Caricias de un desconocido

Fragmento

Creditos

1.ª edición: noviembre, 2013

© 2013 by Víctor Mora,

© Ediciones B, S. A., 2013

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B. 27.463-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-698-4

Maquetación ebook: Caurina.com

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Pirineos, 1954

La criatura

Barcelona, verano de 1996

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Pirineos, 1954

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La criatura

—Sabes que te encontramos en la basura, ¿verdad?

—S-sí, ma-madre.

—¡No soy tu madre, imbécil! ¿Cómo te lo he de decir?

—E-es que... pa-padre dijo...

—¡No sabemos quién fue tu padre! El hombre al que llamabas padre, el joputa de mi marío, ya no simulará más estar... ¡enfermito! ¡Por fin, hace cuatro días que ha estirao la pata! ¿Es que no viste cómo se lo llevaban en una caja? ¡Lástima de madera! Me habría ido fetén para hacer unos estantes... ¡Lo que es por mí, a ese joputa lo podían haber tirao de cabeza a la basura! ¡Encima, aún he tenido que pagar, fíjate...! Y que conste que ahora, aquí, todo ha cambiao pa ti, ¿me oyes...? Yo no te consentiré lo que él te consentía, ni tanto así... ¡A la más mínima vas a la puta calle de cabeza! Se te ha acabao vivir sin doblar el espinaso, jodío. ¡O te ganas las lentejas currando día y noche, o vas otra vez a parar a la basura...! ¿De acuerdo...? ¡Ahora, veremos si ha quedao claro! Ya sabes que te encontramos en la basura, ¿verdá...?

—S-sí, ma-madre.

Con una blasfemia, la mujer fue hacia la escuálida criatura de once años y le pegó un bofetón que la tiró al suelo.

—¿Qué has contestao?

—Que... que... s-sí... ¡Sí, ssse...ssseñora! ¡Sí, señora! ¡Sí, se-señora!

—¡No es menester que grites, imbécil, que eres más imbécil que...!

La criatura, mientras luchaba por levantarse, recibió un taconazo en los dedos de la mano derecha. Por suerte, el fango amortiguó el impacto, pero la criatura gritó de dolor y se puso a llorar a moco tendido.

La mujer se agachó bruscamente entonces. Era alta y fuerte y llevaba botas propias para andar por los prados, medio inundados por las aguas primaverales que, en aquellos días, bajaban desde las montañas. Llevaba el cabello, grisáceo, con la raya en medio, peinado hacia atrás y recogido en un moño. Sobre la frente, como apuntándole hacia la nariz entre las gruesas cejas, el cabello le dibujaba como una especie de punta en V, como el pico de un pajarraco, o así al menos se lo parecía a la criatura.

Medio agachada como estaba, la mujer le agarró por una oreja y le alzó del suelo de un tirón (no podía agarrarle por los pelos, ya que la criatura llevaba la cabeza —llena de marcas de golpes y con alguna herida por cicatrizar— completamente rapada para evitar los piojos).

—¿Quieres callar, hijo de mala madre, que...? ¡Calla o te mato ahora mismo! ¡Deja de escandalizar, jodío, como si te estuvieran apiolando, o te juro que...!

Mientras se palpaba la oreja como para comprobar si todavía la tenía, la criatura veía borrosamente a la mujer entre las lágrimas, pero percibía perfectamente su insoportable hedor, un hedor igualmente repelente, pero distinto del que habría hecho su marido.

«¿Dejar de escandalizar...?» De escandalizar, ¿a quién? Raras veces bajaba nadie al valle, desde las montañas de cimas siempre más o menos nevadas. Ni la Guardia Civil se acercaba por allí. Los enterradores habían sido los últimos; tardaron mucho y tuvieron que irse tapándose las narices para cargar con el muerto.

Muy de vez en cuando, venía algún camión que traía basura al vertedero, donde siempre había restos a medio quemar que humeaban. Uno de los muchos y duros trabajos que la mujer tenía asignados a la criatura cada vez que venía el camión, era, precisamente, buscar entre la basura nueva algo que fuera de valor.

Por miedo y asco hacia la mujer, más que por cualquier otra consideración (a veces la habían visto sacar la escopeta de dos cañones y hasta apuntar a su marido si se atrevía a protestar por algo), los pastores evitaban la alquería medio derruida, al lado del establo, sobre la colina con una ladera que daba al vertedero. Sólo vivían allí ella y la criatura, con las vacas, los cerdos, las cabras y muy poco averío.

—¿Quieres saber una cosa, jodío? El vago de mi marido, tu protector, no se murió... solo, ¿sabes?

La mujer soltó una risotada. Los pechos, la panza y el voluminoso culo, se le movían, trepidaban, mientras la criatura se sentía como ahogada por la repugnancia, como si el hedor que la envolvía no le dejara respirar.

—¿Sabes cómo murió...?

La criatura miró hacia arriba y, entre el cielo tan azul de aquel día de primavera y ella misma, encontró los ojos de la mujer, unos ojos saltones, inyectados en sangre, que le miraban por encima de una dentadura postiza perfecta, apretada por el odio.

—¡Le eché un hechizo! Un hechizo que le ha mandao pa’l otro barrio. ¡Jo, jo, jo! A tu protector lo he mandao pa’l otro barrio... ¡Jo, jo, jo!

La criatura se decía que el marido nunca había sido su protector. Era cierto que la noche en que alguien desconocido tiró a la criatura, recién nacida, al vertedero, fue el hombre quien —se lo había espetado muchas veces— la había sacado de allí, de la basura que siempre humeaba poco o mucho. Y que si no hubiera sido tan presto, la cicatriz de la quemadura que le había quedado en la pierna derecha habría sido mayor. Y puede que hasta se hubiera quedado sin pierna. También era cierto que la criatura prefería el hombre a la mujer, porque cada vez que se emborrachaba, como era más alto y fuerte que ella, le pegaba más sañudamente (precedente obligado al salvaje acoplamiento que se producía seguidamente) y la criatura, que no distinguía un tipo de gemido de otro, casi lloraba de contento al oírla gemir, primero bajo sus golpes y después bajo sus embestidas de macho en celo. «¡Pesa tanto que la aplasta...! —se decía—. ¡Por eso se queja!» Pero por culpa de aquel hombre, también la criatura había sufrido mucho.

Una noche de invierno helada bajo las estrellas ardientes, una noche en que los perros estaban acobardados por el frío y se oían los aullidos de hambre de los lobos, cuando el establo y la alquería estaban cerrados a cal y canto para impedir que las fieras se colaran dentro, el hombre había querido castigar a la criatura por adelantado para que, aquella vez, no se orinara en el jergón. Y de una patada la había lanzado fuera de la alquería, sobre la nieve.

La criatura había llorado y suplicado creyendo ver, a cada instante, la sombra de los lobos que la luna podía alargar hasta la puerta de entrada a la alquería. Medio enterrada en la nieve para no congelarse, estuvo vigilante hasta que amaneció, con el temor constante de sentir en la carne los dientes salvajes.

Cierto anochecer, también de invierno, cuando apenas había aprendido a caminar, la criatura había visto, al acecho desde la alquería, una vaca vieja atacada por los lobos. La vaca había querido escapar, pero acabó medio caída en la nieve. La helada blancura se fue salpicando de sangre a medida que los lobos devoraban a la vaca empezando por la grupa.

A la criatura le había sobrecogido el hecho de que la vaca, ya con los intestinos a la luz de la luna, dejara lentamente de moverse, de quejarse, hasta quedar extrañamente inmóvil, como resignada; le constaba sin embargo que todavía vivía.

La noche en que echaron a la criatura afuera de una patada, el hombre y la mujer se habían reído mucho, muy al abrigo en la alquería, viéndola aterrorizada, sin atreverse apenas a moverse sobre la nieve. Durante años, la pareja había matado lobos en el patio de la alquería y, ahora por fin, los animales no se arriesgaban a acercarse a la puerta. Pero la criatura no sabía aquello, y sufrió mil muertes, esperando ser devorada, hasta que se hizo de día.

El hombre había hecho algo peor aún. Una noche veraniega, una noche de mucho calor, la criatura dormía sobre el heno del establo, como siempre en aquella época del año, cuando repentinamente sintió que alguien se acercaba... La silueta que se recortó contra la claridad lunar era la de la mujer; o eso le pareció. Llevaba botas, una chaqueta no muy gruesa y unas sayas mal ajustadas.

La criatura, sintiendo que se acercaban nuevos sufrimientos (la mujer la agarraba a veces, la metía bajo las faldas de cara a la ingle y le decía: «¡Venga! ¡Ya sabes lo que tienes que hacer!»), fingió con todas sus fuerzas que dormía, como si aquello le hubiera podido proteger.

Vio de reojo, gracias a un rayo de luna, el rostro de la persona que había entrado... Es decir, una máscara de cartón, atada con un cordel, que quería representar el rostro de la mujer. Lo habían dibujado grotescamente, con un trozo de carbón, con aquella especie de pico de pajarraco en V, hecho de cabello, que le bajaba desde la frente hasta las gruesas cejas.

Antes de que la criatura pudiera comprender lo que estaba pasando, la persona que había entrado se alzó las faldas, dejó oír un ruido de cremallera y le cayó por detrás, en la espalda, la atrapó por las muñecas y la mantuvo férreamente aplastada boca abajo contra el heno. Y seguidamente, la criatura sintió que le arrancaban el pantalón y que algo, como un palo ardiente, le hurgaba por detrás...

El lacerante dolor que siguió la hizo chillar y gemir largamente, mientras el hombre estallaba en risotadas; primero, como si todo fuera una broma, y luego, sin soltarla, se ponía a movérsele rítmicamente encima, jadeando cada vez más, hasta dar un grito ahogado y quedar inerte, tendido como un peso muerto. Y eso, con la misma máscara, se había repetido de vez en cuando, a lo largo del tiempo.

No, el hombre no había tratado mejor que la mujer a la criatura.

Recordaba una vez en que ella le había encerrado en un gallinero muy estrecho, donde sólo podía estar medio agachada sobre sucesivas capas de gallinaza, como castigo por haber cortado de un hachazo, para ver qué pasaba, las patas traseras de uno de los perros de la casa, el mejor cazador.

Al cuarto día de estar encerrada sin comer, la criatura había visto acercarse al hombre. Le sonrió mientras le enseñaba un pedazo de pan. Y cuando la criatura —se le hacía la boca agua— alargó la mano para cogerlo, lo que el hombre le dejó entre los dedos fue una rata viva.

Mientras luchaba para desprenderse de los dientes del roedor, tan hambriento como ella, la criatura había oído las risotadas del hombre que celebraba aquella broma tan divertida.

Ahora, después de abofetear por dos veces a la criatura, la mujer la cogió nuevamente por la oreja medio arrancada y le gritó:

—¿Que qué es un hechizo? ¡Pues es magia, jodío! Se dicen palabras mágicas: ¡matar ratas!, ¡matar ratas! Y ya está... ¡Jo, jo! Recuerda siempre que yo puedo hacer magia, que... Me he quitao de encima al vago de tu protector, así, como quien no quiere la cosa... Y recuerda que si no estás ojo avizor, si no te matas a currar día y noche haciendo todo lo que te mando, para pagar lo que te comes, pues... ¡matar ratas, jodío! ¡El próximo en espichar serás tú!

—¡No me pe-pegue! ¡No me pe-pegue...! —sólo había podido suplicar la criatura.

Poco tiempo después, la criatura, recordando cómo se había divertido cortando las patas del perro, había decidido hacer algo todavía más divertido. Fue cuando vio moverse a aquellos animalillos tan graciosamente, tan delicados, tan suaves al tacto de sus dedos temblorosos, unos patitos que, unos momentos antes, dudaba en acariciar por miedo a... a romperlos. Pero de repente, sin saber por qué, había deseado producir aquel daño de una forma definitiva. Y como si una fuerza irresistible se hubiera adueñado de ella, agarró dos piedras y, a golpes, destrozó primero y aplastó después, hasta hacer de todo ello una mezcla pegajosa de roja sangre caliente y plumón amarillo canario aterciopelado, a los patitos, que sólo dos días antes todavía estaban en el huevo.

Verlos morir le provocó una sensación de dominio como nunca había sentido, como sólo debían tener la mujer y el hombre, se dijo, cuando la pegaban. Y le saltaron las lágrimas de placer.

Sentía algo más fuerte todavía que lo que había experimentado al cortar las patas del perro. Ahora sintió, sin necesidad de provocársela, aquella punzada deliciosa en la «colita», como la llamaba, que le mojaba un poco el pantalón por dentro.

Desde aquel, día la criatura mató todo lo que pudo a escondidas de la mujer, porque estaba segura de que ella habría querido matar y divertirse en su lugar.

Le gustaba matar, sí. Sobre todo seres que no podían defenderse. Si era posible —lo prefería, pero no era imprescindible—, seres bellos y delicados. Le recordaban, de forma turbadora, su propia imagen trémula, con la rubia cabeza al rape, que veía reflejada en los charcos de agua.

Cuando la criatura creció un poco —siempre llena de pupas y cicatrices, siempre maltratada, torturada, bajo el mismo cielo ora oscuro, ora espléndido, igualmente indiferente, empezó a decirse que, aunque la mujer no era en modo alguno bella y delicada, le gustaría mucho matarla.

Un día, la criatura había soltado dos ratas, tan maltrechas y repugnantes como ella misma, de las ratoneras donde las habían cazado. Aquella vez había desobedecido (al soltarlas, sin comprender muy bien por qué lo hacía) la orden de rociar a los roedores con el «agua mágica» que se enciende con una cerilla, tal y como la mujer le había mandado hacer a menudo.

La mujer la vio desobedecer y la castigó a pasar la noche —una noche de invierno de las más duras— al raso. Y fue entonces cuando empezó aquello... Primero la criatura se imaginó una gran hoguera donde poder calentarse, donde dejar de temblar convulsivamente y de castañetear los dientes. Y luego se dijo que, con el «agua mágica» (gracias a la cual funcionaban los camiones y que tenía aquel olor tan fuerte) podía rociar a la mujer, mientras dormía... y prenderla como ella le hacía prender a las ratas.

Sí, podía hacerlo... Podía prender a la mujer con una cerilla... ¡Entonces, la mujer y la alquería entera arderían sin remedio, alegremente —se estremeció de gozo—, en una enorme hoguera de San Juan!

Con una sonrisa babeante que iba de oreja a oreja, se figuró a la mujer, envuelta en llamas, chillando, corriendo de un lado para otro con los cabellos encendidos y los ojos desorbitados, tan desorientada y aterrorizada por el dolor como las ratas.

La criatura se dijo que, con aquellas llamas (que reducirían a la mujer a cenizas, como pasaba con la basura del vertedero), calentaría su cuerpo helado. Y sólo de imaginarlo se puso a llorar de placer, y sintió muy fuerte, muy fuerte, otra punzada deliciosa en la «colita», de aquellas que le mojaban un poco el pantalón por dentro.

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Barcelona, verano de 1996

Puede decirse, y no sólo de una forma humorística, que son tantos los cambios que se producen entre las personas que forman una pareja desde el principio de la relación hasta su final, que a muchos, en realidad, les da la sensación de que nunca se llegaron a conocer totalmente. En consecuencia, les parece que, la mayor parte del tiempo que estuvieron juntos, recibieron, uno y otro, los maltratos o las caricias de un desconocido.

Mary Jordan Bell,

To love or not to love

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1

Había varias boutiques en la cuarta planta de los grandes almacenes y, durante tres días consecutivos, en horas diferentes, el hombre alto y delgado, bien trajeado, había subido por las escaleras mecánicas hasta allí.

Cada vez había recorrido la planta como cualquier curioso perdido entre la gente, para acabar situándose en un lugar desde donde veía, medio oculto tras un stand de demostración de perfumería, lo que pasaba en una de las boutiques: la que vendía artículos para mujeres de la marca Calvin Klein.

En realidad, el objeto de la atención del hombre alto y delgado era una de las atractivas dependientas de la boutique. Se trataba de una chica de cabellos castaños y ojos color avellana, que no parecía tener más de veinte años, bella y graciosa como una modelo, pero cuidando en no caer en la anorexia. El hombre consideraba que llevaba demasiado maquillaje.

Aquella mañana —la cuarta vez que venía a observarla sin que ella se diera cuenta—, la chica estaba vendiendo a una clienta, sin ningún entusiasmo, un pantalón de verano rojo y verde, que no le disimularía nada, todo lo contrario, las «pistoleras» que tenía. Pero la clienta había desdeñado el discreto y confortable pantalón oscuro que le había propuesto la dependienta, y se empeñaba en hacer de... espantapájaros.

Él admiró una última tentativa que, con buena voluntad —y con una dulzura luminosa en el semblante—, hizo la dependienta, antes de resignarse, en vista del empeño de Madame Pompis, como el hombre bautizó para sí a la clienta. Y entonces, abandonando cualquier disimulo, se acercó a la boutique, como si fuera un cliente cualquiera.

La dependienta le vio por primera vez. Le encontró atractivo. Llevaba un traje de hilo blanco, de Giorgio Armani, que le sentaba perfectamente. Esperaba su turno a unos cuantos metros a que ella acabara de despachar a la clienta de las «pistoleras». Él debía tener algo más de cuarenta años y sus ojos de un azul intenso, bajo los cabellos rubios, algo largos, a ella le llamaron la atención enseguida, como ya les había ocurrido a otras muchas. Su piel bronceada, que contrastaba con unos dientes blanquísimos, le hizo pensar que debía estar de vacaciones. Ella se moría por hacerlas (iría a Menorca, con unas amigas), pero aún le quedaban unos cuantos días de soportar el calor en la Barcelona de agosto.

Sus miradas se cruzaron. La de él se burlaba disimuladamente de Madame Pompis, al mismo tiempo que dirigía a la chica una sonrisa que ella encontró simpática. La mirada de la chica, en cambio, no podía demostrar nada, estando como estaba de cara a la clienta. Pero sí que expresó una cierta complicidad irónica. Y la clienta se fue tan tranquila, por fin, con su precioso pantalón de Calvin Klein, hecho para que lo llevara una mujer que no necesitara con urgencia una liposucción.

Él y ella se encontraron cara a cara. Y a ella no se le ocurrió otra cosa que echarse a reír. Pero dejó de hacerlo bruscamente. Había sorprendido la mirada inquisitiva del señor Paseras, con la gardenia artificial de encargado de sección en el ojal, el bigotillo, la peluca demasiado perfecta y el traje oscuro.

El hombre delgado se dio cuenta enseguida del motivo del cambio, y volvió a obsequiar a la chica con una de aquellas sonrisas tan simpáticas.

—Buenos días —dijo con fuerte acento francés—. He visto un vestido de noche... Ahí lo tiene... Sí, el de los bordados. ¿Me lo puede enseñar?

—No faltaría más... Ahora se lo traigo. Espere un momento, por favor...

«También tiene una voz bonita, nada vulgar...», se dijo él, como si continuara haciendo una larga evaluación.

—Le aseguro que sería capaz de esperarla todo el día...

Ella le miró, algo sorprendida, pero él sonreía de aquella manera inocente y aquellos ojos tan azules, que le prestaban un aspecto de absoluta naturalidad, como si hubiera dicho algo muy sensato. Y la chica sonrió a su vez. Se volvió para ir a buscar el vestido.

Él la miró de cintura para abajo. Volvió a ver sus formas perfectas y las bonitas piernas, que un corte en la falda oscura, ponían muy en evidencia. Volviendo la cabeza de repente, ella le sorprendió mirándola. Le gustó la cierta picardía de su expresión. La habría odiado en otro hombre, un hombre feo, o un viejo... pero en él le gustó y casi la excitó.

Al volver con el vestido de noche de Calvin Klein, ella le dijo:

—Perdone, pero me parece que usted es francés...

—Sí... ¿Por qué lo dice?

—Porque si quiere puedo atenderle en su idioma...

Al decir aquello se señaló una diminuta bandera azul blanca y roja que llevaba en la blusa —de corte militar, como era moda últimamente—, al lado de las banderas española, catalana, alemana e inglesa. En los días en que él la había estado observando, ya se había fijado en aquellas banderas: un punto más a su favor.

Ahora observó cómo la blusa que llevaba aquel día resaltaba su busto. Se lo imaginó desnudo... La miró con aquella expresión pícara. Ella la advirtió como antes.

Después, la chica le dijo que «el señor había escogido un vestido de noche de verano, muy elegante». Añadió, en un tono que recordaba el de los anuncios que se emitían en los Grandes Almacenes por los altavoces:

—Los vestidos de este verano brillan por los escotes grandes, la línea ceñida al cuerpo, la pedrería y los bordados.

Él no pudo evitar reír, como si acabara de oír un chiste, y ella le imitó.

—Tiene razón al reírse... Esta mañana he leído exactamente lo mismo en una revista de París.

«Parece lista y con sentido del humor...», seguía evaluando él, sin dejar de imaginarse sus pechos desnudos.

—¿Ha estado en París, señorita? Yo nací allí...

—No... Todavía no he estado en París... Espero ir algún día...

Pese al maquillaje excesivo, él vio que se había ruborizado de una manera que encontró francamente divertida en una mujer de los años noventa, que ya no era una niña. Parecía tímida —y un poco miope, estaba seguro— y se notaba que hacía esfuerzos para superarlo y dar una impresión de desenvoltura. Ponerse a hablar en francés con un desconocido le debía haber costado, pero lo había hecho.

La evaluación que él había hecho durante aquellos días acababa de arrojar un resultado positivo: decidió que la chica serviría para lo que él y... los otros... esperaban de ella.

Para tenerla siempre bajo control en cualquier circunstancia que se produjera, sin embargo, habían acordado que él —odiaba aquella expresión— se la «ligaría». Era un detalle que no tenía porque resultar desagradable, ni mucho menos, se dijo. (Había algo en ella que le atrajo desde el primer momento. ¿Qué diablos era, aparte de lo que era obvio?) Ahora, pues, tendría que hacerle la corte.

—Me encantaría enseñarle mi ciudad... —había dicho con fingida exaltación.

Los ojos azules del hombre, inocentes y sinceros, y también burlones y pillines cuando convenía, miraban fijamente a la chica. Ella bajó la mirada. Se había dado cuenta de que el señor Paseras miraba hacia la boutique con demasiada insistencia.

Él captó su preocupación y fingió examinar el vestido.

—El ciudadano de la peluca torcida es el encargado de sección, ¿verdad? ¿Con qué deben regar esas gardenias de plástico que lucen?

A ella se le escapó media sonrisa nerviosa. Sentía algo que sólo le había pasado con dos hombres en su vida: una atracción total, a primera vista, hacia un desconocido. Y, en ambos casos, había tenido que lamentarlo.

Notó en lo más íntimo algo que, para ella, era inequívoco. Y además le temblaban las rodillas. Apretó los dientes y procuró concentrarse en el vestido Calvin Klein.

—Perdone, pero... ¿está seguro de la talla...?

—Si le va bien a usted, le estará bien a... mi mujer. Yo diría que podrían llevar las mismas cosas...

—Es mi talla —dijo ella. «Está casado, claro, por eso lleva el anillo», pensaba.

— De todas formas, si su señ... Si el vestido se tuviera que arreglar, quiero decir... No habría ningún inconven...

—All right, all right...! —cortó él distraídamente. Dio un paso hacia ella y, con los dedos de la diestra, hizo como si cepillara algo del hombro de su blusa.

—¡Oh! Pero ¿qué hace...?

—Perdone... He visto unas motas de polvo...

—¡Dios mío! Le aseguro que... no era caspa.

—Espero que no, Carita de Clown. Envuélvame el vestido, por favor. El... Peluca Torcida... viene hacia aquí.

—Qué... ¿Qué me ha llamado...?

—¡Disimule, mujer! La he llamado Carita de Clown, porque lleva demasiado maquillaje. ¿Por qué no da, a ese cutis tan bonito que tiene, la oportunidad de lucir?

La proximidad del señor Paseras hizo que ella no respondiera. Se sentía enfadada y halagada a la vez. Él sonrió, burlón, al ver sus ojos bajos mientras ponía diestramente el vestido en una bolsa de plástico. Ella miró muy de cerca la tarjeta de crédito que él le daba. La mano de finos dedos, muy bien manicurada, le temblaba un poco.

—Si desea un paquete de regalo, tendrá que ir junto a la caja principal...

—¿Sabe usted lo que yo desearía? —Los ojos de ella se agrandaron unos instantes con la pausa—. Desearía saber por qué no lleva usted gafas, siendo miope. O lentes de contacto. Estaría guapísima igualmente... y además se enteraría de lo que pasa en la vida.

—Oiga... —dijo ella, alzando mínimamente la voz—. Me parece que usted...

Él acababa de firmar y tomó suavemente la bolsa de sus manos. Sus ojos reflejaban una inocencia y sinceridad total.

—Gracias, Carita de Clown. ¿A qué hora sale de... esta prisión? Quiero volver a verla en libertad.

—¡Pues yo no quiero volver a verle!

—Hasta luego —dijo él mientras se iba.

«Sonreía de aquella manera que debía creer irresistible, muy seguro de sí mismo —se dijo ella—, del efecto que causaba a las mujeres, lo mismo si tenían quince años que setenta y ocho.»

Aprovechando que el señor Paseras iba hacia los servicios (puede que a enderezarse la peluca), otra dependienta, de unos cuarenta años, se acercó.

—¡Uauh! ¿Quién era ese guaperas, Maragda...?

—Un hombre casado, Amparo. Y maleducado. Imagínate que me ha dicho que yo...

A Amparo no le pareció tan grave.

—¡Es verdad que necesitas gafas! Y hoy te has pasado con el maquillaje...

—Mira, si ése me espera a la salida, le dejaré plantado. Está demasiado seguro de sí mismo. Apuesto a que es un engreído de tomo y lomo...

—Si te espera a la salida, eso significará que se ha tomado la molestia de saber a qué hora, y por dónde, saldrías de estos grandes... manicomios. Y no olvides una cosa, Maragda: aunque no sea lo más frecuente, los hombres casados se pueden divorciar.

—¡Muchas gracias!

—Y otra cosa... No es la primera vez que ese guaperas se fija en ti. Si no me equivoco, le vi rondar por aquí ayer... Y también otro día, creo... Los hombres tan guapos, estilo Kevin Costner, destacan entre tantos panzudos sudados y calvorotas, y con manchas en la bragueta, como pasan por aquí... ¡Mira, niña, por lo que he visto, juraría que te espía...!

—¡No me digas! ¿Y qué quieres que...?

—¡Quién sabe! Hay muchas razones... La primera, pero no te hagas ilusiones, es porque tienes bajo la ropita, en justas proporciones, todo aquello que hace babear a los caballeros... ¡Miren, miren, señoras, que lo tengo fresquito del día!

—Venga, Amparo, ni que estuviéramos en la pescadería... ¡Por Dios, si dentro de tres meses cumpliré veinticinco años!

—Calla, desgraciada... ¡Veinticinco años...! ¡Quién los pillara!

«¡Carita de Clown!», se decía Maragda Martin una hora más tarde, cuando faltaban veinte minutos para cerrar. Fue a los servicios y se examinó la cara. Se sintió tentada de rebajar un poco el maquillaje, pero le pareció indigno.

Unas chicas hablaban de la reunión convocada por el Comité de Empresa para protestar por la política de los grandes almacenes hacia las empleadas que se quedaban embarazadas. «¡Es que las dependientas joden demasiado!», se había burlado Amparo, apuntando a Dirección. Maragda escuchó distraídamente a las chicas.

Cinco minutos después, volvió al lavabo y rebajó un poco el maquillaje, como había dicho aquel engreído. Según la tarjeta, una carte bleue, el hombre se llamaba Charles Brainville.

Cuando Maragda salió a la calle junto a otros empleados de su turno, no se apresuró, como todos los demás, no fuera a pasar de largo si él la estaba esperando.

«¡Debería avergonzarme!», se decía sin poder dejar de recordar la sonrisa burlona de él, y aquellos ojos tan azules.

Pero finalmente se convenció: nadie la esperaba a la salida.

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