Abajo la democracia

Fragmento

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1.ª edición: junio, 2013

© Eduardo Álvarez Puga, 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

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ISBN DIGITAL: 978-84-9019-519-2

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Epílogo

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La Democracia y sus enemigos

La democracia, como ciertas especies biológicas protegidas, está en peligro de extinción. Nuestro ecosistema político sufre un grave deterioro debido a la contaminación originada por fuerzas anónimas y poderosas. No faltará quien tache este diagnóstico de excesivamente pesimista. Abundan los cantores entusiastas de las excelencias de los nuevos tiempos que se avecinan. La verdad es que los espectaculares avances científicos han creado las condiciones idóneas para mejorar la calidad de vida de toda la humanidad, erradicando definitivamente el hambre y la pobreza. La creencia en la democracia como el mejor de los sistemas posibles continúa siendo una vigencia social, ecuménicamente compartida. Todas las organizaciones políticas presumen de representar mejor que nadie los intereses mayoritarios de los ciudadanos y respetar las reglas fundamentales de los regímenes participativos y libres. Han desaparecido de la faz del planeta los totalitarismos nazis y fascistas; la dictadura burocrática soviética se ha derrumbado cual frágil castillo de naipes; a los viejos dictadores ya les piden cuentas los tribunales de justicia, aunque sus actuaciones son parciales e ideológicamente interesadas. Pero conviene no bajar la guardia. La democracia no es algo que se consigue de una vez para siempre sino que hay que ganársela a pulso día a día. Los enemigos reales de la libertad, la igualdad y la fraternidad, pilares teóricos de la democracia liberal, permanecen agazapados en el búnker de la intolerancia, sin atreverse a confesar públicamente sus verdaderas devociones. Si dirigimos una mirada atenta y reflexiva a nuestro entorno podemos apreciar, más allá de las apariencias triunfalistas y del poder de encantamiento del escaparate consumista, cómo macro empresas, instituciones financieras y organismos internacionales, bien protegidos frente a cualquier tipo de control democrático, van usurpando competencias tradicionalmente reservadas a los gobiernos estatales legitimados por el voto popular. El poder económico, egoísta e interesado, cual resucitado caballo de Atila, cabalga a su antojo en busca cada vez de mayores beneficios gracias a la explotación desconsiderada de los más débiles. El mundo de la realidad y el mundo abstracto del pensamiento giran en órbitas diferentes, a pesar de los considerables esfuerzos y apoyos económicos de los patrocinadores intelectuales del nuevo orden global.

Ante esta desconcertante situación es preciso no regatear esfuerzos mentales hasta conseguir aislarnos de la vorágine mediática que nos envuelve y manipula para detenernos a reflexionar sobre lo que sucede en nuestro entorno, no vaya a suceder, una vez más, que pretendan darnos gato por liebre, vaca loca por ternera cuerda. El progreso de las tecnologías de la comunicación y los avances de los estudios sociológicos facilitan los engaños y el adoctrinamiento de las masas en ideologías interesadas difundidas por las redes globales de comunicación. El empresario de prensa es una especie a extinguir y el capital financiero ya participa de un modo directo en los grandes grupos de comunicación escrita y audiovisual. La intromisión del poder económico en las redes de la información se intensifica cada vez más. Ha desaparecido la funesta figura del censor oficial pero los controles se han hecho ahora profundos y eficaces. Una de las actividades más higiénicas del humano razonar consiste en descubrir lo oculto tras las apariencias, no vayamos a confundir las voces con los ecos, las sombras con los objetos. Pocos vocablos han sido aplicados a realidades tan diferentes, y en ocasiones contradictorias, como el término «democracia». La utilización partidista y manipulada de su auténtico significado ha contribuido a crear la desorientación reinante. Los intelectuales orgánicos al servicio del poder han realizado auténticos malabarismos circenses para complacer los deseos de los amos del universo. Diestros manipuladores se presentan como los auténticos protagonistas del nuevo circo global ante los ojos apáticos del gran público.

Tampoco debemos dejarnos deslumbrar por los autocalificados como pensadores y periodistas independientes. Todos estamos al servicio de quien nos paga. Nadie invierte sus caudales para que defiendan posiciones ideológicas o recetas económicas contrarias a sus intereses. Los auténticos directores de la comedia de las equivocaciones que estamos viviendo permanecen en las sombras, tras las bambalinas del escenario mediático. La intelectualidad asalariada no es más que la inteligencia vendida al mejor postor. El recurso más burdo y frecuente utilizado por los cerebros domesticados consiste en poner apellidos a las palabras con objeto de desvirtuar su significado. Durante más de cuarenta años la dictadura española, criatura política amamantada desde su nacimiento por la feroz loba fascista, se bautizó sacramentalmente como democracia orgánica; los totalitarismos burocráticos de la Europa del Este proclamaron ser la encarnación del socialismo real, el paraíso democrático de los trabajadores; a la moderna organización política concebida a imagen y semejanza de los intereses de las grandes corporaciones financieras la denominan democracia liberal, aunque la única libertad realmente defendida sea la de los económicamente más fuertes para enriquecerse sin límites. Todos los valores éticos del liberalismo clásico han sido arrollados sin clemencia. El disfrute de los derechos y las libertades en la actualidad está en relación directa con la capacidad económica de los ciudadanos. En nuestra sociedad, los derechos fundamentales de la persona también cotizan en Wall Street. El valor de la libertad sube y baja como las acciones en las mareas bursátiles. Los predicadores del pensamiento único y verdadero, del nuevo totalitarismo intelectual y económico, pretenden demostrar una simbiosis real entre democracia y mercado, capitalismo y libertad. Pero como sostiene acertadamente Aurelio Areta: «La abismal diferencia entre el mercado y la democracia estriba en que aquél organiza el tráfico de intereses privados entre seres económicamente desiguales, mientras que ésta ordena el interés común de los políticamente iguales.»

Los voceros entusiastas incluso llegan a anunciar la llegada de la humanidad a la tierra prometida, el fin de la historia del pensamiento político, del pluralismo ideológico. Cuando Francis Fukuyama, un modesto funcionario, estaba meditando en el Sinaí de Washington, se le apareció milagrosamente el soberano dios de todos los mercados para entregarle las tablas de la ley de la religión neoliberal con objeto de que difundiera la buena nueva entre los mortales infieles. Quien osa pecar contra sus mandamientos está irremisiblemente condenado al infierno de la eterna pobreza. Todos debemos hincar humildemente nuestras rodillas ante el nuevo becerro de oro, nunca mejor dicho. Si bien el dios ideado por los hombres ha sido tradicionalmente conservador, en su nueva aparición se ha vuelto todavía más reaccionario e intransigente. Ya no se atreve a fustigar con látigos a los mercaderes que invaden los templos de la religión y el santuario de la democracia, sino que los sienta a su diestra. Los valores tradicionales de la democracia burguesa —libertad, igualdad y fraternidad— están siendo reemplazados por el ánimo de lucro, la competitividad y el consumismo. El Estado es considerado como la reencarnación del mismísimo Lucifer. Una riada de privatizaciones inunda espacios reservados hasta hace poco a la gestión pública. Las ideologías izquierdistas no se atreven a defender sus postulados tradicionales. En nombre de la modernización renuncian a sus principios y se convierten, aun sin pretenderlo, en cómplices de la nueva situación. Los errores del pasado actúan como una pesada losa. El descontento radical se manifiesta únicamente en las pintadas en las paredes urbanas y en reuniones callejeras tan ruidosas como intrascendentes. Los medios de comunicación están controlados en su mayor parte por el gran capital, solamente en las tapias de las callejuelas pueblerinas se refleja la libertad, gritan como desahogo algunas pintadas espontáneas. Los anarquistas recuerdan que mientras los grandes medios de comunicación pertenecen a las oligarquías económicas, las paredes son del pueblo. Allí cada ciudadano puede expresar libremente sus ideas, sin filtros ni presiones. El sistema sabe que tarde o temprano acabará domesticando a los descontentos. En la inmensa mayoría de los casos es una cuestión de edad, una especie de pasajero sarampión juvenil. Muchos líderes revolucionarios del mayo francés son en la actualidad brillantes ejecutivos, defensores acérrimos del orden establecido y la paz social. Los parlamentos bailan al son que les marca el látigo del poderoso y disimulado domador universal. Las cadenas del dinero son más fuertes y opresivas que las de acero. Pero lo realmente inquietante no es el acoso que sufren las ideologías tradicionalmente consideradas como progresistas, sino que la ofensiva afecta gravemente a los mismos cimientos del edificio democrático construido a partir de la Revolución Francesa, es decir, de la llamada democracia burguesa.

Con la sola y racional herramienta del sentido común podemos llegar a descubrir y definir la naturaleza de la verdadera democracia. Se dice de algo que es auténtico cuando se establece sin lugar a dudas su identidad, es decir, cuando se comprueba que es cierta y verdaderamente lo que se supone que sea. Ya Aristóteles estableció de forma sencilla y rotunda la diferencia entre lo verdadero y lo falso: decir que lo que es no es, es falso; decir que lo que es es, verdadero. Las verdades últimas son sencillas y elementales, están al alcance de todas las inteligencias. Quien retuerce y complica los argumentos deviene en sospechoso de pretender engañarnos con timos intelectuales. La claridad es la primera cortesía del filósofo, como señaló el maestro Ortega y Gasset. La definición de democracia más sencilla, elemental y luminosa, la identifica con aquel tipo de organización política en la que el poder soberano corresponde al pueblo, quien lo puede ejercer directamente o por medio de representantes libremente elegidos y posteriormente minuciosamente controlados en su gestión. No existe mejor regla para medir el grado de democracia de un determinado sistema que analizar el poder real de todos y cada uno de los ciudadanos a la hora de fijar la marcha de los negocios públicos, la renta per cápita de participación política. Quien no participa no es ciudadano, sino simple súbdito.

Hay que extremar las precauciones mentales a la hora de atribuir derechos colectivos a determinadas identidades históricas o patrióticas: el único titular de derechos y obligaciones es el hombre concreto de carne y hueso que se realiza en una circunstancia determinada. Los artificios colectivistas, las supuestas identidades mantenidas incólumes a través de los tiempos, desconocen este hecho radical y determinante. La grandilocuencia patriótica y uniformadora pretende enmascarar objetivos inconfesables y contrarios al interés mayoritario de los ciudadanos. Se invocan altos valores para ocultar intereses bastardos y egoístas. Se suele decir que los ciudadanos son libres solamente cuando su nación es libre, pero la realidad nos demuestra que el primer requisito para que una nación sea realmente libre es que lo sean todos y cada uno de sus miembros. La Libertad, con mayúscula, no es más que la resultante de sumar muchas pequeñas, pero fundamentales, libertades. Como sostenía acertadamente Voltaire, las grandes discusiones metafísicas se asemejan a globos de aire hermosos pero que, cuando revientan, no les queda nada dentro. No debemos flotar en los espacios siderales de la imaginación, sino tener nuestros pies firmemente anclados en el duro suelo de la realidad.

La soberanía de los ciudadanos es el principio inmutable y fundamental mantenido vivo a través de los tiempos, en medio de las vicisitudes y manipulaciones sufridas por el término «democracia». La titánica lucha del hombre por liberarse de las cadenas económicas y de los fanatismos asfixiantes ha encontrado la tenaz resistencia de los poderes dominantes, interesados en conservar sus privilegios contra viento y marea. Siempre el poder religioso, el poder militar y, sobre todo, el poder económico, se han esforzado con éxito por mantenerse al margen del control de las mayorías. Han actuado constantemente como eficaces agentes antidemocráticos. La fe, la disciplina castrense contra supuestos enemigos exteriores y últimamente la libertad de mercado han sido las tres coartadas más utilizadas para cortar las alas al poder de los ciudadanos de base.

Aunque sea conveniente extremar las precauciones para no caer en la tentación de actuar selectivamente sobre el pasado para destacar aquello más conveniente a nuestros argumentos y silenciar deliberadamente los hechos contrarios a nuestras tesis, es indudable que la organización de las ciudades-estado griegas nos legaron una serie de comportamientos políticos que, transcurridos más de dos mil años, conservan todavía la categoría de prácticas democráticas realmente modélicas. Los griegos consideraron al pueblo como legítimo detentador de la soberanía, con capacidad para gobernar directamente o a través de representantes libremente elegidos. Aristóteles, en su fundamental obra La política, define la democracia como aquella forma de gobierno en la que el pueblo (demos) es soberano, a diferencia de los sistemas oligárquicos en los que unos pocos (oligo) ejercen el poder efectivo. Distingue el filósofo griego tres tipos distintos de gobierno: el democrático, el aristocrático y el monárquico.

Ya en el siglo v antes de Cristo en las ciudades-estado griegas los ciudadanos estaban habilitados para autogobernarse. Una parte mayoritaria de los varones tenía reconocido el derecho a participar directamente en el gobierno de su ciudad. Solamente eran declarados incapaces políticamente los extranjeros, las mujeres y los esclavos, exclusiones que se han mantenido durante mucho tiempo en las modernas democracias. Dentro de la cultura política de la Grecia clásica se consideraba como presupuesto indispensable para el buen funcionamiento del sistema participativo una cierta igualdad entre todos los miembros de la comunidad política, tanto en lo concerniente a su riqueza personal como en cuanto se refiere a la disposición de tiempo libre. La democracia, en su opinión, exigía igualdad: igualdad de los ciudadanos para intervenir en las asambleas (isogoria) e igualdad de todos ante la ley (isonomia). Para el buen funcionamiento de la democracia directa era necesario que la población no fuera muy numerosa ni el territorio demasiado extenso, solamente así se podía lograr el indispensable mínimo común denominador de cultura e intereses, además de un conocimiento directo de los problemas reales de la ciudad. Los electores, por otra parte, tenían que contar con datos suficientes para valorar la capacidad y la honradez de los elegidos antes de confiarles las riendas del gobierno de la comunidad. Los hombres públicos, precisaba Pericles, deberían armonizar la gestión de los negocios públicos con la administración de sus intereses privados. Por el contrario, los ciudadanos tenían que compatibilizar las actividades predominantemente privadas con la intervención en el control de la actuación pública. El hombre libre, el ciudadano en el disfrute de la plenitud de sus derechos, alcanza ya entonces la categoría de juez supremo a la hora de decidir lo que más le conviene.

No cabe duda de que los pilares básicos sustentadores de todo el edificio democrático se construyeron siglos antes del advenimiento de Cristo. La redención política de la humanidad se anticipó a la redención cristiana. La democracia también es una fórmula política para practicar la fraternidad con el prójimo y lograr la igualdad entre todos los hombres. La buena nueva helénica se propagó hasta las ciudades de la Roma imperial y dominadora. Partiendo de los muchos siglos de vigencia teórica de los principios democráticos, resultaba previsible que, dos mil años más tarde, se hubieran logrado los avances suficientes para garantizar la paz y convivencia racional entre los hombres y los pueblos. El objetivo básico de la democracia es proporcionar una fórmula eficaz para que las gentes puedan dirimir pacíficamente las naturales discrepancias producidas en el seno de toda comunidad compleja. Pero el progreso intelectual de la humanidad no guarda ningún paralelismo con el espectacular desarrollo material y tecnológico. La historia nos muestra sorprendentes altibajos en el ilusionado peregrinar de los hombres hacia un mundo más justo y solidario. No existe, tal como defienden los teóricos del evolucionismo, una constante en el progreso, sino que en cada época asistimos a avances esperanzadores alternando con retrocesos frustrantes. En pleno siglo xx florecieron xenofobias exterminadoras, inconcebibles en el nivel cultural alcanzado y se cometieron genocidios dignos de las épocas más bárbaras y primitivas de la humanidad. Los señores de la guerra continúan sentándose en los tronos del poder. Por todas partes abundan los sistemas tiránicos, aunque algunos hayan suavizado sus maneras. Desgraciadamente, en el inicio del siglo xxi la democracia continúa siendo la gran utopía pendiente, tanto en el sentido dado al vocablo por Tomás Moro de descripción en el vacío de una sociedad perfecta, como en su acepción estrictamente terminológica: lo que no está en ninguna parte. Los proyectos utópicos han sido siempre y continúan siendo revolucionarios. Utópicas siguen siendo las teorías contenidas en libros como La república de Platón, La ciudad del sol de Campanella, La nueva Atlántida de Francis Bacon o las modernas imaginaciones de Herbert George Wells. Los fracasos en los proyectos de alcanzar metas deseables y benéficas para la recta organización de la humana convivencia no deben conducirnos al desaliento ni a un pesimismo empobrecedor. Como escribió hace ya algunos años Max Weber, la experiencia histórica confirma que la humanidad no habría logrado alcanzar lo posible si no hubiera insistido una y otra vez en lograr lo que parecía imposible. Por eso conviene seguir luchando para que la auténtica democracia sea una realidad, al menos para nuestros descendientes.

En los albores del siglo xxi nuevos imperios económicos y sociales están colonizando nuestro planeta para imponer su interesada voluntad. Se utilizan los pretextos más variados para controlar a los países más débiles y explotar sus riquezas. Hemos abolido legalmente la esclavitud, pero continúa siendo una dramática realidad en el tercer mundo el tráfico de personas, sobre todo de niños. Dentro de la sociedad industrializada y próspera existen bolsas de pobreza y lacerantes injusticias sociales. Las grandes marcas multinacionales explotan a precios de saldo a los trabajadores de los países subdesarrollados para luego vender sus mercancías como artículos de lujo en el mundo opulento y satisfecho. Incluso se llega a utilizar la mano de obra infantil para abaratar los costes de producción. Niños prematuramente adultos fabrican balones y juguetes con los que nunca podrán entretenerse por no estar al alcance de sus posibilidades económicas. Pero los menores que carecen de trabajo todavía lo pasan peor: están condenados a la muerte lenta de los famélicos. El informe de la Naciones Unidas sobre la Infancia denuncia la muerte de casi once millones de niños cada año, víctimas de enfermedades perfectamente curables. La explotación infantil no es una lacra solamente tercermundista. Miles de menores trabajan ilegalmente en los Estados Unidos de Norteamérica en tareas agrícolas y en ocasiones incluso rebasan los topes legales de las jornadas de trabajo establecidas para los adultos. Y lo mismo sucede en algunas zonas del agro español, sobre todo entre los temporeros inmigrantes. Un informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) hecho público en la primavera de 2002 registra más de 250 millones de niños que sufren explotación laboral. En España la cifra se encuentra en torno a los 200.000. La mortalidad infantil se ha incrementado dramáticamente en el África subsahariana: el 17 % de los nacidos no llega a cumplir los cinco años de edad. El problema afecta no solamente a todo el tercer mundo sino también a sectores marginales en los países prósperos. La brecha entre los pobres y los ricos se hace cada vez mayor en una sociedad movida por el ánimo de lucro.

Los derechos del hombre y del ciudadano solamente son respetados en el cielo de las grandes abstracciones retóricas, a pesar de que su cumplimiento continúa siendo la primera exigencia de la democracia. Las cartas constitucionales proclaman solemnemente que todos los hombres tienen derecho a un trabajo digno y suficientemente remunerado, pero las cifras de parados continúan siendo escandalosas dentro del mundo próspero y consumista. Son consideradas como un simple dato estadístico, una incógnita a despejar en la gran ecuación económica, al mismo nivel que la inflación, la balanza comercial o la deuda externa. Incluso ha habido expertos que atribuyeron la desaceleración de la economía estadounidense en el año 2000 a las elevadas tasas de empleo alcanzadas. Al parecer, la violación de un derecho humano fundamental resulta deseable para la buena marcha de los grandes negocios, siempre que se mantenga a un determinado nivel. Dentro de la actual lógica financiera, el pleno empleo es una meta totalmente inalcanzable. La automatización y la robotización han tenido un desarrollo espectacular. Proliferan las máquinas inteligentes para reemplazar el trabajo humano. En un mundo mercantilizado se subordina el respeto de derechos fundamentales a supuestas exigencias macro económicas. Todos los hombres somos iguales, se nos dice, pero desde que ha comenzado la nueva economía se han acentuado las diferencias entre los ciudadanos y entre las naciones. Los menos se han enriquecido cada vez más, mientras que la mayor parte de la población se ha empobrecido. Se mantienen todavía importantes discriminaciones por razón del sexo, las creencias o el lugar de nacimiento; se reconoce que toda persona, por el hecho de serlo, tiene derecho a un nivel de vida digno, pero un tercio de la humanidad pasa hambre y, según datos oficiales de la FAO, 34 millones de desnutridos son ciudadanos de los países industrializados; todos los niños tienen derecho a recibir educación gratuitamente, pero más de cien millones de menores continúan sin escolarizar; sesenta millones de ciudadanos de la comunidad europea son pobres. Se discrimina también entre los niños en función del sexo. El 60 % de quienes carecen de escuela elemental son niñas.

La defensa de los derechos humanos no es un juego floral. A los dirigentes políticos se les hace la boca agua hablando de democracia, libertad y justicia, pero no ponen remedio a una situación contraria a la dignidad humana; se reconoce la libre circulación del dinero, pero nadie se preocupa por la aplicación universal de los derechos del hombre, por la erradicación de la pobreza y por la libertad de desplazamiento de las personas. Las mafias exprimen a quienes desean huir desesperadamente de la miseria. Numerosos Estados mantienen vigente la pena de muerte y someten a los delincuentes a torturas y penas infamantes. Se mutilan las manos de los ladrones y se lapidan a las mujeres adúlteras, con el sólo testimonio del marido supuestamente agraviado. Suenan ridículas, a estas alturas, las promesas de las Naciones Unidas al finalizar la última contienda mundial de establecer un orden internacional «en el que los derechos y libertades proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos se hagan plenamente efectivos».

Alain Touraine denuncia las nefastas consecuencias del proceso de globalización al que estamos sometidos. Los estados nacionales soberanos, cual terrones de azúcar, se disuelven en el mercado universal, cediendo competencias exclusivas a grandes corporaciones económicas, o bien se desintegran en nacionalismos de campanario. «Entre la economía mundializada —escribe el pensador francés— y las culturas agresivamente encerradas en sí mismas y que patrocinan un multiculturalismo absoluto cargado de rechazo del otro, el espacio político se fragmenta y la democracia se degrada; en el mejor de los casos, se reduce a un mercado político relativamente abierto, pero que nadie tendría el valor de defender.»1 Asistimos impotentes a la devaluación de los ideales de la democracia.

La economía ha dejado de ser una ciencia al servicio de las necesidades de los hombres para convertirse en un sistema rector de vidas y haciendas. Ahora es el hombre quien se encuentra encadenado a las exigencias macroeconómicas. De ser sujeto activo del proceso se ha convertido en un elemento pasivo. La lucha contra la inflación se centra principalmente en la reducción del poder adquisitivo de sueldos y salarios. Nada se dice de los grandes beneficios como factores desestabilizadores del equilibrio económico. Para mantener la competitividad de las multinacionales son despedidos miles de trabajadores o se conceden prejubilaciones a personas en perfectas condiciones físicas y sobradamente capacitadas para trabajar. El dinero se ha convertido en la medida de todos los valores. La política ha sufrido una fuerte campaña de desprestigio, ayudada por los numerosos casos de corrupción alimentados precisamente desde el poder económico. A pesar de constituir delitos bilaterales, cuya responsabilidad afecta tanto al que paga como al que cobra, las críticas generalizadas y las sanciones punitivas han caído solamente contra una de las partes. Mientras abundan los políticos que sufren condenas en las cárceles, los corruptores siguen viviendo tan ricamente y disfrutando del mismo nivel social. El desprestigio de la clase política tarde o temprano acaba siendo el desprestigio de la propia democracia, algo que sus enemigos conocen perfectamente.

Desde siempre existen poderes contrarios a la extensión de la participación ciudadana. Cuando las potencias vencedoras de la última contienda mundial contra los totalitarismos fascistas sentaron las bases de lo que creían que iba a ser un nuevo orden mundial pusieron extremado cuidado en poner frenos a las impaciencias democratizadoras de la humanidad. La Organización de las Naciones Unidas, creada el 24 de octubre de 1945 en virtud de la Carta de San Francisco, establece mecanismos legales abusivos para garantizar el control de su funcionamiento por las grandes potencias vencedoras de la contienda. Confundieron la democracia con un botín de guerra. El Consejo de Seguridad, su máximo organismo, tiene profundas lagunas democráticas, tanto en su composición como en su funcionamiento. Las cinco grandes potencias vencedoras de la contienda —China Nacionalista, Estados Unidos de Norteamérica, Francia, Gran Bretaña y la URSS— se autoconstituyeron en miembros permanentes, mientras que los otros seis componentes son elegidos por la Asamblea General entre los representantes del resto de las naciones. Aunque las decisiones del Consejo de Seguridad son mayoritarias cuando cuentan con la aprobación de siete de sus miembros, el voto negativo de una de las grandes potencias supone el rechazo de la resolución. Esta regulación se realizó en pleno baño de euforia democrática, cuando las huellas dramáticas de la sangrienta lucha despertaron en toda la humanidad profundos deseos de establecer unas reglas de juego que lograran la paz perpetua entre las naciones y los pueblos de la tierra. Había que evitar a todo trance el retorno de los totalitarismos que amenazan la convivencia civilizada. Pero quienes condimentaron el gran pastel estaban lejos de la ingenua euforia democrática popular. Se preocupaban por dejar todo atado y bien atado, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad. Dentro de la paz caliente ya se estaba gestando la guerra fría. Como es natural, con el paso del tiempo todavía se han incrementado más las deficiencias democráticas en el funcionamiento del organismo internacional. Las grandes potencias, no contentas con los privilegios legales establecidos, han campado por sus respetos y han desoído tanto las recomendaciones como las sentencias de su máximo organismo judicial, el Tribunal de La Haya, por violaciones flagrantes del derecho de gentes. Empezando por la propia Norteamérica. La ley rectora de las relaciones entre los Estados, más de medio siglo después de la creación de la ONU, continúa siendo la ley del más fuerte.

Estamos jugando con fuego, tal como sostiene A. McGrew, las organizaciones internacionales comparten los antiguos poderes exclusivos de los Estados, las fronteras se tornan más permeables para el dinero y la soberanía popular cada vez resulta más problemática. La política liberal clásica culmina el proceso iniciado a bombo y platillo en el siglo xviii autoinmolándose en el altar del gran dios globalizador, con la bendición del neoliberalismo triunfante. En el amanecer del nuevo milenio, el poder público, cautivo y desarmado, está siendo desarbolado por la furia privatizadora que no deja títere público con cabeza. Se impone el egoísmo competitivo. El Estado social de derecho, encarnación de las conquistas sociales de las clases más oprimidas, es sustituido por el Estado mercantil de hecho. La cultura política dominante en las altas esferas del poder internacional representa el triunfo de todas aquellas fuerzas que, a lo largo de los tiempos, se opusieron frontalmente al principio de soberanía popular.

El frustrado sueño democrático

Desde la noche de los tiempos, el discurso democrático se escribió siguiendo rigurosamente las reglas de la gramática social de la igualdad. Los hombres, se nos dijo, todos los hombres por igual, somos soberanos y gozamos de capacidad suficiente para decidir nuestro propio destino; somos, como enseñaba el filósofo Ortega y Gasset, nos guste o no, los novelistas de nuestra propia vida. Solamente quienes están legitimados por el consentimiento mayoritario de los ciudadanos pueden imponer sus decisiones a toda la comunidad política. Las diferencias existentes entre los hombres no son tan acusadas como para permitir a unos pocos disfrutar de privilegios que niegan a los restantes miembros de la sociedad. La lucha por la auténtica igualdad continúa siendo la gran cuestión pendiente de la democracia. Las lacerantes desigualdades constituyen la pandemia de nuestra época, una de las mayores injusticias, causa directa de muchas otras.

El gran legado democrático de la Grecia clásica sufrió un cegador eclipse durante siglos. En el transcurso de la Edad Media se parieron abundantes supersticiones e irracionalidades. La filosofía pagana fue reemplazada por sofisticadas teologías escolásticas, cábalas de las más diversas especies y fetichismos. La religión osó invadir territorios ajenos a sus competencias espirituales. San Agustín, en su obra La ciudad de Dios, escrita entre 1413 y 1416, desarrolló una singular versión teológica de la historia de la humanidad. Distingue dos tipos diferentes de ciudades: una generada por el egoísmo, el amor de los hombres a sí mismos, la civitas terrena; otra, la civitas Dei, basada en el amor divino. Ambas se disputan el poder sobre la tierra, pero mientras la ciudad terrena aspira a una paz coincidente con el bienestar temporal, la celestial persigue como finalidad la paz eterna, gracias a la plena posesión de Dios en el otro mundo.

Según la doctrina escolástica dominante durante toda la Edad Media entre los pensadores cristianos, el poder venía directamente del más allá, era celestial. La mano invisible y omnipotente de Dios elige a emperadores y monarcas para realizar misiones apostólicas redentoras, para conseguir en su reino el triunfo del bien sobre el mal, la comunión de todos sus súbditos en la verdad revelada, la única fe verdadera. Los soberanos no tenían más límites en el ejercicio del poder que el sometimiento a la ley divina. El patriarca Nicolás el Místico predicó en el año 912 la desobediencia de las leyes contrarias a los mandamientos del Sumo Hacedor. A pesar de la recomendación evangélica de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, la confusión de competencias entre lo divino y lo terrenal invadió el escaso pensamiento político de aquella era. El derecho de propiedad se aplicaba tanto a los bienes materiales como a las personas, convertidas en meros objetos al servicio del amo y señor de vidas y haciendas. Dentro de semejantes coordenadas culturales no podía fructificar ningún tipo de teoría democrática. Hablar de soberanía popular constituía una herejía digna de ser purificada en las hogueras de la Santa Inquisición. Era una especie de asonada contra el poder del Dios soberano de la cristiandad.

Todas las luchas populares importantes contra los abusos y atropellos de las autoridades feudales tuvieron un denominador común: el deseo de nivelar las injustas desigualdades entre los hombres. Los utópicos revolucionarios soñaban con una sociedad sin clases o de una sola clase. Las revueltas más importantes organizadas durante la Baja Edad Media, como la Jacquerie de París en 1358, el levantamiento de los Ciompi en Florencia en 1378 y la Revuelta de los Campesinos en Inglaterra en 1381, persiguieron como objetivo prioritario la nivelación de las propiedades. La Jacquerie fue fundamentalmente una insurrección rural de unos campesinos hartos de soportar los abusos de la nobleza y las calamidades derivadas de las constantes guerras. John Ball, un sacerdote rural, lideró ideológicamente el movimiento de los campesinos ingleses. Bajo los reinados de Eduardo III y Ricardo II pronunció encendidos sermones en defensa de la igualdad. «Las cosas no irán bien en Inglaterra, y jamás irán bien —predicaba— hasta que toda la propiedad sea común, y hasta que no haya siervos ni caballeros y todos seamos iguales.» La encendida defensa de semejantes ideas, su fidelidad a los principios enunciados en sus discursos, le condujeron hasta el patíbulo, destino frecuente de quienes se permitían pensar por su cuenta en una sociedad dominada por dogmas e intransigencias. Los heterodoxos eran dignos de todo tipo de sospechas y castigos.

Tras las sangrientas guerras civiles surgió en Inglaterra el movimiento de los niveladores, deseoso de poner fin a las desigualdades económicas y sociales. Reaccionaron tajantemente contra los abusos de los poderosos. Defendían el derecho de los hombres a poseer la propiedad de bienes suficientes para poder organizarse como propietarios independientes. Nadie podía tener una fortuna, pensaban, que le permitiera actuar como explotador de las necesidades de sus semejantes.

Tomás Moro, bajo el reinado de Enrique VIII, alarmado ante la transformación de su país en lo que calificaba como un «reino de mercaderes», denuncia los abusos cometidos por las clases dirigentes y elabora un nuevo proyecto de sociedad más justa e igualitaria. Considera conveniente la supresión de la propiedad privada, ya que nadie, en su opinión, estaba legitimado para poseer riqueza por encima de sus necesidades. Todo debe ser de todos. Cada miembro de la sociedad tiene derecho a utilizar y consumir lo necesario para subsistir. También rechaza tajantemente la división de la sociedad en clases, consecuencia necesaria de la supresión de las desigualdades de riqueza entre los hombres. Los ciudadanos tienen la obligación de trabajar, excepto los enfermos y los ancianos, que deben ser convenientemente atendidos en sus necesidades. Denuncia la codicia de los nobles y abades, afanados en acumular los máximos beneficios posibles, incluso haciendo pastorear sus rebaños en tierras cultivadas, destruyendo los sembrados y las futuras cosechas de los agricultores. Muchos campesinos, ante semejantes atropellos, se vieron obligados a abandonar sus tierras de labor y a malvender sus propiedades. Tomás Moro acusa a las ovejas de los señores de ser más feroces que los lobos y otras alimañas, ya que son capaces de engullir a los pobres campesinos. La misión del soberano, opina el santo inglés, consiste en «fomentar la paz, las artes y las ciencias mediante medidas prudentes, difundir por todas partes el bienestar y la abundancia; ha de amar al pueblo y hacerse amar por sus súbditos».2 Reconoce Moro el derecho del pueblo a derrocar al soberano si comete actos de tiranía. Todos los cargos públicos deberían ser electivos y su desempeño limitarse a un año de duración. Tomás Moro fue canonizado por apoyar al Papa frente al rey de Inglaterra, no por sus ideas.

Las corrientes igualitarias se mantienen vivas en el pensamiento de los padres intelectuales de la democracia burguesa. Hobbes reconoce que la naturaleza ha hecho a los hombres iguales en sus facultades del cuerpo y de la mente. «Si a veces se encuentra a un hombre manifiestamente más fuerte por su cuerpo o más capaz por su mente que otro —escribe en el Leviatán— al considerarlos todos juntos, la diferencia entre un hombre y otro no es tan considerable como para que alguien pueda reclamar para sí los beneficios a los que otro no puede aspirar.» El filósofo inglés parte de esta situación de igualdad básica para argumentar a favor de un poder político fuerte. Si varios hombres desean la misma cosa y están legitimados para reivindicarla, resulta necesaria la existencia de un poder capaz de arbitrar y decidir según criterios de estricta justicia los conflictos planteados. De la existencia de estas tensiones y disputas deduce Hobbes que, en estado de naturaleza, el hombre es un lobo para el hombre. Desde perspectivas ideológicas diversas, la inmensa mayoría de los pensadores desembocan en la misma conclusión: a la igualdad de hecho entre los hombres corresponde en el plano político una auténtica igualdad de derechos. No existe ningún argumento que pueda apoyarse en la naturaleza para que un hombre sea considerado legalmente superior a sus semejantes.

Locke también defiende la igualdad entre todos los hombres ya que «comparten las mismas facultades y los mismos poderes comunes de la naturaleza». Debemos ser conscientes de que el otro es nuestro semejante, con derecho a vivir en las mismas condiciones que nosotros. «Todo hombre —escribe Locke— tiene derecho a la libertad natural, sin ser sometido a la voluntad o a la autoridad de cualquier otro hombre.»3

Juan Jacobo Rousseau reflexiona sobre el conflicto entre la igualdad natural y las desigualdades que los hombres instituyen. En respuesta a la cuestión planteada por la Academia de Dijon sobre el origen de las desigualdades entre los hombres, el filósofo ginebrino distingue dos tipos: una desigualdad natural o física, por cuanto se halla determinada por la naturaleza; otra, que denomina desigualdad moral o política, establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Mientras en el estado natural del hombre las diferencias tienen efectos poco relevantes, las desigualdades surgidas en el seno de la comunidad política resultan en la mayoría de los casos intolerables y abusivas, siempre injustas. Denuncia Rousseau la existencia de «unos pocos hombres ricos y poderosos situados en el pináculo de la fortuna y de la grandeza, mientras la multitud se encuentra en la necesidad». La comunidad ideal será siempre una comunidad de iguales. En una sociedad realmente democrática «ningún ciudadano debe ser lo bastante opulento para poder comprar a otro, ni lo bastante pobre para ser constreñido a venderse». Si en una determinada sociedad es necesario ser rico para brillar, el deseo de enriquecerse será, naturalmente, la pasión dominante entre sus miembros. Esa búsqueda desenfrenada del dinero acabará convirtiendo al pueblo en «ardiente, intrigante, ávido, codicioso, servil y picaresco». Todo el pensamiento político de Rousseau aparece dominado por el rechazo de la acumulación de la riqueza en manos de una minoría de ciudadanos. A su juicio, el derecho de propiedad es la causa de la pérdida de aquella felicidad disfrutada por el hombre en estado de naturaleza. Por ello se preocupa especialmente de establecer límites al ejercicio de este derecho. Para que fuera legítima la primera ocupación de la tierra exigía el cumplimiento de tres condiciones: a) que la tierra no se encuentre ocupada por nadie; b) que solamente se ocupe lo necesario para la subsistencia; c) que se tome posesión labrando o cultivando el suelo, no mediante una vana ceremonia. El derecho de propiedad no es un señorío ilimitado, ya que siempre se encuentra subordinado a las necesidades colectivas de los hombres. Rousseau solamente reconocía el carácter de sagrada a la propiedad moderada del pequeño agricultor que la cultiva, aquella cuya explotación personal le proporciona lo necesario para subsistir. Jamás puede utilizarse la propiedad como instrumento de dominio, ya que atentaría contra la libertad de los otros ciudadanos. Fundamenta el carácter prioritario de la igualdad en la necesidad de que pueda configurarse una voluntad general para el ejercicio legítimo de la soberanía política. Cuando los hombres se hallan divididos en clases con intereses contrapuestos resulta imposible la formación de una voluntad general orientada a conseguir el bien común de la sociedad. Por eso la principal tarea de los gobiernos democráticos consiste en luchar por la desaparición de las desigualdades políticas y económicas. La democracia exige también la constante participación de los ciudadanos en la gestión de los negocios públicos. «El pueblo inglés —escribió— cree ser libre, pero se equivoca: solamente lo es durante la elección de los miembros del parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo.»4 Otro de los patriarcas del liberalismo, John Stuart Mill, pone también el acento en la necesidad de la participación ciudadana, indispensable para que el hombre pueda ejercitar y desarrollar sus capacidades, tanto físicas como mentales. Un sistema político justo debe preocuparse por crear las condiciones adecuadas para que el hombre, cada hombre, pueda llegar a ser lo que potencialmente ya es. «El fin del hombre —precisó— es el desarrollo más alto y armonioso de sus facultades hasta alcanzar un todo completo y coherente.»5

Cuando se trata de principios basados en criterios racionales, las distintas líneas de argumentos ideológicos suelen desembocar en parecidas conclusiones. Siguiendo criterios meramente utilitarios y crematísticos, Jeremy Bentham desembarcó también en costas mentales igualitarias. Siendo misión prioritaria de los gobernantes, puntualiza, conseguir la máxima felicidad del mayor número posible de personas, la llamada «ley de la utilidad

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