Prólogo
—¡Que paren!
El hombre se inclinó sobre la fría mesa metálica con el cuerpo encogido, los ojos cerrados con fuerza y la voz quebrada. Inspiraba de forma pausada y exhalaba como si fuera su último suspiro. Una ráfaga rápida de palabras penetraba en sus oídos a través de unos auriculares y luego le inundaba el cerebro. Tenía una serie de sensores sujetos a un grueso arnés de tela que llevaba abrochado en el torso. Llevaba también una especie de gorro provisto de electrodos que medían sus ondas cerebrales. La sala estaba muy bien iluminada.
Con cada fragmento de audio y de vídeo se estremecía como bajo el puñetazo de un campeón de los pesos pesados.
Empezó a sollozar.
En una oscura sala contigua un pequeño grupo de hombres observaba la escena a través de un espejo de visión unilateral.
En la pared de la sala en la que estaba el hombre que sollozaba había una pantalla que medía unos dos metros y medio de ancho por otros dos de alto. Parecía diseñada especialmente para ver partidos de fútbol americano. Sin embargo, las imágenes digitales que se sucedían en ella a toda velocidad no eran de hombretones dándose golpes capaces de dejar conmocionado al más fornido. Se trataba de datos ultrasecretos que muy pocas personas del gobierno conocían.
En conjunto, y para un ojo avezado, resultaban reveladores de las actividades clandestinas que se llevan a cabo a lo largo y ancho del planeta, y por ello mismo extraordinarios.
Eran imágenes nítidas de movimientos sospechosos de tropas en Corea a lo largo del paralelo 38.
Imágenes vía satélite de Irán en las que se veían silos subterráneos de misiles que parecían soportes para lápices gigantes excavados en la tierra, junto con la silueta de un reactor nuclear en funcionamiento.
En Pakistán, fotos a una gran altitud de las secuelas de un atentado terrorista en un mercado; hortalizas y trozos de cuerpos destrozados cubrían el suelo.
Sobre Rusia, un vídeo en el que aparecía una caravana de camiones del ejército en una misión capaz de conducir al mundo a otra guerra mundial.
Provenientes de la India aparecían los datos de una célula terrorista que planeaba atentados simultáneos contra objetivos sensibles con la intención de provocar una crisis regional.
De la ciudad de Nueva York se mostraban fotos incriminatorias de un importante líder político con una mujer que no era su esposa.
Desde París llegaban montones de números y nombres que proporcionaban información financiera sobre empresas delictivas. Se movían tan rápido que parecían un millón de columnas de Sudoku pasando a la velocidad del rayo.
De China se recibía información secreta acerca de un posible golpe de Estado.
Desde miles de centros de fusión de inteligencia financiados por el gobierno federal desperdigados por todo Estados Unidos, fluía información sobre actividades sospechosas que llevaban a cabo ciudadanos americanos o extranjeros que operaban a escala nacional.
Desde la comunidad UKUSA, formada por Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, arribaba una serie de comunicaciones altamente confidenciales, todas ellas de máxima importancia.
Y así se iba recibiendo información procedente de todos los rincones del planeta, en masa y en alta definición.
Si se hubiese tratado de un videojuego, habría sido el más emocionante y difícil jamás creado. Pero aquello no tenía nada de juego. Allí, cada segundo, y a todas horas, vivían y morían personas de carne y hueso.
Este ejercicio era conocido en las más altas esferas de la comunidad de inteligencia como «el Muro».
El hombre inclinado sobre la mesa metálica era bajo y delgado. Su piel era de color marrón claro y llevaba el cabello, corto y negro, aplastado contra el pequeño cráneo. Tenía los ojos grandes y enrojecidos de tanto llorar. A pesar de sus treinta y un años, parecía haber envejecido diez en las últimas cuatro horas.
—Por favor, que paren. No puedo más.
Al oír el comentario, el hombre más alto que había detrás del espejo se movió. Se llamaba Peter Bunting. Tenía cuarenta y siete años y aquello era, simple y llanamente, su ambición, su vida, el aire que respiraba. Ni por un instante pensaba en otra cosa. Durante los últimos seis meses había encanecido de forma considerable por motivos relacionados directamente con el Muro o, más concretamente, por problemas que tenían que ver con el mismo.
Llevaba una americana hecha a medida y unos pantalones un poco demasiado holgados. Aunque tenía un cuerpo atlético, nunca había practicado deporte y su coordinación no resultaba especialmente buena. Lo que sí tenía era un cerebro privilegiado y una ambición inagotable. Había conseguido una licenciatura a los diecinueve años, tenía un diploma de posgrado de Stanford y había recibido una beca Rhodes. Poseía la mezcla perfecta de visión estratégica e inteligencia práctica. Era rico y tenía muchos contactos, aunque fuese desconocido para el gran público. Le sobraban motivos para ser feliz y apenas uno para sentirse frustrado o incluso enfadado. Y en ese mismo momento lo tenía delante.
Un motivo con cara y ojos.
Bunting bajó la mirada hacia la tableta electrónica que tenía entre las manos. Había formulado incontables preguntas al hombre, cuyas respuestas podían encontrarse en el flujo de datos. No había obtenido ni una sola reacción.
—Por favor, espero que alguien me diga que esto es una idea un tanto retorcida de lo que es una broma —dijo finalmente. Aunque sabía que no era así. La gente de ese lugar no bromeaba por nada del mundo.
Un hombre mayor y más bajito, con una camisa de vestir arrugada, extendió los brazos en gesto de impotencia.
—El problema es que está clasificado como E-Cinco, señor Bunting.
—Bueno, el cinco le queda justo, eso está claro —masculló Bunting.
Se volvieron para mirar de nuevo por el cristal cuando el hombre de la sala se quitó bruscamente los auriculares y gritó:
—¡Quiero marcharme! ¡Ahora mismo! Nadie me dijo que sería así.
Bunting dejó caer la tableta sobre la mesa y se apoyó contra la pared. El hombre de la sala era Sohan Sharma. Había sido su última y mejor esperanza para cubrir el puesto de Analista. Analista con mayúsculas. Solo había uno.
—¿Señor? —dijo el miembro más joven del grupo. Tenía apenas treinta años pero el pelo largo y rebelde y los rasgos juveniles hacían que pareciese mucho más joven. Tragó saliva con dificultad.
Bunting se frotó las sienes.
—Te escucho, Avery. —Hizo una pausa para masticar unas cuantas pastillas contra la acidez—. Pero espero que sea importante. Estoy un poco estresado, como seguramente habrás advertido.
—Sharma es un auténtico Cinco se mire como se mire. No se vino abajo hasta que llegó al Muro. —Lanzó una mirada a la serie de monitores que controlaban las constantes vitales y la función cerebral de Sharma—. Su actividad Theta se ha disparado. Es la clásica sobrecarga de información extrema. Empezó un minuto después de que pusiéramos la producción del Muro al máximo.
—Sí, esa parte ya me la había imaginado. —Bunting señaló a Sharma, que en ese momento estaba en el suelo, llorando—. Pero ¿este es el resultado que obtenemos con un auténtico Cinco? ¿Cómo es posible?
—El problema principal es que exponencialmente se vierten más datos sobre el Analista. Diez mil horas de vídeo. Cien mil informes. Cuatro millones de registros de incidentes. La cantidad de imágenes diarias procedentes de los satélites es de múltiples terabytes, y eso después de filtrarlas. Las señales captadas que exigen que inteligencia les preste atención se sitúan en los miles de horas. La cháchara del campo de batalla por sí sola llenaría miles de listines de teléfono. Nos llueve cada segundo de cada día en cantidades cada vez mayores desde un millón de fuentes distintas. En comparación con los datos disponibles hace tan solo veinte años, es como coger un dedal con agua y transformarlo en un millón de océanos Pacíficos. Con el último Analista estuvimos reduciendo el flujo de datos de forma considerable por pura necesidad.
—¿Qué intentas decirme exactamente, Avery? —preguntó Bunting.
El joven respiró hondo. La expresión de su rostro era como la de un hombre en el agua que acaba de darse cuenta de que tal vez se esté ahogando.
—Quizás hayamos topado con los límites de la mente humana.
Bunting miró a los demás. Ninguno de ellos lo miró a los ojos. Daba la impresión de que el aire húmedo que despedía el sudor de sus rostros generaba corrientes eléctricas.
—No existe nada más poderoso que una mente humana a pleno rendimiento, aprovechada al máximo —declaró Bunting con un tono expresamente tranquilo—. Yo no duraría ni diez segundos frente al Muro porque estoy utilizando alrededor del once por ciento de mis células grises, no doy para más. Pero un E-Cinco deja la mente de Einstein al nivel de la de un feto. Ni siquiera un superordenador Cray se le acerca. Se trata de computación cuántica de carne y hueso. Es capaz de funcionar de forma lineal, espacial, geométrica, en todas las dimensiones que haga falta. Es el mecanismo analítico perfecto.
—Lo entiendo, señor, pero...
La voz de Bunting ganó en estridencia.
—Se ha comprobado en todos los estudios que hemos realizado. Es la verdad en la que se basa todo lo que hacemos aquí. Y, lo que es más importante, es lo que nuestro contrato de dos mil millones y medio de dólares dice que debemos ofrecer y de lo que dependen todos y cada uno de los componentes de la comunidad de inteligencia. Se lo he dicho al presidente de Estados Unidos y a todos los que le siguen en la cadena de mando. ¿Y me estás diciendo que no es verdad?
Avery se mantuvo en sus trece.
—El universo quizás esté en expansión constante pero todo lo demás tiene límites. —Señaló la sala del otro lado del cristal donde Sharma seguía llorando—. Y quizás eso es lo que tenemos delante en estos momentos: el límite absoluto.
—Si lo que dices es cierto —declaró Bunting con expresión sombría—, entonces estamos más jodidos de lo imaginable. El mundo civilizado está jodido. Se nos va a caer el pelo. Estamos acabados. Los malos se salen con la suya. Vayámonos a casa y esperemos el apocalipsis. Vivan los cabrones de los talibanes y AlQaeda. Juego, set y partido. Han ganado.
—Comprendo su frustración, señor. Pero cerrar los ojos ante lo evidente nunca es un buen plan.
—Entonces consígueme un Seis.
El joven lo miró boquiabierto.
—No existen los Seis.
—¡Tonterías! ¡Eso es lo que pensábamos del Dos al Cinco!
—Pero de todos modos...
—Búscame a un puto Seis. Sin discusiones y sin excusas. Hazlo, Avery.
La nuez se le marcó de forma exagerada.
—Sí, señor.
El hombre de mayor edad intervino.
—¿Qué hacemos con Sharma?
Bunting se volvió para mirar al Analista Fracasado, que lloriqueaba.
—Sigue el proceso de salida, haz que firme todos los documentos de rigor y déjale claro que si dice una sola palabra sobre esto a alguien, será acusado de traición y pasará el resto de su vida en una prisión federal.
Bunting se marchó. El aluvión de imágenes por fin paró y la sala fue quedando a oscuras.
Sohan Sharma fue conducido a la furgoneta que le esperaba, con tres hombres en el interior. En cuanto subió, uno de los hombres le rodeó el cuello con un brazo y otro la cabeza. Zarandeó los gruesos brazos en distintas direcciones y Sharma se desplomó con el cuello roto.
La furgoneta se alejó con el cadáver de un E-Cinco verdadero cuyo cerebro ya no era lo bastante bueno.
NUEVE MESES DESPUÉS
1
El pequeño jet entró en contacto con la pista en Portland, Maine, con cierta violencia. Se elevó en el aire y volvió a golpear aún más fuerte que antes. Hasta el joven piloto debía de estar preguntándose si sería capaz de mantener el jet de veinticinco toneladas en la pista. Como intentaba salir airoso en una tormenta, había realizado el acercamiento siguiendo una trayectoria más empinada y a una velocidad mayor de la que recomendaba el manual de la aerolínea. La cizalladura del viento que recortaba el borde del frente frío había hecho que las alas del jet se balancearan hacia delante y hacia atrás. El copiloto había advertido a los pasajeros que el aterrizaje sería accidentado e incómodo.
No se había equivocado.
Las ruedas traseras del aparato se posaron sobre la pista y se mantuvieron allí al cabo de pocos segundos. Las cuatro docenas de pasajeros se aferraban a los reposabrazos con fuerza y pronunciaban en silencio unas cuantas plegarias e incluso echaban mano de las bolsas para vomitar situadas en el respaldo del asiento que tenían delante. Cuando los frenos de las ruedas y los propulsores inversos entraron en acción y el avión redujo la velocidad de forma considerable, la mayoría de los ocupantes exhaló un suspiro de alivio.
Sin embargo, un hombre se despertó justo cuando el aparato pasaba de la pista de aterrizaje a la de rodaje en dirección a la pequeña terminal. La mujer alta y morena que estaba sentada muy tranquila a su lado miraba despreocupadamente por la ventanilla, como si la aproximación turbulenta y el subsiguiente aterrizaje accidentado no le hubiera afectado para nada.
Cuando hubieron llegado a la puerta y el piloto cerró los turboventiladores dobles de GE, Sean King y Michelle Maxwell se levantaron y cogieron su equipaje de los compartimentos superiores. Mientras recorrían el estrecho pasillo junto con el resto de los pasajeros que abandonaban el avión, una mujer que iba detrás de ellos y estaba muy nerviosa dijo:
—Cielos, menudo aterrizaje más complicado.
Sean la miró, bostezó y se frotó el cuello.
—¿Ah, sí?
La mujer pareció sorprenderse y miró a Michelle.
—¿Está de broma?
—Cuando has viajado en asientos plegables en la panza de un C-17 a altitudes bajas, en plena tormenta y haciendo caídas en vertical de mil pies cada diez segundos, con cuatro vehículos blindados encadenados a tu lado y preguntándote si alguno iba a soltarse y chocar contra el lateral del fuselaje y llevarte con él, este aterrizaje resulta de lo más normalito.
—¿Y por qué hacer tal cosa? —dijo la mujer con ojos como platos.
—Me lo pregunto todos los días —repuso Sean en tono irónico.
Tanto él como Michelle llevaban la ropa, los artículos de tocador y otras pertenencias esenciales en el equipaje de mano. Pero tenían que pasar por la zona de recogida de equipajes para recuperar un maletín herméticamente cerrado de unos cincuenta centímetros de largo y laterales rígidos. Pertenecía a Michelle, que lo cogió de inmediato.
Sean la miró con expresión divertida.
—Eres la reina de la maleta facturada más pequeña de todos los tiempos.
—Hasta que dejen embarcar a personas responsables con armas cargadas en los aviones tendré que hacerlo así. Ve a buscar el coche de alquiler. Enseguida salgo.
—¿Tienes licencia para llevarla aquí?
—Esperemos que no sea necesario averiguarlo.
Sean palideció.
—Estás de broma, ¿no?
—Maine tiene una ley de transporte abierta. Siempre y cuando resulte visible, puedo llevarla sin permiso.
—Pero la pondrás en una pistolera. O sea que estará oculta. De hecho, ahora mismo está oculta.
Ella abrió la cartera y le enseñó una tarjeta.
—Motivo por el que cuento con un permiso de armas ocultas para no residentes válido en el gran estado de Maine.
—¿Cómo te lo has montado? Nos enteramos de este caso hace apenas unos días. Es imposible conseguir un permiso tan rápido. Lo comprobé. Exigen mucho papeleo y el plazo de respuesta es de sesenta días.
—Mi padre es buen amigo del gobernador. Lo llamé y él llamó al gobernador.
—Muy bonito.
Michelle fue al baño de señoras, entró en un compartimento, abrió el maletín cerrado y cargó rápidamente la pistola. Enfundó el arma y salió al parking cubierto adyacente a la terminal donde se encontraban las empresas de alquiler de vehículos. Se reunió allí con Sean y cumplimentaron los impresos para el coche que necesitaban para la siguiente etapa de su viaje. Michelle enseñó también su carné de conducir, puesto que sería quien iría al volante la mayor parte del tiempo. No es que a Sean no le gustara conducir sino que Michelle estaba demasiado obsesionada con el control para permitírselo.
—Café —dijo—. Hay una cafetería en la terminal.
—Ya te has tomado una taza gigantesca durante el vuelo.
—Eso fue hace mucho. Y vamos a tener que conducir un buen rato hasta llegar a nuestro destino. Necesito un chute de cafeína.
—Yo he dormido. Déjame conducir.
Michelle le quitó las llaves de la mano.
—Ni lo sueñes.
—Oye, yo he conducido a la Bestia, ¿recuerdas? —dijo él, refiriéndose a la limusina presidencial.
Michelle echó un vistazo a la etiqueta del coche de alquiler.
—En ese caso el Ford Hybrid que has reservado será un aburrimiento. Probablemente tarde un día en ponerlo a cien por hora. Te ahorraré el dolor y la humillación.
Se agenció otro café solo extragrande. Sean se compró un dónut y se sentó en el asiento del acompañante a comérselo. Se sacudió las manos y echó hacia atrás el asiento al máximo para acomodar sus casi dos metros de estatura. Acabó poniendo los pies encima del salpicadero.
Cuando se dio cuenta, Michelle le hizo un comentario.
—Ahí está el airbag. En caso de accidente tus pies saldrán disparados por la ventanilla y acabará amputándotelos.
Sean la miró con el ceño fruncido.
—Pues entonces procura no tener un accidente.
—No puedo controlar a los demás conductores.
—Bueno, has insistido en conducir, así que haz todo lo posible por salvaguardar mi integridad física.
—De acuerdo, jefe —dijo Michelle en tono irónico y, tras conducir un kilómetro en silencio, añadió—: Parecemos un matrimonio de viejos cascarrabias.
Sean volvió la mirada hacia ella.
—No somos viejos y no estamos casados. A no ser que me haya perdido algo.
Tras vacilar un instante, Michelle dijo:
—¿Olvidas que nos hemos acostado juntos?
Sean se dispuso a responder pero pareció pensárselo dos veces. Lo que intentó decir entonces sonó más como un gruñido.
—Eso hace que cambie la situación —agregó ella.
—¿Por qué?
—Ya no es solo una empresa. Es algo personal. Hemos traspasado una línea.
Él se sentó bien erguido y apartó los pies del peligroso airbag.
—¿Y ahora te arrepientes? Tú fuiste quien dio el primer paso. Te desnudaste delante de mí.
—No he dicho que me arrepienta de nada.
—Ni yo. Pasó porque está claro que los dos queríamos que pasara.
—Vale. ¿Y en qué situación nos deja eso?
Sean se retrepó en el asiento y se puso a mirar por la ventanilla.
—No estoy seguro —dijo.
—Fantástico, justo lo que quería oír.
Él la miró y advirtió la tensa expresión de su rostro.
—El mero hecho de no estar seguro de cómo actuar ante todo esto no reduce ni trivializa lo que sucedió entre nosotros —dijo—. Es complicado.
—Ya, complicado. Con vosotros los hombres siempre pasa lo mismo.
—Vale, pues si para las mujeres es tan sencillo, dime qué deberíamos hacer. —Al ver que ella no respondía, añadió—: ¿Deberíamos ir corriendo a buscar un cura y oficializar lo nuestro?
Michelle lo fulminó con la mirada y el extremo delantero del Ford viró ligeramente.
—¿Hablas en serio? ¿Eso es lo que quieres?
—Estoy dando ideas, puesto que parece que a ti no se te ocurre nada.
—¿Quieres casarte? —¿Y tú?
—Eso cambiaría las cosas.
—Oh, sí, seguro.
—A lo mejor tendríamos que tomárnoslo con más calma.
—A lo mejor.
Ella dio un golpecito en el volante.
—Siento haberme puesto en este plan —dijo.
—Olvídalo. Ahora que ya le hemos conseguido una buena familia a Gabriel, también ha supuesto un gran cambio. Ahora lo mejor es tomárnoslo con calma. Si nos precipitamos, quizá cometamos un grave error.
Gabriel era un muchacho de once años de Alabama cuya custodia habían tenido Sean y Michelle de forma temporal después de que su madre fuera asesinada. En la actualidad vivía con una familia cuyo padre era un agente del FBI que conocían. La pareja estaba tramitando la adopción oficial de Gabriel.
—Vale —repuso ella.
—Y ahora tenemos un trabajo. Centrémonos en eso.
—¿O sea que esas son tus prioridades? ¿El trabajo por delante de la vida privada?
—No necesariamente pero, como bien has dicho, tenemos un largo viaje por delante. Y quiero pensar en el motivo por el que nos dirigimos al único centro federal de máxima seguridad para enfermos mentales criminales del país, para reunirnos con un tipo cuya vida pende claramente de un hilo.
—Vamos allí porque tú y su abogado os conocéis desde hace tiempo.
—Esa parte ya la tengo clara. ¿Has leído mucho sobre Edgar Roy?
Michelle asintió.
—Empleado del gobierno que vivía solo en una zona rural de Virginia. Su vida era bastante normal hasta que la policía descubrió que tenía los restos de seis personas enterrados en el granero. Entonces su vida pasó a ser cualquier cosa menos normal. Las pruebas me parecen abrumadoras.
Sean asintió.
—Encontraron a Roy en el granero, pala en mano, con los pantalones llenos de tierra y con los restos de seis cadáveres enterrados en un agujero al que supuestamente estaba dando los últimos toques.
—Es un poco difícil plantarle cara a eso en un juicio —afirmó Michelle.
—Lástima que Roy no sea político.
—¿Por qué?
Sean sonrió.
—Si fuera político podría revertir la historia y decir que estaba sacándolos del agujero para salvarlos pero que era demasiado tarde porque ya estaban muertos. Y ahora lo enjuician por ser un buen samaritano.
—O sea que lo detuvieron pero no pasó la evaluación de competencia mental y lo mandaron a Cutter's Rock. —Michelle hizo una pausa—. Pero ¿por qué Maine? ¿En Virginia no había centros para él?
—Por algún motivo era un caso federal. Por eso intervino el FBI. Cuando llega la prisión preventiva, los federales son quienes deciden el destino. Algunas prisiones federales de máxima seguridad tienen alas psiquiátricas, pero se decidió que Roy necesitaba algo más que eso. St. Elizabeth en Washington D.C. se trasladó para construir una nueva sede para el Departamento de Seguridad Interior, y su nueva ubicación no se consideró lo bastante segura. Así pues Cutter's Rock era la única opción que quedaba.
—¿Por qué tiene ese nombre tan raro?
—Es rocoso y un «cúter» es un tipo de barco. Al fin y al cabo, Maine es un estado marinero.
—Se me olvidó que te va eso de la náutica. —Encendió la radio y la calefacción y se estremeció—. Cielos, qué frío hace, y eso que todavía no ha llegado el invierno —dijo malhumorada.
—Esto es Maine. Puede hacer frío en cualquier momento del año. Fíjate en la latitud.
—Cuántas cosas aprende una si pasa encerrada un largo periodo de tiempo.
—Ahora sí que parecemos un matrimonio de viejos. —Abrió su conducto de ventilación al máximo, se subió la cremallera del cortavientos y cerró los ojos.
2
Como Michelle pisó el acelerador a fondo como era habitual en ella, el Ford circuló por la Interestatal 95 y dejó atrás las ciudades de Yarmouth y Brunswick y se dirigió a Augusta, la capital del estado. En cuanto pasaron Augusta y fueron en dirección a la siguiente ciudad, Bangor, Michelle empezó a observar la zona. La autopista estaba flanqueada por árboles frondosos de hoja perenne. La luna llena otorgaba al bosque una pátina plateada que a Michelle le recordó el papel de cera encima de las hortalizas de una ensalada. Pasaron junto a una señal que alertaba de la posibilidad de alces en medio de la carretera.
—¡Alces! —exclamó al tiempo que miraba a Sean.
Él no abrió los ojos.
—Es el animal característico del estado de Maine. Mejor que no choques contra uno. Pesan más que este Ford. Y tienen muy mal genio. Te matan a las primeras de cambio.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te has topado con alguno alguna vez?
—No, pero soy un gran fan de Animal Planet.
El viaje continuó una hora más. Michelle no paraba de escudriñar la zona, de izquierda a derecha y viceversa, como un radar humano. Era una costumbre tan arraigada en ella que incluso después de llevar mucho tiempo fuera del Servicio Secreto era incapaz de quitársela. Pero como detective privado quizá fuera mejor que no se la quitara. Mujer prevenida vale por dos. Y ser previsora nunca estaba de más, sobre todo si alguien te intenta matar, lo cual parecía bastante habitual en su caso y en el de Sean.
—Aquí hay algo raro —dijo Michelle.
Sean abrió los ojos.
—¿A qué te refieres? —preguntó, escudriñando él también el entorno.
—Estamos en la Interestatal 95. Discurre desde Florida hasta Maine. Un trecho de asfalto bastante largo. Una importante ruta comercial. La vía principal para los turistas que visitan la Costa Este.
—Sí, ¿y qué?
—Pues que somos el único coche en cualquiera de los dos sentidos y llevamos así por lo menos desde hace media hora. ¿Qué pasa? ¿Ha habido una guerra nuclear y no nos hemos enterado? —Pulsó el botón de búsqueda de emisoras en la radio—. Necesito noticias. Necesito civilización. Necesito saber que no somos los únicos supervivientes.
—¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte? Esta zona es muy aislada. Dentro y fuera de la interestatal. Comprende un territorio muy grande pero poco habitado. La mayoría de la población se concentra cerca de la costa, en Portland, que ya hemos dejado atrás. El resto del estado es muy grande pero la densidad de población es muy baja. Imagínate, Aroostook County es mayor que Rhode Island y Connecticut juntos. De hecho, Maine es tan grande como el resto de los estados de Nueva Inglaterra juntos. Y en cuanto pasemos Bangor y sigamos hacia el norte, estará incluso más deshabitado. La interestatal acaba cerca de la localidad de Houlton. Luego hay que ir por la Ruta I el resto del trayecto en dirección al extremo septentrional de la frontera canadiense.
—¿Qué hay allí arriba?
—Lugares como Presque Isle, Fort Kent y Madawaska.
—¿Y alces?
—Supongo. Menos mal que no vamos allí, está muy lejos.
—¿No podíamos haber ido en avión hasta Bangor? Hay aeropuerto, ¿no? ¿O a Augusta?
—No hay vuelos directos. La mayoría de los vuelos disponibles hacía dos o tres escalas. Uno nos llevaba hasta Orlando, en el sur, antes de dirigirse al norte. Podríamos haber cogido el avión hasta Baltimore, pero tendríamos que haber cambiado de avión en LaGuardia, lo cual siempre es arriesgado. Y de todos modos tendríamos que haber conducido a Baltimore y la 95 puede llegar a ser una pesadilla. Así es más rápido y seguro.
—Eres una mina de información. ¿Has estado muchas veces en Maine?
—Uno de los ex presidentes que protegí tenía una residencia de verano aquí arriba.
—¿La de Bush padre en Walker's Point?
—Eso mismo.
—Pero eso está en la costa sur de Maine. Kennebunkport. Lo sobrevolamos al aproximarnos a Portland.
—Es una zona muy bonita. Seguíamos a Bush en el barco de caza. Nunca lográbamos darle alcance. Qué valor el suyo. Tiene más de ochocientos C.V. distribuidos en tres fuera borda Mercury en un barco de diez metros de eslora llamado Fidelity III. Al hombre le gustaba ir a toda velocidad por el Atlántico con el mar embravecido. Yo iba en una Zodiac de caza intentando seguirle el ritmo. Es la única vez que he vomitado estando de servicio.
—Pero esa zona no es tan aislada como esta —apuntó Michelle.
—No, ahí abajo hay mucha más humanidad. —Consultó la hora—. Y es tarde. La mayoría de la gente de esta zona se levanta al amanecer para ir a trabajar. O sea que probablemente ya estén en la cama. —Bostezó—. Donde me gustaría estar a mí.
Michelle comprobó el GPS.
—Cerca de Bangor saldremos de la interestatal e iremos hacia el este en dirección a la costa.
Sean asintió.
—Entre los pueblos de Machias e Eastport. Junto al mar. Hay muchas carreteras secundarias. No es fácil llegar a ellas, lo cual tiene su lógica puesto que no es fácil orientarse si un maniaco homicida consigue escapar.
—¿Alguien ha escapado alguna vez de Cutter's Rock?
—No, que yo sepa. Y si lo consiguieran tendrían dos opciones: naturaleza en estado salvaje o las aguas gélidas del golfo de Maine. Ninguna de las dos posibilidades resulta apetitosa. Y los habitantes de Maine son gente dura. Probablemente, ni siquiera los maniacos homicidas quieran contrariarles.
—Entonces ¿esta noche vamos a ver a Bergin?
—Sí. En el hostal donde nos alojamos. —Sean consultó su reloj—. Dentro de dos horas y media aproximadamente. Y mañana a las diez vemos a Roy.
—¿De qué dijiste que conocías a Bergin?
—Lo tuve de profesor de Derecho en la Universidad de Virginia. Un gran tipo. Ejerció en el ámbito privado antes de dedicarse a la docencia. Unos años después de que me licenciara, volvió a abrir un bufete. Abogado defensor, claro. Tiene el bufete en Charlottesville.
—¿ Cómo ha acabado representando a un psicópata como Edgar Roy?
—Está especializado en casos perdidos, supongo. Pero es un abogado de primera clase. No sé qué relación tiene con Roy. Supongo que eso también nos lo contará.
—Y nunca has llegado a darme detalles de por qué Bergin nos ha contratado.
—No di detalles porque no lo tengo muy claro. Me llamó, dijo que estaba haciendo avances en el caso de Roy y que necesitaba que gente de confianza realizara ciertas investigaciones para llevar el caso a juicio.
—¿Qué tipo de avance? Que yo sepa, están esperando que recupere la cordura para condenarlo y ejecutarlo.
—No pretendo comprender cuál es la teoría de Bergin. No quiso hablar de ello por teléfono.
Michelle se encogió de hombros.
—Supongo que falta poco para que nos enteremos.
Salieron de la interestatal y Michelle dirigió el Ford hacia el este por unas carreteras en mal estado y azotadas por el viento. A medida que se aproximaban al océano, un olor salobre invadía el coche.
—Huele a pescado, mi preferido —dijo ella con sarcasmo.
—Pues ve acostumbrándote; es el olor típico de la zona.
Calculó que estaban a media hora de su destino por una carretera especialmente solitaria cuando los faros de otro vehículo rasgaron la oscuridad plateada de la noche. Pero resultó que no estaba en la carretera, sino en el arcén. Michelle redujo la velocidad de inmediato mientras Sean bajaba la ventanilla para averiguar de qué se trataba.
—Luces de emergencia —dijo—. Será una avería.
—¿Deberíamos parar?
—Supongo —contestó Sean tras reflexionar un instante—. Aquí quizá ni siquiera haya cobertura para el móvil. —Sacó la cabeza por la ventanilla—. Es un Buick. Dudo que alguien use un Buick para atraer a conductores desprevenidos y tenderles una trampa.
Michelle se palpó la pistolera.
—No creo que pueda considerársenos conductores desprevenidos —dijo. Redujo la velocidad del Ford y se detuvo detrás del otro coche. Las luces de emergencia parpadeaban de forma intermitente sin parar. En la inmensidad de la zona costera de Maine, parecía un pequeño incendio que iba a trompicones—. Hay alguien en el asiento del conductor —observó, y paró el motor—. Es la única persona que veo.
—Entonces quizá le inquiete nuestra presencia. Saldré a tranquilizar a quien sea.
—Yo te cubro las espaldas por si hay alguien escondido dentro del coche y no tienen ganas de que los ayudemos.
Sean se apeó y se acercó al coche lentamente por el lado del acompañante. Sus pasos hicieron rechinar la gravilla suelta del arcén. Su aliento formaba nubes de vaho. Oyó el grito de un animal procedente de algún lugar entre los árboles y se preguntó por un instante si se trataría de un alce, pero no le apetecía averiguarlo personalmente.
—¿Necesita ayuda? —dijo en voz alta.
Las luces de emergencia seguían parpadeando. No hubo respuesta.
Bajó la mirada al móvil que sujetaba en la mano. Él sí tenía cobertura.
—¿Ha tenido una avería? ¿Quiere que llamemos a la grúa?
Nada. Llegó al coche y dio un toque en la ventanilla.
—¿Hola? ¿Está bien? —Vio la silueta del conductor a través de la ventanilla. Era un hombre—. Señor, ¿está bien?
El tipo siguió sin moverse.
Lo siguiente que se le ocurrió a Sean fue que se trataba de una emergencia médica. Tal vez un ataque al corazón. Una neblina marina velaba la luz de la luna. El interior del coche estaba tan oscuro que resultaba imposible distinguir los detalles. Oyó que se abría la puerta de un coche y se volvió. Michelle estaba bajando de su vehículo con la mano en la culata del arma. Le dirigió una mirada interrogativa.
—Creo que el hombre ha sufrido alguna clase de ataque —dijo Sean.
Michelle asintió y avanzó sobre el asfalto.
Sean rodeó el vehículo y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. Debido a la oscuridad, no veía más que una silueta. Las luces de emergencia proyectaban un momentáneo resplandor rojizo en el habitáculo y volvían a oscurecerse, como si el motor se calentara en un momento dado y se enfriara a continuación. Pero a Sean no le sirvió de gran ayuda ver el interior del coche. No hizo más que complicar aún más las cosas. Volvió a dar un golpecito en la ventanilla.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Intentó abrir la puerta. El seguro no estaba puesto y se abrió. El hombre se cayó de lado, sujeto al coche por el cinturón de seguridad. Sean sujetó al hombre por el hombro y lo enderezó mientras Michelle acudía corriendo.
—¿Un infarto? —preguntó ella.
Sean miró la cara del hombre.
—No —repuso con firmeza.
—¿Cómo lo sabes?
Utilizó la luz del móvil para iluminar la herida de bala que el hombre tenía entre las pupilas. En el interior del coche había sangre y materia gris del cerebro por todas partes.
Michelle se acercó más.
—Herida de contacto. Se nota la boca de la pistola y la marca de la mira en la piel. Me parece que no ha sido un alce.
Sean no dijo nada.
—Mira a ver si lleva un documento de identidad en la cartera. —No hace falta. —¿Por qué no? —preguntó ella. —Porque lo conozco —repuso Sean. —¿Cómo? ¿Quién es?
—Ted Bergin. Mi viejo profesor y el abogado de Edgar Roy.
3
La policía local fue la primera en aparecer. Un único ayudante del sheriff de Washington County con un V8 de fabricación americana abollado pero en buen uso con un despliegue de antenas de comunicación clavadas en el maletero. Salió del coche patrulla con una mano en el arma de servicio y la mirada clavada en Sean y Michelle. Se les acercó con cautela. Le explicaron lo ocurrido y el agente inspeccionó el cadáver, masculló «maldita sea» y pidió refuerzos rápidamente.
Al cabo de un cuarto de hora dos coches patrulla de la policía estatal de Maine del Grupo de Campo J frenaron en seco detrás de ellos. Los agentes, jóvenes, altos y esbeltos, salieron de los vehículos color azul verdoso; sus uniformes azules almidonados parecían brillar como hielo teñido incluso con aquella luz tenue y neblinosa. Se acordonó la escena del crimen y se estableció un perímetro de seguridad. Los agentes entrevistaron a Sean y a Michelle. Uno de ellos fue introduciendo las respuestas en el portátil que sacó del coche patrulla.
Cuando Sean les contó quiénes eran y el porqué de su presencia allí y, lo que es más importante, quién era Ted Bergin y que representaba a Edgar Roy, uno de los policías estatales se alejó y utilizó el micro de mano para, supuestamente, pedir más refuerzos. Mientras esperaban la llegada de estos, Sean preguntó:
—¿Estáis al corriente del caso de Edgar Roy?
—Aquí todo el mundo sabe quién es Edgar Roy —repuso uno de ellos.
—¿Cómo es eso? —preguntó Michelle.
—El FBI llegará lo antes posible —informó otro agente.
—¿El FBI? —se extrañó Sean.
El agente asintió.
—Roy es un prisionero federal. Recibimos instrucciones claras de Washington. Tenemos que llamarles si pasa algo relacionado con él. Es lo que acabo de hacer. Bueno, se lo he dicho al teniente y él va a llamarles.
—¿Dónde está la oficina de campo del FBI más cercana? —preguntó Michelle.
—En Boston.
—¡Boston! Pero si estamos en Maine.
—El FBI no dispone de una oficina permanente en Maine. Todo se gestiona a través de Boston, Massachusetts.
—Boston está lejos. ¿Tenemos que quedarnos hasta que lleguen? Los dos estamos muy cansados.
—Nuestro teniente está en camino. Podéis hablar con él sobre el tema.
El teniente llegó al cabo de veinte minutos y no se mostró muy comprensivo.
—Quedaos ahí sentados —dijo antes de alejarse de ellos para hablar con sus hombres e inspeccionar la escena del crimen.
El Equipo de Análisis de Evidencias apareció al cabo de un par de minutos, preparado para tomar muestras y etiquetarlas. Sean y Michelle se sentaron en el capó del Ford a observar la operación. Bergin fue declarado oficialmente muerto por quien Sean supuso que estaba al mando de la investigación o un médico forense, no recordaba qué sistema se utilizaba en Maine. Por los retazos de conversación que oyeron entre los técnicos y los agentes, llegaron a la conclusión de que la bala seguía alojada en el cráneo del fallecido.
—No hay orificio de salida, probablemente fuera un disparo de contacto, con una bala de pequeño calibre —apuntó Michelle.
—Pero mortal de todos modos —repuso Sean.
—Las heridas de contacto en la cabeza suelen serlo. El cráneo se resquebraja, el tejido cerebral blando queda pulverizado por la onda de energía cinética, se produce una hemorragia masiva seguida del bloqueo de los órganos. Todo ocurre en cuestión de segundos. Muerto.
—Conozco el proceso, gracias —repuso con sequedad.
Mientras estaban ahí sentados vieron que de vez en cuando los miembros del cuerpo de policía de Maine les lanzaban miradas.
—¿Somos sospechosos? —preguntó Michelle.
—Todo el mundo es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario.
Al cabo de un rato el teniente volvió a acercarse a ellos.
—El coronel está en camino.
—¿Y quién es el coronel? —preguntó Michelle educadamente.
—El jefe de la policía estatal de Maine, señora.
—Vale, pero ya hemos prestado declaración —dijo Michelle.
—¿O sea que ustedes dos conocían al fallecido?
—Yo le conocía —respondió Sean.
—¿Y le seguían hasta aquí?
—No le estábamos siguiendo. Ya se lo he explicado a sus agentes. Íbamos a reunirnos con él aquí.
—Le agradecería que me explicara la situación, señor.
«Vale, somos sospechosos», pensó Sean.
Le relató las etapas del viaje.
—¿Me están diciendo que no sabían que estaba aquí pero que resulta que fueron los primeros en presentarse en el lugar?
—Eso es —afirmó Sean.
El hombre se echó hacia atrás el sombrero de ala ancha.
—La verdad es que no me gustan las casualidades.
—A mí tampoco —dijo Sean—. Pero a veces se producen. Y por aquí no hay ni muchas casas ni mucha gente. se dirigía al mismo sitio que nosotros, por la misma carretera. Y es tarde. Si alguien tenía probabilidades de encontrarle, éramos nosotros.
—O sea que tampoco es tanta casualidad —añadió Michelle.
El hombre no parecía estar escuchando. Se había fijado en el abultamiento de debajo de la chaqueta de Michelle. Se llevó la mano al arma y emitió un silbido en un tono bajo, que hizo que al instante cinco de sus hombres se situaran junto a él.
—Señora, ¿lleva un arma? —preguntó.
Los demás agentes se pusieron tensos. Sean notó en las miradas asustadas de los primeros dos agentes que habían llegado a la escena que recibirían una buena bronca por no haberse percatado de un hecho tan obvio.
—Sí —respondió ella.
—¿Por qué no lo saben mis hombres?
Dedicó una larga mirada a los dos agentes, que se habían puesto blancos como la nieve.
—No han preguntado —repuso Michelle.
El teniente sacó la pistola. Al cabo de un momento Sean y Michelle estaban en el punto de mira de un total de seis pistolas. Todo eran disparos a matar.
—Un momento —dijo Sean—. Tiene permiso. Y no ha disparado el arma.
—Pongan las manos encima de la cabeza, con los dedos entrecruzados. Inmediatamente.
Obedecieron.
A Michelle le quitaron la pistola y se la examinaron y a ambos los cachearon por si llevaban más armas.
—Plena carga, señor —informó uno de los agentes al teniente—. No ha disparado recientemente.
—Sí, bueno, tampoco sabemos cuánto tiempo lleva muerto el hombre. Y no es más que una bala. Basta con recargarla. Muy fácil.
—Yo no le he disparado —aseveró Michelle con firmeza.
—Y si lo hubiéramos hecho, ¿cree que nos habríamos quedado aquí y habríamos llamado a la policía? —añadió Sean.
—No soy quién para decidirlo —replicó el teniente, que pasó la pistola de Michelle a uno de sus hombres—. Ponla en una bolsa y etiquétala.
—Tengo permiso para llevarla —dijo Michelle.
—Enséñemelo. —Michelle se lo tendió y él lo recorrió rápidamente con la mirada antes de devolvérselo—. El permiso o la falta de él no importan si utilizó el arma para disparar a este hombre.
—El difunto tiene un orificio de entrada de pequeño calibre sin herida de salida —explicó Michelle—. Un disparo desde una distancia intermedia habría dejado restos de pólvora en la piel. Aquí es obvio que la pólvora entró en la trayectoria de la herida. Tenía la boca del arma marcada en la piel. Yo diría que es un arma de calibre 22 o quizá 32. Esta última deja una huella de ocho milímetros. Mi arma habría dejado un agujero casi el doble de grande que ese. De hecho, si le hubiera disparado a bocajarro, la bala le habría atravesado el cerebro y el reposacabezas y probablemente habría roto la ventana trasera y continuado más de un kilómetro más allá.
—Conozco las posibilidades del arma, señora —repuso—. Es una H&K de calibre 45, es la que utilizamos en la policía estatal.
—En realidad la mía es una versión mejorada de una de las que sus hombres han usado para apuntarnos.
—¿Mejorada? ¿Cómo?
—Su arma es un modelo antiguo y más básico. Mi H&K es ergonómica y tiene un cargador de diez balas en comparación con el suyo, que es de doce debido al cambio de diseño. Tiene una empuñadura y parte posterior texturizada, con los surcos de los dedos, para que encaje mejor en la mano, lo cual se traduce en un mejor control y manejo del retroceso. Luego tiene un pasador ampliado para ambidiestros, un riel universal Picatinny en vez del riel USP típico de las H&K para accesorios que tienen ustedes. Además dispone de un cañón poligonal con junta tórica. Es capaz de derribar a cualquier bicho viviente, todo en un modelo compacto que pesa poco más de medio kilo. Y lo fabrican al otro lado de la frontera, en New Hampshire.
—Señora, ¿sabe usted mucho de armas?
—Es una gran aficionada —repuso Sean, al ver la mirada de ira creciente en los ojos de su socia ante el tono condescendiente del policía.
—¿Por qué lo dice? —preguntó ella—. ¿Acaso las mujeres no deberíamos saber de armas?
El teniente sonrió de repente, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo rubio.
—Pues la verdad es que en esta zona de Maine prácticamente todo el mundo sabe usar un arma. De hecho, mi hermana pequeña siempre ha sido mejor tiradora que yo.
—Pues ya ve —dijo Michelle, cuya ira se fue aplacando gracias a la sinceridad del agente—. Y ya puede buscarme residuos de pólvora en las manos. No encontrará nada.
—Podría haber llevado guantes —señaló él.
—Podría haber hecho muchas cosas. ¿Quiere hacer la prueba de la pólvora o no?
El teniente hizo una señal a uno de los técnicos, que realizó la prueba tanto a Michelle como a Sean e hizo el análisis ahí mismo.
—Limpios —dijo.
—Vaya, ¿qué le parece?
—¿Ustedes dos dicen ser investigadores privados? —preguntó el teniente.
Sean asintió.
—Bergin nos contrató para ayudar en el caso de Edgar Roy.
—¿Ayudar a qué? No hay duda de su culpabilidad.
—Igual que dijo antes, nosotros no somos quiénes para decidirlo —repuso Sean.
—¿Tienen permiso para ejercer en Maine?
—Hemos hecho el papeleo y pagado la cuota —dijo Sean—. Estamos esperando la respuesta.
—¿Eso es un «no»? ¿No tienen permiso?
—Bueno, todavía no hemos realizado ninguna labor de investigación. Nos acabábamos de enterar del encargo. Hicimos los trámites lo más rápido posible. Las jurisdicciones en las que tenemos permiso tienen convenios con Maine. Es una mera formalidad. Conseguiremos la autorización.
—Las personas que quieren ejercer de investigadores privados necesitan unos antecedentes especiales. ¿Cuál es el suyo? ¿El ejército? ¿Los cuerpos de seguridad?
—El Servicio Secreto de Estados Unidos —informó Sean.
El teniente miró a Sean y luego a Michelle con un nivel de respeto renovado. Sus hombres hicieron lo mismo.
—¿Los dos?
Sean asintió.
—¿Alguna vez han protegido al presidente?
—Sean sí —declaró Michelle—. Yo nunca llegué a estar en la Casa Blanca antes de dejar el Servicio.
—¿Por qué lo dejó?
Sean y Michelle intercambiaron una rápida mirada.
—Se hartó —dijo Sean—. Quería hacer algo distinto.
—Lo entiendo.
Al cabo de tres cuartos de hora llegó otro coche. El teniente le echó un vistazo.
—Es el coronel Mayhew. Debe de haber pisado a fondo el acelerador porque creo que esta noche estaba cerca de Skowhegan.
Se apresuró a ir a saludar a su comandante en jefe. El coronel era alto y ancho de espaldas. Aunque rondaba los cincuenta y cinco años, se conservaba bien. Tenía una mirada tranquila pero alerta y unos modales enérgicos y eficientes. Sean pensó que parecía un póster inspirado en Hollywood para reclutar policías.
Fue puesto al corriente de la situación, echó un vistazo al cadáver y se les acercó. Después de las presentaciones, Mayhew preguntó:
—¿Cuándo tuvieron contacto con el señor Bergin por última vez?
—Hoy hace unas horas, a eso de las cinco y media de la tarde. Un poco antes de que subiéramos al avión.
—¿Qué dijo?
—Que se reuniría con nosotros en el hostal donde nos alojamos.
—¿Y dónde es?
—Martha's Inn cerca de Machias.
El coronel asintió con expresión satisfecha.
—Es cómodo y se come bien.
—Está bien saberlo —dijo Michelle.
—¿Algo más de Bergin? ¿Mensajes de correo electrónico? ¿SMS?
—Nada. Lo he comprobado antes de subir al avión. Y después de aterrizar. Le llamé a eso de las nueve de la noche pero no respondió. Me salió el contestador automático y le dejé un mensaje. ¿Se sabe cuánto tiempo lleva muerto?
El coronel no respondió a la pregunta.
—¿Han visto algún otro coche?
—Ni uno aparte del de Bergin —dijo Sean—. Es un tramo de carretera muy solitario. Y no vimos ningún indicio de otro coche que hubiera parado junto al de él, aunque probablemente no habría dejado rastro a no ser que perdiera algo de líquido.
—¿O sea que no tienen ni idea de adónde iba esta noche?
—Bueno, supongo que iba a reunirse con nosotros en Martha's Inn.
—¿Saben dónde se alojaba Bergin? ¿En Martha's?
—No, según parece no quedaban habitaciones libres. —Sean hurgó en los bolsillos y sacó el bloc de notas. Pasó algunas páginas—. Gray's Lodge. Ahí es donde se alojaba.
—Ya, también lo conozco. Está más cerca de Eastport. No está tan bien como Martha's Inn.
—Supongo que viaja mucho —comentó Michelle.
—Pues sí —repuso el coronel, impasible. Lanzó una mirada al coche—. Lo que pasa es que si Bergin hubiera venido desde Eastport, el coche habría estado en la dirección contraria. Ustedes venían del suroeste. Eastport está al norte y al este. Y nunca habría llegado hasta aquí. El desvío para Martha's Inn está ocho kilómetros más allá.
Sean miró hacia el vehículo y luego al coronel.
—No sé qué decirle. Así es como le encontramos. El coche apuntaba en la misma dirección que nosotros.
—Complicado —dijo el agente de la ley.
Sean desvió la mirada cuando un Escalade negro frenó derrapando y cuatro personas con los cortavientos del FBI saltaron literalmente del vehículo. La fauna de Boston acababa de llegar.
«Y esto está a punto de complicarse mucho más», pensó.
4
El agente al mando se llamaba Brandon Murdock. Tenía una altura similar a la de Michelle, unos cinco centímetros por debajo del 1,80 y delgado como un alambre, pero estrechaba la mano con una fuerza asombrosa. Tenía una buena mata de pelo pero lo llevaba cortado según los criterios del FBI. Las cejas eran del tamaño de una oruga. Tenía la voz profunda y unos gestos concisos, eficaces. El teniente fue el primero en ponerle al corriente de la situación. Luego pasó unos minutos hablando en privado con el coronel Mayhew, que era el representante policial de Maine de mayor rango en el lugar. Examinó el cadáver y el coche. Hecho esto se acercó a Sean y a Michelle.
—Sean King y Michelle Maxwell —dijo.
El tono que empleó sorprendió a Michelle.
—¿Ha oído hablar de nosotros?
—Los chismorreos de D.C. viajan hasta el norte.
—¿Ah sí?
—El agente especial Chuck Waters y yo fuimos a la Academia juntos, seguimos en contacto.
—Es un buen tipo.
—Cierto. —Murdock lanzó una mirada al coche. Se acabó la cháchara—. ¿Qué me contáis?
—Hombre muerto. Una única herida de bala en el cabeza. Estaba aquí para representar a Edgar Roy. A lo mejor a alguien no le pareció bien.
Murdock asintió.
—O puede haber sido una casualidad.
—¿Le falta dinero o algún objeto de valor? —preguntó Michelle.
—No que nosotros sepamos. La cartera, el reloj y el teléfono, intactos —respondió el teniente.
—Entonces no creo que sea una casualidad.
—Y quizá conociera a su agresor —dijo Sean.
—¿Por qué lo piensas? &