Contenido
Notas de la autora
PRIMERA PARTE
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SEGUNDA PARTE
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TERCERA PARTE
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Epílogo
La autora
A mis padres, a mi hermana...
«El tiempo es una cierta parte de la eternidad. No hay ventaja alguna en conocer el futuro; al contrario, es doloroso atormentarse sin provecho. No saber lo que ha ocurrido antes de nosotros es como seguir siendo niños.»
MARCO TULIO CICERÓN
«Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico, no hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco iris y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe, y por la certidumbre, casi total, de su propia ignorancia.»
JORGE LUIS BORGES
Notas de la autora
Hace siete años escribí mis primeras notas de autora y lo hice con la siguiente reflexión:
«El tiempo no es un barco que aparece de pronto sobre la línea del horizonte, sin pasado, sin memoria; antes ha vivido otras singladuras, ha recorrido otras extensiones, y ese trayecto continúa presente.»
Solo en mis mejores sueños me hubiera atrevido a pensar que la historia que vas a leer, querido lector, sería galardonada con el premio Néstor Luján de novela histórica y que su recorrido sería tan longevo y feliz.
Es por ello que, en primer lugar, deseo darte las gracias. Gracias por tu fidelidad y confianza, por tu cariño, por cada aportación y mirada que enriquecen mi universo literario y personal.
Gracias, muchísimas gracias, a Ediciones B por darle una nueva oportunidad a mi primera obra narrativa, por permitirme, después de publicar cuatro novelas más, regresar sobre mis propios pasos. Sobre todo porque creo que lo hago siendo más sabia, más conocedora de mis debilidades y fortalezas.
Aquella primera vez, en febrero del 2008, me hallaba en plena escritura cuando se impuso una pausa forzosa. Albert, uno de mis hijos, tuvo un accidente muy grave. Durante unas semanas tuve que concentrarme en respirar y coger fuerzas. Ahora tengo muy presente la noche que retomé la historia. Instalada en el hospital, era incapaz de recordar cuáles eran las circunstancias que rodeaban a mis personajes. Pasé pantallas hasta la última línea, donde se explicaba la lucha entre la vida y la muerte del protagonista. La situación era muy parecida a la que vivía mi hijo Albert. En La princesa de jade, a Úrian se le iba la vida ante la mirada impotente de todos aquellos que le querían. Una maldita infección ganaba terreno y ninguno de los remedios parecía ser capaz de detenerla.
Por unos momentos me pareció una broma de mal gusto y estuve a punto de cerrar el ordenador y lanzarlo todo por la borda. Pero no fue así como sucedió. En diferentes hospitales, junto a la cama, reemprendí el camino, confiada, hasta el desenlace de mi novela.
Seguramente, la historia que escribí habría sido parecida. Pero el tono, la sensibilidad, el aprendizaje y la lucha que acompañaron la escritura fueron decisivos. La complicidad con mi hijo la marcó muy de cerca. Hoy sé que el dolor no fue gratuito para ninguno de los dos.
Mi afán por la documentación me hizo viajar a París, al Museo Guimet de las Artes Asiáticas, para observar de cerca estatuillas chinas de la época, leer buenas traducciones de poesía china o ensayos sobre las mujeres en el siglo VI, siempre teniendo en cuenta las diferentes culturas que se daban cita en mis escenarios. Fue una experiencia extraordinaria dar vida a la Capadocia basándome en estudios como los de Gregorio Nazianzo y visitar de nuevo el Bósforo retrocediendo quince siglos en el intento de tomar el pulso a sus gentes y la vida que transitaba en sus costas.
Me interesó estudiar al general Belisario y a la emperatriz Teodora, o leer los estudios de Plinio el Viejo. También conocer otros muchos personajes históricos, emperadores, historiadores o filósofos que detenían mi pluma y me pedían que les hiciese un hueco en la novela. Estaba inmersa en un recorrido fascinante, una primera Ruta de la Seda, mucho antes de la que conocimos más tarde gracias a Marco Polo.
La novela ha suscitado muchas lecturas desde que fue publicada por primera vez, pero para mí siempre será aquella ficción que me permitió entender la escritura como una metamorfosis de la existencia. Como siempre digo cuando hablo de ella, La princesa de jade intenta profundizar en el viaje como metáfora de vida, nada más y nada menos.
¡Gracias por acompañarme en esta gran aventura!
COIA VALLS
Junio de 2015
PRIMERA PARTE
«Ya no soy yo, sino otro que recién acaba de empezar.»
SAMUEL BECKETT
¿Qué hay en la lejanía que nos atrae de una manera irremediable? ¿Quizá transformamos esta extensión que se nos escapa en una metáfora del deseo de eternidad que todos querríamos probar? Por imposible que ahora nos parezca, hubo una época en que partir era un verbo cargado de incertidumbres. El viaje solo se podía conjugar en clave desconocida, y enfrentarse a él reducía aún más la frágil distancia existente entre la vida y la muerte.
La Europa del siglo VI se debatió entre las viejas y las nuevas estructuras. Por un lado, hacía muy poco que los pueblos, en otro tiempo castigados por la máquina de guerra más poderosa de los inicios de la era cristiana, habían hecho tambalear hasta los cimientos la antigua y gloriosa Roma; por otro, y sobre todo tras Constantino, el imperio había encontrado en Oriente una nueva oportunidad que tuvo su máximo esplendor durante el largo reinado de Justiniano (527-565). Éste conquistó buena parte de lo que los romanos habían abandonado ante la fuerza de otra civilización que venía del norte, al tiempo que estableció códigos de conducta que todavía no han podido superarse. No obstante, no debemos olvidar el papel que jugó su esposa Teodora, una emperatriz revolucionaria que, a pesar de sus actitudes tiránicas, también supo conectar con un espíritu de modernidad hasta entonces inédito.
En este momento de la historia tiene lugar nuestra aventura. El Imperio Bizantino dominaba el Mediterráneo y había establecido un poder casi místico sobre las culturas antiguas. Las tradiciones romanas disfrutaron así de una continuidad esperanzadora, pero la religión —un catolicismo excluyente dictado a base de concilios— fue ahogando legados como el griego, con todo lo que tenía de camino hacia la libertad.
El nestorianismo fue una de las herejías más perseguidas por la ortodoxia bizantina. Las dudas que habían nacido en Antioquía sobre la unión completa de la divinidad y de la humanidad en Cristo se convirtieron en un problema político cuando Nestorio fue nombrado patriarca de Constantinopla. Sus seguidores fueron expulsados del imperio, pero consiguieron un notable número de adeptos fuera de este territorio. En Persia fundaron varias academias donde continuaron sus estudios y, además de colaborar en la transmisión de la cultura griega, establecieron las bases de la medicina tal y como la conocemos en la actualidad. Una de las academias más destacadas fue la de Gundishapur, donde los griegos, los persas y los hindúes investigaban y traducían el legado de los sabios antiguos. Al mismo tiempo, se desplegaron por la Ruta de Oriente, fundando monasterios, incluso en la lejana y desconocida China.
El gran poder bizantino en el Mediterráneo fue, a pesar de todo, incapaz de extender su influencia hacia el este, donde los persas formaban una barrera infranqueable que ninguna de las continuas campañas llevadas a cabo por los emperadores del Nuevo Imperio Romano fue capaz de doblegar. El muro persa suponía un grave inconveniente para los bizantinos. Su objetivo era situarse en la ruta comercial más importante de entonces, la Ruta de Oriente. Los aranceles exigidos por los persas para que productos esenciales llegaran a Constantinopla hacían cada vez más difícil la pasión de los europeos por las sedas orientales.
Justiniano fue el emperador bizantino que con mayor resolución se enfrentó a este problema. Convencido de que las guerras con los persas no les darían la supremacía comercial en la Ruta de Oriente, usó otros métodos.
Ésta es, pues, la historia de una misión que a todas luces parecía imposible: conseguir un secreto que los chinos guardaban con celo extremo, ensanchar los límites de Occidente y demostrar que la astucia es más útil al ser humano que la violencia.
Queda en las manos del lector dilucidar qué hay de historia y qué de leyenda en las páginas que siguen, siempre que quiera acompañarnos.
1
Corinto (Peloponeso)
Marzo, 551
Desde su infancia, siempre que sumergía las telas en tintes multicolores para ayudar a su padre, el muchacho imaginaba la vida repleta de aventuras. Pero el paso del tiempo había traicionado todas sus esperanzas. En ocasiones, se le antojaba inmóvil. Nada indicaba la inmediatez con que se realizarían sus anhelos. El día que cumplió quince años todo cambió...
Padre e hijo viven en Corinto, una ciudad griega al abrigo del mar Egeo. Ha sido la patria de todos sus antepasados. En la actualidad es un lugar tranquilo. La reconquista del antiguo imperio, que lleva a cabo el general Belisario por orden de Justiniano, apenas se ha dejado notar. Las grandes batallas solo son reales en las historias de los viajeros. Noticias que el viento puede cambiar de un día para otro.
Xenos, un tejedor célebre por sus originales procedimientos, no sospecha que su fama trasciende los límites de la ciudad. Difundida por los mercaderes persas que comercian a lo largo del Mediterráneo, ha llegado hasta el despacho desde el cual Justiniano dirige el imperio.
El día que cumple quince años, Úrian también ayuda a Xenos. Nadie más lo hace desde que se han quedado solos. Es él quien escucha las quejas de su padre. Los tejedores tienen graves dificultades en los últimos tiempos, se ven incapaces de igualar la calidad de las telas que llegan de países lejanos.
—Por mucho que nos esforcemos —insiste Xenos—, jamás ganaremos dinero con nuestro trabajo.
—¿Por qué las telas venidas de Oriente son tan perfectas? Vos siempre decís que tienen una suavidad imposible... —pregunta Úrian, que a menudo se esfuerza para llegar al fondo de las cosas.
—Porque poseen un árbol mágico, el árbol de los «seres», capaz de producir hilos de una delicadeza insuperable.
—¿Un árbol mágico? ¿Y nosotros no lo tendremos nunca?
—Nunca, si Dios no pone remedio.
Xenos permanece en silencio. Minutos después suaviza el gesto y le explica leyendas que escucha a los mercaderes llegados de tierras lejanas. Le gusta hablar con su hijo; también con aquellos que llaman a su puerta y comparten con él sus ambiciones. Es un hombre ambicioso, el tejedor. Pero los clientes, de un tiempo a esta parte, escasean.
Para olvidar sus preocupaciones se entrega al trabajo, a los instantes de felicidad que este le aporta. Disfruta con la espera paciente hasta que el tinte llega al punto ideal para sumergir las telas. Horas más tarde, cuando las sacan de las calderas, pasan largo tiempo admirando la perfección del proceso. Xenos dice entonces que nadie le puede negar la condición de artista. Su hijo le escucha con un gesto de admiración que le ilumina el rostro y refuerza la armonía de unos rasgos aún por definir.
En ocasiones, el tejedor se queda mirando el mar, la lentitud de las barcazas o las gaviotas de procedencia incierta. Son escasas las naves de grandes dimensiones que se aventuran en el golfo de Corinto. Es entonces cuando muestra aquella expresión que tanto sorprende a Úrian. Una mirada feroz que choca con su actitud plácida.
Bajo este dilema, el joven construye su mundo. Piensa en las palabras de su padre. Intenta imaginar aquel pueblo formado por individuos altos y pelirrojos, quienes, según las historias que explican de Plinio el Viejo, extraen de los árboles la pelusa blanca que más tarde hilan y tejen. A menudo se pregunta si, a pesar de todos sus sueños, el destino que le aguarda es permanecer en Corinto y continuar con el oficio de tejedor.
Ha cumplido quince años, pero el mundo continúa inalterable.
Todavía.
Padre e hijo tardan mucho en finalizar el trabajo. Nada saben, por tanto, de lo que se habla en la taberna. De los hombres armados que se acercan a la ciudad. Este pequeño ejército tiene una misión. Imposible pensar que está relacionada con Xenos, el hombre escogido por Justiniano para llevar a cabo sus propósitos. Secretos e inaplazables.
Úrian se duerme feliz. Han puesto fin al proceso más duro para la confección de los vestidos. Muy pronto, las clases pobres de la ciudad los comprarán a plazos o los pagarán con productos de sus cosechas. Duerme, pero las cuencas inquietas de sus ojos delatan al hijo del tejedor. Una vez más sueña con grandes aventuras, estimulado por los relatos de los comerciantes.
Mientras tanto, la inmensidad del mundo está a punto de penetrar en su propia casa.
2
Palacio de Justiniano, Constantinopla
Abril, 548
No podemos engañarnos; los médicos han dicho que me queda poco tiempo. Me muero —dijo Teodora, quien, sin la corona y con los cabellos sueltos enmarcando la blancura del rostro sobre el cojín, parecía haber perdido buena parte de su fortaleza.
—Vos no os rendiréis, Teodora. Os conozco. He mandado llamar a un médico persa famoso por su sabiduría. Dicen que ha curado enfermedades que otros muchos doctores daban por mortales. Solo hay un detalle que no será de vuestro agrado. Es un seguidor de Nestorio... —respondió el emperador.
Justiniano iba de un lado a otro del aposento. De vez en cuando, con la mano que dejaba libre su lujosa túnica, disponía los cojines del triclinio donde ella se debatía.
El general Belisario esperaba de pie, visiblemente desmejorado; sus ojos azules hundidos mostraban la indignación por el tratamiento recibido. Había pasado más de un año desde su demanda de nuevos hombres que pudieran aumentar la escasa guarnición que quedaba en Roma, donde estaba sufriendo un asedio largo y trágico. Cuando llegaron las dotaciones que reforzarían la antigua capital, el eunuco Narsés iba al frente, como general del ejército bizantino y persona de confianza del emperador. Belisario, que no entendió absolutamente nada de aquella estrategia, había enviado una misiva a Constantinopla pidiendo explicaciones a Justiniano.
—¿Cuál es exactamente la función de Narsés? —le preguntó.
Para entonces ya había entendido que el emperador sospechaba de una posible conspiración. Sabía que su lealtad estaba en entredicho y que Justiniano, que tanto había celebrado sus victorias, se mostraba receloso de su capacidad estratégica y de la estima que todo el imperio le proclamaba. Algunos ya le habían insinuado que el general, envanecido por el éxito, era capaz de postularse al trono.
No podía dejar que aquella ignominia tomara cuerpo. Necesitaba regresar a Constantinopla, declarar su fidelidad al emperador e intentar recuperar el gobierno de sus hombres. Lo que no tenía previsto era encontrar a Justiniano destrozado, incapaz de detener la agonía de la persona que más amaba. Al conocer la enfermedad de la emperatriz, entendió que su misión era casi imposible.
La ciudad no entendía aquel silencio de sus dirigentes. Se mantenía expectante ante las noticias sobre la salud de Teodora, y también dolida por el cierre del hipódromo, huérfana de los perfumes que las cortesanas desperdigaban en su ir y venir, desposeída de los colores que a diario se mezclaban en los bailes.
Mientras, en palacio, se vivía a media voz. Todo el mundo se esforzaba para no molestar a la orgullosa emperatriz. Ella no se abandonaba a su destino y todavía le quedaban fuerzas para responder visiblemente alterada...
—¿Nestoriano? ¡Qué más me da que sea nestoriano...! —exclamó, reflexionando sobre cómo había provocado la expulsión de la corte de los seguidores de Nestorio varios años atrás—. Si es capaz de curarme, ¿a qué esperáis? ¡Hacedlo pasar!
—Está de camino, querida. Los mensajeros han traído noticias de su paso por Esmirna.
—No llegará a tiempo, de la misma forma que vos tampoco habéis sido capaz de conseguir el secreto de la seda, tal y como me prometisteis —añadió la emperatriz, mientras un gesto de dolor la obligaba a apretar los dientes y aferrarse al vestido que la cubría.
—Vos sabéis que nunca he renunciado a esa empresa. Conocéis todas las expediciones que han partido con el objetivo de poner el secreto en vuestras manos —dijo Justiniano, pensando asimismo en otros deseos de su esposa; por primera vez se había dictado una ley que protegía a las mujeres, al mismo tiempo que la reconstrucción de la iglesia de Hagia Sofía se convertía en una realidad.
—¿Os referís al ridículo príncipe abisinio con el cual habéis querido controlar el comercio de la seda asiática? ¿De eso habla vuestra majestad cuando menciona su gran hazaña?
—Si me permitís —intervino Belisario—. Quizá deberíamos organizar una expedición; dispongo de los hombres adecuados y han demostrado suficientemente su capacidad en múltiples empresas.
—Vos, Belisario, pensáis en guerras y en el honor de las grandes batallas. No siempre las victorias pasan por las armas. Miradme; en mí tenéis la prueba. Hace falta convocar la astucia, provocar el ingenio y usar la inteligencia.
—Ya sabéis, Teodora, que el general ha demostrado ser un gran estratega. Necesitaremos muchos soldados si queremos traer hasta Bizancio los árboles de la seda —dijo Justiniano, defendiendo a regañadientes al hombre que tanto había contribuido a la reunificación del imperio, mientras Belisario se mostraba cada vez más inquieto.
—Todos los intentos que habéis hecho han sido un fracaso. La China no está a las puertas del Mediterráneo —exclamó Teodora, incorporándose y apoyando una mano sobre el reposacabezas de bronce, y protegiendo con la otra el pecho en el que se había instalado el mal. Todavía, con un tono más íntimo, como si ninguno de sus interlocutores merecieran la confidencia, añadió—: Ni quizá la seda crece en los árboles...
—No pretendía contradecir a la emperatriz —dijo Belisario, intentando imponerse sin provocar más tensión de la necesaria—. Me consta que conocéis las palabras de Plinio en su Historia natural, donde explica que la seda se extrae de la pelusa blanca de determinados árboles. No podemos ir en contra de nuestros clásicos... Sería como creer...
—¿Que una prostituta no puede llegar a ser emperatriz de Bizancio?
Al pronunciar estas palabras, los ojos de Teodora llamearon. Su voz altiva llegó a todos los rincones del aposento. Con aire aristocrático se apartó los cabellos caídos sobre el rostro. Y presa de una dignidad rescatada del dolor desafió al general.
—Belisario no ha querido decir nada parecido, querida. Seguro que encontraremos la manera... —se apresuró Justiniano, salvando la incomodidad de la situación; a Teodora le gustaba recordar aquella vieja historia.
Lejos de avergonzarse, la emperatriz se tomaba su pasado como un motivo de superación. La mujer que reinaba con mano firme sobre Bizancio, de quien Justiniano admiraba su competencia, nunca habría sido posible sin aquella bajada a los infiernos del hambre, sin la humillación y la degradación. Tampoco sin la risa frenética del circo, su cuerpo insinuado entre plumas y el latido de saberse la más deseada.
—¡Escuchadme los dos! Esta vez seré yo quien diga cómo conseguir el secreto de la seda —dijo Teodora en un estallido de lucidez y determinación—. Ya sabéis que mis días están contados y ésta es mi última voluntad. Los nestorianos posiblemente no llegarán a tiempo para salvar mi vida, pero serían hábiles en la misión que os propondré. —Los dos hombres escuchaban a Teodora sin atreverse a interrumpir su discurso—. Mi plan tiene más en cuenta las ventajas de la astucia y la felonía que las de una acción bélica. Hace años que los herejes nestorianos han instalado sus monasterios en la Ruta de Oriente. Incluso dicen que muchos de ellos disfrutan del favor de los emperadores chinos.
—¿Acaso proponéis que sean ellos los que lleven a cabo esta misión? —preguntó Justiniano, visiblemente extrañado.
—¿Cómo podemos poner en manos de unos monjes un objetivo tan elevado? —exclamó Belisario.
—Es mi última voluntad —insistió Teodora—, y estoy segura de que encontraréis la manera de complacerme.
Mientras Justiniano pensaba en la propuesta de la emperatriz, ella se dejó llevar por el cansancio. Se había esforzado en gran manera para defender su deseo. Cerró los párpados mientras sus brazos seguían el movimiento de los ojos hasta reposar sobre su vientre. Apoyó de nuevo la cabeza sobre el cojín inmaculado. Sus pupilas, empapadas por el rojo de la túnica de Justiniano, se mostraban ausentes. Belisario salió de la estancia, en silencio.
3
Corinto, Peloponeso
Marzo, 551
Bajo el cielo estrellado de las tierras griegas, el general Belisario, distinguido en mil batallas, protege al calor de la lumbre el sueño de sus hombres. Con el paso de los años, cada vez le resulta más difícil dormir y deja que el tiempo transcurra mientras inventa historias o recuerda sus episodios más gloriosos.
Como esta noche.
Atrapado en un silencio que solo rompe la inquietud de los caballos, Belisario desea que el sol despunte en el horizonte. Despertará a los soldados a regañadientes. Siempre se ha sentido incómodo con las empresas ridículas; esta lo es, y mucho. La derrota ante los ostrogodos le ha obligado a aceptar que sea el eunuco Narsés quien se ponga al frente del gran ejército. Será este viejo soldado, que ya ha superado los setenta años, quien se llevará todos los honores. Mientras tanto, debe cazar a un hombre. Solo a uno; él, que ha tenido miles postrados a sus pies.
En el transcurso de la noche, recuerda su última conversación con la prostituta de Bizancio, cuando Justiniano le prometió aquel absurdo. Las escasas luces de Corinto en la lejanía, recortándose sobre el cielo oscuro, le inquietan. Tal vez porque no ha olvidado el terremoto que vivió hace ya treinta años en esa misma ciudad, cuando no era más que un joven soldado a las órdenes del emperador. Un adolescente que aprendía a no inquietarse frente al dolor ajeno.
Las formas indómitas que construyen las llamas le devuelven a la realidad. Le resulta imposible entender la incapacidad de Justiniano para sobreponerse a la pérdida de la emperatriz. Tres años después de morir la terrible Teodora, todavía están vigentes sus designios. Le parece un tiempo perdido.
Pronto despertará el día y los habitantes de la antigua Corinto, que ahora denominan Gorto, quizás en su intento por esconderse de la furia divina, les recibirán hostiles. Siempre es así; pese a que Belisario ha conseguido reunir bajo el poder del emperador buena parte del antiguo imperio, el rechazo y la desconfianza son las reacciones más habituales a su paso.
—¡Xenos! ¡Xenos! —escucha el tejedor que gritan sus vecinos.
El hombre despierta sobresaltado por el ajetreo y comprueba que Úrian duerme. Todavía confundido, nuevas voces le hacen s