Prefacio
—Sé fuerte, hijo.
En algún momento de 2001 escribí esas palabras, las primeras de una historia a la que, con el tiempo, terminaría poniendo el título de Mistborn. Por aquel entonces el libro era muy distinto: lo protagonizaba un grupo de alománticos que decidían derrocar el régimen de su reino y convertirse en los nuevos dirigentes. El protagonista era un joven que había visto cómo asesinaban a su familia y al que luego criaba su enemigo como su propio hijo y aprendiz. Al final, deseché la idea, pero me encantaban la magia y muchos aspectos de su ambientación. Cuando por fin vendí un libro, Elantris, en 2003, me vi preparado para retomar esa novela y ofrecí a mi editor el relato que ya se ha hecho conocido, el de una banda de ladrones, un emperador inmortal y unos secretos que se remontan miles de años atrás en el tiempo.
Aunque Elantris fue mi carta de presentación ante la comunidad de literatura fantástica, Mistborn fue lo que de verdad me consolidó como escritor. A día de hoy, su aproximación modernista a los convencionalismos de la literatura fantástica y la «magia dura» que ha pasado a definir la era de fantasía épica en la que vivo son dos sellos distintivos de mi carrera.
A la hora de escribir esta introducción, mi editor me preguntó si sabía por qué Mistborn había resistido tan bien el paso del tiempo. Es evidente que su longevidad no está provocada por un solo factor. De hecho, incluso plantearse un tema como este conlleva el riesgo de caer en la autocomplacencia. Soy muy consciente de que buena parte del éxito o fracaso de un escritor depende por completo de cosas que escapan a su control. El boca a boca, o lo aleatorio de la colocación de la novela en librerías, o llegar en el momento preciso con algo que toca la fibra sensible adecuada. Existen libros mejores que los míos que no encontraron su público, sin que hubiera nada que reprochar a su escritura. Por tanto, la respuesta inicial a esa pregunta, con toda probabilidad, sería: «pura suerte».
Dicho eso, tengo alma de académico y no puedo evitar analizar qué es lo que hizo que Mistborn diera la campanada, por así decirlo. De modo que a continuación tenéis algunos posibles factores que me he planteado.
El primero es la mezcla que mencionaba más arriba. A juzgar por las pruebas circunstanciales —sobre todo mi propia opinión, la de mis amigos y la de la gente con la que hablé en convenciones durante esa época—, a finales de los noventa y principio de siglo había un cierto hartazgo por la fantasía épica entre los lectores.
A esa gente, aupándome bien alto a hombros de gigantes, pude proporcionarle una fantasía que trastocaba y recompensaba las expectativas previas sobre el género. El héroe profetizado. El señor oscuro. La naturaleza de la magia y el heroísmo. Mistborn captura parte del aire clásico de la fantasía, pero premia a los lectores de género establecidos volviendo del revés algunos tópicos.
Sin embargo, la novela también triunfó mucho entre los lectores recién llegados al género. Para ellos, también contenía una magia innovadora y una historia de desarrollo que adoptaba la forma del aprendizaje de Vin. Esa mezcla, la del cinismo de Kelsier respecto al mundo (y de forma oblicua, respecto al género) combinada con el sentido de la maravilla de Vin ante el nuevo universo que descubre, podría ser la clave más importante del éxito del libro.
También tengo la impresión de que publicar una historia completa en un solo volumen resultó refrescante para aquellos de nosotros que, a pesar de encantarnos las series largas, nos veíamos un poco agobiados por todas las fantasías épicas extensas y venerables que había en el mercado en aquellos momentos. Uno de los comentarios que más me hacen es agradecer que El imperio final se sostenga tan bien como libro independiente, a la vez que la trilogía narra una historia completa, cohesionada y potente. Las obras de arte terminadas resultan atractivas.
Por último, el motivo de que Mistborn perdure... bueno, sois los lectores. La gente empezó la serie y se enganchó de verdad. Todavía recuerdo la primera vez que vi una capa de brumas casera, hecha por un aficionado, en una firma de libros. Todos os aferrasteis a este libro con un entusiasmo que, a día de hoy, sigue provocándome sorpresa y agradecimiento.
Gracias por diez años de pasión. Diez años de Empujar, Atraer y secretos. Diez años de Mistborn.
A veces me preocupa no ser el héroe que todo el mundo cree que soy.
Los filósofos me aseguran que este es el momento, que las señales se han hecho realidad. Pero yo me sigo preguntando si no se habrán equivocado de hombre. Son tantas las personas que dependen de mí... Dicen que tendré en mis brazos el futuro del mundo entero.
¿Qué pensarían si supieran que su paladín, el Héroe de las Eras, su salvador, dudó de sí mismo? Tal vez no se sorprenderían en absoluto. En cierto modo, eso es lo que más me preocupa. Quizá también ellos duden, en el fondo de sus corazones, al igual que yo.
Cuando me miran, ¿será un mentiroso lo que ven?
Prólogo

Caía ceniza del cielo.
Con el ceño fruncido, lord Tresting contempló el rojizo cielo de mediodía mientras sus criados se acercaron apresuradamente y los cubrieron con un parasol a él y a su distinguido invitado. Las lluvias de ceniza no eran extrañas en el Imperio Final, pero Tresting confiaba en ser capaz de evitar que se le mancharan de hollín la elegante chaqueta nueva y el chaleco rojo, los cuales acababan de llegar en barco por el canal desde la mismísima Luthadel. No hacía mucho viento, por suerte: con el parasol debería bastar.
Tresting se encontraba junto a su invitado en un pequeño patio elevado que dominaba los campos. Cientos de personas con saya marrón trabajaban bajo la lluvia de ceniza, cuidando las cosechas. Había torpeza en sus movimientos... claro que, por otra parte, así eran todos los skaa. Los campesinos pertenecían a una especie tan indolente como improductiva. No se quejaban, por supuesto: sabían cuál era el lugar que les correspondía. Se limitaban a faenar con la cabeza gacha, realizando su labor con tranquila apatía. El látigo de algún capataz que pasaba los obligaba a acelerar durante unos momentos, pero en cuanto se marchaba el encargado, ellos regresaban a su sopor.
Tresting se volvió hacia el hombre que lo acompañaba.
—Cabría pensar —apuntó— que mil años de trabajo en los campos los habrían vuelto un poco más aplicados.
El obligador se volvió, alzando una ceja en un movimiento que se diría ensayado para realzar su rasgo más característico: los intrincados tatuajes que marcaban la piel que le rodeaba los ojos. Los tatuajes, enormes, le llegaban hasta la frente y el puente de la nariz. Era un prelado absoluto, un obligador muy importante. Tresting tenía sus propios obligadores personales en la mansión, pero no eran más que funcionarios menores, con apenas unas pocas marcas alrededor de los ojos. Aquel hombre había llegado de Luthadel en el mismo barco que había traído el nuevo traje de Tresting.
—Debería ver a los skaa de la ciudad, Tresting —replicó el obligador, volviéndose para contemplar de nuevo a los trabajadores—. Comparados con los de Luthadel, estos son bastante diligentes. Aquí tiene... más control sobre sus skaa. ¿Cuántos dice que pierde al mes?
—Bueno, media docena o así —respondió Tresting—. Algunos por azotes, otros por agotamiento.
—¿Fugitivos?
—¡Nunca! Cuando heredé esta tierra de mi padre, hubo unos cuantos fugitivos... pero ejecuté a sus familias. Los demás perdieron rápidamente el valor. Nunca he comprendido a la gente que tiene problemas con sus skaa: a mí me resulta fácil controlar a las criaturas con una mano adecuadamente firme.
De pie, envuelto en sus ropajes grises el obligador asintió en silencio. Parecía complacido, lo cual era buena cosa. Los skaa no eran en realidad propiedad de Tresting. Como todos los skaa, pertenecían al lord Legislador; Tresting solo alquilaba los trabajadores a su Dios, igual que pagaba por los servicios de sus obligadores.
El obligador bajó la mirada, comprobó su reloj de bolsillo, luego miró al sol. A pesar de la lluvia de ceniza, brillaba un fulgurante rojo carmesí tras la negrura ahumada de las alturas. Tresting sacó un pañuelo y se secó la frente, agradecido por la sombra del parasol que filtraba el calor de mediodía.
—Muy bien, Tresting —dijo el obligador—. Presentaré su propuesta a lord Venture, como ha solicitado. Tendrá un informe favorable por mi parte sobre sus operaciones aquí.
Tresting contuvo un suspiro de alivio. Se requería un obligador como testigo para cualquier contrato o acuerdo comercial entre nobles.
Cierto, incluso un obligador menor como los que Tresting empleaba podía servir como testigo... pero era mejor impresionar al mismísimo obligador de Straff Venture.
El obligador se volvió hacia él.
—Volveré por el canal esta misma tarde.
—¿Tan pronto? —preguntó Tresting—. ¿Por qué no se queda a cenar?
—No —respondió el obligador—. Aunque hay otro asunto que deseo discutir con usted. No he venido solo de parte de lord Venture, sino para... investigar algunos asuntos para el Cantón de la Inquisición. Según los rumores le gusta a usted relacionarse con sus mujeres skaa.
Tresting sintió un escalofrío.
El obligador sonrió; quizá solo pretendiera expresar seguridad, pero Tresting lo encontró inquietante.
—No se preocupe, Tresting —dijo el obligador—. Si hubiera verdadera preocupación por sus acciones, habrían enviado en mi lugar a un inquisidor de acero.
Tresting asintió con la cabeza, despacio. Inquisidor. Nunca había visto a ninguna de esas criaturas inhumanas, pero había oído historias.
—Quedo satisfecho en lo relativo a sus acciones con las mujeres skaa —dijo el obligador, contemplando los campos—. Lo que he visto y oído aquí indica que siempre sanea sus problemas. Un hombre como usted, eficiente, productivo, podría llegar lejos en Luthadel. Unos cuantos años más de trabajo, algunos contratos mercantiles inspirados, ¿y quién sabe?
El obligador se volvió y Tresting sonrió. No era una promesa, ni siquiera una recomendación (los obligadores eran más burócratas y testigos que sacerdotes), pero oír tales alabanzas por parte de uno de los servidores del lord Legislador... Tresting sabía que algunos nobles consideraban a los obligadores inquietantes, algunos incluso los encontraban una molestia; pero en aquel momento hubiese besado a su distinguido invitado.
Tresting se volvió hacia los skaa, que trabajaban en silencio bajo el sol ensangrentado y los perezosos copos de ceniza. Siempre había sido un noble de campo que vivía de su plantación y soñaba con mudarse a la propia Luthadel. Había oído hablar de los bailes y las fiestas, el glamour y la intriga, y eso lo entusiasmaba.
Tendré que celebrarlo esta noche, pensó. Estaba aquella muchachita de la decimocuarta choza a la que llevaba observando desde hacía algún tiempo...
Volvió a sonreír. Unos cuantos años más de trabajo, había dicho el obligador. Pero ¿podría acelerar Tresting el curso de los acontecimientos si trabajaba más? Su población de skaa había aumentado en los últimos tiempos. Tal vez si los apretaba un poco más pudiera producir una cosecha extra ese verano, y cumplir así con creces su contrato con lord Venture.
Tresting asintió mientras observaba al grupo de perezosos skaa, algunos trabajando con sus azadas, otros de rodillas apartando la ceniza de la cosecha. No se quejaban. No tenían esperanzas. Apenas se atrevían a pensar. Así era como debía ser, pues eran skaa. Eran...
Tresting se quedó inmóvil cuando uno de los skaa alzó la mirada. El hombre lo miró a los ojos, con una chispa (no, un fuego) de desafío en su expresión. Tresting nunca había visto nada parecido, no en el rostro de un skaa. Dio un paso atrás por instinto y le recorrió un escalofrío mientras el extraño y erguido skaa le sostenía la mirada.
Y sonreía.
Tresting apartó los ojos.
—¡Kurdon! —exclamó.
El fornido capataz subió corriendo la cuesta.
—¿Sí, mi señor?
Tresting se volvió para señalar...
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba aquel skaa? Trabajando con la cabeza gacha, el cuerpo manchado de hollín y sudor, era muy difícil distinguirlos. Tresting se detuvo, buscando. Creía saber el sitio... un punto vacío donde ya no había nadie.
Pero no. No podía ser. Era imposible que el hombre se hubiese alejado tan deprisa del grupo. ¿Adónde habría ido? Tenía que estar allí, en alguna parte, trabajando con la cabeza gacha. Sin embargo, aquel instante de aparente desafío era inexcusable.
—¿Mi señor? —volvió a preguntar Kurdon.
El obligador observaba a su lado, con curiosidad. No era aconsejable que supiera que uno de los skaa había actuado con tanta desfachatez.
—Dales un poco más fuerte a los skaa de la sección sur —ordenó Tresting, señalando—. Los veo lentos, incluso para ser skaa. Golpea a unos cuantos.
Kurdon se encogió de hombros, pero asintió. No era un motivo de peso para golpear a nadie, pero tampoco necesitaba razones especiales para dar una paliza a los trabajadores.
Después de todo, no eran más que skaa.
Kelsier había oído historias.
Había oído susurros de la época lejana en que el sol no era rojo. Tiempos en los que el cielo no estaba cubierto de humo y ceniza, cuando las plantas no luchaban por sobrevivir y los skaa no eran esclavos. Tiempos anteriores al lord Legislador. Esos días, sin embargo, estaban casi olvidados. Incluso las leyendas se volvían difusas.
Kelsier contempló el sol, siguiendo con los ojos el gigantesco disco rojo mientras se arrastraba hacia el horizonte occidental. Permaneció de pie en silencio un buen rato, solo en los campos vacíos. El trabajo del día había terminado; los skaa habían sido conducidos de vuelta a sus chozas. Pronto llegarían las brumas.
Al cabo de un rato, Kelsier suspiró y se volvió para regresar por socavones y trochas, abriéndose paso entre grandes montículos de ceniza. Evitaba pisar las plantas, aunque no estaba seguro de por qué se molestaba. Las cosechas apenas parecía que merecieran el esfuerzo. Débiles, con hojas marrones resecas, las plantas parecían casi tan deprimidas como la gente que las atendía.
Las chozas de los skaa se alzaban a la escasa luz. Kelsier vio que las brumas empezaban ya a formarse en el aire, dando a los edificios en forma de montículo un aspecto surrealista e intangible. No había guardia ninguna en las chozas: no había necesidad de vigilantes, pues ningún skaa se aventuraba fuera cuando caía la noche. Su miedo a las brumas era demasiado fuerte.
Tendré que curarlos de eso algún día, pensó Kelsier mientras se acercaba a uno de los edificios más grandes, pero cada cosa a su tiempo. Abrió la puerta y entró.
La conversación cesó de inmediato. Kelsier cerró la puerta, luego se volvió con una sonrisa hacia la treintena de skaa que había allí reunidos. Una hoguera ardía débilmente en el centro y el gran caldero que había a su lado estaba lleno de agua salpicada de verduras: el comienzo de una cena. La sopa estaría insípida, por supuesto. Con todo, el olor era agradable.
—Buenas noches a todos —dijo Kelsier con una sonrisa, depositando la bolsa a sus pies y apoyándose contra la puerta—. ¿Cómo os ha ido el día?
Sus palabras rompieron el silencio y las mujeres volvieron a sus preparativos de la cena. Sin embargo, el grupo de hombres sentados a una burda mesa continuó observando a Kelsier con expresión incómoda.
—Nuestro día ha estado cargado de trabajo, viajero —dijo Tepper, uno de los miembros del consejo skaa—. Algo que tú has conseguido evitar.
—El trabajo del campo nunca me ha llenado —dijo Kelsier—. Es demasiado duro para mi delicada piel. —Sonrió, alzando manos y brazos llenos de capas y capas de finas cicatrices. Cubrían su piel a lo largo, como si alguna bestia le hubiera pasado las garras por los brazos una y otra vez.
Tepper bufó. Era joven para ser miembro del consejo, debía de contar poco más de cuarenta años: como mucho podía llevarle cinco años a Kelsier. Sin embargo, el hombrecillo se comportaba con el aire de alguien a quien le gusta estar al mando.
—Este no es momento para chanzas —dijo Tepper, severo—. Cuando acogemos a un viajero, esperamos que se comporte y evite levantar sospechas. El hecho de que te apartaras de los campos esta mañana podría haberles valido un azote a los hombres que te rodeaban.
—Cierto —respondió Kelsier—. Pero a esos hombres también podrían haberlos azotado por encontrarse en el sitio equivocado, por detenerse demasiado o por toser cuando pasaba un capataz. Una vez vi darle una paliza a un hombre porque su amo dijo que había «parpadeado de forma inadecuada».
Tepper permaneció sentado, con los ojos entornados y envarado, el brazo apoyado en la mesa. Su expresión era firme.
Kelsier suspiró y puso los ojos en blanco.
—Bien. Si queréis que me marche, lo haré.
Se echó la bolsa al hombro y abrió la puerta con toda tranquilidad.
Una densa bruma empezó a entrar de inmediato por la puerta, se arremolinó con languidez alrededor del cuerpo de Kelsier, se remansó en el suelo y se arrastró como un animal vacilante. Varias personas gimieron horrorizadas, aunque la mayoría estaban demasiado desconcertadas para emitir ningún sonido. Kelsier se detuvo un instante, contempló las oscuras brumas, las veloces corrientes iluminadas débilmente por los carbones de la hoguera.
—Cierra la puerta. —Las palabras de Tepper eran una súplica, no una orden.
Kelsier hizo lo que le pedían, cerró la puerta y cortó el flujo de bruma blanca.
—La bruma no es lo que pensáis. La teméis demasiado.
—Los hombres que se aventuran en la bruma pierden el alma —susurró una mujer. Sus palabras conllevaban una pregunta. ¿Había caminado Kelsier entre las brumas? ¿Qué le había sucedido entonces a su alma?
Si supierais, pensó Kelsier.
—Bueno, supongo que esto significa que me quedo. —Hizo un gesto a un niño para que le acercara un taburete—. Menos mal... Hubiese sido una lástima haber tenido que marcharme antes de compartir mis noticias.
Más de una persona alzó la cabeza al oír el comentario. Este era el verdadero motivo por el que lo toleraban, la razón por la que los tímidos campesinos daban cobijo a un hombre como Kelsier, un skaa que desafiaba la voluntad del lord Legislador viajando de plantación en plantación. Podía ser un renegado, un peligro para la comunidad entera, pero traía noticias del mundo exterior.
—Vengo del norte —dijo Kelsier—. De tierras donde la mano del lord Legislador se nota menos.
Habló con voz clara y la gente se inclinó de forma inconsciente hacia él mientras hablaba. Al día siguiente, las palabras de Kelsier serían repetidas a los varios cientos de personas que vivían en otras chozas. Los skaa podían estar sometidos, pero eran unos chismosos incurables.
—Los lores locales gobiernan al oeste —dijo Kelsier— y distan mucho de tener la mano de hierro del lord Legislador y sus obligadores. Algunos de estos nobles lejanos están descubriendo que los skaa felices son mejores trabajadores que los skaa maltratados. Un hombre, lord Renoux, incluso ha ordenado a sus capataces que detengan los azotes no autorizados. Se comenta entre susurros que está pensando en pagar un salario a los skaa de sus plantaciones, como el que podrían ganar los artesanos de las ciudades.
—Tonterías —dijo Tepper.
—Mis disculpas —respondió Kelsier—. No sabía que el buen Tepper hubiese estado en los dominios de lord Renoux últimamente. ¿Cuando cenaste con él por última vez, te dijo algo que no me dijera a mí?
Tepper se ruborizó: los skaa no viajaban y, desde luego, no cenaban con lores.
—Me tomas por tonto, viajero —dijo Tepper—, pero sé lo que estás haciendo. Tú eres el que llaman el Superviviente; esas cicatrices de tus brazos te delatan. Eres un provocador: viajas por las plantaciones sembrando el descontento. Te comes nuestra comida, cuentas tus grandes historias y tus mentiras y luego desapareces y dejas que la gente se las arregle con las grandes esperanzas que contagias a nuestros hijos.
Kelsier alzó una ceja.
—Vamos, vamos, buen Tepper —dijo—. Tus temores son del todo infundados. Mira, no tengo ninguna intención de comerme vuestra comida. Traigo la mía propia.
Con esas palabras, Kelsier arrojó su mochila al suelo ante la mesa de Tepper. La mochila se volcó y su contenido se desparramó. Buen pan, fruta e incluso unos cuantos embutidos curados quedaron a la vista.
Una fruta de verano rodó por el suelo de tierra apisonada y topó con suavidad contra el pie de Tepper. El maduro skaa observó la fruta, incrédulo.
—¡Eso es comida de nobles!
Kelsier resopló.
—Ni por asomo. ¿Sabes? Para ser un hombre de renombrado prestigio y rango, vuestro lord Tresting tiene un notable mal gusto. Su despensa es una vergüenza para su noble posición.
Tepper palideció.
—Ahí es donde fuiste esta tarde —susurró—. Fuiste a la mansión... ¡Le robaste al amo!
—En efecto. Y he de añadir que, aunque vuestro señor adolezca de un gusto deplorable a la hora de comer, su ojo para los soldados es bastante más impresionante. Colarme en su mansión durante el día fue todo un desafío.
Tepper todavía contemplaba la bolsa de comida.
—Si los capataces descubren esto aquí...
—Bueno, entonces os sugiero que lo hagáis desaparecer —dijo Kelsier—. Estoy dispuesto a apostar a que sabe un poquitín mejor que esa sopa aguada.
Dos docenas de ojos hambrientos estudiaron la comida. Si Tepper pretendía seguir discutiendo, no actuó lo bastante rápido, pues su silencio fue interpretado como aceptación. En pocos minutos el contenido de la bolsa fue inspeccionado y distribuido; la olla de sopa se quedó allí burbujeando, ignorada, mientras los skaa se daban un festín con una comida bastante más exótica.
Kelsier se quedó aparte, se apoyó en la pared de madera de la choza y contempló a la gente devorar la comida. Había dicho lo cierto: los contenidos de la despensa eran deprimentemente vulgares. Sin embargo, esa gente no se había alimentado más que de sopa y gachas desde la infancia. Para ellos, el pan y la fruta eran raros manjares de los que solo comían sobras cuando las traían los sirvientes de la mansión.
—Tu historia ha quedado interrumpida, joven —comentó un skaa mayor, que se acercó cojeando para sentarse en un taburete junto a Kelsier.
—En fin, sospecho que ya habrá tiempo de contarla más tarde —dijo Kelsier—. Cuando todas las pruebas de mi hurto hayan sido devoradas como es debido. ¿No quieres nada?
—No hace falta —dijo el anciano—. La última vez que probé comida de lores me dolió el estómago tres días. Los nuevos sabores son como las nuevas ideas, joven: cuanto más viejo te haces, más difíciles son de digerir.
Kelsier hizo una pausa. El anciano no era en absoluto impresionante. Su piel correosa y su cabeza calva le hacían parecer más frágil que sabio. Sin embargo, tenía que ser más fuerte de lo que aparentaba; pocos skaa de las plantaciones vivían hasta esa edad. Muchos lores no permitían que los viejos se quedaran en casa durante la jornada de trabajo, y los frecuentes azotes que componían la vida de los skaa se cobraban un precio terrible en los ancianos.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Kelsier.
—Mennis.
Kelsier miró a Tepper.
—Así pues, buen Mennis, dime una cosa. ¿Por qué le dejas ser el jefe?
Mennis se encogió de hombros.
—Cuando llegas a mi edad, hay que tener mucho cuidado y no malgastar energías. No merece la pena librar algunas batallas.
Había una insinuación en los ojos de Mennis: se estaba refiriendo a cosas de más calado que su pugna con Tepper.
—Entonces ¿estás satisfecho con esto? —preguntó Kelsier, indicando con un gesto la choza y sus habitantes, medio famélicos y sobrecargados de trabajo—. ¿Te contentas con una vida llena de azotes y fatigas insoportables?
—Al menos es una vida —dijo Mennis—. Sé lo que traen los salarios, el descontento y la rebelión. La atención del lord Legislador y la ira del Ministerio de Acero pueden ser mucho más terribles que unos cuantos azotes. Los hombres como tú predican el cambio, pero me pregunto si es una batalla que realmente podamos librar.
—Ya la estáis librando, buen Mennis. Pero la estáis perdiendo espantosamente. —Kelsier se encogió de hombros—. Pero ¿qué sé yo? Solo soy un trotamundos depravado que viene a comerse vuestra comida e impresionar a vuestros jóvenes.
Mennis sacudió la cabeza.
—Bromeas, pero es posible que Tepper tuviera razón. Temo que tu visita nos cause problemas.
Kelsier sonrió.
—Por eso no lo he contradicho... al menos en lo de llamarme provocador. —Hizo una pausa y sonrió de oreja a oreja—. De hecho, diría que llamarme provocador quizá sea lo único acertado que ha hecho Tepper desde que llegué.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Mennis, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Sonreír tanto.
—Ah, es que soy una persona feliz.
Mennis observó las manos de Kelsier.
—¿Sabes? Solo he visto cicatrices así en otra persona... y estaba muerta. Llevaron su cadáver a lord Tresting como prueba de que su castigo había sido ejecutado. —Mennis miró a Kelsier—. Lo pillaron hablando de rebelión. Tresting lo envió a los Pozos de Hathsin, donde trabajó hasta que murió. El muchacho duró menos de un mes.
Kelsier se miró las manos y los antebrazos. Todavía le quemaban algunas veces, aunque estaba seguro de que el dolor solo existía en su imaginación. Miró a Mennis y sonrió.
—¿Preguntas por qué sonrío, buen Mennis? Bien, el lord Legislador cree que la risa y la alegría son solo suyas. No quiero que sea así. Y es una batalla que no cuesta mucho trabajo librar.
Mennis miró a Kelsier y por un instante este pensó que el anciano iba a responderle con una sonrisa. Sin embargo, al final Mennis tan solo sacudió la cabeza.
—No sé. No sé...
El grito lo interrumpió. Vino del exterior, tal vez del norte, aunque las brumas distorsionaban los sonidos. La gente de la choza guardó silencio y trató de escuchar los débiles y agudos alaridos. A pesar de la distancia y la bruma, Kelsier oyó el dolor contenido en aquellos gritos.
Kelsier quemó estaño.
Había pasado a resultarle sencillo, después de años de práctica. El estaño esperaba con otros metales alománticos que se había tragado con anterioridad, dentro de su estómago, a que lo llamara. Buscó con su mente y tocó el estaño, recurriendo a poderes que apenas entendía. El metal cobró vida en su interior, quemando su estómago como una bebida caliente que se traga demasiado deprisa.
El poder alomántico recorrió su cuerpo, amplificando sus sentidos. La habitación se volvió nítida. La hoguera, que a duras penas ardía, adquirió un brillo casi cegador. Notó el grano de la madera del taburete en el que estaba sentado. Pudo saborear los restos de la hogaza de pan que había comido antes. Más importante aún, oyó los gritos con oídos sobrenaturales. Dos personas distintas. Una era una mujer mayor, la otra, una mujer más joven..., tal vez una niña. Los gritos de la joven eran cada vez más lejanos.
—Pobre Jess —dijo una mujer que estaba cerca, y su voz resonó en los oídos ampliados de Kelsier—. Esa hija suya era una maldición. Es mejor para los skaa no tener hijas bonitas.
Tepper asintió.
—Estaba claro que lord Tresting iba a mandarla llamar tarde o temprano. Todos lo sabíamos. Jess lo sabía.
—Pero no deja de ser una lástima —dijo otro hombre.
Los gritos continuaron en la distancia. Quemando estaño, Kelsier pudo calcular adecuadamente la dirección. La voz se acercaba a la mansión. Los sonidos provocaron algo en su interior y sintió que su cara enrojecía de furia.
Kelsier se volvió.
—¿Devuelve alguna vez a las muchachas lord Tresting después de haber acabado con ellas?
El viejo Mennis sacudió la cabeza.
—Lord Tresting es un hombre que cumple la ley: hace matar a las muchachas al cabo de unas cuantas semanas. No quiere llamar la atención de los inquisidores.
Esa era la orden del lord Legislador. No podía permitirse tener niños mestizos por ahí sueltos, niños que podrían poseer poderes que los skaa no imaginaban que existían...
Los gritos se apagaron, pero la furia de Kelsier aumentó. Los gritos le recordaron otros gritos. Los gritos de una mujer del pasado. Se levantó de improviso, y el taburete cayó al suelo tras él.
—Cuidado, muchacho —dijo Mennis, lleno de temor—. Recuerda lo que he dicho de malgastar energías. Nunca alzarás esa rebelión tuya si te matan esta noche.
Kelsier miró al anciano. Entonces, a través de los gritos y el dolor, se obligó a sonreír.
—No he venido aquí a liderar ninguna rebelión, buen Mennis. Solo quiero crear algunos problemas.
—¿Y de qué va a servir eso?
La sonrisa de Kelsier se ensanchó.
—Se acercan nuevos tiempos. Sobrevive un poco más y puede que veas grandes acontecimientos en el Imperio Final. Os doy las gracias a todos por vuestra hospitalidad.
Dicho esto, abrió la puerta y se internó en la bruma.
Mennis estaba ya despierto antes del amanecer. Parecía que cuanto mayor se hacía más le costaba dormir. Eso se cumplía además cuando estaba preocupado por algo, como el fracaso del viajero en regresar a la choza.
Mennis esperaba que Kelsier hubiera recuperado el sentido y decidido continuar su camino. Sin embargo, eso parecía improbable: había visto el fuego en los ojos de Kelsier. Era una lástima que un hombre que había sobrevivido a los Pozos encontrara allí la muerte, en una plantación cualquiera, tratando de proteger a una muchacha a la que todos los demás daban ya por muerta.
¿Cómo reaccionaría lord Tresting? Se decía que era particularmente duro con todo aquel que interrumpía sus goces nocturnos. Si Kelsier había conseguido perturbar los placeres del amo, Tresting bien podía decidir castigar al resto de los skaa, de rebote.
Al cabo de un rato, los otros skaa empezaron a despertarse. Mennis permaneció tendido en el duro suelo (los huesos doloridos, la espalda entumecida, los músculos exhaustos), tratando de decidir si merecía la pena levantarse. Cada día estaba a punto de rendirse. Cada día era un poco más difícil. Un día se limitaría a quedarse en la choza, esperando a que los capataces vinieran a matar a aquellos que eran demasiado viejos o estaban demasiado enfermos para trabajar.
Pero no aquel día. Veía demasiado miedo en los ojos de los skaa: sabían que las actividades nocturnas de Kelsier traerían problemas. Necesitaban a Mennis; lo miraron. Tenía que levantarse.
Y por eso lo hizo. Una vez que empezó a moverse, los dolores de la edad menguaron levemente y pudo salir de la choza y dirigirse a los campos apoyándose en un hombre más joven.
Fue entonces cuando notó el olor en el aire.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Hueles a humo?
Shum, el joven en el que se apoyaba, se detuvo. Los últimos restos de la bruma de la noche se habían desvanecido y el sol rojo se alzaba tras la habitual cortina de nubes negruzcas.
—De un tiempo a esta parte siempre huele a humo —dijo Shum—. Los Montes de Ceniza son violentos este año.
—No —respondió Mennis, cada vez más aprensivo—. Esto es distinto.
Se volvió hacia el norte, donde se reunía un grupo de skaa. Se soltó de Shum y se acercó al grupo, levantando a su paso polvo y ceniza.
En el centro del corrillo encontró a Jess. Su hija, la que todos habían supuesto que había sido tomada por lord Tresting, estaba junto a ella. Los ojos de la joven estaban enrojecidos por la falta de sueño, pero parecía ilesa.
—Volvió poco después de que se la llevaran —estaba explicando la mujer—. Vino y llamó a la puerta, llorando en medio de la niebla. Flen estaba seguro de que era un espectro de la bruma que la imitaba, ¡pero tuve que dejarla entrar! No me importa lo que diga, no voy a abandonarla. La he traído a la luz y no ha desaparecido. ¡Eso prueba que no es un espectro!
Mennis se apartó trastabillando de la rugiente muchedumbre. ¿Es que nadie se daba cuenta? Ningún capataz acudía para disolver el grupo a golpes. Ningún soldado acudía a contarlos como cada mañana. Algo iba muy mal. Mennis continuó hacia el norte, avanzando frenéticamente hacia la mansión.
Cuando llegó los otros habían advertido la retorcida columna de humo que apenas era ya visible con la luz de la mañana. Mennis no fue el primero en llegar a la linde de la pequeña altiplanicie, pero el grupo le abrió el paso. La mansión había desaparecido. Solo quedaba de ella una huella negra y humeante.
—¡Por el lord Legislador! —susurró Mennis—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Los mató a todos.
Mennis se volvió. Quien había hablado era la hija de Jess. Contemplaba la casa destruida con una expresión satisfecha en su juvenil rostro.
—Estaban muertos cuando me sacó —dijo—. Todos ellos: los soldados, los capataces, los lores... muertos. Incluso lord Tresting y sus obligadores. El amo me había dejado y había acudido a investigar cuando empezaron los ruidos. Al salir, lo vi tendido en su propia sangre, con heridas de puñal en el pecho. El hombre que me salvó lanzó una antorcha al edificio cuando nos marchábamos.
—Ese hombre —dijo Mennis—, ¿tenía cicatrices en las manos y los brazos, hasta más arriba de los codos?
La muchacha asintió en silencio.
—¿Qué clase de demonio era ese hombre? —murmuró incómodo uno de los skaa.
—Un espectro de la bruma —susurró otro, al parecer olvidando que Kelsier se había marchado de día.
Pero se internó en la bruma, pensó Mennis. ¿Y cómo consiguió una hazaña como esta? ¡Lord Tresting tenía más de dos docenas de soldados! ¿Tenía quizá Kelsier una banda de rebeldes ocultos?
Las palabras que Kelsier había pronunciado la noche anterior resonaron en sus oídos. Se acercan nuevos tiempos...
—¿Qué pasará con nosotros? —preguntó Tepper, aterrado—. ¿Qué ocurrirá cuando el lord Legislador se entere de esto? ¡Pensará que lo hicimos nosotros! ¡Nos enviará a los Pozos, o tal vez enviará a sus koloss a matarnos de inmediato! ¿Por qué haría una cosa así ese alborotador? ¿No comprende el daño que ha hecho?
—Lo comprende —dijo Mennis—. Nos lo advirtió, Tepper. Vino a crear problemas.
—Pero ¿por qué?
—Porque sabía que nunca nos rebelaríamos por nuestra cuenta, así que no nos ha dejado otra salida.
Tepper se puso lívido.
Lord Legislador, pensó Mennis. No puedo hacer esto. Apenas puedo levantarme por las mañanas... No puedo salvar a esta gente.
Pero ¿qué otra opción tenía?
Mennis se volvió.
—Reúne a la gente, Tepper. Tenemos que huir antes de que la noticia de este desastre llegue a oídos del lord Legislador.
—¿Adónde iremos?
—A las cavernas del este —dijo Mennis—. Los viajeros dicen que los skaa rebeldes se ocultan en ellas. Tal vez nos acepten.
Tepper se puso aún más lívido.
—Pero... tendremos que viajar durante días. Pasar las noches en la bruma.
—Podemos hacer eso, o podemos quedarnos aquí y morir —respondió Mennis.
Tepper permaneció inmóvil un instante y Mennis pensó que la conmoción lo había abrumado. Sin embargo, al final, el hombre más joven fue a reunir a los demás como le había ordenado.
Mennis suspiró, contempló la columna de humo y maldijo para sus adentros al tal Kelsier.
Nuevos tiempos, en efecto.
PRIMERA PARTE
EL SUPERVIVIENTE DE HATHSIN
Me considero un hombre de principios. Pero ¿qué hombre no se considera tal? Incluso el asesino, según he advertido, interpreta sus acciones como «morales» en cierto modo.
Tal vez otra persona, al leer mi vida, me considere un tirano religioso. Puede llamarme arrogante. ¿Qué hace que la opinión de ese hombre sea menos válida que la mía propia?
Supongo que todo se reduce a una sola cosa: al final, soy yo quien tiene los ejércitos de su parte.
1

Caía ceniza del cielo.
Vin contempló los copos revolotear en el aire mientras caían. Con languidez. Descuidadamente. Libres. Los trozos de hollín caían como copos de nieve negra, descendiendo sobre la oscura ciudad de Luthadel. Se acumulaban en las esquinas, impulsados por la brisa, y se enroscaban en diminutos remolinos sobre el empedrado. Parecía que no les importaba nada. ¿Cómo sería eso? Vin estaba sentada en silencio en uno de los miradores, un hueco oculto construido en los ladrillos de un lado de la guarida. Desde dentro, un miembro de la banda podía vigilar la calle en busca de signos de peligro. Vin no estaba de guardia: el mirador era uno de los pocos lugares donde podía estar a solas.
Y a Vin le gustaba estar sola. Cuando estás sola, nadie puede traicionarte. Palabras de Reen. Su hermano le había enseñado muchas cosas, luego había reforzado sus enseñanzas haciendo lo que siempre había prometido que haría: traicionarla. Es la única manera de aprender. Cualquiera puede traicionarte, Vin. Cualquiera.
La ceniza continuó cayendo. A veces Vin se imaginaba a sí misma como la ceniza, o el viento, o la misma bruma. Una cosa sin pensamiento, capaz simplemente de «ser», sin pensar, ni preocuparse, ni sentir dolor. Entonces podría ser... libre.
Oyó un sonido cercano y luego la trampilla al fondo de la pequeña recámara se abrió de golpe.
—¡Vin! —dijo Ulef, asomando la cabeza—. ¡Estás ahí! Camon lleva media hora buscándote.
Precisamente por eso me he escondido.
—Deberías prepararte —dijo Ulef—. El trabajo está a punto de empezar.
Ulef era un chico larguirucho. Amable, a su manera; ingenuo, si alguien que había crecido en el mundo de los bajos fondos en verdad podía considerarse tal cosa. Eso, desde luego, no significaba que no pudiera traicionarla. La traición no tenía nada que ver con la amistad; era un simple acto de supervivencia. La vida era dura en las calles y, si un skaa ladrón quería evitar ser capturado y ejecutado, tenía que ser práctico.
Y la frialdad era la más práctica de las emociones. Otro de los dichos de Reen.
—¿Bien? —preguntó Ulef—. Deberías ir. Camon está enfadado.
¿Cuándo no lo está? Sin embargo, Vin asintió y se apartó del estrecho, aunque cómodo, espacio del mirador. Pasó rozando a Ulef y salió por la trampilla para dirigirse a un pasillo y luego a una despensa ruinosa. La habitación era una de las muchas del fondo del taller que servía como tapadera del refugio. El cubil de la banda en sí estaba oculto en los túneles de una caverna de piedra situada bajo el edificio.
Salió del edificio por una puerta trasera, seguida de Ulef. El trabajo sería a unas manzanas de distancia, en una zona más rica de la ciudad. Era un trabajo complicado, uno de los más complejos que había visto Vin. Suponiendo que Camon no fuera capturado, los beneficios serían grandes. Si lo capturaban... Bueno, timar a nobles y obligadores era una profesión muy difícil, pero desde luego era mejor que trabajar en las fraguas o las fábricas textiles.
Vin salió del callejón y se internó en una calleja oscura de uno de los muchos suburbios de skaa de la ciudad. Los skaa demasiado enfermos para trabajar yacían acurrucados en esquinas y aceras, con la ceniza revoloteando a su alrededor. Vin mantuvo la cabeza gacha y se subió la capucha para protegerse de los copos que todavía caían.
Libre. No, nunca seré libre. Reen se aseguró de eso cuando se marchó.
—¡Aquí estás! —Camon alzó un dedo cuadrado y grueso y le apuntó a la cara—. ¿Dónde te habías metido?
Vin no dejó que el odio ni la rebeldía se notaran en sus ojos. Se limitó a agachar la cabeza, dándole a Camon lo que esperaba ver. Había otras formas de ser fuerte. Esa lección la había aprendido ella sola.
Camon soltó un leve gruñido, luego alzó la mano y le dio un revés en la cara. La fuerza del golpe envió a Vin contra la pared, y su mejilla ardió de dolor. Se desplomó contra la madera, pero soportó el castigo en silencio. Solo otro cardenal más. Era lo bastante fuerte para soportarlo. Lo había hecho antes.
—Escucha —susurró Camon—. Este es un trabajo importante. Vale miles de cuartos: más que tú cien veces. No permitiré que metas la pata. ¿Entendido?
Vin asintió.
Camon la estudió un momento, el rostro gordezuelo rojo de furia. Se apartó, al cabo, murmurando para sí.
Estaba molesto por algo... no era solo por Vin. Tal vez se había enterado de la rebelión skaa que había tenido lugar en el norte, a varios días de distancia. Uno de los lores de provincias, Themos Tresting, al parecer había sido asesinado y su mansión, calcinada. Esos altercados eran malos para los negocios: hacían que la aristocracia estuviera más atenta y fuese menos fácil de engañar. Eso, a su vez, podía traducirse en una drástica reducción de los beneficios de Camon.
Está buscando alguien a quien castigar, pensó Vin. Siempre se pone nervioso antes de un golpe. Miró a Camon, saboreando la sangre de su labio. Debió de dejar traslucir algo de confianza, puesto que él la miró con el rabillo del ojo y su expresión se ensombreció. Alzó la mano, como para volver a golpearla.
Vin utilizó un poco de su Suerte.
Gastó solo una pizca: necesitaría el resto para el trabajo. Dirigió la Suerte hacia Camon, calmando su nerviosismo. El jefe de la banda se detuvo, ajeno al contacto de Vin, pero sintiendo sus efectos de todas formas. Permaneció inmóvil un instante; luego suspiró, apartándose y bajando la mano.
Vin se limpió el labio mientras Camon se marchaba. El ladrón tenía un aspecto muy convincente vestido de noble. Llevaba el traje más lujoso que Vin hubiese visto jamás: una camisa blanca y un chaleco verde oscuro con botones de oro grabados, casaca negra larga, a la moda, y sombrero negro a juego. Sus dedos brillaban con anillos e incluso llevaba un hermoso bastón de duelo. Camon imitaba bastante bien a los nobles: cuando se trataba de interpretar un papel, había pocos ladrones más competentes que Camon. Siempre que pudiera controlar su temperamento.
La habitación en sí era menos impresionante. Vin se puso en pie mientras Camon empezaba a gritar a algunos otros miembros de la banda. Habían alquilado una de las suites del hotel de la localidad. No demasiado lujosa, pero esa era la idea. Camon iba a interpretar el papel de lord Jedue, un noble de campo que tenía problemas financieros y había ido a Luthadel a establecer algunos contratos finales y desesperados.
La habitación principal había sido transformada en una especie de sala de audiencias, con una gran mesa para que Camon se sentara a ella y las paredes decoradas con obras de arte baratas. Había dos hombres de pie junto a la mesa, con uniforme de criado; interpretarían el papel de los lacayos de Camon.
—¿Qué es todo este alboroto? —preguntó un hombre mientras entraba en la habitación. Era alto e iba vestido con una sencilla camisa gris y unos pantalones, con una fina espada atada a la cintura. Theron era el otro jefe de la banda: aquel golpe era en realidad idea suya. Se había asociado con Camon porque necesitaba a alguien que hiciera de lord Jedue, y todos sabían que Camon era uno de los mejores.
Camon alzó la cabeza.
—¿Eh? ¿Alboroto? Pero si no ha sido más que un pequeño problema disciplinario. No te preocupes, Theron. —Camon recalcó sus palabras haciendo un gesto con la mano; había motivos para que interpretara tan bien a la aristocracia. Era tan arrogante que podría haber pertenecido a una de las Grandes Casas.
Theron entornó los ojos. Vin sabía lo que debía de estar pensando el hombre: decidía si sería muy arriesgado clavarle al gordo Camon un cuchillo en la espalda cuando el golpe hubiera terminado. Al cabo de un rato, el alto jefe de la banda se apartó de Camon y miró a Vin.
—¿Y esta quién es? —preguntó.
—Una de mi banda —respondió Camon.
—Creía que no necesitábamos a nadie más.
—Bueno, la necesitamos a ella —dijo Camon—. Ignórala. Mi parte de la operación no es asunto tuyo.
Theron miró a Vin y su labio ensangrentado. Ella apartó la mirada. Sin embargo, los ojos de Theron se posaron en ella, recorriendo todo su cuerpo. Llevaba una sencilla camisa abotonada y un mono. En realidad, resultaba poco atractiva: flaca y de rostro juvenil, no parecía tener ni dieciséis años. No obstante, algunos hombres preferían ese tipo de mujeres.
Pensó en usar con él un poco de Suerte, pero al poco dejó de mirarla.
—El obligador está a punto de llegar —dijo Theron—. ¿Estás preparado?
Camon puso los ojos en blanco, acomodando su masa en el asiento, tras la mesa.
—Todo perfecto. ¡Déjame en paz, Theron! Vuelve a tu habitación y espera.
Theron frunció el ceño, pero se dio media vuelta y salió de la habitación murmurando para sí.
Vin escrutó la habitación, estudiando la decoración, los criados, la atmósfera. Por último, se acercó a la mesa de Camon. El jefe de la banda estaba sentado ojeando un fajo de papeles, intentando al parecer decidir cuáles colocar sobre la mesa.
—Camon —dijo Vin en voz baja—, los criados están demasiado bien.
Camon frunció el ceño y alzó la cabeza.
—¿Qué tonterías dices?
—Los criados —repitió Vin, hablando todavía en un susurro—. Se supone que lord Jedue está desesperado. Puede tener trajes elegantes de antes, pero no podría permitirse esos criados tan opulentos. Usaría skaa.
Camon la miró con mala cara, pero acto seguido dirigió su mirada hacia los «sirvientes». Por lo que al físico respectaba, había poca diferencia entre los hombres nobles y los skaa. Los criados que había dispuesto Camon, sin embargo, iban vestidos como nobles menores: se les permitía llevar un chaleco colorido y su pose era un poco más confiada.
—El obligador tiene que pensar que estás casi en la miseria —dijo Vin—. Llena la habitación con muchos sirvientes skaa.
—¿Qué sabrás tú? —dijo Camon, mirándola con desdén.
—Suficiente. —Vin lamentó de inmediato haberlo dicho: sonaba demasiado rebelde. Camon alzó una mano enjoyada y Vin se preparó para recibir otro sopapo. No podía permitirse usar más Suerte. En cualquier caso, tan solo le quedaba una pequeña y valiosa pizca.
Pero Camon no la golpeó. En vez de ello, exhaló un suspiro y posó una mano gordezuela en su hombro.
—¿Por qué insistes en provocarme, Vin? Sabes las deudas que me dejó tu hermano antes de escapar. ¿Te das cuenta de que un hombre menos misericordioso que yo te habría vendido a los proxenetas hace mucho tiempo? ¿Qué te parecería servir en la cama de un noble hasta que se canse de ti y te mande ejecutar?
Vin se miró los pies.
Camon la agarraba con fuerza, lastimándole la piel allí donde su cuello y su hombro se encontraban, y ella jadeó de dolor a su pesar. Él sonrió ante su reacción.
—La verdad, Vin, no sé por qué te conservo —dijo, aumentando su tenaza—. Tendría que haberme deshecho de ti hace meses, cuando tu hermano me traicionó. Supongo que tengo un corazón demasiado blando.
La soltó por fin, luego le indicó que se colocara a un lado de la habitación, junto a una planta de interior. Ella hizo lo que le ordenaba, orientándose para tener una buena panorámica de la habitación. En cuanto Camon apartó la mirada, se frotó el hombro. Solo es un dolor más. Puedo enfrentarme al dolor.
Camon permaneció sentado unos instantes. Luego, como era de esperar, llamó a los dos «criados».
—¡Vosotros dos! —dijo—. Vais demasiado bien vestidos. Id a poneros algo que os haga parecer siervos skaa... Y traed a seis hombres más cuando vengáis.
Pronto, la habitación estuvo llena tal como había sugerido Vin. El obligador llegó poco después.
Vin observó al prelado Laird cuando entró arrogantemente en la estancia. Rapado como todos los obligadores, llevaba una túnica gris oscuro. Los tatuajes de su ministerio alrededor de sus ojos lo identificaban como prelado, un burócrata veterano en el Cantón de las Finanzas del Ministerio. Un grupo de obligadores menores, de tatuajes más sencillos, lo seguía.
Camon se levantó cuando el prelado entró, en señal de respeto, un respeto que incluso los nobles de la más alta de las Grandes Casas debían mostrar a un obligador del rango de Laird. Este no inclinó la cabeza ni expresó ningún saludo, sino que avanzó y tomó asiento delante de la mesa de Camon. Uno de los miembros de la banda que hacía de criado se apresuró a traer vino helado y fruta para el obligador.
Laird aceptó la fruta, dejando que el criado esperara allí de pie, obediente, con el plato de comida, como si fuera un mueble.
—Lord Jedue —dijo por fin Laird—, me alegro de que por fin tengamos ocasión de conocernos.
—Igual que yo, Vuestra Gracia —respondió Camon.
—¿Por qué, de nuevo, no pudo acudir al edificio del Cantón y requirió en cambio que yo lo visitara aquí?
—Mis rodillas, Vuestra Gracia —dijo Camon—. Mis médicos me recomendaron que viajara lo menos posible.
Y, con motivo, sentías bastante aprensión a entrar en una fortaleza del Ministerio, pensó Vin.
—Ya veo —dijo Laird—. Rodillas delicadas. Un desafortunado defecto para un hombre cuyo negocio es el transporte.
—No tengo que ir en los viajes, Vuestra Gracia —dijo Camon, inclinando la cabeza—. Solo organizarlos.
Bien, pensó Vin. Asegúrate de que sigues mostrándote servil, Camon. Tienes que parecer desesperado.
Vin necesitaba que aquel timo tuviera éxito. Camon la amenazaba y la golpeaba, pero la consideraba su amuleto de la buena suerte. No estaba segura de que supiera por qué los planes salían mejor cuando ella estaba presente en la habitación, pero al parecer había atado cabos. Eso la convertía en valiosa... y Reen siempre había dicho que la forma más segura de mantenerse con vida en los bajos fondos era ser indispensable.
—Ya veo —repitió Laird—. Bien, me temo que nuestro encuentro se ha producido demasiado tarde para sus propósitos. El Cantón de las Finanzas ya ha votado su propuesta.
—¿Tan pronto? —preguntó Camon con sorpresa genuina.
—Sí —repuso Laird, tomando un sorbo de vino, sin despedir todavía al criado—. Hemos decidido no aceptar su contrato.
Camon permaneció sentado un momento, aturdido.
—Lamento oír eso, Vuestra Gracia.
Laird ha venido a verte, pensó Vin. Eso significa que aún está en posición de negociar.
—Bien —continuó diciendo Camon, viendo lo que había visto Vin—. Eso es muy desafortunado, ya que estaba dispuesto a hacer al Ministerio una oferta aún mejor.
Laird alzó una ceja tatuada.
—Dudo que importe. Hay un elemento del consejo que considera que el Cantón recibiría un servicio mejor si encontráramos una casa más estable para transportar a nuestra gente.
—Eso sería un grave error —dijo con delicadeza Camon—. Seamos sinceros, Vuestra Gracia. Los dos sabemos que este contrato es la última oportunidad de la Casa de Jedue. Ahora que hemos perdido el contrato con Farwan, no podemos permitirnos seguir trasladando nuestros barcos por el canal a Luthadel. Sin el patrocinio del Ministerio, mi casa está condenada económicamente.
—Esto es hacer muy poco para persuadirme, Alteza —dijo el obligador.
—¿De verdad? —preguntó Camon—. Hágase esta pregunta: ¿quién los servirá mejor? ¿Será la casa que tiene docenas de contratos que atender o la casa que ve su contrato como su última esperanza? El Cantón de las Finanzas no encontrará un socio más servicial que uno desesperado. Dejen que mis barcos sean los que transporten a sus acólitos desde el norte... dejen que mis soldados los escolten, y no se sentirán decepcionados.
Bien, pensó Vin.
—Yo... Comprendo —dijo el obligador, preocupado ahora.
—Estaría dispuesto a ofrecerles una ampliación de contrato, con un precio fijo de cincuenta cuartos por cabeza el viaje. Sus acólitos podrían viajar en nuestros barcos a su antojo y siempre tendrían los escoltas necesarios.
Esta vez, la ceja del obligador se levantó incluso más.
—Eso es la mitad de la tarifa anterior.
—Ya se lo he dicho. Estamos desesperados. Mi casa necesita mantener sus barcos en marcha. Cincuenta cuartos no nos dejarán beneficio, pero no importa. Cuando tengamos el contrato ministerial que nos garantice estabilidad, podremos encontrar otros contratos para llenar nuestros cofres.
Laird pareció pensativo. Era un trato fabuloso... un trato que en circunstancias normales habría levantado sospechas. Sin embargo, la presentación de Camon creaba la imagen de una casa al borde del colapso financiero. El otro jefe de la banda, Theron, había pasado cinco años construyendo, timando y engañando para crear aquel momento. El Ministerio se mostraría remiso a no considerar la oportunidad.
Laird se estaba dando cuenta de lo mismo. El Ministerio de Acero no era solo la fuerza de la burocracia y la autoridad legal del Imperio Final: era como una casa nobiliaria en sí misma. Cuantas más riquezas tuviera, cuanto mejores fueran sus propios contratos mercantiles, más peso tendrían los Cantones del Ministerio entre sí y con las casas nobles.
Sin embargo, Laird parecía vacilar. Vin vio la expresión en sus ojos, el recelo que tan bien conocía. No iba a aceptar el contrato.
Ahora, pensó Vin. Es mi turno.
Vin usó su Suerte con Laird. Lo hizo de modo tentativo, sin estar siquiera segura de lo que hacía o de por qué podía hacerlo. Su contacto fue instintivo, no obstante, entrenado durante años de práctica sutil. Tenía diez años de edad cuando se dio cuenta de que la gente no podía hacer lo que podía hacer ella.
Volvió a presionar contra las emociones de Laird, cubriéndolas. Él se volvió menos receloso, menos temeroso. Dócil. Sus preocupaciones se fundieron y Vin vio un calmado control asentarse en sus ojos.
Sin embargo, Laird todavía parecía indeciso. Vin empujó con más fuerza. Él ladeó la cabeza, como pensativo. Abrió la boca para hablar, pero ella empujó de nuevo, agotando con desesperación sus últimas reservas de Suerte.
Él volvió a hacer una pausa.
—Muy bien —dijo por fin—. Llevaré esta nueva propuesta al Consejo. Tal vez todavía se pueda alcanzar un acuerdo.
Si los hombres leen estas palabras, que sepan que el poder es una pesada carga. No busquéis caer en sus redes. Las profecías de Terris dicen que yo tendré el poder para salvar el mundo.
Sin embargo, dan a entender que también tendré poder para destruirlo.
2

En opinión de Kelsier, la ciudad de Luthadel, sede del lord Legislador, era un espectáculo deprimente. La mayoría de los edificios habían sido construidos con bloques de piedra y rematados con techos de tejas para los ricos y sencillos tejados de madera terminados en pico para el resto. Las estructuras estaban demasiado juntas, por lo que parecían pequeñas a pesar de que, en general, constaban de tres alturas.
Las casas de vecinos y los comercios eran de aspecto uniforme: no era un sitio donde nadie quisiera llamar la atención. A menos, por supuesto, que fueras miembro de la alta nobleza.
Repartidas por toda la ciudad había una docena aproximada de fortalezas monolíticas. Intrincadas, con hileras de agujas como lanzas o profundas arcadas, constituían los hogares de la alta nobleza. De hecho, eran el sello de una familia de la alta nobleza: cualquier familia que pudiera permitirse construir una fortaleza y mantener una presencia llamativa en Luthadel era considerada una Gran Casa.
La mayoría de las zonas despejadas de la ciudad estaban en torno a estas fortalezas. Los espacios vacíos entre edificios eran como claros en un bosque, las fortalezas como montes solitarios alzándose sobre el terreno. Como negras montañas. Como toda la ciudad, las fortalezas estaban sucias por incontables años de nevadas de ceniza.
Todas las estructuras de Luthadel (prácticamente todas las estructuras que Kelsier había visto) estaban ennegrecidas hasta cierto punto. Incluso la muralla de la ciudad, en la que ahora se encontraba Kelsier, estaba cubierta por una pátina de hollín. Las estructuras solían ser más oscuras en la parte superior, donde se acumulaba la ceniza, pero las lluvias y la condensación de cada tarde habían llevado las manchas hasta los salientes y las habían hecho chorrear por las paredes. Como pintura corriendo por un lienzo, la oscuridad parecía resbalar por los lados de los edificios en pendiente irregular.
Las calles, por supuesto, eran completamente negras. Kelsier seguía esperando, escrutando la ciudad mientras un grupo de obreros skaa trabajaba en la calle de abajo, despejándola de los últimos montones de ceniza. La llevarían al río Channerel, que pasaba por el centro, para que la arrastrara la corriente, no fuera a ser que siguiera acumulándose y acabara por enterrar la ciudad. A veces, Kelsier se preguntaba por qué el imperio no era solo un enorme montón de ceniza. Suponía que la ceniza acabaría por convertirse en tierra tarde o temprano. Sin embargo, se dedicaba una cantidad absurda de esfuerzo a mantener las ciudades y los campos lo bastante despejados para poder utilizarlos.
Por fortuna, siempre había skaa suficientes para hacer el trabajo. Los trabajadores que veía abajo llevaban abrigos y pantalones sencillos, desgastados y manchados de ceniza. Como los obreros de la plantación que había dejado atrás hacía varias semanas, trabajaban sumisos, con movimientos controlados. Otros grupos de skaa pasaron, respondiendo a las campanas que sonaban a lo lejos marcando la hora y llamándolos al turno matutino en las fraguas o los molinos. La principal exportación de Luthadel era el metal: la ciudad albergaba cientos de fraguas y refinerías. Sin embargo, las aguas del río proporcionaban un caudal excelente para los molinos, bien fuera para moler grano o para fabricar telas.
Los skaa continuaron trabajando. Kelsier se apartó y miró a lo lejos, hacia el centro de la ciudad, donde el palacio del lord Legislador se alzaba como una especie de enorme insecto espinoso. Kredik Shaw, la Colina de las Mil Torres. El palacio superaba varias veces en tamaño al torreón de cualquier otro noble y era con diferencia el edificio más grande de la ciudad.
Otra nevada de ceniza empezó a caer mientras Kelsier contemplaba la ciudad. Los copos se asentaban con languidez sobre las calles y los edificios. Hay un montón de nevadas de ceniza últimamente, pensó, contento por tener una excusa para ponerse la capucha. Los Montes de Ceniza deben de estar activos.
Era improbable que lo reconociera nadie en la ciudad: habían pasado tres años desde su captura. A pesar de todo, la capucha le daba seguridad. Si todo salía bien llegaría un momento en que Kelsier querría ser visto y reconocido. Por ahora, lo mejor sería permanecer en el anonimato.
Al cabo de un rato una figura se acercó por la muralla. El hombre, Dockson, era más bajo que Kelsier y tenía un rostro cuadrado, adecuado a su constitución moderadamente fornida. Una vulgar capucha marrón le cubría el pelo negro y llevaba la misma barba corta que usaba desde que le habían crecido cuatro pelos hacía veinte años.
Como Kelsier, llevaba ropa de noble: un colorido chaleco, chaquetón y pantalones oscuros y una fina capa para resguardarse de la ceniza. El traje no era lujoso, pero sí aristocrático, propio de la clase media de Luthadel. La mayoría de los hombres de noble cuna no eran lo bastante ricos para ser considerados como pertenecientes a una Gran Casa; sin embargo, en el Imperio Final, la nobleza no se basaba solo en el dinero. Era cuestión de linaje y de historia; el lord Legislador era inmortal y, al parecer, aún recordaba a los hombres que lo habían apoyado durante los primeros años de su reinado. Los descendientes de aquellos hombres, no importaba lo pobres que se volvieran, siempre serían favorecidos.
Aquella ropa impedía que las patrullas de guardias hicieran demasiadas preguntas. En el caso de Kelsier y Dockson, esa vestimenta era falsa. En realidad, ninguno de los dos era noble, aunque en términos estrictos, Kelsier fuese mestizo. En muchos aspectos, ser mestizo era peor que ser un simple skaa.
Dockson se detuvo junto a Kelsier, se apoyó en las almenas, descansando un par de fuertes brazos sobre la piedra.
—Llegas unos cuantos días tarde, Kel.
—Decidí hacer unas cuantas paradas adicionales en las plantaciones del norte.
—Ah —dijo Dockson—. Así que tuviste algo que ver con la muerte de lord Tresting.
Kelsier sonrió.
—Podríamos decir que sí.
—Su asesinato ha causado gran conmoción entre la nobleza local.
—Esa era la intención —dijo Kelsier—. Aunque, para serte sincero, no planeaba nada tan dramático. Fue más un accidente que otra cosa.
Dockson alzó una ceja.
—¿Cómo se mata «por accidente» a un noble en su propia mansión?
—Clavándole un cuchillo en el pecho —respondió con animosidad Kelsier—. O, más bien, un par de cuchillos en el pecho: siempre es mejor ser precavido.
Dockson puso los ojos en blanco.
—Su muerte no es precisamente una pérdida, Dox —dijo Kelsier—. Incluso entre los nobles, Tresting tenía fama de cruel.
—No me importa Tresting —contestó Dockson—. Solo estoy pensando en el grado de locura que me impulsa a planear otro trabajo contigo. Atacar a un lord provinciano en su mansión, rodeado de guardias... La verdad, Kel, casi me había olvidado de lo temerario que puedes ser.
—¿Temerario? —preguntó Kelsier con una carcajada—. Eso no fue temerario: fue solo un pequeño entretenimiento. ¡No imaginas algunas de las cosas que planeo hacer!
Dockson se quedó quieto un momento, luego se echó a reír también.
—¡Por el lord Legislador, me alegro de tenerte de vuelta, Kel! Me temo que me he vuelto muy aburrido estos últimos años.
—Lo arreglaremos —prometió Kelsier.
Inspiró hondo mientras la ceniza caía liviana a su alrededor. Las cuadrillas de limpieza skaa ya habían vuelto a trabajar en las calles de abajo, barriendo la negra ceniza. Por detrás de Kelsier y Dockson pasó una patrulla de guardias y saludó. Ambos esperaron en silencio a que los hombres se alejaran.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo Kelsier por fin—. Hay algo acogedor en Luthadel... aunque sea una ciudad deprimente y agobiante. ¿Has organizado la reunión?
Dockson asintió.
—Pero no podemos empezar hasta esta noche. ¿Cómo has logrado entrar, por cierto? Tengo hombres vigilando las puertas.
—¿Hummm? Ah, es que me colé anoche.
—Pero ¿cómo...? —Dockson hizo una pausa—. Bueno, está bien. Me va a costar acostumbrarme.
Kelsier se encogió de hombros.
—No veo por qué. Siempre trabajas con brumosos.
—Sí, pero esto es diferente —dijo Dockson. Alzó una mano para contrarrestar cualquier oposición—. No es necesario, Kel. No estoy poniendo trabas... Solo digo que me costará acostumbrarme.
—Bien. ¿Quién va a venir esta noche?
—Bueno, Brisa y Ham estarán allí, ni que decir tiene. Sienten mucha curiosidad por ese misterioso trabajo tuyo... Por no mencionar lo molestos que andan porque no les he contado qué has estado haciendo estos últimos años.
—Bien —dijo Kelsier con una sonrisa—. Que sigan en la duda. ¿Qué tal Trampa?
Dockson negó con la cabeza.
—Trampa ha muerto. El Ministerio lo capturó por fin hace un par de meses. Ni siquiera se molestaron en enviarlo a los Pozos: lo decapitaron en el acto.
Kelsier cerró los ojos y resopló con delicadeza. Parecía que el Ministerio de Acero acababa por capturar siempre a todo el mundo. A veces, Kelsier sentía que la vida de un skaa brumoso no consistía tanto en sobrevivir como en escoger el momento adecuado para morir.
—Esto nos deja sin ahumador —dijo Kelsier por fin, abriendo los ojos—. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Ruddy —respondió Dockson.
Kelsier negó con la cabeza.
—No. Es un buen ahumador, pero no es buena persona.
Dockson sonrió.
—No es lo bastante buena persona como para estar en una banda de ladrones... Kel, he echado de menos trabajar contigo, de veras. Muy bien, ¿quién entonces?
Kelsier lo pensó un momento.
—¿Sigue Clubs con ese taller suyo?
—Que yo sepa... —dijo Dockson, despacio.
—Se supone que es uno de los mejores ahumadores de la ciudad.
—Eso parece —respondió Dockson—. Pero... ¿no resulta difícil trabajar con él?
—No es para tanto —dijo Kelsier—. Cuando te acostumbras a él. Además, creo que podría ser... adecuado para este trabajo en concreto.
—Muy bien. —Dockson se encogió de hombros—. Lo invitaré. Creo que uno de sus parientes es un ojo de estaño. ¿Quieres que lo invite también?
—Me parece bien.
—De acuerdo —dijo Dockson—. Bueno, además, tenemos a Yeden. Suponiendo que le siga interesando...
—Estará allí —dijo Kelsier.
—Será mejor que esté. Él nos paga, después de todo.
Kelsier asintió, luego frunció el ceño.
—No has mencionado a Marsh.
Dockson se encogió de hombros.
—Ya te lo advertí. Tu hermano nunca aprobó nuestros métodos y ahora... Bueno, ya conoces a Marsh. No querrá tener nada que ver con Yeden ni con la rebelión, mucho menos con un puñado de criminales como nosotros. Creo que tendremos que buscar a otra persona que se infiltre entre los obligadores.
—No —dijo Kelsier—. Lo hará. Tendré que pasarme a persuadirlo.
—Si tú lo dices...
Dockson guardó silencio y los dos permanecieron inmóviles un momento, apoyados contra la muralla y contemplando la ciudad cubierta de ceniza.
Transcurridos unos instantes, Dockson sacudió la cabeza.
—Es una locura, ¿no?
Kelsier sonrió.
—¿A que sienta bien?
Dockson asintió.
—Estupendamente.
—Será un trabajo único —dijo Kelsier, mirando hacia el norte, al retorcido edificio que se alzaba en el centro de la ciudad.
Dockson se apartó de la muralla.
—Faltan unas cuantas horas para la reunión. Hay algo que quiero mostrarte. Creo que todavía tenemos tiempo... si nos damos prisa.
Kelsier se volvió, curioso.
—Bueno, iba a ir a echarle una buena reprimenda a mi prudente hermano. Pero...
—Esto merecerá la pena —prometió Dockson.
Vin estaba sentada en el rincón del cubículo principal de la guarida. Se mantenía en las sombras, como de costumbre; cuanto más permaneciera apartada de la vista, más la ignorarían los demás. No podía permitirse malgastar Suerte haciendo que los hombres mantuvieran las manos apartadas de ella. Apenas había tenido tiempo para regenerar la que había gastado unos cuantos días antes, durante el encuentro con el obligador.
La multitud de costumbre ocupaba las mesas de la habitación, jugando a los dados o discutiendo trabajos de poca importancia. El humo de una docena de pipas se acumulaba en el techo y las paredes estaban oscuras por años del mismo tratamiento. El suelo estaba manchado de ceniza. Como la mayoría de las bandas de ladrones, el grupo de Camon no era famoso por su limpieza.
Había una puerta al fondo de la habitación y, más allá, una escalera de piedra que se enroscaba sobre sí misma hasta llegar a una falsa alcantarilla en un callejón. Aquella habitación, como tantas otras ocultas en la capital imperial de Luthadel, se suponía que no existía.
Llegaban risotadas de la parte delantera de la cámara, donde Camon estaba sentado con media docena de amigotes disfrutando de una tarde típica de cerveza y chistes groseros. La mesa de Camon estaba situada junto a la barra, cuyas bebidas, demasiado caras, no eran sino otro de los numerosos métodos de los que se servía Camon para aprovecharse de quienes trabajaban para él. Los elementos criminales de Luthadel habían aprendido bastante bien las lecciones de la nobleza.
Vin hacía todo cuanto podía por permanecer invisible. Seis meses antes no hubiese creído que la vida pudiera ser peor sin Reen. No obstante, a pesar de la abusiva ira de su hermano, había impedido que los otros miembros de la banda se propasaran con ella. Había relativamente pocas mujeres en las bandas de ladrones: por lo general, las que se relacionaban con los bajos fondos acababan trabajando de prostitutas. Reen siempre le había dicho que una chica tenía que ser dura: más dura aún que un hombre, si quería sobrevivir.
¿Crees que los jefes de las bandas querrán a una molestia como tú en el grupo?, le había dicho. Ni siquiera yo quiero trabajar contigo, y soy tu hermano.
Todavía le dolía la espalda: Camon la había azotado el día anterior. La sangre le estropearía la camisa y no podía permitirse otra. Camon se estaba quedando con su salario para cobrarse las deudas que había dejado Reen.
Pero soy fuerte, pensó.
Esa era la ironía. Las palizas ya casi no le dolían porque los frecuentes abusos de Reen la habían vuelto resistente y le habían enseñado al mismo tiempo a parecer patética y rota. En cierto modo, las palizas eran contraproducentes en sí mismas. Los cardenales y las magulladuras se curaban, pero cada nuevo golpe volvía a Vin más dura. Más fuerte.
Camon se levantó. Rebuscó en el bolsillo de su casaca y sacó su reloj de oro. Hizo un gesto a uno de sus acompañantes y luego escrutó la habitación... buscándola.
Sus ojos se clavaron en Vin.
—Es la hora.
Vin frunció el ceño. ¿La hora de qué?
El Cantón de las Finanzas del Ministerio era una estructura impresionante, pero, claro, todo cuanto tenía que ver con el Ministerio de Acero tendía a serlo.
Alto y cuadrado, el edificio disponía de un enorme rosetón en la fachada, cuyos cristales se veían oscuros desde el exterior. Dos grandes estandartes colgaban junto a la ventana. La tela roja manchada de hollín proclamaba alabanzas al lord Legislador.
Camon estudió el edificio con ojo crítico. Vin notó su aprensión. El Cantón de las Finanzas no era la más amenazadora de las sedes del Ministerio: el Cantón de la Inquisición o incluso el Cantón de la Ortodoxia tenían una reputación mucho más ominosa. Sin embargo, entrar por voluntad propia en cualquier edificio ministerial..., ponerte a ti mismo en manos de los obligadores..., bueno, era algo que se hacía solo después de serias consideraciones.
Camon se llenó los pulmones de aire antes de dar un paso adelante, golpeando con su bastón de duelos las piedras mientras caminaba. Llevaba su caro traje de noble y le acompañaban media docena de miembros de la banda, incluida Vin, para hacerse pasar por sus «criados».
Vin siguió a Camon escalinata arriba y esperó mientras uno de los miembros de la banda se adelantaba de un salto para abrir la puerta a su «amo». De los seis partícipes, parecía que solo a Vin no le habían dicho nada del plan. Sospechosamente, a Theron (el supuesto socio de Camon en el timo al Ministerio) no se le veía por ninguna parte.
Vin entró en el edificio del Cantón. Una vibrante luz roja con destellos azules entraba por el rosetón. Un único obligador, con tatuajes de nivel medio alrededor de los ojos, estaba sentado tras una mesa al fondo de la alargada recepción.
Camon se acercó dando golpes de bastón contra la alfombra.
—Soy lord Jedue —dijo.
¿Qué estás haciendo, Camon?, pensó Vin. Le insististe a Theron en que no te reunirías con el prelado Laird en su despacho del Cantón. Sin embargo, estás aquí.
El obligador asintió, tomando nota en su libro de registro. Señaló a un lado.
—Puede acompañarle un sirviente en la sala de espera. El resto debe permanecer aquí.
El bufido de desdén de Camon indicó lo que pensaba de esa prohibición. El obligador, sin embargo, no levantó la cabeza de su libro. Camon permaneció inmóvil un instante y Vin no supo si estaba verdaderamente enfadado o si tan solo interpretaba el papel de un noble arrogante. Al final, la señaló con un dedo.
—Ven —dijo, dándose la vuelta y yendo hacia la puerta indicada.
La habitación que había al otro lado era lujosa y cómoda. Varios nobles esperaban en ella, reclinados en diversas posturas. Camon escogió un sillón y se sentó, y luego señaló una mesa con vino y pasteles de escarcha roja. Vin, obediente, le sirvió un vaso de vino y un plato de comida, ignorando su propia hambre.
Camon empezó a atacar los pasteles con ansia, haciendo chasquear los labios mientras comía.
Está nervioso. Más nervioso incluso que antes.
—Cuando entremos, no dirás nada —murmuró Camon entre bocados.
—Vas a traicionar a Theron —susurró Vin.
Camon asintió.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué?
El plan de Theron era de ejecución compleja, pero conceptualmente simple. Cada año, el Ministerio trasladaba sus nuevos acólitos obligadores de las instalaciones norteñas de adiestramiento al sur, a Luthadel, para terminar su instrucción. Sin embargo, Theron había descubierto que esos acólitos y sus supervisores traían consigo grandes cantidades de fondos del Ministerio, disfrazadas de equipaje, para su almacenamiento en Luthadel.
Dedicarse al bandidaje era muy difícil en el Imperio Final debido a que las patrullas no se alejaban nunca de las rutas del canal. Sin embargo, si se controlaran las propias barcazas en las que navegaban los acólitos, el robo sería factible. En el momento preciso los guardias se volvían contra sus pasajeros... Un hombre podía sacar unos buenos beneficios y luego achacar las pérdidas a los bandidos.
—La banda de Theron es débil —dijo Camon en voz baja—. Ha invertido demasiados recursos en este golpe.
—Pero las ganancias que obtendrá... —dijo Vin.
—No tendrán lugar jamás si cojo ahora lo que pueda y huyo —dijo Camon, sonriendo—. Convenceré a los obligadores para que me den un adelanto para mantener a flote mis convoyes, y luego desapareceré y dejaré que Theron se encargue del desastre cuando el Ministerio se dé cuenta de que lo han timado.
Vin dio un paso atrás, levemente sorprendida. Preparar un golpe como ese le habría costado a Theron miles y miles de cuartos: si el trato salía mal, estaría arruinado. Y, con el Ministerio persiguiéndolo, ni siquiera tendría tiempo de buscar venganza. Camon obtendría beneficios rápidos además de deshacerse de uno de sus más poderosos rivales.
Theron fue un necio al meter a Camon en esto, pensó Vin. Pero, claro, la suma que le había prometido a Camon era enorme: debía de haber supuesto que, empujado por la avaricia, Camon se mostraría honesto hasta que el propio Theron pudiera idear una jugarreta. Camon solo había actuado más rápido de lo que nadie, ni siquiera Vin, esperaba. ¿Cómo podía saber Theron que Camon socavaría el trabajo en vez de esperar para intentar robar todo el dinero de los convoyes?
El estómago le dio un vuelco. Es solo otra traición, pensó, asqueada. ¿Por qué sigue molestándome tanto? Todo el mundo traiciona a todo el mundo. Así es la vida...
Quiso buscar un rincón, un sitio apartado y diminuto, y esconderse. Sola.
Todos te traicionarán. Todos.
Pero no había ningún sitio adónde ir. Al cabo de un rato, un obligador menor entró y llamó a lord Jedue. Vin siguió a Camon mientras los conducían a una sala de audiencias.
El hombre que esperaba dentro, sentado tras la mesa, no era el prelado Laird.
Camon se detuvo en la puerta. La sala, austera, disponía por todo mobiliario de aquella mesa y una sencilla alfombra gris. Las paredes de piedra estaban desnudas y la única ventana apenas tenía un palmo de anchura. El obligador que los esperaba tenía alrededor de los ojos los tatuajes más intrincados que Vin había visto jamás. Ni siquiera estaba segura del rango que implicaban, pero se extendían hasta las orejas y la frente del obligador.
—Lord Jedue —dijo el extraño obligador. Como Laird, llevaba una túnica gris, pero era muy distinto de los severos burócratas con los que Camon había tratado antes. El hombre era esbelto y musculoso, y su cabeza calva y triangular le daba un aspecto casi de predador.
—Tenía la impresión de que iba a reunirme con el prelado Laird —dijo Camon, sin entrar en la sala todavía.
—El prelado Laird ha tenido que atender otros asuntos. Soy el sumo prelado Arriev, jefe del consejo que recibió su propuesta. Tiene usted la rara oportunidad de dirigirse a mí directamente. Por norma general no atiendo ningún caso en persona, pero la ausencia de Laird ha hecho necesario que me ocupe de algunos de sus trabajos.
El instinto de Vin la puso en guardia. Deberíamos irnos. Ahora.
Camon se detuvo un largo instante y Vin notó que se lo estaba pensando. ¿Huir ahora? ¿O correr el riesgo por el premio mayor? A Vin no le importaban los premios: solo quería vivir. Camon, sin embargo, no había llegado a ser jefe de banda sin correr algún riesgo ocasional. Entró despacio en la sala, cauta la mirada, y se sentó frente al obligador.
—Bien, sumo prelado Arriev —dijo Camon, cauteloso—. ¿Debo suponer que, puesto que se me ha convocado a otra cita, el consejo está considerando mi oferta?
—En efecto —dijo el obligador—. Aunque debo admitir que hay algunos miembros del consejo que se muestran reacios a tratar con una familia que se halla tan cerca del desastre económico. El Ministerio suele preferir ser conservador en sus operaciones financieras.
—Ya veo.
—Pero hay otros en el consejo que están bastante dispuestos a aprovecharse de las ventajas que nos ofrece.
—¿Y con qué grupo se identifica Vuestra Gracia?
—Aún no he tomado una decisión. —El obligador se inclinó hacia delante—. Y por eso he recalcado que tiene usted una rara oportunidad. Convénzame, lord Jedue, y tendrá su contrato.
—Sin duda, el prelado Laird le habrá dado los detalles de nuestra oferta —dijo Camon.
—Sí, pero me gustaría oír sus argumentos de viva voz. Complázcame.
Vin frunció el ceño. Se encontraba casi al fondo de la sala, cerca de la puerta, aún medio convencida de que debía echar a correr.
—¿Bien? —preguntó Arriev.
—Necesitamos este contrato, Vuestra Gracia —dijo Camon—. Sin él no podremos continuar con nuestras operaciones en el canal. Vuestro contrato nos dará un necesario periodo de estabilidad... Será una oportunidad para mantener nuestros convoyes durante una temporada mientras buscamos otros contratos.
Arriev estudió a Camon durante un momento.
—Sin duda que sabe hacerlo mejor, lord Jedue. Laird dijo que fue usted muy persuasivo... Déjeme oírle demostrar que se merece nuestro patrocinio.
Vin preparó su Suerte. Podía hacer que Arriev se sintiera más inclinado a creer... Pero algo la contuvo. La situación le parecía extraña.
—Somos su mejor oportunidad, Vuestra Gracia —dijo Camon—. ¿Temen que mi casa sufra un colapso económico? Bueno, si es así, ¿qué habrán perdido ustedes? En el peor de los casos, mis barcos dejarán de navegar y ustedes tendrán que encontrar otros mercaderes con los que tratar. Sin embargo, si su patrocinio es suficiente para mantener mi casa, entonces habrán encontrado un envidiable contrato a largo plazo.
—Ya veo —dijo animadamente Arriev—. ¿Y por qué con el Ministerio? ¿Por qué no hace su trato con otra persona? Sin duda hay otras opciones para sus barcos..., otros grupos que aprovecharían sin dudar esas tarifas.
Camon frunció el ceño.
—No es cuestión de dinero, Vuestra Gracia, sino de la victoria, la muestra de confianza que representaría tener un contrato con el Ministerio. Si ustedes confían en nosotros, otros lo harán también. Necesito su apoyo. —Camon estaba sudando. Debía de empezar a arrepentirse de su temeridad. ¿Lo habían traicionado? ¿Estaba Theron detrás de la extraña reunión?
El obligador esperó en silencio. Vin sabía que podía destruirlos. Si llegaba a sospechar que lo estaban timando, podría entregarlos al Cantón de la Inquisición. Más de un noble había entrado en un edificio del Cantón y no había salido nunca.
Apretando los dientes, Vin se esforzó y usó su Suerte con el obligador, volviéndolo menos suspicaz.
Arriev sonrió.
—Bien, me ha convencido —declaró de pronto.
Camon suspiró aliviado.
—En su carta más reciente sugería que necesitaban tres mil cuartos como anticipo para rehacer su equipo y reemprender las operaciones fluviales —continuó Arriev—. Vea al escriba del salón principal. Que se encargue de terminar el papeleo para que pueda solicitar los fondos necesarios. —El obligador sacó una hoja de grueso papel burocrático de un fajo y estampó un sello al pie. Se la tendió a Camon—. Su contrato.
Camon sonrió con toda el alma.
—Sabía que recurrir al Ministerio era la opción adecuada —dijo, aceptando el contrato.
Se levantó, dedicó un respetuoso saludo al obligador y, a continuación, indicó a Vin que le abriera la puerta. Ella así lo hizo. Algo va mal. Algo va muy mal.
Se detuvo en la puerta cuando Camon salió y miró al obligador. Todavía estaba sonriendo.
Un obligador feliz era siempre un mal signo.
Pero nadie los detuvo mientras atravesaban la sala de espera con sus nobles ocupantes. Camon selló y entregó el contrato al escriba adecuado y ningún soldado apareció para arrestarlos. El escriba sacó un cofrecito lleno de monedas y se lo entregó a Camon con gesto indiferente.
Luego, sin más, salieron del edificio del Cantón. Camon se reunió con el resto de sus ayudantes con obvio alivio. No hubo gritos de alarma. Ni pasos de soldados. Eran libres. Camon había conseguido timar con éxito tanto al Ministerio como al otro jefe de la banda.
En apariencia, al menos.
Kelsier se metió en la boca otro de los pastelitos de cobertura roja y lo masticó con satisfacción. El grueso ladrón y su flaca ayudante atravesaron la sala de espera camino de la salida. El obligador que había entrevistado a los dos ladrones permaneció en su despacho, al parecer preparando su siguiente cita.
—¿Y bien? —preguntó Dockson—. ¿Qué te parece?
Kelsier miró los pastelitos.
—Están bastante buenos —dijo, tomando otro—. En el Ministerio siempre han tenido un gusto excelente: es lógico que ofrezcan manjares de primera.
Dockson puso los ojos en blanco.
—Me refiero a la chica, Kel.
Kelsier sonrió mientras se aprovisionaba de cuatro pasteles, y luego indicó la puerta. La sala de espera del Cantón empezaba a estar demasiado abarrotada para discutir asuntos delicados. Al salir, se detuvo para decirle al obligador secretario del rincón que tendrían que fijar una cita para otro día.
Luego los dos atravesaron la cámara de entrada, pasando junto al voluminoso jefe de banda, que estaba hablando con un escriba. Kelsier salió a la calle, se puso la capucha para protegerse de la caída de ceniza y abrió la marcha. Se detuvo en la boca de un callejón, desde donde Dockson y él podían observar las puertas del edificio del Cantón.
Kelsier masticó feliz sus pastelitos.
—¿Cómo la descubriste? —preguntó entre bocados.
—Tu hermano —respondió Dockson—. Camon trató de engatusar a Marsh hace unos cuantos meses, y también llevó a la chica. Lo cierto es que el pequeño amuleto de la suerte de Camon está adquiriendo una fama moderada en los círculos adecuados. Aún no sé muy bien si Camon es consciente de lo que es ella o no. Ya sabes lo supersticiosos que pueden ser los ladrones.
Kelsier asintió y se sacudió las manos.
—¿Cómo sabías que ella estaría aquí hoy?
Dockson se encogió de hombros.
—Unos cuantos sobornos en el lugar adecuado. Llevo vigilando a la chica desde que Marsh me la señaló. Quería darte la oportunidad de verla con tus propios ojos.
Al otro lado de la calle, la puerta del edificio del Cantón se abrió al fin y Camon bajó a toda prisa la escalinata, rodeado de un grupo de «sirvientes». La muchachita de pelo corto lo acompañaba. Kelsier frunció el ceño al verla. Caminaba ansiosa y dio un leve respingo cuando alguien hizo un movimiento rápido. Tenía la mejilla derecha todavía ligeramente lívida por un cardenal a medio curar.
Kelsier miró al engreído Camon. Tendré que idear algo adecuado para ese hombre en concreto.
—Pobrecilla —murmuró Dockson.
Kelsier asintió.
—Pronto se librará de él. Es asombroso que nadie la haya descubierto antes.
—¿Tu hermano tenía razón, entonces?
Kelsier asintió.
—Al menos es una brumosa y, si Marsh dice que es algo más, me inclino a creerlo. Me sorprende un poco verla usar la alomancia con un miembro del Ministerio, sobre todo dentro de un edificio del Cantón. Supongo que ni siquiera sabe que está utilizando sus habilidades.
—¿Es eso posible? —preguntó Dockson.
Kelsier asintió.
—Los minerales sedimentarios del agua pueden ser quemados, aunque solo sea para obtener una brizna de poder. Ese es uno de los motivos por los que el lord Legislador construyó su ciudad aquí: hay mucho metal en el suelo. Yo diría que...
Kelsier se calló y frunció levemente el ceño. Algo iba mal. Miró hacia Camon y su grupo. Todavía eran visibles no muy lejos, cruzando la calle y dirigiéndose hacia el sur.
Una figura apareció en la puerta del edificio del Cantón. Esbelto y con aire confiado, llevaba alrededor de los ojos los tatuajes de un sumo prelado del Cantón de las Finanzas. Quizá se tratara del mismo hombre con el que Camon se había reunido un rato antes. El obligador salió del edificio y un segundo hombre salió tras él.
Junto a Kelsier, Dockson se envaró de pronto.
El segundo hombre era alto y de constitución robusta. Cuando se dio la vuelta, Kelsier vio que un grueso clavo de metal atravesaba cada uno de los ojos del hombre. Tan anchos como la cuenca ocular, los clavos eran lo bastante largos como para que sus afiladas puntas sobresalieran dos centímetros por la parte posterior del cráneo afeitado del hombre. Las cabezas planas de los clavos brillaban como dos discos de plata en las cuencas donde deberían haber estado los ojos.
Un inquisidor de acero.
—¿Qué está haciendo eso aquí? —preguntó Dockson.
—Cálmate —dijo Kelsier, tratando de hacer lo mismo.
El inquisidor miró hacia ellos. Los ojos claveteados observaron a Kelsier antes de volverse hacia el lugar por donde se habían ido Camon y la muchacha. Como todos los inquisidores, llevaba intrincados tatuajes en los ojos (sobre todo negros, con una dura línea roja), que lo identificaban como un miembro de alto rango del Cantón de la Inquisición.
—No está aquí por nosotros —dijo Kelsier—. No voy a quemar nada: pensará que solo somos nobles ordinarios.
—La muchacha —dijo Dockson.
Kelsier asintió.
—Dices que Camon lleva trabajando en este timo al Ministerio algún tiempo. Bien, la chica debe de haber sido detectada por uno de los obligadores. Están entrenados para reconocer cuándo un alomántico juega con sus emociones.
Dockson frunció el ceño, pensativo. Al otro lado de la calle, el inquisidor dijo algo al otro obligador y luego los dos se volvieron para echar a andar hacia donde había ido Camon. Caminaban sin ninguna prisa.
—Deben de haber enviado a alguien a seguirlos —dijo Dockson.
—Se trata del Ministerio —respondió Kelsier—. Habrán enviado al menos a dos.
Dockson asintió.
—Camon los llevará directamente a su guarida. Morirán docenas de ladrones. No son las personas más admirables del mundo, pero...
—A su modo, combaten al Imperio Final —dijo Kelsier—. Además, no estoy dispuesto a dejar que una posible nacida de la bruma se nos escape. Quiero hablar con la chica. ¿Puedes encargarte de esos perseguidores?
—Te decía que me estaba aburriendo, Kel, no que me hubiera vuelto torpe. Puedo encargarme de un par de sicarios del Ministerio.
—Bien —dijo Kelsier metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un frasquito. Varios copos de metal flotaban en una solución salina. Hierro, acero, estaño, peltre, cobre, bronce, cinc y latón: los ocho metales alománticos básicos. Kelsier le quitó el tapón y engulló el contenido de un solo trago.
Se guardó el frasco vacío y se limpió la boca.
—Me encargaré de ese inquisidor.
Dockson pareció preocuparse.
—¿Vas a intentar enfrentarte a él?
Kelsier negó con la cabeza.
—Demasiado peligroso. Lo distraeré nada más. Ahora, en marcha... No queremos que esos perseguidores encuentren la guarida.
Dockson asintió.
—Nos reuniremos en la encrucijada Quince —dijo antes de