Créditos
Título original: The Lighthouse
Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea
1.ª edición: abril, 2017
© P. D. James, 2005
© Ediciones B, S. A., 2017
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-705-4
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
NOTA DE LA AUTORA
PRÓLOGO
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LIBRO PRIMERO. MUERTE EN UNA ISLA COSTERA
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LIBRO SEGUNDO. CENIZAS EN EL HOGAR
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LIBRO TERCERO. VOCES DEL PASADO
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LIBRO CUARTO. AL AMPARO DE LA OSCURIDAD
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EPÍLOGO
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NOTAS
Dedicatoria
En memoria de mi marido
Connor Bantry White.
1920-1964
NOTA DE LA AUTORA
NOTA DE LA AUTORA
Gran Bretaña puede presumir de la variedad y belleza de las islas que rodean sus costas, pero el escenario de esta novela, Combe Island, en la costa de Cornualles, no figura entre ellas. La isla, los deplorables incidentes que ocurrieron en ella y todos los personajes de la historia, vivos o muertos, pertenecen enteramente a la ficción y únicamente existen en ese sugestivo fenómeno psicológico que es la imaginación del autor de novelas de crímenes.
P. D. JAMES
PRÓLOGO
PRÓLOGO
1
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No era algo desacostumbrado que el comandante Adam Dalgliesh fuera convocado a reuniones no programadas con personas imprevistas y a horas inconvenientes, por lo común con un propósito específico: podía tenerse la certeza de que en algún lugar yacía un cadáver que reclamaba su atención. Por supuesto había también otras llamadas urgentes y otra clase de reuniones, en ocasiones al más alto nivel. A Dalgliesh, en su condición de ayudante permanente del comisionado, se le adjudicaban ciertas funciones que, al crecer en número y en importancia, llegaron a estar tan mal precisadas que la mayoría de sus colegas desistió de intentar definirlas. Pero esta reunión, convocada en el despacho del vicecomisionado Harkness en la séptima planta de New Scotland Yard a las diez y cincuenta y cinco de la mañana del sábado 23 de octubre, estaba marcada, desde el momento mismo en que entró en la sala, por la sombra inconfundible de un crimen. Era algo que no tenía nada que ver con cierta tensión grave en los rostros vueltos hacia él; una crisis en el ministerio habría provocado una preocupación mayor. Era más bien que la muerte no natural provocaba siempre una incomodidad distintiva, una evidencia molesta de que había aún ciertos asuntos imposibles de someter a un control burocrático.
Eran únicamente tres hombres los que le esperaban, y a Dalgliesh le sorprendió que uno de ellos fuera Alexander Conistone, del Ministerio de Asuntos Exteriores y para la Commonwealth. Le gustaba Conistone, por ser una de las pocas personas excéntricas que subsistían en un funcionariado cada vez más conformista y politizado. Conistone se había creado cierta reputación por su forma de manejar las crisis. Esa reputación se basaba en parte en su convicción de que no había emergencia que no pudiera ser resuelta a través de los precedentes o de las reglamentaciones del departamento; pero cuando fallaba la ortodoxia, tenía una peligrosa capacidad para desarrollar una serie de iniciativas originales que, vistas desde una lógica burocrática, no podían sino conducir finalmente a un desastre, aunque lo cierto es que en ningún caso ocurrió así. Dalgliesh, para quien muy pocos de los laberintos de la burocracia de Westminster eran enteramente desconocidos, había llegado a la conclusión de que aquella dicotomía de carácter era heredada. Generaciones de Conistones habían sido militares. Los campos de batalla extranjeros del pasado imperialista de la Gran Bretaña estaban abonados con los cadáveres de las víctimas anónimas del manejo de las crisis de anteriores Conistones. Incluso la excentricidad de su aspecto reflejaba una ambigüedad personal. Era el único entre sus colegas que vestía el impoluto traje a rayas que uniformó a los funcionarios civiles de la década de mil novecientos treinta, mientras que su cara ancha y huesuda, sus mejillas coloreadas y un cabello que mostraba la consistencia y la rebeldía de los cañones de paja, le daban la apariencia de un granjero.
Estaba sentado junto a Dalgliesh, frente a una de las grandes ventanas. Después de expresarse durante los primeros diez minutos de la reunión con un inusual ahorro de palabras, seguía algo recostado en su sillón, mirando complacido el panorama de torres y chapiteles iluminados por un fugaz sol matinal impropio de la estación. De los cuatro hombres presentes en la sala —Conistone, Adam Dalgliesh, el vicecomisionado Harkness y un muchacho nuevo del MI5 que había sido presentado como Colin Reeves—, Conistone, el más informado acerca del asunto del que se trataba, era el que menos había hablado hasta el momento, a excepción de Reeves, que, inmerso en el esfuerzo de recordar todo lo que se decía sin recurrir al humillante expediente de tomar notas, todavía no había despegado los labios. Ahora, Conistone se incorporó en su sillón y se dispuso a hacer un resumen de la situación.
—Un asesinato sería lo más embarazoso para nosotros, y un suicidio casi lo mismo, dadas las circunstancias. Probablemente podríamos convivir con una muerte accidental. Dada la personalidad de la víctima, sin duda habrá un montón de publicidad en cualquier caso, pero podremos manejarla a menos que se trate de un asesinato. El problema es que no disponemos de mucho tiempo. Aún no se ha fijado fecha, pero el primer ministro desearía fijar esa reunión internacional de máximo secreto para primeros del mes de enero. Es el mejor momento. No hay sesiones del Parlamento, y después de las Navidades nunca ocurre gran cosa, ni tampoco se espera que ocurra. El primer ministro ha pensado en Combe para la reunión. ¿De modo que se encargará usted del caso, Adam? Bien.
Antes de que Dalgliesh pudiera responder, intervino Harkness:
—Los estándares de seguridad, si finalmente es ésa la opción elegida, no pueden ser más altos.
«Y aunque lo sepas, cosa que dudo, no tienes intención de decirme quién acudirá a esa conferencia, o lo que sea, de máximo secreto», pensó Dalgliesh. La seguridad siempre se planteaba desde una base de secretismo. Podía intentar adivinar de qué se trataba, pero no sentía especial curiosidad. Por otra parte, le pedían que investigara una muerte violenta, y necesitaba saber más cosas acerca de ella.
Antes de que Colin Reeves se diera cuenta de que había llegado su turno de intervenir, Conistone dijo:
—Todo deberá hacerse con discreción, por supuesto. No esperamos problemas. Se produjo una situación parecida hace años —antes de su época, Harkness—, cuando un político VIP pensó que necesitaba un respiro lejos de sus guardaespaldas y reservó dos semanas en Combe. Sólo aguantó dos días el silencio y la soledad antes de darse cuenta de que su vida no tenía sentido lejos de sus dossiers rojos. Yo diría que es el mensaje que se supone que Combe ha de transmitir a sus visitantes, pero al parecer él no lo había entendido así. Y no creo que valga la pena molestar a nuestros amigos del sur del Támesis.
Bien, por lo menos eso era un alivio. Tener encima a los servicios de inteligencia suponía siempre una complicación. Dalgliesh pensó que el servicio secreto, como la monarquía, al desprenderse de su mística en respuesta al entusiasmo del público en favor de una mayor apertura, había perdido parte de la pátina casi eclesiástica de autoridad con la que se revisten quienes manejan misterios esotéricos. Hoy el jefe de los servicios secretos era conocido por su nombre y salía fotografiado en la prensa; el anterior jefe incluso había escrito su autobiografía, y la sede central del departamento, un excéntrico monumento a la modernidad de vaga apariencia oriental que destacaba por sus enormes dimensiones en la orilla sur del Támesis, parecía más indicado para atraer la curiosidad que para eludirla. Renunciar a la mística tenía sus inconvenientes; los servicios de inteligencia habían llegado a ser considerados una organización burocrática más, servida por seres humanos falibles y tan propensos a las meteduras de pata como los otros. Pero no esperaba problemas con el servicio secreto. El hecho de que el MI5 estuviera representado por un oficial de nivel intermedio sugería que aquella muerte aislada en una isla costera figuraba entre las menores de sus actuales preocupaciones.
—No puedo presentarme allí con una información incompleta —advirtió—. No me han dicho nada, excepto quién es el muerto, dónde murió y, en apariencia, cómo. Háblenme de la isla. ¿Dónde está exactamente?
Harkness tenía uno de sus días malos, y ocultaba a duras penas su mal humor detrás de una fachada de presunción y una tendencia a la verbosidad. El gran mapa extendido sobre la mesa estaba un poco torcido. Ceñudo, lo alineó con toda exactitud con el borde de la mesa, lo empujó hacia Dalgliesh y señaló un punto con el dedo índice.
—Aquí. Combe Island. Junto a la costa de Cornualles, unas veinte millas al suroeste de Lundy Island y más o menos a doce millas de tierra firme, de Pentworthy para ser exactos. Newquay es la población importante más próxima —dirigió una mirada a Conistone—. Mejor que sigas tú. Sois vosotros, más que nosotros, los padres de la criatura.
Conistone habló directamente a Dalgliesh:
—Me detendré un poco en la historia. Explica cómo es Combe, y si no lo sabe, podría sentirse en desventaja al principio. La isla fue propiedad durante cuatrocientos años de la familia Holcombe, que la adquirió en el siglo XVI; sin embargo, nadie sabe con exactitud de qué manera. Probablemente un Holcombe llegó navegando a remo hasta allí con algunos secuaces, izó su estandarte y se adueñó de la isla. No debió de tener demasiada competencia. El título de propiedad fue ratificado más tarde por Enrique VIII, después de que fueran expulsados de la isla unos piratas mediterráneos que la utilizaban como base para el comercio de esclavos en travesías a lo largo de las costas de Devon y Cornualles. Después de aquello, Combe quedó más o menos olvidada hasta el siglo XVIII, cuando la familia empezó a interesarse en ella y la visitó ocasionalmente para observar las aves o pasar un día de picnic. Luego un tal Gerald Holcombe, nacido a finales del siglo XIX, decidió utilizar la isla para las vacaciones familiares. Restauró los edificios existentes, y en 1912 hizo construir una casa con unos pabellones adicionales para alojar al servicio. La familia pasó allí los veranos de los años intensos que precedieron a la Primera Guerra Mundial. La guerra lo cambió todo. Los dos hermanos mayores murieron, uno en Francia y el otro en Gallípoli. Los Holcombe pertenecen a la clase de familias que mueren en las guerras, no a las que se lucran con ellas. Sólo sobrevivió el hermano más joven, Henry, que estaba tísico y fue declarado no apto para el servicio militar. Al parecer, después de la muerte de sus hermanos sufrió una depresión debida a una sensación de inutilidad general, y no mostró el menor deseo de heredar. El dinero de la familia no procedía de las rentas de la tierra sino de algunas inversiones afortunadas, que a finales de los años veinte dejaron más o menos de rendir beneficios. De modo que en 1930 creó una fundación caritativa con lo que quedaba, encontró a varios socios adinerados y les cedió la isla y su propiedad. Su idea era que fuera un lugar de descanso y aislamiento para personas con responsabilidades que necesitaran apartarse por algún tiempo de los rigores de su vida profesional.
Ahora, por primera vez, Conistone se inclinó para abrir su maletín y extrajo de él un dossier con un número de seguridad. Revolvió un instante los documentos, y eligió un simple folio.
—Aquí están sus palabras exactas. Henry Holcombe expone sus intenciones con toda claridad. «Para hombres que asumen la peligrosa y ardua tarea de ejercer altas responsabilidades al servicio de la Corona y de su país, bien sea en las fuerzas armadas, la política, la ciencia, la industria o las artes, y que necesitan un período reparador de soledad, silencio y paz.» Encantadoramente típico de su tiempo ¿no les parece? No se hace mención de las mujeres, por supuesto; estamos en 1930, recuérdenlo. Sin embargo, la convención usual permite incluirlas, puesto que la palabra «hombres» se extiende en general también a las mujeres. Se admite un máximo de cinco visitantes, que se alojan, a su elección, bien en el edificio principal o bien en uno de los pabellones de piedra. Básicamente, lo que ofrece Combe Island es paz y seguridad. En los últimos años, la segunda ha ido adquiriendo una importancia cada vez mayor. Las personas que necesitan tiempo para pensar pueden ir sin la compañía de sus guardaespaldas, sabiendo que allí estarán seguras y nadie las molestará. Hay una pista de aterrizaje para helicópteros, y el pequeño puerto es el único punto accesible desde el mar. No se permite el acceso a visitantes ocasionales, e incluso están prohibidos los teléfonos móviles..., que en cualquier caso carecen de cobertura allí. Mantienen una gran discreción. La gente que va allí lo hace en general a través de una recomendación personal, bien de un administrador de la Fundación o bien de un visitante anterior o habitual. Comprenderá que eso es una ventaja para los propósitos del primer ministro.
—¿Qué tiene de malo Chequers? —articuló Reeves. Los demás se volvieron a mirarlo con el alegre interés de un adulto dispuesto a reír las gracias de un niño precoz.
—Nada —dijo Conistone—. La casa es agradable, con toda clase de comodidades, según tengo entendido. Pero quienes son invitados a Chequers no suelen pasar inadvertidos. ¿No es ése el propósito de llevarlos allí?
—¿Cómo se enteraron en Downing Street de la existencia de la isla? —preguntó Dalgliesh. Conistone devolvió el folio al dossier.
—Por uno de los compinches del primer ministro, recién ennoblecido. Fue a Combe a recuperarse de la peligrosa y ardua tarea de añadir a su imperio una nueva cadena de supermercados, y mil millones más a su fortuna personal.
—Hay personal permanente, supongo. ¿O es que los VIP se lavan la ropa ellos mismos?
—Está el secretario, Rupert Maycroft, que antes ejercía de abogado en Warnborough. Tuvimos que confiar en él, y, por supuesto, informar a los administradores de que Downing Street les estaría agradecido si pudieran alojar a algunos visitantes de importancia a primeros de enero. Por el momento todo está aún sin concretar, pero le hemos pedido que no acepte reservas después de este mes. Está el personal habitual: barquero, ama de llaves, cocinera. Sabemos algo de todos ellos. Uno o dos de los anteriores visitantes eran lo bastante importantes para justificar ciertas comprobaciones en el tema de la seguridad. Todo se hizo con mucha discreción. Hay un médico residente, el doctor Guy Staveley, y su esposa, aunque tengo entendido que ella pasa más tiempo fuera que en la isla. Al parecer, el aburrimiento se le hace insoportable. Staveley apareció en busca de refugio, desde un gabinete londinense. Al parecer hizo un diagnóstico erróneo y un niño murió, de modo que se procuró trabajo en un lugar donde lo peor que puede ocurrir es que alguien se caiga desde lo alto de un acantilado, y nadie pueda echarle la culpa a él.
—Sólo hay un residente con antecedentes penales —dijo Harkness—: el barquero Jago Tamlyn, en 1998 fue detenido por daños corporales. Creo que hubo circunstancias atenuantes, pero debió de ser una pelea seria. No ha tenido más roces con la justicia, después.
—¿Cuándo llegaron los actuales visitantes? —preguntó Dalgliesh.
—A lo largo de la semana pasada, los cinco. El escritor Nathan Oliver, acompañado por su hija Miranda y su corrector Dennis Tremlett, llegó el lunes. Un diplomático alemán retirado, el doctor Raimund Speidel, ex embajador en Pekín, llegó de Francia en su yate privado el miércoles, y el doctor Mark Yelland, director del laboratorio de investigación Hayes-Skolling, en los Midlands, que ha sido objeto de ataques por parte de los activistas por la liberación de los animales, llegó el viernes. Maycroft podrá ponerle al corriente.
—Será mejor que hable con el mínimo posible de personas —intervino Harkness—, al menos hasta que sepa a qué nos estamos enfrentando. Cuanto menor sea la invasión, tanto mejor.
—Apenas habrá invasión —dijo Dalgliesh—. Estoy esperando todavía un sustituto para Tarrant, pero me llevaré a la inspectora Miskin y al sargento Benton-Smith. Probablemente podremos arreglárnoslas sin un SOCO1 u oficial fotógrafo en esta fase de la investigación, pero si resulta ser un asesinato, tendré que pedir refuerzos o dejar que se haga cargo la policía local. Necesitaré un forense. Hablaré con Kynaston si consigo contactar con él. Puede que esté ausente del laboratorio, trabajando en algún caso.
—No será necesario —dijo Harkness—. Recurriremos a Edith Glenister. Usted la conoce, claro está.
—¿No se ha jubilado?
—Oficialmente —dijo Conistone—, lo hizo hace dos años, pero sigue trabajando esporádicamente, sobre todo en casos delicados en el extranjero. A sus sesenta y cinco años, probablemente estaba harta de zancajear con botas de goma por campos embarrados en compañía de los agentes locales para examinar cadáveres en descomposición encontrados en zanjas.
Dalgliesh dudaba de que fuera ésa la razón por la que se había jubilado oficialmente la profesora Glenister. Nunca había trabajado con ella, pero conocía su reputación. Era una de las mujeres patólogas forenses más apreciadas, notable por la precisión casi milagrosa con la que fijaba la hora del fallecimiento, por la rapidez y exhaustividad de sus informes y por la claridad y autoridad con la que prestaba testimonio ante el tribunal. Era notable también por su insistencia en mantener la separación de funciones entre el forense y el oficial al cargo de la investigación. Sabía que la profesora Glenister jamás escuchaba detalles acerca de las circunstancias del crimen antes de examinar el cadáver, presumiblemente con el propósito de librarse de ideas preconcebidas. Dalgliesh sentía curiosidad ante la perspectiva de trabajar con ella, y no dudaba de que el Ministerio de Asuntos Exteriores había sido el primero en sugerir que se la utilizase. En cualquier caso, él habría preferido a su patólogo forense habitual.
—¿No estará insinuando que no hay garantías de que Miles Kynaston pueda mantener cerrada la boca? —dijo.
—Por supuesto que no —intervino Harkness—, pero Cornualles no es su terreno. La profesora Glenister reside en la actualidad en el suroeste, y en cualquier caso hemos comprobado que Kynaston no está disponible. —Dalgliesh sintió la tentación de comentar, «qué conveniente para el Ministerio». Desde luego no habían perdido el tiempo. Harkness prosiguió—: Puede recogerla en el aeródromo militar de St. Mawgan, cerca de Newquay, y allí harán que un helicóptero especial lleve el cuerpo al depósito que ella decida. Tratará el caso como urgente. Tendrá usted su informe en cualquier momento del día de mañana.
—Así pues —comentó Dalgliesh—, Maycroft la llamó en cuanto le fue posible, después de encontrar el cuerpo. Supongo que lo hizo siguiendo instrucciones.
—Se le dio un número de teléfono —dijo Harkness—, con la advertencia de que era del máximo secreto, y se le indicó que telefoneara a los administradores si ocurría alguna desgracia en la isla. Ha sido advertido de que llegará usted en helicóptero, y le espera a primera hora de la tarde.
—Tendrá algunas dificultades para explicar a sus colegas por qué esta muerte en particular exige la presencia de un comandante de la policía metropolitana y de un detective inspector, en lugar de ser investigada por la policía local; pero supongo que usted ya lo ha previsto —dijo Dalgliesh.
—Hasta donde nos ha sido posible —respondió Harkness—. El comisario local ha sido puesto en antecedentes, por supuesto. No vale la pena discutir acerca de quién debe asumir la responsabilidad de la investigación hasta que sepamos si lo ocurrido es o no un asesinato. Mientras tanto, cooperarán. Si se trata de un asesinato y la isla es tan segura como afirman, habrá un número limitado de sospechosos. Eso debería acelerar las investigaciones.
Sólo un ignorante de lo que es una investigación criminal, o alguien que olvide por conveniencia los incidentes más ingratos de su propio pasado, puede emitir una opinión tan errónea. Un grupo pequeño de sospechosos, si todos ellos son lo bastante inteligentes y cautelosos para ocuparse tan sólo de lo que les concierne y evitar el fatal impulso de colaborar con la policía en más de lo que estrictamente se les exija, puede complicar una investigación hasta el punto de entorpecerla gravemente.
Ya en la puerta, Conistone se volvió.
—Se come bien en Combe Island, supongo. ¿Las camas son cómodas?
—No hemos tenido tiempo de preguntarlo —respondió Harkness con frialdad—. Francamente, no se me había ocurrido. Tenía que haber pensado que a usted le preocuparía más que a nosotros la competencia de la cocinera y el estado de los colchones. Nuestro interés se centra en un cadáver.
Conistone se tomó el sarcasmo con buen humor.
—Cierto. Comprobaremos esos detalles si finalmente se celebra la conferencia. Lo primero que aprenden los ricos y los poderosos es el valor del confort. Debería haber mencionado que reside de forma permanente en la isla la última superviviente de los Holcombe, la señorita Emily Holcombe, de más de ochenta años de edad, una antigua profesora de Oxford. De Historia, me parece. Es su materia ¿no es así, Adam? Sólo que usted estuvo en el otro sitio. Puede ser un aliado, o bien un perfecto estorbo. Si sirve de algo lo que sé sobre mujeres universitarias, será lo segundo. Gracias por hacerse cargo de este asunto. Seguiremos en contacto.
Harkness se puso en pie para acompañar a Conistone y Reeves hasta el exterior del edificio. Dalgliesh les dejó en los ascensores y volvió a su despacho. Primero tenía que avisar a Kate y a Benton-Smith. Después le esperaba una llamada más difícil. Emma Lavenham y él habían quedado en verse esa noche y el día siguiente. Si ella quería pasar la tarde en Londres, ya debía de haber salido. Tendría que llamarla al móvil. No sería la primera llamada de esa clase, y, como siempre, ella la estaría esperando a medias. No se quejaría, Emma nunca se quejaba. Los dos tenían compromisos ocasionales urgentes y el tiempo que pasaban juntos era tanto más precioso por el hecho de que nunca era posible darlo por descontado. Y había tres palabras que él deseaba decirle, y sabía que nunca podría hacerlo por teléfono. También esas palabras tendrían que esperar.
Asomó la cabeza por la puerta de la sala de ayudantes.
—Localice de mi parte a la inspectora detective Miskin y al sargento Benton-Smith, Susie, por favor. Luego necesitaré un coche para ir al helipuerto de Battersea, y recogeré de camino primero al sargento Benton-Smith y luego a la inspectora Miskin. Su maletín de los casos criminales está en su despacho; cuide de que lo lleven al coche, por favor.
La llamada no podía haber llegado en un momento menos oportuno. Después de un mes de trabajar un promedio de dieciséis horas al día, el cansancio se había apoderado de Dalgliesh; y aunque podía sobrellevarlo, ansiaba un poco de descanso, de paz y, durante dos benditos días, la compañía de Emma. Se dijo que él era el único culpable del fin de semana echado a perder. No estaba obligado a asumir aquella investigación, por importante que fuera la víctima desde el punto de vista político o social, ni por atractivo que le resultara el desafío que en sí mismo representaba cualquier crimen. Algunos oficiales de alta graduación habrían preferido que él se concentrara en una iniciativa en la que se hallaba estrechamente implicado, dado que los problemas derivados de las drogas, el terrorismo y las mafias internacionales en una sociedad multiétnica se hacían cada vez más acuciantes: el proyecto de una nueva fuerza policial dedicada a investigar en mejores condiciones los crímenes graves ocurridos en el ámbito nacional. En ese plan interferían las cuestiones políticas; siempre ocurría así en los niveles superiores de mando de la policía. Se necesitaban oficiales que se movieran con facilidad en aquel mundo dual. Él se veía a sí mismo en peligro de convertirse en un burócrata más, un miembro de comités, un asesor, un coordinador..., no un detective. Si ocurría eso ¿podría seguir siendo además un poeta? ¿No era en el rico terreno de la investigación de un asesinato, en la fascinación del descubrimiento gradual de la verdad, en el esfuerzo compartido y en la perspectiva del peligro, en la compasión que le inspiraban unas vidas desesperadas y rotas, donde su poesía encontraba su principal inspiración?
Pero ahora, con Kate y Benton-Smith ya en camino, había cosas que urgían, citas que habían de ser anuladas con tacto, papeles que era preciso archivar, la rama de las relaciones públicas que tenía que ser informada. Tenía una bolsa de viaje siempre preparada para estas emergencias repentinas, pero estaba en su apartamento de Queenhithe, y le alegró tener que ir hasta allí a llamar. Nunca aún había telefoneado a Emma desde New Scotland Yard. Apenas escuchara su voz ella sabría lo que iba a decirle. Tendría que rectificar sobre la marcha sus perspectivas para el fin de semana, y tal vez lo excluiría de sus pensamientos, como lo estaba de su compañía.
Diez minutos más tarde cerró la puerta de su despacho, y por primera vez lo hizo tras una ojeada final de despedida, como si abandonara un lugar familiar que tal vez nunca volvería a ver.
2
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La inspectora detective Kate Miskin estaba todavía en la cama en su apartamento junto al Támesis. Por lo común, mucho antes de esa hora habría estado en su despacho, e incluso en un día festivo ya se habría duchado, vestido y desayunado. Madrugar era algo habitual para Kate. En parte por propia elección, y en parte como un legado de la infancia, cuando, bajo el peso de la pesadilla diaria de una catástrofe imaginaria, echaba mano a sus ropas en el momento mismo de despertar, ansiosa por estar en condiciones para afrontar el desastre esperado: un incendio en uno de los pisos bajos con la vía de escape bloqueada, un avión estrellándose contra la ventana, un terremoto que cuarteaba todo el edificio, el pretil del balcón cediendo y derrumbándose finalmente en sus manos. Siempre era un alivio oír la voz frágil y quejumbrosa de su abuela llamándola para tomar el té de primera hora de la mañana. La abuela tenía derecho a quejarse: la muerte de la hija que no había querido tener, el encierro en un piso alto de un rascacielos en el que no había querido vivir, la carga de una nieta ilegítima a la que no quería cuidar y por la que el simple esfuerzo de aparentar cariño se le hacía casi insoportable. Pero la abuela había muerto, y aunque no había muerto ni podía morir el pasado, a lo largo de los años Kate había aprendido con dolor a reconocer y a aceptar lo bueno y lo malo que ese pasado le había dado.
Ahora se asomaba a un Londres muy diferente. Su apartamento a orillas del río estaba situado en el extremo del edificio, con doble fachada al exterior y dos terrazas. Desde la sala de estar veía en dirección suroeste el río con su tráfico incesante: gabarras, yates de placer, las lanchas de la policía fluvial y de la Autoridad del Puerto de Londres, los grandes barcos de los cruceros que remontaban el río hasta atracar junto al Puente de la Torre. Desde el dormitorio veía el panorama del Canary Wharf, con su perfil de lapicero gigante; las aguas tranquilas del West India Dock; el ferrocarril ligero de los Docklands, con sus trenes como de juguete. Siempre le había gustado el estímulo del contraste, y aquí podía pasar de lo viejo a lo nuevo y observar la vida del río con todos sus contrastes desde las primeras luces del día hasta el anochecer. A la hora del crepúsculo se acodaría en la barandilla de la terraza y contemplaría la transformación de la ciudad en un cuadro de luces tan brillantes que eclipsaban las estrellas al proyectar en el cielo el reflejo de su resplandor carmesí.
Aquel apartamento, largo tiempo planeado y amortizado con prudencia, era su hogar, su refugio, su seguridad, el sueño de muchos años concretado en forma de ladrillos y cemento. Nunca había invitado a ningún compañero al apartamento, y su primer y único amante, Alan Scully, se había marchado a Estados Unidos mucho tiempo atrás. Él le pidió que lo acompañara, pero ella se negó, en parte por miedo al compromiso, pero sobre todo porque su trabajo era lo más importante. Pero ahora, por primera vez desde la última noche que pasaron juntos, no había estado sola.
Se desperezó en la cama doble. Al otro lado de las cortinas transparentes el cielo matinal era de un color azul pálido por encima de una estrecha franja gris de contaminación. El pronóstico del tiempo había predicho ayer otro día típico de finales de otoño, con alternativas de sol y chubascos. Podía oír ruidos agradables en la cocina, el silbido del agua puesta a hervir, el chasquido de la puerta de un armario al cerrarse, el tintineo de la porcelana. El detective inspector Piers Tarrant estaba preparando café. Sola por primera vez desde que los dos habían llegado juntos al apartamento, Kate revivió las últimas veinticuatro horas, no con remordimientos, pero sí asombrada de que aquello hubiera llegado a ocurrir.
La llamada de teléfono de Piers había tenido lugar el lunes por la mañana, en su despacho. Era una invitación a cenar el viernes. Fue una llamada inesperada; desde que Piers dejó el equipo para alistarse en la Brigada Antiterrorista, no habían hablado. Habían trabajado juntos en el Grupo Especial de Investigación de Dalgliesh durante años, se habían respetado mutuamente, se habían sentido estimulados por una rivalidad semiconsciente que a ella le constaba que el comandante Dalgliesh había utilizado en más de una ocasión, habían discutido de vez en cuando con pasión pero sin resentimiento. Ella lo había considerado —y seguía considerándolo— uno de los hombres más atractivos sexualmente con los que nunca había trabajado. Pero incluso en el caso de que él hubiera dado muestras inequívocas de interés sexual, ella no habría correspondido en ningún caso. Tener un asunto con un colega era correr un riesgo imposible de controlar; si trascendía, uno de los dos habría tenido que dejar el Grupo. Era su trabajo lo que le había permitido liberarse del piso de los Ellison Fairweather Buildings. No iba a arriesgar todo lo que había conseguido para internarse por un camino seductor, pero en definitiva poco claro.
Había devuelto el teléfono móvil a su bolsillo, un poco sorprendida por su rápida aceptación de la invitación, y confusa acerca de lo que podía haber detrás de ella. ¿Había algo, se preguntó, que Piers necesitara averiguar o discutir? La rumorología del Met, por lo común bien informada, había difundido insinuaciones sobre la insatisfacción de Piers en su nuevo trabajo, pero los hombres confían a las mujeres sus éxitos, no sus errores. Y él había propuesto que se encontraran a las siete y media en Sheekey’s después de preguntarle si le gustaba el pescado. La elección de un restaurante de moda, del que no podía esperarse que fuera barato, emitía una señal sutil, aunque confusa. ¿Iba a tratarse, en cierta manera, de una velada de celebración, o se trataba de una extravagancia habitual en Piers cuando cortejaba a una mujer? Después de todo, nunca había dado la impresión de estar apura-do de dinero, y se rumoreaba que tampoco se había sentido nunca apurado con las mujeres.
Cuando ella llegó, la estaba esperando, y al levantarse para saludarla ella captó su rápida ojeada apreciativa y se alegró de haberse tomado la molestia de cardar y peinar de una forma muy elaborada su espeso cabello rubio, que, cuando trabajaba, se limitaba a cepillar con energía y sujetar en la nuca en un moño o en cola de caballo. Llevaba una falda de seda de color crema pálido y sus únicas joyas buenas, unos pendientes antiguos de oro con una perla solitaria cada uno. Se sintió intrigada y un poco divertida al darse cuenta de que también Piers había cuidado especialmente su aspecto. No recordaba haberle visto antes con terno y corbata, y sintió la tentación de decirle: «Vaya si vamos arreglados ¿eh?»
Se sentaron a una mesa en un rincón, muy propia para confidencias, aunque hubo pocas. La cena fue un éxito, un prolongado goce sin reservas. Él habló poco de su nuevo trabajo, como ella esperaba. Comentaron los libros que habían leído recientemente y las películas que habían podido ver en el escaso tiempo libre que les dejaba el trabajo, una charla convencional que Kate pensó que no iba más allá del tipo de cautelosa conversación social entre dos extraños en una primera cita. Luego pasaron a un terreno más familiar, los casos en los que habían trabajado juntos y los últimos chismes del Met, entre los cuales deslizaban de tanto en tanto pequeños detalles de sus vidas privadas.
Al final del plato principal, un lenguado Dover, él preguntó:
—¿Qué tal se porta ese sargento tan guapo?
A Kate le divirtió secretamente la pregunta. Piers nunca había conseguido ocultar del todo su aversión por Francis Benton-Smith. Kate sospechaba que esa antipatía no se debía tanto al extraordinario aspecto físico de Benton como a una actitud compartida por los dos respecto del trabajo: ambición controlada, inteligencia, un camino cuidadosamente estudiado hacia la cumbre basado en la confianza en que, con un poco de suerte, sus cualidades como policías serían reconocidas con rápidos ascensos.
—Lo hace muy bien. Quizás está un poco demasiado ansioso por agradar, pero ¿no nos ha pasado lo mismo a todos desde que AD nos reclutó? Servirá.
—Se rumorea que AD piensa en él para colocarlo en mi puesto.
—¿En tu antiguo puesto? Es posible, supongo. Después de todo, todavía no te ha sustituido. Los jefazos no saben muy bien qué hacer con el Grupo. Podrían disolverlo, ¿quién sabe? Siempre están persiguiendo a AD para trabajos distintos y más grandes; como ese departamento nacional en proyecto, tienes que haber oído lo que se rumorea. Siempre está metido en una reunión de alto nivel u otra.
Mientras paladeaban sus pudins, la conversación se hizo intermitente. De pronto, Piers dijo:
—No me gusta tomar café inmediatamente después del pescado. O después del vino, pero necesito serenarme un poco.
—Al decirlo, Kate pensó que sus palabras no eran sinceras. Nunca bebía tanto como para correr el riesgo de perder el control.
—Podemos ir a mi apartamento. Está cerca.
—O al mío —dijo ella—. Tiene vistas al río.
No había habido nada forzado en la invitación, ni en su forma de aceptarla.
—Al tuyo, entonces —dijo él—. Sólo tendré que hacer una llamada, de camino.
Estuvo ausente sólo un par de minutos, mientras ella, a sugerencia suya, lo esperaba en el coche. Veinte minutos más tarde, al abrir la puerta de su apartamento y entrar con él en la amplia sala de estar con el ventanal que dominaba el Támesis, lo había visto con ojos nuevos: un apartamento convencional, con muebles modernos, sin objetos personales, sin signos de la vida privada del propietario, de sus padres, de su familia, sin objetos transmitidos de generación en generación, todo tan ordenado e impersonal como un piso de muestra arreglado con vistas a una venta rápida. Sin dirigir una mirada a su alrededor, él se dirigió al ventanal, abrió la puerta y salió a la terraza.
—Entiendo por qué lo elegiste, Kate.
Ella no salió con él, pero se quedó de pie, mirando su espalda y, más allá, el agua negra y densa, con cicatrices y reflejos de plata; los chapiteles y las torres, los grandes bloques de viviendas de la orilla opuesta cruzados a intervalos regulares por franjas de luz. Él la acompañó a la cocina, donde ella molió el café en grano, sacó dos tazas y calentó leche de un cartón de la nevera. Al rato, sentados juntos en el sofá, apuraron las tazas y él se inclinó hacia ella y la besó en los labios con suavidad pero con firmeza, y ella supo entonces qué ocurriría. Pero ¿no lo había sabido ya desde el primer momento, en el restaurante?
—Me gustaría ducharme —dijo él, y ella se echó a reír.
—¡Qué prosaico eres, Piers! Esa puerta da al baño.
—¿Por qué no te duchas conmigo, Kate?
—No hay bastante sitio. Tú primero.
Todo había sido así de fácil, natural, desprovisto de dudas o ansiedades, de un designio consciente incluso. Y ahora, tendida en la cama a la suave luz de la mañana, mientras oía los ruidos de la ducha, repasó los sucesos de la noche pasada en una dulce confusión en la memoria de frases recordadas a medias.
—Creí que sólo te gustaban las rubias tontas.
—No todas eran tontas. Y tú eres rubia.
—Castaño claro, no rubia platino —dijo ella.
Él se había vuelto de nuevo hacia ella y le había acariciado el cabello con las manos, un gesto inesperado, sobre todo por su suave lentitud.
Había intuido que Piers era un amante experimentado y hábil; lo que no esperaba era la falta de complicación y de tensiones que tuvo la alegre carnalidad de ambos. Habían yacido juntos no sólo con deseo, sino entre risas. Y después, algo distanciados en la cama doble, mientras oía su respiración y sentía su calor dirigido hacia ella, le había parecido natural la presencia de él en aquel lugar. Sabía que al hacer el amor había empezado a ablandar un núcleo duro, compuesto por la falta de autoestima y por una actitud permanentemente a la defensiva, que llevaba en su corazón como un lastre, y al que, después del Informe Macpherson, se habían añadido el resentimiento y la sensación de haber sido traicionada. Piers, más cínico y sofisticado que ella desde el punto de vista político, había mostrado poca paciencia al respecto.
—Todos los comités de investigación oficiales saben lo que esperan encontrar. Algunos de los menos inteligentes se exceden un tanto en su entusiasmo. Es ridículo perder tu trabajo por culpa de ellos o dejar que destruyan tu confianza y tu tranquilidad.
Dalgliesh, con tacto y en ocasiones sin necesidad de palabras, la había convencido para que no dimitiera. Pero ella sabía que en los últimos años se había producido un lento reflujo en la dedicación, la entrega y el ingenuo entusiasmo con los que ingresó en el servicio de policía. Seguía siendo una oficial valiosa y competente. Le gustaba su trabajo y no podía imaginar otro para el que se sintiera tan cualificada e idónea. Pero había empezado a no querer implicarse emocionalmente, a autoprotegerse en exceso, a tener miedo de lo que la vida podía llegar a hacer con ella. Ahora, sola en el lecho mientras escuchaba los pequeños ruidos que hacía Piers al moverse por el apartamento, experimentó un gozo casi olvidado.
Había sido la primera en despertar, y por primera vez lo hizo sin la ansiedad residual de su infancia. Había seguido tendida durante unos treinta minutos, saboreando la complicidad de su cuerpo, contemplando cómo crecía la luz diurna, consciente de los primeros ruidos de la jornada en el río, antes de levantarse para ir al baño. Sus movimientos despertaron a Piers, que se revolvió, alargó el brazo hacia ella, y de pronto se sentó de golpe, como un muñeco de resorte. Los dos se echaron a reír. Juntos en la cocina, él exprimió las naranjas mientras ella preparaba el té, y luego comieron en la terraza tostadas recién hechas untadas con mantequilla y arrojaron las migas a las gaviotas, que se precipitaron sobre el manjar entre graznidos, con un remolino de salvaje batir de alas y rápidos picotazos. Después habían vuelto a la cama.
Los ruidos y gorgoteos de la ducha cesaron. Finalmente había llegado el momento de levantarse y enfrentarse a las complicaciones del día. Kate había sacado ya las piernas de la cama cuando sonó el teléfono móvil. Sintió un vuelco en el corazón, como si nunca antes lo hubiera oído. Piers salió de la cocina con una toalla enrollada alrededor de la cintura y una cafetera en la mano.
—¡Oh, Dios mío! En el momento justo —dijo ella.
—Puede ser una llamada personal.
—No en ese teléfono.
Alargó la mano hacia la mesilla de noche, cogió el teléfono, escuchó con atención, dijo «Sí, señor», y apagó. Sabiendo que no iba a poder ocultar la excitación de su voz, añadió:
—Es un caso. Sospechas de asesinato. Una isla junto a la costa de Cornualles. Eso significa un helicóptero. Tengo que dejar aquí mi coche. AD manda uno para recoger a Benton y después a mí. Nos veremos en el helipuerto de Battersea.
—¿Tu maletín de los crímenes?
Ella estaba ya en acción, con movimientos rápidos, sabiendo lo que tenía que hacer y en qué orden. Contestó a través de la puerta del baño:
—Está en el despacho. AD se ocupará de que lo carguen en el coche.
—Si manda un coche, será mejor que me dé prisa —dijo él—. Si quien conduce es Nobby Clark y me ve, la mafia de los chóferes estará enterada en veinte minutos. No veo razón para que seamos la comidilla de los chismosos de la cantina.
Unos minutos más tarde, Kate colocó sobre la cama su bolsa de lona y empezó a hacer el equipaje con rapidez y método. Llevaría, como de costumbre, los pantalones de lana y la chaqueta de tweed, con un jersey de casimir de cuello alto. Aunque el tiempo siguiera templado, no tenía sentido llevar prendas de lino o de algodón; en una isla nunca llegaba a hacer un calor incómodo. Unos zapatos planos propios para caminar pasaron a hacer compañía en el fondo de la bolsa a una muda de bragas y sujetadores. Metió un segundo jersey, de más abrigo, y añadió una blusa de seda, cuidadosamente plegada. Encima puso el pijama y la bata de lana. Puso luego el neceser de repuesto que siempre tenía preparado con todo lo necesario. Y por fin completó el equipaje con dos blocs de notas nuevos, media docena de bolígrafos y una novela en edición de bolsillo a medio leer.
Cinco minutos después, los dos estaban vestidos y listos para la marcha. Ella acompañó a Piers al garaje subterráneo. Junto a la portezuela de su Alfa Romeo, él la besó en la mejilla y le dijo:
—Gracias por acompañarme a cenar, gracias por el desayuno, gracias por todo lo que ha pasado en medio. Envíame una postal desde tu isla misteriosa. Seis palabras bastarán, sobre todo si son ciertas. «Quisiera tenerte aquí. Te quiero, Kate.»
Ella se echó a reír, pero no contestó. El Vauxhall que salía del garaje delante de él llevaba un mensaje en la ventanilla trasera, «Bebé a bordo.» Aquello despertaba siempre las iras de Piers. Sacó de la guantera un papel con un letrero escrito a mano y lo colocó pegado al cristal. «Herodes a bordo». Luego levantó la mano en señal de despedida y arrancó.
Kate se quedó mirándolo hasta que, con un bocinazo de adiós, giró hacia la calle principal. Y entonces la asaltó una emoción distinta, menos complicada pero familiar. Fueran cuales fueren los problemas que creara esa noche extraordinaria, toda reflexión sobre ellos habría de esperar.
En algún lugar, hasta ahora sólo imaginado, un cadáver la esperaba tendido en la fría abstracción de la muerte. Un grupo de personas esperaba que llegara la policía, algunas de ellas apenadas, la mayoría aprensivas, una compartiendo sin duda su propia mezcla embriagadora de excitación y resolución. Siempre le había inquietado que se necesitara la muerte de alguien para que ella pudiera experimentar aquel júbilo casi culpable. Y no faltaría la parte más divertida, las conferencias del equipo al final de cada día, cuando AD, Benton-Smith y ella misma evaluarían los indicios para seleccionar, descartar o bien ordenar en su lugar preciso las pistas como si fueran las piezas de un rompecabezas. Pero conocía las raíces de aquel ligero brote de vergüenza. Aunque nunca habían hablado sobre ello, intuía que AD sentía lo mismo. En ese rompecabezas las piezas eran las vidas rotas de hombres y mujeres.
Tres minutos después, mientras esperaba con la bolsa en la mano en el exterior de su apartamento, vio girar el coche en la calzada de entrada al edificio. La jornada de trabajo había empezado.
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El sargento Francis Benton-Smith vivía solo en la planta dieciséis de un edificio de la época de la posguerra, al noroeste de Shepherd’s Bush. Por debajo del suyo había quince plantas con apartamentos idénticos e idénticas terrazas. Las terrazas, que ocupaban toda la longitud de cada planta, no proporcionaban ninguna intimidad, pero sus vecinos rara vez lo molestaban. Uno utilizaba su apartamento como un pied-à-terre y casi nunca estaba en él, y el otro, enrolado en algún misterioso trabajo en la City, se marchaba antes que Benton-Smith por la mañana y volvía de madrugada envuelto en un silencio de conspirador. El edificio, que anteriormente albergaba unas oficinas municipales, había sido vendido por el Ayuntamiento y reformado por una empresa privada, y los apartamentos fueron puestos a la venta. A pesar del hall de entrada reconstruido, de los ascensores modernos y de la pintura nueva, el edificio seguía siendo un desafortunado compromiso entre el ahorro prudente, el orgullo cívico y el conformismo institucional, pero por lo menos era inofensivo desde el punto de vista arquitectónico. No despertaba más emociones que la sorpresa por el hecho de que alguien se hubiera tomado la molestia de edificarlo.
Incluso el amplio panorama que se divisaba desde la terraza resultaba anodino. Benton recorrió con la mirada el monótono paisaje industrial, con predominio de los tonos negros y grises, dominado por bloques rectangulares de apartamentos de gran altura, amorfos edificios industriales y callejas estrechas con terrazas del siglo XIX que se obstinaban en sobrevivir, y que ahora eran el hábitat cuidadosamente preservado de jóvenes profesionales con aspiraciones. La autopista del Westway se alzaba formando una curva por encima de un parque abarrotado de caravanas de gente de paso que vivía bajo los pilares de cemento y rara vez se aventuraba a salir al exterior. Más allá se extendía un solar en el que el metal aplastado de los coches desguazados se amontonaba hasta una altura considerable, y aquella maraña erizada de hierros retorcidos venía a ser un símbolo herrumbroso de la vulnerabilidad de la vida y las esperanzas humanas. Pero al caer la noche el paisaje se metamorfoseaba, y la luz lo hacía etéreo y místico. Las señales de tráfico cambiaban, los coches se movían como autómatas sobre calzadas líquidas, las altas grúas coronadas por una luz solitaria se inclinaban como mantis religiosas, como grotescos cíclopes de la noche. Los aviones descendían silenciosos hacia Heathrow desde un cielo negro y azul sa