Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Epílogo
Agradecimientos
PRÓLOGO
¿Quién le iba a decir a él que volvería a enamorarse?
«Nunca», se había prometido hacía casi cinco años mientras estaba allí en el cementerio, de pie frente al ataúd de su esposa. Erik Cuevas estaba aturdido, sus familiares, compañeros y amigos se acercaban a darle el pésame y él asentía como un autómata; le parecía como si lo que estaba viviendo no fuera real, como si fuera una pesadilla de la que iba a despertar de un momento a otro.
Pero no era una pesadilla; cuando se quedó solo allí, sin poder apartar la mirada de aquella caja cubierta de flores, la realidad le aplastó el pecho sin apenas dejarlo respirar; se preguntó qué había hecho mal.
Su trabajo le absorbía demasiadas horas, había días en los que no iba a casa ni a dormir, y su esposa no había soportado tener que aprender a ser madre sin su apoyo. Le había fallado. Una solitaria lágrima corrió por su mejilla, pero él fue ajeno a ella.
Se sentía culpable por la prematura muerte de su mujer; si hubiese estado más horas con ella se habría dado cuenta de que algo no iba bien, y podría haber hecho algo por ella.
Esa culpabilidad había menguado con los años, pero se había cuidado muy mucho de acercarse a ninguna mujer que albergara sentimientos románticos hacia él. Cuando se daba cuenta de que querían de él algo más que pasar un buen rato, se alejaba de ellas.
No estaba dispuesto a que ninguna entrara en su vida y llegara a importarle; al final terminaría odiándolo, se sentiría abandonada y lo dejaría; él podría soportarlo, pero su hijo… No estaba dispuesto a que el niño sufriera, y así sería si el pequeño se encariñaba con una mujer que, al final, terminara abandonándolos a los dos.
El niño ya tenía una figura materna: su tata Lola, una mujer de mediana edad que había contratado cuando su esposa murió, dejándolo con un hijo de pocos meses y que, aparte de cuidar al niño, se ocupaba de la casa. Era una mujer viuda, sin parientes, que se había instalado con ellos; con el tiempo se había convertido casi en un miembro de la familia. Él le había dado carta blanca en casa, y la mujer se ocupaba de todo.
Sus padres también lo ayudaban con el niño; lo adoraban y malcriaban a conciencia, y al pequeño le encantaba ir a la casa de campo donde vivían sus abuelos y quedarse con ellos.
Si alguien le hubiera dicho que, durante el transcurso de la investigación de aquel caso, conocería a la mujer que pondría su vida patas arriba, le capturaría el corazón y el alma, le habría replicado que estaba loco.
Capítulo 1
El teléfono sonó y Erik Cuevas, agente especial, contestó sin mirar quien lo llamaba; estaba en su despacho, con sus compañeros, tratando de encontrar la mejor manera de cerrar el caso que tenían entre manos. Sus subordinados estaban convencidos de que aquel caso era una pérdida de tiempo: un adolescente había terminado en las urgencias del hospital con una sobredosis. Era algo que ocurría con frecuencia en los tiempos que corrían. Pero Erik tenía la mosca detrás de la oreja; había estado hablando con la madre del muchacho, y esta no entendía cómo su hijo había podido acceder a las drogas. Primero porque no tenía dinero, y segundo porque el muchacho era muy retraído y no salía de casa más que para ir al colegio. Cuando llegaba a casa, se dedicaba a los deberes y luego chateaba con sus amigos en el ordenador. La madre le había dicho a Erik que, debido a la distancia entre su casa y el colegio, ella lo llevaba e iba a buscarlo todos los días. Lo que no daba mucho margen al muchacho para que frecuentara los lugares donde hubiera podido hacerse con la droga.
—Para mí está muy claro —afirmó Juncosa, uno de sus compañeros—. Ya sabemos que en las escuelas hay drogas; no es nada nuevo. Alguno de sus amigos se la habrá pasado.
—¿Sin dinero de por medio? —Erik creía a la mujer cuando decía que su hijo no llevaba dinero al colegio porque, en cierta ocasión, se lo habían robado.
—Eso es lo que dice la madre. —Su compañero se había vuelto cínico con el correr de los años—. Los chicos no se lo cuentan todo a sus mamás. Tendrá sus ahorros y se los gastará en drogas. No sería ni el primero ni el último.
Erik se lo quedó mirando.
—¿Qué piensas tú, Almedo? —Su otro compañero estaba pensativo.
—Lo que me tiene desconcertado es… —Hablaba despacio, como si quisiera resolver algún misterio en su cabeza—. En general, los médicos saben cuándo un paciente les miente; estuve hablando con el doctor que lo atendió y me dijo que ese muchacho no sabía lo que le pasaba, probablemente alguno de sus amigos le había metido la droga en alguna bebida.
No estaban llegando a ninguna parte. Erik no quería cerrar el caso, cosa que sus compañeros insistían en que hiciera, pero tenía una especie de pálpito; su instinto le decía que no se trataba de muchachos gastándose bromas. Por eso, cuando contestó al teléfono su voz era casi un gruñido.
—Cuevas.
Al otro lado de la línea telefónica se oía mucho ruido y una voz rasposa que decía:
—Tengo información para usted. —Erik reconoció la voz de uno de sus confidentes, miró su reloj: eran casi las siete de la tarde, deseaba irse a casa y estar un rato con su hijo, pero con el estado de ánimo en que se encontraba…
—En el lugar de siempre, dentro de una hora. —Colgó el teléfono frunciendo el ceño. Mejor sería que la información valiera la pena.
A la hora acordada, Erik entró en la ruinosa taberna donde solía encontrarse con Pepón; era un hombre de unos treinta años que aparentaba bastantes más debido a los abusos que había cometido en su juventud. No había sustancia o bebida que no hubiera probado y, por su aspecto, abusado de ella. Ahora llevaba limpio varios meses, pero la vida que había llevado siempre estaría escrita en su cara; le habían roto la nariz en varias ocasiones y aquello ya no tenía remedio, además varias cicatrices le deformaban el rostro. Vivía en un convento para pobres, y las ropas que llevaba hacían de él un ser del cual la gente se apartaba e ignoraba. Solo lo aceptaban los que eran como él: los excluidos de la sociedad, la gente de los bajos fondos, los ignorados. Por esa razón, en varias ocasiones le había sido de utilidad.
Pepón podía parecer un idiota, pero no lo era; siempre tenía ojos y oídos alerta por si se enteraba de algo, y cuando esto pasaba, lo llamaba, y si la información era válida, Erik le daba una pequeña retribución que, según el mismo Pepón, se gastaba en prostitutas, pues ninguna mujer quería acostarse con él si no había dinero de por medio.
Cuevas se dirigió al fondo de la taberna, a la mesa donde lo estaba esperando aquel hombre; se sentó mirando a Pepón a los ojos, este le guiñó un ojo de un gris descolorido, y le sonrió con su boca desdentada. No perdió el tiempo en preliminares.
—Está ocurriendo algo gordo, jefe. —Siempre lo llamaba de aquella manera.
Erik se rascó la barbilla y se apoyó en la mugrienta mesa, sabiendo que saldría de allí oliendo a demonios. El local estaba mal ventilado y la suciedad reinaba, mirara por donde mirara. Las paredes, en algún tiempo, debieron de ser amarillas; ahora el color era más parecido al mostaza; en los cuadros que había colgados en las paredes, con escenas de caza y pesca, había una capa de suciedad que evidenciaba que el agua y el jabón brillaban por su ausencia.
A aquellas horas, la veintena de mesas que había en el local estaban todas llenas; los parroquianos, hombres mayores que jugaban a las cartas con cigarrillos entre los dientes y copas de brandy sobre las mesas, y jóvenes que querían crecer demasiado pronto, apretujándose alrededor de las mesas, bebiendo cerveza y fumando; estos últimos armaban un buen alboroto.
Miró alrededor y vio que nadie les prestaba la más mínima atención.
—¿De qué se trata?
—Es una casa del centro… Hay mucha gente saliendo y entrando.
Erik no estaba de humor para misterios.
—Bien puede ser el banco central —soltó con sarcasmo—. No es ningún delito que la gente…
—Ya… ya… ya veo que hoy no estamos de humor, jefe —lo interrumpió Pepón—. Lo que intentaba decirle es que sé de cierto que, en esa casa, se trapichea con drogas; varios de mis amigos acuden allí, pero últimamente hay mucha gente bien que también va.
Erik se lo quedo mirando, entrecerrando los ojos.
—¿Quieres decir que se ha abierto otro antro? ¿Que ha llegado otro traficante a la ciudad?
—Si ha venido o no… No lo sé. —Hizo un gesto raro con los hombros—. Lo que le digo jefe es que los que van y vienen por esa casa no son camellos comunes; yo le podría señalar todos los de esta ciudad, y esos no lo son. No, señor… Yo diría que esos no han probado la droga en su puta vida. Ni son de los que puedes encontrarte por la calle y te ofrecen un buen chute.
—Lo que me estás diciendo no tiene ni pies ni cabeza.
—Lo sé. —Pepón volvió a hacer un gesto con su cuerpo—. Uno de mis amigos me dijo que cuando llegó allí había una mujer que estaba pidiéndole… —Calló, tratando de recordar—. Espere… lo tengo en la punta de la lengua… Ah, sí, ya lo tengo: le pidió los apuntes del profesor… —volvió a quedarse callado—. Bueno, no recuerdo el nombre.
—¿Apuntes del profesor? —A Erik se le pusieron los pelos de la nuca de punta. ¿Qué significaba aquello?
—Sí, jefe, eso.
Erik se lo quedó mirando largos minutos mientras sopesaba las posibilidades de lo que se estaba formando dentro de su cabeza. «Drogas» «El muchacho con sobredosis» «La escuela» «Los apuntes del profesor».
Le hizo varias preguntas a Pepón y salió de allí con peor humor del que llevaba al llegar.
Jenny estaba tomándose una copa con sus amigos; era el día de su cumpleaños y lo estaban celebrando en la cafetería donde solían encontrarse todas las tardes al salir del trabajo. La charla, las bromas y las risotadas llamaban la atención de los clientes, pero el grupo los ignoraba. Era un rato que dedicaban, todos ellos, a desconectar de los problemas del día; allí no se hablaba de trabajo, se dedicaban a lanzarse pullas y reírse. Juan no paraba de contar chistes y todos se lo estaban pasando en grande.
Hacía bastantes años que se conocían, todos ellos habían sido compañeros en sus primeros años de estudio; luego, cada uno se había dedicado a diferentes sectores y, cuando se graduaron, siguieron viéndose; era un grupo bien avenido. Con el correr del tiempo había nacido entre ellos una camaradería poco común; si alguno tenía problemas se desahogaba con sus amigos y sus desvelos desaparecían entre consejos, bromas y chistes.
Alrededor de las diez, todos ellos se dispusieron a volver a sus casas; se despidieron en la puerta de la cafetería hasta el día siguiente. Cuando Jenny se dirigía hacia su coche, un hombre la abordó:
—Señorita, ¿puedo ver su documentación por favor? —Ella se lo quedó mirando, sorprendida.
El desconocido sacó una placa del bolsillo.
—Soy el detective Cuevas, ¿puede identificarse?
Ella buscó en su bolso y sacó su billetero; lo abrió y le tendió su carnet de conducir.
—Jennifer Castaño.
—Esa soy yo —lo dijo con una luminosa sonrisa, pensando que todo aquello era una broma de alguno de sus amigos. Él se quedó mirando aquella sonrisa; no sabía por qué le estaba sonriendo, pero sus ojos no podían apartarse de aquella boca. Haciendo un gran esfuerzo subió su mirada hasta sus ojos y quedó hechizado. Esa mirada franca y abierta lo cautivó. Se quedó sin habla.
—Bueno, detective, si me devuelve mi carnet podré irme a casa. —Ella parecía divertida y él no entendía qué era lo que le divertía tanto.
—Señorita Castaño, tengo que pedirle que me acompañe a comisaría.
—Oh… claro, y de paso quien esté detrás de esta broma se estará partiendo de risa. Dígale al sinvergüenza que sea que es tarde y estoy cansada. —A Jenny le agradaban las bromas, y esta se llevaba la palma; además, los tunantes de sus amigos habían escogido a un hombre muy guapo; grande, como a ella le gustaba; iba vestido con vaqueros y cazadora de la misma tela negra; debajo llevaba una camiseta gris que se ajustaba a su pecho musculoso. Aquellos bribones se lo habían currado. Ya les daría las gracias y unas cuantas collejas, pensó.
Cuevas entendió entonces por qué ella no paraba de sonreír; pensaba que todo era una burla.
—Esto no es ninguna guasa. Si no me acompaña de buen grado, tendré que arrestarla.
—¿Ah, sí? —Se le estaba escapando la risa.
Él frunció el ceño furiosamente.
—¡Señorita, esto no es ninguna broma! —Su mirada era incendiaria.
Jenny no se creía ni una palabra. Lo cierto era que el tipo estaba interpretando muy bien su papel.
—Ya… ya… No se preocupe, que mañana ya les arreglaré las cuentas a esos desvergonzados. ¿Cuál es el plan?
Erik estaba perdiendo la paciencia.
—Le he dicho que no estoy bromeando.
—Está bien, le seguiré la corriente. —Jenny juntó las manos delante y dijo—: Muy bien, ya puede esposarme.
Capítulo 2
Al momento, se acercaron a ellos dos hombres más: uno joven, de pelo negro que ella había visto sentado en la mesa de al lado de donde estaba con sus amigos; el hombre no había sido muy discreto y ella, en varias ocasiones, se había percatado de que estaba escuchando la conversación.
—Vaya… vaya… ¿Te has divertido? —le preguntó sin perder la sonrisa.
El tipo la miró, alzando las cejas y devolviéndole la sonrisa.
El otro era un hombre maduro que salió de un coche que estaba aparcado justo delante de la cafetería; tenía el ceño fruncido y la miraba de forma grosera.
—¿Está causando problemas? —preguntó este último de mal talante.
Jenny los miraba a los tres alternativamente.
—No estoy causando ningún problema; le estaba diciendo a su compañero que aprecio la broma, pero es algo tarde y quisiera irme a casa.
—Verá, señorita, esto no es ninguna chanza; somos agentes de la ley y creemos que lleva usted un paquete en su bolso con sustancias estupefacientes.
Jenny lo miró con los ojos muy abiertos. Iba a decir algo, pero la sorpresa era tal que se quedó con la boca abierta.
—Vamos, terminemos con esto —sugirió el hombre más maduro—. Deberíamos estar ya en comisaría, interrogando a esta señorita.
—Esto no tiene ninguna gracia. —La paciencia de Jenny se estaba acabando—. Díganle al genio que los ha contratado que se ha pasado de la raya.
Se dio la vuelta para alejarse y notó que alguien la cogía del brazo. Se volvió para cantarle las cuarenta a aquellos pesados:
—Ya le he dicho que esto no es ninguna broma.
Erik se dio perfecta cuenta del momento en que ella les creyó. Su rostro se quedó blanco y su boca abierta al soltar una exclamación.
Jenny recordó lo que habían estado diciendo y por un momento le faltó el aire.
—¿Qué tonterías está usted diciendo? —preguntó—. ¿Qué significa lo de esas sustancias y lo de estar interrogándome en comisaría?
El detective Cuevas la observaba con atención, intentando adivinar sus pensamientos; sus ojos no se apartaban de los de ella. Jenny tenía los ojos de un verde tan claro como las aguas tranquilas de un mar en calma; el detective la miraba de una forma que ella sintió que podía leerle el alma.
—¿Me permite ver su bolso? —pidió sin dejar de mirarla—. Es puro trámite.
—No hay problema. —El bolso en cuestión no era pequeño, sino una gran bolsa donde llevaba los libros de la escuela y lo normal que lleva una mujer cuando sale de casa. Además, su gran tamaño le permitía no ir cargada con bolsas cuando compraba alguna cosa. Cogió el asa que llevaba colgada del hombro y se la alargó al agente que llevaba la voz cantante.
Él se lo entregó a su compañero, el mayor de los tres.
—Mira qué tenemos aquí —acusó, sacando un paquete con jeringuillas—. ¿Esto va con la droga? —le preguntó con autosuficiencia.
—¿Qué sandeces está diciendo? —explotó Jenny.
Entonces sacó del bolso un sobre grande. Los tres hombres se miraron significativamente.
—¿Es suyo este sobre?
Ella lo miró, frunciendo el ceño.
—No.
—Entonces, ¿qué hace en su bolso? —replicó, burlándose mientras abría el sobre—. Mira lo que tenemos aquí. —Señaló, sacando del sobre un paquete que parecía polvos de talco.
Jenny se quedó sorprendida al ver aquello.
—Léele sus derechos —concluyó el detective mayor al joven de la cafetería.
Jenny se encontró de pronto vuelta contra el coche, con las manos atrás; la estaban esposando mientras…
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Si…
Todo ocurrió tan rápido que le pareció irreal. No podía ser que aquello le estuviera ocurriendo a ella.
—Ay… —Se quejó cuando le apretaron demasiado las esposas.
En un santiamén se encontró dentro del coche de los policías y se la llevaron a comisaría.
Aquello tenía que ser una pesadilla, pensaba ella mientras era conducida hacia una sala con una mesa y varias sillas alrededor.
—Siéntese —le ordenó el detective Cuevas después de sacarle las esposas—. ¿Ha entendido bien sus derechos? —Su voz era profunda, dura e intimidatoria.
—Sí —contestó ella en un susurro mientras se frotaba las marcas rojas de las muñecas.
—¿Quiere llamar a un abogado?
—Yo… no lo necesito; no he hecho nada malo.
Él levantó una ceja interrogativa.
—Entonces, ¿puede explicar todo esto? —Observó Cuevas, cogiendo el bolso y derramando todo su contenido sobre la mesa; apartó el paquete de las jeringuillas y el sobre.
Ella asintió sin atreverse a abrir la boca; el tono de voz de él se estaba volviendo cada vez más duro. Los otros dos detectives estaban con ellos en la misma sala; el joven se llamaba Almedo y el mayor, Juncosa, según había podido oír ella. Los dos se mantenían alerta junto a la puerta.
—Señorita, estoy esperando una explicación —la apremió Cuevas.
Jenny lo miró un segundo, antes de empezar a hablar:
—Verá, un compañero mío me pidió que fuera a buscar este paquete a casa de un colega.
Los tres detectives se miraron. Hacía semanas que estaban vigilando aquella dirección: la casa que el confidente de Erik le había indicado, y sabían las veces que ella había aparecido por allí.
—¿Se dedica usted a hacer de recadera? —le preguntó Cuevas con aire burlón.
Ella lo miró, con fuego en los ojos.
—No, soy profesora en la escuela Pedro Soler.
Aquel colegio era donde estudiaba su hijo; no se había enterado de que hubiera ninguna denuncia sobre drogas.
—¿Entonces?
—¿No ha hecho usted nunca ningún favor a alguno de sus compañeros? —contestó ella con desdén.
Aquella pregunta tocó alguna fibra en el interior de Cuevas.
—Sí, desde luego —aseguró, pensativo y no tan agresivo—. Pero si con el paquete va otro con jeringuillas… Yo hubiera sospechado…
—Las jeringuillas son para mí. —Él frunció el ceño—. Soy diabética.
—¡Ja! —exclamó el detective Juncosa—. ¡Menuda excusa!
Jenny lo miró, exasperada por los malos modales de aquel hombre.
—¿Por qué debería mentir con algo que puede comprobarse fácilmente? —Sacó una cadena que llevaba colgada al cuello y le enseñó la placa donde ponía que padecía de diabetes.
—Eso es una mala prueba, señorita; hasta yo mismo puedo ir al joyero para que me hagan una placa como esa.
Jenny pensó con amargura dónde estaba eso de que uno era inocente mientras no se demostrara lo contrario.
—En mi cartera encontrará mi carnet de diabética.
—Eso también puede falsificarse —agregó Juncosa con aires de superioridad.
Ella estaba poniéndose cada vez más nerviosa por las acusaciones de aquel detestable sujeto, pero logró decir:
—Solo tienen que hacerme un análisis de sangre y se percatarán de que no les miento.
Cuevas hizo un gesto con la mano para que Juncosa no siguiera acusándola; ella estaba hablando y sospechaba que sacarían más de ella si la dejaban explicarse sin atosigarla demasiado.
—Bueno, dejemos lo de las jeringuillas —pronunció, tratando de atraer otra vez la atención de Jenny, que se centraba en Juncosa—. ¿Sabía usted qué había en el sobre?
—No, él me dijo que eran unos apuntes. —El trato de él hacia ella había cambiado, se dio cuenta y pensó que tal vez la estaba creyendo.
Erik pensó en lo que le había dicho su confidente: «los apuntes del profesor».
—Verá… una vez por semana nos reunimos los profesores para decidir la mejor manera de enseñar a los niños; hablamos de nuevos métodos de enseñanza y decidimos las lecciones que daremos esa semana, entre otras cosas.
Jenny se quedó callada durante unos segundos. Su mente era un caos; en aquel momento se dio cuenta de algo: él la miró, alentándola a que siguiera.
—¿Qué era eso que había en el sobre?
Juncosa lanzó un bufido, ¿cómo si ella no lo supiera?, pensó.
—Cocaína —respondió Cuevas, mirándola intensamente.
—¡Maldita sea! —exclamó Jenny—. ¡Cada semana me pedía que fuera a buscar esos apuntes! Decía que los necesitábamos para mantenernos en el mismo nivel de enseñanza de los otros colegios. ¡Menuda farsa! —Se estaba enfadando; se levantó y empezó a andar por aquella habitación, nerviosamente—. ¡Qué idiota he sido! Me ha utilizado. Me dijo que a él le venía mal, nunca encontraba sitio para aparcar su coche, y yo lo creí. —Jenny se frotó los brazos nerviosamente.
—Menuda tontería —afirmó Juncosa—. ¿No pretenderá que nos creamos eso? Señorita, hace muchos años que estoy en el cuerpo, y he oído excusas de todo tipo, pero esta es nueva y… muy estúpida.
Ella lo miró con rabia, pero contra sí misma por haber sido tan ingenua.
Capítulo 3
Cuevas les hizo una señal a sus compañeros para que lo acompañaran fuera, algo en la manera de explicarse de aquella mujer le decía que estaba contándoles la verdad. Había asistido e interrogado a demasiada gente; sabía cómo respondían los que mentían, evitaban mirarlo a los ojos, se mostraban esquivos con las preguntas. Ella no les había mentido.
Cuando estuvieron los tres fuera de la sala, se giró hacia sus compañeros:
—La han estado utilizando.
—No seas memo —le replicó Juncosa—. No te dejes engañar por una cara bonita.
—Es algo más que eso; ¿no has visto su indignación cuando se ha dado cuenta de que han estado engañándola?
—Tonterías, esa señorita se tiene bien aprendida la lección.
—Sospecho que no es así. Hay algo que no encaja; si hubiera sabido lo que llevaba encima, no te hubiera dado el bolso tan fácilmente… Y antes de abrir la boca hubiera pedido un abogado.
—En eso tienes razón —terció Almedo.
Juncosa frunció el ceño.
—Lo que yo creo es que esos malditos camellos cada vez son más listos; se hacen los tontos para que nosotros los creamos.
—Aunque fuera así, si lo sabía también hubiera sabido que, con la cantidad que llevaba encima, iría directamente a la cárcel… ¿No crees que nos hubiera pedido un abogado?
—Tal vez pensaba que con una bonita sonrisa, y su mirada inocente, nosotros la creeríamos y la soltaríamos con una reprimenda.
—Oh… vamos —exclamó Erik.
Jenny, dentro de la sala, se reprochaba una y otra vez lo estúpida que había sido, aunque ¿quién podía imaginar todo aquello? Se sentó y estiró los brazos sobre la mesa y dejó caer su cabeza sobre la superficie plana y fría. Se sentía como si tuviera fiebre, ¡tanto era su enojo!
La puerta volvió a abrirse y entró el detective Cuevas.
—¿Se da cuenta, señorita, de que la hemos detenido con una gran cantidad de cocaína en su poder? —Señaló, apoyando las manos sobre la mesa. Ella asintió sin decir nada—. ¿Quiere llamar a un abogado?
—Voy a necesitarlo, ¿verdad? —Su voz era apenas un susurro. El asintió, mirándola fijamente a los ojos—. Si no hay más remedio…
—A propósito… Puede negarse si quiere… ¿Le importaría que le hiciéramos unos análisis mientras esperamos a que llegue?
—No… no me importa —respondió ella, abatida.
Cuando Cuevas estaba ya junto a la puerta…
—¿Puede decirme el nombre del profesor que la mandaba a por los paquetes?
Jenny no se lo pensó.
—Alberto Ventura.
Cuevas se quedó helado donde estaba, mirándola incrédulo. Ese hombre era el profesor de su hijo. ¡Maldito hijo de perra!
Jenny se quedó sola en aquella sala, perdida en sus más negros pensamientos, ¿era Alberto un drogadicto? ¿Qué hacía él con tal cantidad de droga? Eran preguntas a las que no hallaba respuesta; de repente, se abrió la puerta y entró un hombre que se identificó como agente de la policía científica. Iba a sacarle sangre; ella no dijo nada, se arremangó y dejó que él hiciera su trabajo.
Era observada a través de un espejo por Cuevas y sus compañeros.
—Te estás ablandando —replicó Juncosa a Cuevas—. ¿No lo ves claro? Recibimos continuas denuncias de que hay drogas en los colegios; nadie se explica cómo puede ser. Ahí lo tienes: son los mismos profesores los que proporcionan la droga a los alumnos. Y ella es una de esas.
—Yo tampoco lo veo tan claro —afirmó Almedo—. He detenido a muchos camellos, y nadie ha reaccionado como ella: ninguno te hubiese dicho nada sin la presencia de un abogado. Ella te ha contado toda la historia sin apenas presionarla. Me tiene desconcertado.
—Eso son vuestras malditas hormonas; solo veis en ella una cara y un cuerpo bonito, si tuvierais mi experiencia pensaríais de otro modo.
Cuevas no podía apartar sus ojos de ella: se la veía derrotada, no había puesto ningún tipo de reparo en contarles toda la historia, incluso les había dado el nombre del camello.
—¿No te das cuenta, Juncosa, de que si ella supiera dónde estaba metida no te hubiera dicho nada? Y menos el nombre de quien le hace los encargos. Si él llega a enterarse de que lo ha delatado… ¿Qué crees que hará? Su vida no va a importarle un carajo.
El detective se dio cuenta de la verdad que esas palabras encerraban; aun así, no terminaba de verlo claro.
Al cabo de un buen rato apareció el responsable de la científica y les confirmó que, efectivamente, Jenny era diabética; también les aconsejó que le dieran algo de comer, pues ella tenía que inyectarse su dosis de insulina. Los tres se miraron; ninguno de ellos se había encontrado jamás con una persona de aquellas características. Juncosa, escéptico por naturaleza, les dijo que él se encargaría del asunto. Cuevas y Almedo se quedaron allí: detrás del cristal, observando lo que pasaba. Vieron al detective entrar en la sala con un bocadillo.
—Tome, señorita Castaño, nuestros compañeros nos han informado de que usted nos decía la verdad… En cuanto a su diabetes. Supongo que tendrá que inyectarse su dosis de insulina.
—No la llevo encima, la tengo en casa.
—Eso va a ser un problema —comentó este, sin saber a ciencia cierta qué hacer.
Los dos se miraron, él esperaba a que ella dijera algo que la delatara. Jenny notó que sus modales habían cambiado: ahora se mostraba más amable con ella; supo que ese hombre le tendería una trampa en cualquier momento.
—¿Sabe cuánto tiempo más voy a ser retenida aquí? —Él la miró como si hubiese dicho una barbaridad; ella le devolvió una mirada interrogante.
—Es posible que estemos toda la noche aquí… Y también es muy probable que, con la cantidad de droga que llevaba encima, el juez la mande a la cárcel —afirmó sin preámbulos.
Ella pareció achicarse en la silla donde estaba sentada, incluso perdió el poco color que quedaba en su rostro.
—Entonces sí t