1.ª edición: enero, 2017
© 2017 by Concha Álvarez
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-616-3
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A mis padres y a mi hermano
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Epílogo
Agradecimientos
Nota de autor
Promoción
Capítulo 1
Londres, octubre de 1856
Vera tenía la esperanza de que tantos escalones disuadieran a su tío de visitarla, por eso había escogido una habitación en la última planta de la casa. Nada podía hacer frente a su legítimo tutor hasta que cumpliera la mayoría de edad. Retuvo las lágrimas en el momento en que Abel Henwick, el hermano de su padre, entró en el dormitorio. Esa noche, tenía los ojos enrojecidos, el cuerpo tembloroso y la ropa manchada de sudor por fumar opio. Cada vez necesitaba mayor cantidad para aliviar el dolor de la abstinencia y, también, mucho más dinero. Ella apenas contaba con una pequeña asignación por ser hija de un capitán de la armada, dicha renta era entregada a su tío todos los meses. Además, la herencia de sus padres hacía tiempo que se había gastado en The Goulden House. Todo Londres sabía que se trataba de un fumadero donde los caballeros, y algunos que no lo eran tanto, acudían a olvidar sus pecados pasados y a mejorar los presentes.
Abel Henwick alzó el rostro y clavó la mirada en los ojos verdes de Vera. La altura de la chica le desagradaba. No era propio de una mujer ser tan alta, pero a su favor la naturaleza la había dotado de una piel suave y blanca como la mejor porcelana inglesa. Su busto atraía la atención de los hombres y él no era inmune a ese pecaminoso deseo. Abel reprimía la lascivia hacia su sobrina castigándola. Golpeó las botas con la fusta. El cuero emitió un sonido silbante como el heraldo portador de malas noticias.
—Vera, arrodíllate. Rezaremos por tus pecados.
La joven obedeció sin pronunciar una palabra de oposición. Odiaba cómo su tío utilizaba la religión para ocultar su lujuria. Había intentado escapar de él en dos ocasiones, ambas habían terminado para ella de una manera muy lamentable. Abel se acercó a la muchacha y le rompió el camisón por la espalda.
—Por favor… —suplicó antes de que el primer golpe le arrancara un grito de dolor.
—Reza, ruega a Dios que te perdone por tentarme con tu… —dudó con los ojos cargados de deseo— voluptuosidad. —Un segundo golpe provocó las lágrimas que había retenido—. Reza por ti y cuando lo hayas hecho —dijo, y tiró de su pelo—, rezarás por mí.
Vera asintió, aterrorizada, al saber qué ocurriría después. El dolor era tan brutal que temió desmayarse. Muy pronto, su tío no se contentaría solo con golpearla; esta vez se detuvo al quinto latigazo. Abel se tumbó en la cama y esperó en silencio.
Vera aún recordaba aquel terrible día en que había llegado a esa casa. Imaginaba que encontraría un hogar, pero tras la primera paliza, comprendió que el destino le tenía preparado el peor de los infiernos. Cada noche, imploraba a Dios que la llevara junto a sus padres y le concediera la gracia de no despertar al día siguiente. Sin embargo, Dios no la escuchaba, nunca lo hacía.
Vera, sin levantar la vista del suelo, se postró ante él. Se soltó la melena castaña y el cabello, como una manta cálida y sedosa, cubrió su espalda. Abel posó la mano sobre su cabeza y susurró una oración. Vera evitó mirarle y se concentró en la tarea de desvestirlo. Despacio, la muchacha recorrió el cuerpo de su tío con los cabellos. Había sentido muchas veces deseo de cortárselo, pero le aterraba la reacción de Abel. En su lugar lo lavaría una, diez, cien veces; tantas como fuera necesarias para borrar cualquier odioso rastro de ese momento. En ese instante, Abel se dormía y ella se retiraba a la biblioteca donde estar a solas.
Los sirvientes, una cocinera que a veces ocupaba el puesto de doncella y un criado malicioso llamado Williams, no se inmiscuían en los asuntos de los señores de la casa. Pese a ello, Vera veía en el rostro del criado la satisfacción de conocer qué ocurría cuando el amo regresaba del fumadero. En esta ocasión, Abel no dormía.
—Mañana —le anunció con voz pastosa y sin moverse de la cama—, recibirás la visita del señor Lewis —dijo casi en un murmullo—, quiero que te comportes con amabilidad.
El señor Lewis era uno de los acreedores de Abel Henwick y la inquietó dicha petición.
—¿Por qué viene mañana? —se atrevió a preguntar, arrodillada a sus pies.
Abel se incorporó con dificultad, pero todavía tenía fuerzas para contarle cuáles eran sus intenciones.
—Porque tú pagarás mis deudas.
Negó con la cabeza la evidencia y como respuesta, Abel la abofeteó.
Vera se horrorizó al imaginarse casada con alguno de sus conocidos, la mayoría de sus amistades ya no eran respetables. No quería un esposo, sino escapar de esa casa y de su tío.
Al día siguiente, Vera se peinó el cabello en un recogido que endurecía sus facciones. También escogió un vestido gris que hasta la reina Victoria consideraría recatado. El señor Lewis la visitaría a las cinco en punto. Todo se había dispuesto para recibirle.
Bety dejó el servicio del té, cuyos platos y tazas estaban desportillados, en una destartalada bandeja sobre una mesa aún más destartalada. Vera contempló la sala a la que cada vez le faltaba más mobiliario. La casa que con tanto cuidado había decorado su madre, ahora, se mostraba ajada y desolada. La pared tenía dos manchas oscuras donde antes había colgados dos cuadros de cierto valor, Abel los había vendido. Faltaban los candelabros de plata, la caja de lapislázuli y dos sillones estilo Tudor. La atmósfera decadente de la habitación le aprisionó el pecho. No pudo evitar retorcerse las manos cuando su tío entró en el cuarto.
—Espero que no me decepciones y el señor Lewis se marche contento del recibimiento ofrecido en esta casa —dijo Abel, cuyas palabras sonaron a una advertencia mucho más peligrosa.
Vera guardó silencio sin levantar la vista del regazo. Su interior bullía como el agua en una tetera, pero no se opondría a lo que hubiera decidido su tío. No tenía adónde ir, ni ningún familiar a quien recurrir y, además, tan poco dinero que dudaba fuera suficiente para abandonar Londres.
—Sí —contestó con un hilo de voz, mientras su mente no dejaba de pensar cómo huir de esa terrible situación.
—Eres una joven tan diferente al resto. Demasiado orgullosa para que alguien pida tu mano; tampoco ayuda tu tamaño —le aseguró con desprecio—. El señor Lewis es tu oportunidad, en vez de mostrarte tan disgustada, deberías darme las gracias. Solo un imbécil como él, incapaz de distinguir a una verdadera belleza, se fijaría en alguien con una fealdad tan evidente como la tuya —dijo con voz firme, y se paseó con pasos largos y decididos por la habitación—. Dios en su infinita bondad me ha concedido la gracia de que otra mano se encargue de tu educación.
—Sí —dijo, acostumbrada a los insultos, pero una voz en su interior le pedía escapar.
Nunca se había considerado una mujer bella, su estatura desconcertaba a la mayoría de los hombres. Además, solo tenía un par de vestidos anticuados y el corsé se la había quedado pequeño hacía cinco años, pero su tío no estimaba necesario renovar su vestuario.
La entrada de Williams anunciando la llegada del señor Lewis la encogió en el asiento. Deudor y acreedor se saludaron con entusiasmo. Los dos se favorecían de una transacción en la que ella no tenía nada que decir. Después, Abel se dirigió a su sobrina.
—Señor Lewis, le presento a mi sobrina, la señorita Vera Henwick.
El señor Lewis era un anciano encorvado, de aspecto enfermizo que sonreía mostrando una hilera de dientes amarillos. Llevaba un traje de terciopelo azul, tan llamativo que, de haber sido otras las circunstancias, habría hecho reír a la joven. Se apoyaba en un bastón y tenía enrojecida la piel de debajo de los ojos, síntoma de padecer gota.
—Encantada de conocerle, señor Lewis —contestó, y aguantó las ganas de marcharse.
—Señorita, supongo que Abel le ha hecho partícipe de mis intenciones. —Él tomó una de sus manos.
Los ojos de Vera se agrandaron ante la sorpresa de escuchar unas palabras tan directas. Se tapó la nariz de forma disimulada al oler el ron que a esas horas el señor Lewis ya había bebido. Se mordió el labio y respiró una vez antes de responder a un hombre impaciente por zanjar el asunto y obtener su consentimiento.
En cambio, el silencio de la muchacha despertó en el señor Lewis una excitación que le animó a cogerle la otra mano. El acreedor a duras penas podía resistir las ganas de abalanzarse sobre la sobrina de Abel. Imaginar cómo sería dominar a una mujer de su constitución a fuerza de golpes, lo excitó. Según Henwick esa era la única manera de aplacar los impulsos pecadores de la chica.
—Creo que estarán mejor a solas —dijo Abel con los dedos encajados en la solapa de su mejor chaqueta.
—Sería lo mejor —insistió el acreedor sin soltar las manos de la muchacha.
Vera escuchó la aceptación de su tío y apenas pudo contener el temblor de las manos, hasta él conocía las normas de la decencia. Bajo ningún concepto una joven podía quedarse a solas con un caballero, aunque este fuera su futuro esposo.
Cuando la puerta se cerró, Lewis no se reprimió y se lanzó sobre ella. Al principio, incapaz de entender qué sucedía, no reaccionó con suficiente rapidez. Cuando vio cómo la lengua de ese hombre buscaba su boca, lo empujó con fuerza y el acreedor cayó al suelo. Lewis se incorporó de inmediato con una incuestionable expresión de rencor grabado en el rostro.
Vera contaba los días que le faltaban para cumplir la mayoría de edad. Ese día abandonaría a su tío y cobraría la pequeña asignación de su padre, hasta entonces, debía aguantar estas situaciones tan denigrantes. Temió la venganza de Abel al enterarse de la forma en que había tratado a Lewis, pero la situación había llegado demasiado lejos. Había despertado de una pesadilla y tenía que alejarse de su tío cuanto antes.
—Señor Lewis, no deseo casarme con usted…
—Parece que he de explicarle con claridad los términos de esta transacción que he pactado con Henwick —no la dejó continuar, mientras se pasaba las manos por la cabeza calva. Vera se apartó todo lo que pudo de él—. Señorita Henwick, yo ya estoy casado.
—Entonces…
El acreedor apreció la confusión en sus ojos y habló con más amabilidad.
—Su tío me debe una enorme suma de dinero —dijo, y dio unos pasos hacia ella—. Ambos sabemos que no puede pagarme. Lo único de valor que yo aceptaría para no enviarle a la cárcel y a usted a las calles de Londres es…
—¡Basta! —gritó. La furia se apoderó de ella, jamás se sometería a un chantaje tan vil como ese—. Me acostaría con una rata antes que con usted. —Vera alzó el mentón desafiante.
—¡Cómo se atreve! —le recriminó, ofendido—. Henwick me aseguró que usted estaba de acuerdo.
El acreedor parecía desconcertado por la actitud de la joven.
—Mi tío es un ser mezquino y un fumador de opio capaz de vender al mismo Dios por un poco más de droga. Le pido que si tiene una pizca de decencia olvide todo esto.
—Mi querida muchacha, hace muchos años que la decencia no es un término de mi vocabulario —dijo y, su voz sonó más relajada. Se acercó unos pasos con la intención de convencerla—. Conmigo, usted tendría todo lo que una joven pueda desear, a cambio, sacrificará muy poco.
—¿Qué le prometió mi tío? —preguntó con rabia.
—Que consentiría con placer el castigo divino que Dios, en su disposición, decida darle a través de mi mano —dijo, y la tomó de la cintura con la intención de besarla.
Vera apretó los puños y, sin controlar lo que hacía ni pensar en las consecuencias, lanzó un puñetazo al rostro de Lewis. Su padre le había enseñado un par de trucos para defenderse, además, su altura le dio la ventaja necesaria para deshacerse de él. En una ocasión, había pegado a su tío y prefería no recordar qué había ocurrido más tarde.
El acreedor, entre sorprendido y ultrajado, sacó un pañuelo de la chaqueta y se lo puso en la nariz ensangrentada.
—¡Lamentará lo que ha hecho! —gritó con el rostro rojo congestionado por la cólera—. Le aseguro que muy pronto me suplicará yacer en mi cama y, le prometo que recibirá una grata recompensa por lo de hoy. —Escupió en el suelo y se marchó bufando maldiciones.
Vera temblaba de los pies a la cabeza cuando Williams y su tío atravesaron la puerta.
—¡Cómo has podido! ¡Maldita, desagradecida! —Abel la abofeteó sin esperar una respuesta.
Ordenó a Williams con un gesto de la mano que la encerrara en su habitación. El criado la agarró del brazo y tiró de ella sin muchos miramientos. Vera no suplicó el perdón de Abel, mientras la empujaba escaleras arriba. No rogaría por algo que era del todo repugnante. El silencio de su tío la aterraba, había tomado algo de opio e intuía que más de una copa de brandy. De un puntapié abrió la puerta del dormitorio; el estruendo le atenazó el corazón. Williams la lanzó a la cama y buscó en uno de los bolsillos del pantalón una cuerda. Sin dejar de sonreír, le ató las manos a uno de los barrotes del pie de la cama. Después, como en una actuación bien ensayada, le rompió el vestido; entre sorprendido y satisfecho el criado observó las numerosas cicatrices de su espalda. Ni los convictos condenados a las colonias australianas sufrían tal castigo. Las heridas más antiguas aparecían blanquecinas y se cruzaban con las que el amo le había hecho la noche anterior.
—Vete —le ordenó Abel, con la fusta en la mano.
—No puede pedirme que me venda como una vulgar mujerzuela —dijo en un último intento de convencerle—. Se lo suplico, tío —imploró con lágrimas en los ojos—. En recuerdo de mi padre, de su hermano… —rogó.
—¡Te venderás cómo diga y a quién diga! ¡No iré a la cárcel! —gritó con la voz pastosa por el alcohol y la droga.
Abel alzó la fusta y empezó a golpearla. En esta ocasión, Vera no emitió un quejido. La joven retuvo las lágrimas y se juró que, si sobrevivía, escaparía de esa casa.
—Te dejaré que lo pienses —dijo sin aliento y la desató.
Dos horas más tarde, Bety, la cocinera, le llevó una bandeja de comida. Su tío había ordenado que no saliera del cuarto hasta recuperar la razón. Al día siguiente, recibiría al señor Lewis y, esa vez, Abel en persona sería testigo del cumplimiento de lo pactado.
Williams vigilaba la puerta como un perro adiestrado. Los ojos azules y el rostro aguileño mostraban un semblante despiadado. Mordisqueó un trozo de la comida de la bandeja de Bety y la dejó pasar.
—Señorita, ¿cómo se encuentra? —Vera esbozó una dolorosa sonrisa.
—Bety… —cogió la mano de la doncella y musitó—: Ayúdame.
Vera notaba cómo el dolor la obligaba a apretar los dientes. En oposición a lo que se prometió, había gritado piedad. Hasta que Abel no escuchó esas palabras no se detuvo. El precio que había supuesto su insolencia era demasiado alto, ahora, sentía todo el cuerpo dolorido.
—Señorita… no puedo… Williams —dijo, y desvió el rostro asustada hacia la puerta.
—Te lo suplico…
Nadie escucharía a una criada, aunque lo que sucediera entre esas paredes fuera terrorífico. Había intentado ayudarla en varias ocasiones, pero Williams no dejaba de vigilar a la señorita. Temía a ese hombre; era capaz de hacer cualquier cosa. Sin embargo, Bety poseía un buen corazón. Cuando dos semanas antes habían repartido en la iglesia una octavilla, pensó que eso ayudaría a la señorita Henwick. No había tenido la oportunidad de entregársela hasta ese instante. Mientras le limpiaba las heridas acercó la boca al oído de la joven con cierto disimulo para no llamar la atención de Williams.
—Quizá… —susurró.
—¡Por Dios!, Bety —dijo con un hilo de voz, se giró y la contempló esperanzada.
—Esto es lo único que puedo hacer por usted —aseguró, y sacó del delantal un trozo de papel arrugado—. Creo que debería ir.
El papel le temblaba en las manos y temió que Williams lo viera.
—¡Bety! —gritó el criado, y asomó la cabeza por la puerta. Vera ocultó la octavilla en los pliegues de la falda.
Vera inclinó la cabeza en un gesto de despedida antes de que la cocinera saliera de la habitación.
Cuando la puerta se cerró, Vera leyó con atención las palabras escritas en el papel. Al terminar, supo que era la única forma de escapar de su tío. Metió un vestido en una bolsa de viaje y varios libros. No había nada más en aquel lugar que quisiera llevarse. Además, carecía de nada de valor, salvo la cruz que pendía de su cuello. Se mordió los labios al vestirse, el roce de la tela supuso una tortura y le arrancó varias lágrimas. Necesitaba un plan para escapar de esa casa y solo se le ocurrió ir al excusado. Williams era un perro sagaz, un lacayo tan ruin que actuaba siempre en propio beneficio y no tenía nada con lo que sobornarlo. Llamó a la puerta y Williams abrió, en su rostro se apreciaba una arrogancia que irritó a Vera.
—Necesito ir al excusado —dijo, y procuró no mirarle.
—Hágalo en el orinal —dijo el criado y rozó su brazo con un dedo—. Si el amo no es lo bastante hombre para enseñarle modales yo puedo hacerlo. —William se tocó con obscenidad la entrepierna.
—Necesito ir al excusado —repitió, e ignoró el insulto.
—Creo que no es necesario, pero si quiere ayuda… —Williams la agarró del brazo. Los ojos de esa joven orgullosa le atravesaron como si fuera escoria, enfadado, añadió—: Cuando ese viejo baboso la manosee seguro que no es tan delicada. —Vera tembló al pensarlo.
Williams no se había propasado aún, pese a que intuía que tarde o temprano su retención se convertiría en una agresión.
—Necesito ir al excusado —insistió ella.
Esta vez, sus ojos mostraron una determinación férrea y William la soltó. El sirviente dudó un instante, solo un segundo de vacilación en que giró la cabeza hacia la escalera. Vera aprovechó ese momento y le golpeó con el diccionario de latín que ocultaba tras la espalda. Las tapas estaban forradas de latón. El golpe fue tan contundente que el criado se tambaleó hacia la derecha, Vera lo empujó y rodó por las escaleras. A esas horas su tío dormía consumido por el opio, nada en este mundo podría despertarlo. La respiración de Vera se debatía agitada entre la euforia de huir y el miedo a ser descubierta. Sigilosa, descendió las escaleras. Williams estaba inconsciente, pero respiraba. Durante un instante, pensó horrorizada que lo había matado. Abrió la puerta y corrió como nunca lo había hecho antes. Se dirigió a Bond Street, a las oficinas de la Compañía de las Indias Orientales. Según la octavilla de Bety, allí era donde buscaban esposas a los valerosos soldados destinados en la India. Esperaba que su decisión no fuera una locura y, si lo era, prefería morir loca que condenarse en el fuego de ese infierno.
Capítulo 2
Tres meses antes, en el emplazamiento de Meerut a cuarenta y cinco millas de Nueva Delhi, el capitán Owen Burke, del Regimiento del 53º de Infantería de la Compañía de las Indias Orientales, se preguntaba por qué había llevado a su esposa a un país como la India.
—¡Dios!, ¿cuándo terminará?
El capitán se paseaba de un lado a otro de la habitación mientras escuchaba los gritos desgarradores de Margaret. Se hubiera cambiado mil veces por ella. Ni siquiera en el campo de batalla había presenciado un sufrimiento tan aterrador.
—Por favor, bebe un trago —le aconsejó su amigo, y le ofreció la petaca de plata.
Zacarhy también poseía el rango de capitán, pero del Regimiento del 2º de Caballería Ligera. El capitán Dunne era un soltero que adoptaba una actitud distante con las mujeres y engatusaba a las muchachas casaderas con los modales de un lord. Observó a Owen y sintió lástima de él. Mientras Margaret sufría, en la habitación de al lado, dando a luz un niño, Owen se martirizaba por haberla traído a un país como la India; un país que no recomendaría a ninguna joven inglesa. Pero la bella Margaret no era tan débil ni tan ingenua y delicada como suponía Burke. Desde que la conoció, entendió que esa mujer no era para Owen. Su amigo la idolatraba, la consideraba una preciada porcelana capaz de romperse si la tocaba. Pero Owen se comportaba como un imbécil con esa mujer. Apreciaba a Burke, aunque creía que Margaret necesitaba un hombre capaz de domesticarla. Durante un tiempo imaginó ser el encargado de tal responsabilidad. Ese deseo le había ocasionado muchas noches de desvelos y, más de una vez, despiadados pensamientos.
—¿Tardará mucho? —preguntó Burke por quinta vez.
En sus ojos se advertía un desaliento que acabó fastidiando a Zacarhy. Si supiera que su perfecta esposa era una zorra, no se preocuparía de esa manera. La señora Margaret Burke, con las mejillas sonrosadas, unos tristes ojos azules, y el semblante pálido y delicado, no podía evitar un destello lujurioso al mirar a cada hombre que se cruzaba en su camino. Una lujuria que hasta el más imbécil podía ver, menos su marido. Owen jamás había incumplido una orden. Trataba a los soldados con respeto, pero Zacarhy había aceptado que era un necio cuando se trataba de mujeres. Todo el mundo había visto que la señora Burke estaba descontenta con su vida desde el primer instante que pisó esa tierra. No dejaba de quejarse de la India y de su matrimonio; Owen llevaba con estoicismo sus reproches satisfaciéndola en los más mínimos detalles. Apaciguaba esos ataques de histeria con vestidos o adornos —algo que lo había endeudado—, también le consintió que asistiera a fiestas, aunque no pudiera acompañarla; se habló de cierto romance con un mayor en Nueva Delhi, comentario que Owen había preferido ignorar. Burke había convertido a Margaret en una diosa y como tal la veneraba.
—No tengo ni idea, pero las mujeres saben cómo ocuparse de estas cosas. Te aconsejo que vayamos a la sala de oficiales a emborracharnos. —Owen cogió el pomo de la puerta de la habitación, estaba cerrada y, durante unos minutos, no se oyó nada hasta que un grito rasgó el silencio como una espada la carne de un enemigo—. ¡Es horrible! —gritó Zacarhy—. Necesito esa copa más que tú.
Burke asintió y lo siguió hasta la sala de los oficiales. Ambos bebieron y recordaron viejos tiempos, cuando eran unos cadetes en la academia, cuando hacían locuras en las calles de Londres, cuando todo era menos complicado.
—¡Por tu bella esposa y seguro que hermoso hijo! —brindó Zacarhy, y Owen también se tomó la suya de un trago.
Narayan que siempre escoltaba al capitán Burke, un hindú de piel oscura y un gran bigote que se peinaba hacia arriba, tensó la mandíbula al escuchar el brindis del capitán Dunne. Permanecía en la puerta, a los soldados indios no se les permitía entrar en el club, el rincón consagrado a los oficiales. Desde que el capitán Burke le había salvado la vida en una contienda, en el sur del país a manos de un musulmán rebelde, le debía gratitud. Había pedido ocupar el puesto de asistente del capitán hasta que dicha deuda fuera recompensada.
Narayan observó con desprecio al capitán Dunne. Zacarhy, como le llamaban los ingleses, era un tipo detestable, trataba a los indios como animales; todo el mundo sabía que abusaba de las mujeres bonitas y corría el rumor de que tampoco hacía ascos a los jóvenes de piel blanca. Sin embargo, ese pelirrojo con cara de zanahoria había cometido el peor de los pecados al brindar por algo no concluido. Esa noche, la luna estaba bordeada por una luz roja y brillante, un presagio de que la muerte visitaría la casa del inglés.
—¡Capitán, capitán! —gritó un muchacho desde la puerta de la sala de oficiales—. Sahib, venga a casa enseguida, la memsahib.
La casa del capitán Burke era uno de los mejores bungalows del acuartelamiento. Lo rodeaba un hermoso jardín que Margaret cuidaba con el recelo de una madre. La casa de piedra blanca había sido levantada sobre cuatro columnas jónicas que daban paso a un porche de madera encerada. Margaret lo había decorado con un enorme sofá de teca. Las ventanas estaban pintadas de gris oscuro al igual que el tejado de pizarra que el anterior dueño había mandado construir. Desde la entrada principal se contemplaba parte de la muralla del antiguo palacio que protegía el acuartelamiento de Meerut. De alguna manera, que Owen no había querido saber, Margaret la había conseguido y suscitó más de un comentario y recelos entre el resto de las damas. Para Burke fue motivo de vergüenza. Ese bungalow no correspondía al rango de capitán y el resto de compañeros guardaron silencio al respecto; prefería sufrir las burlas de sus camaradas si con ello veía feliz a Margaret.
Esa noche, el calor era sofocante y un criado tiraba de la cuerda que ponía en movimiento uno de los ventiladores en el comedor. Otro sujetaba una palangana con agua donde el médico se lavaba las manos.
—¿Cómo está mi esposa? —preguntó con una sonrisa que pronto se le congeló en los labios al ver el rostro serio de Victor Akerman, el médico del acuartelamiento.
—Siéntate —le dijo con una autoridad que no presagiaba nada bueno—. Tienes una hija —le anunció.
Con una mano ordenó a una de las sirvientas que se la mostrara. Owen se sentía aturdido, la niña no dejaba de llorar y temió dañarla, de pronto, un presentimiento lo abordó y preguntó:
—¿Ha muerto? —el médico asintió con la cabeza.
De nuevo, hizo un gesto para que la sirvienta retirara a la niña de los brazos del capitán.
Owen se levantó como si el peso del mundo recayera sobre sus hombros. Abrió la puerta y la imagen de Margaret, ensangrentada, lo enloqueció. Se abrazó a ella, le acarició el pelo y la meció como a una niña.
—Ella eligió a su hija —dijo el médico.
En realidad, Margaret no estaba en condiciones de tomar decisiones y él lo hizo en su lugar.
—Esa cosa la ha matado —dijo Burke con rabia.
Akerman entendió que el capitán preso del dolor no se hallaba en sus cabales, ahora no era el momento de afrontar que una madre siempre salvaría a su hijo. De todos los partos malogrados a los que había asistido ninguna mujer escogió su vida a costa de la de su bebé. Supuso que la esposa del capitán hubiera tomado la misma decisión.
—Su hija, capitán Burke, no tiene la culpa. Sabe muy bien que las mujeres pueden morir de parto. Su esposa ha hecho lo correcto.
—¡Dios! ¡Quitadla de mi vista! —gritó sin dejar de abrazar a Margaret cuando escuchó el llanto de la niña.
Akerman se bajó las mangas de la camisa, recogió los utensilios médicos y se puso la chaqueta. Llamó a la sirvienta que aún sostenía en brazos a una niña agotada de llorar.
—¿La memsahib había contratado a un aya?
—Sí, burra sahib —contestó la chica, y aplicó el mayor grado de respeto que un indio podía dar a un extranjero.
—Entonces —dijo, y se ajustó las gafas en la nariz—. Lleve a esta criatura con esa mujer hasta que ordene lo contrario. No molestéis al sahib Burke, debe superar la muerte de su esposa.
La muchacha asintió y salió en busca del aya. Victor Arkeman abandonó la casa con un sentimiento de derrota por haber perdido a un paciente. El doctor contaba con muchos otoños a las espaldas en aquellas tierras. Ese año, sintió que la época de monzones se adelantaría un par de meses. Los huesos nunca se equivocaban.
Owen cumpliría la última voluntad de Margaret: ser enterrada en Inglaterra. Había necesitado dos días para prepararlo todo y otros cinco para llegar a Bombay. En el puerto había contactado con un barco de la Compañía de las Indias que regresaba a Londres al día siguiente. Al capitán le entregó una carta, estaba dirigida a Victoria, su hermana pequeña, donde le pedía que organizara el sepelio de Margaret. El capitán le autorizó a embarcar para despedirse de ella en la bodega. Owen se lamentaba de cada minuto de reproches y enfados que se habían sucedido con más intensidad desde que pisaron la India. Ahora, era demasiado tarde para arrepentirse, ella ya no estaba, Margaret se había ido para siempre. En su lugar, tenía a la hija de su esposa a la que detestaba por ser la muestra de la infidelidad de Margaret. Ese sentimiento de rencor se había instalado en él como un parásito y crecía con una magnitud tan devastadora como cruel. La carta que había descubierto entre las pertenencias de Margaret era tan reveladora, sobre la verdadera paternidad de esa niña, que no podía olvidar su terrible contenido.
—Capitán —dijo una voz desde la escalerilla que le devolvió a la realidad— es la hora.
—Sí, gracias, ahora subo.
Owen rozó con la yema de los dedos el ataúd en el que Margaret se alejaría para siempre de él.
Zacarhy había buscado a Owen en todos los tugurios de la ciudad sin ningún resultado. Hasta que tropezó con Narayan en la entrada del club, ese cipayo siempre le había parecido un hombre demasiado orgulloso, y eso le agradaba. El soldado le contó que Burke se había peleado con un oficial y le había amenazado con encarcelarlo, si le seguía; aunque Narayan sabía que estaba en un antro del puerto. Se conocían desde la adolescencia y no dejaría que Owen echara a perder su carrera ni su vida por una mujer como Margaret.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Owen con la voz pastosa por el alcohol.
Aún no había bebido lo bastante como para no saber a quién tenía delante, aunque su intención era emborracharse hasta perder el sentido y los recuerdos.
—Llevas ocho días fuera del acuartelamiento, Murray empieza a hacer preguntas.
—¡Al infierno Murray y todos ellos! —exclamó, y Zacarhy alzó una ceja en señal de desconcierto.
—Acompáñame o tu carrera se hundirá en el lodo.
—Me importa una mierda mi carrera, ya no me queda nada —dijo, y se registró los bolsillos con manos temblorosas hasta dar con una carta y se la entregó.
Cuando Zacarhy terminó de leerla curvó los labios en una horrible mueca. Margaret era una zorra muy cara y había llevado a su esposo a la ruina. Owen se encontraba en manos de unos acreedores indios. Inglaterra dominaba esa tierra, pero en cuestión de fondos, a veces, eran los indios los que manejaban el dinero. Si un inglés debía dinero a uno de estos usureros tenían la obligación de liquidar la deuda; los tribunales de la madre patria se encargaban de que fuera así para no perder la confianza de esos tipos en futuras empresas.
—Si no liquidas la deuda en un plazo de un mes, te encarcelarán —le aseguró Zacarhy.
—Me dicen que me lo quitarán todo. —Owen golpeó la mesa con los puños—. Nadie tocará el cuadro de Margaret —gritó como un poseso—. Despellejaré al indio cabrón que se atreva a tocarlo.
Zacarhy colocó la mano en la culata de la pistola. Las palabras de Owen causaron entre los parroquianos cierto malestar, lo leía en sus rostros, pero ninguno se atrevió a ir más lejos que a lanzar miradas de desprecio.
—Narayan —ordenó Zacarhy—, ayuda al capitán y sácalo de aquí.
—Sí, a la orden.
Burke se retorció como una anguila atrapada en una red al notar las manos del cipayo en los hombros.
—¡Bastardo! ¡No me toques! —exclamó—. ¡Eres como ellos!
—¡Estás loco! ¿Cuántos insultos crees que escucharán antes de que nos ataquen? —preguntó Zacarhy, enfadado.
—¡Lárgate tú también! —dijo Owen, tropezó con una de las mesas y cayó al suelo.
—¡Ocúpate de él! —le ordenó al cipayo—. Tengo una reunión y no puedo llegar tarde.
—Sí, señor.
Cuatro horas más tarde, el capitán Owen Burke se emborrachaba en otro de los tugurios del puerto, visitado en la mayoría por marineros portugueses, ingleses y algún que otro francés. El capitán había bebido lo bastante como para vaciar un tonel, pero incluso en ese estado, observó que dos hombres, uno de cabello canoso y aspecto ilustre y que desentonaba como una vieja en un burdel, no dejaba de observarle. A veces, hablaba con su compañero, un hombre mucho más joven que le superaba en altura, y tenía la apariencia de un matón del puerto. Narayan se había marchado, así que fuera lo que fuese que esos dos se traían entre manos, estaba solo contra ellos. Se llevó el vaso a la boca cuando el más mayor se acercó a la mesa.
—¿Es usted el capitán Owen Burke del Regimiento 53º de Infantería establecido en Meerut? —preguntó.
Se sentó sin esperar una invitación y ojeó de derecha a izquierda con recelo. Su aspecto respondía a alguien mayor de lo que la penumbra del local le había permitido distinguir. Se frotaba las manos y casi derramó uno de los vasos que un cliente anterior había dejado medio lleno en la mesa.
—¿A quién le interesa saberlo? —respondió Burke, y se bebió de un trago una jarra de ron. Alzó la mano y pidió otra.
—Mi trabajo es representar los intereses de la Compañía y, en consecuencia, los suyos. Soy letrado y me llamo Alan Time.
—¿Qué quiere la Compañía de mí, señor Time?
El anciano se giró con rapidez y se tranquilizó al advertir que su compañero aún montaba guardia en una de las mesas. Realizó un gesto con la mano, que había ensayado delante del espejo un par de veces, y el tipo más joven se acercó a la mesa del capitán.
—Su colaboración y discreción. Antes de una negativa —le interrumpió Time al ver que iba a hablar—, me gustaría que leyera esta carta del mayor William Shorke. Pero lo haremos en un sitio más discreto. ¿Nos acompaña?
—¿Y si me niego? —les retó Owen.
El capitán frunció el ceño y de reojo observó al tipo grande que acompañaba a Time.
—Henry —dijo el letrado.
Owen fue arrastrado por el nombrado, quien lo sacó a la fuerza de aquel tugurio sin que nadie lo impidiese. Un carruaje los esperaba a la salida. El tipo grande le sumergió la cabeza en un barril de agua que había en la puerta. Eso lo espabiló lo suficiente para contemplar con el rostro ceñudo, al tal Henry; el hombretón alzó los hombros en un gesto apaciguador, solo cumplía órdenes.
—No tengo todo el día —dijo Time desde el interior del carruaje.
Con las manos, Owen se apartó el pelo mojado de la cara y subió al coche con un gesto cargado de furia. El baño le había despejado la cabeza y ahora pensaba con más claridad.
—Tome. —Time le entregó un sobre lacrado y golpeó el techo del coche para que se pusiera en marcha.
Owen empezó a leer la carta del mayor. Según la misma, se rumoreaba que varios miembros del acuartelamiento, un grupo denominado el Nuevo Orden, suministraban armas a los rebeldes. Estos consideraban que el trato recibido por parte de la Compañía de las Indias Orientales no era justo. Estaban alimentando una revuelta con falsas promesas de mejores condiciones y libertades. Shorke explicaba en la carta que el problema era doble. Cuando los indios comprendieran que habían sustituido unos amos por otros, en lugar de conseguir mayores libertades y derechos, la revolución sería aún mayor. Y, con seguridad, se extendería por toda la India. El mayor intentaba aniquilar cualquier foco de revuelta dentro de su nido. Se sospechaba que entre esos nuevos amos estaban algunos de los miembros más destacados del acuartelamiento de Meerut; junto con simpatizantes comerciantes y algún que otro maharajá de Nueva Delhi. Si era cierto, debían ser apresados y ajusticiados sin compasión. El mayor añadía que confiaba en un soldado de su talante y honorabilidad. Si accedía a realizar esa misión, el señor Time le entregaría una nueva carta.
—¿Y bien? —preguntó el letrado—. ¿Acepta?
—Y, ¿si no lo hago? —preguntó con curiosidad Burke.
—El mayor ha ordenado a Henry —dijo—, que lo embarque en el Sant Mary que zarpa dentro de una hora rumbo a Inglaterra. Cuando llegue lo encerrarán, por su propia seguridad y la nuestra —alzó una ceja y añadió—: en un cuartel, hasta que todo haya concluido.
—¿Me encarcelarían? —preguntó entre perplejo y a punto de reír.
—¡No! —respondió el letrado, ofendido—. Lo mantendremos en una cómoda estancia sin comunicación con el exterior durante un par de meses hasta que todo termine. Entonces, ¿acepta?
—Sí, acepto —dijo a regañadientes.
Si había un grupo de traidores, serviría a la Compañía de la mejor manera posible, pero le enfureció no disponer de más opciones.
—Bien, aquí tiene la segunda carta.
Burke la cogió y de nuevo rompió el lacre que la sellaba.
Para el capitán Owen Burke del mayor William Shorke.
Capitán, me satisface que forme parte de esta misión. Nadie mejor que usted podría desempeñar y concluir con éxito tal empresa. Después de lo dicho debo aclarar varios puntos imprescindibles para salvaguardar las apariencias y no arriesgar su vida más de lo necesario. Entre su cometido estará el de relacionarse con todos los estamentos del acuartelamiento y sociedad en Meerut y Nueva Delhi. Lamento su reciente pérdida, pero comprenda que un viudo se ve relegado, en cierta forma, al ostracismo social. Tenga en cuenta que en la mayoría de las ocasiones la vida en sociedad es una fuente de información nada desdeñable.
No me andaré con rodeos: necesita una amante y una esposa. Consideramos que la candidata idónea para el puesto de su amante es la mujer del coronel James Murray. Nuestros informantes aseguran que la señora Murray anhela alcanzar los más selectos círculos sociales algo que la hace vulnerable a jugar en el equipo equivocado. Además, usted no sería el primer caballero con el que engaña al coronel. La segunda, ya ha sido encargada a nuestra Compañía en Londres. Su esposa le ayudará, sin saberlo, a asistir a todos los eventos sociales que le concedan la oportunidad de recabar información. Y, sobre todo, crear una fachada del todo inofensiva: una familia inglesa. Cualquier indicio por muy pequeño que sea puede conducirnos a ese grupo de traidores. Si al término de la misión desea anular el matrimonio, independientemente del resultado de su misión, le complaceremos en este punto.
Se preguntará la razón de que no le haya informado en la anterior carta de todas estas cláusulas; porque sé que no hubiera aceptado. Disculpe la trampa a la que lo he sometido. Mis informes confirman que es un hombre de palabra y una vez la haya dado, y no me cabe la menor duda de que si está leyendo esta carta así es, cumplirá con esta misión de la mejor manera posible.
Antes de que piense que esto no era necesario le recuerdo que hay en juego miles de vidas. Vidas cuya única posibilidad de continuar respirando recae en sus manos. Este grupo que se denomina el Nuevo Orden es cruel y despiadado. Según nuestros informadores valoran mucho el comportamiento violento de sus nuevos miembros. Le aconsejo que cambie de conducta, de esa forma le será mucho más fácil acercarse a ellos. Sé que es alguien de honor, pero en esta misión necesitamos a un hombre implacable, aunque dicho proceder no sea parte de su naturaleza le será necesario para no correr riesgos inútiles.
Le deseo la mayor de las suertes en su empresa.
Mayor William Shorke
Owen cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo del asiento. La carta del mayor le había proporcionado un motivo para seguir cuerdo después de la muerte de Margaret.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el letrado, preocupado, a causa de la palidez del capitán.
—El mayor Shorke es astuto —respondió, e ignoró la pregunta.
—Si no lo fuera no desempeñaría el puesto de mayor —dijo el letrado con una risita que le recordó a Owen a la de un niño travieso.
Era absurdo negar o eludir lo obvio, tenía que conquistar a la mujer del coronel y desconocía la forma de seducirla.
—¿Cómo consigo que la esposa del coronel se convierta en mi amante?
El letrado se relajó en el asiento igual que si tratara con un gran experto en la materia, achicó los ojos, blandió una sonrisa maliciosa y contestó:
—Con amor, mi querido amigo —alzó uno de sus huesudos dedos y añadió—: la dama también querrá regalos. De eso nos encargamos nosotros —dijo, y sacó del interior de la chaqueta una bolsa repleta de monedas—. Hay suficiente para saldar sus deudas.
Owen asintió entre agradecido y avergonzado, parecía que Time conocía todo sobre él. Pensó en la esposa del coronel, se llamaba Ángela Murray y era una mujer hermosa. También, en que debía casarse, ninguna de las dos ideas le agradaba, pero no se opuso, él era soldado. El carruaje se detuvo y Henry le abrió la puerta. Se bajó del coche cerca del bazar y, enseguida el carruaje se puso en marcha de nuevo, sin darle tiempo a despedirse de Time.
Owen se había vestido con el uniforme de gala para asistir a la fiesta. Se sentía como un caballo expuesto al mejor postor. Las madres de las jóvenes casaderas, las viudas y alguna otra casada lo examinaban como si estuviera en venta. Belvedere House situada en el barrio residencial de Alipur había sido engalanada como una joven novia india. La gran escalinata permanecía cubierta con una ostentosa alfombra roja. Numerosos faroles con forma de minarete la iluminaban generosamente. Margaret habría disfrutado aquella velada como una niña su primera fiesta. El gobernador general, Charles Canning, primer conde Canning, de quien se rumoreaba tenía una enemistad conocida frente a lord Ellenborough, en compañía de su esposa recibía el saludo de los invitados como si fuera la misma reina de Inglaterra.
Los criados, ataviados a la manera hindú y con las manos enguantadas, deambulaban ofreciendo, en enormes bandejas doradas, todo tipo de refrigerios. Buscó con la vista a la señora Murray y no la encontró. Tras la cena, todos pasaron a la sala de baile. Los músicos, entonces, empezaron a interpretar piezas que animaban a bailar a los invitados. El capitán se pasó los dedos alrededor del cuello de la chaqueta, le costaba respirar. Aquella fiesta le brindaba la oportunidad de entablar amistad con la esposa del coronel, aunque antes, debía hallarla entre la multitud de asistentes a la fiesta. Tomó una copa que un camarero le ofreció y se paseó entre los invitados. Una palmada en la espalda casi lo hizo atragantarse.
—Zacarhy… —dijo con una media sonrisa, algo sorprendido por la asistencia de su amigo a la fiesta—. Pensé que no vendrías.
—Me he visto obligado a no cumplir mi promesa.
—Te entiendo —dijo al ver a la gobernadora.
Esa mujer se había propuesto como misión en el mundo casar a todo soltero que se topara en el camino.
—Quiero una copa y bailar con aquella dama —dijo, y señaló a una joven muy sosa, en opinión de Owen—. Veo que tus gustos están dirigidos a otro lado. —Zacarhy advirtió que Burke no dejaba de mirar a la esposa del coronel.
—No sé a qué te refieres —mintió.
—No importa. Yo prefiero la mercancía sin estrenar, claro que cada uno es libre de elegir el plato que más le agrade…
Owen a veces odiaba los comentarios soeces de Zacarhy sobre las mujeres. Las utilizaba con villanía, como un gato se entretiene con un ratón hasta que en alguno de sus juegos le causa la muerte. Se rumoreaba que había sido el causante de un suicidio, acusación que nunca se había demostrado; pero ninguna madre en su sano juicio dejaría que su hija se aproximara a menos de dos millas de él. Sin embargo, el encanto de Zacarhy con el sexo opuesto era innegable. Sabía conquistar a una mujer con un par de palabras, algo que en esa misión resultaba envidiable.
Cuando divisó a la mujer del coronel intentó acercarse a su círculo sin el menor resultado. Zacarhy se apiadó de él, lo cogió del brazo y lo condujo hasta dónde Ángela, en compañía de otros caballeros y damas, hablaba.
—Señora Murray —dijo Zacarhy—, le presento a mi amigo, el capitán Owen Burke.
—Señora —respondió Owen, y besó la mano de la dama.
—Lamento su pérdida —dijo la esposa del coronel con una tristeza tan falsa como la de Judas—. ¿Cómo está su hija?
Owen contrajo la mandíbula ante la mención de ese ser, pero no podía mostrar sus sentimientos en público.
—Muy bien, señora. —Owen no añadió nada más y a Ángela le importaba bien poco esa mocosa.
—Llámeme Ángela, no sea tan formal.
El grupo se fue apartando de ellos en una conversación más amena gracias al encanto de Zacarhy.
—Ángela, ¿me concede este baile?
La mujer lo miró de arriba abajo con ojos admirativos, evaluó qué podía ofrecerle y cómo. Y al final aceptó. Hacía mucho tiempo que Owen no abrazaba a una mujer. El aroma de la señora Murray era embriagador y en él nació de nuevo el deseo. Un deseo sexual que permanecía oculto bajo capas de autocontrol frente a la desgana y a veces desdén de su esposa. La señora Murray emanaba sensualidad y había que ser de piedra para no caer prendado de su encanto. Sin embargo, le pareció una araña tejiendo la red con la que apresar a una víctima. Sus labios rojos y carnosos sonreían con moderación. Burke hizo todo un ejercicio de constricción para no besarlos. En cuanto a los ojos, eran tan negros y oscuros como una noche sin luna; prometían mil placeres, igual que una odalisca bereber. La señora Murray mezclaba el exotismo indio con la apariencia británica y el resultado era de lo más excitante en una mujer.
—Capitán Burke —dijo—, ¿le gustaría visitar los jardines? —le preguntó cuándo el baile acabó.
—Será un placer.
Burke le ofreció el brazo y ella se apoyó en él con determinación. Durante un buen rato anduvieron por los jardines de Belvedere House y se alejaron tanto de la casa que la música dejó de escucharse.
—Sabe, no hace ni dos años que el gobernador terminó las reformas de la casa gubernamental. Es hermosa.
—Sí, pero no más que usted.
Owen se sentía torpe e incapaz de llevar a cabo la misión.
La señora Murray sonrió complacida. Lo deseó desde el primer día en que le había visto en compañía de esa mujer pueblerina y caprichosa que lo trataba como a un perro amaestrado. Pero Owen solo dedicaba plenamente su atención a su esposa; intentó seducirle un par de veces, y solo había conseguido su indiferencia; hasta hoy. Reaccionaba a su cercanía como un adolescente y comprendió que hacía mucho que no estaba con una mujer, mucho que no sentía el placer carnal y, más aún, que ninguna mujer lo había guiado al éxtasis; su cuerpo se estremeció al imaginarlo bajo sus piernas. Burke parecía un muchacho y la conmovió esa inocencia, pero ella ambicionaba hallar al hombre que se escondía bajo esa capa de inseguridad que la furcia de Margaret había creado a su alrededor. Posó una de las manos sobre el pecho de Owen y sintió el latido arrítmico y vertiginoso del corazón. A pesar de los zapatos franceses de tacón, Owen era demasiado alto. Alzó el rostro y se apoderó de su boca, Ángela como una buena maestra lo guio y Burke aprendió deprisa.
—Ángela… —suplicó el capitán, consciente de su excitación.
—Ven… —dijo ella, y le tendió la mano.
Lo condujo hasta el invernadero. A esas horas, nadie se acercaba a ese lugar. Estaba alejado de la fiesta y los jardineros habían cubierto el suelo con tierra húmeda y esquejes, pero a Ángela le trajo sin cuidado. Quería a ese hombre y, sobre todo, sentirlo en su interior. Lo tumbó en el suelo y le desabrochó los pantalones. Ángela se subió el vestido, a causa del calor había prescindido de la ropa interior, y se sentó a horcajadas sobre el capitán. ¡Dios! ¡Era maravilloso! Un ejemplar único, potente, vigoroso y, además, lleno de fuerza que la zorra de Margaret no había podido satisfacer. Ángela cabalgó sobre Burke como una amazona experta y Owen se liberó de una parte de la tensión que le embargaba desde hacía mucho tiempo. Cuando llegaron al clímax, la mujer le clavó las uñas en el cuello. El capitán comprendió por el dolor que le dejaría una fea marca, pero no le importaba. Él la sujetó de las caderas e intentó darle la vuelta.
—No, mi semental —lo llamó—. Aquí no, no puedo despeinarme ni mancharme el vestido.
—Aún… —dijo mendigando su amor.
—Lo sé —contestó, y besó sus labios.
—¿Cuándo te veré de nuevo? —le preguntó, y en su voz se notaba un tono de desesperación. Reconoció que no todo se debía a la misión que le habían encomendado. Estar dentro de esa mujer le había hecho recuperar parte de la hombría que su esposa había menoscabado.
—Muy pronto, querido. Si tengo necesidad de verte, te lo haré saber.
Ese comentario lo hirió y frunció el ceño. La muerte de Margaret le había abierto los ojos, ya no era ese pelele que ella había moldeado a su gusto. La sujetó del brazo, los dedos del capitán apretaron la carne blanca de Ángela y la esposa del coronel, lejos de asustarse, se excitó al comprobar que al fin había encontrado a un digno amante.
—No, mañana en mi casa.
Los ojos de Owen mostraban una furia contenida y Ángela sonrió complacida al intuir que le había provocado más placer esa noche de la que, seguramente, había experimentado en diez años.
—Está bien —claudicó—. Mañana en tu casa, mi semental.
Tomó las manos de Owen y las metió dentro de su escote. Burke notó los pechos plenos y redondos de Ángela; los pezones se endurecieron bajo el contacto de las yemas de sus dedos y, otra vez, la excitación le recorrió el cuerpo. La señora Murray se levantó con rapidez y se perdió entre la vegetación, mientras emitía una risa que le crispó los nervios y acabó, de pronto, con su deseo.
Capítulo 3
Debía darse prisa.
Vera se adentró en la niebla, con la única idea de llegar lo antes posible a Bond Street. El dolor de la espalda resultaba insufrible, pero no se arriesgaría a gastar los pocos peniques que tenía en alquilar un carruaje. La niebla había desaparecido y en su lugar unas nubes negras, que amenazaban tormenta, empezaron a cubrir los cielos de Londres; se apresuró aún más y se cruzó con varios viandantes que aligeraban los pasos para resguardarse de la lluvia. Las primeras gotas fueron como suaves caricias, después, el cielo descargó con furia todo su torrencial. Se presentó empapada en la dirección que habían publicado en la octavilla. Una mujer estaba a punto de cerrar la tienda. Sobre la puerta, en un enorme cartel podía leerse: Agencia Compañía de la India para el matrimonio. Después, miró con desagrado a Vera.
—Señora, le ruego me atienda —pidió la joven, y juntó las manos en un gesto de súplica.
—Regresa mañana —sugirió la empleada sin apenas prestarle atención.
La señora rebuscó en un bolso la llave que cerraba la puerta de la agencia.
—Mañana sería muy tarde, demasiado tarde —dijo con un hilo de voz, aterrada por la idea de que la mujer cerrara del todo la puerta.
La empleada sujetó con fuerza el paraguas que el viento intentaba robarle de las manos y con curiosidad preguntó:
—¿Tarde para qué?
—Señora, mañana mi tío me venderá a un hombre para pagar sus deudas