Título original: Valentina and the Dark Room
Traducción: Marc Barrobés
1.ª edición: marzo, 2013
© 2012 Noelle Harrison
Inspirado en el personaje Valentina, de Guido Crepax
Ilustraciones: © Guido Crepax, Crepax Estate
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 5000.2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-376-1
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A Barry: lo eres todo para mí.
Y a la Valentina que todos llevamos dentro.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Belle
Valentina
Agradecimientos

Desnuda, la llevaron hasta la orilla, donde la tumbaron sobre la arena todavía caliente, con los pies hacia el mar. Ella notaba las olas lamiéndole los tobillos, como si fuera otro amante que le cubría con gélidos besos los dedos de los pies.
Era una noche sin luna, aunque brillaban unas pocas estrellas, diminutos alfileres de esperanza, lágrimas dentro de su corazón. La oscuridad era tal que ni siquiera distinguía sus caras. Se sentía como si se alejara flotando del mundo real y entrara en otro universo. Un lugar habitado por sus fantasías. Sus compañeros se habían convertido en algo más que simples hombres: eran criaturas de sombra que latían de necesidad, de deseo. Aunque se encontraba al aire libre, junto al mar, bien podrían haber estado en una cueva oscura o una habitación sin luces. Estaba un poco asustada, aunque no tanto como para querer parar. Se estaba volviendo como ellos: su otro yo.

Valentina
Valentina se incorpora sobre los codos y mira fijamente a Theo. Hace seis meses que viven juntos. Se inclina hacia él y apoya el brazo con cuidado sobre la espalda de su amante. Le encanta hacerlo mientras está durmiendo, cuando no sabe hasta qué punto le gusta a ella imaginarse a los dos juntos. Y todo lo que imagina es posible. Tiernamente acaricia la espalda perfecta, permitiéndose expresar un excepcional momento de afecto. Es un gesto que siempre evita cuando Theo está despierto. Valentina examina su propia blancura de lino contra la piel cetrina de Theo Steen y considera el contraste perfecto que forman. Ella es pálida y de huesos finos, como su adorado icono de los años veinte, Louise Brooks. Él tiene la piel más oscura y es mucho más sensual que cualquier otro amante latino que haya tenido nunca, aunque sus ojos son azules, perturbadoramente claros. Sería mucho más lógico que fuera ella quien tuviese la piel oscura. A fin de cuentas es italiana, mientras que él procede de Nueva York, hijo de emigrantes holandeses. Valentina no sabe gran cosa de los orígenes de Theo, pero parecen muy distintos de los suyos. Theo se lleva bien con sus padres, con ambos, y en opinión de Valentina tuvo una infancia afortunada. Es un consumado violoncelista, jinete y esgrimista, además de hablar infinidad de idiomas. Podría haberse dedicado a cualquier profesión que le apeteciera. Es uno de esos hombres que ella había creído que la irritarían. Un triunfador privilegiado que no tiene que preocuparse por ganarse la vida y puede darse el gusto de dedicarse en exclusiva a su pasión: el estudio y análisis del arte moderno. Sin embargo, en vez de plantarlo a la primera ocasión, allí lo tiene, en su cama, perdido en la inocencia del sueño justo a su lado. Está viviendo con ella.
Valentina baja la mirada hacia su amante dormido. Theo está echado boca abajo, con la cabeza vuelta hacia el otro lado. Valentina se pregunta adónde lo llevan sus sueños. Se pregunta si despertará con el recuerdo de sus caricias en la piel. La noche anterior deseaba que él se corriera, y sin embargo, extrañamente, no sentía la necesidad de tener un orgasmo. Eso no es habitual en ella, no es muy de Valentina, piensa para sí. Ni siquiera ahora le apetece hacer el amor por la mañana. ¿Acaso llega un momento en que la pasión se acaba? Si quitase el deseo sexual en la relación entre ella y Theo, ¿quedaría algo? Desconocidos antes de su unión; desconocidos de nuevo después. ¿Ha llegado la hora de darlo por terminado? «No, todavía no», suplica una voz dentro de su cabeza, y trata de acallar la ansiedad. Se está dejando llevar por el pánico sin ninguna necesidad. Pero es que eso de la convivencia es algo tan nuevo para ella...
Valentina nunca ha compartido su apartamento con nadie desde que se marchó su madre. Todavía le sorprende lo fácilmente que encajó todo cuando Theo se fue a vivir con ella. Valentina sabe por qué se lo pidió. Fue una reacción visceral a la advertencia de su madre. ¿Theo la está utilizando? Instintivamente rechaza la idea. Él dudó mucho antes de aceptar su ofrecimiento. Le preguntó varias veces si estaba segura. Theo tiene algo diferente. Ya había visto su peor faceta, y aun así no se marchó.
Valentina se anuda el extremo de la sábana alrededor del dedo y tira fuerte. Un anillo de algodón blanco le pellizca la carne, haciendo que se muerda el labio. Es porque él no da nada por sentado, es eso, a pesar de su vida acomodada. Theo nunca deja de intentar complacerla.
Vuelve a acostarse y sonríe mirando al techo, examinando los centelleantes cristales de su lámpara de araña mientras rememora la noche anterior. Tentativamente se pasa la lengua por los labios. Todavía nota su gusto. Valentina saborea la salinidad de su amante mientras recuerda cómo lo acariciaba con la lengua. Lo llevó hasta el límite, sin pararse a pesar de sus súplicas para que le dejara estar en ella. Pero Valentina no lo permitió, quería que todo se centrase en él. De modo que siguió a lo suyo: lamiéndolo, provocándolo con los dientes, recorriendo todo su cuerpo con la lengua y apretando fuerte su rigidez de terciopelo entre los labios. La vulnerabilidad de él y el poder de ella. Lo había llevado más allá del límite. Y cuando Theo gritó su nombre, fue como si una bengala alcanzara su corazón, una bengala ardiente que le provocó una cálida sensación, llenándola de impresiones contradictorias de miedo y satisfacción. ¿Cómo era posible? Normalmente no le gusta que sus amantes hablen, y mucho menos que griten. Siempre insiste en hacer el amor en silencio. Detesta las falsas proclamaciones de amor pronunciadas en el ardor de la pasión. Sin embargo, Theo gritó su nombre, y en lo más profundo de su ser hubo un eco de respuesta, a pesar de su rechazo consciente. Ahora, el sabor salado de Theo todavía persiste en los labios de Valentina. No es de extrañar que haya soñado con el mar. Cierra los ojos y ahuyenta las imágenes no deseadas a la vez que su sonrisa desaparece de sus labios. Pero resurgen las sensaciones deshilvanadas de su sueño. Ella hundiéndose bajo el agua, incapaz de ascender nadando a la luz; oscuridad, ahogo.
—Eh, ¿te encuentras bien?
Valentina abre los ojos. Theo está echado de lado, con la cabeza apoyada en su mano, tranquilizándola con sus claros ojos azules.
—He tenido una pesadilla.
Theo la atrae hacia sí. Y Valentina deja que la rodee con sus brazos, cierra los ojos y nota que Theo apoya la barbilla en su cabeza.
—¿Quieres contármela? —pregunta él, con la voz amortiguada por sus cabellos.
Ella no responde, no inmediatamente, y él no insiste. Resulta tan agradable estar entre los brazos de su amante que Valentina no quiere regresar a sus pesadillas, arruinar con sus angustias el flamante día.
—No —responde.
—Como quieras, amor mío.
Theo la besa en la coronilla. Con qué facilidad le ha salido de los labios la expresión de cariño. ¿Lo ha dicho en serio? A Valentina le cuesta mucho más. Las fórmulas al uso, como «mi amor», «cariño» o «vida mía» se le atragantan. «Amor mío.» Las palabras le molestan tanto que de pronto se siente agarrotada entre sus brazos y desea separarse de él. Theo desenreda lentamente su cuerpo de ella, como si notase su necesidad de distancia.
—Prepararé un poco de té —dice Theo, levantándose de la cama, evitando el contacto visual.
Valentina lo observa en toda su gloriosa desnudez mientras él atraviesa la habitación a grandes zancadas. Aunque se ha puesto el camisón de seda de Valentina, eso no le resta ni un ápice de virilidad, subrayando los contornos masculinos de su cuerpo. Valentina nota un cosquilleo debajo del ombligo, cada vez más y más profundo, mientras lo mira saliendo por la puerta. ¿Por qué ha sentido aquel escalofrío entre sus brazos? Ahora le gustaría hacer el amor.
Echa un vistazo al reloj. Ya son más de las siete. Debería levantarse; la espera un día ajetreado, aunque todavía no logra incorporarse del santuario de su cama. Bosteza y se despereza, esperando a que regrese Theo con el té. Se alegra de no haber manchado la mañana con sus miedos narcisistas.
Valentina no está orgullosa del pasado. Nunca ha entendido la obsesión de sus contemporáneos por la transparencia en las relaciones. La necesidad de sacar a relucir toda tu historia personal y esperar que tu amante la comparta. Le desconcierta que tantas mujeres jóvenes traten de manipular a sus novios mediante la lástima. Lo último que quiere es ser una víctima. No, más vale no mirar atrás, mantener siempre un poco de misterio. En su opinión, es mejor guardarse los secretos para uno mismo. Ese ha sido siempre su lema. Sin embargo...
No consigue sacarse de la cabeza las palabras de Gina Faladi. Dichas con toda la inocencia, por supuesto. Gina es una mujer dulce, un poco demasiado sumisa en opinión de Valentina, quien ha visto cómo se deja mangonear por su novio Gregorio. A saber cómo será en la cama. Pese a todo, Gina es una de las mejores maquilladoras con las que haya trabajado jamás Valentina. La semana anterior viajaron juntas a Praga para una sesión fotográfica para Marie Claire. Fue en el viaje de regreso a casa, tras un par de copas de vino a bordo del avión, cuando Gina le planteó la pregunta que ahora le da vueltas en la cabeza como un gran gato negro.
—¿Y adónde va Theo?
Eso era lo que había dicho Gina. Valentina estaba a punto de responder que no tenía ni idea ni le importaba, que entre ella y Theo no existían los celos, pero cuando vio que Gina empezaba a arquear las cejas cambió de idea.
—A trabajar. —Valentina le dio un sorbo a su vino tinto—. Va a exposiciones. Conoce a artistas. Compra obras de arte.
Se extendió vagamente. Era una buena excusa y quién sabe si era cierta. Pero el hecho es que Valentina no tiene ni la más remota idea de adónde va su amante cuando desaparece una vez al mes varios días seguidos. Sí que ha visto varias reseñas suyas, y antes de que se conocieran había publicado dos libros, uno sobre el expresionismo alemán y el otro sobre el futurismo en la Italia de los años veinte, pero a duras penas era la cantidad de obras que una esperaría de un crítico de arte tan trotamundos. ¿Y qué estaba haciendo en Milán? Sus escasas clases en la universidad apenas le reportaban ingresos. Si regresara a Estados Unidos, sin duda podría encontrar un puesto mejor . Sin embargo, cuando le había preguntado a Theo por qué estaba en Italia, él había evitado responder y había agitado los brazos como un auténtico italiano, manifestando vagamente que estaba donde tenía que estar en ese momento. Valentina esperaba que en cualquier momento él le dijera que volvía a su país. Y no obstante seguía instalado en Milán casi un año después de haberse conocido.
Al principio, a Valentina no le importaba adónde iba Theo. En realidad, durante el primer par de meses de vivir juntos esperaba con anhelo sus breves desapariciones. Todavía dudaba sobre si no se habría precipitado en su ofrecimiento, y culpaba de tal precipitación a las palabras de su madre.
—No permitas que te posea, eso es lo que quieren todos. Y por el amor de Dios, no os pongáis a vivir juntos.
Como era habitual, su madre la había desanimado. De todos modos, ¿qué había llevado a Valentina a llamarla? Se encontraba en una especie de nube después de unas primeras semanas excitantes con Theo, y había sentido el estúpido deseo de compartirlo con su madre. Incluso se había quedado levantada hasta altas horas de la noche esperando a una buena hora para llamarla a Estados Unidos. Aunque, por supuesto, debería haber imaginado lo que pasaría. En vez de alegrarse por ella, su madre solo había visto los aspectos negativos.
—Valentina —la había advertido su madre—. Tú y yo no podemos entregarnos totalmente a un único hombre. Necesitamos espacio. Yo lo aprendí por las malas, cariño. No te precipites.
Su consejo enfureció a Valentina. Ella no era como su madre, una mujer vanidosa y egocéntrica que siempre buscaba la atención y era incapaz de compartir nada, ni siquiera con sus propios hijos. Tenía que demostrarle que estaba equivocada. Así que esa misma tarde, y para gran asombro de Theo, lo invitó a mudarse a su casa. ¿Por qué no? De todas formas, el propietario acababa de darle el preaviso y tenía que buscarse un lugar donde vivir. El apartamento de Valentina era enorme y no le costaba un céntimo, ya que pertenecía a su madre. Serían compañeros de piso, le dijo, con derecho a roce. La incongruencia de su proposición le había hecho reír, y le había dicho que estaba loca. Pero de todos modos había aceptado.
Aunque para ser sincera consigo misma, Valentina debe admitir que teme que su madre tuviera razón. Le resulta difícil acostumbrarse a transigir. Raramente discuten, y tienen gustos similares en música, comida y arte, y aun así hay pequeñas cosas que la enervan. A ella le gusta dormir con la puerta del dormitorio abierta y una luz en el pasillo, mientras que Theo prefiere la oscuridad total y la puerta cerrada. A ella le gusta el silencio mientras trabaja y él pone música. Normalmente es algo que les gusta a los dos, pero en ocasiones pone música de los ochenta que habría encantado a su madre —Joy Division, The Cure— a un volumen tan alto que Valentina la oye incluso cuando está en su estudio o en el cuarto oscuro revelando fotografías. Siempre le hace rechinar los dientes. Y a veces él charla demasiado. Ya procura no hablar sobre sí mismo ni importunarla con demasiadas preguntas sobre su madre (algo que todos sus demás amantes acababan haciendo, lo que los distanciaba de ella inmediatamente), pero es molestamente proclive a las discusiones. Por supuesto que pueden ser sobre arte, o sobre una película que acaban de ver, y eso está bien. Pero a Theo también le encanta enredarse en conversaciones sobre sucesos de actualidad, economía o historia. La interroga constantemente sobre política italiana. ¿Qué piensa ahora la gente de Mussolini? ¿Cómo había vivido su familia durante la Segunda Guerra Mundial? A Valentina no le interesa. Ya tuvo que tragar suficiente política cuando era niña. Las batallitas que le contaba su madre al acostarla sobre lo que le había ocurrido a su familia antifascista durante la guerra habían bastado para hacer que aburriera la política de por vida, así como oír a su madre discutir sobre las virtudes y defectos del comunismo con su hermano Mattia, las raras veces que se veían. En cierto modo consideraba que el choque ideológico entre sus padres era el motivo por el que su padre se había marchado hacía ya tantos años. A Valentina no le gustan los idealistas. Personas que desatienden a sus familias en pro del bien común. Theo parece más pragmático, ¿cómo puede no serlo con la educación que ha recibido? No obstante, cuando empieza a hablar sobre el mundo y las esperanzas de cambio, le pone los nervios de punta. ¿No se da cuenta de cómo tensa ella los labios en una línea no comunicativa, de cómo aprieta los dientes cuando él insiste en pedir su opinión? ¿No es una coincidencia que normalmente al día siguiente Theo le anuncie que se marcha en viaje de negocios, como si supiera que ella necesita estar sola? Desde niña, Valentina se ha acostumbrado a la soledad. Se crio como si fuera hija única, ya que Mattia tenía trece años y estudiaba lejos de casa cuando ella nació. No ha visto a su padre desde que tenía seis años, y tampoco Mattia sabe dónde está. Así que estaban solas ella y su madre, que le enseñó a ser autosuficiente desde muy temprana edad. Cuando era muy pequeña, su madre se la llevaba consigo en sus trabajos de fotógrafa, y Valentina aprendió a entretenerse sola durante las largas horas que pasaba esperando, de ahí que sea una ávida lectora.
Cuando Valentina cumplió los doce años su madre empezó a dejarla en casa en Milán con la excusa de que no quería que interrumpiera sus estudios, aunque Valentina sospechaba que en realidad era para que su hija adolescente no le cortase las alas. Todos los hombres amaban a Tina Rosselli. Era un icono en su mundo de glamour y estilo. Dicho sea en su honor, su madre jamás escondía su edad, pero que la acompañase una versión manifiestamente más joven de sí misma era mucho más de lo que podía soportar su vanidad. De modo que para cuando Valentina tenía trece años podía pasar toda una semana sola en el piso, con la única compañía de Tash, la enfurruñada gata de su madre. Recordaba haber invitado a Gaby a casa un viernes después de clase y el asombro absoluto de su amiga cuando supo que había pasado toda la semana sola. Era algo que se cuidaba mucho de no contar en el colegio.
—Pero, ¿quién te cuida? —le había preguntado Gaby, con los ojos como platos, sin poder disimular la lástima.
—No necesito a nadie que me cuide —había contestado Valentina altivamente.
—¿Te lo haces todo tú? —había preguntado Gaby—. ¿La ropa también?
Valentina no pudo evitar darse cuenta de que su amiga miraba las arrugas de su uniforme escolar. Las monjas siempre la estaban regañando por su atuendo desaliñado, crítica que ella nunca transmitía a su madre, que estaba enormemente orgullosa de su aspecto y del de su hija y que siempre dejaba instrucciones estrictas a Valentina para que fuera bien arreglada. Al parecer, eso era más importante que la comida.
—No me importa mi aspecto —dijo con toda tranquilidad—. Solo es el colegio.
Gaby colgó con cuidado la cartera escolar en el respaldo de una silla de la cocina. La mesa estaba sucia, con tazas sin lavar y un par de platos pegajosos.
—¿Así que cocinas tú misma? —le preguntó a Valentina.
—Más o menos —respondió ella mientras se dirigía pavoneándose a la nevera, sintiéndose muy adulta—. ¿Tienes hambre?
—¡Siempre! —Gaby le sonrió—. ¡Eh, podríamos comer todo lo que se supone que no tenemos que comer! Iré a la pastelería mientras tú cocinas.
Valentina abrió la puerta de la nevera y miró en su interior. Había un bote de pesto, un taco de queso parmesano y un envase de rigatoni. Y nada más. Gaby se unió a ella junto al frigorífico y rodeó la cintura de su amiga con el brazo al ver su irrisorio contenido.
—¿No hay nada más? —susurró horrorizada.
Valentina no pudo responder. Al contemplar el interior de su nevera con los ojos de su amiga se sintió tan avergonzada de su madre...
—Es que mamá no está mucho por la comida.
Gaby la estrechó por la cintura.
—Si quieres, te preparo un plato para chuparse los dedos. Mi madre me ha enseñado.
Valentina se mordió el labio. Quería mucho a su amiga Gaby, pero a veces no podía evitar sentirse un poco celosa. La madre de Gaby era una de esas matronas italianas tradicionales: regordeta, afectuosa, siempre dándote de comer. Por eso, se quejaba Gaby, ella tenía el doble de volumen que Valentina. Sin embargo, Valentina admiraba las incipientes curvas de Gaby, mientras que ella seguía siendo alta y delgada, sin ninguna forma. A Valentina su madre jamás le había enseñado a cocinar.
—Vale, iré a la pastelería a comprar unos pastelitos —se ofreció Valentina.
—¡Cómpralos variados, cuatro distintos! —le gritó Gaby a Valentina mientras salía por la puerta.
Gaby no se limitó a cocinar para ella, un suntuoso almuerzo de rigatoni al pesto, con una sabrosa salsa de tomate (¿de dónde sacó los ingredientes entre el caos de los armarios de la cocina?), sino que cuando Valentina regresó con los pasteles también había barrido el suelo, lavado los platos y limpiado la mesa de la cocina. Aquello dejó pasmada a Valentina. El deseo de su amiga de cuidarla, porque sabía que a ella ni se le ocurriría hacer lo mismo por Gaby.
—¿No te sientes sola? —le había preguntado Gaby mientras ella despachaba la salsa de tomate, lamiendo la cuchara con hambre.
—Nunca —había dicho Valentina, reclinándose atrás en la silla y disfrutando de la rara satisfacción de sentir la panza llena—. Me gusta estar sola. Aunque no me importaría tenerte a ti de cocinera.
Este gusto por la soledad nunca ha desaparecido. De modo que, hasta las palabras fatídicas de Gina, Valentina había esperado con ilusión las breves ausencias de Theo. Solo dos, como máximo tres días fuera. El tiempo suficiente para saborear la soledad y para echarlo de menos, pero no demasiado tiempo como para preocuparse por dónde estaba o qué estaría haciendo. El hecho de que él nunca le haya ofrecido ninguna explicación sobre adónde va demuestra que cree que están por encima de la actitud posesiva en la que se empantanan otras parejas. En realidad, ante todo son compañeros de piso, y en segunda instancia, amantes. Theo nunca le pregunta a qué dedica el tiempo mientras él está fuera.
Valentina se levanta de la cama, descorre las cortinas y abre ligeramente el ventanal. Nota el frescor de la brisa otoñal, y aunque se le pone la piel de gallina con el frío, le gusta permanecer desnuda. Cierra los ojos y siente el viento como una mano que la acaricia desde la frente, bajando por las mejillas y el cuello hasta la garganta y el pecho. Nota que se le endurecen los pezones a medida que baja la temperatura dentro de la habitación y el viento la roza entre las piernas. Oye el flujo constante del tráfico de Milán, los latidos de la ciudad, y sin embargo también capta la paz que hay. Imagina estampas aleatorias de tranquilidad: una paloma que echa a volar en los claustros de Sant’Ambrogio, una barca bajando por la corriente del canal de Naviglio, un columpio vacío que oscila con la brisa en Parco Sempione. Valentina capta el olor de las hojas muertas, las imagina cayendo en espiral desde las copas de los árboles de Via De Amicis. Le gusta esa época del año en Milán. La ciudad se ha refrescado finalmente tras la intensa humedad del verano. Agosto puede ser una pesadilla, cuarenta grados y sin embargo un cielo gris como el plomo. Todo el mundo hace lo posible por marcharse. Aquel año, Theo y ella se han escapado tres semanas a Cerdeña. El calor es el mismo, pero la brisa marina lo hace menos opresivo.
Valentina abre los ojos y siente nostalgia de aquellos días en la isla, en medio de la naturaleza, desnuda sobre la arena caliente, percibiendo el penetrante olor salobre del agua del mar que resbala por su cuerpo. Se imagina que vadea las aguas templadas mientras cruza el dormitorio, siente el peso de su desnudez y se ve fugazmente de espaldas al pasar junto al espejo. Los hombres siempre han admirado su trasero. Y tiene que admitir que está bastante orgullosa de él. Tras haber sido tan delgada de adolescente, se sintió complacida al ver que finalmente se desarrollaban sus curvas. Detesta a las mujeres que se avergüenzan de su propio cuerpo. Esforzándose por ponerse el bañador escondidas detrás de una toalla en la playa, acomplejadas y apartando la vista cuando se prueban ropa en las tiendas. ¿No se dan cuenta de lo hermosas que son, en toda su diversidad, dentro de sus contornos sinuosos, el terciopelo cremoso de su piel, sus pechos de todas formas y tamaños, y sus estómagos blandos, sus caderas anchas, sus muslos voluptuosos? Las únicas mujeres que conoce que son tan abiertas como ella respecto a su desnudez son las modelos a las que fotografía. Esas muchachas delgadas como palos tienen más que superado cualquier tipo de acomplejamiento. A veces, cuando ve a modelos evidentemente anoréxicas se pone tensa, casi enfadada. Valentina es, como te dirán todas sus amistades, una de las personas con menos prejuicios que puedas llegar a conocer. No obstante, la anorexia le recuerda fantasmas de su pasado. Imágenes de su madre que desearía olvidar.
Cuando vuelve Theo al dormitorio con una bandeja cargada con una tetera, tazas y platillos, Valentina está de nuevo en la cama, sentada y expectante, con una almohada detrás de la espalda para no clavarse el cabezal de hierro de la cama. Esta es una de las ventajas de vivir en pareja. Por el simple hecho de prepararle una tetera, Theo hace que se sienta querida. Su amante coloca cuidadosamente la bandeja en el centro de la cama y vuelve a meterse entre las sábanas junto a Valentina.
—¿Vas a ser madre? —le pregunta.
La frase la hace sonreír. Lo último que imaginaría de su madre es que se sirviera el té de una tetera como una duquesa.
—Por supuesto —le dice a Theo, con una mirada de complicidad—. Ya sabes que a veces me gusta estar al mando.
Theo le devuelve la sonrisa mientras ella coge la tetera y empieza a servirse. Mientras lo hace, Theo se inclina hacia delante y le cubre los pechos con las manos.
—No quiero que «mi» propiedad se salpique de té caliente —explica, guiñándole el ojo.
Valentina se las aparta de un manotazo, como si nada, aunque en parte le gusta. Se reclina hacia atrás sobre la almohada, sujetando la taza de té caliente entre las manos, y se pregunta si no serán la viva imagen de un viejo matrimonio, sentados los dos juntos en la cama, tomando té Earl Grey para desayunar. Bueno, al menos están desnudos, piensa como consuelo.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunta Theo.
Valentina asiente con la cabeza mientras sorbe el té. El líquido caliente la reconforta, y sí, puede afirmar sinceramente que los miedos nocturnos están desterrados para lo que queda del día. Theo deja su taza de té en la mesilla de noche, se inclina adelante y le besa el cuello, justo debajo de la oreja. A Valentina le hace cosquillas, pero también le acelera un poco el corazón.
—Tengo que preguntarte una cosa —susurra Theo, levantando el pelo de Valentina con su aliento.
Ella se pone tensa, algo inquieta. No, ahora no, no quiere hablar de eso esta mañana.
—Tengo que levantarme. Quiero revelar unas fotos antes de ir a la sesión —dice, dejando la taza en la bandeja.
—Solo es una preguntita, Valentina, no te preocupes. —Ella lo mira y él le sonríe con aire de inocencia. ¿Se está burlando de ella?
—Bueno, pues adelante.
—Mis padres van a venir a Europa —dice Theo—. Primero irán a Ámsterdam a visitar a unos parientes, pero luego han pensado en venir a verme, a vernos, aquí en Milán.
—Les has hablado de mí.
—¡Pues claro que les he hablado de ti! —Theo se ríe—. Llevamos seis meses viviendo juntos, Valentina. Se mueren de ganas de conocerte.
Valentina mira a Theo horrorizada. Él está totalmente relajado, como si el hecho de que sus padres viajen a Milán y que él quiera que la conozcan fuera intrascendente. Valentina nota que se le seca la boca y, por unos instantes, es incapaz de hablar.
—No vendrán hasta finales de noviembre —prosigue él—. Sé que aún falta mucho, pero quería avisarte con tiempo —explica Theo algo dubitativo, pues empieza a apercibirse de la expresión de su cara—. Ya sé que no te entusiasman todos estos rollos familiares.
Valentina niega con la cabeza con vehemencia.
—No, lo siento. No puedo conocer a tus padres.
—¿Qué?
Theo parece atónito y se queda boquiabierto.
—Ya te lo había dicho. Yo soy así —dice ella fríamente, apartando las mantas. Se dispone a salir de la cama, pero Theo la agarra de un brazo, refrenándola.
—Valentina —dice dulcemente—. No tienes por qué preocuparte, de verdad. Son buena gente. Les he hablado mucho de ti. Solo quieren conocerte.
Valentina vuelve la cabeza bruscamente.
—¡Se lo has contado todo! —le espeta.
—Pues claro que sí. Eres mi novia. —Theo parece dolido.
—Primera noticia —replica ella con crueldad.
Theo frunce el ceño, perplejo.
—¿Pues qué eres, entonces, si no eres mi novia? Estamos viviendo juntos, Valentina. Ya hemos pasado por...
—No lo digas... Te dije que no volvieras a mencionarlo...
—Pero Valentina...
Ella levanta la mano y lo detiene antes de que empiece a hablar.
—Soy tu amante, Theo. Y es un papel muy diferente del de una novia. El término «novia» implica que tenemos algún tipo de relación estable, un posible futuro. «Amante» es un término más transitorio, es una condición temporal.
—¡Por Dios, Valentina! Eres una mujer exasperante.
—Supongo que lo recuerdas —dice ella con calma y con una agradable sensación de estar al mando—. Cuando te mudaste a este apartamento ya te dije que era por mutua conveniencia. A los dos nos iba bien. Pero también te dije que no sería para siempre, ¿verdad?
Valentina escucha su propia voz, pero le parece una voz ajena y le recuerda desagradablemente a su madre hablando. «No permitas que te posea.»
—Valentina, no te estoy pidiendo que te comprometas a nada serio conmigo. Solo son mis padres. Me gustaría que los conocieras, nada más.
—Lo siento, Theo —responde ella, levantándose de la cama y mirándolo—. No quiero. Pueden quedarse aquí, pero yo me iré. Tendréis la casa para vosotros. Es mucho mejor así.
Theo la mira de arriba abajo, incrédulo. Su simple mirada basta para ponerle los pezones duros, y Valentina no puede dejar de fijarse en la reacción que provoca en él, a su vez, la visión de su cuerpo desnudo.
—No, ni mucho menos —dice Theo en voz baja, suplicándole con su intensa mirada azul.
Una parte de ella quiere ceder, volver a meterse en la cama, abandonarse entre sus brazos y acceder. Sin embargo se siente dominada por el terror. No soporta la idea de conocer a los padres de Theo, sería algo que la acercaría demasiado a él, le haría entrar demasiado en su mundo. Y si eso ocurre, ¿cómo encontrará la forma de volver a salir cuando la relación termine? Porque, sin duda, algún día se cansarán el uno del otro. Nada dura para siempre. Valentina suspira profundamente y se vuelve de espaldas a él, coge su camisón de donde él lo había dejado en el suelo y se lo pone, atándoselo bien ceñido a la cintura.
—Ahora no puedo hablar de eso, he de vestirme. Hoy tengo muchas cosas que hacer.
Valentina se dirige al tocador, coge el cepillo del pelo y se peina con desgana. Ve que Theo se levanta de la cama, con la derrota todavía evidente en su rostro, y se siente culpable. Toca cambiar de tema.
—¿Quieres ir a la inauguración de Antonella, esta noche? —pregunta, tratando de parecer más animada. Theo se detiene junto a la puerta del dormitorio, toalla en mano.
—Lo siento, no puedo. He de marcharme. Tengo otro trabajo.
—¿Otra vez?
Las palabras se le escapan de la boca. Ya no hay remedio. Valentina desearía podérselas tragar de nuevo. Se vuelve rápidamente de espaldas a él, pero aun así puede ver la cara de Theo en el espejo del tocador. Su expresión es ahora impasible.
—¿No quieres que me vaya? —le pregunta.
Valentina se retracta, enfurecida.
—No, por supuesto que no me importa. Solo que me ha sorprendido. No sabía que volvías a marcharte hoy... —Su voz se va apagando y de repente se siente tonta, desprotegida.
—¿Quieres que lo anule? —pregunta él, apoyándose en el marco de la puerta y mirándola con interés.
—No, claro que no —suelta ella, irritada—. Simplemente me preguntaba adónde ibas. Tampoco pasa nada.
Valentina procura fingir indiferencia y se concentra en arreglarse los cabellos.
—¿Seguro que no quieres que me quede? —pregunta Theo, y Valentina siente el calor de su mirada, aunque sigue evitando sus ojos.
—No, ya te he dicho que no me importa —dice bruscamente—. Solo siento curiosidad, eso es todo —añade, suavizando la voz.
Theo deja caer la toalla y avanza hasta quedar de pie detrás de Valentina. Se inclina hacia ella y le acaricia la mano. Ella nota su erección empujando la seda que cubre su trasero. Sabe que la está tentando para que se vuelva y lo toque. Pero se resiste.
—Siempre había pensado que no te interesaba demasiado adónde voy ni qué hago —pregunta él tranquilamente.
—Tienes razón. Realmente no sé por qué te lo he preguntado. Me gustan los misterios —explica, como sin darle importancia—. Son una ayuda para que las cosas no se vuelvan aburridas.
—Ya.
Theo le da la vuelta en el taburete y sonríe como si supiera algo que ella ignora.
—¿Qué pasa?
Con el dedo, Valentina le empuja el ombligo, que es tan firme que casi rebota. ¿Qué crítico de arte tiene semejante físico?
—Tengo un regalo para ti —le dice Theo—. Creo que evitará que te aburras mientras no estoy.
—¿De verdad? —pregunta ella con voz ronca, tendiendo la mano para tocarlo. Bien mirado, tal vez sí tiene tiempo para hacer el amor antes de irse a trabajar. Se muere por sentirlo dentro de ella. La conversación de la mañana la ha dejado desasosegada. Sabe que hacer el amor la calmará. Sin embargo, cuando está a punto de rozarlo, Theo retrocede y sacude la cabeza, mirándola provocativamente.
—Calma, calma, Valentina —dice cruzando la habitación hacia el armario—. Paciencia.
Theo abre el armario, coge un paquete grande del fondo y lo coloca en el tocador delante de ella.
—Pero, ¿por qué me haces un regalo? —pregunta Valentina, y sus ojos se encuentran en el espejo. Theo duda por un instante y sostiene una mirada que parece significar mucho. Palabras que ella no quiere admitir. Valentina aparta la vista.
—Porque creo que ha llegado el momento de que tengas esto —dice Theo.
O sea que no es algo que ella pueda querer, o que pueda gustarle, sino algo que debería tener. ¿Cómo puede ser tan obtuso? Valentina se acerca para desenvolverlo, pero Theo pone la mano sobre la de ella y le sujeta el puño. Valentina levanta la vista hacia el reflejo de Theo en el espejo. Esos ojos... Siente que el tiempo se ha detenido mientras mira fijamente los ojos azules glaciales de Theo, el único de sus rasgos que revela su procedencia, y por una vez siente curiosidad por sus secretos. Se ve a sí misma reflejada: diminuta y desnuda. Una pequeña mariposa de carne impresa en su iris.
—Ahora no —dice Theo, levantándola del taburete del tocador—. Ábrelo cuando ya me haya ido.
La besa y Valentina se abandona a su tacto. Theo deshace el nudo de su camisón y lo aparta de sus hombros para que caiga al suelo. Su pene erecto aprieta contra la pelvis de Valentina y ella lo ansía, se muere de ganas de sentir a Theo dentro de ella. Se levanta de puntillas y envuelve una pierna alrededor de la espalda de Theo, que casi sin aliento la levanta y empuja hasta penetrarla.
—Valentina —jadea—. Oh, mi Valentina...
—Chsss —dice ella, apoyándole el dedo índice sobre los labios para hacerlo callar.
Cuando él la lleva, Valentina, sin deshacer su abrazo, siente su verga cada vez más profunda dentro de ella. Caen juntos sobre las mantas, como un solo ser, y ella lo estrecha con fuerza, instándolo a moverse más deprisa y con más ímpetu. Él se alza encima de ella, cogiendo sus dos manos en una de las suyas y levantándolas por encima de su cabeza. Valentina se siente perdida en el poder de su pasión. Theo tira hacia atrás con una lentitud pasmosa y Valentina no puede evitar jadear ligeramente cuando de repente él vuelve a embestirla. Valentina se une al movimiento, impulsándose con todas sus fuerzas para convertirlos a ambos en un único ser palpitante. Valentina cierra los ojos, relajándose por fin. Eso es lo que necesita. Abandono total. Es todo sensación, su cuerpo la guía, el pensamiento no cuenta. Theo la toca en lo más profundo, como solo él puede hacerlo, y ella empieza a latir alrededor de su miembro viril. Le viene una imagen de ondas en el agua, que crecen sin parar, disminuyen sin parar alrededor del remolino que tiene en el mismo centro de su cuerpo. Llegan los dos juntos al clímax y Valentina se siente arrastrada hacia abajo, como si la cama fuera el fondo de un océano que la ahoga. El agua es negra.
Poco después, Theo la mece entre sus brazos. Valentina sabe que tiene que levantarse, llegará tarde al trabajo, y no obstante se siente paralizada, firmemente sujeta entre los brazos de su amante.
—¿Valentina? —susurra él a su oído.
—No digas nada —le ruega ella—. No estropees esta paz.
Pero él no le hace caso.
—Valentina, ¿quieres ser mi novia, por favor?
Ella no responde.
—Valentina, quiero que seamos algo más que amantes ocasionales. Algo más que compañeros de piso.
Ella se vuelve para mirarlo.
—No, Theo, no quiero.
—¿Estás segura?
Ella asiente con la cabeza y ve en su expresión tanta tristeza que casi accede a su petición. Pero, ¿qué sentido tendría? Ella no tiene madera de novia.
Valentina trata de consolarlo con su cuerpo. Le pone las manos en el pecho, ensortija su vello entre los dedos y tira de él, luego se lleva los dedos hacia los labios y, tras lamerlos, pellizca fuerte los pezones de Theo. Mientras, él no deja de mirarla fijamente, sin decir nada, pero su cuerpo no responde. Finalmente, Theo toma las manos de Valentina entre las suyas, las levanta y las aparta de su cuerpo.
—¿Por qué no? —le pregunta, abrasándola con sus ardientes ojos azules—. No quiero que cambies. Solo quiero poder decir que eres mi novia.
—Theo..., no puedo... Ya lo sabes..., ya te lo había dicho.
Mientras sus torpes palabras se tropiezan unas con otras, libera sus manos de las de su amante.
—¿Por qué no te das un poco de tiempo? Solo te pido que lo intentes, Valentina.
Ella desea gritarle que no servirá de nada. No puede permitirse enamorarse de él. Y, sin embargo, se encuentra prometiendo que lo pensará. Le deja marcharse esperanzado, y eso no es justo.
Ya es demasiado tarde. Theo se ha ido. ¿Adónde? No tiene ni idea, excepto que es un lugar donde hará frío, porque se ha llevado la chaqueta de plumón y las botas de nieve. Valentina se alegra de que no haya insistido más. «¿Quieres ser mi novia?» No, jamás. ¿Por qué no puede dejar que las cosas sigan como están? Ocasionales. Divertidas. Seductoras. Aunque el hecho de compartir piso tiene poco de ocasional, sospecha. ¿Ha hecho mal al permitir