Los arcos del agua

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: noviembre 2013

© Montse Barderi, 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

para el sello Vergara

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 25.488-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-653-3

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Trece lecciones de Arístides

Lección 1

Lección 2

Lección 3

Lección 4

Lección 5

Lección 6

Lección 7

Lección 8

Lección 9

Lección 10

Lección 11

Lección 12

Lección 13

Nota aclaratoria

Bibliografía

Notas

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Dedicatoria

A Bet, por tanto y por cada día.

A Montse, por haber confiado en mí antes de que yo misma lo hiciera.

A Imma, por todo lo que hemos compartido

y lo mucho que nos queda por vivir.

A Drisa del Tossalet, el teckel recuperado

de mi infancia, que ha dormido a mis pies mientras

yo jugaba con Lucio y Amal, veinte siglos atrás

en un punto de Hispania.

A mi abuelo Arturo, a quien nunca llegué a conocer,

por haberse comprado, antes de que yo naciera,

las obras completas de Lorca y dejarlas en un rincón

de un armario para que yo pudiese encontrarlas.

Especialmente a mi madre y a mi hermana

Núria, porque siempre han estado a mi lado.

A Maru de Montserrat, la mejor agente

—y la mejor gente— del mundo,

y a Lucía Luengo, por su apuesta.

A Sònia, por supuesto.

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Agradecimientos

Agradecimientos

Nunca agradeceré suficientemente la lectura crítica que de esta obra han realizado Coloma Jofre Bonet y Mercè Otero-Vidal, ambas profesoras de lenguas clásicas y grandes amigas.

Mi más sincero agradecimiento a Isaac Moreno Gallo, ingeniero especialista en acueductos, porque ha sido la única persona de una institución que, sin saber nada de mí, ha accedido a ayudarme, lo que indica una forma de ser cada vez más escasa.

A Marina Esteban, historiadora, por su lectura, consejos y sugerencias.

A Sònia Moll, por mejorar la novela como lectora y como lingüista.

Con su erudición, generosidad, paciencia y comentarios, son responsables de los aciertos de este libro (los defectos, en cambio, son de mi responsabilidad exclusiva).

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Capítulo 1

1

Arístides se levantó poco antes de las primeras luces. Sabía que el frío cerril se disiparía al primer asomo de luz: así era aquel lugar de extremos y de paisajes llenos de prodigios.

Como cada mañana desde hacía unos meses se dirigió a la que había de ser su obra más recordada, la de mayor proyección y la más admirada de todas las que había realizado. La colosal mole se divisaría desde la lejanía y sería tan imponente y orgullosa como el busto de un emperador pero mucho más liviana: iba a ser un muro inmenso lleno de ventanas que lo harían imbatible al viento.

Arístides estaba junto a la acequia, con la mirada fija en las aguas que reflejaban el azul del cielo. Con su agitado jolgorio el río parecía que en su seno contuviera centenares de aves sumergidas. Sabía que no muy lejos de allí se ampliaban e inauguraban nuevas canteras para suministrar el material de construcción del futuro acueducto: granito procedente de los montes vecinos y areniscas, calizas y pizarras que serían transportadas desde otros puntos de la península. Satisfecho, imaginó cómo el agua llenaría los conductos de una obra espléndida que le sobreviviría, y cómo, a partir de aquí, todo cambiaría: la ciudad se llenaría de fuentes, de baños termales e incluso habría agua corriente en algunas casas.

Pero sus pensamientos fueron bruscamente suspendidos, un golpe sordo le fue asestado en la nuca y perdió el conocimiento.

Se despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado, estaba solo y se sentía tan débil que temió, a través de un pensamiento lejano y mal formulado, no lograr abrir los ojos, ni ver con suficiente claridad su situación. Al cabo de unos minutos, quizá fueran horas —el tiempo había dejado de ser lineal—, se dio cuenta de que el paisaje había cambiado. Estaba en una inmensa planicie de tierra rojiza, se hallaba dentro de una especie de nido de hormiga gigante de arcilla con el que habían cubierto todo su cuerpo dejando emerger únicamente su cabeza. Fuera quien fuese el que lo había dejado en aquella situación, se había ido. Intentó chillar, pero de su garganta tan reseca apenas asomó un hilo de voz.

Sus piernas y brazos no le respondían. Ahora recordaba lo que había visto durante el breve instante en que recuperó la conciencia. ¿Por qué no estaba aún muerto? Habían restañado cada uno de los cortes de sus extremidades con barro seco para impedir la hemorragia, se sentía tan extremadamente débil: ya había perdido mucha sangre. Inútil gritar, no tenía fuerzas ni quería sobrevivir en aquel estado. Con la lengua trató de saber con qué habían untado su cara. Era algo viscoso, pegadizo y dulzón, seguramente miel. La tierra y la sed no le permitían saber mucho más. Largas filas de hormigas y enjambres de moscas iban cubriendo paulatina e imparablemente todo su rostro. De pronto fue consciente de los zumbidos y de la canícula. Había llegado el momento en el que tantas veces se había preguntado cómo actuaría ante la muerte inevitable. La posibilidad de ser asesinado lo acompañaba desde hacía tiempo, pero también hacía tiempo que había decidido que la vida solo puede vivirse con la misma entrega con la que nos vemos impulsados por el paso de las estaciones. Lo que tuviera que pasar, pasaría, y ahora estaba sucediendo. Antes de ese instante irreversible había creído algo ya del todo imposible: que tal vez tendría suerte y la muerte le llegaría algunos años más tarde, después de haber realizado algunas obras más, sobre todo tras haber visto el gran acueducto construido... Pero ¿cuántas obras más serían suficientes? Siempre queda una obra más grande y mejor por hacer. La obra definitiva siempre nos espera. Así pues, bien estaba que fuera ahora, pero no de aquella manera, de forma tan agónica y cruel. Así no, así no merecía morir, de eso estaba seguro. Solo le quedaba la esperanza de que su pupilo encontrara las señales, las huellas que le llevarían hasta los que eran capaces de matarlo, los únicos que tenían una razón para hacerlo.

Sonrió por última vez. Siempre se había preguntado cómo actuaría ante la muerte certera y ahora lo sabía: dejándose llevar como el agua que había estado observando del río. Unas horas más de un sufrimiento cada vez más lejano, y ya todo sería oscuridad y silencio. Comparado con la tortura que estaba viviendo, nada resultaba tan confortable y dulce como el negro infinito, sin estrépito, que le estaba esperando.

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Capítulo 2

2

Roma, Roma, Roma. Una gran ciudad con todos los contrastes, diferencias y extremos de un punto del planeta donde se concentra el mundo entero. La suciedad y la pulcritud, la pobreza y los excesos, la razón y los prejuicios, lo más elevado y lo más bajo, lo noble con lo miserable: todo cabe en el lugar más libre y poblado de la tierra.

Por sus calles camina apresuradamente un hombre cargado de pergaminos. Su túnica, nívea, contrasta con el fango y suciedad de las calles. Deja a su derecha unos niños que hollan la ropa con sus pies grises y arrugados, la mezclan con agua, orines y tierra de batán. Esta es la lavandería donde sus túnicas, después de los pisoteos infantiles, son colgadas y golpeadas repetidamente con palas y van de una tina a otra hasta quedar limpias.

Pasa demasiado cerca de las letrinas, su olor ácido y dulzón le resulta tan nauseabundo como siempre. Al contrario que la mayoría, no soporta utilizar aquellas salas colectivas con bancos situados sobre canales del agua que facilitan la evacuación de los residuos. A pesar de su repugnancia natural hacia los excesos de la muchedumbre, Lucio ama la forma en que Roma se relaciona con el agua. El agua está presente en cada rincón de la ciudad gracias a los acueductos: a través de un entramado de cañerías de plomo se distribuye hacia las fuentes públicas, las termas y las casas de la gente rica. Sabe que el suelo que pisa cobija en su interior alcantarillas que arrastran las aguas de la lluvia y las residuales. Así es la vida en Roma, la suciedad convive con la limpieza y la exasperación de Lucio es tan grande como la admiración que profesa por sus obras hidráulicas.

Sabe que lo pertinente es dirigirse al foro, el verdadero escenario de la vida pública. Allí es donde se adjudican favores, se distribuyen cargos y se enfocan las carreras políticas, judiciales y comerciales. El mejor lugar para lograr dirigir y diseñar la construcción de una gran obra. No en vano la ciudad que un día emergió hecha de madera y fango, hoy renace tallada en mármol... Pero la idea de mezclarse con grandes procesiones, la visión de la sangre de los sacrificios de animales, los augures con sus vocingleros vaticinios, los discursos electorales proferidos en un tono elevado, los constantes acuerdos de compra y venta, todos los que se pavonean exhibiéndose como aves reales con plumas de colores... Todo esto le hastía hasta lo indecible.

Lucio sabe que de poco le serviría hacerse una carrera peldaño a peldaño: empezar por las obras civiles más ingratas, más humildes y adquirir maestría como un picapedrero aprende con el tiempo a ser escultor. No se trata de iniciar su trayectoria con el diseño de calzadas, seguir con la construcción de cloacas, llegar a edificar pequeños puentes, tal vez alguna terma...

No, no es así como uno se labra su futuro en Roma. Existen demasiados jefes de obras trabajadores y oscuros, no puede limitarse a ser uno más. Sabe que solo con un golpe de suerte y, sobre todo, con los contactos adecuados puede catapultarse al éxito.

Bordea los treinta años, una edad en la que la mayoría de los hombres ya hace lustros que se han casado. La fortuna heredada de su padre lo salvaguarda de cualquier trabajo ingrato y la arquitectura es una labor propia de las clases sociales más bajas. Su interés por la construcción es vivida en Roma como la última veleidad de un estudioso lleno de privilegios que juega a llevar a cabo actividades a las que, seguramente, no se dedicará mucho tiempo. Unos años atrás quiso componer poemas, en el antiguo verso yámbico de Arquiloco, aplicado a temas romanos. Esta afición, a pesar de ser tan estrambótica, tenía un cierto sentido: demostraba un alejamiento de la realidad propia de la clase acomodada, pero ya no se justificaba en el caso de la arquitectura, un trabajo propio de libertos.

Por ello, en vez de encauzar su carrera arquitectónica, dedicó más y más tiempo al viejo Arístides, su verdadero maestro, su mentor de juventud. Él es la única persona en quien confía y del que aprendió tanto quién era como quién quería ser. Con él compartía interminables conversaciones que derivaban hacia nuevos y apasionantes temas. En sus últimos encuentros debatieron la aplicación de cada virtud en la arquitectura. Por ejemplo, la andreía, la fuerza de la virilidad. ¿Cómo hacer edificios viriles que encarnen las cualidades de los guerreros? Este es un atributo relacionado con los buenos y nobles en contraposición a los plebeyos. Representa el linaje de aquellos que luchan y que pueden perder la vida o arrancar la ajena. O bien discutían cómo hacer una obra arquitectónica que contenga la virtud de la autarquía, es decir, que sea autosuficiente, que no dependa de los edificios circundantes. Que se erija sin guardar relación alguna con todo aquello que la envuelve, que sea imponente y única, un monumento singular al que rinda homenaje el entorno o, simplemente, que este sea tan invisible como el aire. ¿Qué clase de atributos debería tener una obra para hacer de Roma un imperio como el que jamás se había visto antes en el mundo? Era una cultura que se sabía heredera de la griega, pero que aspiraba a ser aún más grande. Con disquisiciones de este tipo el sol iba descendiendo hasta que ya nada paraba la noche ni el deseo de saber, que simplemente se posponía para la mañana siguiente.

Y debatiendo con su maestro, Lucio se apartó de los centros de toma de decisión de la ciudad como el foro y de toda adulación hacia los poderosos.

Pero Arístides no estaba. Hacía unos meses que había partido hacia Hispania. El maestro en quien se refugiaba del mundo estaba demasiado lejos, y su soledad en medio de la multitud le recordó hasta qué punto le parecía vacía su vida en Roma.

Pero aquella mañana tenía que decidir hacia dónde dirigirse, debía intentar encauzar su vida y empezar una verdadera proyección pública. Tendría que haber ido hacia las tiendas situadas en el entorno de la Vía Sacra, la calle que conducía hasta el foro romano, la más comercial de la ciudad... Pero se había desviado hacia una calle paralela, el Argiletum, el lugar de la ciudad más lleno de libros. Ya los tenía... ¿Se dirigiría ahora al foro? No, optó por ir a los baños, necesitaba desprenderse de tanta suciedad, de tanto ruido, de tanta gente.

Primero se ejercitó en la palestra, estuvo un buen rato levantando pesas y observó con detenimiento una lucha con espadas. Cuando se sintió listo para ir a las piscinas, empezó por sumergirse en la de agua tibia. Se imaginó la enorme cantidad de líquido que esas termas necesitaban para funcionar, procedentes de los acueductos. El agua de cada espacio de las instalaciones termales debía estar a la temperatura adecuada, esto se lograba a través de un sistema de calefacción subterránea. Era consciente de que debajo del pavimento numerosos esclavos trabajaban para que los usuarios de las termas disfrutaran de un ambiente caldeado. Eran los encargados de mantener encendido el horno subterráneo trabajando a una temperatura, sin duda, insoportable. Lucio pensó cómo unos, en un mismo lugar y a tan poca distancia, viven lujos propios de los dioses y, otros, al límite de lo humanamente soportable.

Luego, inmerso en el agua caliente y con los ojos cerrados, el mundo, Roma, parecía desvanecerse. No pensar, dejarse engullir por el silencio. Sabía que debía abrir los párpados, procurar no aislarse, intentar establecer contactos. Los baños eran una excelente oportunidad para los negocios... Pero este pensamiento se esfumó como sumergido en un vaho denso. Coexistían en su cabeza varios planos de ideas, recuerdos y argumentos constantes, diminutas imágenes fragmentadas, anécdotas, aseveraciones sobre el mundo y la vida, frases desordenadas e invasivas que poco o nada tenían que ver con el tema principal que ahora debería ocuparle (abrir los ojos, establecer contactos...). Frecuentemente estos subargumentos minúsculos y sin importancia alguna se amontonaban como esperando su turno en apretada cola en su cabeza. En otras ocasiones, eran como semillas livianas, coníferas en forma de hélice, que se desprendían suavemente para clavar con su indoloro punzón un pensamiento más, ya fuera parásito o simiente.

—¡Lucio!

Abrió los ojos y vio a un antiguo compañero de estudios. No recordaba su nombre, así que tendría que entablar un diálogo sin hacer mención ni de cómo se llamaba ni de nada concreto de su vida.

—¡Qué suerte haberte encontrado! ¿Cuánto hace que no te veía?

No esperó contestación y siguió su charla gesticulando casi sin mirarlo.

—Ah, qué lejos quedan aquellas épocas en que, siendo jóvenes, habíamos practicado con la pelota, lanzado los aros, montado a caballo y aquellos larguísimos entrenamientos de lucha libre, ¿recuerdas?

Miró alrededor para comprobar si alguien había oído el relato de su pasado que a él le parecía tan viril e intenso, un gesto que no pasó desapercibido a Lucio y que causó, casi de inmediato, su indiferencia.

—Bueno —le interrumpió Lucio viendo que era inútil esperar que terminara de hablar—, sigo frecuentando el gimnasio. Tengo un mentor, Arístides, que siempre ha considerado que, aparte del ejercicio, es necesario cuidar la alimentación y, sobre todo, procurar no coger infecciones.

«Sí —pensó—, este es un buen tema, las infecciones.» Decidió que intentaría recordar lo que sabía de todo ello. Buen truco para aparentar un diálogo y seguir en voz alta con los propios conocimientos y recuerdos.

—¿Infecciones? ¡Qué temas más lúgubres en los que pensar!

—Pues pocas cosas hay más importantes para prevenir las enfermedades. El famoso médico Areteo afirmaba que en la mayoría de las enfermedades resulta lícito pedir a los dioses que se lleven al paciente. Una simple infección puede producirte la muerte por septicemia. Si enfermas, las posibilidades de curarte son mínimas y los remedios pocas veces funcionan: el añil, con el que se pintan de azul el cuerpo los guerreros de Britania, es un útil antiséptico. Arístides también me enseñó que es mucho mejor el vinagre que el vino para desinfectar una herida.

—¿Y para las quemaduras? Los fogones incendiaron la casa de unos parientes, ya sabes que los fuegos son incesantes en Roma... —dijo su interlocutor con evidentes ganas de desviar el tema.

—Si te quemas, usa tanino de uva. Hay resinas de algunos árboles que bajo los vendajes frenan las hemorragias graves. Aunque nada se puede hacer si la quemadura es grande.

—Ya veo... —respondió el otro, mirando a su alrededor por si encontraba a un conocido.

—Con relación a las picaduras infectadas y ulceraciones —insistió Lucio— utiliza siempre calamina. Las semillas de amapola son un poderoso anestésico que puede ayudarte en caso de un fuerte dolor de muelas. También es importante recordar que una mordedura puede infectarte con la rabia, límpiala con vinagre sin perder un segundo y sin miedo amputa la zona mordida, es mucho mejor vivir sin un brazo o una pierna que sentir los espasmos que preceden a la muerte.

—Qué asco... Espero que no me muerda en mi extremidad favorita —alegó su antiguo compañero dirigiendo la mirada a sus genitales y riéndose.

Lucio, con semblante serio, continuó:

—No se ha podido demostrar, pero Lucrecio habla de los gérmenes, pequeñas criaturas imposibles de ver, que se desplazan por el aire y entran en el cuerpo por la boca y la nariz produciendo numerosas enfermedades. Por todo ello, mi maestro siempre me aconsejaba prevenir los males con una vida que aleje las enfermedades, practicando un ejercicio regular y tomando comidas sanas. Las normas son: levántate de la mesa antes de sentirte saciado: no te emborraches nunca. Un hombre ebrio es un espectáculo ridículo y lamentable, y su cabeza, después del alcohol, no piensa con claridad ni aun cuando ya está sobrio. Cuanto más alcohol se toma, más se reblandece el cerebro. No dejes nunca de hacer ejercicio ni de dormir las horas necesarias. Por lo demás, solo puedes pedir ayuda a los dioses. Alcanzar los cuarenta años es una suerte reservada a muy pocos, pero los que lo consiguen han vencido tantas enfermedades y tienen una naturaleza tan fuerte, que serán de los pocos afortunados que llegarán a viejos. Yo ya tengo veintinueve, una edad muy avanzada y sigo vivo, como tú.

—Ya veo, ya veo. Pues yo he venido a las termas porque después de haber disfrutado de una buena puta me apetece limpiarme y relajarme. ¿Recuerdas que después del ejercicio íbamos todos a solicitar sus servicios? —insistió su conocido con una risa amplia y potente que dejó entrever unos dientes mal cuidados. Estaba decidido, esta vez, a cambiar de tema.

—Bueno, la verdad es que yo me retiraba a mis estudios.

—¿No frecuentas a las prostitutas? ¿Qué clase de hombre eres?

—Un hombre corriente, supong

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