Título original: Belinda
Traducción: Lourdes Ribes
Ante la imposibilidad de contactar con el autor de la traducción, la editorial
pone a su disposición todos los derechos que le son legítimos e inalienables.
1.ª edición: septiembre 2011
© 1986 by Anne Rice bajo el seudónimo Anne Rampling
© Ediciones B, S. A., 2011
para el sello Zeta Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.15642-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-135-4
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A la memoria de
JOHN DODDS
1922-1986
Estimado editor, mentor y amigo
ESTA NOVELA
ESTÁ DEDICADA
A MÍ
Bend down, bend down. Excess
is the only ease,
so bend. The sun is in the tree.
Put your mouth on mine. Bend down
beam & slash, for Dread is dreamed-up-scenes
of what comes after death. Is being
fled from what bends down in pain.
The elbow bends in the brain, lifts the cup.
The worst is yet to dream you up,
so bend down the intrigue
you dreamed. Flee the hayneedle in the brain’s tree.
Excess allures by leaps. Stars burn clean. Oriole
bitches and gleams. Dread is the fear of being less
forever. Son bend. Bend down and kiss
what you see.
Excess Is Ease
STAN RICE
Abandónate, abandónate. El exceso
es el único alivio,
así que abandónate. El sol está en el árbol.
Pon tu boca sobre la mía. Abandónate al
rayo y al ardor, pues el miedo son escenas soñadas
de lo que sucede tras la muerte. Es ser rechazado por
lo que se inclina con dolor.
En la mente el codo se dobla, alza la copa.
Lo peor está todavía por soñarte,
así que doblega la intriga que
soñaste. Huye de la aguja de heno en el árbol del cerebro.
El exceso atrae por oleadas. Las estrellas se consumen. La oropéndola
se asoma y se lamenta. El miedo es el temor a ser menos
para siempre. Así que abandónate. Inclínate y besa
cuanto veas.
El exceso es alivio
STAN RICE
Contenido
Portadilla
Créditos
En memoria
Dedicatoria
Cita
I. El mundo de Jeremy Walker
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
II. Con la participación de Belinda
Intermezzo
III. Champagne Flight
1
2
3
4
5
6
7
8
9
IV. La jugada decisiva
I
EL MUNDO DE JEREMY WALKER
1
Lo primero que me vino a la mente cuando la vi en la librería fue: «¿Quién será?» Jody, la publicista, la señaló y me dijo:
—Mira allí tienes una admiradora entusiasta. —Y añadió—: La rubita.
Rubio era ciertamente el cabello que le caía sobre los hombros. Pero ¿quién era ella en realidad?
Pensé fotografiarla, pintarla, tocar sus sedosos muslos desnudos bajo la cortita falda plisada de colegio católico. Sí, pensé en todo eso, debo admitirlo. Hubiera querido besarla, saber si su piel era tan suave como me parecía en aquel momento, como la de un bebé.
Sí, estaba allí desde el principio, me di cuenta en cuanto me miró con una sonrisa incitante y llena de experiencia que hizo que sus ojos fueran, por un momento, los de una mujer.
Llevaba zapatos planos y con cordones, bolso colgado al hombro y calcetines blancos que le cubrían la pantorrilla. Tenía que ser una alumna de colegio privado, arrastrada por la cola que se formaba fuera de la librería, mientras trataba de ver qué estaba sucediendo.
Sin embargo, algo extraño en ella me hacía suponer que debía tratarse de «alguien». No era su porte necesariamente, ni la manera en que estaba de pie con los brazos cruzados, mirando con tranquilidad cuanto sucedía en la presentación del libro. La juventud de hoy día parece haber heredado ese aire, que es tan enemigo suyo como lo fue la ignorancia de mi generación.
A pesar de la arrugada blusa estilo Peter Pan que llevaba y del jersey anudado con desenvoltura en torno a los hombros, ella tenía un resplandor que hacía que pareciese recién salida de Hollywood. Su piel estaba demasiado homogéneamente dorada por el sol (habida cuenta de sus sedosos muslos y de que llevaba una falda muy corta) y su cabello largo y suelto era casi del color del platino. Se había aplicado lápiz de labios con mucho cuidado, y muy probablemente con la ayuda de un pincel. Todo ello hacía que sus ropas escolares se convirtieran en una especie de disfraz elegido con esmero.
Podía muy bien haber sido una niña actriz, desde luego, o una modelo de las que yo había fotografiado a menudo y que podían comercializar su imagen juvenil hasta los veinticinco o los treinta años. Ciertamente no le faltaba belleza. Tenía los labios carnosos, algo fruncidos, como los de un niño de pecho. Tenía la imagen perfecta. Dios mío, era preciosa.
Sin embargo, esta observación tampoco me parecía correcta. De cualquier manera ella se me antojaba demasiado mayor para ser una de las pequeñas lectoras de mis libros que, acompañadas de sus madres, se agolpaban ahora a mi alrededor. Aun así, no tenía la sensación de que fuese lo bastante mayor para formar parte de mis fieles lectoras adultas, que con suaves y avergonzadas disculpas seguían comprando todas mis nuevas obras.
No, ella no encajaba bien allí. Y a mí, bajo la suave iluminación eléctrica que a la luz del día reinaba en la abarrotada librería, me parecía estar viendo a un ser imaginario, una alucinación.
Parecía haber algo inmaterial en ello, y sin embargo ella era muy real, quizá más de lo que yo lo haya sido nunca.
Me obligué a mí mismo a no mirarla fijamente. Tenía que seguir escribiendo en los ejemplares de En busca de Bettina, según me los iban dejando a mano las chiquillas con las caritas levantadas.
«Para Rosalind, la del precioso nombre», «Para Brenda, la de las lindísimas trenzas» o «Para la bonita Dorothy, con mis mejores deseos».
—¿Es cierto que usted también escribe los diálogos de las historias?
Sí, claro.
—¿Hará usted más libros sobre Bettina?
Lo intentaré. Pero éste es el séptimo. ¿Acaso no son suficientes? ¿Qué crees tú?
—¿Bettina es una chica real?
Lo es para mí, ¿y para ti?
—¿Hace usted también los dibujos del programa del sábado por la mañana de Charlotte?
No, los hace la gente de televisión. Aunque deben esmerarse en hacerlos iguales a los míos.
Hacía mucho calor para ser San Francisco, aun así la cola llegaba hasta la puerta y, según me comentaron, incluso hasta la esquina. En San Francisco nadie está preparado para el calor. Me volví para ver si ella seguía en el mismo lugar. Sí, allí estaba. Y de nuevo sonrió de aquella manera reservada que no admitía discusión.
Venga, Jeremy, pon atención en lo que estás haciendo, no defraudes a todo el mundo. Dedícale una sonrisa a cada una. Escúchalas.
Aparecieron dos niñas más, salidas del colegio; llevaban pintura al óleo en las sudaderas y en los tejanos, y traían el enorme libro El mundo de Jeremy Walker, que había sido publicado en Navidad.
Cada vez que veía el ostentoso volumen me sentía confuso, pero ¡cuánto había significado! Un gran testimonio, después de tantos años, cuyo contenido no sólo estaba repleto de soberbias comparaciones con Rousseau, Dalí y hasta con Monet, sino también lleno de análisis mareantes.
«Desde el principio el trabajo de Walker ha trascendido la mera ilustración. Aunque sus pequeñas protagonistas sugieren en un primer momento la dulzura sacarosa de Kate Greenaway, el complejo entorno en que se hallan las hace tan originales como el desasosiego que producen.»
Hacer que alguien pague cincuenta dólares por un libro me parece obsceno.
—Sabía que era usted un artista desde que tenía cuatro años..., solía recortar las páginas de sus dibujos, las enmarcarba y las colgaba en la pared.
—Gracias.
—Valen cada penique que he pagado. Vi su obra en la Rhinegold Gallery de Nueva York.
Sí, Rhinegold siempre ha sido bueno conmigo, hacía exposiciones de mi trabajo cuando todo el mundo decía que yo no pasaba de ser un autor para niñas. El bueno de Rhinegold.
—Cuando el Museo de Arte Moderno esté dispuesto a admitir...
Es el viejo dicho, ya se sabe. Cuando haya muerto. (No hay que mencionar el trabajo expuesto en el Centre Pompidou de París. Eso sería demasiado arrogante.)
—Quiero decir que vaya porquerías consideran ellos que son trabajos serios. ¿Ha visto usted?
Sí, porquerías, tú lo has dicho.
No dejes que se vayan con la idea de que no soy como esperaban que fuera, haz como si no hubieras oído lo que murmuraban sobre «sensualidad velada» y «luz y sombra». Esto refuerza el ego, no cabe duda. Todos los actos de firma de libros lo hacen. Aunque también sea un purgatorio.
Se acercó otra madre joven con dos copias ajadas de ediciones antiguas. A veces he acabado firmando más ejemplares de viejas ediciones que de la recientemente aparecida y bien dispuesta en pilas sobre las mesas de la entrada.
Naturalmente, cada vez me llevo a toda esa gente metida en la cabeza cuando me voy a casa, la tengo presente en el estudio en cuanto cojo el pincel. Están tan presentes como las paredes.
Las quiero. Sin embargo, tenerlas frente a frente me resulta siempre muy penoso. Prefiero leer las cartas que me llegan de Nueva York en dos paquetes cada semana y mecanografiar cuidadosamente las respuestas en soledad.
Querida Ginny:
Sí, todos los juguetes que aparecen en las escenas de la casa de Bettina se hallan en la mía, es cierto. Y las muñecas que dibujo son antiguas, aunque los viejos trenes Lionel pueden comprarse todavía en muchas tiendas. Quizá tu madre puede ayudarte a encontrarlos, etc.
—No podía irme a dormir a menos que ella estuviera leyéndome Bettina.
Gracias, sí, gracias. No sabes cuánto significa para mí oírte decir eso.
El calor ya estaba resultando insoportable. Jody, la bonita publicista de Nueva York, me susurró al oído:
—Dos libros más y se habrán agotado.
—¿Quieres decir que ya puedo emborracharme?
Se oyó una sonrisa reprensora. A mi lado, una jovencita de cabellos negros me miraba con una expresión de lo más transparente; tanto podía ser de miedo como de vacío. Jody me pellizcó el brazo.
—Sólo era una broma, querida. ¿Te he dedicado ya el libro?
—Jeremy Walker nunca bebe —dijo la madre, que estaba a su lado, con una sonrisa irónica pero franca. Se oyeron más risas.
—¡Se han agotado los libros! —indicó el dependiente haciendo un gesto con las manos—. ¡Agotados!
—¡Vámonos! —dijo Jody, cogiéndome del brazo con fuerza. Y acercando sus labios a mi oído, añadió—: Para tu información han sido mil ejemplares.
Otro empleado se ofreció para ir a la esquina a por más ejemplares, a Doubleday; de hecho, ya estaba alguien llamándole.
Me di la vuelta. ¿Dónde estaba mi chica rubia? La tienda iba quedándose vacía.
—Diles que no lo hagan, que no traigan más libros. No puedo firmar ninguno más.
La rubita se había ido. Pero yo no la había visto moverse de su sitio. Me vi escudriñando el lugar, buscando un parche de tartán en la muchedumbre, el sedoso cabello del color del maíz. Nada.
Con mucho tacto, Jody estaba diciendo a los dependientes que íbamos a llegar tarde a la fiesta del editor en el Saint Francis. (Se trataba de la gran fiesta que daba la American Booksellers Association en honor de la editorial.) No podíamos llegar tarde.
—La fiesta..., había olvidado que teníamos que asistir —dije. Hubiese deseado aflojarme la corbata pero no lo hice. Cada vez que se publicaba uno de mis libros, me juraba a mí mismo que asistiría a firmarlos vestido con un suéter y con el cuello de la camisa desabrochado, y que por supuesto gustaría igual a todo el mundo, pero nunca me decidía a hacerlo. Así que ahora me hallaba atrapado en medio de una ola de calor con mi chaqueta de paño de lana y mis pantalones de franela.
—¡Se trata de la fiesta en la que puedes emborracharte! —susurró Jody, mientras me empujaba hacia la puerta—. ¿De qué te quejas?
Cerré los ojos durante unas décimas de segundo tratando de visualizar a la muchacha rubia tal como era: con los brazos cruzados y apoyada en el mostrador de los libros. ¿Había estado masticando chicle? Recuerdo sus labios rosados, del color de los caramelos de fresa.
—¿Es necesario ir a la fiesta?
—Oye, mira, habrá muchos otros autores en ella.
Lo cual significaba que estaría Alex Clementine, el autor y también estrella de cine de esta temporada (y mi gran amigo), así como Ursula Hall, la reina de los libros de cocina, y también Evan Dandrich, el autor de novelas de espionaje. Es decir, los supervendedores. Los pequeños autores respetables y los que escribían cuentos cortos no aparecerían por ningún lado.
—Puedes limitarte a estar.
—¡A estar yéndome a mi casa, por ejemplo!
Fuera era mucho peor, el olor de la gran ciudad se elevaba desde las aceras de un modo poco habitual en San Francisco, y un cierto aire viciado soplaba entre los edificios.
—Podrías hacerlo incluso dormido —comentó Jody—. Son los mismos reporteros de siempre, los mismos columnistas.
—¿Entonces por qué asistir siquiera? —pregunté. Aunque conocía bien la respuesta.
Llevaba diez años colaborando con Jody en ese tipo de asuntos.
Habíamos pasado de aquellos primeros tiempos, en los que prácticamente nadie quería entrevistar a un autor de libros para niños y hacer promoción significaba una o dos dedicatorias en alguna tienda infantil, a la locura de las últimas presentaciones, en que cada libro aparecido traía consigo peticiones de entrevistas en programas de televisión y radio, charlas sobre las películas de dibujos animados en producción, artículos intelectuales en las revistas; y la pregunta incansablemente repetida: ¿Cómo se siente al tener libros infantiles en las listas de los libros más vendidos para adultos?
Jody siempre había trabajado mucho, al principio obteniendo publicidad y ahora tratando de protegerme de ella. No estaría bien desaparecer si ella deseaba que asistiera a esa fiesta.
Atravesamos la Union Square con su sucio asfalto, sorteando los acostumbrados grupitos de turistas y vagos, bajo un cielo de luminiscencia descolorida.
—Ni siquiera tienes que hablar —dijo ella—. Sonríe y deja que coman y se tomen sus copas. Tú siéntate en un sofá. Tienes los dedos manchados de tinta. ¿Has oído hablar alguna vez de los bolígrafos?
—Querida mía, le estás hablando a un artista.
Me asaltó un sentimiento de tristeza y de pánico a la vez cuando volví a pensar en la chica rubia. Si pudiera ir a mi casa ahora, probablemente podría pintarla o por lo menos trazar un esbozo antes de que los detalles desaparezcan como por encantamiento. Había algo en su nariz, su naricita respingona, y en la forma de sus labios llenos y pequeños. Tal vez serían así durante toda su vida, y bien pronto llegaría a odiarlos, pues sin duda ansiaba parecer una mujer hecha y derecha.
¿Pero quién era ella? Como si hubiera una respuesta concreta, me hacía de nuevo la pregunta. Era posible que la fascinación tan fuerte que emanaba crease siempre una sensación de reconocimiento. Alguien que debía conocer, con quien debía de haber soñado o de quien siempre había estado enamorado.
—Estoy muy cansado —comenté—. Será este maldito calor, no pensé que acabaría cansándome tanto.
La verdad es que me sentía agotado, incapaz de sonreír y deseoso de cerrarle sencillamente la puerta a todo.
—Bueno, pues deja que los demás sean el centro de atención. Ya conoces a Alex Clementine. Mantendrá a todo el mundo hipnotizado.
Sí, es bueno que Alex esté allí. Y todo el mundo ha dicho que la historia que ha escrito sobre la vida en Tinseltown es maravillosa. Desearía poder apartarme de todos e irme con Alex, encontrar un rincón en el bar y respirar tranquilo, pero a Alex le gustan mucho estas fiestas.
—Quizá tenga una segunda oportunidad.
Según avanzábamos hacia Powell Street una bandada de palomas se lanzó en nuestra dirección. Un hombre que llevaba muletas quería dinero suelto. Una especie de mujer fantasma llevaba un ridículo casco plateado con las alas de Mercurio y cantaba suavemente una espantosa canción con un amplificador casero. Alcé la mirada y vi el viejo edificio del hotel, siniestro e impasible, con su fachada gris como el carbón y sus torres elevándose con toda limpieza por detrás.
Me vino a la memoria una especie de vieja historia de Hollywood que me había contado Alex Clementine sobre el actor de cine mudo Fatty Arbuckle, que había lastimado a una jovencita en este hotel: un escándalo de alcoba que sucedió en un tiempo anterior al nuestro y que arruinó la carrera de aquel hombre. En este momento, Alex debía de estar contando esa historia unos pisos más arriba. Seguro que no dejaría pasar la oportunidad de hacerlo.
Un trolebús abarrotado pitó a los taxis que estaban interfiriendo en su camino y nosotros atravesamos precipitadamente la calle por delante de él.
—Jeremy, sabes que puedes estirarte durante unos minutos, descansar los pies y cerrar los ojos, entre tanto yo te llevaré un poco de café. De hecho hay una habitación disponible allí arriba, la suite presidencial.
—De modo que puedo dormir en la cama del presidente —le dirigí una sonrisa—. Creo que te haré caso.
Me gustaría haber captado el modo en que su rubio cabello bajaba hacia los hombros formando un triángulo de bucles. Creo que en parte lo llevaba recogido atrás, aunque tenía muy buena caída y espesor. Estoy convencido de que ella creía que era demasiado rizado y eso es lo que me habría respondido si yo le hubiese dicho lo bonito que lo tenía. Aunque todo aquello se refería a la apariencia. ¿Qué decir de la tormenta en mi corazón cuando vi su mirada? Con tantas caras vacías a derecha e izquierda, vislumbré un hogar en aquellos ojos. ¿Cómo podría yo reproducir eso?
—Una buena siesta presidencial y te sentirás perfectamente para la cena.
—¿Cena? ¡No me hablaste de ninguna cena!
Me dolía el hombro. Y también la mano. Había dedicado mil libros. Estaba mintiendo y lo sabía muy bien. Se me había avisado de todo.
Fuimos tragados por la dorada penumbra del vestíbulo del Saint Francis y alcancé a oír el inevitable ruido de la muchedumbre mezclándose con los débiles compases de una orquesta. Enormes columnas graníticas se remontaban hasta sus capiteles corintios. Se oía la porcelana y la plata. Se percibía el aroma de un recipiente lleno de flores caras. Todo parecía moverse, los dibujos de la moqueta incluidos.
—No me hagas eso —me estaba diciendo Jody—. Le diré a todo el mundo que estás molido, yo hablaré por los dos.
—Sí, cuéntalo todo tú, sea lo que sea.
¿Y no hay nada nuevo que contar? ¿Cuántas semanas lleva ya el libro en la lista de superventas del New York Times? ¿Es cierto que yo tengo una buhardilla llena de pinturas que nadie ha visto nunca? ¿Habrá pronto alguna exhibición en un museo? ¿Qué me dices de las dos obras expuestas en el Centre Pompidou? ¿Me apreciaban más los franceses que los americanos? Y por supuesto habría que hablar del enorme libro publicado sobre mi obra, así como de las diferencias entre el programa matinal del sábado de Charlotte y las películas animadas que probablemente iban a realizarse en Disney. Y sin duda harían la pregunta que más me irritaba: ¿Qué hay de nuevo o diferente en el último libro, En busca de Bettina?
Nada. Ése es el problema. Absolutamente nada.
El temor estaba creciendo dentro de mí. No puedes decir las mismas cosas quinientas veces sin acabar como un muñeco abandonado. La cara y la voz se te vuelven mortecinas, y ellos lo saben. Además se lo toman como algo personal. Últimamente había dejado escapar alguno de esos comentarios inoportunos. La semana anterior estuve a punto de decirle a un entrevistador que me importaba un bledo el programa de los sábados por la mañana de Charlotte, ¿por qué tuvo que hacer que me sintiera avergonzado?
Bueno, catorce millones de jovencitas miran el programa y Charlotte es mi creación. ¿Entonces de qué estaría yo hablando?
—¡Oh!, no mires ahora —susurró Jody—, pero ahí está de nuevo tu entusiasta admiradora.
—¿Quién?
—La rubita. Está esperándote junto a los ascensores. Me libraré de ella.
—¡No, no lo hagas!
Allí estaba, desde luego, apoyada contra la pared como por casualidad, igual que junto al mostrador de libros. Pero, en cambio, esta vez llevaba uno de mis libros bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano, al que le dio una corta calada, despreocupadamente, como una chiquilla callejera.
—Vaya por Dios, ha robado ese libro, sé que lo ha hecho —afirmó Jody—. Ha estado por allí toda la tarde y no ha comprado nada.
—Déjalo —le respondí con un hilo de voz—. No somos la policía de San Francisco.
Acababa de apagar el cigarrillo en la arena del cenicero y se dirigía hacia nosotros. Llevaba en la mano el libro La casa de Bettina; se trataba de un ejemplar nuevo de un viejo título. Lo debí de escribir en la época en que ella nació. No quise pensar en ello. Apreté el boton del ascensor.
—Hola, señor Walker.
—Hola, señorita rubia.
De su boquita de niña pequeña salió una voz suave que se parecía a la de una mujer adulta y que me trajo a la mente el chocolate líquido, el caramelo, todas las cosas deliciosas. Me resultaba muy difícil de soportar.
Sacó su pluma de un bolso de piel como los de correos.
—Tuve que comprar éste en otra tienda —explicó. Sus ojos eran de un increíble color azul—. Los de la presentación se agotaron antes de que me diera cuenta.
¡No es una ladrona, lo ves! Cogí la pluma de su mano. Sin ningún éxito intentaba situar su voz geográficamente. Escogía las palabras como si fuera británica, pero no tenía acento inglés.
—¿Cómo te llamas, señorita rubia? ¿O quizá debo escribir «señorita rubia»?
Tenía pecas en la nariz y un ligero toque de máscara gris en las pestañas. De nuevo aparecía su destreza. Los labios pintados de un rosa color chicle, perfecto en su pequeña boca besucona. Y vaya sonrisa. ¿Todavía respiro?
—Belinda —respondió—. Pero no tiene que escribir nada. Sólo firme con su nombre. Eso será suficiente.
Seguía con su aplomo, utilizando palabras moduladas y espaciadas con regularidad, para hacer más clara la articulación. La fijeza de su mirada me dejaba pasmado.
Ahora me parecía tan joven... Si no fuera porque a cierta distancia no cabía duda de su edad, en esos momentos me parecía una niña. Acerqué la mano para acariciarle el cabello. Nada ilegal en este gesto, creo. Aun teniéndolo espeso, cedió bajo mi mano como si estuviera lleno de aire. Además tenía hoyuelos, exactamente dos y pequeños.
—Muy amable de su parte, señor Walker.
—Es un placer, Belinda.
—He oído decir que iba usted a venir aquí. Espero que no le haya molestado.
—De ninguna manera, querida. ¿Quieres venir a la fiesta?
¿Había dicho yo eso?
Jody me lanzó una mirada de incredulidad. Mantenía abierta la puerta del ascensor.
—Claro, señor Walker, si usted quiere que vaya.
Sus ojos eran azul marino, entonces lo vi. No podrían ser de otro color. Dirigió la mirada hacia el ascensor de cristal, tras de mí. Tenía huesos pequeños y la postura erguida.
—Por supuesto que quiero —repliqué. Las puertas silbaron al cerrarse—. Es una fiesta para la prensa y estará llena de gente.
Todo muy oficial, como se ve, yo no abuso en absoluto de los niños, y nadie va a llenarse las manos al coger tus preciosos cabellos. Cuyas mechas de color amarillento, de no ser tan claras de manera natural, no serían del color del platino.
—Creía que estabas agotado —dijo Jody.
El ascensor comenzó a elevarse y a atravesar silenciosamente el techo del viejo edificio permitiendo que viéramos a nuestro alrededor la ciudad hasta la bahía, con tanta claridad que resultaba sobrecogedor. La Union Square se iba quedando más y más pequeña.
Cuando bajé la vista vi que Belinda me estaba mirando, y al dirigirme otra vez una sonrisa, de nuevo aparecieron sus hoyuelos por un segundo.
Con la mano izquierda sostenía el libro cerca de sí. Y con la derecha cogió otro cigarrillo corto del bolsillo de su blusa. Llevaba un paquete azul de Gauloises totalmente arrugado.
Busqué mi encendedor.
—No hace falta, mire —dijo, dejando que el cigarrillo colgara de su labio y cogiendo una caja de cerillas de su bolsillo con la misma mano.
Conocía el truco. Pero no creía que ella fuese a hacerlo. Con una mano abrió la caja de cerillas, cogió una, la dobló, cerró la caja y frotó la cerilla con el pulgar.
—¿Lo ve? —añadió, al tiempo que acercaba la llama al cigarrillo—. Lo he aprendido hace poco.
Me eché a reír. Jody, vagamente sorprendida, se quedó mirándola.
Y yo no podía dejar de reírme.
—Sí, está muy bien —dije—. Lo has hecho perfectamente.
—¿Eres lo bastante mayor como para fumar? —le preguntó Jody, y dirigiéndose a mí, añadió—: No creo que tenga edad suficiente para fumar.
—Dale un respiro —la espeté—. Vamos a una fiesta.
Belinda estaba todavía mirándome y se deshacía en risitas entrecortadas sin el más mínimo sonido. Acaricié de nuevo su cabello y el pasador que lo sujetaba hacia atrás.
Era un pasador grande y plateado. Tenía suficiente cabello como para dos personas. Hubiera querido acariciar su mejilla, sus hoyuelos.
Entonces ella miró hacia abajo, mientras el cigarrillo volvía a colgar de su labio, y metiendo la mano en el amplio bolso sacó unas enormes gafas de sol.
—No creo que sea lo bastante mayor como para fumar —repetía Jody—. Además, no debería fumar en el ascensor.
—Pero si no hay nadie más que nosotros.
Belinda llevaba las gafas puestas cuando se abrieron las puertas.
—Ahora estás en lugar seguro —le dije—. Nadie va a reconocerte.
Me lanzó una corta mirada sorprendida. Bajo la montura cuadrada de las gafas, su boca, sus mejillas y aquella piel tan tersa me parecían todavía más adorables.
No podía soportarlo.
—Nunca se es demasiado precavido —reconoció sonriente.
Mantequilla, así era su voz, como mantequilla derretida, que a mí me gusta más que el caramelo.
La sala estaba abarrotada y llena de humo. La profunda voz de actor de cine de Alex Clementine podía oírse por encima del resto de conversaciones. La reciente reina de los libros de cocina, Ursula Hall, estaba siendo totalmente acosada. Tomé el brazo de Belinda y, al tiempo que respondía al saludo de unos y otros, me abrí paso a empujones en dirección al bar. Pedí un whisky con agua y ella me susurró que quería lo mismo. Decidí correr el riesgo.
Sus mejillas se veían tan llenas y suaves que hubiese querido besarlas y también su boca de azúcar.
Llévatela a una esquina, pensé, y dale conversación hasta que memorices cada detalle y así puedas pintarla más tarde. Dile que eso es lo que estás haciendo y ella lo entenderá. No hay nada lascivo en querer pintarla.
El hecho es que podía estar viéndola ya en las páginas de un libro, y su nombre provocaba en mi mente un encadenamiento de palabras que tenían que ver con un viejo poema de Ogden Nash: «Belinda vivía en una pequeña casita blanca...» Se sujetó las gafas y su fino brazalete de oro emitió un destello. Los cristales de las gafas eran de un rosa lo bastante claro como para dejarme ver sus ojos. En el brazo un ligero bello blanquecino resultaba prácticamente invisible. Miraba a su alrededor como si no le gustara estar allí, y al poco comenzó a atraer las inevitables miradas. ¿Cómo podía alguien evitar mirarla? En un gesto que demostraba lo incómoda que se sentía, bajó la cabeza. Por vez primera me fijé en sus pechos bajo la blusa blanca, bastante grandes por cierto. El cuello de la camisa se abrió ligeramente y pude entrever su piel morena...
Pechos en un bebé como ella, imagínate.
Cogí las dos bebidas. Era mejor apartarse de la vista del camarero antes de darle a ella su vaso. Ahora deseaba haber pedido ginebra. No había modo de simular que las que llevaba eran bebidas refrescantes.
Alguien me tocó el hombro. Era Andy Fisher, columnista del Oakland Tribune y viejo amigo. Yo tenía problemas para no derramar las dos bebidas.
—Sólo quiero saber una cosa, una sola —dijo, mientras le dirigía una mirada a Belinda—. ¿Acaso te gustan los niños?
—¡Qué chistoso eres, Andy! —Belinda se estaba alejando y yo la seguí.
—Te lo pregunto en serio Jeremy, nunca me lo habías dicho, ¿de verdad te gustan los niños? Eso es lo que quiero saber...
—Pregúntale a Jody, Andy. Jody lo sabe todo.
Capté una mirada de Alex a través del gentío.
—En el piso duodécimo de este mismo hotel —estaba diciendo Alex—, y ella era un verdadero encanto de jovencita; se llamaba Virginia Rappe. Y, por supuesto, Arbuckle era famoso por estar bebido en circunstancias como...
¿Dónde demonios estaba Belinda?
Alex se volvió, me vio mirándole y me saludó. Le devolví un breve saludo. Pero había perdido a Belinda.
—¡Señor Walker!
Allí estaba ella. Me hacía señas desde la puerta, indicándome un pequeño pasillo. Parecía que estuviera escondiéndose. De nuevo alguien me había cogido por la manga, se trataba de un columnista de Hollywood que me desagradaba bastante.
—¿Qué hay de la posible película, Jeremy? ¿Has cerrado el trato ya con Disney?
—Eso parece, Barb. Pregúntale a Jody, ella lo sabe. Aunque puede que no sea con Disney, probablemente será con Rainbow Productions.
—He visto esa pequeña dedicatoria dulzona que te han escrito esta mañana en el Bay Bulletin haciéndote la pelota.
—Pues yo no.
Belinda me dio la espalda, se fue con la cabeza gacha.
—Bien, pues he oído que la negociación para la película ha naufragado. Creen que eres demasiado difícil, que tratas de enseñar a dibujar a sus artistas.
—Estás equivocado, Barb. —Que te den morcilla, Barb—. No me importa lo más mínimo lo que hagan.
—El artista concienzudo.
—Por supuesto que lo soy. Los libros son para siempre. Ellos pueden quedarse con las películas.
—Por el justo precio, tengo entendido.
—Y por qué no, me gustaría saberlo. ¿Pero por qué pierdes el tiempo con esto, Barb? Puedes seguir escribiendo tus mentiras habituales sin necesidad de oír la verdad de mis labios, ¿no?
—Creo que estás un poco bebido para participar en una fiesta publicitaria, Jeremy.
—No estoy bebido en absoluto, ése es el problema.
Sólo hacía falta que me diera la vuelta para que ella desapareciese.
Belinda se acercó y tiró de mi brazo. Gracias, querida. Nos dirigimos hacia el otro lado del pequeño corredor. Había un par de baños juntos y una habitación que, según pude ver por la puerta abierta, tenía su propio baño. Ella miró hacia su interior y después en dirección a mí; sus ojos eran oscuros y decepcionantemente adultos tras los cristales rosa. En ese momento podría haber sido una mujer, salvo por las gafas rosa que hacían juego con los labios de caramelo de fresa.
—Escucha, quiero que creas lo que voy a decirte —le dije—. Quiero que comprendas que soy sincero.
—¿Sobre qué?
Otra vez los hoyuelos. Su voz hacía que desease besarla en el cuello.
—Quiero hacer tu retrato —proseguí—, única y exclusivamente pintarte. Me gustaría que vinieras a mi casa. No hay nada más en ello, te lo juro. He utilizado modelos en innumerables ocasiones. Me las envían agencias especializadas. Me gustaría pintarte...
—¿Por qué no debería creerle? —preguntó, casi con una carcajada. Pensé que se repetirían las risitas del ascensor—. Lo sé todo sobre usted, señor Walker, he leído sus libros toda mi vida.
Con su ajustada falda plisada, que mostraba los muslos desnudos por encima de las rodillas, y balanceando las caderas, se dirigió a la habitación que tenía la puerta abierta. Me deslicé tras ella, manteniendo una corta distancia, sin dejar de mirarla. Su cabello era largo y le cubría la espalda.
El sonido de fondo se iba amortiguando y el aire resultaba un poco más fresco. Un muro de espejos producía la sensación de un espacio increíblemente grande.
Se volvió hacia mí.
—¿Puedo coger mi whisky? —preguntó.
—Naturalmente.
Dio un pequeño sorbo y miró de nuevo a su alrededor. Entonces se quitó las gafas, las metió en el bolso abierto y volvió a mirarme. Me pareció que sus ojos nadaban en la luz de las tenues lámparas y en los reflejos que hacían en los espejos.
La habitación, llena de telas y almohadones, me pareció excesivamente recargada; además parecía extenderse hacia el infinito a través de los espejos. No había ángulos en ningún sitio. La luz era suave como una caricia. La cama cubierta con satén dorado parecía un gran altar. Las sábanas eran sin duda suaves y frescas.
Apenas advertí en qué momento había dejado el bolso y apagado el cigarrillo. Volvió a sorber el whisky sin parpadear. No estaba disimulando. Tenía una calma extraordinaria. No creo siquiera que supiese que la estaba observando.
De pronto me invadió una tristeza que seguramente tenía que ver con su juventud, con lo bonita que se la veía bajo cualquier tipo de luz y con el hecho de que al parecer a ella no le importaba la iluminación que hubiera. Me di cuenta de lo viejo que yo era, y de que toda la gente joven, hasta la más anodina, había comenzado a parecerme hermosa.
No sabía a ciencia cierta si aquello era una bendición o todo lo contrario. Sólo sé que me entristecía. No quería pensar en ello. Y tampoco quería estar allí con ella. Era demasiado.
—¿Así que vendrás a casa, entonces? —pregunté.
Ella no respondió.
Se fue hacia la puerta, la cerró y dio la vuelta al pestillo; el ruido de la fiesta simplemente desapareció. Se quedó de pie apoyada en la puerta y tomó otro sorbo de su bebida. No sonrió ni soltó más risitas. Lo único que había allí eran sus pequeños y adorables labios besucones, sus ojos de mujer adulta y sus pechos presionados bajo la blusa de algodón.
Sentí cómo mi corazón se cerraba de repente. A continuación me subió un doloroso calor a las mejillas y un cambio de engranajes me convirtió de hombre en animal. Me pregunté si ella tenía la más remota idea de aquella transformación, si cualquier jovencita podía en realidad saberlo. De nuevo pensé en Arbuckle. ¿Qué había hecho? Había arrancado y hecho trizas las ropas de la predestinada y sorprendida Virgina Rappe, o algo parecido. Había destrozado su carrera, probablemente en menos de quince minutos...
Su cara era tan fervorosa como inocente. Sus labios estaban húmedos por el whisky.
—No me hagas esto, querida —dije entonces.
—¿Así que no quieres? —preguntó.
Dios mío. Creí que fingiría no entenderme.
—Esto no es demasiado inteligente —repuse.
Tenía la certeza absoluta de que no iba a ponerle la mano encima. Con cigarrillo o sin él, con whisky o sin whisky, ella no era ninguna chica de la calle. Las perdidas no eran así; no, de ningún modo. Yo sólo había recurrido a ellas alguna vez en mi vida, lo había hecho en las pocas ocasiones en que el deseo y la oportunidad se habían unido con más calor de lo que yo hubiera deseado. La vergüenza nunca desaparecía, y la que sentiría ahora habría de ser insoportable.
—Vamos, querida, abre la puerta —le insté.
No hizo nada. No podía imaginar qué le estaría pasando por la cabeza. La mía parecía estar abandonándome. De nuevo volvía a mirar sus pechos, sus calcetines tan ajustados a la pantorrilla. Hubiese querido quitárselos, como se desprende la piel de un fruto. Bueno, exactamente creo que debe decirse destriparlos. No quería pensar en Fatty Arbuckle. No se trata de asesinato, sólo es sexo. ¡Ella tendrá unos dieciséis años! No, sólo es otro apartado del código criminal, eso es todo.
Ella puso su vaso sobre la mesa y se me acercó despacio. Levantó los brazos, los puso alrededor de mi cuello y sentí sus suaves mejillas de niña junto a mi cara, sus pechos contra mi pecho, mientras entreabría sus acaramelados labios.
—¡Oh! Mi rubita —susurré.
—Belinda —replicó quedamente.
—Mmmmmm... Belinda.
La besé. Levanté su falda plisada y deslicé las manos hacia sus muslos, que eran tan finos como su cara. Sentí bajo las braguitas de algodón sus nalgas prietas y suaves.
—Vamos —me dijo al oído—. ¿No deseas hacerlo antes de que vengan y lo estropeen todo?
—Querida...
—Cómo me gustas.
2
Desperté cuando oí el chasquido del pestillo de la puerta al cerrarse. El reloj digital de la mesilla de noche me indicó que había dormido durante media hora por lo menos. Ella se había ido.
Encontré mi billetero sobre los pantalones, y el dinero seguía en el clip sujeta-billetes de plata, dentro del bolsillo.
O no lo había encontrado o no había tenido intención de robarme en ningún momento. No pensé mucho en ello. Me hallaba demasiado atareado vistiéndome, peinándome, alisando la cama y tratando de llegar a tiempo a la fiesta para encontrarla. También estaba muy ocupado sintiéndome culpable.
Naturalmente ella se había ido de allí.
Ya había recorrido parte del camino hacia el primer piso cuando me di cuenta de que aquello era inútil. Ella me llevaba una buena ventaja. Aun así, estuve buscando en los pasillos enmoquetados y tenuemente iluminados, y entré y salí de las elegantes tiendas de ropa, e incluso de los restaurantes.
Traté de comprobar preguntando al portero de la entrada si la había visto o le había conseguido un taxi.
De nuevo había desaparecido. Y yo estaba allí, de pie y pensando, a última hora de la tarde, que lo había hecho con ella, que seguramente sólo tendría dieciséis años y que debía ser la hija de alguien. El hecho de que hubiera sido maravilloso no me servía de consuelo.
La cena fue especialmente desagradable. Por más Pinot Chardonnay que sirvieron, en nada la mejoraron. Sólo se habló de grandes contratos, mucho dinero, agentes, televisión y películas. Y Alex Clementine no estaba allí para aportar algo de su encanto. Le estaban reservando para la cena que, en su nombre, se celebraría durante la semana.
Cuando el tema de mi nuevo libro salió a colación, me escuché a mí mismo diciendo:
—Pues mira, es lo que mis lectoras querían.
Y dicho esto me callé.
Un escritor serio, artista, o lo que sea que quiera que yo sea, debe ser lo bastante listo como para no decir esas cosas. Y lo más sorprendente es que haberlo hecho me cogió desprevenido. Quizás había empezado a creer en mi propia inspiración, o a creer que la mía era la inspiración. En cualquier caso, cuando la cena hubo terminado, yo ya me sentía despreciable.
Estuve pensando en ella. Cuán tierna y frágil me había parecido y al mismo tiempo qué segura de sí misma. Independientemente de su ternura, no me pareció que le resultara nuevo hacer el amor. Y sin embargo había sido muy delicada y romántica en el modo de besarme, tocarme y dejar que la acariciara.
No sentía el más mínimo remordimiento de conciencia, ni la anticuada vergüenza o provocación que aquél pudiera producir. No, nada de eso experimentaba.
Me enloquecía pensar en ello. No podía creerlo.
Había sucedido demasiado deprisa. Y después, el haber dormido un poco con mi brazo rodeándole el cuello. No había advertido que ella se fuera sigilosamente. Sentía odio hacia mí mismo y rabia hacia ella.
Estaba convencido de que era una niña rica que quizás había hecho novillos en la escuela y que ahora, a salvo en su mansión de Pacific Heights, le contaba por teléfono a alguna de sus amiguitas todo lo que había estado haciendo. No, aquello no encajaba. Ella era demasiado dulce para hacer eso.
Antes de abandonar el centro de la ciudad compré una cajetilla de Gauloises: muy fuertes, sin filtro, demasiado cortos. Eran exactamente los que a una chiquilla le resultarían románticos. Los de mi generación beat fumábamos Camel. Así que ella prefería Gauloises.
Fumé uno de aquellos cigarrillos durante el trayecto a casa en el taxi al tiempo que la buscaba con la mirada por todas las calles.
Era verdaderamente extraño en San Francisco pero todavía hacía calor después de anochecer. Por suerte las grandes habitaciones con techo alto de mi vieja casa victoriana seguían manteniendo una temperatura fresca.
Preparé un café, me senté durante un rato y, mientras fumaba otro de aquellos desagradables pitillos, recorrí con la vista el salón en penumbra, y seguía pensando en ella.
Había juguetes por todas partes. El polvo y el desorden de una tienda de antigüedades reflejado en las usadas alfombras orientales. Estaba bastante harto de todo aquello. Sentí el deseo irrefrenable de tirarlo todo a la calle, de dejarlo todo vacío y las paredes desnudas. Pero estaba seguro de que lo lamentaría después.
Me había costado veinticinco años coleccionar aquellas cosas y me gustaban mucho. Constituían toda la decoración en su momento, cuando yo empezaba. Compré la primera muñeca de anticuario cuando escribí El mundo de Bettina, también compré el primer viejo tren de ancho de vía normal, así como la primera casa de muñecas victoriana, grande y caprichosa, porque éstas eran las cosas de Bettina, y yo necesitaba tenerlas ante mí cuando realizaba las pinturas.
Primero las fotografiaba en blanco y negro desde todos los ángulos y posibles combinaciones. Después llevaba las fotos al estudio y desarrollaba el trabajo en óleo sobre tela a partir de las pautas que me daban estas fotografías.
Con el tiempo me empezaron a gustar los juguetes por sí mismos. Cuando encontré la nada frecuente muñeca francesa, de gran belleza hecha de porcelana, con ojos almendrados y arrugadas ropas de encaje, se me ocurrió construir el libro Los sueños de Angelica en torno a ella. Y a medida que transcurrían los años seguía funcionándome el sistema: los juguetes contribuían a crear libros, los libros devoraban juguetes, y así sucesivamente.
El carnaval celestial lo escribí a partir del viejo caballo de tiovivo que había fijado al suelo y al techo con su eje de latón. Creé la serie llamada Charlotte en el ático inspirado en el payaso mecánico y en el caballo mecedor hecho de cuero y con ojos de cristal. A continuación hice Charlotte en la playa, para el que compré el cubo y la vasija oxidados, así como el vagón antiguo. Y después realicé un conjunto de libros bajo el título genérico de Charlotte en el espejo oscuro, en los que hice aparecer casi todas mis posesiones, transformando los colores y realizando nuevas mezclas.
Charlotte era mi mayor éxito hasta la fecha y tenía su propio programa de dibujos animados en televisión los sábados por la mañana. Los juguetes aparecían bien reproducidos en los fondos. También aparecían en los dibujos, así como en el resto de mis libros: el reloj de pared de mi abuelo y el conjunto de muebles de anticuario que había esparcido por toda mi casa. Yo vivía dentro de mis pinturas, siempre lo había hecho, incluso antes de haber pintado la primera, supongo.
En algún lugar entre el polvo tenía también reproducciones de Charlotte hechas en plástico, se trataba de muñecas que tenían mucha salida en las tiendas y que se vendían con pequeños y vulgares vestidos de época en un lote. Sin embargo, esta menuda creación rígida no podía compararse con las bellezas del siglo diecinueve que se amontonaban en el cochecito de mimbre o que recubrían la parte superior del gran piano del salón comedor.
No me gustaba ponerme a mirar el programa del sábado por la mañana, porque a pesar de que la animación era excelente y los detalles minuciosos —bien se habían asegurado mis agentes de que lo fueran—, no me gustaban las voces.
Ninguno de los que hacían el programa tenía la voz de Belinda, con aquel tono meloso que poseía su propia música. Y era una pena, pues Charlotte debería haber tenido una buena voz. Era Charlotte la que de verdad me había hecho famoso, con la pequeña ayuda de Bettina, naturalmente, de Angelica y de todas mis otras chicas.
Muchos otros escritores y dibujantes para niños habían rehecho cuentos de hadas, al igual que yo con La bella durmiente, Cenicienta y El sastrecillo valiente. Y aun otros habían creado preciosas ilustraciones, historias de suspense y divertidas aventuras. Pero mi don particular había sido el de inventar jóvenes heroínas y el de conformar cada página dibujada de acuerdo con sus personalidades y emociones.
Muy al principio mis editores habían insistido en que pusiera chicos en mis libros, para ampliar el número de lectores, decían; pero yo nunca caí en la tentación de hacerlo. Cuando estaba con mis chicas sabía donde me hallaba y podía aportar a cada historia toda mi pasión. Solía mantener el enfoque ajustado. Y no me importaban ni lo más mínimo los críticos que tanto ahora como entonces trataban de ridiculizarme.
Cuando Charlotte apareció en escena, las cosas que sucedieron me cogieron por sorpresa. En efecto, a diferencia de las otras, Charlotte se fue haciendo mayor en los libros. Pasó de ser una tierna niña abandonada de siete años a una adolescente. Lo cual nunca sucedió con las otras.
Mi mejor trabajo era Charlotte, teniendo en cuenta que incluso ella dejó de crecer y mantiene la edad de trece años aproximadamente, desde que firmé el contrato con la televisión.
A partir del momento en que empezó a emitirse la serie, y a pesar de la gran demanda de libros sobre ella, no he podido volver a pintarla. Se ha ido. Ahora es de plástico. Y lo mismo puede llegar a ocurrirle a Angelica si por fin se firma el acuerdo para la película de dibujos animados.
Es posible que nunca llegue a terminar el libro de Angelica que empecé hace un par de semanas.
Esa noche nada de esto me importaba: Bettina, Angelica..., ya estaba cansado de ellas. Estaba harto de todo y la convención de vendedores de libros contribuía a que lo afrontase. El agotamiento venía de lejos. En busca de Bettina, ¿qué significaba? ¿Ni siquiera yo podía ya encontrarla?
Fumé otro Gauloises y me relajé.
La fiesta, la cena, el ruido y el bullicio estaban dejando por fin de afectarme. Y tal como había de ser, la sombría quietud de la habitación me estaba reconfortando. Dejé que mis ojos miraran de un lado a otro, del descolorido papel de la pared a las polvorientas lágrimas cristalinas de la lámpara de araña, cuyos fragmentos de luz atrapaban los espejos oscuros.
No, todavía no estaba preparado para tirarlo todo a la calle, no en esta vida desde luego. Tengo necesidad de todas estas cosas cuando vuelvo de los hoteles, librerías y reporteros...
Imaginaba a Belinda montada en el caballo del tiovivo, o sentada con las piernas cruzadas junto al óvalo de la pista del tren de juguete, con su mano sobre la oxidada locomotora. Me la imaginaba reclinada en el sofá entre todas las muñecas. ¿Cómo había dejado que se marchase de aquel modo?
En mi pensamiento volví a desnudarla. Vi la marca en forma de reja que habían dejado los ribetes de los calcetines en sus doradas pantorrillas. Había temblado de placer cuando recorrí suavemente esas marcas con mis uñas para coger finalmente sus desnudos pies por el suave empeine. La luz no le importaba. Fui yo quien la apagó cuando empecé a desabrocharme la camisa.
¡Al diablo con todo!
Tendrás suerte si no acabas en la cárcel algún día por culpa de estas cosas, y aún te permites enfadarte con ella por haberse ido sin que te enteraras. Y también por ir con mujerzuelas, aunque te digas a ti mismo que está bien porque después les das un montón de dinero. «Toma, compra el billete de autobús para irte a casa.» «Anda, ten esto hasta que puedas comprarte un billete de avión.» ¿Qué comprarán con el dinero? ¿Bebida, cocaína? Es su problema, ¿no?
Mira, te has librado otra vez, eso es todo.
Sonaron las diez en el reloj de pared del abuelo. Los platos pintados situados sobre los mantelillos del salón comedor resonaron a su vez con una suave música. Había llegado el momento de intentar pintarla.
Me serví otra taza de café y subí las escaleras hacia el estudio, en el ático. El olor familiar del aceite de linaza, de las pinturas y de la trementina me pareció maravilloso. Eran aromas que significaban el hogar y la seguridad del estudio.
Antes de encender las luces, bebí un poco de café y miré, por los grandes ventanales sin cortinas, en todas direcciones. Aunque esa noche no había niebla, seguramente la habría al día siguiente. Era lo lógico después de un día caluroso. En la habitación trasera tendría frío al levantarme. Pero por el momento, la ciudad brillaba con una misteriosa y espectacular nitidez que no se reducía a un mero mapa de luces.
Se percibía cierto color apagado en las torres rectangulares, desde el centro de la ciudad hasta el techo picudo de las casas de Queen Anne, bajando hacia Noe Street y en el Castro.
Las telas apiladas por todas partes parecían descoloridas y raídas.
Cambié el aspecto general al encender las luces. Me arremangué, puse una pequeña tela en el caballete y comencé a esbozarla.
Raramente realizo esbozos, y cuando lo hago significa que no sé por dónde voy. Tampoco empleo un lápiz. Acostumbro hacerlo con un pincel fino al que le he escurrido la pintura al óleo en la paleta, casi siempre utilizo tierra de sombra natural o tierra siena tostada. Muchas veces lo hago cuando estoy cansado y en realidad no deseo pintar, otras porque tengo miedo.
Esta vez era una ejemplo de lo último. No podía recordar los detalles. No podía ver en absoluto los rasgos de su cara. Era incapaz de reproducir aquel encanto que había sido la causa de que lo hiciera con ella. No se trataba sólo de su disponibilidad. No, no soy tan estúpido ni despreciable, ni estoy tan moralmente podrido. Quiero decir que soy un hombre adulto y que podría haber luchado para evitar aquella situación.
Braguitas de algodón, rojo de labios y azúcar. ¡Mm!
No estaba bien. Había conseguido la pirámide que formaban sus cabellos, desde luego, y el espeso y suave nido de cabellos. También había resuelto bien las ropas, pero no era Belinda.
Decidí volver a trabajar en la gran tela que estaba haciendo para mi siguiente libro, se trataba de un jardín exuberante por el que Angelica iba de un lado a otro buscando al gato que se había perdido. Me dediqué a las brillantes y amplias hojas verdes, a las ramas abultadas de los robles, al musgo que caído sobre el alto césped, había dado paso al gato que ahora mostraba una mueca de odio —cuidado Angelica— como la del tigre de Blake.
A mí todo me parecían clichés, mis clichés. Al rellenar de pintura el cielo ominoso del fondo y los árboles sobresalientes, era como si yo fuera un piloto automático a alta velocidad.
Estuve a punto de no contestar cuando a medianoche sonó el timbre de la puerta de entrada.
Después de todo, podía ser uno de mis cinco o seis amigos beodos, y era más que probable que fuese el artista sin éxito que quería pedirme cincuenta dólares prestados. En aquel momento deseaba haber dejado cincuenta dólares en el buzón del correo. Seguro que él hubiera dado con ellos, pues estaba acostumbrado.
El timbre volvió a sonar, pero no tanto tiempo ni tan fuerte como él solía hacerlo. De modo que podía ser Sheila, mi vecina de la puerta de al lado, que había venido a decirme que su compañero de habitación homosexual estaba peleándose con su amante y que necesitaban que fuese allí al momento.
¿Para qué?, diría yo. Pero si atendía la llamada seguro que iría con ella. O peor aún, les invitaría a entrar. Y oiría su discusión, y beberíamos hasta que acabásemos borrachos. Al final Sheila y yo terminaríamos yendo juntos a la cama, ya fuera por hábito, soledad o compulsión. No, no esta vez, no después de Belinda, eso quedaba fuera de dudas, no debía responder.
Tercera llamada, tan corta y educada como las demás. ¿Por qué no juntaría Sheila las manos en torno a su boca, gritando mi nombre y contándomelo todo de modo que pudiera oírlo desde arriba?
Entonces se me ocurrió: Belinda, habría encontrado mi dirección en mi cartera. Ésa era la razón por la que estaba encima de mis pantalones.
Bajé los dos tramos de escaleras corriendo, abrí la puerta de la entrada y la vi cuando se estaba alejando; llevaba el mismo bolso de piel colgado del hombro.
Llevaba el pelo recogido, los ojos con un contorno negro y rojo oscuro en los labios. Si no hubiera sido por su bolso, como los de correos, no la hubiese reconocido de inmediato.
En cierto modo parecía incluso más joven, probablemente a causa de su cuello largo y sus mejillas de bebé. Me pareció muy vulnerable.
—Soy yo, Belinda —dijo—. ¿Recuerdas?
Le preparé una sopa de lata y puse un bisté en la parrilla. Me dijo que se sentía confundida, alguien había roto el cerrojo de la puerta de su habitación y tenía miedo de quedarse a dormir allí esa noche. La atemorizaba que alguien pudiera irrumpir en su habitación, como había sucedido otras veces. Le habían robado la radio, que era la única cosa de valor que podían llevarse. Estuvieron a punto de robarle las cintas de vídeo.
Se comió una rodaja de pan untado de mantequilla con la sopa, pues estaba muerta de hambre. Pero en ningún momento dejó de fumar o de beber el whisky que le había servido. Esta vez los cigarrillos eran negros con una bandas doradas: Sobranie Black rusos. Se pasó el tiempo mirando a su alrededor. Le gustaban mucho los muñecos. Lo único que le hizo ir a la cocina fue el hambre.
—¿Dónde está esa habitación con cerrojo? —le pregunté.
—En el Haight —respondió—. Se trata de un viejo piso grande, un lugar que podía parecerse a éste si alguien quisiera conservarlo. Pero es sólo un sitio donde las chicas alquilan habitaciones. Está lleno de colillas. No hay agua caliente. Yo tengo la peor habitación porque fui la última en llegar. Compartimos el baño y la cocina, pero se necesita estar loco para cocinar allí. Podré conseguir otra cerradura mañana.
—¿Por qué vives en un sitio así? —le pregunté—. ¿Dónde están tus padres?
Bajo la luz vislumbré reflejos rosa en su cabello. ¡Llevaba las uñas pintadas de negro! Y todos aquellos cambios desde la tarde. Un disfraz sustituyendo a otro.
—Es muchísimo más limpio que cualquiera de los albergues de los barrios bajos —contestó. Dejó con cuidado la cuchara y no trató de sorber el resto de la sopa. Tenía las uñas tan largas que parecían las de un muerto—. Sólo necesito estar aquí esta noche. Hay una ferretería en el barrio de Castro en la que puedo encontrar un nuevo cerrojo.
—Es peligroso vivir en un sitio como ése.
—¿Lo dices en serio? Tuve que poner yo misma unas barras en la ventana.
—Te podrían violar.
—¡Eso ni lo digas! —repuso visiblemente agitada. A continuación elevó la mano en petición de silencio. ¿Había pánico detrás de su maquillaje? El humo del cigarrillo formó una nube.
—Bien, y por qué demonios no...
—Oye, no pierdas el sueño por este asunto, ¿vale? Lo que quiero es pasar aquí la noche.
El tono melodioso casi había desaparecido. Voz pura de California. En aquel momento podía ser oriunda de cualquier parte. Sin embargo todavía me sonaba melosa.
—Debe de haber algún sitio mejor que ése.
—Es barato y es mi problema. ¿De acuerdo?
—¿Eso crees?
Partió otro trozo de pan francés. El trabajo que había hecho con el maquillaje no estaba nada mal, sólo que era escandaloso. Y el suave vestido negro de tela de gabardina era de tienda clásica barata. O bien lo había heredado de su abuela. Se ajustaba perfectamente sobre sus pechos y bajo sus brazos. De la cinta que llevaba en el cuello se habían caído algunas lentejuelas.
—¿Dónde están tus padres? —pregunté de nuevo, mientras le daba la vuelta al bisté.
Masticó el pan, lo tragó y su cara adquirió una expresión bastante severa cuando me miró. El espeso maquillaje en los ojos la hacía parecer aún más dura.
—Si no quieres que me quede me marcharé —repuso—. Lo comprenderé perfectamente.
—Pues claro que quiero que te quedes —le dije—, lo único que quiero es saber...
—Entonces no me preguntes por mis padres.
No respondí.
—Si vuelves a mencionar eso me marcharé. —Lo dijo con suavidad y educación—. Es la forma más fácil de librarte de mí. Nada de sentimientos contrariados. Solamente me iré.
Saqué el bisté de la parrilla, lo puse en un plato y apagué el fuego.
—¿Vas a volver a hablar de ello? —me preguntó.
—No. —Le puse el plato en la mesa, así como un cuchillo y un tenedor—. ¿Quieres un vaso de leche?
Me dijo que no. El whisky le parecía lo bastante bueno, sobre todo por tratarse de un buen escocés. A menos, claro, que tuviera bourbon.
—Tengo bourbon —repuse con un hilo de voz. Aquello era delictivo. Fui a por el bourbon y le preparé una bebida suave.
—Ya has puesto bastante agua —dijo.
Mientras daba rápidos mordiscos al bisté no dejaba de mirar alrededor de la cocina, a los bocetos que yo había apilado y a las muñecas que habían acabado en algún estante. Una de mis primeras pinturas estaba colgada entre los armarios. No era muy buena pero se trataba de la casa de Nueva Orleans donde yo crecí, la casa de mi madre. Ella se detuvo a contemplarlo. Miró también la vieja y usada estufa de hierro con la baldosa en blanco y negro.
—Tienes una casa de ensueño, ¿no crees? —comentó—. Y éste es también un buen bourbon.
—Puedes dormir en una cama de cuatro columnas si lo deseas. También tiene un dosel. Es muy vieja. La traje de Nueva Orleans. La pinté en mi libro La noche antes de Navidad.
Se quedó encantada.
—¿Es donde tu duermes?
—No, yo duermo en la habitación de atrás con la puerta abierta a la terraza. Me gusta el aire de la noche. Utilizo un jergón en el suelo.
—Dormiré donde tú quieras —respondió. Comía con increíble rapidez. Me apoyé en el fregadero y me quedé mirándola.
Tenía las piernas cruzadas y las tiras de sus pequeños zapatos que cubrían el empeine eran muy bonitas. La servilleta formaba un cuadrado perfecto en su falda. Pero lo más exquisito era su cuello. Eso y la suave caída de sus hombros bajo la gabardina negra.
Ella pensaría que parecía una adulta. Pero tanto el esmalte de uñas como el maquillaje y el vestido de cóctel la hacían parecer en realidad una joven actriz porno.
Ver como se levantaba de esa forma, bebiendo bourbon y fumando aquel cigarrillo, era como ver a la pequeña actriz Tatum O’Neal fumando pitillos en la película Luna de papel. Los niños no necesitaban ir desvestidos para resultar sexuales. Bastaba convertirles en mayores, indicarles que hicieran cosas de adultos.
El problema era que ella me había parecido igual de atractiva con su uniforme de escuela católica, desde el instante en que la vi.
—¿Por qué no duermes conmigo en la cama de cuatro columnas? —me preguntó. Utilizó la misma voz sencilla y fervorosa que en la suite del hotel.
Yo no le respondí nada. Miré en la nevera, cogí una cerveza y la abrí. Bebí un trago largo. Aquí acaba mi actividad de pintor por esta noche, pensé de un modo un poco estúpido, pues sabía que no iba a pintar. Aunque todavía podía fotografiarla.
—¿Cómo te las has apañado para seguir viva tanto tiempo? —le pregunté—. ¿Sólo eliges escritores famosos?
Me estuvo estudiando un rato largo. Cogió la servilleta y se limpió los labios con fastidio. Hizo un pequeño gesto despectivo con la mano derecha agitando sus delgados dedos.
—No te preocupes por eso.
—Pero alguien debería preocuparse —dije yo.
Me senté frente a ella. Casi había terminado su bisté. La pintura en sus ojos le daba cierto dramatismo cuando miraba hacia abajo o hacia arriba. Su cabeza parecía una tulipa.
—Yo soy muy juiciosa —repuso, mientras separaba con cuidado la grasa de la carne—. He de serlo. Quiero decir que estoy en la calle, con habitación o sin ella. Yo voy..., ya sabes..., sin rumbo fijo.
—No parece que te guste.
—Y no me gusta —asintió, ligeramente incómoda—. Es como el limbo, no es nada... —se calló—. Ir así a la deriva es un enorme desperdicio de todo.
—¿Cómo lo haces? ¿De dónde obtienes todos tus ingresos?
No respondió. Dejó esmeradamente el cuchillo y el tenedor sobre el plato vacío y encendió otro cigarrillo. En esta ocasión no repitió el truco de la caja de cerillas. Utilizó un pequeño encendedor de oro. Se reclinó y puso un brazo cruzando el pecho y el otro levantado con la mano inclinada sujetando el cigarrillo con dos dedos. Una pequeña dama con el cabello teñido con mechas rosa y boca rojo ardiente. Sin embargo su cara era totalmente opaca.
—Si necesitas dinero puedo dártelo —le dije—. Podías habérmelo pedido esta tarde. Te lo hubiera dado.
—¡Y tú piensas que yo vivo peligrosamente!
—Recuerda lo que te he dicho sobre hacerte fotos —dije, y cogí uno de los cigarrillos de su paquete que prendí con su encendedor—. Estrictamente material digno. No estoy hablando de desnudos. Me estoy refiriendo a hacer de modelo para mis libros. Puedo pagarte por ello...
No dijo nada. La imperturbabilidad de su cara me ponía un poco nervioso.
—Me paso el tiempo fotografiando chicas jóvenes por mi trabajo. Les pago siempre. Me las envían agencias especializadas. Les saco fotos con vestidos antiguos. Después utilizo las fotografías para hacer mis pinturas en el estudio de arriba. Muchos artistas trabajan de esta forma hoy día. No encaja con la idea romántica del artista que pinta partiendo de cero, pero el hecho es que los artistas siempre han...
—Ya sé todo eso —murmuró—. He pasado toda mi vida entre artistas. Bueno, como si fueran artistas. Y, por supuesto, puedes fotografiarme y pagarme igual que a las otras modelos. Pero no es eso lo que quiero de ti.
— ¿Qué es lo que quieres?
—A ti. Hacer el amor contigo, desde luego.
La estuve mirando un largo rato.
—Alguien llegará a hacerte daño —le dije.
—No tú —repuso—. Tú eres exactamente como yo siempre pensé que serías. O incluso mejor. En realidad eres más loco.
—Soy el hombre más aburrido del mundo —repliqué—. Todo lo que hago es pintar, escribir y recoger chatarra.
Ella sonrió, una larga sonrisa esta vez. Casi como una carcajada irónica.
—Todos esos cuadros —dijo—, con esas chicas paseándose por oscuras mansiones y jardines exuberantes, esas puertas secretas...
—Has estado leyendo a los críticos. Les encanta poder ir a la ciudad a costa de un hombre de pelo en pecho que hace libros llenos de chicas jóvenes.
—¿Acaso hablan también de eso? Resulta todo tan siniestro y tan erótico...
—No es erótico.
—Sí lo es —insistió—. Tú sabes que lo es. Cuando yo era pequeña solía quedarme hechizada al leer tus libros. Sentía como si me ausentara de este mundo.
—Bien. ¿Qué hay de erótico en eso?
—Tiene que ser erótico. En ocasiones ni siquiera quería empezar a leer, ¿sabes?, no quería deslizarme dentro de la casa de Charlotte. Tenía sentimientos extraños sólo con mirar a Charlotte subiendo por las escaleras con aquel camisón de noche, llevando un candelabro en la mano.
—No es erótico.
—¿Entonces cuál es la amenaza? ¿Qué hay detrás de las puertas? ¿Por qué las chicas están mirando todo el tiempo por el rabillo del ojo?
—No soy yo quien las persigue —le dije—. No quiero levantar sus vestidos largos.
—¿No eres tú? ¿Y cómo es eso?
—Odio todo esto —repuse educadamente—. Trabajo seis meses en un libro, vivo en él, sueño con él. No lo cuestiono. Me paso doce horas diarias pintando y repintando las telas. Y entonces alguien quiere tratar de explicarlo en quinientas palabras o en cinco minutos. —Alargué el brazo y le cogí la mano—. Trato de evitar este tipo de discusión con la gente que no conozco. La gente a la que conozco nunca me hace esto.
—Desearía que te hubieras enamorado de mí —me dijo.
—¿Por qué?
—Porque eres alguien de quien vale la pena estar enamorada. Y si estuviera enamorada ya no viviría sin rumbo. Empezaría a ser alguien. Por lo menos mientras estuviera contigo.
Pausa.
—¿De dónde eres? —pregunté.
No hubo respuesta.
—Estoy todo el tiempo tratando de situar tu voz.
—Nunca lo conseguirás.
—Un momento, es de California. Pero después se mezcla un cierto deje..., un acento.
—Nunca lo adivinarás.
Retiró su mano.
—¿Quieres que duerma en la cama grande contigo? —inquirí.
—Sí —repuso inclinando la cabeza.
—Entonces haz algo por mí.&