Dramatis Personae
Navaja: asesino
Scillara: su compañera
Iskaral Pust: mago y sacerdote supremo del templo de Sombra, dios de los bhokarala
Hermana Rencor: soletaken
Mogora: esposa ocasional de Iskaral
Barathol Mekhar: turista
Chaur: hombre amable
Mappo Runt: trell
Rapiña: abrasapuentes retirada y socia del Bar K’rul’s
Mezcla: abrasapuentes retirada y socia del Bar K’rul’s
Azogue: abrasapuentes retirado y socio del Bar K’rul’s
Mazo: abrasapuentes retirado y sanador
Perlazul: abrasapuentes retirado
Pescador: bardo, habitual del Bar K’rul’s
Duiker: Historiador Imperial del imperio malazano
Bellam Nom: joven estudiante de la escuela de esgrima
Rallick Nom: asesino taciturno
Torvald Nom: primo de Rallick
Tiserra: esposa de Torvald
Coll: miembro del Consejo de Darujhistan
Estraysian D’Arle: miembro del Consejo de Darujhistan
Hanut Orr: miembro del Consejo de Darujhistan, sobrino del fallecido Turban Orr
Shardan Lim: miembro del Consejo de Darujhistan
Murillio: consorte
Kruppe: hombre pequeño y rollizo
Meese: propietaria de la taberna del Fénix
Irilta: habitual de la taberna del Fénix
Scurve: tabernero de la taberna del Fénix
Sulty: camarera de la taberna del Fénix
Cáliz: esposa de Vidikas, hija de Estraysian D’Arle
Gorlas Vidikas: el más reciente miembro del Consejo de Darujhistan, antiguo Héroe del Festival
Krute de Talient: agente del Gremio de los Asesinos
Gaz: asesino
Thordy: mujer de Gaz
Maese Quell: navegante de la Asociación Comercial de Trygalle y hechicero
Vahído: accionista
Reccanto Índole: accionista
Dulcísima Angustia: accionista
Glanno Tarp: accionista
Amby Tronco: mariscal retirado de los Irregulares de Mott y reciente accionista
Jula Tronco: mariscal retirado de los Irregulares de Mott y reciente accionista
Preciosa Dedal: retirada de los Irregulares de Mott y reciente accionista
Rezongo: guardia de caravana
Piedra Menackis: dueña de una escuela de esgrima
Harllo: un chico
Bedek: «tío» de Harllo
Myrla: «tía» de Harllo
Snell: chico
Bainisk: trabajador de las minas
Venaz: trabajador de las minas
Chamusquino: nuevo guardaespaldas contratado
Leff: nuevo guardaespaldas contratado
Madrun: nuevo guardia contratado para el complejo
Lazan Puerta: nuevo guardia contratado para el complejo
Estucerrojo (o Estudioso Cerrojo): castellano
Humilde Medida: una presencia misteriosa en el submundo criminal de Darujhistan
Chillbais: demonio
Baruk: miembro de la Cábala T’orrud
Vorcan: Señora del Gremio de Asesinos
Seba Krafar: Maestro del Gremio de Asesinos
Apsal’ara: uno de los caídos en Dragnipur
Kadaspala: una de los caídos en Dragnipur
Derudan: bruja de Tennes
K’rul: dios ancestral
Draconus: uno de los caídos en Dragnipur
Korlat: tiste andii soletaken
Orfantal: tiste andii soletaken, hermano de Korlat
Kallor: desafiador
Dama Envidia: espectadora
Anomander Rake: Hijo de la Oscuridad, Caballero de la Oscuridad, regente de Coral Negro
Spinnock Durav: tiste andii
Endest Silann: hechicero tiste andii
Caladan Brood: señor de la guerra
El Embozado: Dios de la Muerte
Fosa: uno de los caídos en Dragnipur
Samar Dev: bruja
Karsa Orlong: guerrero teblor toblakai
Viajero: extranjero
Tronosombrío: Dios de Sombra
Cotillion, la Cuerda: dios de los Asesinos
El Profeta, sumo sacerdote del Caído, en otro tiempo un artista mediocre llamado Munug
Silanah: una eleint
Arpía, Gran Córvida
Raest: tirano jaghut (retirado)
Clip, espada mortal
Nimander Golit: tiste andii
Garrapata de Piel: tiste andii
Nenanda: tiste andii
Aranatha: tiste andii
Kedeviss: tiste andii
Desra: tiste andii
Sordiko Escrúpulo: suma sacerdotisa
Salind: suma sacerdotisa
Vidente: habitante de Coral Negro
Gradithan: matón
Ratamonje: mago
Baran: Mastín de Sombra
Yunque: Mastín de Sombra
Ciega: Mastín de Sombra
Cruz: Mastín de Sombra
Shan: Mastín de Sombra
Pálido: Mastín de Sombra
Cerrojo: Mastín de Sombra
Caminante del Filo: viajero
Paseadoras de perros: dos testigos
Prólogo
Di la verdad, permanece quieto, hasta que el agua entre nosotros fluya clara.
Meditaciones del tiste andii
No tengo un nombre para este pueblo —dijo el hombre harapiento, tirando con las manos de los dobladillos deshilachados de lo que había sido una vez una opulenta capa. Enroscada y metida en su cinturón trenzado había una correa de cuero, podrida y hecha jirones—. Necesita un nombre, creo —continuó, levantando la voz por encima de la feroz lucha de los perros—, pero ando un poco falto de imaginación y nadie parece muy interesado.
La mujer que estaba de pie a su lado, a quien ofrecía en tono amigable esos comentarios, apenas acababa de llegar. De su vida en un tiempo anterior muy poco quedaba.
Jamás había tenido un perro, pero se había encontrado tambaleándose por la calle principal de este decrépito y extraño pueblo agarrando una correa de la cual tiraba una bestia de infame carácter que arremetía contra todo el que pasaba. El cuero podrido acabó rompiéndose y dejó suelta a la bestia que se había lanzado como un rayo a atacar al perro de ese hombre.
Los dos animales estaban ahora tratando de matarse en medio de la calle, sin más espectadores que sus supuestos dueños. El polvo había dado paso a la sangre y a desgarrones de pellejo.
—Hubo una guarnición antes, tres soldados que no se conocían entre sí —dijo el hombre—. Pero uno a uno se marcharon.
—Jamás había tenido un perro antes —contestó, y fue con un sobresalto que se dio cuenta de que estas eran las primeras palabras que había pronunciado desde..., bueno, desde antes.
—Tampoco yo —admitió el hombre—. Y hasta ahora el mío era el único perro de la ciudad. Por extraño que parezca, jamás me encariñé de esta miserable bestia.
—¿Cuánto tiempo lleva..., bueno, aquí?
—No tengo ni idea, pero parece una eternidad.
La mujer miró a su alrededor, después asintió.
—Igual que yo.
—Ay, ¡creo que su mascota ha muerto!
—Vaya. Así es. —Miró con el ceño fruncido la correa rota de su mano—. Supongo entonces que ya no necesitaré una nueva.
—No esté tan segura de eso —dijo el hombre—. Parece que aquí somos dados a repetir las cosas. Día tras día. Pero, escuche, puede quedarse la mía. Nunca la uso, como ve.
La mujer aceptó la correa enroscada.
—Gracias.
La llevó hasta donde yacía su perro muerto, prácticamente despedazado. El vencedor se estaba arrastrando hacia su amo e iba dejando un reguero de sangre a su paso.
Todo tenía un aspecto extraño y retorcido, incluyendo, pensó, sus propios impulsos. Se agachó y levantó con delicadeza la cabeza machacada de su perro, le puso la correa alrededor del cuello desgarrado. Después volvió a dejar en el suelo la cabeza cubierta de sangre y babas y se irguió, con la raída correa colgando de su mano derecha.
El hombre se puso junto a ella.
—Ay, todo es bastante complicado, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y pensábamos que la vida era complicada.
Ella le lanzó una mirada.
—Entonces, ¿estamos muertos?
—Eso creo.
—Pues si es así, no entiendo. A mí debían enterrarme en una cripta. Una elegante y sólida cripta; la vi con mis propios ojos. Con suntuosos muebles y a prueba de ladrones, con toneles de vino y carnes sazonadas y fruta para el viaje... —Señaló los harapos que vestía—. Habían de vestirme con mis mejores ropas y ponerme todas mis joyas.
El hombre la estaba mirando.
—Rica, entonces.
—Sí. —Miró de nuevo al perro muerto al final de la correa.
—Ya no.
Ella le lanzó una mirada furiosa, después se dio cuenta de que esa rabia era, en fin, inútil.
—Nunca había visto esta ciudad antes. Parece que se esté cayendo a pedazos.
—Sí, toda ella se está cayendo a pedazos. Eso sí lo ha entendido.
—No sé dónde vivo... Vaya, eso suena extraño, ¿verdad? —Volvió a mirar a su alrededor—. Todo es polvo y podredumbre y ¿eso que se acerca es una tormenta? —Señaló a la calle principal hacia el horizonte, donde unas nubes cargadas de una luminosidad extraña se amontonaban ahora sobre colinas desnudas.
Ambos se las quedaron mirando un tiempo. Las nubes parecían estar llorando lágrimas de jade.
—En otro tiempo fui sacerdote —dijo el hombre, mientras su perro se acercaba a sus pies y se quedaba allí, jadeante, con sangre goteándole de la boca—. Cada vez que veíamos llegar una tormenta, cerrábamos los ojos y cantábamos más alto.
Ella lo observó un tanto sorprendida.
—¿Fue sacerdote? Entonces... ¿por qué no está con su dios?
El hombre se encogió de hombros.
—Si supiera la respuesta a eso, ese espejismo que me guio una vez, el de la iluminación, sería de verdad mío. —Se enderezó de pronto—. Mire, tenemos visita.
Acercándose con andares torpes llegaba una alta figura, tan reseca que sus miembros no parecían más que raíces de árbol, el rostro poco más que podrido, piel ajada extendida sobre hueso. El pelo largo y gris flotaba suelto sobre un pálido y despellejado cráneo.
—Supongo —murmuró la mujer— que tengo que acostumbrarme a ver este tipo de cosas.
Su compañero no dijo nada, y los dos observaron a la demacrada, renqueante criatura pasar de largo entre tambaleos, y cuando se giraron para seguir su avance vieron otra más extraña, cubierta con una capa raída de color gris oscuro, encapuchada, de altura parecida a la anterior.
Ninguna pareció reparar en su público, pues la encapuchada dijo: «Caminante del Filo.»
—Tú me has llamado a este lugar —dijo el llamado Caminante del Filo— para... mitigar.
—Así es.
—Se ha hecho esperar.
—Puedes pensarlo así, Caminante del Filo.
—¿Por qué ahora? —preguntó el hombre de pelo gris, que claramente llevaba mucho tiempo muerto, después de ladear la cabeza.
La figura encapuchada se giró apenas y la mujer pensó que podría estar mirando al perro muerto.
—Por asco —dijo.
Una suave y áspera risa de Caminante del Filo.
—¿Qué abominable lugar es este? —siseó una nueva voz, y la mujer vio una forma, apenas una emborronada mancha de sombras, susurrar desde un callejón, aunque parecía renquear con la ayuda de un bastón, y de repente había enormes bestias, dos, cuatro, cinco, amontonándose silenciosas alrededor del recién llegado.
Un gruñido del sacerdote alrededor de la mujer.
—Mastines de sombra. ¡Si mi dios pudiese presenciar esto!
—Quizá lo hace, a través de tus ojos.
—Oh, lo dudo.
Caminante del Filo y su encapuchado acompañante observaron cómo se acercaba aquella forma imprecisa de baja estatura; vacilante, después se fue haciendo más sólida. El palo negro a modo de bastón golpeaba la calle de tierra, levantando pequeñas nubes de polvo. Los perros se dispersaron, con las cabezas bajas para olisquear el suelo. Ninguno se acercó al cadáver del perro de la mujer, tampoco a la bestia jadeante a los pies de su recién descubierto amigo.
—¿Abominable? Supongo que lo es. Una suerte de necrópolis, Tronosombrío —dijo el encapuchado—. El pueblo de los desechos. Atemporal y, sí, inútil. Esta clase de lugares es omnipresente.
—Habla por ti —dijo Tronosombrío—. Míranos, esperando. ¡Esperando! Ah, si me importaran el decoro y la propiedad. —Una súbita risita—. ¡Si nos importaran a alguno de nosotros!
Los perros regresaron todos a la vez, con los pelos del pescuezo erizados, las miradas atentas a algo lejano, en la calle principal.
—Uno más —susurró el sacerdote—. Uno más y el último, sí.
—¿Esto volverá a ocurrir? —le preguntó la mujer cuando un miedo repentino la sobrecogió. Alguien viene. Dioses, alguien viene—. ¿Mañana? ¡Dígamelo!
—Diría que no —dijo el sacerdote después de un momento. Giró su mirada al cadáver del perro que yacía en el polvo—. No —repitió—. Diría que no.
De las colinas, el trueno y la lluvia de jade caían como flechas de diez mil batallas. Calle abajo retumbaba el ruido repentino de las ruedas de un carruaje.
La mujer se volvió al oír esto último y sonrió.
—Vaya —dijo aliviada—, aquí llega mi transporte.
En otro tiempo había sido mago en Pale, empujado a la traición por desesperanza. Pero Anomander Rake no había hallado interés alguno en la desesperanza, ni en cualquier otra excusa que Fosa y sus camaradas pudieran haberle dado. Los traidores al Hijo de la Oscuridad besaban la espada Dragnipur, y en algún lugar de esta región, bregando en la penumbra perpetua, había rostros que reconocía, ojos que podían encontrar los suyos. ¿Y qué podía él ver en ellos?
Solo lo que él devolvía. La desesperanza no bastaba.
Aquellos eran pensamientos infrecuentes, ni más ni menos inoportunos que otros, que se burlaban de él con esa forma de ir y venir a su antojo; y cuando no andaban cerca, bueno, quizá flotaban por extraños cielos, cabalgando templados vientos suaves como la risa. El que no podía escapar era el propio Fosa y lo que veía por todas partes. El aceitoso barro y sus afiladas piedras negras que le atravesaban las corroídas suelas de las botas; el terrible aire húmedo que dejaba sobre la piel una película mugrienta, como si hasta el mundo estuviera febril y bañado de sudor. Los débiles gritos —por extraño que fuera, siempre lejanos a oídos de Fosa— y, mucho más cerca, el gemido y crujido de la enorme máquina de madera y bronce, el apagado chillido de las cadenas.
Hacia delante, hacia delante, a pesar de que tras ellos acechaba la tormenta, nube amontonada sobre nube, plateada y turbia y atravesada por retorcidas lanzas de hierro. Había empezado a lloverles ceniza encima, de forma incesante ahora, cada mota tan fría como la nieve, aunque este era un lodo que no se fundía, sino que más bien se mezclaba con el barro hasta que parecía que caminaban por un campo de escoria y residuos.
Aunque mago, Fosa no era ni pequeño ni frágil. Había en él una dureza que evocaba en los demás la imagen de matones y asaltantes de callejón, allá en la vida anterior. Tenía unas facciones duras, angulosas y, sí, animales. Había sido un hombre fuerte, pero esto no era ninguna recompensa, no aquí, no encadenado a la Carga. No en el interior del alma oscura de Dragnipur.
La presión era insoportable, pero la soportaba. El camino que tenía por delante era infinito, apestaba a locura, pero se aferraba a su cordura como el ahogado se aferraría a una raída cuerda, y se arrastraba hacia el frente, paso a paso. Los grilletes de hierro le hacían sangrar las extremidades sin esperanza de alivio. Unas figuras embarradas avanzaban pesadamente a cada lado y, a lo lejos, apenas un contorno borroso en la penumbra, otro sinfín más.
¿Había consuelo en ese destino compartido? Ya solo la pregunta suscitaba una risa histérica, un desplomarse en el preciado olvido de la locura. No, claro que no había semejante consuelo, más allá del reconocimiento mutuo del disparate, la mala suerte y la obstinada estupidez, y esos rasgos en nada ayudaban a la camaradería. Además, los compañeros que iban a cada a lado tenían por costumbre cambiarse sin previo aviso, un desventurado idiota ocupando el lugar de otro en un remolino granuloso y emborronado.
Agitándose en las cadenas, para mantener la Carga en movimiento, aquella pesadillesca huida no dejaba ni fuerzas ni tiempo para la conversación. Y por eso Fosa hizo caso omiso una primera vez de la mano que le zarandeó un hombro, también una segunda. A la tercera, en cambio, el zarandeo fue lo bastante fuerte como para desequilibrar al mago, que se tambaleó a un lado. Entre juramentos, se volvió para lanzar una mirada furiosa al que ahora caminaba a su lado.
Una vez, hace mucho, quizá se habría estremecido al ver una aparición como esta. El corazón le habría dado un vuelco por el espanto.
El demonio era inmenso, masivo. Su otrora sangre real no le otorgaba privilegio alguno, aquí, en Dragnipur. Fosa vio que la criatura estaba acarreando a los caídos, los fracasados, reuniendo sobre sí una veintena o más de cuerpos junto a las cadenas que los ataban. Músculos tensos, arracimados y retorcidos mientras el demonio se impulsaba hacia delante. Cuerpos escuálidos que colgaban inertes, apiñados como haces de leña bajo cada brazo. Una, aún consciente, aunque le colgaba la cabeza, trepó por la enorme espalda como una cría de simio, con la mirada vidriosa deslizándose por la cara del mago.
—Eh, tú, idiota —gruñó Fosa—. ¡Échalos ahí dentro!
—No hay sitio —gorjeó el demonio con la voz aguda y aniñada.
Pero al mago se le había acabado la compasión. El demonio debería haber dejado a los caídos atrás por su propio bien; claro que, por supuesto, todos sentirían el peso añadido, la patética resistencia de las cadenas. Aun así, ¿y si este cayese? ¿Y si cediesen esta extraordinaria fuerza física y voluntad?
—¡Maldito sea el necio! —rugió Fosa—. ¿Por qué no mata a unos pocos dragones más, el condenado?
—Estamos fracasando —dijo el demonio.
A Fosa le entraron ganas de aullar al oírlo. ¿Acaso no resultaba obvio para todos? Pero la voz trémula sonaba a un tiempo divertida y desolada, y eso lo conmovió.
—Lo sé, amigo. Ya no queda mucho.
—¿Y después?
Fosa sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿Quién lo sabe?
De nuevo el mago no tenía respuesta.
El demonio insistió.
—Debemos encontrar a alguien que lo sepa. Ahora me marcho, pero regresaré. No me compadezcas, por favor.
Un súbito remolino, gris y negro, y ahora una bestia parecida a un oso estaba a su lado, demasiado cansada, demasiado aturdida como para lanzarse sobre él, como seguían haciendo algunas criaturas.
—Llevas aquí demasiado tiempo, amigo —le dijo Fosa.
¿Quién lo sabe?
Una pregunta interesante. ¿Sabía alguien lo que ocurriría cuando el caos los atrapara? ¿Alguien aquí, en Dragnipur?
Al poco de besar la espada, entre sus frenéticos intentos de escapar, sus gritos de desesperación, había lanzado preguntas a todo el mundo; más aún, incluso había intentado abordar a un Mastín, pero había estado demasiado ocupado arremetiendo contra sus propias cadenas, con la espuma burbujeante cayendo de sus inmensas mandíbulas, y casi lo había pisoteado, y él no lo había vuelto a ver.
Pero alguien había respondido, alguien le había hablado. Sobre algo... vaya, no recordaba más que un nombre. Un único nombre.
Draconus.
Había presenciado muchas cosas en el interminable interludio de su carrera, pero ninguna más frustrante que la de la huida de dos Mastines de Sombra. Para alguien como Apsal’ara, Señora de los Ladrones, aquella laboriosa indignidad de tirar de una cadena por toda la eternidad era mancillar su existencia. Los grilletes habían de ser arrancados, las cargas habían de ser arteramente evitadas.
Desde el momento de su tambaleante llegada, se había propuesto romper las cadenas que la ataban a ese espantoso reino, pero era una tarea casi del todo imposible cuando una estaba condenada a tirar de la maldita carreta por toda la eternidad. Y ella no tenía el más mínimo deseo de presenciar de nuevo el horrible séquito que había justo al final de las cadenas, los corroídos pedazos de carne aún con vida que se arrastraban por el terreno fangoso lleno de brechas, el destello de un ojo abierto, el coleteante muñón de un miembro estirándose hacia ella, un terrible ejército de fracasados, los que se rendían y los que veían flaquear sus fuerzas.
No, Apsal’ara se había abierto camino hasta acercarse a la enorme carreta, y al fin consiguió caminar con el paso pesado junto a una de las enormes ruedas de madera. Después se había rezagado hasta quedar justo detrás de esa rueda. Desde allí fue colándose hacia el interior, escurriéndose debajo del chirriante fondo de la carreta, con su incesante lluvia de agua marrón, sangre y despojos de carne putrefacta pero viva. Arrastrando la cadena tras ella se había conseguido meter bajo un saliente de la parte inferior, justo encima del eje frontal, donde se encajó con las piernas levantadas y la espalda pegada a la viscosa madera.
El fuego había sido el regalo, el regalo robado, pero en este anegado inframundo no podía haber llama alguna. Cuando eso falla queda la... fricción. Había empezado a frotar un tramo de cadena contra otro.
¿Cuántos años habían pasado? No tenía ni idea. No había hambre, ni sed. La cadena serraba adelante y atrás. Hubo un indicio de calor, que ascendió eslabón a eslabón hasta sus manos. ¿Se había ablandado el hierro? ¿Había unas nuevas muescas plateadas como indicio de que el metal se desgastaba? Ya hacía mucho que no lo comprobaba. El esfuerzo bastaba. Había bastado durante mucho tiempo.
Hasta que aparecieron aquellos malditos Mastines.
Aquello y la ineludible verdad de que la carreta iba más despacio, de que ahora había tantos yaciendo en el fondo como fuera en la penumbra, tirando desesperadamente de sus cadenas. Pudo oír los lastimosos gemidos, filtrándose desde el fondo que quedaba justo encima de ella, de los atrapados por el peso de un sinfín más.
Los Mastines se habían abalanzado contra los flancos de la carreta. Los Mastines se habían zambullido en las fauces de la oscuridad que había justo en el centro. Había habido un extraño, un extraño sin cadenas. Provocando a los Mastines... ¡Los Mastines! Recordó su rostro, ay, sí, su rostro. Incluso después de que hubiese desaparecido...
Tras todo aquello, Apsal’ara había intentado seguir a las bestias, pero el inclemente frío de aquel portal la hizo retroceder; un frío tan intenso que podía destruir la carne, más frío incluso que Omtose Phellack. El frío de la negación. El rechazo.
No hay mayor maldición que la esperanza. Una criatura inferior habría llorado entonces, se habría rendido, arrojándose ella misma bajo las ruedas, solo una pieza más de restos de hueso machacado y carne retorcida, arañando y dando vueltas en el barro pedregoso. En cambio ella había regresado a su saliente privado y había retomado su lucha con las cadenas.
Había robado la luna una vez.
Había robado el fuego.
Había recorrido en silencio los salones abovedados de la ciudad que había en el interior de Engendro de Luna.
Ella era la Señora de los Ladrones.
Y una espada le había arrebatado la vida.
Esto no bastará. Esto no bastará.
Tumbado en su lugar habitual sobre la roca plana junto al arroyo, el perro sarnoso levantó la cabeza y el movimiento agitó los insectos que echaron a volar entre zumbidos. Un segundo después la bestia se levantó. Tenía el lomo cosido a cicatrices, algunas lo bastante profundas para retorcer los músculos de debajo. El perro vivía en la aldea pero no era oriundo de ella. Tampoco pertenecía a la jauría de la aldea. No dormía fuera de la entrada de ninguna cabaña; no permitía que nadie se acercase. Ni siquiera los caballos de la tribu lo hacían.
Todos convenían en que en sus ojos había una profunda amargura, incluso un dolor si cabe más profundo. Tocado por el dios, decían los ancianos uryd, y esa afirmación garantizaba que el perro jamás se moriría de hambre y que jamás sería expulsado. Lo tolerarían, de igual modo que a todas las cosas tocadas por el dios.
Con una agilidad sorprendente a pesar de la cadera maltrecha, el perro atravesó trotando la aldea, descendiendo a lo largo de la avenida principal. Cuando llegó al extremo sur continuó, cuesta abajo, serpenteando entre los peñascos cubiertos de musgo y las pilas de huesos que señalaban los despojos de los uryd.
Su marcha fue advertida por dos niñas a las que aún les quedaba un año o más para sus noches de pasaje a la edad adulta. Parecidas de rasgos y con edades muy próximas, apenas unos días separaban las fechas de sus nacimientos. Ninguna de ellas podría llamarse locuaz. Compartían el lenguaje silencioso común entre gemelos, aunque no lo fuesen, y parecía que, para ellas, ese lenguaje bastaba. Y así, al ver que el perro marchaba de la aldea, intercambiaron una mirada, se dispusieron a recoger cuantas provisiones y armas encontraron a mano y después partieron tras el rastro del animal.
La marcha de las niñas fue advertida, y eso fue todo.
Al sur, bajando las grandes montañas de su tierra natal, donde los cóndores volaban en círculos entre las cumbres y los lobos aullaban al llegar los vientos del invierno.
Al sur, hacia las tierras de los aborrecidos niños de los nathii, donde moraban los portadores de la guerra y la pestilencia, los asesinos y los esclavizadores de los teblor. Donde los nathii se reproducían como lemmings hasta que parecía que no iba a quedar espacio en el mundo para nada ni nadie salvo ellos.
Como el perro, las dos niñas eran valientes y decididas. Aunque no lo sabían, esas características las habían sacado de su padre, al que nunca habían conocido.
El perro no miró atrás, y cuando las niñas lo alcanzaron el animal mantuvo su indiferencia. Estaba, como los ancianos habían dicho, tocado por el dios.
Allá en la aldea, una madre y su hija fueron informadas de la huida de sus niñas. La hija lloró. La madre, no. En vez de eso, sintió calor en un lugar de la parte baja de su cuerpo, y, por un momento, se perdió entre sus recuerdos.
—Oh, frágil ciudad, donde los extraños han de llegar...
Una llanura vacía bajo un vacío cielo nocturno. Un fuego solitario, tan débil que casi se lo tragaban las ennegrecidas y agrietadas piedras que lo rodeaban. Sentado en una de las dos rocas planas cerca de la hoguera, un hombre rechoncho con el pelo ralo y grasiento. Un chaleco rojo descolorido, sobre una camisa de lino con los puños ablusados, antes blancos, pero ahora sucios, que despuntaban alrededor de las rollizas manos. Tenía la cara redonda sonrojada y reflejaba las llamas titilantes. De la estrecha barbilla prominente colgaban unos pelos largos y negros —no lo bastante para trenzarlos, muy a su pesar— que en su recién adquirida afectación gustaba de retorcer y acariciar cuando se hallaba sumido en profundos pensamientos, o incluso cuando estos eran apenas superficiales. De hecho, cuando ni tan siquiera pensaba, pero deseaba dar una impresión de sesuda meditación, por si alguien lo observaba con interés.
Y los acariciaba y retorcía en ese momento mientras miraba con el ceño fruncido el fuego que tenía delante de él.
¿Qué había cantado ese bardo de cabello gris? Antes durante esa noche en el modesto escenario del Bar K’rul, cuando lo había visto, satisfecho con su lugar en la gloriosa ciudad que había salvado más de una vez.
—Oh, frágil ciudad, donde los extraños han de llegar...
—Tengo que contarte algo, Kruppe.
El hombre rollizo alzó la mirada y encontró la figura cubierta sentada en la otra piedra plana, con las manos delgadas y pálidas extendidas hacia las llamas. Kruppe se aclaró la garganta, después habló.
—Ha pasado mucho tiempo desde que Kruppe se encontrara encaramado como lo ves ahora. En consecuencia, Kruppe hace mucho que ha deducido que querías decirle algo de tan magna importancia que nadie salvo Kruppe era digno de escucharlo.
Un débil brillo en el interior de la capucha.
—Yo no estoy en esta guerra.
Kruppe se acarició las colas de rata de su barba, saboreando el no decir nada.
—¿Esto te sorprende? —preguntó el dios ancestral.
—Kruppe siempre espera lo inesperado, viejo amigo. ¿Cómo?, ¿acaso podrías esperar otra cosa? Kruppe está pasmado. Sin embargo, una idea llega, impulsada hacia el cerebro por un tirón en esta apuesta barba. K’rul afirma que no está en la guerra. Sin embargo, Kruppe sospecha, es en cambio su trofeo.
—Solo tú entiendes esto, amigo mío —dijo el dios ancestral, con un suspiro. Después ladeó la cabeza—. No había reparado en ello antes, pero pareces triste.
—La tristeza tiene muchos sabores, y parece que Kruppe los ha probado todos.
—¿Deseas hablar de tales cosas? Soy, creo, de los que saben escuchar.
—Kruppe ve que son muchos pesares los que te aquejan. Quizás este no es el momento.
—Eso no importa.
—A Kruppe, sí.
K’rul miró a un lado de reojo, y vio que se acercaba una figura de pelo gris, demacrada.
—«Oh, frágil ciudad, donde los extraños han de llegar» —Kruppe cantó—. ¿Y el resto?
El recién llegado respondió con voz grave.
—«... y se adentran en grietas en busca de cobijo».
Y el dios ancestral suspiró.
—Únete a nosotros, amigo —dijo Kruppe—. Siéntate junto a este fuego; esta escena dibuja la historia de nuestra especie, como sabes. Una noche, una chimenea y un cuento que tejer. Querido K’rul, queridísimo amigo de Kruppe, ¿habéis visto alguna vez bailar a Kruppe?
El extraño se sentó. Un rostro pálido, una expresión de dolor y de pena.
—No —dijo K’rul—. No lo creo. Ni en cuerpo ni en palabra.
Kruppe esbozó una sonrisa silenciosa y algo brilló en sus ojos.
—Entonces, amigos míos, acomodaos para esta noche. Y sed testigos.
LIBRO PRIMERO
Voto al sol
Esta criatura de palabras
Hiere en lo más profundo y jadea, vuela
El rocío de la lluvia roja
Debajo del cielo azul
Espanto ante lo que se revela
¿De qué sirve ahora esta armadura
Cuando las palabras se infiltran con tanta facilidad?
Este dios de las promesas se ríe
De las cosas equivocadas, inoportuno
Deshaciendo todos esos sacrificios
Con deliberada malicia
Retrocede como un soldado en retirada
Incluso cuando la retirada está prohibida
Ante cadáveres amontonados en lo alto de los muros
Sabías que esto llegaría
Al final y nada finges, ninguna sorpresa
Al encontrar esta copa llena
Con el dolor de otra persona
Nunca es tan malo como parece
El sabor más dulce de lo esperado
Cuando te agazapas en el sueño de un loco
Así que llévate esta beligerancia
Donde te plazca, el porfiado canalla
Es la carga de mi alma
Al centro de la calle
Dando vueltas a colmillo desnudo
Lanzando bocados a sedientas lanzas
Que se arrojan frías y purgadas de tus manos
Palabras de caza
Brathos de Coral Negro
Capítulo 1
¡Oh, frágil ciudad!
Donde los desconocidos han de llegar
Y se adentran en grietas
En busca de cobijo
¡Oh, ciudad azul!
Viejos amigos recogen suspiros
A los pies de los muelles
Cuando la marea se ha ido
¡Ciudad sin corona!
Donde los gorriones montan nidos
Entre rastros de arañas
Sobre alféizares y altillos
¡Ciudad condenada!
Se acerca la noche con sigilo
La historia despierta
En busca de cobijo
Frágil Era
Pescador kel Tath
Rodeada en una ciudad de fuego azul, estaba de pie sola en el balcón. Algo apartaba la oscuridad del cielo, un invitado no bien recibido en esta la primera noche del Festival de Gedderone. Las multitudes llenaban las calles de Darujhistan, dichosamente desenfrenados, recibiendo de buen humor la calamidad del año que acababa y el año que empezaba. El aire de la noche era húmedo y acre, y traía una infinidad de aromas.
Se habían celebrado banquetes. Se habían retirado los velos de los muchachos y doncellas núbiles. Las mesas cargadas con frutas exóticas, las damas envueltas en sedas, hombres y mujeres en ridículos uniformes llenos de reflejos dorados; una ciudad sin un ejército en pie engendraba una plétora de milicias privadas y una caótica proliferación de altos mandos ostentados, más o menos con exclusividad, por la nobleza.
Entre las celebraciones a las que había atendido esa noche, del brazo de su marido, no había visto ni una sola vez un verdadero oficial de la Guardia de la Ciudad de Darujhistan, ni un solo soldado auténtico, con el dobladillo de la capa polvoriento, con las botas lustrosas marcadas de rasponazos, con la empuñadura de la espada de cuero sencillo y un pomo lleno de grietas y bruñido por el uso. En cambio, había visto, en la parte superior de brazos blandos y bien alimentados, torques a la manera de soldados condecorados en el ejército malazano; soldados de un imperio que, no hacía mucho, había provisto a las madres de Darujhistan de estremecedoras amenazas para niños díscolos. ¡Malazanos, niño! ¡Merodeando en la noche para robar a los niños insensatos! ¡Para convertiros en esclavos de su terrible Emperatriz...! ¡Sí! ¡Justo aquí en la ciudad!
Pero los torques que había visto esta noche no eran del bronce sencillo o la plata apenas grabada de las auténticas condecoraciones e insignias de rango, como esas reliquias de algún culto largo tiempo desaparecido que se veían en los puestos del mercado de la ciudad. No, los que ella había visto eran de oro, tachonados de gemas, el azul del zafiro, el tono más común incluso entre los cristales coloreados, azul como el fuego azul por el que era famosa la ciudad, azul para proclamar algún noble y valiente servicio a la propia Darujhistan.
Sus dedos habían tocado uno de esos torques, allí en el brazo de su marido, aunque debajo había músculo de verdad, una dureza que casaba bien con la desdeñosa mirada de sus ojos cuando inspeccionaba los grupos de nobles en el inmenso salón vibrante de sonidos, con ese aire de propietario que había adoptado desde que consiguiera asiento en el Consejo. El desprecio llevaba con él desde mucho antes y si acaso había crecido desde su última y más triunfal victoria.
Los gestos daru de congratulación y respeto se habían arremolinado alrededor de ellos en su regio paso a través de las multitudes, y con cada reconocimiento, el rostro de su marido se había vuelto aún más duro, el brazo debajo de sus dedos, más tenso, los nudillos de las manos, cada vez más blancos por encima del cinturón de la espada, donde había metido los pulgares en unos ojales trenzados a la última moda entre duelistas. Oh, cómo se deleitaba ahora en ser uno de ellos; y lo que es más, en estar por encima de muchos de ellos. Lo que, para Gorlas Vidikas, no significaba que tuviera que gustarle ninguno. Cuanto más lo adulaban, más intenso era su desprecio, pero que él se hubiera sentido ofendido sin sus lisonjas era una contradicción, sospechaba ella, que un hombre como su marido no era dado a contemplar.
Los nobles habían comido y bebido, se habían levantado, posado, deambulado, desfilado y bailado hasta la veloz extenuación, y ahora en los salones de banquetes y las habitaciones de lujo solo quedaban los ecos de las deshilvanadas ministraciones de los sirvientes. Más allá de los altos muros de las haciendas, sin embargo, la plebe aún se divertía en las calles. Enmascarados y medio desnudos, bailaban sobre los adoquines —los alborotados pasos del Desollamiento de Fander con los que giraban y giraban— como si el amanecer no fuese a llegar nunca, como si hasta la calinosa luna fuese a quedarse inmóvil en el abismo como asombrada testigo de su jolgorio. Las patrullas de la Guardia de la Ciudad simplemente se quedaban al margen y observaban, ciñéndose las capas polvorientas alrededor de sus cuerpos, con el frufrú de los guanteletes cuando descansaban las manos sobre las espadas y las porras.
Justo debajo del balcón donde ella se encontraba, la fuente del jardín sin iluminar gorgoteaba y borboteaba para sí, amortiguada por los muros altos y sólidos de las estruendosas festividades que habían presenciado durante el tortuoso regreso a casa en carruaje. La embadurnada luz de la luna se debatía en las aguas que se arremolinaban suavemente en el estanque que rodeaba la fuente.
El fuego azul era demasiado intenso esa noche, demasiado intenso incluso para la lúgubre luna. La propia Darujhistan era un zafiro, brillando en el torque del mundo.
Pero su belleza, con todo su indiferente orgullo y su voz multitudinaria, no la conmovía esa noche.
Esta noche, lady Vidikas había visto su futuro. Todos y cada uno de sus años. Allí, del duro brazo de su marido. Y la luna, ay, parecía una cosa del pasado, un recuerdo ensombrecido por el tiempo, pero que la había transportado a otra época.
A un balcón muy parecido a este en un tiempo que ahora parecía muy lejano.
Lady Vidikas, que antes había sido Cáliz Estraysian, acababa de ver su futuro. Y estaba descubriendo, allí, en esta noche, y de pie apoyada en ese barandal, que ese pasado era un lugar mejor.
Menuda noche para quedarse sin tortas de harina rhivi. Maldiciendo por debajo de su aliento, Rapiña se abrió paso a través del gentío del mercado de Paseo del Lago, de la turba de borrachos juerguistas con hambre canina, con ayuda de los codos si era precio y fulminando con la mirada a cualquiera que le dirigiese una delirante sonrisa, hasta que por fin salió a la boca de un sórdido callejón tan lleno de basura que le llegaba hasta el tobillo. En algún lugar al sur del parque Borthen. No era la ruta de vuelta al bar que habría preferido, pero los festejos aún estaban en pleno apogeo.
Con un paquete envuelto de tortas de pan bajo el brazo izquierdo, Rapiña se detuvo para soltar los enredos de su pesada capa, frunció el ceño al ver la mancha fresca que le había dejado un descuidado transeúnte —algún tipo de dulce gadrobi— y trató de limpiarla sin conseguir otra cosa más que extenderla, y, de peor humor si cabe, avanzó por el detrito.
Con el tirón de la Dama, a Perlazul y Azogue seguro que les había ido mejor al encontrar el vino saltoano y probablemente ya habían regresado al K’rul. Y allí estaba ella, a doce calles y dos pasajes amurallados de distancia, con veinte mil o treinta mil majaderos en medio. ¿La esperarían sus compañeros? Ni en sueños. ¡Maldita Mezcla y su adicción a las tortas rhivi! Eso y su esguince de tobillo habían conspirado para obligar a Rapiña a salir de ahí la primera noche del festival; si es que aquello era un esguince de verdad, y tenía sus dudas, puesto que Mazo acababa de examinar el apéndice infractor con ojos entornados y después se había encogido de hombros.
También es cierto que aquello era todo cuanto habían llegado a esperar de Mazo. Se había sentido miserable desde su retiro, y la posibilidad de que el sol se alzara en cualquier momento en el futuro del sanador era tan probable como que el Embozado se olvidase de llevar las cuentas. Y tampoco es que él estuviese solo en su dolor, ¿no?
Pero ¿de qué servía alimentar su mal humor regurgitando aquellos pensamientos?
Bueno, servía para hacerla sentir mejor, para eso sí.
Dester Thrin, embozado en una capa y capucha negras, observaba a la mujer del enorme culo que se abría paso a patadas a través de la basura en el otro extremo del callejón. La había pillado saliendo de la puerta trasera del K’rul, la culminación de cuatro noches apostado en ese estratégico punto en la oscuridad cuidadosamente escogido desde el cual podía observar la angosta portezuela trasera.
El maestro de su clan había avisado de que los objetivos eran todos ex soldados, pero poco había visto Dester Thrin que sugiriese que ninguno de ellos se hubiese mantenido saludable y en forma. Eran viejos, con las carnes flácidas, raramente sobrios, y esta, bueno, llevaba esa enorme y espesa capa de lana porque estaba engordando y eso claramente la acomplejaba.
Seguirla a través de la multitud había sido relativamente fácil: era una cabeza más alta que la media de los gadrobi, y la ruta que había tomado hacia el destartalado mercado rhivi en Paseo del Lago parecía evitar adrede las calles daru, una extraña costumbre que, en un corto período de tiempo, sería fatal.
La sangre daru de Dester le había permitido distinguir con claridad a su objetivo, que se abría camino con resolución a través del hervidero de celebrantes.
Se dispuso a atravesar el callejón en cuanto su objetivo salió por el extremo opuesto. Con el paso ágil y silencioso de un cazador, llegó a la boca del callejón y salió con cuidado, a tiempo de ver a la mujer entrar en el pasadizo que atravesaba la muralla de Segundafila, con el túnel de la Tercerafila justo más allá.
Las guerras de sucesión del Gremio, que estallaron tras la desaparición de Vorcan, habían terminado al fin, con el mínimo derramamiento de sangre. Y Dester estaba más o menos satisfecho con el nuevo Gran Maestro, que era tan sanguinario como astuto en vez de solo sanguinario como habían sido casi todos los demás aspirantes. Por fin, no hacía falta ser idiota para que un asesino del clan sintiese algo de optimismo respecto al futuro.
Este contrato era un caso ilustrativo. Sin complicaciones, pero que seguro que les granjearía a Dester y al resto del clan un prestigio considerable tras el sumario cumplimiento.
Frotó las manos enguantadas en el pomo de sus dagas; las armas colgaban de los tahalíes bajo sus brazos. Siempre lo reconfortaban, esas hojas gemelas de acero daru con sus férulas llenas del denso, pastoso veneno de tralb moranthiano.
El veneno era ahora el medio preferido por la mayoría de los asesinos callejeros del Gremio, y desde luego para esos tantos que se escabullían por el Camino de los Ladrones que atravesaba los tejados de la ciudad. Había habido un asesino, íntimo de la propia Vorcan, quien, una noche de traición contra su propio clan, demostró la letalidad de luchar sin magia. Al usar veneno, el asesino había demostrado la superioridad de esas mundanas sustancias en una única y ahora legendaria noche sangrienta.
Dester había oído que los iniciados de algunos clanes habían levantado santuarios ocultos para honrar a Rallick Nom, que habían creado una suerte de culto y que sus seguidores empleaban gestos secretos de reconocimiento mutuo dentro del Gremio. Por supuesto, Seba Krafar, el nuevo Gran Maestro, había ilegalizado el culto en uno de sus primeros pronunciamientos, y se habían ordenado sacrificios selectivos en los que cinco sospechosos de ser líderes recibieron el amanecer con una sonrisa en la garganta.
Fuera como fuese, Dester ya había oído bastantes detalles que le sugerían que el culto distaba mucho de estar muerto. Solo estaba más escondido.
En realidad, nadie sabía qué venenos había usado Rallick Nom, pero Dester creía que era tralb moranthiano, dado que hasta la mínima cantidad en el torrente sanguíneo provocaba inconsciencia, y después un coma más profundo que, por lo general, conducía a la muerte. Las dosis mayores solo aceleraban el proceso y eran un camino seguro para atravesar la Puerta del Embozado.
La mujer del enorme trasero avanzaba con pesadez.
A cuatro calles desde el bar K’rul —si estaba siguiendo la ruta que él creía que estaba siguiendo— habría un callejón estrecho y largo por el que habría de pasar, la cara interna de la Muralla de la Armería de la Tercera Grada a la izquierda, y a la derecha, el alto muro de la casa de baños, grueso y sólido, con apenas unas pocas ventanitas dispersas en los pisos superiores, que hacían que el pasaje sin iluminar fuese más oscuro.
La mataría allí.
Encaramado al florón de un poste de la esquina en un extremo del alto muro, Chillbais miraba con los ojos pétreos los desastrados páramos. Detrás de él había un jardín selvático con un estanque poco profundo de reciente construcción pero descuidado ya, y columnas derruidas que salpicaban el suelo aquí y allá, revestidas de musgo. Ante él, árboles retorcidos y ramas enredadas cubiertas de hojas oscuras y arrugadas que colgaban como carcasas de insecto, el suelo estriado y apelmazado con hierbas grasientas; un camino serpenteante de inclinadas piedras que llevaban hasta una casa achaparrada y siniestra que no guardaba ningún parecido con ningún otro edificio de toda Darujhistan.
La luz era escasa entre las aberturas de esas nudosas persianas, y cuando salía era débil, intermitente. La puerta nunca se abría.
Entre los suyos, Chillbais era un gigante. Pesado como un tejón, de músculos esculpidos debajo del espinoso pellejo. Las alas plegadas eran casi demasiado pequeñas para izarlo y cada batida de esos correosos abanicos arrancaba un gruñido de la garganta del demonio.
Esa vez sería peor que la mayoría. Habían pasado meses desde que se moviera por última vez, oculto como estaba de miradas escrutadoras en la penumbra de una rama caída del fresno que se alzaba en el jardín de la hacienda que tenía detrás. Pero cuando vio el destello de agitación delante de él, aquella susurrante corriente de movimiento, salida de la sarmentosa y negra casa, que atravesó el camino, al tiempo que la tierra erupcionaba a su paso y abría una serie de hoyos hambrientos, mientras que las raíces se retorcían para atrapar a este fugitivo, Chillbais supo que la vigilancia tocaba a su fin.
La sombra se deslizó y se agachó contra el muro bajo de la Casa Azath, luego, por un largo momento, pareció ver que esas raíces se acercaban reptando, después se puso en pie y, como un río de noche líquida sobre el muro de piedra, desapareció.
Con un gruñido, Chillbais extendió sus chirriantes alas, sacudió los pliegues en las membranas de entre las varillas que tenía por dedos, dio un salto y salió de debajo de la rama; hizo acopio de aire y empezó a aletear frenéticamente, con otros gruñidos cada vez más furiosos, hasta que se estrelló contra el mantillo del suelo.
Escupiendo ramitas y hojas, el demonio retrocedió a gatas por el muro de la hacienda, escuchando cómo giraban esas raíces, que restallaban en su busca. Hincó las garras en la argamasa y volvió a encaramarse a su posición inicial con la ayuda de las uñas. Por supuesto, no había habido nada que temer. Las raíces nunca llegaban más allá del propio muro de Azath, y una furtiva mirada a su espalda le aseguró que...
Con un estridente chillido, Chillbais se lanzó al vuelo otra vez, ahora hacia el exterior, por encima del jardín de la hacienda.
Ay, ¡a nadie le gustaban los demonios!
Sintió el aire frío por encima de la fuente, después, con un enérgico batir de las alas, levantó el vuelo hacia el cielo, hacia la noche.
Una palabra, sí, para su amo. Una de lo más extraordinaria. ¡Tan inesperada!, ¡tan incendiaria!, ¡tan peligrosa!
Chillbais sacudió sus alas con toda la fuerza que pudo reunir, un demonio obseso en la oscuridad sobrevolando la ciudad de intenso azul.
Zechan Arrojo y Giddyn el Rápido habían encontrado el lugar perfecto para la emboscada. Veinte pasos hacia abajo, por una angosta calle dos pórticos encajados quedaban frente a frente. Unos pocos momentos antes cuatro borrachos habían pasado tambaleantes y ninguno de ellos había visto a los asesinos inmóviles en la oscuridad negra como la tinta. Y ahora que habían pasado y el camino estaba despejado... un simple paso adelante y correría la sangre.
Los dos objetivos se acercaron. Ambos llevaban jarras de arcilla y zigzagueaban ligeramente. Parecían estar discutiendo, pero no en un idioma que Zechan comprendiera. Malazano, probablemente. Una rápida mirada a la izquierda. Los cuatro borrachos estaban saliendo ya por el lado opuesto, zambulléndose en una abigarrada multitud de juerguistas.
Zechan y Giddyn habían seguido a aquellos dos desde que salieran del Bar K’rul, alerta cuando encontraron a una mercader de vino, a la que regatearon el precio de las jarras y con la que acordaron un pago para después emprender el regreso.
En algún momento del camino tenían que haberle quitado los tapones a las jarras, porque ahora la discusión sonaba más fuerte; el que era un poco más alto, caminaba con pie equinovaro y tenía la piel azul —Zechan podía distinguirlo desde donde estaba— se detuvo para apoyarse contra un muro como si estuviera a nada de echar la cena.
Se enderezó enseguida y pareció que la discusión se terminaba de repente. El más alto se irguió y se unió al otro y, a juzgar por el ruido que hacían las botas en la basura, echó a andar a su lado.
Simplemente, perfecto.
No iba a ser un trabajo de mancharse mucho, ni un poco. Zechan vivía para noches como esa.
Dester se movió deprisa, los mocasines silenciosos sobre los adoquines, apresurándose tras la mujer que marchaba delante de él con el paso largo, ignorante de su presencia. Doce pasos, ocho, cuatro...
Ella se giró, la capa hizo un remolino.
Un borroso rayo de acero azulado, trazando un arco fulminante. Dester resbaló al tratar de alejarse de la trayectoria del arma —una espada larga, ¡que Beru me proteja!— y algo le cortó la garganta. Se giró y se agachó hacia su izquierda, con las dos dagas extendidas para ahuyentarla en caso de que buscara acercarse.
¡Una espada larga!
El calor le chorreaba por el cuello y le bajaba por el pecho bajo la camisa de piel de venado. El callejón pareció oscilar delante de él, la oscuridad se combaba. Dester Thrin se tambaleó, agitando las dagas. Una bota o un puño envuelto en cota de malla le golpeó en la sien y se oyeron salpicaduras sobre los adoquines. Ya no podía sujetar las dagas. Las oyó escabullirse sobre la piedra.
Ciego, aturdido, tendido sobre el duro suelo. Estaba frío.
Una extraña lasitud llenó sus pensamientos, expandiéndose, llevándoselo lejos.
Rapiña estaba de pie sobre el cadáver. La mancha roja sobre la punta de su espada relucía, atrayendo su mirada, y le recordó, por extraño que fuera, a las amapolas después de la lluvia. Soltó un gruñido. El muy bastardo había sido rápido, estuvo a punto de esquivar su cuchillada. Si lo hubiera hecho le habría dado trabajo. De todos modos, a no ser que el idiota fuera habilidoso en lanzar esas esmirriadas dagas, lo habría liquidado antes o después.
Atravesar las multitudes de gadrobi no entrañaba más peligro que el de los rateros. Eran una gente singularmente apacible. En cualquier caso, hacía más fácil saber si alguien la seguía; cuando ese alguien no era gadrobi, por supuesto.
El hombre muerto a sus pies era daru. Solo le habría faltado ponerse un farol sobre la capucha, con esa forma que tenía de andar casi a brincos entre la gente.
Mas con eso y con todo... lo contempló con el ceño fruncido. Tú no eras ningún matón. No, si tenías unas dagas como esas.
Por el aliento del Mastín.
Envainó la espada y se ciñó la capa de nuevo para asegurarse de que ocultaba bien su arma enfundada, porque si la descubría la Guardia, ella terminaría en una celda con una multa condenadamente alta de pagar; después se guardó de nuevo la pila de tortas bajo el brazo izquierdo y continuó su camino.
Mezcla, resolvió, estaba en un buen lío.
Zechan y Giddyn, en perfecta sincronía, se abalanzaron desde el escondrijo de sus nichos, con las dagas alzadas dispuestas para asestar el golpe. El más alto dejó escapar un grito cuando las dagas de Giddyn se hundieron en él. Las rodillas del malazano cedieron y de su boca salió vómito al desmoronarse, dejando caer la jarra que se rompió entre chorros de vino.
Las armas de Zechan atravesaron el cuero, los filos rechinaron en las costillas. Una para cada pulmón. Al desclavar las dagas, el asesino dio un paso atrás para ver cómo caía el pelirrojo.
Una espada corta se hundió en un lado del cuello de Zechan.
Murió antes de caer sobre los adoquines.
Giddyn, que se cernía sobre el malazano arrodillado, levantó la mirada.
Dos manos se cerraron alrededor de su cabeza. Una le tapó con fuerza la boca y de repente sus pulmones estaban llenos de agua. Se ahogaba. La mano hizo más presión, unos dedos le pinzaron la nariz. La oscuridad se apoderó de él y el mundo se marchó lentamente.
Azogue resopló al liberar el arma de un tirón, después le dio una patada al rostro del asesino, que acentuó su congelada expresión de sorpresa.
Perlazul le sonrió desde el otro lado.
—¿Viste cómo hice que saliera ese chorro de vómito? Si eso no es una genialidad no sé qué...
—Cállate —le espetó Azogue—. Estos no eran ladrones buscando bebida gratis, por si no te habías dado cuenta.
Con el ceño fruncido, Perlazul bajó la mirada hacia el cuerpo que tenía delante de él, al que le salía el agua por la boca y por la nariz. El napaniano se pasó una mano sobre la coronilla afeitada.
—Así es. Pero eran unos simples aficionados. Por el Embozado, si vimos el rastro de su aliento, ahí, abajo, que desapareció cuando cruzaron esos borrachos, lo que nos indicó que no eran el objetivo. Lo que significa...
—Que lo éramos nosotros. Así es, es lo que yo digo.
—Volvamos —dijo Perlazul, nervioso de repente.
Azogue se tiró del bigote, después asintió.
—Vuelve a generar esa ilusión, Perlazul. Nosotros, diez pasos por delante.
—Fácil, sargento...
—Que yo ya no soy sargento.
—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué vas dando órdenes?
Para cuando Rapiña estuvo cerca de la entrada principal del Bar K’rul, su ira era fulgurante. Se detuvo, examinó la zona. Vio a alguien entre las sombras al otro lado de la puerta del bar. Con la capucha echada, las manos ocultas.
Rapiña fue hacia la figura.
Esta se dio cuenta de su presencia cuando estuvo a diez pasos de distancia, y Rapiña vio cómo el hombre se enderezaba, vio su creciente intranquilidad traicionada por un movimiento de los brazos ocultos, el ondular de la capa. Media docena de celebrantes pasaron entre ellos dando bandazos, y cuando se fueron Rapiña dio la última zancada que necesitaba para llegar hasta el hombre.
Fuera lo que fuese que estaba esperando (quizá que ella lo abordara con alguna clamorosa acusación) estaba claro que no se esperaba la patada que le dio entre las piernas. Mientras el hombre caía ella se acercó más y le atestó un golpe en la nuca con la mano derecha, lo que aceleró la caída. Cuando la frente golpeó sobre los adoquines se oyó un frágil crujido. El cuerpo empezó a convulsionar en el suelo.
Alguien que en ese momento pasaba por allí se detuvo y miró con curiosidad el cuerpo que se agitaba.
—¡Tú! —bramó Rapiña—. ¿Tienes algún problema?
Sorpresa, luego un encogerse de hombros.
—Nada, preciosa. Bien empleado le estuvo, por estar allí así. Oye, ¿te quieres casar conmigo?
—Largo.
Cuando el extraño se marchó, sin prisa, lamentando su fracaso en el romance, Rapiña miró a su alrededor, por si había alguien más a punto de salir como un rayo de algún escondite cercano. Si eso ya había ocurrido se le había escapado. Lo más seguro era que los ojos invisibles que estaban viendo todo esto estuvieran observando desde algún tejado.
El hombre del suelo había dejado de agitarse.
Se dio la vuelta y se dirigió a la entrada del Bar de K’rul.
—¡Rapi!
A dos zancadas de la maltrecha puerta, se giró y vio a Azogue y a Perlazul —que cargaban con jarras de vino saltoano— saliendo a su encuentro. La expresión de Azogue era salvaje. Perlazul se quedó un paso atrás, con los ojos fijos en el cuerpo inmóvil al otro lado de la calle, donde una granuja gadrobi estaba ahora ocupada robando cuanto pudiese encontrar.
—Venid aquí —ordenó Rapiña—, ¡los dos! Mantened los ojos abiertos.
—Ya no se puede salir a comprar sin que te maten —dijo Azogue—. Perlazul nos tuvo envueltos en una ilusión durante todo el camino de vuelta después de que nos oliéramos una emboscada...
Con una última mirada furiosa hacia la calle, Rapiña agarró a ambos por los brazos y tiró de ellos sin contemplaciones hacia la puerta.
—Adentro, idiotas.
Increíble, una noche como esta, en la que se me ha puesto un humor tan de perros que va y rechazo la primera propuesta decente de matrimonio que me han hecho en años.
Mezcla estaba sentada en el lugar en la que se sentaba cada vez que olía problemas. Una mesita en penumbra justo al lado de la puerta, haciendo esa cosa suya de camuflarse con el entorno, solo que esta vez tenía las piernas extendidas, lo justo para que cualquiera que entrara se tropezara. Atravesando la puerta, Rapiña asestó a esas botas negras un buen puntapié.
—Ay, ¡mi tobillo!
Rapiña dejó caer la pila de tortas de pan en el regazo de Mezcla.
—¡Uf!
Azogue y Perlazul se adelantaron. El ex sargento resopló.
—Y aquí tenemos nuestra aterradora guardaespaldas en la puerta. «Ay, uf», eso dice.
Pero Mezcla ya se había recuperado y estaba desenvolviendo las tortas.
—No sé si lo sabes, Mezcla —dijo Rapiña al acomodarse en la barra—, pero las viejas arpías rhivi que las hacen escupen en la sartén antes de aplastar la masa. Una antigua bendición de los espíritus...
—No es por eso —la interrumpió Mezcla, doblando los rebordes del envoltorio—. El chisporroteo les dice que la sartén está lo bastante caliente.
—Eso va a ser —farfulló Perlazul.
Rapiña frunció el ceño, después asintió.
—Sí. Vayamos de vuelta a la oficina, todos... Mezcla, ve a buscar a Mazo, también.
—Llegas tarde —dijo Mezcla.
—¿Cómo?
—Eje ya ha salido a hacer ese peregrinaje.
—Mejor para él.
—¿Duiker? —dijo Mezcla después de levantarse, con la boca llena de torta.
Rapiña dudó.
—Pregúntale —dijo después de un momento—. Si quiere, de acuerdo.
Mezcla parpadeó despacio.
—¿Has matado a alguien esta noche, Rapi?
La falta de respuesta bastó. Rapiña observó con desconfianza a la pequeña congregación que se reunía en el bar, aquellos demasiado borrachos como para salir a la calle con la duodécima campanada, como era la costumbre. Todos eran parroquianos, sin excepción. Eso bastará. Hizo un gesto con la mano para que la siguieran y fue hacia las escaleras.
Al extremo opuesto de la habitación principal, ese condenado bardo estaba balando una de las estrofas más crípticas del Anomandaris, pero nadie escuchaba.
Los tres se veían como la nueva estirpe del Consejo de Darujhistan. Shardan Lim era el más delgado y alto, con un rostro apergaminado y los ojos de azul deslucido. Nariz ganchuda, la boca sin labios como una tajada, siempre vuelta hacia abajo como si no pudiera esconder su desprecio por el mundo. Los músculos de su muñeca izquierda tenían el doble de tamaño que los de la derecha, surcados por cicatrices que mostraba con orgullo. Encontró los ojos de Cáliz como un hombre a punto de preguntarle a su marido si ya por fin le tocaba su turno con ella, y ella sintió la mirada como la mano fría de la posesión alrededor de la garganta. Un momento después los descoloridos ojos se apartaron de ella y hubo el destello de una media sonrisa cuando alargó el brazo para coger su cáliz del lugar en el que reposaba sobre la chimenea.
De pie enfrente de Shardan Lim, al otro lado del fuego casi consumido, con dedos largos que acariciaban las antiguas piedras de tallar incrustadas de la chimenea, estaba Hanut Orr. Juguete para la mitad de las mujeres nobles de la ciudad, siempre y cuando estuviesen casadas o despojadas de otro modo de su doncellez, presentaba sin duda la más seductora combinación de peligroso encanto y dominadora arrogancia —rasgos que seducían a mujeres por lo demás inteligentes— y era bien sabido cómo se deleitaba en ver a sus amantes arrastrarse de rodillas hacia él para mendigar una migaja de atención.
El marido de Cáliz estaba más que cómodamente sentado en su silla favorita, a la izquierda de Hanut Orr, con las piernas extendidas, mirando pensativo el interior de su copa, el vino con sus tonos de sangre azul girando despacio cuando movía su mano en perezosos círculos.
—Querida esposa —dijo con su habitual habla lenta y pesada—, ¿te ha reanimado el aire del balcón?
—¿Vino? —preguntó Shardan Lim, alzando las cejas como si servirla fuera la vocación de su vida.
¿Debería un marido sentirse agraviado por esa apenas contenida lascivia de sus supuestos amigos? Gorlas parecía indiferente.
—No, gracias, Consejero Lim. Solo he venido para desearles a todos buenas noches. Gorlas, ¿estarás mucho tiempo aquí?
Su marido no alzó la mirada de su vino, aunque movió los labios como si no dejara de probar el último sorbo y hallara en los posos un regusto amargo.
—No es necesario que me esperes, esposa.
Una mirada involuntaria a Shardan reveló a la vez una mueca divertida y la clara afirmación de que él no sería tan desdeñoso con ella.
Y con una súbita y oscura perversidad, ella dejó que su mirada encontrara la de él y sonrió como respuesta.
Si bien se podría decir, sin titubeos, que Gorlas Vidikas no presenció aquel intercambio, Hanut Orr sí que lo vio, aunque su divertimento fue de un tipo más salvaje, más despectivo.
Sintiéndose mancillada, Cáliz se dio la vuelta.
Su doncella la acompañó afuera y la siguió mientras subía el ancho tramo de escaleras, como único testigo de la rigidez de su espalda mientras la noble iba a su dormitorio.
En cuanto la puerta se cerró, se despojó de la capa corta.
—Dispón mis joyas —ordenó.
—¿Señora?
Se dio la vuelta hacia la anciana.
—¡Deseo ver mis joyas!
La mujer agachó la cabeza y se apresuró a hacer lo que se le ordenaba.
—Las piezas antiguas —dijo en alto detrás de ella. De aquel tiempo anterior a todo esto. Cuando había sido poco más que una niña que se maravillaba con los regalos de los pretendientes, con esos sobornos a sus atenciones aún húmedos y pegajosos de las manos sudorosas que los llevaron. Ay, tantas habían sido las posibilidades entonces.
Entrecerró los ojos cuando estuvo delante del tocador.
Bueno, quizá no solo entonces. ¿Significaba algo? ¿Importaba ya acaso?
Su marido tenía ya lo que quería. Tres duelistas, tres hombres duros de voces duras en el Consejo. Ya era uno de los tres, sí, lo que él quería.
Pero ¿y qué había de lo que ella quería?
Pero... ¿qué es lo que quiero?
No lo sabía.
—Señora.
Cáliz se dio la vuelta.
Expuesto sobre la superficie gastada del tocador, el tesoro de su doncellez tenía un aspecto... barato. Ordinario. La mera visión de esas baratijas le revolvió las tripas.
—Ponlas en una caja —le ordenó a la doncella—. Las venderemos mañana.
Nunca debería haberse entretenido en el jardín. Su amorosa anfitriona, la viuda Sepharla, había caído en un ebrio sopor sobre el banco de mármol, con una mano aferrada aún a su copa, mientras, con la cabeza colgándole hacia atrás y la boca abierta, unos estruendosos ronquidos atronaban en el sofocante aire nocturno. La fallida empresa había divertido a Murillio, que se había quedado allí por un tiempo, tomando a sorbos su vino y aspirando los fragantes aromas de las flores, hasta que un sonido le alertó de que alguien llegaba en silencio.
Al darse la vuelta se encontró mirando de cara la hija de la viuda.
Tampoco debería haber hecho eso jamás.
Era la mitad de joven que él, pero esa demarcación ya no separaba lo indecoroso de lo que no lo era. Ya hacía tres años, o quizá cuatro, que había dejado atrás su rito de paso y se acercaba a esa edad entre las jóvenes en la que a un hombre le es imposible saber si tiene veinte o treinta años. Y en ese caso todo juicio nacía del más obstinado autoengaño y poco importaba ya.
Quizá había bebido demasiado vino. Lo bastante para debilitar una cierta voluntad, la que tenía que ver con reconocer su propia madurez, esa hueste de años a sus espaldas que tenía siempre presente dado el menguante número de miradas codiciosas que recibía. Cierto, podría llamarse experiencia, podría conformarse con las mujeres lo bastante listas como para apreciar esos rasgos. Pero la mente de un hombre saltaba rápidamente de cómo eran las cosas a cómo quería que fuesen, o, peor incluso, a cómo habían sido. Como decía el refrán, cuando se trataba de la verdad, todo hombre era un duelista bañado en la sangre de diez mil cortes.
Nada de esto pasó por la mente de Murillio en el momento en el que sus ojos se clavaron en Delish, la hija casadera de la viuda Sepharla. El vino, se diría después. El calor y el vapor de los festejos, los dulces aromas de los capullos en flor en el húmedo y templado aire. El hecho de que prácticamente estaba desnuda, llevando nada más que una fina seda. Su cabello castaño claro, peinado muy corto a la última moda entre las doncellas. La piel clara como la nata, con los labios carnosos y la suavísima pendiente de su nariz. Los ojos castaños claros y resplandecientes, grandes como los de una huerfanita, sin que en sus manos hubiese un bol agrietado mendigando limosna. La necesidad de esta pilla era de otra clase.
Tranquilizado por los ronquidos que llegaban del banco de mármol (y horrorizado de sentir ese alivio) Murillio hizo una reverencia ante ella.
—Llegas en buena hora, querida —dijo, enderezándose—. Estaba pensando cuál sería la forma más adecuada de llevar a tu madre hasta la cama. ¿Alguna sugerencia?
Un meneo de esa cabeza de formas perfectas.
—Duerme así la mayoría de las noches. Tal cual está.
La voz sonaba joven, pero ni nasal ni aguda como parecía el estilo de tantas doncellas en este tiempo, así que no pudo recordarle el inmenso abismo de años que los separaba.
Ah, en retrospectiva, ¡tantos arrepentimientos de aquella noche!
—Nunca pensó que aceptarías la invitación —prosiguió Delish, mirando al suelo donde se había quitado una de las sandalias y con la que jugueteaba ahora con uno de sus delicados deditos—. Tan deseado. Solicitado, quiero decir, y más en una noche como esta.
Qué artera, cómo acariciaba ese ego suyo ya un tanto arrugado y casi flácido.
—Pero, querida, ¿por qué estás aquí? Tus pretendientes deben de ser legión, y entre ellos...
—Entre ellos ninguno digno de llamarse hombre.
¿Se rompieron mil corazones empapados de hormonas con esa desdeñosa afirmación? ¿Alguna cama sintió una sacudida en la noche y apartaron los pies unas sábanas empapadas de sudor? Bien podía creerlo.
—Y eso incluye a Prelick.
—Disculpa, ¿quién?
—El borracho e inútil idiota que se desmayó en el vestíbulo. Tropezando toda la noche con su espada. Fue execrable.
Execrable. Sí, ahora lo entiendo.
—Los jóvenes son propensos al entusiasmo exacerbado —observó Murillio—. No me cabe duda de que el pobre Prelick lleva anticipando esta noche durante semanas, si no meses. Naturalmente, sucumbió a la agitación nerviosa, traída por la proximidad de tu encantadora presencia. Compadécete de esos jóvenes, Delish; se merecen eso al menos.
—No me interesa la compasión, Murillio.
Ella nunca debería haber dicho su nombre de esa forma. Él nunca debería haber escuchado nada de lo que dijo.
—Delish, ¿toleras un consejo en una noche como esta, de alguien como yo?
Su expresión fue de paciencia apenas momentánea, pero asintió.
—Busca a los callados. No a los que se pavonean, o que demuestran una arrogancia inapropiada. Los callados, Delish, los que gustan de observar.
—No describes a nadie que conozca.
—Oh, pero los hay. Solo hace falta mirar dos veces para verlos.
Ahora se había quitado las dos sandalias, y ella desestimó sus palabras con el ademán de una mano pálida que de algún modo la acercó un paso más. Alzó la mirada con una timidez repentina, pero sostenida por tanto tiempo que diríase que no había verdadera insolencia.
—Nada de callados. Nada de dignos de compasión. No... ¡niños! No esta noche, Murillio. No bajo esta luna.
Y la encontró entre sus brazos, un cuerpo suave y demasiado ansioso cubierto con nada más que vaporosa seda, que parecía deslizarse sobre él, una sílfide, y pensó: ¿Bajo esta luna?
Aquel fue su último gesto poético, ay de él, puesto que ya le estaba arrancando la ropa, esa boca de labios carnosos, ahora húmeda y abierta, y una lengua aleteante mientras le mordisqueaba los labios. Y ahí estaba él, con una mano en uno de sus pechos, la otra bajando hacia las nalgas, alzándola mientras ella abría las piernas y trepaba para anclarse en sus caderas, y oyó cómo caía la hebilla del cinturón entre sus botas sobre el suelo enlosado.
No era una mujer corpulenta. Nada pesada, sino sorprendentemente atlética, y cabalgó sobre él con tanta violencia que sintió cómo le crujían las lumbares con cada frenética zambullida. En ese momento se sumergió en su habitual desapego, y se tomó un momento para asegurarse de que a su espalda los ronquidos continuaban. De repente aquel resonante ruido le impactó con un sentido de disolución profética, de rendición de los años de la lucha que era el coro de la vida (y así terminaremos nuestros días) una punzada momentánea que, si la hubiera dejado seguir, le habría amedrentado por completo. Delish, mientras, se estaba agotando, sus jadeos eran más fuertes, más rápidos, y los temblores empezaban a recorrer su cuerpo, así que se rindió —justo a tiempo— a las sensaciones. Y se unió a ella en un último e involuntario resuello.
Delish se aferró a Murillio y él pudo sentir su acelerado corazón mientras la dejaba con cuidado en el suelo; después se apartó de ella con suavidad.
Fue, bien mirado, el peor momento para vislumbrar el contorno borroso de una hoja de hierro ante sus ojos. Una agonía abrasadora cuando la espada se clavó en su pecho, la punta entrando por completo, haciendo que el estúpido borracho que la blandía tropezase hacia delante, casi en los brazos de Murillio.
Que a su vez comenzó a caer hacia atrás, mientras la espada se desasía de su carne y le arrancaba un reacio gemido.
Delish gritó, y la expresión en el rostro de Prelick fue triunfal.
—¡Ja! ¡El violador muere!
Después, más pasos que salían corriendo de la casa. Un clamor de voces. Perplejo, Murillio se levantó del suelo, tirando de sus pantalones, ajustándose las cinchas del cinturón. Su camisa de seda de color verde lima empezaba a llenarse de manchas moradas. Tenía sangre en la barbilla, que se le acumulaba espumosa entre las débiles y trémulas toses. Unas manos tiraron de él, pero las apartó y avanzó a trompicones hacia la verja de la hacienda. Remordimientos, sí, que forcejeaban con las distraídas multitudes en la calle. Momentos de lucidez, indeterminados períodos de tenue neblina roja, de pie con una mano sobre un muro de piedra, escupiendo hilos de sangre. Miles de remordimientos.
Por suerte, no creía que fueran a acosarlo por mucho más tiempo.
¿Era por costumbre o por alguna peculiaridad en los rasgos de la familia que Chamusquino tenía esa expresión de perpetua sorpresa? No había forma de saberlo, puesto que cada palabra que pronunciaba el hombre salía con tonos de perplejo descrédito, como si no pudiese estar seguro nunca de lo que le transmitían sus sentidos acerca del mundo exterior, e incluso mucho menos seguro de cualesquiera que fueran los pensamientos que clamaban en su cabeza. Miraba ahora a Leff, con los ojos como platos y la boca pasmada, cuando no se relamía nervioso los labios, mientras Leff, en cambio, miraba a Chamusquino con los ojos entornados como si tuviera reiteradas sospechas de la aparente estupidez de su amigo.
—¡Que estos no van a esperar pa siempre, Leff! No deberíamos habernos apuntao a esto. Yo digo que subamos al próximo carguero que salga. ¡A Dhavran, o a la costa! ¿Tú no tienes un primo en Mengal?
Leff parpadeó despacio.
—Así es, Chamusquino. Pues no le dejaron arreglarse la celda a su gusto y todo, del tiempo que pasa ahí dentro. ¿Quieres que vayamos allí y nos pongamos con su cochiquera también? Además, entonces seríamos nosotros los que acabaríamos en la lista.
El asombro y el espanto cubrieron la cara de Chamusquino. Él miró a otro lado, susurró.
—La lista es lo que ha acabao con nosotros. La lista...
—Sabíamos que no sería fácil —dijo Leff, quizá por tratar de aplacarlo—. Estas cosas nunca lo son.
—¡Pero no hemos llegao a na!
—Solo ha pasado una semana, Chamusquino.
Había llegado el momento de hacer un discreto carraspeo, de pasarse suavemente el pañuelo de seda por la grasienta frente, un tirarse pensativo de aquella barba como cola de ratón.
—¡Caballeros! —Ah, por fin tenía su atención—. Presenciad a los Escaramuzadores en el campo y acullá la Moneda del Mercenario, brillando siempre tan dorada como los dorados señuelos acostumbran a brillar... en todas partes. Pero aquí sobre todo, y las tabas aún moran en la sudorosa mano del sorprendido Chamusquino, ya demasiado tiempo apretada y plegada. ¡Interminable se ha vuelto este juego, con Kruppe paciente apostado en el mismísimo borde de la gloriosa victoria!
—¡Pero de qué vas a ganar tú, Kruppe! —dijo Leff con el ceño fruncido—. Si vas perdiendo, y por mucho, con Moneda o sin Moneda! Y de qué sirve de todos modos... No veo yo a ningún mercenario en el campo, así que ¿a quién está pagando? ¡A nadie!
Sonriendo, Kruppe se reclinó.
La multitud era alborotadora esta noche en la Posada del Fénix, y a trompicones llegaban más y más y más borrachos tras su placentera incursión en las polvorientas y mugrientas calles. Kruppe, por supuesto, se sintió magnánimo hacia todos ellos, como correspondía a su naturaleza naturalmente magnánima.
Chamusquino tiró las tabas, después clavó la mirada en la media docena de huesos grabados como si deletrearan su muerte.
Y eso era lo que habían hecho. Kruppe se inclinó hacia delante de nuevo.
—Hete aquí que el Camino Recto se revela, ¡y contemplad cómo estos seis mercenarios marchan al campo! ¡Masacrando a diestro y siniestro! ¡Una tirada de tabas y el universo cambia! Contemplad esta sombría lección, estimados compañeros de Kruppe. Cuando la Moneda es revelada, ¿cuánto tarda la mano en extenderse hacia ella?
Prácticamente ninguna tirada en la Ronda de Contraataque podría salvar a los dos desventurados reyes y sus igualmente desventurados jugadores, Chamusquino y Leff. Con un rugido, Leff barrió el campo con un brazo, lo que esparció las piezas por todas partes. Al hacerlo escamoteó la Moneda y se la habría metido en su pretina de no ser por un meneo de cabeza de Kruppe y una de sus regordetas manos que se extendía con la palma hacia arriba.
Maldiciendo por lo bajo, Leff dejó caer la Moneda en esa mano.
—Para el saqueador, la victoria —dijo Kruppe, sonriente—. Ay del pobre Chamusquino y del pobre Leff, esta sola moneda no es más que una fracción de las riquezas que ahora pertenecen al victorioso Kruppe. Dos concejos cada uno, ¿verdad?
—Eso es una semana de pagas de una semana que no ha llegao aún —dijo Leff—. Te lo dejamos a deber, amigo.
—¡Indignante precedente! Kruppe, no obstante, entiende cómo esos reveses pueden coger a cualquiera desprevenido, lo que tiene perfecto sentido, pues reveses son. Por tanto, dada la necesidad de una semana de noble empeño, a Kruppe le complace ampliar la fecha límite para dicho pago a una semana desde hoy.
Gruñendo, Chamusquino se recostó.
—La lista, Leff. Ya estamos otra vez en la maldita lista.
—Muchos son los deudores —dijo Kruppe, con un suspiro—. E impacientes aquellos que exigen compensación, tanto que forman una espantosa lista, y en el momento en el que disminuyen los nombres que allí aparecen remiten, generosamente a aquellos que hacen cumplir la recaudación, ¿sí?
Los dos hombres le clavaron la mirada. La expresión de Chamusquino era la del que acababa de recibir un fuerte golpe en la cabeza y aún no había recuperado el sentido. Leff se limitaba a mirar con hosquedad.
—Ea, sí, esa lista, Kruppe. Cogimos el trabajo porque no teníamos na más que hacer después de la imprevista... digamos que desaparición de Boc. ¡Y ahora se ve que nuestros nombres podrían acabar en ella!
—¡Bobadas! O, mejor, Kruppe tiene a bien explicarse, no si tal amenaza acecha como el resultado de algún futuro incumplimiento en las cantidades que se le deben a Kruppe. Listas de esa naturaleza son desde luego perniciosas y con probabilidad contraproducentes, y a Kruppe su existencia le parece reprobable. Un sabio consejo es relajarse de algún modo en esa materia. A no ser, por supuesto, que a uno le parezca que la fecha límite se acerca rápidamente con nada más que pelusa en el morral. Aventuro otro consejo, y es domeñar esa lista, recibir la debida recompensa, compensar de inmediato a Kruppe y reparar la modesta deuda. La alternativa, ay, es que procedamos con una solución por completo distinta.
Leff se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué solución sería esa?
—Oh, la humilde ayuda de Kruppe en lo que respecta a dicha lista, por supuesto. Por un porcentaje minúsculo.
—¿Por un pellizco nos ayudarías a dar con los de la lista?
—Hacerlo iría a favor de los mejores intereses de Kruppe, dada la deuda que hay entre él y vosotros dos.
—¿De cuánto estamos hablando?
—Caramba, pues el treinta y tres, claro está.
—¿Y a eso lo llamas modesto?
—No, dije minúsculo. Mis queridísimos socios, ¿habéis encontrado siquiera a una persona de esa lista?
Un miserable silencio le dio la respuesta, aunque Chamusquino seguía con un gesto de sumo aturdimiento.
—No hay —dijo Kruppe, inflando el pecho de tal manera que hizo peligrar los dos robustos botones de su chaleco— nadie en Darujhistan que Kruppe no pueda encontrar. —Se recostó en la silla y los aguerridos botones brillaron victoriosos.
Gritos, una conmoción en la puerta, después Meese gritando el nombre de Kruppe.
Sobresaltado, Kruppe se puso de pie, pero no logró ver nada por encima de las cabezas de todos estos parroquianos particularmente altos (menudo fastidio), así que rodeó la mesa y se abrió paso a codazos, gruñidos y jadeos hacia la barra, donde Irilta estaba medio arrastrando a un Murillio cubierto de sangre hacia el mostrador, apartando con un brazo cálices y jarras de metal.
Ay, cielos. Kruppe encontró la mirada de Meese, sintió el miedo y la alarma.
—Meese, corre a avisar a Coll.
Ella asintió, pálida.
La multitud la dejó pasar. Porque, como se dice entre los gadrobi, incluso un borracho reconoce a un necio, y, borracho o no, nadie era lo bastante necio como para entrometerse en el camino de la mujer.
La espada de Rapiña estaba sobre la mesa, la punta manchada de sangre seca. Azogue había puesto también su espada corta, con una hoja mucho más manchada. Juntas eran mudos testigos de la agenda de esta reunión improvisada.
Perlazul estaba sentado en un extremo de la larga mesa, curando su dolor de cabeza con un pichel de cerveza; Mezcla estaba junto a la puerta, cruzada de brazos y apoyada en el marco. Mazo estaba sentado en una silla a la izquierda de Perlazul, con todos los nervios crispados en una pierna que no paraba de agitarse, el muslo y la rodilla temblorosos, aunque su rostro era inescrutable, pues se negaba a mirar a nadie a los ojos. De pie, cerca del raído tapiz que databa del tiempo en el que ese lugar era aún un templo, estaba Duiker, antes, un Historiador Imperial, ahora, un viejo achacoso.
De hecho, Rapiña estaba ligeramente sorprendida de que hubiera aceptado la invitación. Quizá quedasen aún vivos unos rescoldos de curiosidad en las cenizas del alma de Duiker, si bien parecía más interesado en la descolorida escena del tapiz, con su flotilla aérea de dragones acercándose a un templo muy parecido a ese en el que estaban.
Nadie parecía dispuesto a ser el primero en hablar. Típico. La tarea siempre recaía en sus manos, como una paloma herida.
—El Gremio de Asesinos ha acordado un contrato —dijo, con buscada dureza—. ¿El objetivo? Como mínimo, yo, Azogue y Perlazul. Lo más probable es que lo seamos todos nosotros. —Hizo una pausa, esperando alguna objeción. Ninguna llegó—. Azogue, ¿rechazamos alguna oferta para este sitio?
—Rapiña —dijo el falari en idéntico tono—, nadie ha hecho nunca una oferta por este sitio.
—Bien —contestó—. Entonces, ¿a alguien le ha llegado algún rumor de que el viejo culto de K’rul haya resucitado? ¿Algún sacerdote supremo por la ciudad que quiera el regreso del viejo templo?
Perlazul resopló.
—¿Qué se supone que nos dice eso? —exigió Rapiña, echándole una mirada furiosa.
—Nada —murmuró el mago napaniano—. No he oído nada de eso, Rapi. Ahora que si Ganoes Paran alguna vez llega a volver de dondequiera que haya ido, conseguiríamos una respuesta segura. De todos modos, no creo que haya ningún culto tratando de restablecerse.
—¿Cómo lo sabes? —exigió saber Azogue—. ¿Es que los hueles o algo?
—Venga, ahora no —se lamentó Perlazul—. No más preguntas por esta noche. Ese mockra me hace papilla el cerebro. Odio a los mockra.
—Son los fantasmas —dijo Mazo con esa voz extraña y gentil. Le lanzó una mirada fugaz a Perlazul—. ¿Verdad? No están susurrando nada que no hayan estado susurrando desde que nos mudamos. Los gemidos, peticiones de sangre y las cosas de siempre. —La mirada se dirigió ahora a las espadas que estaban sobre la mesa frente a él—. Me refiero a sangre derramada aquí. La que venga de fuera no cuenta. Por suerte.
—Pues intenta no cortarte mientras te afeitas, Azogue —dijo Mezcla.
—Abajo ha habido las peleas de siempre —dijo Rapiña, mirando con el ceño fruncido a Mazo—. ¿Estás diciendo que eso ha estado alimentando a los malditos fantasmas?
El curandero se encogió de hombros.
—No como para que fuese algo de importancia.
—Necesitamos un nigromante —declaró Perlazul.
—Nos estamos desviando del tema —dijo Rapiña—. Es del condenado contrato de lo que tenemos que preocuparnos. Tenemos que averiguar quién está detrás de eso. Lo encontramos, le lanzamos un maldito tipo por la ventana de su dormitorio y asunto terminado. —Por eso —continuó, mirando a los demás— tenemos que dar con un plan de ataque. Información, para empezar. Vamos a ver qué proponéis.
Más silencio.
Mezcla se apartó un paso de la puerta.
—Alguien viene —dijo.
Ahora todos podían oír el sonido de las botas en las escaleras, con siseantes protestas tras ellas.
Azogue recogió su espada, Perlazul se levantó despacio y Rapiña pudo oler el repentino despertar de la hechicería. Levantó una mano.
—Esperad, por el amor del Embozado.
La puerta se abrió de golpe.
Entró con decisión un hombre grande y bien vestido, sin aliento, y sus ojos azul claro examinaron cada uno de los rostros hasta que se posaron en el de Mazo, que se levantó.
—Consejero Coll. ¿Qué ocurre?
—Necesito su ayuda —dijo el noble daru, y Rapiña notó angustia en la voz del hombre—. Alto Denul. Lo necesito, ahora.
Antes de que Mazo pudiera responder, Rapiña dio un paso al frente.
—Consejero Coll, ¿ha venido aquí solo?
El hombre frunció el ceño. Después un vago gesto señalando detrás de él.
—Una modesta escolta. Dos guardias. —Solo entonces vio la espada sobre la mesa—. ¿Qué está pasando aquí?
—Rapiña —intervino Mazo—, iré con Perlazul.
—No me gusta...
Pero el curandero la interrumpió.
—Necesitamos información, ¿no? Coll puede ayudarnos. Además, no habrían puesto a más de un clan sobre nosotros para empezar y tú te has encargado de ese. El Gremio necesita recuperarse, reconsiderar las cosas; tenemos un día como poco.
Rapiña miró al Consejero, quien, si no entendía lo que estaba pasando, ahora tenía lo suficiente como para aventurar una razonable suposición.
—Parece que alguien nos quiere muertos —le dijo, con un suspiro—. Puede que no quiera verse involucrado con nosotros ahora mismo...
Él, sin embargo, meneó la cabeza, con la mirada fija en Mazo una vez más.
—Sanador, por favor.
Mazo le hizo un gesto a un ceñudo Perlazul.
—Guíe el camino, Consejero. Vamos con usted.
«... se encontró con Osserick, aliado incondicional, destrozado y con sangre en su rostro, golpeado hasta la inconsciencia. Y Anomander cayó de rodillas y clamó a los Mil Dioses que miraban desde lo alto a Osserick y vieron la sangre en su rostro. Con piedad lo despertaron y así se levantó.
Y también se levantó Anomander y se miraron el uno al otro, Luz y Oscuridad, Oscuridad y Luz.
Ahora había rabia en Anomander. “¿Dónde está Draconnus?”, exigió saber a su aliado incondicional. Pues cuando Anomander había partido, el malvado tirano Draconnus, Asesino de Eleint, había sido golpeado de mano del propio Anomander, que había quedado inconsciente y tenía sangre en su cara. Osserick, que había asumido el cargo de proteger a Draconnus, cayó de rodillas y llamó a los Mil Dioses, buscando su piedad ante la furia de Anomander. “¡Fui vencido!”, exclamó Osserick en respuesta. “¡La hermana Rencor me cogió desprevenido! Oh, los Mil Dioses se apartaron y así yo caí inconsciente y mira la sangre de mi rostro!”
“Algún día”, juró Anomander, y entonces era la oscuridad de una terrible tormenta, y Osserick se acobardó como el sol detrás de una nube, “esta alianza nuestra habrá de acabar. Nuestra enemistad se reanudará, oh, Hijo de la Luz, Retoño de la Luz. Rivalizaremos por cada palmo de tierra, por cada tramo de cielo, cada manantial de agua dulce. Un millar de veces batallaremos y no habrá piedad entre nosotros. Enviaré la desgracia sobre los tuyos, sobre tus hijas. Asolaré sus mentes con Inconsciente Oscuridad. Los dispersaré en su confusión a reinos desconocidos y no habrá piedad en sus corazones, pues entre ellos y los Mil Dioses habrá siempre una nube de oscuridad”.
Tal era la furia de Anomander, y aunque estaba solo, Oscuridad sobre Luz, persistía una dulzura en la palma de una mano, del toque engañoso de la Dama Envidia. Luz sobre Oscuridad, Oscuridad sobre Luz, dos hombres, empuñados como armas por dos hermanas, hijas de Draconnus. Que permanecían invisibles para cualquiera y estaban satisfechas de lo que habían visto y de lo que habían escuchado.
Fue decidido entonces que Anomander partiría de nuevo para cazar al malvado tirano. Para destruirlo a él y a su maldecida espada, que es una abominación a los ojos de los Mil Dioses y de cuantos se arrodillan ante ellos. Osserick, se decidió, partiría para dar caza a Rencor y para cobrar justa venganza.
Del juramento hecho por Anomander, sabía Osserick la rabia que lo había engendrado, y en silencio hizo voto de responderlo en el momento oportuno. De pelear, batirse en duelo, rivalizar por cada palmo de tierra, por cada tramo de cielo y cada manantial de agua dulce. Pero esas cuestiones necesariamente deben reposar en tierra serena, una semilla aguardando la vida.
Este asunto con Draconnus quedaba entre ellos, después de todo, y ahora Rencor también. ¿No exigían castigo, los Hijos de Tian? Había sangre en los rostros de demasiados eleint, así que Anomander y Osserick habían cargado sobre sus hombros esta malhadada caza.
De haber sabido los eleint lo que vendría de todo esto, habrían retirado su aliento de tormenta de encima de Anomander y de Osserick. Pero tales destinos no habían de conocerse entonces, y es por eso que los Mil Dioses lloraron...».
El alquimista supremo Baruk se frotó los ojos y se reclinó. La versión original de esto, sospechaba, no era el relamido galimatías que acababa de leer. Esas pintorescas pero sobreutilizadas expresiones pertenecían a una edad intermedia, cuando el estilo de los historiadores buscaba resucitar cierto legado oral en un intento de ratificar la veracidad del testimonio de los acontecimientos descritos. El resultado le había dado dolor de cabeza.
Nunca había oído hablar de los Mil Dioses, y ese panteón no podía ser hallado en ningún otro compendio salvo el Oscuridad y luz de Dillat. Baruk sospechaba que Dillat sencillamente se lo había inventado, lo que le suscitó la siguiente pregunta: ¿cuánto más se había inventado aquella mujer?
Inclinándose hacia delante una vez más, ajustó la mecha del farol, después pasó las quebradizas páginas hasta que otro fragmento llamó su atención.
En este día había guerra entre los dragones. Los Primogénitos habían, todos menos uno, agachado la cabeza ante el trato de K’rul. Sus hijos, despojados de todo lo que habían heredado, echaron a volar desde las torres hacia los cielos como un torbellino, pero ni siquiera estos estaban unidos más allá de su rechazo a los Primogénitos. Se formaron distintas facciones y la lluvia roja cayó sobre todos los Reinos. Mandíbulas que apresaron cuellos. Garras que desgarraron vientres. El aliento del caos fundió la carne de los huesos.
Anomander, Osserick y otros tantos ya habían probado la sangre de Tiam, y ahora llegaban más con enfurecida sed y muchas fueron las demoniacas abominaciones que se engendraron de este néctar carmesí. Mientras las Puertas de Starvald Demelain estuviesen abiertas, desguarnecidas y sin nadie que las protegiera, la guerra no acabaría, y así la lluvia roja descendió sobre todos los Reinos.
Kurld Liosan fue el primer reino que selló el portal que lo separaba de Starvald Demelain, y el relato que sigue cuenta la matanza de Osserick al limpiar su mundo de todos los aspirantes y rivales, los soletaken y los purasangres salvajes, incluso hasta el punto de apartar a los primeros d’ivers de su tierra.
Esto comienza en el tiempo en el que Osserick luchó con Anomander por decimosexta vez, y los dos tenían sangre en sus rostros antes de que Kilmandaros, la que habla con los puños, asumiera ella la tarea de separarlos...
Baruk levantó la mirada, después se giró en la silla para mirar a su invitada, que estaba ocupada acicalándose en la mesa de mapas.
—Arpía, las inconsistencias de este texto son exasperantes.
La Gran Córvida ladeó la cabeza, el pico abriéndose por un momento para reírse.
—¿Y qué? —dijo después—. Muéstrame una historia escrita que tenga sentido, y yo te mostraré auténtica ficción. Si eso es todo lo que quieres, ¡busca en otra parte! Mi maestro llegó a la conclusión de que las tonterías de Dillat serían un buen regalo para tu colección. Si tan descontento estás, hay otras muchas sandeces en esta biblioteca, aquellas que se molestó en extraer de Engendro de Luna, a esas me refiero. Dejó habitaciones enteras llenas de esa basura, ¿sabes?
Baruk parpadeó despacio, luchando por alejar el terror de su voz cuando habló.
—No, no lo sabía.
Desilusionada, Arpía se rio a carcajadas.
—A mi amo le parecía de lo más divertida la idea de caer de rodillas y clamar a los Cien Dioses.
—Mil. Los Mil Dioses.
—Los que sean. —Agachó la cabeza y extendió un poco las alas—. O incluso de hacer un juramento para combatir a Osserc. Su alianza se disolvió por un creciente desagrado mutuo. El desastre con Draconus probablemente fuera lo que le dio el golpe de gracia. Figúrate, dejarse engañar por los trucos de una mujer... ¡y por una hija de Draconus nada menos! ¿Es que Osserc no sospechaba ni un poco de sus motivaciones? ¡Ja! Los machos de todas las especies son tan... predecibles.
Baruk sonrió.
—Si recuerdo el Anomandaris del Pescador, la dama Envidia consiguió casi lo mismo con tu maestro, Arpía.
—Nada de lo que no fuera consciente en ese momento —dijo la Gran Córvida con un extraño cloqueo para recalcar esa afirmación—. Mi maestro siempre ha entendido la necesidad de ciertos sacrificios. —Se ahuecó las plumas de ónice—. ¡Piensa en el resultado después de todo!
Baruk hizo una mueca.
—¡Tengo hambre! —exclamó Arpía.
—No he terminado mi cena —dijo Baruk—. En ese plato...
—¡Lo sé!, ¡lo sé! ¿O qué te crees que me ha dado hambre? ¡Maravíllate de mi paciencia, alquimista supremo! ¡Incluso mientras sigues leyendo eternamente!
—Come ahora y rápido, vieja amiga —dijo Baruk—, no sea que mueras de malnutrición.
—Antes no eras un anfitrión tan desatento —apreció la Gran Córvida, que saltó sobre el plato y arponeó una tajada de carne—. Estás preocupado, alquimista supremo.
—Por muchas cosas, sí. Los rhivi dicen que los rostros blancos barghastianos han desaparecido. Por completo.
—Así es —contestó Arpía—. Casi inmediatamente después de la caída de Coral y la investidura de los tiste andii.
—Arpía, eres una Gran Córvida. Tus hijos surcan los vientos y lo ven todo.
—Quizá.
—¿Por qué entonces no me dices dónde fueron?
—Bueno, los Espadas Grises marcharon al sur como sabes, hacia Elingarth —dijo Arpía, dando vueltas al plato en cortos saltitos—. Y allí compraron barcos. —Una pausa y un ladear de cabeza—. ¿Podían ver la estela delante de ellos? ¿Supieron que debían seguirla? ¿O es quizás un gran agujero en el océano del mundo, arrastrando a cada barco a sus mortíferas fauces?
—¿Los rostros blancos se hicieron a la mar? Extraordinario. Y los Espadas Grises los siguieron.
—Nada de esto es relevante, alquimista supremo.
—¿Relevante para qué?
—Tu inquietud, claro. Le lanzas preguntas a tu pobre y embarrada invitada para distraerte.
Habían pasado meses desde la última visita de Arpía, y Baruk había llegado a creer, con cierto pesar, que sus cordiales relaciones con el Hijo de la Oscuridad estaban llegando a un final, no por una disputa, sino sencillamente por el hastío crónico de los tiste andii. Se decía que las tinieblas permanentes de Coral Negro casaban bien con los habitantes de la ciudad, tanto andii como humanos.
—Arpía, haz llegar por favor a tu amo mi más sincero agradecimiento por este regalo. Ha sido inesperado y generoso. Pero quisiera preguntarle, si no es muy atrevido por mi parte, si está reconsiderando la petición oficial del Consejo para comenzar las relaciones diplomáticas entre nuestras dos ciudades. Los delegados solo esperan la invitación de tu amo, y ya se ha reservado un lugar idóneo para la construcción de una embajada, no lejos de aquí, de hecho.
—La hacienda aplastada por la ignominiosa descendencia de un demonio soletaken —dijo Arpía, que hizo una pausa para reírse antes de ensartar con el pico otro pedazo de comida—. Puaj, ¡esto es verdura! ¡Qué asco!
—Así es, Arpía, esa misma hacienda. Como he dicho, no lejos de aquí.
—El amo está considerando dicha petición, y continuará haciéndolo, sospecho.
—¿Por cuánto más tiempo?
—No tengo ni idea.
—¿Hay algo que le preocupe?
La Gran Córvida, inclinándose sobre el plato, ladeó la cabeza y contempló a Baruk por un momento.
Baruk sintió un poco de náuseas y apartó la mirada.
—Entonces tengo razones para estar... preocupado.
—El amo pregunta: ¿cuándo empezará?
El alquimista supremo miró la pila de pergaminos precariamente atados que componían el regalo de Anomander, e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Pero no respondió.
—El amo pregunta: ¿deseas ayuda?
Baruk hizo una mueca de dolor.
—El amo pregunta —prosiguió Arpía, incansable—: dicha ayuda, ¿te serviría mejor de encubierto que de forma oficial?
Por los dioses del inframundo.
—El maestro pregunta: ¿debería la dulce Arpía quedarse por la noche como invitada de Baruk para aguardar las respuestas a estas preguntas?
Repiqueteos en la ventana. Baruk se levantó deprisa y se acercó a ella.
—¡Un demonio! —exclamó Arpía, medio extendiendo sus enormes alas.
—Uno de los míos —repuso Baruk, que abrió el marco de hierro y después retrocedió al ver a Chillbais trepar y luego colarse dentro entre gruñidos de esfuerzo.
—¡Amo Baruk! —chilló—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Baruk había tenido náuseas un momento antes. Ahora de repente estaba helado hasta los huesos. Lentamente cerró la ventana, después encaró a la Gran Córvida.
—Arpía, ya ha empezado.
El demonio la vio y le enseñó los colmillos, siseando.
—¡Grotesca monstruosidad!
Arpía hizo ademanes de apuñalar con el pico.
—¡Sapo hinchado!
—¡Callaos!, ¡los dos! —soltó Baruk—. Arpía, desde luego que serás mi invitada esta noche. Chillbais, búscate un lugar en el que quedarte. Tengo más trabajo para ti y te llamaré cuando sea el momento.
Meneando hacia Arpía una lengua bífida, el achaparrado demonio avanzó hacia la chimenea con andares de pato. Trepó sobre el carbón encendido, después desapareció subiendo por la chimenea. Cayeron nubes negras de hollín, que se amontonaron en el hogar.
Arpía tosió.
—Menudos sirvientes tan maleducados, alquimista supremo.
Pero Baruk no estaba escuchando. Fuera.
¡Fuera!
Esa única palabra resonaba en su mente, repiqueteando con estruendo como la campana de un templo, anegando todo lo demás, aunque sí que captó un eco que se desvanecía rápidamente...
«Aliado incondicional, destrozado y con sangre en el rostro...»
Capítulo 2
Anomander no diría una mentira, tampoco viviría una,
y si esa sordera pudiera
bendecirlo en los días y en las noches
más allá de las negras lluvias del Coral Negro.
Ay, eso no iba a ser.
...
Así que elegimos no oír nada
Del pavoroso crujido, el deslizarse y quebrarse
De las ruedas de madera, el estremecerse en la piedra
Y el amonestante repiqueteo de las cadenas, como si
Fuese de algún otro mundo del que saliese la oscuridad
Latiendo desde alguna maldita forja etérea
Y no se alza ningún sol sobre la ondulada hipocresía
Del horizonte —algún otro mundo que no el nuestro—
Sí, bendecirnos así Anomander, con su
Santurronería, esa mentira y blando consuelo,
Y los esclavos no somos nosotros, este peso
Solo una ilusión, estas cadenas podrían romperse
Con un pensamiento, y todos estos llantos
Y lamentos son menos que los murmullos
De un corazón quedo; no es más que un cuento,
Amigos, este alto negador de adoración
Y la espada que porta nada tiene,
Ningún recuerdo, y si hubiera un lugar
En el acogedor plan para las almas perdidas
Que tiran hacia delante de un templo desarraigado
Solo reside en una defectuosa imaginación
Y desalineada con sobria complejidad;
Nada es tan engorroso como ese engorroso mundo
Y el consuelo que nos deja esperando
En paz sordos y ciegos y privados de sentido
Dentro de nuestro lugar imaginado, este precioso orden...
Soliloquio
Anomandaris, Libro IV
Pescador kel Tath
La torre del dragón se alzaba como una antorcha sobre Coral Negro. El chapitel, que se erguía desde la esquina noroeste del nuevo palacio Andiian, era de sólido basalto negro, revestido de obsidiana facetada y fracturada, reluciente en la oscuridad eterna que envolvía la ciudad. Sobre el tejado plano se agazapaba un dragón de escamas carmesí, con las alas plegadas, su cabeza cuneiforme colgándole a un lado de modo que parecía tener la mirada fija en el sombrío y delirante retal de edificios de abajo, con los callejones y las calles más al fondo.
Aún había habitantes en Coral Negro —entre los humanos— que creían que el feroz centinela era la pétrea creación de algún maestro artesano entre los líderes tiste andii, y esa noción provocaba en Endest Silann una hilaridad amarga. Sí, entendía lo obstinada que esa ignorancia podía ser. La idea de un auténtico dragón vivo lanzando su torva mirada sobre la ciudad y su multitud de apresuradas vidas era para muchos verdaderamente terrorífica y, desde luego, de haber estado lo bastante cerca como para ver la refulgente ansia de los multiformes ojos de Silanah, hace mucho que habrían huido de Coral Negro en un pánico ciego.
Que el eleint permaneciera así, prácticamente inmóvil, día y noche, por semanas y meses y ahora casi un año entero, no era algo insólito. Y Endest Silann sabía eso mejor que casi nadie.
El tiste andii, en otro tiempo un formidable si bien envejecido hechicero en Engendro de Luna y ahora un apenas competente gobernador del nuevo palacio Andiian, caminaba despacio por la calle de la Espada que bajaba hacia el sur por el parque sin árboles conocido como la Colina Gris. Había dejado el intensamente iluminado distrito de Pez, donde el mercado del Lejano Piélago abarrotaba cada avenida y camino de tal manera que aquellos que traían carros de dos ruedas para cargar con las compras estaban obligados a dejarlos en una plaza justo al norte de la Colina Gris. Los infinitos ríos de portadores de alquiler, que se reunían cada amanecer cerca de la plaza de los Carros, añadían más caos entre los puestos, abriéndose paso con los fardos envueltos que llevaban hacia los carros y se escurrían, agachándose y deslizándose como anguilas en la multitud. Aunque el mercado del Lejano Piélago adquirió su nombre debido a que la mayoría del pescado que se vendía allí procedía de los mares allende Noche —la perpetua oscuridad que envolvía la ciudad y el área circundante a lo largo de casi un tercio de legua—, también podían encontrarse las criaturas pálidas y de ojos como gemas de Aguas Nocturnas en bahía Coral.
Endest Silann había ordenado el pedido de la semana siguiente de anguilas cadáver a un nuevo proveedor, puesto que el último arrastrero había sido hundido por algo demasiado grande para su red, con la consiguiente pérdida de toda la tripulación. Aguas Nocturnas no era simplemente una oscura extensión de mar en la bahía, por desgracia. Era Kurald Galain, una auténtica manifestación de la senda, con toda probabilidad sin fondo, y una oportunidad para que las bestias se asomaran a las aguas de bahía Coral. Había algo ahí abajo ahora, algo que obligaba a los pescadores a usar sedal y anzuelo en vez de redes, un método posible solo porque decenas de miles de anguilas se arremolinaban justo debajo de la superficie, guiadas hasta allí por el terror. La mayoría de las anguilas recogidas a bordo no eran más que unos desgarrones.
Al sur de Colina Gris los faroles callejeros empezaban a escasear a medida que Endest Silann se adentraba en el distrito Andiian. Por lo general, había pocos tiste andii por las calles. No se veían en ninguna parte figuras sentadas en las escaleras de las casas, o en los puestos, inclinadas sobre el mostrador pregonando a viva voz sus mercancías o simplemente viendo a la gente pasar. En lugar de ello, las extrañas figuras que se cruzaban con Endest iban todas de camino a alguna parte, probablemente a casa de algún amigo o pariente, para participar en los pocos rituales sociales que quedaban. O para regresar a casa de tales calvarios, tan tenues como el humo de un fuego consumiéndose.
Ningún otro tiste andii se encontró con los ojos de Endest Silann al pasar como fantasmas a su lado. Esto, por supuesto, se debía a algo más que a la insólita indiferencia, pero se había acostumbrado a ello. Un anciano tiene que tener la piel dura, ¿y acaso no era él el más anciano con diferencia? Excepto Anomander Dragnipurake.
Pero Endest recordaba su juventud, una visión de sí mismo vagamente desdibujada por el paso del tiempo, poniendo un pie en este mundo una inclemente noche de tormentas que asolaban los cielos. Oh, las tormentas de esa noche, el agua fría en su rostro... Ese momento, aún lo veo.
Se enfrentaban a un mundo nuevo. La rabia de su señor iba amainando, aunque despacio, goteando como la lluvia. Caía sangre de una herida de espada en el hombro izquierdo de Anomander. Y aquella expresión en sus ojos...
Endest suspiró mientras subía por la pendiente de la calle, pero fue un suspiro entrecortado y abrupto. A su izquierda estaba el montón de escombros del viejo palacio. Unos pocos muros mellados quedaban aquí y allá, y las cuadrillas habían abierto caminos en la mole de ruinas, recogiendo piedras y alguna viga que no se había quemado. El ensordecedor colapso del edificio temblaba aún en los huesos de Endest, y ralentizó su ascenso, tuvo que poner una mano en un muro para apoyarse. La presión estaba regresando, haciendo que le crujiera la mandíbula al rechinar los dientes, y el dolor le atravesó el cráneo.
Otra vez no, por favor.
No, no podía ser. El tiempo había pasado, se había acabado. Había sobrevivido. Había hecho lo que su señor había ordenado y no había fallado. No, claro que no podía ser.
Endest Silann se quedó de pie, con el sudor en el rostro y los ojos cerrados con fuerza.
Nadie lo miraba jamás a los ojos, y era por esto. Por esta... debilidad.
Anomander Dragnipurake había guiado a la veintena de seguidores supervivientes a la orilla de un nuevo mundo. Detrás de la fulgurante ira de sus ojos había habido triunfo.
Esto, se dijo Endest Silann, era lo que valía la pena recordar. A lo que merecía la pena aferrarse.
Asumimos la carga como es nuestro deber. Triunfamos a pesar de todo. Y la vida sigue.
Un recuerdo más reciente saltó a su memoria. La insoportable presión de las profundidades, el aplastante peso del agua por todas partes. Eres mi último mago supremo, Endest Silann. ¿Puedes hacer esto por mí?
El mar, ¿mi señor? ¿Debajo del mar?
¿Puedes hacerlo, viejo amigo?
Mi señor, lo intentaré.
Pero el mar había querido a Engendro de Luna, oh, sí, lo había deseado con salvaje e incansable avidez. Había clamado contra la piedra, había sitiado la fortaleza del cielo con su aplastante abrazo, y al final no había forma de cortar el paso a sus turbulentas legiones oscuras.
Oh, Endest Silann los había mantenido con vida durante bastante tiempo, pero las paredes se colapsaban incluso cuando su señor había convocado las últimas reservas de poder de la fortaleza flotante, para elevarla de las profundidades, elevarla, sí, de vuelta al cielo.
Tan pesada, la carga, tan inmensa...
Herido más allá de toda recuperación, Engendro de Luna ya estaba muerto, tan muerto como el poder de Endest Silann. Los dos nos ahogamos ese día. Los dos morimos.
Iracundas cataratas de agua negra caían tronando, una lluvia de lágrimas desde la piedra, oh, cómo lloró Engendro de Luna. Las grietas se hicieron más grandes, el trueno interior del derrumbamiento de la belleza...
Debería haberme ido con Engendro de Luna cuando al final lo dejó marchar a la deriva, sí, debería haberlo hecho. Agachado entre los sepultados vivos. Mi señor me honra por mi sacrificio, pero cada una de sus palabras es como ceniza cayendo en mi rostro. Por el abismo del inframundo, ¡sentí el desgajamiento de cada habitación! Las fisuras que se abrían eran como cuchilladas en mi alma, ¡y cómo lloramos, cómo gemimos, cómo se derrumbó nuestro interior con las heridas mortales!
La presión no cedería. Ahora estaba dentro de él. El mar buscaba venganza y ahora podría asaltarlo dondequiera que estuviese. La hibris había enviado una maldición, grabando a fuego una marca en su alma. Una marca que ahora se había vuelto séptica. Ya estaba demasiado destrozado para luchar por quitársela.
Ahora soy Engendro de Luna. Aplastado en las profundidades, incapaz de alcanzar la superficie. Desciendo y la presión crece. ¡Cómo crece!
No, no podía ser. Con un silbido de aliento se apartó de la pared de un empujón, avanzó tambaleante. Ya no era un mago supremo. No era nada. Un mero gobernador, preocupándose del equipamiento de cocina y alimentos, turnos de vigilancia y leña para el fuego. Cera para los candeleros de ojos amarillos. Tinta de calamar para los tintados escribas...
Ahora, cuando estaba delante de su señor, hablaba de cosas insignificantes, y ese era su legado, todo lo que quedaba.
Pero ¿acaso no estuve con él en esa tierra? ¿No soy el último que queda para compartir con mi señor esa memoria?
La presión descendió despacio. Y una vez más había sobrevivido al estrujón. ¿Y la próxima vez? No había forma de decirlo, pero no creía que pudiera durar mucho más. El dolor le oprimía el pecho, el trueno en su cráneo.
Hemos encontrado un nuevo suministro de cadáveres de anguilas. Eso es lo que le diré. Y él me sonreirá y asentirá, y quizá ponga una mano en mi hombro. Un suave y cuidadoso apretón, lo bastante ligero para asegurarse de que nada se rompe. Él mostrará su gratitud.
Por las anguilas.
Era una medida de su valor y de su fortaleza que el nombre no hubiese negado ni una sola vez haber sido un vidente del Dominio Painita; que hubiese servido al loco tirano en la misma fortaleza ahora reducida a escombros que quedaba a menos de un tiro de piedra detrás de la Taberna del Rastreador. Que se aferrase al título no era prueba de un inapropiado sentido de lealtad maniaca. El hombre de mirada expresiva entendía la ironía, y si de vez en cuando algún humano en la ciudad se sentía agraviado al oírle identificarse así, bueno, el vidente podía cuidar de sí mismo y ese legado no era causa de vergüenza.
Eso y poco más era lo que Spinnock Durav sabía del hombre, más allá de su impresionante talento para el juego que ahora jugaban: un antiguo juego de los tiste andii, conocido como el Kef Tanar, que se había popularizado por toda la población del Coral Negro y también, así había oído, a más ciudades lejanas, incluso la propia Darujhistan.
Había tantos reyes y reinas como jugadores. Un campo de batalla que se expandía a cada vuelta y que jamás se repetía dos veces. Soldados, mercenarios, magos, asesinos, espías. Spinnock Durav sabía que la inspiración original para el Kef Tanar podía encontrarse en las guerras de sucesión entre los Primogénitos de Madre Oscuridad, y cierto era que una de las figuras de rey lucía unos trazos de pintura plateada en su cabellera, mientras que otra era de madera de hueso decolorada. Había una reina de fuego blanco, con corona de ópalo; y otros a los que Spinnock podría, si se molestara, dar nombre, asumiendo que alguien estuviera remotamente interesado, algo que sospechaba que no era el caso.
La mayoría sostenían que la cabellera blanca era un atavío reciente, como un saludo burlón al lejano regente de Coral Negro. Las baldosas del campo estaban todas decoradas con elementos de Oscuridad, Luz y Sombra. Las losas de la gran ciudad y la fortaleza se estimaban pertenecientes a Coral Negro, aunque Spinnock Durav sabía que la gran ciudad del juego, siempre en expansión (había más de cincuenta losas solo para la ciudad y el jugador podía hacer más si lo deseaba), era de hecho Kharkanas, la Primera Ciudad de Oscuridad.
Pero aquello daba lo mismo. Era el juego lo que importaba.
El único tiste andii de toda la taberna, Spinnock Durav estaba sentado con otros cuatro jugadores, con una multitud reunida ahora para observar esa titánica batalla que ya llevaba cinco campanadas. Volutas de humo flotaban en lo alto, oscureciendo los travesaños bajos de la estancia principal de la taberna, opacando la luz de las antorchas y las velas. Toscos pilares aquí y allá sostenían el techo, construido con fragmentos del viejo palacio y de la propia Engendro de Luna, todos encajados con poca pericia, algunos inclinados ominosamente y dejando ver grietas en la argamasa. Sobre las desiguales losas del suelo había charcos de cerveza derramada por donde se deslizaban salamandras de piel dura, en un ebrio intento de aparearse con los pies de los presentes y que habían de ser apartadas a puntapiés una y otra vez.
Vidente estaba sentado enfrente de Spinnock. Dos de los demás jugadores habían sucumbido a los roles de vasallo, los dos ahora sometidos a la reina de corona de ópalo de Vid