La sombra del samurai. 47 Ronin

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: noviembre 2013

© Raúl de la Rosa, 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

para el sello Vergara

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 25.486-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-651-9

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Contenido

Portadilla

Créditos

Página preliminar 1

Página preliminar 2

Manuscrito de Terasaka

1. La fugacidad de la vida

Manuscrito de Terasaka

2. El fin de las cosas

Manuscrito de Terasaka

3. El sueño del samurái

Manuscrito de Terasaka

4. La búsqueda

Manuscrito de Terasaka

5. El número cuarenta y siete

Manuscrito de Terasaka

6. El manuscrito

Manuscrito de Terasaka

7. El monasterio

Manuscrito de Terasaka

8. El cerrojo

Manuscrito de Terasaka

9. Un tiempo lento

Manuscrito de Terasaka

10. La jaula celeste

Manuscrito de Terasaka

11. La dignidad

Manuscrito de Terasaka

12. El invitado

Manuscrito de Terasaka

13. La vía del samurái

Manuscrito de Terasaka

14. La tempestad

Manuscrito de Terasaka

15. La integridad

Manuscrito de Terasaka

16. Lo simple

Manuscrito de Terasaka

17. Un camino nuevo

Manuscrito de Terasaka

18. La prueba

Manuscrito de Terasaka

19. El brillo en la mirada

Manuscrito de Terasaka

20. Un lento silencio

Manuscrito de Terasaka

21. La flecha del destino

Manuscrito de Terasaka

22. La espada de Terasaka

Manuscrito de Terasaka

23. La sombra del samurái

Manuscrito de Oishi

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Página preliminar 1

Cuenta la leyenda que una hermosa diosa añoraba a su amor perdido. Al bajar la mirada hacia la tierra de los hombres, derramó unas lágrimas. De aquellas divinas perlas nacieron las islas del país del Sol Naciente. Asegura la leyenda que para proteger tan preciado tesoro surgieron los samuráis.

En la época en que comienza esta historia, el sogún, el verdadero gobernante por encima del emperador, mandaba con mano firme en Japón. Eran los últimos tiempos de los samuráis, cuando un verdadero samurái era un monje, un artista, un místico, un seguidor del bushido, la vía del guerrero, una persona honorable, íntegra y noble.

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Página preliminar 2

Desde lo más profundo del abismo en que se encontraba, David era incapaz de ver el mínimo atisbo de luz. No había esperanza, la oscuridad era total. De pronto, todo estalló. A su alrededor todo se destruyó, incluso él mismo quedó reducido a cenizas.

¿Las sombras dejarían paso a la luz?

¿Puede un hombre cambiar su destino?

¿Puede un hombre encontrar su verdadero camino?

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Manuscrito de Terasaka

Manuscrito de Terasaka

Mi nombre es Terasaka Kichiemon. Soy samurái de la casa de Ako. Mi señor Asano Naganori murió por orden del quinto sogún, Tokugawa Tsunayoshi.

Escribo este relato ahora que soy un anciano y que sé que dentro de poco moriré. Han pasado muchos años desde que sucedieron los acontecimientos que a continuación voy a relatar. La mayor parte de estos pasajes son fidedignos y exactos, ya que los viví directamente cuando era muy joven; otros son fruto de lo que creo que hicieron, pensaron y sintieron los protagonistas de esta épica hazaña, y de lo que me relataron quienes estuvieron presentes.

Aquel joven Terasaka permanece presente en mi interior, aunque en ocasiones lejano en la memoria del tiempo. Por ello, hablaré de él en tercera persona, como uno más de los cuarenta y siete samuráis que vivieron bajo unos mismos ideales.

Estas páginas solo tienen un destinatario: yo mismo. El yo que algún día se reencarnará para unirse en su destino a sus compañeros muertos por defender el honor y la justicia en la batalla contra la indignidad y la infamia, y por enfrentarse definitivamente a la maldad.

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1. La fugacidad de la vida

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La fugacidad de la vida

David se consideraba un hombre feliz. Estaba casado con la hermosa mujer que había amado desde niño. Tenía una linda hija de cinco años a la que adoraba. Él mismo era un hombre atractivo, alto, moreno, atlético, hijo único de una familia acomodada. Sus padres le habían tratado siempre con mucho cariño y atención, y era socio de un gabinete de abogados de fundamentado prestigio.

Sus padres habían imaginado para él un brillante futuro. Y David había hecho realidad su sueño. Trabajaba cuatro días y el resto de la semana lo empleaba en ir al club de tenis, jugar al golf y navegar en su velero con su mujer y su pequeña hija.

Vivía en una estupenda casa de una urbanización de lujo. Su mujer y su hija lo amaban, y él las amaba a ellas.

Si alguien le hubiese preguntado por el porvenir, David habría contestado que su vida seguiría siempre así. Daba por hecho que esa sensación y situación de bienestar sería cada vez mayor. No había nada que temer en un futuro bien planificado y dirigido. David se consideraba dueño de su destino, y este parecía, sin duda, muy halagüeño.

Aquella soleada mañana de mayo se perfilaba como el principio de un día agradable, salvo por un pequeño recelo. Su madre había ido a recoger unas pruebas médicas rutinarias. Nada indicaba que hubiese problema alguno, pero David era un hombre intuitivo y una sombra velaba su pensamiento.

Al llegar a su despacho sonó el teléfono. En la pantalla apareció el número de sus padres. Descolgó y apenas si entendió lo que su madre le decía. La conclusión fue que los resultados habían dado positivo y que tenía una variedad de cáncer muy agresiva. Pero aquella noticia, ya de por sí terrible, no fue lo peor. Al enterarse, su padre había sufrido un infarto y había muerto al instante.

David rápidamente se dirigió al domicilio familiar. Al llegar, el médico había certificado la muerte del padre. Su madre, desconsolada, yacía en el sofá, adormecida por los calmantes que le habían obligado a ingerir.

Un mes después la buena mujer moría, más como consecuencia de su desgana de vivir que por la enfermedad. Estas dos tragedias sumieron a David en un profundo estado de abatimiento. No podía entender cómo la vida era tan injusta.

El día del entierro, David se dirigía en el coche al cementerio con su mujer y su hija. Parecía que algo le obligaba a ir con lentitud, se entretenía con cualquier cosa y hasta se detuvo en la gasolinera para echar combustible, a pesar de que tenía más que suficiente para ir al cementerio y volver a su casa.

Al finalizar la triste ceremonia, David decidió regresar andando, quería pensar a solas sobre lo más trágico que le había sucedido en su vida y tratar de comprender por qué el destino se cebaba con él.

Su mujer y su hija se fueron en el coche. Mientras caminaba sumido en su dolor oyó un fuerte estruendo. Corrió todo lo que pudo hacia el lugar de donde provenía. Intuía que de nuevo algo terrible acababa de suceder. Un camión había impactado con el vehículo en el que iban las dos mujeres de su vida y este estaba ardiendo. Al llegar aún oyó los llantos desgarradores de la niña. A pesar de las llamas, que alguien trataba infructuosamente de apagar, se introdujo entre los restos del automóvil. Sacó a su hija, o más bien su cadáver. Después de esto se desmayó por el tormento de las tremendas quemaduras.

Cuando días después volvió en sí, David pensó por un instante que todo había sido una horrible pesadilla, pero pronto comprendió que no, que el espantoso suplicio que sentía en su interior era tan real como la muerte de sus seres queridos.

«Dios mío, Dios mío», se repetía sin cesar, esperando que el insoportable dolor de su mente lo destruyera.

Los amigos acudieron en tropel a verlo, pero nada podía consolarlo. En realidad ninguno sabía realmente qué decir; además, qué se podía decir.

Íntimamente, David se reprochaba infinidad de cosas: no haber conducido él mismo el vehículo, haber echado gasolina que hizo que el coche ardiera con más virulencia, no haber llevado a sus padres a que les hicieran un chequeo que hubiese detectado la enfermedad, y otras muchas más en su enajenada mente.

Entonces lo tuvo claro. Ya nada le quedaba por hacer en este mundo. Todo lo que tenía, todo lo que amaba había desaparecido.

Decidió suicidarse.

Pasaron los días. David, malherido e inmovilizado en la sala de cuidados intensivos del hospital, no veía cómo podía llevar a cabo su plan de morir. Era lo único que lo mantenía cuerdo: la idea del suicidio. Estaba seguro de que en cuanto estuviese un poco mejor de sus heridas lo lograría.

Cuando mejoró, lo trasladaron a una habitación. Allí vio su oportunidad.

A pesar de los calmantes, las llagas producidas por las quemaduras todavía le dolían, sobre todo cuando se movía, aunque fuese ligeramente. Aun así, cuando se hizo de noche se levantó como pudo y se acercó a la ventana. Tras un esfuerzo titánico, con desesperación comprobó que las ventanas estaban cerradas con un sistema de seguridad que impedía abrirlas. Cayó desmayado. Allí estuvo, en el frío suelo, hasta que las enfermeras lo encontraron.

Salió del hospital dos meses después. Le recomendaron que no volviese a su casa de inmediato, y él estuvo de acuerdo. Vivía en un chalet de dos plantas y no había suficiente altura para lograr su propósito. Los amigos le ofrecieron sus casas, pero él decidió ir a un hotel. Preguntó en varios hasta que le aseguraron que las ventanas se abrían hacia el exterior. Eligió una planta lo más elevada posible y se instaló.

Al llegar la noche comprobó que, en efecto, estaba a una altura suficiente para matarse, sobre todo si caía de cabeza. Abrió la ventana y se lanzó al vacío.

Lo que no había visto David era que en cada piso había unos dispositivos de comunicación con los que fue golpeándose. Primero, en la cabeza; luego, en un lateral; después, en una pierna. Finalmente dio contra el suelo, pero no se mató. Rápidamente lo ingresaron de nuevo en cuidados intensivos. Le enyesaron la pierna rota y el torso a causa de las costillas fracturadas y le cerraron la herida superficial de la cabeza.

A los pocos días, David ingresó en la unidad de psiquiatría.

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Manuscrito de Terasaka

Manuscrito de Terasaka

El año, 1701. El día, catorce de marzo. El lugar, el palacio del sogún Tokugawa Tsunayoshi, el poderoso señor de todas las tierras de Japón.

La flor del cerezo mostraba sus más bellos colores. La primavera despertaba tras el largo letargo del frío invierno e inundaba las tierras de la provincia de Ako en el centro de Japón.

La región vivía un periodo de paz. El sogún, el jerarca militar, había sido educado por su madre en un estricto credo religioso y gobernaba sobre el propio emperador Higashiyama, que era una figura religiosa sin poder político. Por debajo del sogún estaban los daimios o señores feudales. Ambos, sogunes y daimios, eran samuráis, guerreros acogidos a un estricto código de honor.

Asano Naganori era señor del castillo y las tierras de Ako, en Hyogo, en la provincia de Harima, donde la primavera estalla en colores blancos y rosados, el verano es cálido y húmedo, y en el invierno solo hay que temer alguna ráfaga ocasional de nieve.

Asano, un hombre fornido, llano y acostumbrado a una vida austera, tenía treinta y seis años cuando fue nombrado jefe de protocolo por el sogún ante la llegada de los embajadores imperiales a Edo, la ciudad residencia del sogún. Pero a él no le gustaba la vida palaciega ni las intrigas y corruptelas, y rechazó el cargo.

Kamei Korechika era un daimio y amigo de Asano. También había sido elegido para participar en el protocolo de la recepción a los enviados imperiales y, a diferencia de Asano, había aceptado con satisfacción.

Eran tiempos difíciles. La mayor parte de la población padecía graves penurias. Kamei, un hombre distinguido y acostumbrado a la vida cortesana, convenció a Asano de que este ascenso en el escalafón palaciego podría aprovecharlo en su favor y en el de la gente que vivía en sus tierras. Finalmente, Asano aceptó el cargo.

Kira Yoshinaka, un protegido del sogún, ostentaba el gran poder que este le concedía. No era un daimio, sino un importante maestro de ceremonias, celoso de que se hubiese nombrado a Asano como jefe de protocolo de la corte del sogún cuando habría querido ser él mismo el elegido.

Una de sus obligaciones consistía en presidir las ceremonias, pero Asano no sabía cómo hacerlo ni cómo comportarse, ya que el daimio de Ako era un samurái que vivía al margen de la corte y no conocía las tramas palaciegas. El sogún encargó a Kira que instruyese a Kamei y a Asano en los pormenores de las etiquetas de la corte apropiadas para cada ocasión.

Los dos daimios, como la mayoría de los hombres que ostentaban poder militar, estaban obligados a vivir parte del tiempo con su familia cerca del palacio del sogún. De esta forma, el gobernante se garantizaba tenerlos cerca y controlarlos con más facilidad para evitar rebeliones a las que tan dados habían sido los samuráis durante siglos. Aparte de su familia, especialmente los hijos, solo podían tener en su residencia de Edo a unos pocos de sus fieles samuráis.

Todos los días, los dos daimios debían atender las enseñanzas de Kira. El maestro de ceremonias era un hombre codicioso, y consideraba que los regalos, que según la tradicional costumbre le habían hecho los dos nobles a cambio de sus enseñanzas, eran insuficientes. Decidió, pues, tratar a estos con desprecio, y en vez de enseñarles trataba de confundirlos y burlarse de ellos. Kira avasallaba e insultaba continuamente a los dos señores feudales.

A pesar de los insultos, el noble Asano, subordinado a su sentido del deber hacia el sogún, hacía oídos sordos a las provocaciones con paciencia. Soportaba estoicamente la situación. Pero Kamei tenía un temperamento más impulsivo y se enfureció. Decidió que debía matar a Kira.

Un día, cuando acabó sus funciones en el palacio, Kamei regresó a su residencia. Llamó a sus consejeros y les dijo:

—Kira Yoshinaka no cesa de insultarnos y humillarnos a Asano Naganori y a mí. Hoy mismo estuve a punto de sacar la espada y matarlo allí mismo, pero pensé que si lo hacía dentro del palacio perdería mi vida y mi familia y mis vasallos se arruinarían conmigo, de modo que me detuve —añadió con gesto de crispación y de odio—. Pero mi decisión es firme, ese ser despreciable merece morir y mañana lo mataré.

Ninguno de sus consejeros trató de disuadirlo. Sabían que sería en vano. Sin embargo, uno de ellos, que era un hombre de gran cordura, intervino:

—La palabra de su señoría es ley, y tu siervo hará en consecuencia todos los preparativos. Mañana, cuando su señoría vaya a la corte, si Kira Yoshinaka vuelve a comportarse de forma grosera, morirá.

Kamei quedó satisfecho con las palabras de su consejero y esperó con impaciencia el nuevo día para regresar a la corte y matar a su enemigo.

En cuanto hubo acabado la reunión, el consejero, que conocía la reputación de Kira de hombre codicioso, recogió todo el dinero que pudo. Acompañado de varios siervos, que portaban dos cofres con monedas de plata, se dirigió a la mansión de Kira.

Al llegar fue recibido por uno de los sirvientes de Kira.

—Mi señor le debe mucho a vuestro amo y me envía a darle las gracias por el gran esfuerzo que hace al enseñarle las ceremonias que deben observarse durante la recepción de los enviados imperiales.

A continuación le enseñó el millar de onzas de plata para Kira y las cien onzas para ser repartidas entre los sirvientes.

En cuanto vio el dinero y oyó las palabras del consejero de Kamei, el sirviente fue a informar a su señor, que pronto recibió al supuesto mensajero de Kamei.

—Este no es sino un humilde presente que mi señor le envía a través de mí, pero espera que vuestra señoría se digne aceptarlo.

Kira mostró una especial complacencia y, después de agradecerle el regalo, le aseguró que a la mañana siguiente instruiría a su señor cuidadosamente en todos los aspectos de la etiqueta necesarios para las ceremonias de la corte.

El consejero salió de la residencia de Kira satisfecho por el éxito de su plan.

Al día siguiente, en cuanto Kamei llegó al palacio, Kira, vestido con costosas y finas sedas de vivos colores, se le acercó obsequiosamente y dijo:

—Estos días no he podido dejar de admirar su celo por aprender el protocolo correcto, por lo que tendré el honor de reclamar su atención sobre algunos aspectos de la etiqueta y suplicar a vuestra señoría que disculpe mi inapropiada conducta de días precedentes. Es sabido que soy una persona de difícil trato, así que le ruego que me perdone.

Tanto se humilló Kira, que Kamei, cuyo ánimo se fue serenando, desistió de su voluntad de matarlo. De esta manera, la perspicacia e inteligencia de su consejero salvó a Kamei y a toda su casa de la destrucción.

A partir de ese día, Kira trató muy bien a Kamei, pero no así a Asano. Molesto, porque no le daba el dinero que le pedía por asesorarlo en cuestiones de protocolo, Asano siguió siendo blanco de sus insultos, más virulentos si cabe, después de recibir el suculento obsequio de Kamei.

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