Ender el xenocida (Saga de Ender 3)

Fragmento

Creditos

Título original: Xenocide

Traducción: Rafael Marín Trechera

1.ª edición: noviembre, 2013

© 2013 by Orson Scott Card

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B. 26.748-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-691-5

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Clark y Kathy Kidd:

por la libertad, por el refugio,

y por las alegrías de toda América.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

AGRADECIMIENTOS

PRONUNCIACIÓN

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AGRADECIMIENTOS

Un encuentro fortuito con James Cryer en la Librería Segunda Fundación en Chapel Hill, Carolina del Norte, condujo directamente a la historia de Li Qing-jao y Han Fei-tzu de este libro. Al enterarme de que era traductor de poesía china, le pregunté allí mismo si podía citarme algunos nombres plausibles para unos cuantos personajes chinos que estaba desarrollando. Mi conocimiento de la cultura china era, como mucho, rudimentario y mi idea era que esos personajes desempeñaran un papel menor, aunque significativo, en la historia de Ender, el Xenocida. Pero a medida que James Cryer, una de las personas más vigorosas, fascinantes y generosas que he conocido, me fue contando más y más sobre Li Qing-jao y Han Fei-tzu, y me mostraba sus escritos y me explicaba más historias acerca de otras figuras de la historia y la literatura chinas, empecé a darme cuenta de que aquí se encontraba el verdadero cimiento del relato que quería contar en este libro. Le debo mucho y lamento haber desperdiciado las mejores oportunidades para reparar esa deuda.

También debo mi agradecimiento a muchas otras personas: a Judith Rapaport, por su libro The Boy Who Couldn’t Stop Washing, que fue la fuente de información acerca de los desórdenes obsesivos-compulsivos que aparecen en esta novela. A mi agente, Barbara Bova, que provocó la existencia de este libro al venderlo en Inglaterra antes de que yo hubiera pensado en escribirlo siquiera. A mi editor americano Tom Doherty, por su extraordinaria fe y generosidad que espero esté justificada al final. A Jim Frenkel, el editor que sabiamente rechazó la primera versión de este libro cuando lo ofrecí a Dell en 1978, arguyendo (acertadamente) que no estaba preparado todavía para escribir una novela tan ambiciosa. A mi editor inglés, Anthony Cheetham, que ha creído en mi trabajo desde el comienzo de mi carrera y ha esperado pacientemente este libro más tiempo del que habríamos deseado. A mi editora Beth Meacham, por ser una amiga, consejera y protectora durante la preparación de este y otros muchos libros. A los muchos lectores que me han escrito instándome a regresar a la historia de Ender: su apoyo me ayudó muchísimo mientras me debatía en el proyecto más difícil de mi carrera hasta el momento. Al taller literario de Fred Chappell en la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro, por estudiar y responder al primer borrador de la historia de Qing-jao. A Stan Schmidit, de Analog, por aceptar publicar un fragmento extraordinariamente largo de la novela como el relato «Gloriously Bright». A mis secretarios, Laraine Moon, Erin Absher y Willard y Peggy Card, que al cumplir bien con su trabajo en formas completamente diferentes me proporcionaron la libertad que necesitaba para poder escribir. A amigos como Jeff Alton y Philip Absher, por leer los primeros manuscritos para ayudarme a asegurar que este batiburrillo de personajes y tramas tenía un verdadero sentido. Y a mis hijos, Geoffrey, Emily y Charlie, por ser pacientes conmigo a través de la negligencia y el malhumor que siempre parecen acompañar mis arrebatos de escritura, y por dejarme tomar prestados datos de sus vidas y experiencias mientras creo los personajes que más amo.

Sobre todo, doy las gracias a mi esposa, Kristine, que ha sufrido durante cada arduo paso de la creación de este libro, provocando preguntas, detectando errores y contradicciones, y (lo más importante) respondiendo tan favorablemente a los aspectos de la historia que funcionaban bien, que encontré en ella la confianza necesaria para continuar. No sé qué sería, como escritor o como persona, sin ella. Espero no tener nunca ocasión para averiguarlo.

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PRONUNCIACIÓN

Algunos nombres pueden parecer extraños. Entre los de origen chino, Qing-jao se pronuncia «ching yau»; Jiang-qing es «yi-ing ching». Entre los portugueses, Quim se pronuncia «kiing»; Novinha es «noviña»; Olhado es «oljádo». Jakt, del sueco, es «yojkt».

Otros nombres son más fáciles de pronunciar, tal como se ven escritos, o aparecen con tan poca frecuencia que no deben suscitar ninguna dificultad.

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1

LA PARTIDA

<Hoy uno de los hermanos me preguntó: ¿Es una prisión tan terrible no poder moverte del lugar donde estás?>

<Y respondiste…>

<Le dije que soy más libre que él. La incapacidad de moverme me libera de la obligación de actuar.>

<Los que habláis lenguajes sois unos mentirosos.>

Han Fei-tzu estaba sentado en la posición del loto sobre el desnudo suelo de madera junto al lecho del dolor de su esposa. Un momento antes, tal vez estuviera dormida; no estaba seguro. Pero ahora era consciente del ligero cambio en la respiración de ella, un cambio tan sutil como el viento tras el paso de una mariposa.

Jiang-qing, por su parte, también debió de detectar algún cambio en él, pues no había hablado antes y lo hizo ahora. Su voz sonó muy baja, pero Han Fei-tzu la oyó claramente, pues la casa estaba en silencio. Había pedido quietud a sus amigos y sirvientes durante el ocaso de la vida de Jiang-qing. Ya habría tiempo de sobra para ruidos descuidados durante la larga noche por venir, cuando no salieran palabras susurradas de los labios de ella.

—Todavía no he muerto —dijo Jiang-qing. Lo había saludado con estas palabras cada vez que despertaba durante los últimos días. Al principio las palabras parecieron quejumbrosas o irónicas a Han Fei-tzu, pero ahora sabía que ella hablaba con decepción. Ahora lo que ansiaba era la muerte, no porque no amara la vida, sino porque la muerte era inevitable, y lo que nadie puede impedir debe aceptarse. Ése era el Sendero. Jiang-qing nunca se había apartado del Sendero ni un solo paso en toda su vida.

—Entonces los dioses son amables conmigo —dijo Han Fei-tzu.

—Contigo —susurró ella—. ¿Qué es lo que contemplamos?

Era su forma de pedirle que compartiera con ella sus pensamientos privados. Cuando otras personas lo hacían, él se sentía espiado. Pero Jiang-qing lo pedía sólo para poder pensar también lo mismo: formaba parte del hecho de haberse convertido en una sola alma.

—Estamos contemplando la naturaleza del deseo —respondió Han Fei-tzu.

—¿El deseo de quién? —le preguntó ella—. ¿Y hacia qué?

Mi deseo de que tus huesos sanen y recuperen sus fuerzas, para que no se rompan a la más mínima presión. Para que puedas ponerte de nuevo en pie, o levantar siquiera un brazo sin que tus propios músculos arranquen trozos de hueso o hagan que el hueso se rompa bajo la tensión. Para no tener que ver cómo te marchitas hasta pesar sólo dieciocho kilogramos. Nunca supe lo perfecta que era nuestra felicidad hasta que me enteré de que ya no podríamos estar juntos.

—Mi deseo —respondió él—. Hacia ti.

—«Sólo se desea lo que no se tiene.» ¿Quién dijo eso?

—Tú —dijo Han Fei-tzu—. Algunos dicen «lo que no puedes tener». Otros dicen «lo que no deberías tener». Yo digo: «Sólo puedes desear verdaderamente lo que siempre ansiarás.»

—Me tienes para siempre.

—Te perderé esta noche. O mañana. O la semana que viene.

—Contemplemos la naturaleza del deseo —instó Jiang-qing.

Como antes, usaba la filosofía para sacarlo de su amarga melancolía.

Él se resistió, pero sólo a medias.

—Eres una gobernante dura —se quejó Han Fei-tzu—. Como tu antepasada-del-corazón, no haces ninguna concesión a la fragilidad de los demás.

Jiang-qing llevaba el nombre de una líder revolucionaria del pasado remoto que intentó guiar al pueblo a un nuevo Sendero, pero fue derrocada por cobardes de corazón débil. Han Fei-tzu pensaba que no estaba bien que su esposa muriera ante él: su antepasada-del-corazón había sobrevivido a su esposo. Además, las esposas deberían vivir más que los maridos. Las mujeres eran más completas interiormente. También eran mejores para vivir con sus hijos. Nunca estaban tan solitarias como un hombre solo.

Jiang-qing no quiso permitir que volviera a sus meditaciones.

—Cuando la esposa de un hombre ha muerto, ¿qué ansía él?

Con rebeldía, Han Fei-tzu ofreció la respuesta más falsa a su pregunta.

—Acostarse con ella.

—El deseo del cuerpo —murmuró Jiang-qing.

Ya que ella estaba decidida a mantener esta conversación, Han Fei-tzu recitó el catálogo en su lugar.

—El deseo del cuerpo es actuar. Incluye todas las caricias, casuales e íntimas, y todos los movimientos habituales. Así, ve un movimiento por el rabillo del ojo y cree haber visto a su esposa muerta cruzando el umbral, y no se queda tranquilo hasta haberse acercado a la puerta y visto que no era su esposa. Despierta de un sueño en el que ha oído su voz y se descubre respondiéndole en voz alta, como si ella pudiera oírlo.

—¿Qué más? —preguntó Jiang-qing.

—Estoy cansado de filosofía —protestó Han Fei-tzu—. Tal vez los griegos encontraban consuelo en ella, pero yo no.

—El deseo del espíritu —insistió Jiang-qing.

—Como el espíritu pertenece a la tierra, es esa parte la que obtiene nuevas cosas de las cosas viejas. El marido ansía todas las cosas inacabadas que su esposa y él hacían cuando ella murió, y todos los sueños sin empezar de lo que podrían haber hecho si ella hubiera vivido. Así, un hombre se enfada con sus hijos por ser demasiado parecidos a él y no parecerse suficiente a su esposa muerta. Así, un hombre odia la casa en la que vivieron juntos, porque no la cambia, y está así tan muerta como su esposa, o sí la cambia, y entonces ya no es la mitad que ella creó.

—No tienes que enfadarte con nuestra pequeña Qing-jao —conminó Jiang-qing.

—¿Por qué? —preguntó Han Fei-tzu—. ¿Te quedarás, entonces, y me ayudarás a enseñarle a ser una mujer? Yo sólo puedo enseñarle a ser como yo soy, frío y duro, tosco y fuerte, como la obsidiana. Si acaba siendo así, aunque se parezca tanto a ti, ¿cómo podré no enfurecerme?

—Porque también puedes enseñarle todo lo que yo soy —replicó Jiang-qing.

—Si tuviera dentro de mí alguna parte de ti, no habría necesitado casarme contigo para ser una persona completa —objetó Han Fei-tzu. Ahora la atormentaba usando la filosofía para apartar la conversación del dolor—. Ése es el deseo del alma. Como el alma está hecha de luz y vive en el aire, es esa parte la que concibe y conserva las ideas, sobre todo la idea del yo. El marido ansía su yo completo, que estaba compuesto del marido y la mujer juntos. Así, nunca cree ninguno de sus propios pensamientos, porque siempre hay una cuestión en su mente a la que sólo los pensamientos de la esposa son la única respuesta posible. Así, el mundo entero le parece muerto porque no puede confiar que nada conserve su significado antes de la arremetida de esta cuestión irrespondible.

—Muy profundo —comentó Jiang-qing.

—Si fuera japonés, cometería seppuku y vertería mis entrañas en la jarra de tus cenizas.

—Muy sucio y desagradable —dijo ella.

Él sonrió.

—Entonces debería ser un antiguo hindú y quemarme en tu pira.

Pero ella ya estaba cansada de bromas.

—Qing-jao —susurró. Le estaba recordando que no podía hacer algo tan extravagante como morir por ella. Había que cuidar de la pequeña Qing-jao.

Por eso, Han Fei-tzu le respondió en serio.

—¿Cómo puedo enseñarle a ser lo que tú eres?

—Todo lo que hay de bueno en mí viene del Sendero —dijo Jiang-qing—. Si le enseñas a obedecer a los dioses, honrar a los antepasados, amar a las personas y servir a los gobernantes, estaré en ella tanto como tú.

—Le enseñaré el Sendero como parte de mí mismo —aseguró Han Fei-tzu.

—No —dijo Jiang-qing—. El Sendero no es una parte natural de ti, esposo mío. Aunque los dioses te hablan cada día, insistes en creer en un mundo donde todo puede ser explicado por causas naturales.

—Obedezco a los dioses. —Han Fei-tzu pensó amargamente que no tenía más remedio: incluso retrasar la obediencia representaba una tortura.

—Pero no los conoces. No amas sus obras.

—El Sendero es amar a las personas. A los dioses sólo los obedecemos.

¿Cómo puedo amar a unos dioses que me humillan y atormentan a cada oportunidad?

—Amamos a las personas porque son criaturas de los dioses.

—No me vengas con sermones.

Ella suspiró.

Su tristeza picó a Han Fei-tzu como una araña.

—Ojalá me sermonearas eternamente —suspiró.

—Te casaste conmigo porque sabías que amaba a los dioses, y que tú carecías de ese amor por ellos. De ese modo te completé.

¿Cómo podía discutir con ella cuando sabía que incluso ahora odiaba a los dioses por todo lo que le habían hecho, todo lo que le habían obligado a hacer, todo lo que le habían robado en su vida?

—Prométemelo —insistió Jiang-qing.

Él sabía lo que significaba esa palabra. Ella sentía la muerte rondándole: le depositaba la carga de su vida. Una carga que él llevaría alegremente. Era perder su compañía en el Sendero lo que había temido siempre.

—Prométeme que enseñarás a Qing-jao a amar a los dioses y a seguir siempre el Sendero. Prométeme que harás que sea tanto mi hija como la tuya.

—¿Aunque nunca oiga la voz de los dioses?

—El Sendero es para todos, no solamente para los agraciados.

Tal vez, pensó Han Fei-tzu, pero a los agraciados por los dioses les resultaba mucho más fácil seguir el Sendero, porque para ellos el precio por desviarse era terrible. Las personas comunes eran libres: podían dejar el Sendero y no sentir el dolor durante años. Los agraciados no podían dejar el Sendero ni una sola hora.

—Prométemelo.

Lo haré. Lo prometo.

Pero no pudo pronunciar las palabras en voz alta. No sabía por qué, pero su resistencia era profunda.

En el silencio, mientras ella esperaba su juramento, oyeron el sonido de pies que corrían sobre la grava ante la puerta de la casa. Sólo podía ser Qing-jao, que regresaba del jardín de Sun Cao-pi. Sólo se permitía a Qing-jao correr y hacer ruido durante esta hora de silencio. Esperaron, sabiendo que acudiría directamente a la habitación de su madre.

La puerta se abrió, deslizándose casi sin ruido. Incluso Qing-jao había comprendido lo suficiente la causa del silencio para caminar con cuidado cuando se hallaba en presencia de su madre. Aunque avanzaba de puntillas, apenas podía impedir bailar, casi galopar sobre el suelo. Pero no pasó los brazos alrededor del cuello de su madre: recordaba la lección, aunque la terrible magulladura se había borrado de la cara de Jiang-qing, cuando el ansioso abrazo de Qing-jao le rompió la mandíbula hacía tres meses.

—He contado veintitrés carpas blancas en el arroyo del jardín —declaró Qing-jao.

—¿Tantas? —preguntó Jiang-qing.

—Creo que se estaban mostrando ante mí para que pudiera contarlas. Ninguna quería quedarse fuera.

—Te quiero —susurró Jiang-qing.

Han Fei-tzu oyó un nuevo sonido en la voz jadeante: un estallido, como burbujas rompiéndose con sus palabras.

—¿Crees que ver tantas carpas significa que seré una agraciada? —preguntó Qing-jao.

—Le pediré a los dioses que te hablen —aseguró Jiang-qing.

De repente, la respiración de Jiang-qing se volvió rápida y entrecortada. Han Fei-tzu se arrodilló inmediatamente y miró a su esposa. Tenía los ojos muy abiertos, asustados. Había llegado el momento.

Sus labios se movieron. Prométemelo, articuló, aunque no pudo emitir otros sonidos que un jadeo.

—Lo prometo —dijo Han Fei-tzu.

Entonces la respiración se detuvo.

—¿Qué dicen los dioses cuando te hablan? —preguntó Qing-jao.

—Tu madre está muy cansada —dijo Han Fei-tzu—. Ahora debes irte.

—Pero no me ha respondido. ¿Qué dicen los dioses?

—Cuentan secretos —respondió Han Fei-tzu—. Nadie que los oiga debe repetirlos.

Qing-jao asintió sabiamente. Dio un paso atrás, como para marcharse, pero se detuvo.

—¿Puedo besarte, madre?

—Suavemente, en la mejilla —advirtió Han Fei-tzu.

—Pero madre no ha dicho que también me quiere.

—Lo hizo. Lo dijo antes. ¿Recuerdas? Pero está muy débil y cansada. Vete ahora.

Puso suficiente dureza en su voz para que Qing-jao se marchara sin hacer más preguntas. Sólo cuando se hubo ido se permitió Han Fei-tzu preocuparse por ella. Se arrodilló sobre el cuerpo de Jiang-qing y trató de imaginar lo que le estaba sucediendo ahora. Su alma había volado y ahora estaba ya en el cielo. Su espíritu se retrasaría mucho más; tal vez habitaría en esta casa, como si hubiera sido en efecto un lugar de felicidad para ella. La gente supersticiosa creía que todos los espíritus de los muertos eran peligrosos, y colocaba signos y advertencias para alejarlos. Pero los que seguían el Sendero sabían que el espíritu de una buena persona no era nunca dañino o destructivo, pues la bondad de su vida procedía del amor del espíritu para hacer cosas. El espíritu de Jiang-qing sería una bendición en la casa durante muchos años, si decidía quedarse. Sin embargo, mientras intentaba imaginar su alma y su espíritu, según las enseñanzas del Sendero, había en su corazón un lugar frío convencido de que todo lo que quedaba de Jiang-qing era aquel cuerpo frágil y reseco. Esta noche ardería con la rapidez del papel, y entonces ella dejaría de existir, excepto en los recuerdos de su corazón.

Jiang-qing tenía razón. Sin ella para completar su alma, él ya dudaba de los dioses. Y los dioses se habían dado cuenta, lo hacían siempre. De inmediato sintió la insoportable urgencia de ejecutar el ritual de la limpieza, hasta que pudiera deshacerse de sus indignos pensamientos. Ni siquiera ahora lo dejarían sin castigo. Incluso ahora, con su esposa muerta delante, los dioses insistían en que los obedeciera antes de poder derramar una sola lágrima de pesar por ella.

Al principio pensó en retrasarse, posponer la obediencia. Se había adiestrado para poder posponer el ritual incluso un día entero, mientras escondía todos los signos externos de su tormento interior. Podría hacerlo ahora, pero sólo si mantenía su corazón completamente helado. Qué absurdo. El castigo adecuado llegaría cuando hubiera satisfecho a los dioses. Así, tras arrodillarse allí mismo, dio comienzo al ritual.

Todavía estaba retorciéndose y girando con el ritual cuando se asomó un sirviente. Aunque el sirviente no dijo nada, Han Fei-tzu oyó el suave deslizar de la puerta y supo lo que pensaría: Jiang-qing había muerto y Han Fei-tzu era tan recto que estaba comulgando con los dioses antes de anunciar su muerte a la servidumbre. Sin duda, algunos incluso supondrían que los dioses habían venido a llevarse a Jiang-qing, pues era conocida por su extraordinaria santidad. Nadie supondría que, aunque Han Fei-tzu adoraba, su corazón estaba lleno de amargura porque los dioses se atrevían a exigirle esto incluso ahora.

Oh, dioses, pensó, si supiera que cortándome un brazo o arrancándome el hígado podría deshacerme de vosotros para siempre, agarraría el cuchillo y sazonaría el dolor y la pérdida, todo por la libertad.

También ese pensamiento era indigno, y requería más limpieza. Pasaron horas antes de que los dioses lo liberaran por fin, y para entonces estaba demasiado cansado, demasiado mareado para sentir pesar. Se levantó y convocó a las mujeres para que prepararan el cuerpo de Jiang-qing para la cremación.

A medianoche, fue el último en acercarse a la pira, llevando en brazos a Qing-jao, adormilada. La niña sujetaba en la mano los tres papeles que había escrito para su madre con sus garabatos infantiles. «Pez», había escrito, y «libro» y «secretos». Esas eran las cosas que Qing-jao daba a su madre para que se las llevara al cielo. Han Fei-tzu había intentado comprender los pensamientos que habían pasado por la cabeza de Qing-jao cuando escribió aquellas palabras. «Pez» por las carpas del arroyo del jardín, sin duda. Y «libro»… era bastante fácil de comprender, porque leer en voz alta era una de las últimas cosas que Jiang-qing podía hacer con su hija. ¿Pero por qué «secretos»? ¿Qué secretos tenía Qing-jao para su madre? No podía preguntarlo. No se discuten las ofrendas a los muertos.

Han Fei-tzu depositó a Qing-jao en el suelo. La niña no estaba profundamente dormida, y por eso se despertó inmediatamente y permaneció allí de pie, parpadeando lentamente. Han Fei-tzu le susurró unas palabras y ella enrolló los papeles y los metió dentro de la manga de su madre. No pareció importarle demasiado tocar la fría carne de la difunta: era demasiado joven para haber aprendido a estremecerse ante el contacto de la muerte.

Tampoco a Han Fei-tzu le importó el contacto de la carne de su esposa cuando metió sus tres papeles en la otra manga. ¿Qué había ya que temer de la muerte, cuando ya había hecho lo peor que podía hacer?

Nadie sabía lo que había escrito en sus papeles, o se habrían horrorizado, pues había escrito «Mi cuerpo», «Mi espíritu» y «Mi alma». Era como si se quemara a sí mismo en la pira funeraria de Jiang-qing, y se enviara con ella hacia dondequiera que se dirigiese.

Entonces, la doncella secreta de Jiang-qing, Mu-pao, acercó la antorcha a la madera sagrada y la pira empezó a arder. El calor del fuego resultaba doloroso, de manera que Qing-jao se escondió tras su padre, asomándose sólo de vez en cuando para ver a su madre partir hacia su viaje interminable. Sin embargo, Han Fei-tzu agradeció el calor seco que magullaba su piel y volvía quebradiza la seda de su túnica. El cuerpo de Jiang-qing no estaba tan seco como parecía: mucho después de que los papeles se arrugaran para convertirse en cenizas y revolotearan hacia arriba con el humo del fuego, su cuerpo todavía ardía, y el denso incienso que se consumía alrededor de la hoguera no lograba disimular el olor a carne quemada. Esto es lo que estamos quemando aquí: carne, peces, carroña, nada. No es mi Jiang-qing. Sólo el disfraz que llevaba en esta vida. Lo que convirtió ese cuerpo en la mujer que amé está todavía vivo, debe estar vivo todavía. Y por un momento pensó que podía ver, u oír, o de algún modo sentir el paso de Jiang-qing.

En el aire, en la tierra, en el fuego. Estoy contigo.

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2

REUNIÓN

<Lo más extraño de los humanos es la forma en que se emparejan, machos y hembras. Están constantemente en guerra unos con otros, nunca se dejan en paz. Nunca parecen comprender la idea de que machos y hembras son especies separadas con ideas y deseos completamente diferentes, forzados a unirse sólo para multiplicarse.>

<Es normal que pienses así. Vuestros machos no son más que zánganos sin mente, extensiones de ti misma, sin identidad propia.>

<Conocemos a nuestros amantes con absoluta comprensión. Los humanos inventan un amante imaginario y colocan una máscara sobre el rostro del cuerpo que está en su cama.>

<Ésa es la tragedia del lenguaje, amiga mía. Los que se conocen solamente a través de representaciones simbólicas están obligados a imaginarse unos a otros. Y como la imaginación es imperfecta, a menudo se equivocan.>

<Ésa es la fuente de su miseria.>

<Y de su fuerza, me parece. Tu pueblo y el mío, cada uno por nuestros propios motivos evolutivos, se emparejan con compañeros enormemente distintos. Nuestros machos son siempre, desgraciadamente, nuestros inferiores intelectuales. Los humanos se emparejan con seres que desafían su supremacía. Tienen conflictos entre machos no porque su comunicación sea inferior a la nuestra, sino porque se comunican entre ellos.>

Valentine Wiggin repasó su ensayo, haciendo unas cuantas correcciones acá y allá. Cuando terminó, las palabras gravitaron en el aire sobre el terminal de su ordenador. Se sentía satisfecha por haber escrito un análisis irónico tan certero del carácter personal de Rymus Ojman, el presidente del gabinete del Congreso Estelar.

—¿Hemos terminado otro ataque a los amos de los Cien Mundos?

Valentine no se volvió para mirar a su marido: sabía por su voz la expresión exacta que tendría en la cara, y por eso le sonrió sin girarse. Después de veinticinco años de matrimonio, podían verse claramente sin tener que mirarse.

—Hemos hecho que Rymus Ojman parezca ridículo.

Jakt se asomó a su diminuto cubículo, la cara tan cerca de la de ella que Valentine percibió su suave respiración mientras el hombre leía los primeros párrafos. Ya no era joven: el esfuerzo de asomarse a su despacho, apoyando las manos en el marco de la puerta, le hacía respirar más rápidamente de lo que le gustaba. Entonces habló, pero con la cara tan cerca de la suya que sintió sus labios rozarle la mejilla, y cada palabra le hizo cosquillas.

—A partir de ahora incluso su madre se reirá a escondidas cada vez que vea al pobre infeliz.

—Fue difícil hacerlo gracioso —dijo Valentine—. No podía evitar denunciarlo una y otra vez.

—Esto es mejor.

—Oh, lo sé. Si hubiera dejado que se notara mi furia, si le hubiera acusado de todos sus crímenes, le habría hecho parecer más formidable y aterrador, y la Facción Legisladora lo habría amado aún más, mientras que los cobardes de todos los mundos se habrían inclinado todavía más ante él.

—Si se inclinan más tendrán que comprar alfombras más finas —comentó Jakt.

Ella se echó a reír, pero debido a que el cosquilleo de sus labios sobre la mejilla se volvía insoportable. También empezaba, sólo un poco, a atormentarla con deseos que simplemente no podían ser satisfechos en este viaje. La nave espacial era demasiado reducida y apretada, con toda su familia a bordo, para disfrutar de ninguna intimidad real.

—Jakt, ya casi estamos en la mitad del viaje. Nos hemos abstenido más tiempo durante la carrera mishmish de todos los años.

—Podríamos colgar un cartel en la puerta y que no entre nadie.

—Y también colocar otro que dijera: «Pareja mayor desnuda reviviendo viejos recuerdos.»

—No soy mayor.

—Tienes más de sesenta años.

—Si el viejo soldado puede mantenerse firme y saludar, lo mejor es dejarle participar en el desfile.

—Nada de desfiles hasta que el viaje termine. Sólo son un par de semanas más. Sólo tenemos que completar el encuentro con el hijo adoptivo de Ender y luego estaremos rumbo a Lusitania.

Jakt se apartó de ella, la sacó del despacho y permaneció erguido en el pasillo, uno de los pocos lugares de la nave donde podía hacerlo. No obstante, gruñó al adoptar esa postura.

—Crujes como una vieja puerta oxidada —observó Valentine.

—Te he oído hacer los mismos sonidos al levantarte. No soy el único viejo chocho, senil, decrépito y miserable de la familia.

—Lárgate y déjame transmitir esto.

—Estoy acostumbrado a tener trabajo que hacer en los viajes —protestó Jakt—. Aquí los ordenadores lo hacen todo, y esta nave nunca cabecea o se zambulle en el mar.

—Lee un libro.

—Estoy preocupado por ti. Mucho trabajo y nada de diversión te convertirán en una vieja bruja.

—Cada minuto que pasamos aquí charlando son ocho horas y media en tiempo real.

—El tiempo que pasamos en esta nave es tan real como el tiempo de ellos ahí fuera —dijo Jakt—. A veces desearía que los amigos de Ender no hubieran encontrado un medio para que nuestra nave mantenga un enlace colateral.

—Requiere un montón de tiempo en el ordenador —alegó Val—. Hasta ahora, sólo los militares podían comunicarse con las naves estelares durante el vuelo a velocidad cercana a la de la luz. Si los amigos de Ender pueden conseguirlo, entonces les debo el usarlo.

—No haces todo esto porque le debas nada a nadie.

—Si escribo un ensayo cada hora, Jakt, eso significa que para el resto de la humanidad Demóstenes sólo está publicando algo cada tres semanas.

—No es posible que escribas un ensayo cada hora. Duermes, comes.

—Y tú hablas y yo escucho. Márchate, Jakt.

—Si hubiera sabido que salvar a un planeta de la destrucción significaría tener que regresar a un estado de absoluta castidad, nunca habría accedido a hacerlo.

Él sólo bromeaba a medias. Dejar Trondheim fue una dura decisión para toda la familia; incluso para ella, a pesar de que sabía que iba a ver de nuevo a Ender. Sus hijos eran todos adultos ahora, o casi: consideraban este viaje como una gran aventura. Sus visiones del futuro no estaban tan atadas a un lugar concreto. Ninguno de ellos se había convertido en marino, como su padre. Todos eran eruditos o científicos, y vivían la vida del discurso público y la contemplación privada, como su madre. Podían seguir viviendo sus vidas, sin ningún cambio sustancial, prácticamente en cualquier parte, en cualquier mundo. Jakt estaba orgulloso de ellos, pero decepcionado de que la cadena de la familia, que se remontaba a siete generaciones en los mares de Trondheim, terminara con él. Y ahora, por ella, Jakt había renunciado al mar mismo. Renunciar a Trondheim era lo más duro que ella podría haberle pedido, y él había aceptado sin vacilación.

Tal vez regresaría algún día y si lo hacía, los océanos, el hielo, las tormentas, los peces, los dulces prados desesperadamente verdes del verano estarían todavía allí. Pero sus tripulaciones habrían desaparecido, habían desaparecido ya. Los hombres a quienes conocía mejor que a sus propios hijos, mejor que a su esposa, tenían ya quince años más, y cuando regresara, si lo hacía, habrían transcurrido otros cuarenta años. Sus nietos estarían tripulando los barcos para entonces. No conocerían el nombre de Jakt. Sería un armador extranjero, venido del cielo, no un marino, no un hombre con el hedor y la sangre amarillenta de los strika en las manos. No sería uno de ellos.

Por eso, cuando se quejaba de que ella lo estaba ignorando, cuando bromeaba sobre su falta de intimidad durante el viaje, había algo más que el deseo juguetón de un esposo maduro. Supiera él o no lo que decía, ella comprendía el verdadero significado de sus palabras: «Después de todo lo que he dejado por ti, ¿no tienes nada que darme?».

Y tenía razón: ella se estaba esforzando más de lo necesario. Hacía más sacrificios de los precisos, y pedía demasiado también de él. Lo importante no era el número absoluto de ensayos subversivos que Demóstenes publicara durante este viaje, sino cuánta gente leería y creería lo que ella escribía, y cuántos de ellos pensarían, hablarían y actuarían como enemigos del Congreso Estelar. Tal vez más importante era la esperanza de que alguien dentro de la burocracia del propio Congreso llegara a sentir un lazo más fuerte con la humanidad y rompiera su enloquecedora solidaridad institucional. Seguramente, algunos cambiarían tras leer lo que ella escribía. No muchos, pero tal vez los suficientes. Y tal vez sucedería a tiempo de impedirles que destruyeran el planeta Lusitania. De lo contrario, Jakt, ella y los que habían renunciado a tanto para acompañarlos en este viaje desde Trondheim llegarían a Lusitania justo a tiempo de dar media vuelta y huir… o ser destruidos junto con todos los demás habitantes de ese planeta. No era de extrañar que Jakt estuviera nervioso y quisiera pasar más tiempo con ella. Lo absurdo era que ella se mostrara tan encerrada en sí misma y se pasara todo el tiempo escribiendo propaganda.

—Ve haciendo el cartel para la puerta, y yo me aseguraré de que no estés solo en la habitación.

—Mujer, haces que mi corazón aletee como un lenguado moribundo —dijo Jakt.

—Eres muy romántico cuando hablas como un pescador —dijo Valentine—. Los chicos se reirán con ganas cuando se enteren de que no pudiste mantenerte casto ni siquiera durante las tres semanas de este viaje.

—Tienen nuestros genes. Deberían desear que estemos bien fuertes hasta que hayamos entrado en nuestro segundo siglo.

—Yo tengo más de cuatro milenios.

—¿Cuándo, oh, cuándo puedo esperarte en mi camarote, bella anciana?

—Cuando haya transmitido este ensayo.

—¿Y cuánto tardarás?

—Un ratito después de que tú te marches y me dejes en paz.

Con un profundo suspiro que era más teatro que tristeza verdadera, él se marchó dando zancadas sobre el corredor alfombrado. Un momento después se produjo un sonido metálico y ella le oyó gritar de dolor. Era broma, naturalmente: se había dado un golpe accidental en la cabeza con la viga metálica el primer día de viaje, pero desde entonces sus colisiones habían sido deliberadas, buscando un efecto cómico. Nadie se reía en voz alta, desde luego (era una tradición familiar no reírse cuando Jakt ejecutaba una de sus bromas físicas), pero él tampoco era el tipo de hombre que necesita apoyo por parte de los demás. Él mismo era su mejor público: un hombre no podía ser marino y líder de otros hombres toda la vida sin bastarse a sí mismo. Por lo que Valentine sabía, sus hijos y ella eran las únicas personas que se había permitido necesitar.

Incluso así, no los necesitaba tanto como para no poder continuar con su vida de marino y pescador y estar fuera de casa durante días, a menudo semanas, con frecuencia meses seguidos. Al principio Valentine lo acompañaba algunas veces, cuando se deseaban tanto mutuamente que nunca estaban satisfechos. Pero con los años su ansia había dado paso a la paciencia y la confianza; cuando él estaba fuera, ella investigaba y se entregaba a sus libros, y cuando volvía dedicaba toda su atención a Jakt y los niños.

Éstos solían quejarse: «Ojalá papá estuviera en casa, para que así mamá saliera de su habitación y volviera a hablarnos». No he sido demasiado buena madre, pensó Valentine. Los niños han salido tan buenos por pura suerte.

El ensayo seguía gravitando en el aire sobre el terminal. Sólo quedaba por dar un último toque. Centró el cursor al pie y tecleó el nombre bajo el que se publicaban todos sus escritos:

DEMÓSTENES

Era un nombre que le había otorgado su hermano mayor, Peter, cuando los dos eran niños hacía cincuenta…, no, hacía ya tres mil años.

Sólo pensar en Peter la trastornaba, la hacía sentir frío y calor por dentro. Peter, el cruel, el violento, cuya mente era tan sutil y peligrosa que la manipulaba a ella a la edad de dos años y al mundo entero a la edad de veinte. Cuando todavía eran niños en la Tierra, en el siglo xxii, él estudió los escritos políticos de grandes hombres y mujeres, vivos y muertos, no para captar sus ideas (que comprendía al instante), sino para aprender cómo las decían. Para saber, en términos prácticos, hablar como un adulto. Cuando dominó el tema, enseñó a Valentine y la obligó a escribir demagogia barata bajo el nombre de Demóstenes mientras él redactaba elevados ensayos dignos de un hombre de estado bajo el nombre de Locke. Luego los enviaron a las redes informáticas y en cuestión de unos cuantos años estuvieron en el centro de los más importantes temas políticos del momento.

Lo que amargaba a Valentine entonces (y todavía le escocía un poco hoy, ya que nunca se había resuelto antes de que Peter muriera) era que él, consumido por el ansia de poder, la había obligado a ella a escribir aquello que expresaba su propio carácter, mientras él se dedicaba a escribir sentimientos elevados y amantes de la paz que procedían de Valentine por naturaleza. En aquellos días, el nombre de Demóstenes le pareció una carga terrible. Todo lo que escribió bajo aquel nombre era mentira, y ni siquiera suya propia, sino de Peter. Una mentira dentro de otra.

Ahora no. Durante tres mil años, no. El nombre es mío. He escrito historias y biografías que han configurado el pensamiento de millones de eruditos en los Cien Mundos y ayudado a definir las identidades de docenas de naciones. Te lo merecías, Peter. Te lo merecías por lo que intentaste hacer de mí.

Pero ahora, al mirar el ensayo que acababa de escribir, advirtió que seguía siendo alumna de Peter a pesar de haberse librado de su soberanía. Todo lo que sabía de retórica, polémica (sí, de demagogia), lo había aprendido de él o de su insistencia. Y ahora, aunque lo usaba para una causa noble, efectuaba exactamente el mismo tipo de manipulación política que tanto adoraba Peter.

Peter había llegado a convertirse en Hegemón, legislador de toda la humanidad durante sesenta años al principio de la Gran Expansión. Fue quien unió a todas las comunidades humanas en lucha a favor del vasto esfuerzo que envió naves estelares a todos los mundos donde los insectores habían vivido con anterioridad, y luego a descubrir más mundos habitables hasta que, cuando murió, los Cien Mundos habían sido colonizados o tenían naves que iban en camino. Tuvieron que transcurrir otros mil años, por supuesto, antes de que el Congreso Estelar uniera una vez más a toda la humanidad bajo un gobierno, pero el recuerdo del primer verdadero Hegemón (el Hegemón), estaba en el corazón de la historia que hacía posible la unidad de la humanidad.

De un desierto moral como el alma de Peter surgió la armonía, la unidad y la paz. En cambio, el legado de Ender, según recordaba la humanidad, era muerte, asesinato, xenocidio.

Ender, el hermano menor de Valentine, el hombre al que iban a ver, era el más delicado, el hermano que amaba y a quien en los primeros años intentó proteger. Era el bueno. Oh, sí, tenía una vena implacable que rivalizaba con la de Peter, pero también la decencia de sentirse asustado ante su propia brutalidad. Ella lo amaba tan fervientemente como odiaba a Peter; y cuando Peter exilió a su hermano menor de la Tierra que anhelaba gobernar, Valentine se marchó con Ender, en repudio definitivo a la hegemonía personal que Peter ejercía sobre ella.

Y aquí estoy de nuevo, pensó Valentine, de vuelta a la política.

—Transmite —indicó bruscamente, en el tono entrecortado que anunciaba al terminal que le estaba dando una orden.

La palabra transmitiendo apareció en el aire sobre el ensayo. Normalmente, cuando redactaba trabajos eruditos, tenía que especificar un destino, enviar el ensayo a un editor a través de algún camino tortuoso para que nadie pudiera relacionarlo fácilmente con Valentine Wiggin. Ahora, sin embargo, una amiga subversiva de Ender, trabajando bajo el nombre en código de «Jane», se encargaba de eso por ella, recurriendo a todos los trucos para convertir un mensaje del ansible de una nave que viajaba casi a la velocidad de la luz en un mensaje legible en un ansible planetario cuyo patrón temporal transcurría más de cinco veces más rápido.

Ya que comunicarse con una nave estelar devoraba grandes cantidades de tiempo ansible planetario, normalmente se recurría a este procedimiento sólo para información e instrucciones de navegación. Las únicas personas a las que se permitía enviar mensajes extensos eran los altos oficiales del gobierno o el ejército. Valentine no era capaz de comprender cómo «Jane» conseguía tanto tiempo de ansible para esas transmisiones de textos, y al mismo tiempo lograba que nadie descubriera de dónde procedían aquellos documentos subversivos. Aún más, «Jane» usaba más tiempo de ansible transmitiéndole las respuestas publicadas a sus escritos, informándola de todos los argumentos y estrategias que el gobierno usaba para contrarrestar la propaganda de Valentine. Quienquiera que fuese «Jane» (y Valentine sospechaba que «Jane» era simplemente el nombre de una organización clandestina que había penetrado los niveles más altos del gobierno), era extraordinariamente hábil. Y extraordinariamente audaz. Sin embargo, si Jane estaba dispuesta a descubrirse (a descubrirlos), corriendo tan altos riesgos, Valentine le debía (les debía) la producción de tantos documentos como pudiera, lo más poderosos y peligrosos posibles.

Si las palabras pueden ser armas letales, debo proporcionales un arsenal.

Pero seguía siendo una mujer: incluso los revolucionarios tienen derecho a tener una vida, ¿no? Momentos de alegría, o placer, o quizá tan sólo de alivio, robados aquí y allá. Se levantó de su asiento, ignorando el dolor que le producía moverse después de estar sentada tanto tiempo, y salió retorciéndose de la diminuta oficina: una cabina de almacenamiento, en realidad, antes de que convirtieran la nave espacial para su propio uso. Se sintió un poco avergonzada por lo ansiosa que estaba de llegar a la habitación donde la esperaba Jakt. La mayoría de los grandes propagandistas revolucionarios de la historia habrían podido soportar al menos tres semanas de abstinencia física. ¿O no? Se preguntó si alguien habría hecho un estudio de ese tema en concreto.

Todavía estaba imaginando cómo un investigador podría escribir una propuesta para una beca sobre un proyecto de esa envergadura cuando llegó al compartimento con los cuatro camastros que compartía con Syfte y su marido, Lars, que se le había declarado sólo unos días antes de que se marcharan, en cuanto advirtió que Syfte iba a abandonar realmente Trondheim. Era duro compartir un camarote con recién casados: Valentine siempre se sentía como una intrusa al usar la misma habitación. Pero no había otra elección. Aunque esta nave era un yate de recreo, con todas las comodidades que podían esperar, no había sido diseñada para tanta gente. Era la única nave en Trondheim que resultaba remotamente adecuada, así que tuvieron que contentarse.

Su hija de veinte años, Ro, y Varsam, su hijo de dieciséis, compartían otro camarote con Plikt, su tutora de toda la vida y una apreciada amiga de la familia. Los miembros de la tripulación del yate que habían decidido hacer el viaje con ellos (habría sido un error despedirlos a todos y dejarlos en Trondheim) usaban los otros dos. El puente, el comedor, la bodega, el salón, los camarotes…, todo estaba atestado de gente que se esforzaba al máximo para no dejar que la incomodidad por la falta de espacio se les escapara de las manos.

Sin embargo, ninguno de ellos estaba ahora en el pasillo, y Jakt había pegado ya un cartel en la puerta:

QUÉDATE FUERA O MUERE

Estaba firmado: «El propietario». Valentine abrió la puerta. Jakt estaba apoyado contra la pared tan cerca de la puerta que ella se asustó y soltó un gritito.

—Cuánto me alegra saber que mi sola visión puede hacerte gritar de placer.

—De espanto.

—Pasa, mi dulce sediciosa.

—¿Sabes? Técnicamente soy la propietaria de esta nave.

—Lo que es tuyo es mío. Me casé contigo por tus propiedades.

Ella entró en el compartimento. Jakt cerró la puerta y la selló.

—¿Eso es todo lo que soy para ti? —preguntó ella—. ¿Bienes raíces?

—Un trocito de terreno en el que puedo arar y plantar y cosechar, todo en su estación adecuada —extendió la mano hacia Valentine, y ella se echó en sus brazos. Suavemente, deslizó las manos por su espalda, le acarició los hombros. Ella se sentía contenida en su abrazo, nunca confinada.

—El otoño se acaba —comentó ella—. Nos acercamos al invierno.

—Tiempo de desbrozar, tal vez —contestó Jakt—. O tal vez ya sea hora de encender el fuego y mantener cálida la vieja cabaña antes de que lleguen las nieves.

La besó, y fue como la primera vez.

—Si hoy volvieras a pedirme que me casara contigo, te diría que sí —dijo Valentine.

—Si yo te hubiera visto hoy por primera vez, te lo habría pedido.

Habían pronunciado aquellas palabras muchas, muchas veces antes. Sin embargo, oírlas todavía les hacía sonreír, porque seguían siendo ciertas.

Las dos naves casi habían completado su amplia danza, bailando a través del espacio con grandes saltos y giros delicados hasta que por fin pudieron encontrarse y tocarse. Miro Ribeira había contemplado todo el proceso desde el puente de su nave, los hombros encogidos, la cabeza echada hacia atrás sobre el reposo del asiento. Para otras personas, esta postura siempre parecía incómoda. En Lusitania, cada vez que su madre lo veía sentado de esta forma se acercaba y lo reprendía, e insistía en traerle una almohada para que estuviera cómodo. Nunca pareció comprender que sólo en aquella extraña postura, aparentemente molesta, conseguía que la cabeza se le mantuviera erecta sin ningún esfuerzo consciente por su parte.

Él soportaba sus reproches porque no merecía la pena discutir con ella. Su madre siempre se movía y pensaba rápidamente, y era casi imposible que frenara el ritmo de su vida para escucharlo. Desde la lesión cerebral que sufrió al atravesar el campo disruptor que separaba la colonia humana del bosque de los cerdis, su habla se había vuelto insoportablemente lenta, dolorosa de producir y difícil de comprender. Quim, el hermano de Miro, el religioso, le había dicho que debía dar gracias a Dios por poder hablar al menos: los primeros días fue incapaz de comunicarse excepto a través de un escáner alfabético, deletreando mensajes símbolo a símbolo. Sin embargo, de algún modo, el deletreo fue lo mejor. Al menos Miro guardaba silencio, no escuchaba su propia voz. El sonido torpe y pastoso, su agonizante lentitud. ¿Quién tuvo en su familia paciencia para escucharlo? Incluso los que lo intentaron, su hermano menor, Ela; su amigo y padre adoptivo, Andrew Wiggin, el Portavoz de los Muertos; y Quim, por supuesto… podía sentir su impaciencia. Tendían a terminar las frases por él. Necesitaban apresurar las cosas. Por eso, aunque afirmaban que querían hablar con él, aunque se sentaban y escuchaban mientras él hablaba, no podía dirigirse a ellos libremente. No podía comunicar ideas: no podía hablar con frases largas y relacionadas, porque cuando llegaba al final sus oyentes habían perdido el hilo del principio.

El cerebro humano, concluyó Miro, era como un ordenador, únicamente puede recibir datos a ciertas velocidades. Si eres demasiado lento, la atención del oyente divaga y la información se pierde.

Y no sólo la de los oyentes. Miro tenía que ser justo: se impacientaba tanto consigo mismo como ellos. Cuando pensaba en el crudo esfuerzo que implicaba explicar una idea complicada, cuando intentaba formar por anticipado las palabras con unos labios y lengua y mandíbulas que no le obedecían, cuando pensaba en cuánto tiempo requeriría, normalmente se sentía demasiado cansado para hablar. Su mente seguía y seguía corriendo, con la velocidad de siempre, produciendo tantos pensamientos que a veces Miro quería que su cerebro se cerrara, que guardara silencio y lo dejara en paz. Pero sus pensamientos continuaban siendo propios, sin que nadie los compartiera.

Excepto con Jane. Podía hablar con Jane. Ella le había abordado por primera vez en el terminal que tenía en casa, cuando su rostro tomó forma en la pantalla. «Soy amiga del Portavoz de los Muertos —le dijo—. Creo que podemos hacer que este ordenador sea un poco más adecuado.» A partir de entonces, Miro descubrió que Jane era la única persona con quien podía hablar fácilmente. Para empezar, mostraba una paciencia infinita. Nunca terminaba sus frases. Podía esperar a que él mismo las acabara, y por eso nunca se sentía apremiado, nunca sentía que la estaba aburriendo.

Tal vez más importante todavía, no tenía que formar sus palabras tan completamente para ella como para sus interlocutores humanos. Andrew le había dado un terminal personal, un receptor informático incrustado en una joya como la que el propio Andrew llevaba en el oído. Desde esa perspectiva, usando los sensores de la joya, Jane podía detectar todos los sonidos que hacía, cada movimiento de los músculos de su cabeza. Ya no tenía que completar cada sonido, sino comenzarlo, y ella comprendía. Podía ser perezoso. Él podía hablar más rápidamente y ser comprendido.

Y también podía hablar en silencio. Podía subvocalizar, no tenía que usar aquella voz torpe, molesta y aullante que era todo lo que podía producir ahora su garganta. Cuando hablaba con Jane, podía hablar rápidamente, de modo natural, sin recordar que estaba lisiado. Con Jane podía sentirse él mismo.

Ahora estaba sentado en el puente de la nave de carga que había traído a Lusitania al Portavoz de los Muertos hacía tan sólo unos pocos meses. Temía el encuentro con la nave de Valentine. Si pudiera haber pensado en otro sitio al que ir, se habría escapado: no sentía el menor deseo de conocer a la hermana de Andrew ni a nadie más. Si pudiera quedarse solo eternamente en la nave, hablando sólo con Jane, se habría sentido satisfecho. No, no era así. Nunca volvería a estar satisfecho.

Como mínimo, esta Valentine y su familia serían gente nueva. En Lusitania conocía a todo el mundo, o al menos a todo el mundo que valoraba: toda la comunidad científica, la gente con educación y conocimiento. Los conocía tan bien que no podía dejar de ver su compasión, su pesar, su frustración ante lo que le había sucedido. Cuando lo miraban, percibía la diferencia entre lo que era antes y lo que era ahora. Ellos sólo veían pérdida.

Existía la posibilidad de que gente nueva (Valentine y su familia) pudieran mirarlo y ver otra cosa.

Sin embargo, era improbable. Los desconocidos lo mirarían y verían menos, no más, que quienes lo conocieron antes de quedar lisiado. Al menos, su madre y Andrew y Ela y Ouanda y todos los demás sabían que tenía una mente, que era capaz de comprender ideas. ¿Qué pensarán cuando me vean? Verán un cuerpo que se está atrofiando, encorvado; me verán andar con paso torpe; me verán usar las manos como garras, agarrar la cuchara como un niño de tres años; oirán mi habla pastosa y casi ininteligible; y supondrán, sabrán, que una persona así no puede comprender nada que sea complicado o difícil.

¿Por qué he venido?

No he venido. Me fui. No venía a encontrarme con esta gente. Me marchaba de allí. Escapaba. Sólo que me engañé a mí mismo. Pensé en marcharme en un viaje de treinta años, que es sólo como les parecerá a ellos. Para mí únicamente ha transcurrido una semana y media. Eso no es tiempo ninguno. Y mi soledad ya se ha acabado. Mi tiempo de estar a solas con Jane, que me escucha como si todavía fuera un ser humano, se ha terminado.

Casi. Casi había pronunciado las palabras que hubiesen abortado el encuentro. Podría haber robado la nave de Andrew para marcharse en un viaje eterno sin tener que enfrentarse a otra alma viviente.

Pero una acción nihilista de esas características no era propia de él, todavía no. Decidió que aún no estaba desesperado. Tal vez había algo que pudiera hacer para justificar el hecho de continuar viviendo en aquel cuerpo. Y tal vez todo comenzaría conociendo a la hermana de Andrew.

Las naves se unían ahora, mientras los umbilicales se retorcían y se estiraban, hasta encontrarse. Miro observaba los monitores y escuchaba en los informes del ordenador cada maniobra completa. Las naves se unían de todas las formas posibles para poder realizar el resto del viaje a Lusitania en perfecto tándem. Todas las fuentes serían compartidas. Ya que la nave de Miro era de carga, no podía aceptar más que a un puñado de personas, pero se encargaría de algunos de los suministros vitales de la otra nave: juntos, los dos ordenadores de a bordo calculaban un equilibrio perfecto.

Cuando calcularon la carga, decidieron exactamente cuánto debía acelerar cada nave mientras giraban para iniciar juntas la maniobra de acercamiento a la velocidad de la luz al mismo ritmo exacto. Era una negociación extremadamente delicada y complicada entre dos ordenadores que tenían que conocer casi a la perfección lo que llevaban sus naves y cómo podían ejecutar sus movimientos. Terminó antes de que el tubo de tránsito entre las naves se conectara por completo.

Miro oyó los pasos en el corredor. Giró la silla (lentamente, porque todo lo hacía así) y la vio acercarse hacia él. Encorvada, pero no mucho, porque no era alta. El cabello casi blanco, con unas cuantas hebras de marrón oscuro. Cuando se plantó ante él, la miró a la cara y la juzgó. Mayor, pero no vieja. Si el encuentro la inquietaba, no lo demostraba. Pero claro, por lo que Andrew y Jane le habían contado de ella, había conocido a un montón de gente mucho más temible que un lisiado de veinte años.

—¿Miro? —preguntó ella.

—¿Quién, si no? —respondió él.

Hizo falta un momento, sólo un parpadeo, para que ella procesara los extraños sonidos que surgieron de la boca del muchacho y reconociera las palabras. Miro estaba ya acostumbrado a esta pausa, pero seguía odiándola.

—Soy Valentine.

—Lo sé —respondió él. No estaba facilitando las cosas con sus respuestas lacónicas, ¿pero qué otra cosa podía decir? Esto no era exactamente una reunión entre jefes de estado con una lista de decisiones vitales que tomar. Pero tenía que hacer algún esfuerzo, para al menos no parecer hostil.

—Tu nombre, Miro… significa «observo», ¿verdad?

—Observo con atención. Tal vez «presto atención».

—No es tan difícil comprenderte —comentó Valentine.

Él se sorprendió de que ella abordara el tema de una manera tan abierta.

—Creo que tengo más problemas con tu acento portugués que con la lesión cerebral.

Por un momento, le pareció como si recibiera un martillazo en el corazón: ella hablaba sobre su situación con más franqueza que nadie, excepto Andrew. Pero era su hermana, ¿no? Tendría que haber esperado que fuera directa.

—¿O prefieres que finjamos que no hay una barrera entre los demás y tú?

Ella había advertido su sorpresa. Pero ya había pasado, y ahora se le ocurrió que no debería estar molesto, sino alegre de que no tuvieran que dar un rodeo ante el tema. Sin embargo, estaba molesto, y tardó un momento en pensar por qué. Entonces lo supo.

—Mi lesión cerebral no es su problema.

—Si me impide entenderte, entonces es un problema con el que tengo que tratar. No te vuelvas quisquilloso ya conmigo, jovencito. Sólo he empezado a molestarte, y tú sólo has empezado a molestarme a mí. Así que no te enfades porque yo haya mencionado tu lesión cerebral como si fuera de algún modo mi problema. No tengo ninguna intención de sopesar cada palabra que diga por temor a ofender a un joven supersensible que piensa que el mundo entero gira en torno a sus frustraciones.

A Miro le enfureció que ella lo hubiera juzgado ya, y de forma tan brusca. Era injusto, completamente opuesto a como debía ser la autora de la jerarquía de Demóstenes.

—¡No considero que el mundo entero gire en torno a mis frustraciones! ¡Pero no crea que podrá entrar aquí y dirigir mi nave!

Eso era lo que lo había molestado, no sus palabras. Ella tenía razón: sus palabras no eran nada. Era su actitud, su completa confianza en sí misma. Él no estaba acostumbrado a que la gente lo mirara sin asombro o piedad.

Valentine se sentó a su lado. Él se giró para observarla. Ella, por su parte, no rehuyó la mirada. Al contrario, escrutó su cuerpo, de la cabeza a los pies, examinándolo con aire de fría apreciación.

—Él dijo que eras duro. Dijo que habías sido retorcido, pero no roto.

—¿Se supone que va a ser mi terapeuta?

—¿Se supone que vas a ser mi enemigo?

—¿Tendría que serlo? —preguntó Miro.

—No más que yo tu terapeuta. Andrew no nos ha hecho encontrarnos para que yo pudiera curarte, sino para que tú pudieras ayudarme. Si no piensas hacerlo, muy bien. Si lo vas a hacer, adelante. Pero déjame aclarar unas cuantas cosas. Estoy dedicando cada momento que paso despierta a escribir propaganda subversiva a fin de provocar un sentimiento público en los Cien Mundos y en las colonias. Estoy intentando que el pueblo se enfrente a la flota que el Congreso Estelar ha enviado para someter a Lusitania. Tu mundo, no el mío, por cierto.

—Su hermano está allí. —Miro no estaba dispuesto a dejarla proclamar su completo altruismo.

—Sí, los dos tenemos familia allí. Y a los dos nos preocupa salvar a los pequeninos de la destrucción. Y ambos sabemos que Ender ha devuelto a la vida a la reina colmena en tu mundo, de modo que hay dos especies alienígenas que serán destruidas si el Congreso Estelar se sale con la suya. Hay mucho en juego y yo ya estoy haciendo todo lo posible para detener esa flota. Si pasar unas cuantas horas contigo puede ayudarme a hacerlo mejor, merece la pena robar tiempo a mis escritos para hablar contigo. Pero no tengo ninguna intención de malgastar mi tiempo preocupándome por si voy a ofenderte o no. Así que si vas a ser mi adversario, puedes quedarte sentado aquí solo y yo volveré a mi trabajo.

—Andrew dijo que era usted la mejor persona que conocía.

—Llegó a esa conclusión antes de verme educar a tres niños bárbaros. Creo que tu madre tiene seis.

—Cierto.

—Y tú eres el mayor.

—Sí.

—Lástima. Los padres siempre cometen los peores errores con los hijos mayores. Es entonces cuando saben menos y se preocupan más, y es más probable que se equivoquen e insistan en que tienen razón.

A Miro no le gustaba que esta mujer llegara a rápidas conclusiones acerca de su madre.

—Ella no es como usted.

—Por supuesto que no. —Valentine se inclinó hacia delante en el asiento—. Bien, ¿te has decidido?

—¿Decidido a qué?

—¿Vamos a trabajar juntos o te desconectarás de treinta años de historia humana para nada?

—¿Qué quiere de mí?

—Historias, por supuesto. Los hechos puedo conseguirlos en el ordenador.

—¿Historias sobre qué?

—Sobre vosotros. Los cerdis. Los cerdis y vosotros. Todo este asunto de la Flota Lusitania empezó contigo y los cerdis, después de todo. Fue porque interferisteis con ellos que…

—¡Los ayudamos!

—Oh, ¿he vuelto a usar la palabra equivocada?

Miro la observó. Pero incluso al hacerlo, supo que ella tenía razón: estaba siendo supersensible. La palabra interferir, usada en contexto científico, apenas tenía connotaciones. Simplemente significaba que había introducido un cambio en la cultura que estaba estudiando. Y si tenía una connotación negativa, era que había perdido su perspectiva científica: había dejado de estudiar a los pequeninos y había empezado a tratarlos como amigos. Seguramente era culpable de eso. No, no culpable: estaba orgulloso de haber hecho esa transición.

—Continúe —pidió.

—Todo esto empezó porque quebrantasteis la ley y comenzasteis a cultivar amaranto.

—Ya no.

—Sí, es irónico, ¿verdad? El virus de la descolada se introdujo y mató a cada hebra de amaranto que tu hermana desarrolló para ellos. De modo que vuestra interferencia fue en vano.

—No lo fue —replicó Miro—. Están aprendiendo.

—Sí, lo sé. Es más, están eligiendo. Lo que quieren aprender, lo que quieren hacer. Les disteis la libertad. Apruebo de todo corazón vuestra decisión. Pero mi trabajo consiste en escribir acerca de vosotros para la gente de los Cien Mundos y las colonias, y ellos no se formarán la misma opinión. Lo que necesito de ti es la historia de cómo y por qué quebrantasteis la ley e interferisteis con los cerdis, y por qué el gobierno y el pueblo de Lusitania se rebeló contra el Congreso en vez de enviaros a ser juzgados y castigados por vuestros crímenes.

—Andrew ya le ha contado esa historia.

—Y yo ya he escrito sobre ella, en términos amplios. Ahora necesito el punto de vista personal. Quiero poder conseguir que otra gente conozca a esos seres llamados cerdis como personas. Y a ti también. Tengo que hacer que te conozcan como persona. Si es posible, sería conveniente que pudiera conseguir que te apreciaran. Entonces la Flota Lusitania parecerá lo que es: una reacción desorbitada y monstruosa a una amenaza que nunca existió.

—La flota supone el xenocidio.

—Eso dije en mi propaganda —apuntó Valentine.

Él no podía soportar su seguridad y su irrefutable fe en sí misma. Por eso tenía que contradecirla, y sólo podía hacerlo ofreciendo ideas en las que aún no había pensado completamente. Ideas que todavía eran solamente dudas a medio formar en su mente.

—La flota es también defensa propia.

Tuvo el efecto deseado: ella interrumpió su conferencia e incluso levantó las cejas, cuestionándolo. El problema era que Miro tenía ahora que explicar lo que había querido decir.

—La descolada. Es la forma de vida más peligrosa que existe.

—La respuesta a eso es cuarentena. No enviar una flota armada con el Pequeño Doctor y la capacidad de convertir a Lusitania y todos sus habitantes en polvo estelar microscópico.

—¿Está segura de que tiene razón?

—Estoy segura de que es un error que el Congreso Estelar pretenda aniquilar a otra especie inteligente.

—Los cerdis no pueden vivir sin la descolada —explicó Miro—, y si la descolada se extiende alguna vez a otro planeta, destruirá toda la vida allí. Lo hará.

Era un placer ver que Valentine podía parecer aturdida.

—Creía que el virus estaba contenido. Fueron tus abuelos quienes encontraron un medio de detenerlo, para que quedara dormido en los seres humanos.

—La descolada se adapta —dijo Miro—. Jane me contó que ya ha cambiado un par de veces. Mi madre y mi hermana Ela están trabajando en el tema, intentando adelantarse a la descolada. A veces parece que la descolada lo hace deliberadamente. Con inteligencia. Busca estrategias para sortear los productos químicos que usamos para contenerla e impedir que mate a la gente. Se está metiendo en las cosechas terrestres que los humanos necesitan para sobrevivir. Ahora hay que fumigarlas. ¿Encontrará la descolada una forma de vencer esas barreras?

Valentine guardó silencio. Ahora no hubo ninguna respuesta lenguaraz. No se había enfrentado a esta cuestión antes. Nadie lo había hecho, excepto Miro.

—No le he dicho esto ni siquiera a Jane —suspiró Miro—. Pero, ¿y si la flota tiene razón? ¿Y si la única forma de salvar a la humanidad de la descolada es destruir Lusitania ahora?

—No —contestó Valentine—. Esto no tiene nada que ver con los propósitos por los que el Congreso Estelar envió la flota. Sus razones únicamente obedecen a política interplanetaria, para demostrar a las colonias quién es el amo. Tiene que ver con una burocracia fuera de control y unos militares que…

—¡Escúcheme! —la interrumpió Miro—. Ha dicho que quería escuchar mis historias, escuche ésta: no importa cuáles sean sus razones. No importa que sean un atajo de bestias asesinas. No me preocupa. Lo que importa es: ¿deberían destruir Lusitania?

—¿Qué clase de persona eres? —preguntó Valentine. Él percibió a la vez asombro y repulsa en su voz.

—Usted es la filósofa moral —dijo Miro—. Dígamelo usted. ¿Se supone que debemos amar tanto a los pequeninos para permitir que el virus destruya a toda la humanidad?

—Por supuesto que no. Simplemente, tendremos que encontrar un modo de neutralizar a la descolada.

—¿Y si no podemos?

—Entonces, pondremos a Lusitania en cuarentena. Aunque todos los seres humanos del planeta mueran, tu familia y la mía, no habremos conseguido destruir a los pequeninos.

—¿De verdad? ¿Qué hay de la reina colmena?

—Ender me dijo que ya se estaba restableciendo, pero…

—Contiene en sí misma una sociedad industrializada completa. Construirá naves espaciales y abandonará el planeta.

—¡No se llevaría a la descolada consigo!

—No tiene elección. La descolada está ya dentro de ella. Está dentro de mí.

Fue entonces cuando realmente la alcanzó. Percibió el miedo en sus ojos.

—Estará también en usted. Aunque corra de regreso a su nave y la selle y se mantenga apartada de la infección, cuando aterrice en Lusitania la descolada entrará en usted, en su marido y en sus hijos. Tendrán que ingerir los productos químicos con la comida y el agua, todos los días de su vida. Y nunca podrán marcharse de Lusitania o llevarán consigo la muerte y la destrucción.

—Supongo que sabíamos que era una posibilidad —admitió Valentine.

—Cuando partieron, sólo era una posibilidad. Pensábamos que pronto controlaríamos la descolada. Ahora ni siquiera están seguros de que puedan controlarla alguna vez. Y eso significa que nunca podrán salir de Lusitania cuando lleguen allí.

—Espero que nos guste el clima.

Miro estudió su rostro, la forma en que procesaba la información que le había suministrado. El miedo inicial había desaparecido. Era de nuevo ella misma, pensando.

—Eso es lo que creo —dijo Miro—. Creo que no importa lo terrible que sea el Congreso, no importa lo malignos que puedan ser sus planes; esa flota tal vez significará la salvación de la humanidad.

Valentine respondió pensativamente, escogiendo las palabras. Miro se alegró de verlo: ella era una persona que no contraatacaba sin pensar. Podía aprender.

—Comprendo que aunque los hechos recorran sólo un camino posible, podría llegar un momento en que…, pero es muy improbable. Para empezar, sabiendo esto, es bastante improbable que la reina colmena construya ninguna nave espacial que lleve a la descolada fuera de Lusitania.

—¿Conoce usted a la reina colmena? —demandó Miro—. ¿La comprende?

—Aunque hiciera una cosa así —dijo Valentine—, tu madre y tu hermana siguen trabajando en el tema, ¿no? Para cuando lleguemos a Lusitania, para cuando la flota llegue a Lusitania, puede que hayan encontrado una manera de controlar a la descolada de una vez por todas.

—Y si lo hacen, ¿deberían usarla?

—¿Por qué no iban a hacerlo?

—¿Cómo podrían matar a todo el virus de la des-colada? Es una parte integral del ciclo de vida de los pequeninos. Cuando la forma-cuerpo del pequenino muere, es el virus de la descolada lo que permite la transformación en el estado-árbol, lo que los cerdis llaman la tercera vida…, y es sólo en la tercera vida, siendo árboles, como los pequeninos machos pueden fecundar a las hembras. Si el virus desaparece, será imposible el paso a la tercera vida, y esta generación de cerdis será la última.

—Eso no lo hace imposible, sólo más difícil. Tu madre y tu hermana tienen que encontrar un medio de neutralizar la descolada en los seres humanos y las cosechas que necesitamos para comer, sin destruir su facultad de permitir a los pequeninos llegar a la edad adulta.

—Y tienen menos de quince años para hacerlo —le señaló Miro—. No es probable.

—Pero tampoco imposible.

—Sí. Hay una posibilidad. Y basándose en eso, ¿quiere deshacerse de la flota?

—La flota destruirá Lusitania, controlemos la descolada o no.

—Y vuelvo a decírselo: el motivo por el que ha sido enviada es irrelevante. No importa cuál sea la razón, la destrucción de Lusitania podría ser la única protección segura para el resto de la humanidad.

—Y yo digo que te equivocas.

—Usted es Demóstenes, ¿verdad? Andrew me lo dijo.

—Sí.

—Entonces, piense en la Jerarquía de los Extraños. Los utlannings son extraños a nuestro mundo. Los fram-lings son extraños a nuestra propia especie, pero capaces de comunicarse con nosotros, capaces de coexistir junto a la humanidad. Los últimos son los varelse…, ¿y qué son?

—Los pequeninos no son varelse. Tampoco la reina colmena.

—Pero la descolada lo es. Varelse. Una forma de vida alienígena que es capaz de destruir a toda la humanidad.

—A menos que podamos domarla…

—… y con la que no podemos comunicarnos, una especie alienígena con la que no podemos convivir. Usted dijo que en ese caso la guerra era inevitable. Si una especie alienígena parece decidida a destruirnos y no podemos comunicarnos con ella, si no podemos comprenderla, si no hay ninguna posib

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