 

1

 

Lo vi en cuanto entró por la puerta del hotel. Alto, corpulento, ojos marrones, cabello castaño oscuro y piel más bien morena, tal como la tenía cuando lo convertí en un vampiro. Caminaba de forma demasiado apresurada, pero podía pasar por un ser humano. Mi querido David.

Yo me encontraba en la escalera. Mejor dicho, en la escalinata de uno de esos lujosos hoteles antiguos, divinamente recargado, decorado en tonos escarlata y oro, cómodo y acogedor. Lo había elegido mi víctima, no yo. Mi víctima estaba cenando con su hija. Según me transmitió su mente, siempre se reunía con ella en Nueva York en este mismo hotel, por la sencilla razón de que se hallaba situado frente a la catedral de San Patricio.

David me vio de inmediato, es decir, vio a un joven alto y desgarbado, rubio, con el cabello largo y bien peinado, para variar, y el rostro y las manos bronceados, que lucía sus habituales gafas de sol violeta y un traje azul marino cruzado de Brooks Brothers.

Lo vi sonreír con disimulo. Conocía mi vanidad, y probablemente sabía que a principios de los noventa del siglo veinte la moda italiana había saturado el mercado con tal cantidad de prendas holgadas e informes, que uno de los atuendos más eróticos y atractivos que podía elegir un hombre era un traje azul marino, impecablemente cortado, de Brooks Brothers.

Por lo demás, una espesa y larga mata de pelo y un traje bien cortado constituyen una combinación muy sugerente. Nunca falla.

Pero no insistiré más en mi atuendo. Al diablo con la ropa y las modas. Lo cierto es que estaba orgulloso de ofrecer un aspecto tan elegante y al mismo tiempo contradictorio: un joven melenudo, bien trajeado y de porte aristocrático que, apoyado de forma indolente en la balaustrada de la escalera, bloqueaba el paso.

David se me acercó de inmediato. Olía a invierno, como las nevadas y embarradas calles por las que transitaba la gente procurando no resbalar y perder el equilibrio. Su rostro mostraba el sutil y misterioso resplandor que sólo yo era capaz de detectar, y amar, y apreciar y besar.

Nos dirigimos juntos hacia el fondo del salón.

Durante unos instantes odié a David por medir cinco centímetros más que yo. Pero me alegraba de verlo, de estar junto a él. El rincón del amplio salón donde nos hallábamos, cálido y sumido en la penumbra, era uno de los pocos lugares donde la gente no te miraba de forma indiscreta.

—Has venido —dije—. No creí que lo hicieras.

—Por supuesto —contestó David. Como de costumbre, su suave y distinguido acento inglés me desconcertó.

Tenía ante mí a un anciano cuyo cuerpo era el de un joven recién convertido en vampiro, y nada menos que por mí mismo, uno de los exponentes más poderosos de nuestra especie.

—¿Qué esperabas? —preguntó en tono confidencial—. Armand me informó de que habías llamado y también me lo dijo Maharet.

—Bien, eso responde a mi primera pregunta.

Sentí deseos de besarlo y de improviso extendí los brazos en un gesto tentativo y educado para que pudiera zafarse si lo deseaba. Al acogerme y corresponder de forma calurosa a mi abrazo, me embargó una felicidad que no había experimentado en muchos meses.

Quizá no la había experimentado desde que lo dejé con Louis. Los tres nos encontrábamos en un remoto y selvático lugar cuando decidimos separarnos. De eso hacía ya un año.

—¿Tu primera pregunta? —inquirió David, observándome con tanta atención como si me estuviera estudiando con todos los medios de que dispone un vampiro para calibrar el estado de ánimo de su creador, puesto que un vampiro no puede adivinar el pensamiento de éste, al igual que tampoco el creador puede adivinar el pensamiento del neófito.

David y yo nos miramos de frente. He aquí a dos seres cargados de dotes sobrenaturales, ambos con excelente aspecto, conmovidos e incapaces de comunicarse excepto a través del sistema más sencillo y eficaz: las palabras.

—Mi primera pregunta —empecé a explicarle, a responder— era la siguiente: ¿Dónde has estado? ¿Te has topado con los otros y han tratado acaso de hacerte daño? Ya sabes, las estupideces de rigor. Luego iba a referirme a cómo rompí las normas al crearte y demás cuestiones.

—Las estupideces de rigor —repitió imitando mi acento francés, mezclado con cierto deje norteamericano—. ¡Qué tontería!

—Vamos —dije—, entremos en el bar para charlar con tranquilidad. Es evidente que nadie te ha hecho daño. No supuse que podrían ni querrían hacértelo. Ni que se atreverían. No hubiera dejado que deambularas por el mundo si creyera que corrías peligro.

David sonrió. Durante unos instantes se reflejó una luz dorada en sus ojos marrones.

—¿No me dijiste eso unas veinticinco veces antes de que nos separáramos?

Nos sentamos a una pequeña mesa que había junto a la pared. El bar estaba medio lleno, justo en la proporción ideal. ¿Qué aspecto teníamos David y yo? ¿La de dos jóvenes que trataban de ligarse a algún hombre o mujer mortal? Ni lo sé ni me importa.

—Nadie me ha hecho daño —dijo David—, y nadie ha mostrado la menor curiosidad hacia mí.

Alguien tocaba el piano, muy suavemente por tratarse del bar de un hotel. Interpretaba una pieza de Eric Satie, por fortuna.

—Tu corbata —dijo David, inclinándose hacia delante mientras mostraba su resplandeciente dentadura, aunque sin dejar ver los colmillos—, ese pedazo de seda que llevas alrededor del cuello, supongo que no es de Brooks Brothers —dijo soltando una carcajada—. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte esos zapatos puntiagudos? ¿A qué viene todo esto?

El camarero se acercó, proyectando una enorme sombra sobre la mesa, y murmuró las frases de rigor, que no alcancé a oír debido al alboroto.

—Me apetece una bebida caliente —dijo David, lo cual no me sorprendió—. Un ponche de ron o algo por el estilo.

Yo asentí e indiqué al camarero con un pequeño gesto que tomaría lo mismo.

Los vampiros siempre piden bebidas calientes. No las beben, pero perciben su calor y aroma, lo cual resulta muy reconfortante.

David me miró de nuevo, mejor dicho, ese cuerpo familiar que ocupaba David. Para mí, David siempre sería el anciano mortal que yo había conocido y apreciado, además de ese magnífico y bronceado armazón de carne robado al cual él iba dando forma lentamente con sus expresiones, modales y talante.

No te inquietes, querido lector, pues David cambió de cuerpo antes de que yo lo convirtiera en vampiro. No tiene nada que ver con esta historia.

—¿Vuelves a sentirte perseguido? —preguntó David—. Eso fue lo que me dijo Armand y también Jesse.

—¿Dónde los viste?

—¿A Armand? En París —respondió David—. Me lo encontré de forma casual por la calle. Fue al primero que vi.

—¿No trató de lastimarte?

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué me habías llamado? ¿Quién te persigue? Explícate.

—Así que has visto a Maharet.

David se reclinó en la silla y meneó la cabeza.

—Lestat —dijo—, he examinado unos manuscritos que ningún ser humano ha visto jamás; he acariciado unas tablillas de arcilla que...

—David el Erudito —le interrumpí—. Educado por los miembros de Talamasca para ser el perfecto vampiro, aunque jamás sospecharon que acabarías convertiéndote precisamente en esto.

—¿Es que no lo comprendes? Maharet me condujo a los lugares donde conserva sus tesoros. No sabes lo que significa sostener en las manos una tablilla cubierta de símbolos anteriores a la escritura cuneiforme. En cuanto a Maharet... He vivido no sé cuántos siglos sin conocerla, sin saber siquiera que existía.

Maharet era la única persona a quien David temía. Supongo que ambos lo sabíamos. Mis recuerdos de Maharet no contenían nada amenazador, sólo el misterio de una superviviente del milenio, un ser tan anciano que cada gesto suyo parecía de mármol líquido y cuya suave voz constituía la destilación de toda la elocuencia humana.

—Si Maharet te ha dado su bendición, no tienes de qué preocuparte —dije, soltando un breve suspiro. Me preguntaba si algún día volvería a verla. Era un encuentro que no deseaba en absoluto.

—También he visto a mi amada Jesse —declaró David.

—Claro, debí suponerlo.

—Recorrí el mundo entero buscándola desesperadamente, de la misma forma que tú me buscabas a mí.

Jesse. Pálida, menuda, pelirroja, nacida en el siglo veinte, muy culta y dotada de poderes extraordinarios. David la había conocido como humano; ahora la conocía como ser inmortal. Jesse había sido su pupila en la orden de Talamasca. Ahora David era comparable a Jesse en belleza y poder vampírico.

Jesse había sido introducida en la Orden por la vieja Maharet, de la primera generación de vampiros y nacida como ser humano antes de que los mismos humanos empezaran a escribir su propia historia o supieran siquiera que tenían una historia. Maharet formaba parte de los Mayores, era la Reina de los Malditos, un vampiro hembra, al igual que su hermana muda, Mekare, de quien ya nadie hablaba.

Jamás había visto a un neófito apadrinado por una persona tan anciana como Maharet. La última vez que la vi, Jesse parecía una vasija transparente que contuviera una inmensa fuerza. Supuse que a estas alturas debía de tener muchas historias que contar, su propias andanzas y aventuras.

Yo había transmitido a David mi añeja sangre mezclada con un linaje aún más antiguo que el de Maharet. Sí, sangre de Akasha y del anciano Marius. También le había transmitido mi fuerza, que, como todos sabemos, era incalculable.

De modo que David y Jesse se habían hecho grandes amigos. ¿Qué había sentido Jesse al ver a su anciano mentor vestido con la llamativa indumentaria de un joven macho humano?

De pronto sentí envidia y desesperación. Yo había conseguido apartar a David de aquellas frágiles y blancas criaturas que lo habían atraído hacia su santuario ubicado en tierras lejanas, donde sus tesoros podían permanecer ocultos durante generaciones, al abrigo de cualquier crisis o guerra. Recordé algunos nombres exóticos, pero no logré recordar adónde habían ido las dos pelirrojas, la anciana y la joven, que habían admitido a David en su santuario.

En aquel momento oí un ruido y volví la cabeza. Después me acomodé de nuevo en la silla, avergonzado por haberme sobresaltado delante de David, y me concentré en silencio en mi víctima.

Se hallaba aún en el restaurante del hotel, muy cerca de donde nos encontrábamos nosotros, acompañada de su hermosa hija. Esa noche no se me escaparía, de eso estaba seguro.

Al cabo de unos instantes suspiré y aparté la vista. Hacía meses que seguía a mi víctima. Era muy interesante, pero no tenía nada que ver con todo aquello. ¿O tal vez sí? Puede que la matara esa misma noche, aunque lo dudaba. Después de haber espiado a la hija, y sabiendo lo mucho que la quería, decidí aguardar a que ella regresara a casa. ¿Por qué había de ser cruel con una joven tan bella? Sí, era evidente que su padre la quería mucho. En esos momentos le estaba rogando que aceptara un regalo, algo que acababa de hallar y que era muy valioso para él. Por desgracia, no logré visualizar el regalo ni en la mente de él ni en la de ella.

Había resultado muy fácil seguir a mi víctima, pues se trataba de un individuo llamativo, codicioso, a veces bondadoso y siempre muy divertido.

Pero volvamos a David. Cuánto debía de amar ese espléndido ser inmortal que estaba sentado ante mí al vampiro hembra Jesse para convertirse en pupilo de la decrépita Maharet. Pero ¿es que no sentía yo ningún respeto hacia los ancianos? ¿Qué demonios pretendía? No, ésa no era la cuestión. La cuestión era... ¿Qué pretendían de mí? ¿De qué huía? ¿Por qué?

David aguardaba educadamente a que yo volviera a centrar la vista en él, cosa que hice pero sin decir nada. No inicié la conversación, de modo que él hizo lo que la gente educada suele hacer, hablar despacio como si yo no lo estuviera mirando fijamente a través de las gafas violeta, tras las cuales parecía ocultar un siniestro secreto.

—Nadie ha tratado de hacerme daño —repitió con la típica flema británica—, nadie cuestiona que tú fuiste mi creador, todos me han tratado con respeto y amabilidad, aunque querían saber los detalles de cómo conseguiste sobrevivir al ladrón de cuerpos. No imaginas lo mucho que te quieren y lo preocupados que estaban por ti.

David se refería a la última aventura, gracias a la cual nos habíamos encontrado y yo lo había convertido en uno de los nuestros. En aquel momento, no se había dedicado precisamente a alabarme por ello.

—¿De veras crees que me quieren? —pregunté, refiriéndome a los otros, los escasos representantes de nuestra espectral especie que quedaban por el mundo—. Ninguno de ellos trató de ayudarme —añadí, pensando en el ladrón de cuerpos, al cual había conseguido derrotar.

Es posible que sin la ayuda de David no hubiera ganado la batalla. Prefería no pensar en algo tan terrible, pero desde luego tampoco deseaba pensar en mis brillantes y dotados colegas vampíricos, que se habían limitado a presenciar la escena desde lejos sin mover un dedo para ayudarme.

El ladrón de cuerpos había ido a parar al infierno. El cuerpo en cuestión estaba sentado frente a mí, ahora ocupado por David.

—Bien, me alegro que se preocuparan por mí —dije—. Alguien me está siguiendo, David, y esta vez no se trata de un astuto mortal que conoce los trucos de la proyección astral y la forma de apoderarse del cuerpo de otra persona. Me siento perseguido.

David me miró fijamente, no con expresión incrédula sino intentando asimilar lo que acababa de decirle.

—¿Te persiguen?

—Así es —asentí—. Estoy asustado, David, muy asustado. Si te dijera lo que opino sobre... sobre esa cosa que me persigue, te reirías.

—¿Estás seguro?

El camarero depositó sobre la mesa las bebidas calientes. Despedían un vapor delicioso. El pianista seguía interpretando suavemente a Satie. En aquellos momentos la vida casi merecía la pena de ser vivida, incluso por un depravado monstruo como yo. De pronto se me ocurrió una idea.

Hacía dos noches, en este mismo bar, oí a mi víctima decirle a su hija:

—He vendido mi alma por lugares como éste.

Yo me encontraba a muchos metros de ellos, a una distancia insalvable para cualquier mortal, pero percibía cada palabra que salía de labios de mi víctima, cuya hija me tenía cautivado; se llamaba Dora. Era la única persona a la que esa extraña y apetecible víctima amaba, su única hija.

Me di cuenta de que David me observaba con curiosidad.

—Pensaba en la víctima que me ha atraído hasta aquí —dije—, y en su hija. Esta noche no saldrán. Las calles están nevadas y sopla un fuerte viento. Él acompañará a su hija a la suite, desde la cual podrán contemplar las torres de San Patricio. No quiero perder de vista a mi víctima.

—No te habrás enamorado de unos mortales —dijo David.

—No. Se trata de un nuevo método de caza, simplemente. Ese hombre es muy singular, posee unas características que me atraen. Lo adoro. Sentí deseos de alimentarme de su sangre la primera vez que lo vi, pero no deja de sorprenderme. Hace medio año que lo sigo por doquier.

Volví a concentrarme en ellos. Sí, iban a subir a la suite, tal como supuse. Acababan de levantarse de la mesa y se disponían a abandonar el restaurante. Hacía una noche de perros y Dora, aunque deseaba ir a la iglesia para rezar por su padre, y a su vez rogarle que se quedara y rezara con ella, tenía miedo de salir. A través de sus pensamientos y de algunas palabras sueltas que captaba advertí que compartían un recuerdo. Dora era una niña cuando mi víctima la había llevado por primera vez a la catedral.

Él no creía en nada, mientras ella era una especie de líder religioso. Theodora. Predicaba sobre los valores morales y el alimento del alma ante las audiencias de la televisión. ¿Y el padre? Decidí que era preferible matarlo antes de averiguar más detalles sobre él, para evitar que se me escapara ese magnífico trofeo por no lastimar a Dora.

Miré a David. Estaba sentado y apoyaba los hombros contra la pared revestida de raso oscuro, mientras me observaba atentamente. Bajo esa luz, nadie habría sospechado que no era humano, ni siquiera uno de los nuestros. En cuanto a mí, seguramente parecía una excéntrica estrella del rock ansiosa de que la atención del mundo entero la aplastara lentamente hasta matarla.

—La víctima no tiene nada que ver en ello —dije—. Otro día hablaremos de ese asunto. Estamos en este hotel porque la seguí hasta aquí. Ya conoces mis costumbres, mi forma de cazar. Ya no necesito sangre, como tampoco la necesita Maharet, pero no soporto la idea de no conseguirla.

—¿Qué jueguecito te traes entre manos? —preguntó el exquisitamente educado y británico David.

—Ya no busco a simples asesinos, a gente malvada, sino a cierto tipo de criminal más sofisticado, alguien con la mentalidad de Iago. Ese hombre es un narcotraficante. Excéntrico y brillante, se dedica a coleccionar obras de arte y disfruta ordenando que liquiden a alguien a tiros, gana billones en una semana con la cocaína y la heroína, y quiere con locura a su hija, que dirige una iglesia televangélica.

—Estás obsesionado con esos mortales.

—Mira a mis espaldas. ¿Ves a esas dos personas que se dirigen hacia los ascensores? —pregunté.

—Sí —respondió David, mirándolos fijamente.

Se habían detenido en el lugar preciso. Yo podía sentirlos, oírlos y olerlos, pero era incapaz de establecer con exactitud dónde se encontraban a menos que me volviera. Allí estaban, el hombre de tez oscura, sonriente, que miraba embelesado a su hija, una niña-mujer pálida y con aspecto inocente, de unos veinticinco años de edad, si mis cálculos no andaban errados.

—Conozco la cara de ese hombre —dijo David—. Es un pez gordo a escala internacional. Tratan de imputarle los suficientes cargos para encerrarlo en la cárcel, pero es un tipo listo. ¿No organizó hace poco un asesinato bastante sonado?

—Sí, en las Bahamas.

—¿Cómo demonios diste con él? ¿Lo viste en persona en alguna parte, ya sabes, como quien se encuentra una concha en la playa, o viste su fotografía en los periódicos y revistas?

—¿Reconoces a la chica? Nadie sabe que son padre e hija.

—No, no la reconozco —contestó David—. ¿Por qué? ¿Acaso es conocida? Es muy guapa y muy dulce. Supongo que no pensarás alimentarte de su sangre...

Su caballerosa indignación ante semejante atrocidad me hizo sonreír. Me pregunté si David pedía permiso a sus víctimas antes de chuparles la sangre o si, cuando menos, insistía en que se presentaran debidamente. No tenía idea de qué métodos empleaba para matar a sus víctimas, ni con qué frecuencia necesitaba alimentarse de sangre humana. Yo le había transmitido mi fuerza. Eso significaba que no tenía que hacerlo cada noche, lo cual no dejaba de ser una ventaja.

—La chica canta himnos a Jesús en un programa de televisión —dije—. Un día instalará la sede de su iglesia en un viejo convento en Nueva Orleans. Actualmente vive sola, y graba sus programas en unos estudios que se hallan en el Quarter. Creo que el programa se transmite por un canal ecuménico vía satélite fuera de Alabama.

—Estás enamorado de ella.

—No, sólo estoy impaciente por matar a su padre. Esa chica transmite por la pantalla un encanto muy especial. Habla sobre teología con una sensatez aplastante; es el tipo de telepredicadora que conmueve a las masas. ¿No hemos temido siempre que el día menos pensado apareciera alguien como ella? Baila como una ninfa, o más bien una virgen de un templo; canta como un serafín e invita a la audiencia que llena el estudio a corearla. Una combinación de teología y éxtasis sabiamente dosificados, aparte de las consabidas recomendaciones morales y éticas.

—La entiendo —contestó David—: eso añade emoción a la perspectiva de chuparle la sangre a su padre. A propósito, el padre no es un tipo que pase precisamente inadvertido. Ninguno de los dos parece querer ocultarse. ¿Estás seguro de que nadie sabe que están emparentados?

En aquellos momentos se abrieron las puertas del ascensor. Mi víctima y su hija se dirigieron hacia las plantas superiores del edificio.

—Él entra y sale de aquí cuando le conviene. Tiene un montón de guardaespaldas. Ella se reúne aquí con él. Creo que conciertan la cita por teléfono celular. Él es un gigante del negocio de la cocaína, y ella una de sus operaciones secretas mejor guardadas. Los guardaespaldas están por todo el vestíbulo. Si hubiera algún intruso husmeando por el lugar, ella habría abandonado el restaurante antes que él. Pero él se escurre como nadie de entre las manos de la justicia. Hay una orden de busca y captura contra él en cinco estados, pero eso no le impide asistir a un campeonato de pesos pesados en Atlantic City. Se sienta en primera fila, delante de las cámaras de televisión. Jamás le echarán el guante. Lo atraparé yo, el vampiro que está deseando matarlo. ¿Verdad que es estupendo?

—Vamos a ver si me aclaro —contestó David—. Dices que alguien te sigue, pero que no tiene nada que ver con tu víctima, con ese narcotraficante, ni tampoco con su hija telepredicadora. Es decir, te sientes perseguido y asustado, pero no lo suficiente para dejar de perseguir a tu vez a ese tipo de aire siniestro que acaba de entrar en el ascensor.

Yo asentí, aunque las palabras de David me hicieron dudar durante unos segundos. No, no podía existir ninguna relación entre ambas cosas.

Además, ese asunto que me tenía tan preocupado había comenzado antes de que yo me fijara en mi víctima. Había presentido por primera vez que me perseguían en Río, poco después de separarme de Louis y David para regresar allí de «caza».

No sabía nada de mi nueva víctima hasta que un día se cruzó en mi camino en mi propia ciudad, Nueva Orleans. Se había trasladado allí para pasar un rato con Dora. Se habían encontrado en un pequeño bar del barrio francés, y al pasar me fijé en aquel individuo que vestía un atuendo de lo más chillón, y en el pálido semblante y los grandes y bondadosos ojos de su hija. ¡Paf! Fue una atracción fatal, instantánea.

—No, no tiene nada que ver con él —dije—. Empecé a notar que me perseguían hace meses, antes de elegir a mi víctima. Él no sabe que lo estoy acechando. Yo tampoco noté que me perseguía esa cosa, esa...

—¿Qué?

—Observar a ese hombre y a su hija es como contemplar un culebrón. Es el tipo más perverso que he conocido jamás.

—Ya me lo habías comentado. Pero ¿qué es lo que te persigue? ¿Una cosa, una persona o...?

—Deja que te hable primero de mi víctima. Ha matado a un montón de gente. Esos tipos se alimentan de números. Kilos, números de muertos, cuentas secretas. La chica, por supuesto, no es una estúpida que se dedique a hacer milagros asegurando a los diabéticos que puede curarlos a través de una imposición de manos.

—Estás divagando, Lestat. ¿Qué te sucede? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué no matas de una vez a tu víctima y te olvidas del asunto?

—Estás impaciente por regresar junto a Jesse y Maharet, ¿no es cierto? —pregunté a David. De pronto me sentí indefenso, impotente—. Quieres pasar los próximos cien años entre esas tablillas y pergaminos, contemplando los angustiados ojos azules de Maharet, escuchando su voz. ¿Sigue eligiendo siempre a víctimas con ojos azules?

Por la época en que Maharet se convirtió en vampiro estaba ciega, le habían arrancado los ojos. En consecuencia, sacaba los ojos a sus víctimas y los utilizaba hasta que volvía a caer en la ceguera, por más que se esforzara en conservar la visión alimentándose de sangre humana. Ésa era la trágica verdad de la reina de mármol de ojos sangrantes. ¿Por qué no le había retorcido el cuello a un vampiro neófito para robarle los ojos? No se me había ocurrido nunca. Quizá se había abstenido por lealtad hacia nuestra especie. Puede que no hubiera funcionado. El caso es que Maharet tenía sus escrúpulos, severos e inamovibles como ella misma. Una mujer de su edad recuerda los tiempos en que no existía Moisés ni el código de Hammurabi; cuando sólo los faraones atravesaban el Valle de la Muerte...

—Presta atención, Lestat —dijo David—. Quiero saber lo que te preocupa. Es la primera vez que reconoces estar asustado. Olvídate de mí durante unos momentos. Olvídate de tu víctima y de la chica. Cuéntame lo que te pasa, amigo mío. ¿Quién te persigue?

—Antes de responder quiero hacerte algunas preguntas.

—No. Explícate. ¿Estás en peligro? ¿O presientes que lo estás? Me mandaste llamar. Fue una clara petición de socorro.

—¿Son ésas las palabras que utilizó Armand, «una clara petición de socorro»? Odio a Armand.

David sonrió e hizo un rápido gesto de impaciencia con ambas manos.

—No odias a Armand, lo sabes de sobra.

—¿Qué te apuestas?

David me miró severamente, con aire de reproche. Debía de ser cosa del internado inglés donde se educó.

—De acuerdo —dije—. Te lo contaré. Pero primero debo recordarte algo. Una conversación que mantuvimos cuando aún estabas vivo, la última vez que charlamos en tu casa de los Cotswolds, cuando eras un encantador anciano que moría en el más absoluto desespero...

—Lo recuerdo —respondió David en tono de resignación—. Antes de que partieras hacia el desierto.

—No, cuando regresé del desierto con graves quemaduras y comprendí que no podía morirme tan fácilmente como había supuesto. Tú me cuidaste. Luego me hablaste de ti, de tu vida. Dijiste algo acerca de una experiencia que habías vivido antes de la guerra, en un café de París. ¿Recuerdas esa anécdota?

—Desde luego. Te dije que en mi juventud tuve una visión.

—Sí, que durante unos segundos te pareció como si el tejido de la vida se hubiera desgarrado y entonces vislumbraste unas cosas que jamás debiste ver.

David sonrió y dijo:

—Fuiste tú quien sugirió que era como si se hubiera desgarrado el tejido de la vida, permitiéndome así contemplar ciertas cosas. Sin embargo, yo no creía, ni lo creo ahora, que fuera algo casual, sino una visión. Pero han pasado cincuenta años y apenas recuerdo el asunto.

—Es lógico. Como vampiro, recordarás todo lo que te suceda a partir de ahora con gran precisión, pero los detalles de tu existencia mortal se irán difuminando, sobre todo los que guardan relación con los sentidos, como el sabor del vino, etcétera.

David me rogó que me callara, pues mis palabras le entristecían. Yo le aseguré que no había sido ése mi propósito.

Levanté mi copa y aspiré el aroma, semejante al de los ponches navideños. Luego la deposité de nuevo en la mesa. Tenía todavía las manos y el rostro bronceados debido a la excursión al desierto, mi pequeño intento de volar hacia la faz del sol. Eso me ayudaba a pasar por un ser humano. ¡Qué ironía! También hacía que mis manos fueran más sensibles al calor.

Al notar el calor me estremecí de gozo. Soy un tipo que disfruta con todo. No hay forma posible de disimular una sensualidad como la mía; soy capaz de morirme de risa durante horas mientras observo el dibujo de una alfombra en el vestíbulo de un hotel.

De pronto advertí que David me miraba fijamente.

Parecía haber recobrado la compostura, o al menos haberme perdonado por enésima vez el hecho de haber metido su alma en el cuerpo de un vampiro sin su consentimiento, es decir, en contra de su voluntad. Me miraba casi con amor, como si quisiera tranquilizarme.

Yo le devolví la mirada. Sí, necesitaba calmarme.

—Según me contaste, en ese café de París oíste una conversación entre dos seres —dije, regresando al tema de la visión que había tenido David hacía años—. Eras muy joven. Todo sucedió de forma gradual. De pronto comprendiste que en realidad esos seres no estaban allí, al menos en un sentido material, y que se expresaban en una lengua que tú comprendías aunque no sabías cuál era.

David asintió.

—En efecto —contestó—. Era como si estuvieran hablando Dios y el diablo.

—El año pasado, cuando te dejé en la selva me dijiste que no me preocupara, que no pensabas emprender un peregrinaje en busca de Dios y el diablo en un café parisino. Me dijiste que habías dedicado toda tu existencia mortal a buscar eso en Talamasca, pero que habías cambiado.

—Sí, eso fue lo que te dije —reconoció David—. La visión ha perdido nitidez desde el día en que te hablé de ella, aunque todavía la recuerdo. Sigo creyendo que vi y oí algo extraordinario, pero me he resignado a no descubrir jamás su misterio.

—De modo que, tal como me prometiste, has decidido dejar los asuntos de Dios y el diablo para los de Talamasca.

—Dejo los asuntos del diablo a los de Talamasca —respondió David—. No creo que a la Orden le interese Dios, sino más bien otras cuestiones esotéricas y sobrenaturales.

Ese ámbito verbal me resultaba familiar. Ambos manteníamos una discreta vigilancia sobre Talamasca, por decirlo así. Sin embargo, sólo un miembro de aquella devota orden de eruditos había conocido la verdadera suerte de David Talbot, antiguo superior general, y ese ser humano había muerto. Se llamaba Aaron Lightner. La muerte del único ser humano que sabía en qué se había convertido David, que había sido su amigo cuando David era un ser mortal, al igual que David había sido amigo mío, le había causado una profunda tristeza.

—¿Acaso has tenido una visión? —me preguntó David, deseoso de retomar el hilo de la conversación—. ¿Por eso estás asustado?

—No, no se trata de algo tan claro como una visión —respondí—. Pero ese ser me persigue, de vez en cuando me permite verlo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos. A veces lo oigo conversar con otros en un tono normal, o percibo sus pasos por la calle, siguiéndome. Cuando me vuelvo, se esfuma. Lo reconozco, estoy aterrado. Las pocas veces que se muestra ante mí suelo terminar completamente desorientado, tendido en la calle como un borracho. A veces pasa una semana sin que lo vea o lo oiga. Luego, de pronto, vuelvo a captar el fragmento de una conversación...

—¿Y qué dice?

—No puedo repetir esos fragmentos en orden. Llevo oyéndolos desde hace mucho tiempo, antes de darme cuenta de su significado. Sabía que oía una voz procedente de otra estancia, por decirlo así, que no era un ser mortal que se encontrara en una habitación contigua. Pero quizá tenga una explicación natural, una razón acústica.

—Comprendo.

—Son como fragmentos de una conversación normal entre dos personas. De pronto, uno de ellos, el que me persigue, le dice al otro: «No, es perfecto, no tiene nada que ver con la venganza. ¿Acaso me crees capaz de hacer eso simplemente para vengarme?» Son frases sueltas —añadí, encogiéndome de hombros.

—¿Y crees que esa cosa, o ese ser, quiere que oigas algunas de las cosas que dice, de la misma forma que yo pienso que alguien quería que yo tuviera aquella visión en el café de París?

—Exactamente. Este asunto me está atormentando. En otra ocasión, hace dos años, me hallaba en Nueva Orleans espiando a Dora, la hija de mi víctima. Reside en el viejo convento del que te hablé, un edificio del siglo pasado, medio derruido y abandonado. Es como un viejo castillo. Pero esa hermosa joven, que parece tan frágil e inocente, vive allí sola.

»Pues bien, entré en el patio del convento, que consta de un edificio principal, dos alas rectangulares y un patio interior...

—El típico edificio construido en piedra de finales del siglo diecinueve.

—Exacto. Estaba espiando a la chica a través de las ventanas, cuando la vi avanzar por un pasillo oscuro como boca de lobo. Llevaba una linterna y cantaba uno de sus himnos. Esas gentes que predican por televisión son una curiosa mezcla entre lo medieval y lo moderno.

—Sí, creo que lo llaman la «Nueva Era» —apuntó David.

—Algo así. Como te he dicho, esa joven trabaja en una cadena religiosa ecuménica. Su programa es muy convencional. Invita a los telespectadores a creer en Jesús para salvarse. Pretende conducir a la gente hacia el cielo con sus cánticos y danzas, especialmente a las mujeres, que siempre llevan la batuta.

—Continúa, decías que la estabas espiando...

—Sí, y no dejaba de pensar en lo valiente que era. Al fin llegó a sus habitaciones, que se hallan en una de las cuatro torres del edificio, y la oí echar el cerrojo a las puertas. Pensé que no había muchos mortales dispuestos a vivir solos en un edificio tan oscuro y siniestro como aquél. Además, desde el punto de vista espiritual está contaminado.

—¿A qué te refieres?

—Está habitado por pequeños espíritus, duendes… ¿Cómo los llamáis en Talamasca?

—Trasgos.

—Hay varios en ese edificio, aunque no representan ninguna amenaza para esa joven; es demasiado valiente y fuerte para dejarse intimidar por ellos.

»No así el vampiro Lestat, que la estaba espiando. Como he dicho antes, me encontraba en el patio cuando de pronto oí una voz junto a mí, como si a mi derecha hubiera dos individuos que estuviesen manteniendo una amistosa charla. Uno de ellos, el que no se dedica a seguirme, dijo: “No tengo la misma opinión de él que tú.” Me volví precipitadamente, tratando de hallar a esa cosa, atraparla mental y espiritualmente, enfrentarme a ella, desafiarla. Estaba temblando como una hoja. Esos pequeños espíritus a los que me he referido, cuya presencia advertí en el convento... No creo que se dieran cuenta de que esa persona, o lo que fuera, me estaba hablando al oído.

—Lestat, tengo la impresión de que has perdido tu inmortal juicio —dijo David—. No, no te ofendas. Te creo. Pero retrocedamos un poco. ¿Por qué estabas siguiendo a la chica?

—Porque quería verla. Mi víctima está muy preocupada por lo que es, por los crímenes que ha cometido, por lo que las autoridades saben sobre él. Teme que cuando consigan detenerlo y los periódicos aireen el caso su hija salga perjudicada. Claro que nunca llegarán a juzgarlo, pues pienso matarlo antes de que consigan detenerlo.

—Y con ese gesto salvarías la iglesia de la chica, ¿verdad? Es decir, que vas a liquidarlo de forma expeditiva. ¿Me equivoco?

—No haría daño a esa joven por nada del mundo. Nada podría inducirme a lastimarla —contesté.

A continuación guardé silencio durante unos minutos.

—¿Estás seguro de que no te has enamorado de ella? —preguntó David—. Parece como si te hubiera hechizado.

Las palabras de David me hicieron recordar que no hacía mucho me había enamorado de una mujer mortal, una monja. Se llamaba Gretchen. La pobre había perdido la razón por culpa mía. David conocía la historia. La había escrito yo mismo; también había escrito la historia de David, de modo que él y Gretchen habían pasado a los anales de la historia en forma de personajes de ficción. David estaba al corriente de ello.

—Jamás me comportaría con Dora como hice con Gretchen —dije—. No. No voy a lastimarla. He aprendido la lección. Lo único que me interesa es matar a su padre de forma que ella sufra lo menos posible y obtenga el máximo beneficio. Ella sabe a qué se dedica su padre, pero no estoy seguro de que esté preparada para afrontar todos los problemas que se le echarían encima si lograran detenerlo y juzgarlo.

—Veo que sigues con tus jueguecitos.

—Tengo que hacer algo para distraerme, para no pensar en esa cosa que me persigue. ¡Me está volviendo loco!

—Cálmate, hombre, no te pongas nervioso.

—No puedo evitarlo —contesté.

—Dame más detalles sobre esa «cosa», cuéntame más fragmentos de conversación.

—No merece la pena repetirlos. Se trata de una discusión acerca de mí. Te aseguro, David, que es como si Dios y el diablo estuvieran discutiendo sobre mí.

Me detuve bruscamente. El corazón me latía con tal violencia que casi me dolía, lo cual resulta extraño tratándose del corazón de un vampiro. Me apoyé en la pared y observé a los clientes del bar, en su mayoría mortales de mediana edad, señoras enfundadas en anticuados abrigos de piel y hombres calvos lo suficientemente bebidos para hablar a voces y comportarse como si tuvieran veinte años.

El pianista interpretaba una melodía popular muy triste y dulce, de una obra que se había representado en Broadway. Una de las mujeres que había en el bar se balanceaba suavemente al compás de la música mientras deletreaba en silencio las palabras de la canción con sus grotescos labios pintados de rojo y se fumaba un cigarrillo. Pertenecía a una generación que llevaba tantos años fumando que le resultaba imposible dejar de hacerlo. Tenía la piel arrugada y áspera como un lagarto, pero era una vieja inofensiva y encantadora. Todos eran inofensivos y encantadores.

¿Mi víctima? La oí arriba. Seguía hablando con su hija. Trataba de convencerla de que aceptara otro regalo, creo que un cuadro.

Era evidente que mi víctima estaba dispuesta a mover montañas por su hija, pero ella no quería sus regalos y tampoco iba a salvar su alma.

Me pregunté hasta qué hora permanecería abierta la catedral de San Patricio. Dora deseaba ir allí a rezar. Como de costumbre, rechazó el dinero que le ofreció su padre. «Lo que quier

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