La chica que tocaba el cielo

Fragmento

ChicaTocabaCielo.html

PRIMERA PARTE

Roma – Narni – Apenino Central

Mar Adriático – Desembocadura del Po

Territorios de Adria – Mestre – Venecia – Rímini

1

Anno Domini 1515

El carro de la mierda, como lo llamaban en el barrio del Angelo, pasaba una vez a la semana. El lunes.

Ese lunes, después de cinco días de lluvia ininterrumpida, el carro de la mierda avanzaba a duras penas por el angosto callejón de la Pescheria, por el que apenas pasaba, al punto que los ejes de las ruedas rayaban de vez en cuando las paredes de las casas. Los seis galeotes encadenados a los tiros del carro se hundían en el barro hasta los tobillos y gemían cuando debían esforzarse para sacar las ruedas de los agujeros en que quedaban atrapadas. Sus calzones de lana miserable, gruesos y agujereados, estaban embarrados hasta la ingle. Delante del carro caminaban otros dos forzados, encadenados entre ellos, cuya tarea consistía en recoger los sacos llenos de basura y excrementos que estaban a las puertas de las casas o en los patios y vaciarlos en el gigantesco cubo que había en la plataforma del carro. Cuatro soldados vigilaban a los galeotes, dos de ellos iban a la cabeza de la nauseabunda procesión, los otros dos detrás.

Detrás del carro se apelotonaba un grupo heterogéneo de personas, más extranjeros que romanos, como, por otra parte, era frecuente en la Ciudad Santa. Había dos eruditos alemanes, cargados con unos voluminosos libros bajo el brazo, tres monjas tocadas con unas grandes capuchas fruncidas hacia arriba, que caminaban con la cabeza inclinada; un norteafricano cuya piel recordaba a las avellanas tostadas; dos soldados españoles vestidos con unas mallas con una pierna amarilla y la otra roja, que caminaban guiñando los ojos para combatir el dolor de cabeza, después de una noche en una taberna, y que se dirigían temblorosos a sus alojamientos para que no los declararan desertores; un hindú con un turbante, acompañado de un camello que rezongaba, irritado por el frío, mientras se dirigía al circo que se había instalado en la otra orilla del Tíber, y un comerciante judío, reconocible por el gorro amarillo prescrito por la ley. Todos, sin distinción alguna, tenían en la cara una expresión de disgusto debido al terrible hedor, que iba empeorando a medida que se aproximaban a la plaza de Sant’Angelo in Pescheria, donde a la peste del carro de la mierda se unía la de los desechos de los puestos de pescado que llevaban seis días pudriéndose en el suelo.

Cuando llegaron a la plaza la gente que iba detrás del carro de la mierda lo adelantó y se perdió en la pequeña Babel de personajes que abarrotaba Sant’Angelo in Pescheria.

También el comerciante, que se llamaba Shimon Baruch, apretó el paso mirando inquieto alrededor, poniendo en evidencia su temperamento temeroso. Acababa de cerrar un magnífico trato en el vecino mercado de las cuerdas, donde había vendido una gran partida de sogas trenzadas recién llegadas a bordo de una embarcación que estaba anclada en el puerto de Ripa Grande, y, en lugar del habitual crédito, había cobrado el correspondiente importe en efectivo. Por ese motivo caminaba agachado, cerrándose la capa con ambas manos; le preocupaba tener que ir por las calles de Roma con la bolsa de cuero llena de monedas que se había colgado al cincho.

Shimon Baruch observó al dignatario de un exótico país cualquiera, dueño de un gran bigote rizado, que iba escoltado por dos moros gigantescos con unas cimitarras cargadas de adornos y el mango de colmillo de elefante. Vio unos malabaristas de tez olivácea, quizá de origen macedonio o albanés. Y un grupo de viejos sentados delante de sus casas en unas sillas de paja, que jugaban a los dados lanzándolos en una caja de madera que había en el suelo. Y también a tres pobres mujeres que deambulaban alrededor de los puestos de pescado sobre los que languidecían ya varias cestas de mimbre llenas de caballas de Isola Sacra y de percas de Bracciano. Las mujeres hurgaban en la basura desperdigada por el suelo buscando una cabeza o una cola para sazonar el caldo de hierbas campestres, que era lo único que iban a servir en la mesa por la noche. Dos de ellas debían de tener unos cuarenta años, y sus labios, apretados por el frío, se fruncían de forma innatural evidenciando una gran penuria de dientes en la boca. La tercera, en cambio, era muy joven. Tenía el pelo rojizo, más bien oscuro, y un cutis que se intuía tan blanco y transparente como el alabastro bajo la suciedad que lo cubría. Shimon Baruch pensó que se parecía a la Susana asediada por los vejestorios del libro del profeta Daniel.

—Levantaos, fulanas, si no queréis que os tire también al cubo —dijo uno de los galeotes del carro de la mierda a la vez que se acercaba a los restos de pescado empuñando una pala. Los soldados se rieron e hicieron una señal a las mujeres para que se apartasen.

Shimon Baruch se dirigió con la cabeza gacha hacia el teatro Marcello, donde, por fin, iba a poder poner a buen recaudo la bolsa de dinero. Pero, al volverse a mirar por última vez a la atractiva joven de pelo cobrizo, observó que esta miraba a un muchachito andrajoso con la piel amarillenta y una larga melena sucia, casi pegada a la cabeza, que estaba sentado a cierta distancia, entre las ruinas del pórtico de Ottavia, y tiraba piedras a una cabra que comía ortigas y parietaria. Mientras lo escrutaba, curvándose aún más, el niño se dio cuenta de que lo estaba mirando y le gritó:

—¡La tela de su gorro es buena, señor judío! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad!

Shimon Baruch se volvió de golpe sin responder y vio que un muchachote, que estaba apoyado con aire atontado en una pared al otro lado de la plaza, se precipitaba hacia ellos alargando una mano. Era un gigante grande y rojo, con una cabellera tupida y descolorida como el forraje de los burros y el nacimiento bajo, animalesco, que casi borraba su frente. Iba vestido con harapos y movía torpemente sus piernas robustas y cortas ondeando su tronco macizo. También los brazos eran cortos, desproporcionados. Parecía un enano gigantesco, pensó el comerciante. Le bastó verlo para comprender que estaba loco. Corroboró su intuición cuando el gigante, guiñando los ojos como si temiese que lo apalearan, habló con una voz gutural, sin matices, en una lengua extravagante en que las sílabas peleaban entre sí:

—Doe monedas, señor... Tenga la bondad, doe monedas de limosna, senoría lustrísima.

—Déjame en paz —le dijo, expeditivo, el comerciante, agitando una mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.

El gigante se tapó asustado la cara, pero siguió pegado a él, sin dejar de repetir:

—Una pequeña, excelentísimo senor..., una pequeña nada más.

Luego, justo delante de la fachada de la iglesia de Sant’Angelo, le agarró un brazo con exagerada vehemencia.

Shimon Baruch se volvió alarmado.

—¡No me pongas las manos encima, sucio asqueroso! —gruñó tratando de disimular el miedo que lo ahogaba.

En ese preciso momento un muchacho de unos dieciséis años, con la tez oscura y el pelo negro como la pez, delgado y desarticulado, y con un gorro amarillo calado descaradamente de través en la frente, dobló la esquina de la iglesia corriendo. El muchacho casi tropezó con el comerciante y se aferró a sus hombros para no caer.

—Perdone, señor —se disculpó enseguida, pero después, al ver el gorro amarillo que llevaba el otro, añadió—: Shalom Alejem. —E inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Alejem Shalom —contestó mecánicamente Shimon Baruch, en parte relajado al ver un correligionario, aunque aún agitado porque no lograba zafarse del demente.

—¡No, li he visto primiero que tú! —protestó el gigante encolerizado dirigiéndose al recién llegado—. ¡Y el buen senor me dará la limozna a mí! —Sin soltar el brazo del comerciante dio un violento empellón al joven tocado con el gorro amarillo—. ¡Vete!

—¡Suéltame, desgraciado! —gritó Shimon Baruch al demente, con una punta de temor en la voz.

—¡Suéltalo! —gritó a su vez el muchacho, y se abalanzó valerosamente sobre el gigante, que, sin embargo, le dio un puñetazo en el estómago y lo dobló en dos. Pero el joven no se rindió y se tiró encima de él pegándole en la cara.

El gigante lanzó un sonido gutural, soltó al comerciante y agarró iracundo al muchacho, lo volteó en el aire y lo lanzó contra Shimon Baruch tirando al suelo a los dos.

Los guardias, que en un principio se habían puesto en alerta para reprimir la pelea, se echaron a reír al ver a los dos tipos con gorro amarillo en el barro, como si estuvieran luchando entre ellos. También se reían las pescaderas, con las manos apoyadas a la cintura y balanceando los senos, y el dignatario del Gran Visir y los dos moros con las cimitarras. Los dos malabaristas albaneses habían dejado de lanzar al aire sus pelotas y los dos soldados españoles, sin frenar el paso, retrocedían para no perderse el espectáculo. Incluso los eruditos alemanes se habían parado y se habían puesto las gafas.

—¡Mátalos! —gritó el muchachito que apedreaba a la cabra a cierta distancia, incitando al demente.

Los forzados se echaron a reír a su vez y uno de ellos gritó al gigante:

—¡Dales una lección! ¡Dales unas cuantas coces!

El tonto dio una patada en la barriga al muchacho con el gorro amarillo, que estaba ayudando al comerciante a levantarse. El chico gimió, se volvió hacia Shimon Baruch y le dijo con ojos aterrorizados:

—¡Escape, por el amor de Dios!

Luego se abalanzó vociferando sobre el gigante, movido por la fuerza de la desesperación. Lo golpeó de nuevo y puso pies en polvorosa.

El gigante echó a correr en pos del muchacho del gorro amarillo, en dirección a la orilla del Tíber, secundado por el chico con la piel ictérica, que gritaba:

—¡Judío de mierda! ¡Estás muerto, judío de mierda!

Shimon Baruch pensó que debía ayudar a su correligionario. Pero solo por un instante, porque después el miedo que tiranizaba su vida lo venció y lo hizo escapar en dirección contraria, hacia el teatro Marcello.

Las pescadoras, los galeotes, los soldados y todas las personas reunidas en Sant’Angelo in Pescheria se reían mirando al muchachito y al gigante que perseguían al joven con el gorro amarillo.

Aprovechando la confusión, la muchacha con la tez de alabastro que rebuscaba en la basura alargó una mano hacia una cesta de mimbre, que estaba en el borde de una placa de mármol, sustrajo todas las caballas que pudo y se alejó sin que las pescadoras la viesen.

Mientras tanto, el joven con el gorro amarillo había doblado la esquina. Sus dos perseguidores le pisaban los talones insultando a voz en grito la raza de los judíos. Un borracho trastabillante se plantó en medio del callejón con los brazos abiertos y gritó al muchacho que se acercaba a él:

—¡Detente, judas repugnante!

El joven se paró a un paso del borracho.

—Responde a esta pregunta: de uno a diez, ¿hasta qué punto eres imbécil? —le preguntó.

El borracho se quedó parado con una expresión alelada en el rostro.

El joven se quitó el gorro y le golpeó con él la cabeza, riéndose.

—Más vale que te bebas otra copa mientras piensas —le dijo. Guardó el gorro y se volvió hacia el muchachito de piel amarillenta y el gigante, que a esas alturas le habían dado ya alcance—. Moveos —les ordenó.

El borracho los miró sin comprender.

—Idiota —le dijo el muchachito con la piel amarillenta, y le escupió.

Caminaron apretando el paso, en silencio. Al doblar la siguiente esquina el joven dio un codazo al gigante.

—Estúpido, a ver si aprendes a golpearme como se debe —le dijo.

El gigante lo miraba asustado y confuso.

—Perdona... —lloriqueó.

El joven se volvió hacia el muchachito.

—Y tú trata de controlar a tu pedazo de bestia. —Se inclinó—. Me has destrozado el estómago con la patada, idiota —dijo.

—Pídele perdón —ordenó el muchachito al demente.

—Perdóname, Mercurio... —lloriqueó el gigante—. No cuchillos, Ercole, te rueigo.

—No, no te acuchillaré, capullo —dijo Mercurio poniéndose de pie.

El niño dio un empellón al gigante.

—¿Te acordarás alguna vez de que tienes la fuerza de un elefante? —le dijo.

—Sí, Zolfo... —asintió mortificado el gigante—. Ercole capullo.

—Sí nada —gruñó Zolfo. Acto seguido se volvió hacia Mercurio—. Ya verás como mejora...

En ese momento llegó un grito procedente de la plaza de Sant’Angelo in Pescheria.

—¡Me han robado! ¡Al ladrón! —gritaba el comerciante. Se oyeron las risotadas de la gente, que había entendido lo que había ocurrido y que se estaba divirtiendo aún más que antes—. ¡Estoy arruinado! ¡Al ladrón! ¡Malditos! ¡Yo os maldigo! —Cuanto más gritaba Shimon Baruch desesperado más fragorosas eran las carcajadas que llegaban de la plaza, como un boato, parecía un teatro.

—Vámonos de aquí —dijo Mercurio.

Franquearon el malecón que había frente a la isla Tiberina y mientras bajaban hacia un refugio escondido entre las zarzas, la chica con el pelo cobrizo y la tez de alabastro les dio alcance.

—Tenemos la cena —anunció ufana mostrando las cinco caballas que había robado.

—Tenemos mucho más que eso, Benedetta —replicó Zolfo.

Mercurio extrajo el saquito lleno de monedas que habían robado al comerciante. Notó que en la piel había pintada una mano roja. Deshizo el lazo, se acuclilló y tiró las monedas al suelo. El sol del crepúsculo las hizo brillar como si fueran brasas resplandecientes.

—¡Son de oro! —exclamó Zolfo.

Mercurio se quedó boquiabierto. Contó a toda prisa las monedas y las dividió en una proporción de dos para él y una para los demás.

—Pero nosotros somos tres... —protestó Zolfo.

—La idea del golpe fue mía —lo atajó Mercurio con aspereza—. El estafador soy yo, si estuvieseis en mi lugar os pillarían enseguida. —Los miró con suficiencia—. Sois tan solo dos compadres, mejor dicho, uno y medio, porque el lelo vale la mitad. Y un rompesquinas mujer. —Metió sus monedas en el saquito y lo volvió a cerrar. A continuación se levantó y señaló las monedas que había en el suelo.

—Esa es vuestra parte, y he sido más que generoso. Si no os parece bien siempre podéis hacerlo por vuestra cuenta. —Los miró desafiante.

—Así está bien —dijo Benedetta sosteniéndole la mirada.

Zolfo se inclinó para recoger el dinero.

—Al menos ha quedado claro quién manda entre vosotros tres —comentó Mercurio riéndose.

—¿Quieres comer el pescado con nosotros? —le preguntó Benedetta.

Zolfo miró a Mercurio esperanzado.

—No me gusta comer acompañado —respondió Mercurio con brusquedad—. Si os necesito sé dónde buscaros. —Abrió la tapa—. Y no digáis nada a Scavamorto a menos que queráis que os robe.

—Podríamos quedarnos contigo —sugirió Zolfo.

—Esfúmate —dijo Mercurio—. Yo estoy bien como estoy, y este sitio es mío.

A continuación se metió en el tramo de alcantarilla donde vivía.

2

Cuando Mercurio oyó que los muchachos se alejaban en silencio arrastrando los zapatos por el barro, cerró la tapa y avanzó a gatas por la galería baja y angosta, hecha de piedras pequeñas y cuadradas, inconexas y cubiertas de algas viscosas. Apenas sintió bajo las manos la losa que tan bien conocía, se puso de pie y ladeó la cabeza hacia la izquierda, porque sabía que en la bóveda había un saliente que debía evitar.

El clamor de la Ciudad Santa no lograba llegar hasta allí abajo. Allí reinaba el silencio. Un silencio espeso, únicamente profanado por el constante goteo del agua y por los pasos apresurados de las ratas. Mercurio sintió un vacío en su interior. Una especie de frío en el estómago. Retrocedió hasta la tapa para decir a los chicos que podían pasar la noche juntos. Pero cuando se asomó al malecón Benedetta, Zolfo y Ercole ya no estaban. «Eres un imbécil orgulloso», se dijo. Regresó y avanzó por el camino abovedado, de toba, con unos pilares de ladrillos cada diez pasos. En el centro fluía perezosamente un arroyuelo de líquido pútrido. Tras dejar a su espalda tres pilares de ladrillos se metió por una estrecha abertura que había en la toba. Frotó la llave de chispa que llevaba en el bolsillo y encendió una antorcha que estaba clavada en la pared.

La llama temblorosa que producían los trapos empapados de brea iluminó una estancia cuadrada, de más de una pértiga de altura. En el centro se erigía un andamio toscamente construido y de aspecto no muy estable, cuatro largueros y ejes de través formaban la plataforma, cuya anchura era de dos pasos por dos y en cuya cima dormía Mercurio al amparo de la humedad del terreno, en un jergón con dos mantas para caballos bordadas con el escudo pontificio, que había robado en un establo de la ciudad. Una parte del andamio estaba cubierta con una pesada tela, desgarrada en varios puntos, que parecía una vela vieja.

Mercurio subió la escalera de mano. Clavó la antorcha en el agujero que había excavado en la pared con un cincel. Abrió el saquito que había sustraído al comerciante y tiró las monedas a las tablas de madera del palafito. Una fortuna. Pero, en lugar de alegrarse, en sus oídos retumbó la maldición del comerciante. Tuvo miedo de que la desgracia cayese sobre él. Se decía que los judíos hacían pactos con el diablo y que eran brujos. Mercurio se hizo la señal de la cruz. Miró la mano roja que estaba pintada en el saco de piel. El dibujo lo atemorizó. Tiró el saquito y metió las monedas en otro de tela, más ligero.

Sacó un mendrugo de una bolsa de cuero. Se arrebujó en las mantas y empezó a mordisquear el trozo de pan luchando contra la tentación de salir de allí. Desde hacía tres meses el silencio y la soledad de la alcantarilla lo angustiaban. Se asomó por el palafito, mirando hacia abajo, al fondo húmedo del sumidero. «No hay peligro», se dijo en voz alta. Masticó un poco más de pan y se volvió a asomar para escrutar el suelo. Apretó aún más las mantas alrededor de su cuerpo. «Duerme», se ordenó. Pero no podía. En sus oídos retumbaba el terrible ruido que había oído hacía tres meses, cuando el agua había invadido la alcantarilla. Y los chillidos de las ratas que buscaban una vía de escape. Abrió desmesuradamente los ojos y se incorporó jadeando. Miró hacia abajo. No había agua. La alcantarilla no se estaba inundando. Mercurio lo sabía de antemano. Hacía ya un año que había escapado de Scavamorto, pero aún no se había acostumbrado a la soledad. Y seguía sin querer reconocerlo.

—Mercurio... —oyó. De nuevo—: Mercurio... ¿estás ahí?

El joven bajó de un salto del palafito empuñando la antorcha. Se asomó a la entrada de su refugio y vio a Benedetta, Zolfo y Ercole.

—¿Qué queréis? Os advertí que os marcharais —dijo. No lograba decirles que se alegraba de verlos. No estaba acostumbrado a expresar ciertas cosas.

—En la taberna de Poeti... —empezó a contarle Benedetta con los ojos anegados en lágrimas—, pues bien, el tabernero...

—¡Nos ha robado las monedas de oro! —concluyó Zolfo.

—No me interesa —dijo Mercurio agitando la antorcha delante de sus caras.

—Regalamos el pescado a unos mendigos —prosiguió, en cambio, Benedetta—. No queríamos comer como los ricos... Así que fui a la taberna y pedí unos platos deliciosos, y el tabernero... me preguntó si tenía con qué pagarle. Entonces le enseñé una moneda de oro. Él quiso probarla con los dientes para comprobar si era auténtica. Después me dijo: «Esta moneda es mía. Llama si quieres a la guardia de Su Santidad y denúnciame, siempre y cuando puedas explicar de dónde sale, dado que tienes toda la pinta de ser una ladrona. Desaparece.» Se echó a reír, y mientras me alejaba no dejaba de oír sus carcajadas.

—¡Maldito ladrón! —exclamó Zolfo.

Mercurio los miró fijamente.

—¿Y qué queréis de mí?

Benedetta lo miró, casi sorprendida.

—Yo... —empezó a decir.

—Nosotros... —balbuceó Zolfo.

Mercurio los observaba en silencio.

—Ayúdanos —dijo, por fin, Benedetta.

—Sí, ayúdanos —repitió Zolfo.

—¿Y por qué debería hacerlo? —preguntó Mercurio.

Los muchachos miraron al suelo. Se hizo un breve silencio.

—Vámonos —dijo Benedetta—. Nos hemos equivocado.

Mercurio los miró sin decir palabra. Parecían tres perros callejeros, como los que se veían deambular cautelosos por las calles de Roma, en medio de la noche, famélicos, cuyo pelo se erizaba al oír el menor crujido, y que huían incluso de las sombras. Al igual que los perros, enseñaban los dientes con la esperanza de que los tomasen por unos animales feroces, cuando, en realidad, tenían únicamente miedo de recibir una pedrada. Mercurio sabía lo que sentían. Porque él lo sentía también.

—Esperad —dijo mientras los tres se volvían para marcharse—. ¿Quién es el tabernero que os ha robado la moneda de oro?

—¿Y a ti qué narices te importa? —preguntó Benedetta.

Mercurio sonrió. Quizás había encontrado la forma de retenerlos. Y de transigir con su orgullo.

—A mí nada, pero sería divertido encontrar la manera de darle por culo.

—Nos lo pensaremos —dijo Benedetta dándose tono.

—Venid —les ordenó Mercurio entrando en el refugio—. No obstante, que quede claro que solo os ayudaré a recuperar la moneda, después cada uno seguirá por su camino.

—Me alegro de que lo digas —replicó Benedetta—, porque no soportaría la idea de tener que cuidar de otro mocoso.

Mercurio se rio y le señaló la apertura:

—Las señoras primero.

Al entrar en el palafito los muchachos se quedaron boquiabiertos.

—¿Qué hay detrás de la tela? —preguntó Zolfo.

—No te metas donde no te llaman —contestó Mercurio poniéndose de pie en el palafito—. Y no olvidéis que este sitio es mío.

—Es un sumidero, apesta a mierda. Es todo tuyo. ¿Quién estaría dispuesto a vivir en un sumidero? —le dijo Benedetta siguiéndolo.

—Yo —respondió Mercurio.

—Por mí hasta puedes ahogarte —afirmó Benedetta.

—¡No lo vuelvas a decir! —soltó Mercurio con rabia abriendo desmesuradamente los ojos.

La chica dio un paso hacia atrás. El palafito se balanceó. Los muchachos callaron.

—Menuda idea estúpida he tenido —rezongó Mercurio recuperando la calma. Se metió bajo una manta y arrojó la otra a los chicos—. Compartidla, es lo único que tengo. Y no os peguéis a mí.

Benedetta arregló la paja e hizo tumbarse a Zolfo y a Ercole. Luego se echó también.

—¿No apagas la antorcha? —preguntó a Mercurio.

—No —dijo él.

—¿Te asusta la oscuridad? —Benedetta se rio entre dientes.

Mercurio no contestó.

—Ercole no tiene miedo de la oscuridad —dijo el demente con un orgullo infantil.

—Cállate —lo regañó Zolfo.

Se hizo un silencio embarazoso. Solo se oía el crepitar de la antorcha y los pasos apresurados de las ratas en las galerías.

—Odio sus patitas de mierda —comentó Mercurio como si estuviese hablando para sus adentros.

Ninguno de los chicos le contestó.

—Hace tres meses el río creció de improviso... —inició en voz baja Mercurio. Ninguno habló. Por lo que sabía, podían incluso dormir. Pero le daba igual, necesitaba contárselo. Era la primera vez que lo hacía—. El agua asquerosa del Tíber inundó la alcantarilla. No sabía qué hacer... El agua subía y subía... Las ratas nadaban y emitían esos sonidos horribles..., había decenas..., cientos de ellas... —Se detuvo. La respiración se quebraba en su garganta, las lágrimas se le saltaban a los ojos. Tenía miedo. Como entonces. Pero no quería que lo notaran.

—¿Y luego...? —preguntó Benedetta.

Zolfo se acurrucó contra el cuerpo de Ercole.

—Las ratas se dirigían al punto por el que entraba el agua —prosiguió Mercurio con un hilo de voz—. Me daban mucho asco, nunca había visto tantas... así que fui en dirección contraria... y luego... me encontré con un desgraciado..., un borracho... Lo conocía porque le robaba todo lo que tenía cada vez que empinaba el codo... Y él... él me aferró la chaqueta y me gritó que debía seguir a las ratas. «Las ratas —decía—, las ratas saben adónde ir. Nada con ellas.» Y yo... no sé por qué le hice caso... Era solo un borracho de mierda... «Sigue a las ratas», gritaba. Así que, a pesar de que me impresionaban, las seguí..., algunas subían por mi espalda, y a la cabeza... y chillaban de esa manera... repugnante...

Benedetta se estremeció. Zolfo se pegó a Ercole.

—Después el agua lo inundó todo y las ratas se sumergieron... No veía nada, pero las sentía mientras nadaba en el agua... Las sentía con las manos... y pensaba que me iban a estallar los pulmones... —Mercurio jadeaba, como si estuviese reviviendo esa larga apnea—. Llegué a la tapa, la empujé y subí a la superficie... Alcancé la orilla con las ratas y me quedé allí esperando al borracho... para darle las gracias. Estaba arrepentido de haberle robado tantas cosas a ese pobre imbécil que me había... en fin, que me había salvado... Pasé allí todo el día... en vano. Una semana después, cuando el río se retiró, volví aquí. Mientras buscaba mis cosas subí por un ramal periférico, hacia el este... —Mercurio se calló.

Ninguno de los chicos habló.

—Estaba allí —continuó Mercurio al cabo de un rato bajando aún más la voz—. No había seguido a las ratas porque no sabía nadar. Se había metido en la alcantarilla. Había seguido el camino que pretendía hacer yo antes de encontrarlo. Estaba hinchado, tenía la lengua hinchada y morada..., los ojos abiertos y rojos, parecían de cristal..., las manos seguían agarradas a una tapa que no se había abierto.

Ni siquiera se oía la respiración de los chicos.

Pero la historia no se acababa ahí. A Mercurio aún le quedaba algo por decir. Una imagen que lo atormentaba. Respiró hondo.

—Las ratas estaban volviendo... y estaban hambrientas...

Reinó el silencio. Y en el silencio se oyó:

—Ahora Ercole tiene miego de la oscuridad.

3

La galera se abrigó del viento a las nueve.

La tripulación estaba compuesta en su mayor parte por macedonios. Sus caras oscuras, quemadas por la sal y el hielo, estaban surcadas por unas profundas arrugas. En algunos puntos de su piel de color café claro —también entre el pelo negro, que se marchitaba y caía a mechones— se veían unas manchas grumosas, como fresas pisoteadas. Y cuando algunos de ellos hablaban dejando ver las encías, una mezcla de color rojo claro compuesta de sangre aguada con saliva les rallaba los dientes amarillos, que habían perdido su estabilidad debido a la enfermedad que los grandes viajeros del agua denominaban escorbuto. Existía un sinfín de métodos para intentar erradicarlo. Pero hasta hacía unos cuantos años los marineros estaban convencidos de que el único remedio era un amuleto especial: el Qalonimus.

Una antigua leyenda contaba la historia de una santa que, tras ser martirizada por los bárbaros, había sido asistida por un médico piadoso, que había dulcificado su muerte y había recogido su última voluntad. La santa le había pedido que sus restos fueran devueltos a su patria para recibir allí una digna sepultura. Pero, dado que temía que el escorbuto matase a los marineros a los que se iban a confiar sus restos mortales, antes de morir había susurrado al oído del médico piadoso una milagrosa fórmula herborista. Y había decretado que los marineros que la llevasen, fuese cual fuese el credo al que perteneciesen, estarían protegidos del escorbuto. La leyenda había olvidado el nombre de la santa, pero no el del médico, Qalonimus, de forma que el amuleto había empezado a llamarse así.

Nadie sabía que la leyenda no era, en manera alguna, antigua, sino que se había inventado hacía menos de veinte años. Tampoco sabía nadie que ni la santa ni el médico habían existido de verdad. El único que lo sabía era el fantasioso autor de la susodicha leyenda, quien se había enriquecido vendiendo a los crédulos y supersticiosos marineros el amuleto de su invención, consistente en un saquito de cuero que contenía un simple amasijo de hierbas apestosas y una pesada placa de hierro. Desde hacía una semana lo sabía también su hija de quince años, a la que el estafador había querido revelarle la verdad.

El nombre del estafador, que se proclamaba descendiente del médico de la leyenda fruto de su imaginación, era Yits’aq Qalonimus de Negroponte, y el de su hija, Yeoudith.

En ese momento, padre e hija estaban en la toldilla de la galera, cogidos de la mano, tiesos, preparados para recibir el saludo del capitán y de la chusma de macedonios que los había llevado hasta allí, a esa zona del mar Adriático poco profunda y poco salada que se encontraba frente a la desembocadura del río Po.

—Su viaje acaba aquí —dijo el comandante, un hombre de aire poco fiable—. Ya conoce la ley veneciana. Los judíos no pueden entrar en puerto a bordo de una embarcación.

El timador se inclinó respetuosamente.

—Gracias, ya ha hecho más de lo que me esperaba.

—Su fama le ha valido el respeto de todos nosotros —respondió el comandante.

Yits’aq sabía de sobra que el comandante estaba mintiendo. Se volvió hacia la chusma. Todos los marineros estaban deseando quitárselos de encima.

El comandante hizo una señal a dos de ellos, que empezaron a bajar una chalupa. Las poleas de madera gimieron emanando un ligero olor a quemado.

—Baja... baja... —ritmó la voz del encargado de la maniobra, que, asomado a la barandilla, comprobaba que la chalupa de cuatro remeros y un timonel se apoyase en el mar.

—Mis hombres los llevarán a la orilla en ese brazo del río —dijo el comandante señalando una amplia zona de agua costeada de cañaverales—. Están cerca de la antigua ciudad de Adria. En esos campos hay una posada donde podrán pasar la noche. Luego diríjanse hacia el noreste. Venecia está allí.

—Mi hija y yo estaremos en deuda con usted por el resto de nuestras vidas —dijo pomposamente Yits’aq Qalonimus di Negroponte. A continuación posó la mirada en los tres grandes baúles cerrados con cadenas y candados.

—Sus bienes serán entregados a Asher Meshullam, en su palacio de San Polo, tal y como ha dispuesto —dijo el comandante—. No se preocupe.

—Me fío ciegamente de usted —contestó Yits’aq sin dejar de mirar, con todo, los tres baúles como si no quisiese separarse de ellos. A continuación echó una ojeada a los marineros y notó sus expresiones de impaciencia y codicia. Miró de nuevo al capitán, que, pese a mostrarse incluso demasiado amable, parecía también ansioso, como revelaba el movimiento nervioso de la pierna derecha y de las manos, que no dejaban de entrelazarse como dos arañas en celo.

—Me fío de usted... —repitió, como si, en lugar de una afirmación, se tratase de una pregunta. O de una súplica.

El capitán esbozó una sonrisa, pero su cara se contrajo aún más en un tic, que manifestaba a la vez nerviosismo y placer.

—Márchense... o la noche les sorprenderá en el camino. Y el mundo está lleno de malas personas —concluyó con un gesto de irritación.

—Sí —asintió Yits’aq con la cabeza inclinada, resignado. Luego empujó a su hija hacia la escalera de cuerda trenzada que los marineros habían bajado—. Vamos, hija.

En ese instante un marinero viejo, rojo debido al escorbuto, se separó del resto de la tripulación y se echó a los pies de Yits’aq.

—Toque mi Qalonimus, señor, para que pueda curarme de este mal —suplicó.

El comandante dio una patada al viejo sin poder contener la rabia y gruñó:

—Idiota. —Después se volvió hacia Yits’aq intentando restar importancia a lo acaecido—. Tienen que marcharse...

—Permítame, comandante, solo será un momento —dijo Yits’aq. Se inclinó hacia el hombre. Le miró los dientes, las encías y la equimosis del cuello—. ¿Aún tiene fe en el Qalonimus? —le preguntó, sorprendido.

—Por supuesto, señoría —contestó el viejo marinero.

—Muy bien —suspiró el estafador pensando con nostalgia en los buenos tiempos pasados en que todos los marineros creían en los milagrosos poderes del Qalonimus y pagaban tres sueldos de plata por llevarlo al cuello.

—Toque el Qalonimus, ilustrísimo —dijo el viejo.

Los miembros de la tripulación se movieron impacientes, como si una vibración estuviese pasando de uno a otro. Pero nadie habló.

Yits’aq Qalonimus di Negroponte se inclinó hacia el marinero y cogió entre las manos el amuleto que lo había enriquecido durante varios años. Contenía la gruesa placa de hierro que lo hacía pesar tanto y las sencillas hierbas campestres que crecían detrás de su casa, lo había cosido a cambio de una miseria una vieja que ya había muerto. Yits’aq cerró los ojos y murmuró en voz baja:

—Por la autoridad de la santa cuyo nombre se ha perdido y en virtud de mi sangre, que es la misma que la de mi prodigioso antepasado, el médico Qalonimus, confiero a esta milagrosa prescripción nueva fuerza para que cure. —Abrió los ojos, soltó el amuleto y apoyó las dos manos en la cabeza del marinero—. Aquí tienes mi berakha —dijo con solemnidad—. Yo te bendigo y te salvo. —Acto seguido se volvió hacia su hija, esbozó una sonrisa tan fugaz como el arañazo de un gato, entre apurada y cómplice, dado que ella lo sabía ya, y le dijo—: Vamos.

Yeoudith se puso en bandolera la bolsa que se había hecho ella misma con un kilim cicim persa de llamativos colores, se levantó la falda hasta la rodilla, atrayendo las miradas de la chusma, y bajó por la empinada escalera que colgaba a un lado de la galera. Con un salto ágil subió a la chalupa. Su padre se despidió de nuevo del comandante y se reunió con ella.

—Remo —anunció el timonel. Los marineros metieron los remos en el agua de manera sincronizada. La chalupa avanzó lentamente haciendo crujir la madera en las chumaceras, luego, en un abrir y cerrar de ojos, adquirió velocidad y se deslizó por el agua, rumbo al perezoso río.

Yeoudith miró la galera y vio que el comandante y la chusma se arrojaban sobre los baúles cargados de objetos valiosos. Miró preocupada a su padre.

—Lo sé, hija mía. Las langostas han empezado ya —le dijo Yits’aq en voz baja para que los remeros no lo oyesen.

—Pero ¿y nuestras cosas? —objetó Yeoudith, angustiada.

Su padre le cogió con delicadeza la cara y la obligó a volverla hacia la desembocadura del Po.

—Mira hacia delante —dijo.

Yeoudith no lo comprendió. La respiración se le quebraba en el pecho, donde el vestido había empezado a quedarle estrecho hacía ya un año. Cabeceó, como si pretendiese rebelarse contra la injusticia.

—Son unos ladrones, padre —susurró inquieta.

—Sí, cariño —contestó Yits’aq.

Yeoudith intentó desasirse del abrazo de su padre.

—¿Cómo puedes soportar que te hagan algo así? —silbó.

Yits’aq la retuvo a la fuerza.

—Basta ya —le dijo en tono severo.

—Pero, padre...

—He dicho que basta. —La miró. Tenía los ojos tan negros como los de ciertos carneros.

Yeoudith forcejeó de nuevo, pero su padre la retuvo haciéndole casi daño, hasta que la joven se dio por vencida.

La barca abandonó el mar abierto y enfiló la desembocadura del Po superando con facilidad la ligera encrespadura donde el agua salada se encontraba con la dulce.

El río se abrió ante sus ojos, misterioso y fecundo, como su futuro. Los malecones eran fangosos, inconstantes, y flotaban en un marjal de cañas. Un pájaro de cuello largo y fino levantó el vuelo cuando pasaron por su lado. Una barca llana y sin remos, empujada por una larga pértiga, arrastraba unas redes, semejante a un caracol que va dejando a sus espaldas un rastro húmedo. Y entre los marjales se divisaba una cabaña para pescar construida con palos, paja y cañas.

El sol empezaba a ponerse deprisa tiñendo el paisaje de un color ámbar rosáceo. El agua emanaba los vapores de la niebla, que el gran frío mantenía baja.

Yits’aq, tras volverse rápidamente hacia la galera, dijo con una punta de indiferencia en la voz:

—Los candados y las cadenas han resistido bastante, raza de inútiles.

Yeoudith notó que su padre la soltaba. Se volvió también hacia la galera y vio que el capitán, convertido ya en un puntito oscuro, braceaba en dirección a ellos tratando de llamar la atención de los remeros y del timonel. Detrás de él, como un animal tentacular, braceaban también los marineros e incluso cabía la posibilidad de que gritasen, pero estaban ya demasiado lejos para que se les pudiera oír. Confusa, Yeoudith miró a su padre.

Yits’aq, sin sonreír y con sus habituales maneras secas, dijo:

—Siento dejar a esos estúpidos piratas tres baúles tan bonitos. —Exhaló un suspiro—. Y todas esas piedras preciosas de nuestra isla...

—¿Piedras?

—¿Habrías preferido que los llenase con oro y plata? —La abrazó sin añadir nada más.

Yeoudith miró el perfil de su padre, tenía una nariz aguileña, noble y afilada, y una barbilla imperiosa, cubierta por una barbita rizada y puntiaguda. El mundo de Yits’aq Qalonimus di Negroponte era mucho más complejo de lo que había imaginado. Pero bastó ese abrazo, vigoroso y cálido, para que se sintiese al seguro, pese a que hacía pocos días que había descubierto que era un charlatán y un timador. Frunciendo sus cejas espesas, negras como el carbón, inclinó la cabeza y la apoyó en un hombro de su padre.

Su vida pasada había terminado y ahora iniciaba una nueva. Con nuevas reglas.

—Piedras —repitió riéndose quedamente.

4

Los habían dejado en un muelle torcido que se balanceaba en el agua. El timonel había apuntado un brazo hacia el noreste y había dicho:

—Ciudad Venecia. —Luego, en tanto que los marineros de la chalupa se alejaban, ansiosos por repartirse el botín con sus compañeros, el timonel había vuelto a señalar el noreste y había gritado—: Sendero. Dos millas. Posada del Oso. —Al final se había dado dos manotazos en la cabeza—. ¡Gorro amarillo! ¡Judíos!

Yits’aq y Yeoudith permanecieron en el muelle contemplando la barca que desaparecía en la niebla. Estaban solos. En un mundo desconocido. Yits’aq apuntó el brazo hacia el noreste y dijo, remedando al timonel—: Ciudad Venecia.

Yeoudith se echó a reír, pero tenía la mirada perdida.

—Ribono Shel Olam, el Señor del mundo, nos ampara a la sombra de sus alas —afirmó Yits’aq—. No te preocupes.

Yeoudith apuntó el brazo hacia el noreste y repitió:

—Posada del Oso. Hambre.

Yits’aq le sonrió con una expresión atormentada.

—Lo siento, cariño. No vamos a la posada del Oso.

—Pero ¿por qué...?

—Al capitán no le va a gustar mucho la broma de las piedras —explicó Yits’aq—. Los he entretenido con los baúles para evitar que nos cortasen el cuello. Creían que tenían un tesoro al alcance de la mano y que, por tanto, no valía la pena correr el riesgo de que los ahorcasen. ¿Entiendes?

—No... —La voz de Yeoudith era fina, rayana en el llanto, y veía el rostro de su padre a través de un velo de lágrimas que trataba de contener.

Yits’aq la abrazó.

—Cariño, podrían desembarcar y buscarnos en la posada del Oso para hacérnosla pagar. Y nosotros no queremos que una manada de macedonios malolientes se salga con la suya, ¿verdad?

Yeoudith sacudió la cabeza incapaz de dominar por más tiempo las lágrimas.

—No...

—Bien —dijo Yits’aq—. En consecuencia, iremos a un sitio donde no nos buscarán.

—¿Adónde?

—Nos alejaremos de Venecia.

—Pero...

—Y volveremos dentro de unos días. Es un tanto tortuoso como itinerario, pero mucho más saludable, ¿no te parece?

Yeoudith asintió con la cabeza y después la apoyó en un hombro de su padre a la vez que sorbía por la nariz.

—¿Me estás llenando de mocos la casaca? —preguntó Yits’aq.

Yeoudith se apartó de golpe.

—¡Padre! ¡Qué asco! ¡Deberías haber tenido un hijo!

—¿Me has llenado de mocos o no?

—¡No!

—¿No?

—¡No!

—¿Echo un vistazo?

—¡Padre! —En el semblante asustado de Yeoudith se dibujó una tímida sonrisa.

—Ven aquí —dijo Yits’aq.

—No... —Pero, poco a poco, Yeoudith se acercó a él, balanceándose, con las manos a la espalda.

Yits’aq sacó algo de su bolsa de terciopelo y se lo dio a su hija.

—Has oído, ¿no? —Se dio dos golpecitos en la cabeza—. Gorro amarillo. Judíos. —A continuación, con cierta solemnidad, se encasquetó el gorro y esperó a que su hija lo imitase—. A partir de este momento somos oficialmente judíos de Europa —dijo—. Y a partir de este momento me llamo Isacco di Negroponte y tú Giuditta.

—Giuditta...

—Suena bien.

—Sí...

—Y tú estás encantadora con ese gorro estúpido en la cabeza.

Giuditta se ruborizó.

—¡No, eh! ¡Por el amor de Dios! No te comportes como una mujer, porque nunca las he soportado —dijo Isacco.

Giuditta miró a su padre intentando comprender si estaba bromeando.

—No bromeo.

Giuditta se ruborizó de nuevo.

—Perdona, no quería —dijo de inmediato.

Isacco emitió un sonido, poco menos que un gruñido, y alzó la mirada al cielo. Después señaló un sendero estrecho y embarrado en dirección al Oeste.

—A algún sitio nos llevará. —Pero antes dejó varias huellas en el camino que conducía a la posada del Oso. Regresó caminando por la hierba de la orilla—. Estarán borrachos y furiosos. No se darán cuenta. En cualquier caso, siempre es mejor hacerlo todo bien, recuérdalo.

—¿Dónde has aprendido esas cosas, padre? —preguntó Giuditta.

—No es necesario que lo sepas todo —contestó Isacco apurado. Se encaminó hacia el Oeste, pero sin pisar el barro del sendero—. Sígueme. Caminaremos un poco entre las cañas para no dejar...

Se oyó un ruido sordo, de agua, y un gemido ahogado.

Isacco se volvió.

Giuditta había dado un paso en falso y había hundido en el agua la pierna izquierda.

—¡Ah! ¡Qué latosa eres! —la imprecó Isacco. La agarró con fuerza y la levantó para dejarla en tierra firme—. Escucha... —le dijo sintiéndose en culpa por su intolerancia y gesticulando—, yo... estaba bromeando.

—En ese caso, disculpa si no me he reído —respondió Giuditta fríamente—. ¿Podemos retomar el camino?

Isacco la miró, la respiración se aceleraba en su interior, pero se contuvo y echó a andar. Apenas había dado unos pasos se detuvo. Se volvió hacia su hija resoplando por la nariz como un toro. Estaba morado.

—¡De acuerdo! —soltó—. ¡No bromeaba! ¿Contenta?

Giuditta lo miraba en silencio. Trataba de demostrar orgullo, pero su padre vio en sus ojos el miedo que sentía.

Isacco pensó que se parecía extraordinariamente a su madre. Y también que era una lástima que Giuditta no la hubiese conocido.

—Oye, lo siento —dijo—. No sé cómo hay que comportarse con una hija. Debería haberte criado yo, pero no lo hice. Así fue. Y ahora ¿podemos zanjar el asunto?

Giuditta arqueó una ceja.

—¿Eso es un sí o un no?

Giuditta se encogió de hombros.

—Sí.

—Bien —gruñó Isacco sintiéndose cada vez más culpable. Se dio media vuelta y echó de nuevo a andar—. Atenta a donde pones los pies —dijo con rudeza—. Es decir... —corrigió enseguida el tono mordiéndose un labio—, intenta seguirme. —Respiró hondo—. Es decir, quiero decir... si puedes... Bueno, me comprendes, ¿no?

Giuditta no contestó.

Isacco se volvió.

—¿Lo has comprendido?

—Sí.

Guardaron silencio durante más de una milla. Luego el sendero se ensanchó en un camino que, sin embargo, estaba también lleno de barro. El sol avanzaba lentamente hacia el horizonte, débil y velado por la niebla.

Durante todo el recorrido, Giuditta no dejó de pensar un solo instante en la pregunta que la oprimía. Una pregunta que se había ya planteado un sinfín de veces, desde que era pequeña.

—Padre...

Pero nunca había tenido el valor suficiente.

—¿Qué?

Eran incontables las veces en que había querido hacerle esa pregunta, pero siempre había tenido miedo. Miedo de preguntar. Miedo de la respuesta. Miedo de perder lo poco que tenía.

—Padre...

—Vamos, ¿qué quieres? —preguntó Isacco con su consabida rudeza.

Giuditta miró alrededor. Miró el mundo nuevo que prometía una nueva vida. Miró los hombros de su padre. La había llevado consigo. No se había marchado solo. Giuditta inspiró hondo. El corazón le latía en la garganta.

—Padre, tengo que hacerte una pregunta —dijo de improviso con los ojos cerrados y una voz sutil, que le temblaba en la garganta. Y prosiguió veloz, antes de sucumbir de nuevo al miedo persistente, antes de que Isacco se volviera—. ¿Estás enfadado conmigo porque maté a mi madre? ¿Por eso crecí con la abuela y nunca te veía?

Isacco, que había hecho ademán de volverse, se quedó petrificado al oír la pregunta. Hundió la cabeza entre los hombros, como si hubiese recibido un golpe tremendo e inesperado. Abrió desmesuradamente los ojos y los labios, boqueando, sin aliento. Daba la espalda a Giuditta, pero no lograba volverse. Tenía el corazón encogido.

—Caminemos —dijo a duras penas sin ánimos para mirarla—. Dentro de nada oscurecerá y... Caminemos, vamos. —Tras dar unos pasos empezó a hablar lentamente, con la voz ronca, pero, en todo caso, sin mirar a su hija, que lo seguía con la cabeza inclinada—. Tu madre... murió de parto. No la mataste tú. La diferencia es enorme... y confío en que puedas entenderla, dentro de ti. Yo nunca he pensado que... Yo no estaba allí, porque... bueno, porque llevaba una vida... en fin, la vida que ya te he contado... más o menos... Si creciste con tu abuela materna no fue porque no te quería ver, sino porque me fiaba de ella... y tú... tú... —Isacco se detuvo. Aún no podía volverse. Sentía a su hija detrás de él. Sentía que estaba conteniendo la respiración y solo en ese momento lograba ver a esa niña, que siempre había creído independiente, como era en realidad. Una niña que había crecido pensando que su padre la odiaba—. No sé cómo pude ser tan estúpido —añadió en voz baja. Dio medio paso—. ¡La verdad es que no lo sé! —gritó parándose en seco.

Giuditta se había movido detrás de su padre, de manera que cuando este se paró alargó una mano y la apoyó en su espalda para no chocar con él. Al sentir que Isacco se tensaba arqueando un poco la espalda, levantó de inmediato la mano, como si el cuerpo de su padre estuviese ardiendo.

—Perdona —murmuró.

—No... —dijo Isacco.

Permanecieron allí, inmóviles. Isacco incapaz de volverse. Giuditta con la mano con la que había tocado a su padre suspendida en el aire.

—Te he contado que mi padre era médico... —continuó Isacco, consciente de que ese tema le iba a causar un dolor que no quería afrontar—. Un buen médico, el mejor de la isla de Negroponte. El médico personal del gobernador veneciano... el bailo como lo llaman ellos. Yo nunca he visto ese mundo... Nací en 1470, cuando los turcos ocuparon la isla y expulsaron a los venecianos. Mi padre sobrevivió. Los turcos le permitieron ejercer como médico, pero en el interior, donde solo vivían los miserables, los pastores. Y él se adaptó... muriendo por dentro, nutriendo rabia y nostalgia por su vida pasada. Era el hombre más orgulloso, altivo, arrogante y tozudo que jamás ha existido... —Isacco se detuvo—. ¿Te recuerda a alguien que conoces? —Sonrió melancólicamente, pensando en sí mismo.

Giuditta alargó la mano hacia la espalda de su padre, con timidez.

—No —dijo.

Isacco sintió una punzada de conmoción en el pecho. Y calor en la espalda, donde Giuditta había apoyado la mano.

—Nos hizo vivir durante años en un chamizo asqueroso, a mi madre y a mis tres hermanos, con dos cabras que nos procuraban la leche. La gente que curaba no tenía dinero para pagarle. Pero luego se pasaba las noches hablando de Venecia, de las alhajas y de la civilización superior, de los brocados y las deliciosas especias. Nos enseñó también a hablar veneciano... el muy canalla. Empezó a sacar dientes, a cortar abscesos, a traer niños y corderos al mundo, a castrar animales y a amputar piernas infectadas a los cristianos. En pocas palabras, se convirtió en un barbero. Él, el gran médico del bailo de Venecia. Y me llevaba consigo... porque decía que yo era el único de sus hijos al que no le asustaba la sangre. Luego añadía, con desprecio... el muy canalla, añadía siempre la misma frase mientras hablaba con los pacientes que curaba: «No le asusta la sangre porque este hijo mío no tiene ni Dios ni conciencia.» ¿Y sabes por qué? Pues porque había descubierto que me las arreglaba como podía y que frecuentaba el puerto, donde me agenciaba comida, incluso robando, para mi madre, que cada vez estaba más débil. Pero él jamás aceptó un compromiso. El señor médico del gobernador de Venecia... el muy canalla.

Giuditta se acercó aún más a su padre y lo abrazó por detrás, apoyando la cabeza en la delgada espalda de él.

Isacco apretó los labios y frunció el ceño tratando de contener las lágrimas de rabia que pugnaban por salir.

—Un buen día me marché. Acababa de inventarme la leyenda de la santa y del Qalonimus. Y conocí a tu madre. Su padre, que era como el mío, la había echado de casa. Quizá por eso la comprendía, porque sabía lo que llevaba dentro. Un año después se disponía a dar a luz a nuestra hija... a ti. Pero algo se torció. La comadrona... —Isacco se dobló—. ¡Oh, Señor del Mundo, ayúdame a soportarlo!

Giuditta se inclinó con él sin soltarlo.

—¿Cómo puede matar un recién nacido inocente a su madre? —dijo Isacco con la voz quebrada por la emoción—. Aunque quisiera, no podría. ¿Cómo se te puede haber ocurrido, niña mía? Yo, en cambio... yo no pude ayudarla... pese a que creía haber aprendido todo del gran canalla, del medicucho del bailo... Si alguien la... si alguien es responsable de su muerte, soy yo. —Isacco se enderezó y encontró la fuerza necesaria para volverse hacia su hija. Le cogió la cara con las manos—. Me decía a mí mismo que no estaba en casa porque llevaba una vida difícil... —Sonrió melancólico—. Te lo dije hace poco tiempo... —Atrajo a Giuditta hacia él. No lograba mirarla a los ojos durante demasiado tiempo—. Estaba poco en casa porque me sentía en culpa contigo... por haberte privado de tu madre... porque no había sido capaz de...

Se abrazaron en silencio.

—Padre...

—Chito... no digas nada, pequeña.

Siguieron abrazados. Isacco al dolor y al sentimiento de culpa, que había conseguido reconocer por primera vez. Giuditta a su padre, que era muy distinto a lo que siempre había imaginado. Porque era un charlatán y un timador. Y porque no estaba enfadado con ella por la muerte de su madre.

—Padre... —repitió Giuditta al cabo de un buen rato.

—Chsss... no es necesario que me digas nada.

—Al contrario, padre.

—En ese caso, dime.

—Los mosquitos me están devorando viva.

Isacco se separó de ella.

—Te pareces a tu madre, pero tienes mi espíritu —dijo soltando una sonora carcajada. La abrazó de nuevo y añadió—: Vamos, movámonos. Parecemos dos mujeres.

—¡Yo soy una mujer!

—¡Ah, es cierto! —exclamó Isacco sin dejar de reírse, le bajó el gorro amarillo a Giuditta tapándole los ojos—. Mira dónde metes los pies, pesada.

El sol se acababa de poner cuando divisaron un caserío bajo, por cuya chimenea salía un humo denso. En la fachada destacaba el dibujo torpe y desconchado de un anguila, si bien recordaba más a un monstruo marino. La puerta estaba cerrada.

Isacco se paró y miró a Giuditta.

—Escúchame, no te cambiaría por ningún hijo varón de este mundo —le soltó de golpe.

Giuditta, que no se lo esperaba, enrojeció.

—¡No es posible! —exclamó Isacco.

Giuditta enrojeció aún más.

—No sé si lo conseguiré —gruñó Isacco.

A lo lejos, una campana sonó las vísperas.

—Entremos y olvidémoslo —dijo Isacco. Llamó a la puerta y abrió.

Al asomarse padre e hija fueron azotados por un chorro de aire agradablemente tibio. Olía a comida y a establo. La sala, enorme, estaba destinada en parte a los parroquianos y en parte al establo, de manera que un muro bajo y una puertecita de madera la dividían en dos. Vieron dos vacas de leche y un burro. El techo era bajo y oprimente. Las ventanas minúsculas. En la larga mesa de tablas que había en el centro ardía una lámpara de aceite de un metal pobre; una simple caja que hacía las veces de depósito y una mecha, que ardía flanqueada por dos pequeños espejos de mercurio, ya opacos. Algo más atrás otra lámpara, grande, pero igualmente sencilla, colgaba de una viga del techo. El fondo de la habitación estaba casi en penumbra.

A la mesa estaban sentados dos clientes con la mirada perdida en el vacío, y una jarra de vino delante. Apenas se volvieron para mirar a los recién llegados.

—Buenas noches, gente de bien —dijo Isacco en voz alta para llamar la atención del tabernero, dondequiera que estuviese.

En el piso de arriba se oyó un gemido que fue cobrando fuerza hasta convertirse en un grito. Era una voz infantil. El grito duró unos instantes.

—Buenas noches, gente de bien —repitió Isacco dirigiéndose al piso de arriba.

Oyeron que se abría y se cerraba una puerta, después una mujer joven, aunque ajada ya por el cansancio, se asomó a la barandilla. Su mirada estaba preñada de angustia. Empuñaba una linterna cerrada con una vela de sebo en el interior.

—Buenas noches, buena mujer —dijo Isacco—. Somos viajeros y nos gustaría pasar aquí la noche y comer algo caliente, si es posible.

La tabernera los miró con aire ausente, como si estuviese pensando en otra cosa. Luego dijo mecánicamente:

—Cuesta medio sueldo de plata.

—Perfecto —dijo Isacco.

—Pero no tengo nada de comer —especificó la mujer—. Solo puedo ofrecerles pan y vino.

—Eso nos bastará.

La tabernera asintió con la cabeza, pero no se movió. A continuación, un nuevo gemido, que no llegó a convertirse en grito, la obligó a volverse. Se llevó una mano a la boca, aún más angustiada. Bajó la escalera, hecha con unas simples tablas alisadas, abrió el aparador que había en el rincón más oscuro de la sala, sacó un pan envuelto en un trapo de lino tosco y llenó una jarra con el vino tinto de una botella. Puso la mesa y luego les llevó dos vasos desportillados y un cuchillo para el pan.

—Hoy no he cocinado —dijo desfallecida—. Mi única hija se ha puesto enferma...

—Lo siento —dijo Isacco.

—Y yo estoy enloqueciendo —prosiguió la mujer con una mirada que, al desenfocarse, revelaba toda la pena que sentía.

—¿Qué ha dicho el médico? —inquirió Isacco.

La tabernera lo miró atónita. Acto seguido cabeceó, ensimismada.

—Ningún médico viene hasta aquí —dijo—. Nosotros parimos solos a nuestros hijos en la cama y en ella morimos también solos cuando llega nuestra hora.

Giuditta miró a la mujer sintiendo que su dolor la invadía.

Un nuevo gemido les llegó de la habitación del piso de arriba.

La mujer se sobresaltó y apretó los labios. Su cara, poco agraciada, mostraba casi con indecencia el sufrimiento que la estaba desgarrando.

Sin pensárselo dos veces, Giuditta le dijo:

—Mi padre es médico.

5

—Mi madre era actriz —dijo Mercurio bajando del palafito cuando se hizo de día—. Mejor dicho... actor. —Miró a los tres muchachos que bajaban de un salto y lo escuchaban—. ¿Sabéis que las mujeres no pueden ser actrices?

Benedetta y Zolfo se miraron.

—Claro que sí —mintió Benedetta.

—Sí, cómo no —replicó Mercurio—. Pues bien, para poder recitar mi madre se disfrazó de hombre durante años. Y resultaba tan atractivo como hombre que le daban papeles de mujer.

Benedetta y Zolfo lo escuchaban extasiados, pero confundidos por todos esos cambios de sexo que no acababan de entender.

Mercurio cogió el borde de la tela sucia y remendada que estaba colgada bajo el palafito.

—¿Estáis listos? —dijo, y a continuación tiró de ella con un ademán teatral descubriendo lo que ocultaba.

Benedetta, Zolfo y Ercole se quedaron boquiabiertos.

Parecía que estaban en una sastrería. O en un gran almacén. Había una sotana de sacerdote, un hábito de fraile, un vestido negro de escribano y uno a rayas, de criado. Además de uno de caballerizo del Papa, con la chaqueta de cuero reforzado en el pecho. Y también unas mallas de soldado español, con una pierna de color carmesí y la otra azafrán, y un chaleco brillante con lazos y las mangas abullonadas. Un delantal de herrero, una capa negra y una bata encerada, de viaje. De un cesto de mimbre asomaban sombreros, pelucas, gafas, monóculos, barbas postizas y carteras. Y en otro cesto se amontonaban varios instrumentos: una espada corta, un martillo de herrero y uno más estrecho de caballerizo, un cinturón de cuero con cinceles y gubias de tallador, una navaja de barbero, sierras de carpintero y sellos secantes de secretario, plumas de oca, tinteros. Zapatos planos, botas, zapatillas y zuecos de pescador. Y, por último, un traje de cortesana, de color azul cobalto, adornado con piedras preciosas falsas de cristal; otro verde oscuro, digno, de joven de buena familia; y otro más modesto, gris y marrón, con un delantal con un gran bolsillo delante, de criada, acompañado de una cofia blanca.

—¡Coño...! —exclamó Benedetta.

Mercurio se regodeaba, encantado.

—Pongámonos manos a la obra —dijo—. Se me ha ocurrido una idea para quitarle la moneda de oro al tabernero.

—¿Dónde has encontrado todas estas cosas? —preguntó Benedetta como si no lo hubiera oído.

—Las heredé de mi madre —explicó Mercurio—. Ella me enseñó a disfrazarme. Solo que yo soy un tipo de actor... diferente de ella —concluyó riéndose.

—Pero ¿no eras huérfano? —preguntó Zolfo.

—Sí, pero mi madre, al morir, pidió al empresario que me buscase y que me entregara todo esto con su bendición. —Mercurio miró a los chicos que estaban colgados de sus labios—. Escuchad, es una larga historia. Para abreviar os diré que mi madre se acostó con un actor de la compañía, que había comprendido que ella era, en realidad, una mujer. Así nací yo y mi madre se vio obligada a...

—Abandonarte en el torno, como a Ercole y a mí —concluyó Zolfo escupiendo al suelo.

—Eltorrno —repitió Ercole risueño.

—Calla, idiota —le dijo Zolfo.

—No. Mi madre jamás me habría abandonado. Me confió a una mujer y le dio dinero para que me criase. Pero esa mujer me dejó en el torno del orfanato de San Michele Arcangelo y se quedó con el dinero.

—¡Canalla!

—En fin, después mi madre enfermó y murió. El empresario de la compañía me encontró y me dio sus pertenencias, que son estos vestidos... de todos los papeles que ella recitaba... y me contó su historia. Me dijo, además, que era la mejor actriz de su compañía y que...

—¿Que siempre te había querido? —preguntó Zolfo con los ojos llenos de esperanza y de envidia.

—Así es —asintió Mercurio.

—Pero ¿cómo hizo el empresario para encontrarte y saber que eras tú? —terció Benedetta.

—Es una historia complicada —atajó Mercurio—. Ahora pensemos en el mesonero. Lávate la cara y las manos —dijo a Benedetta—. En ese cubo de agua.

—Una mierda, yo no me lavo —soltó Benedetta.

—Lávate —repitió Mercurio.

—¿Por qué tengo que lavarme?

—Porque forma parte de mi plan.

—¿Qué plan?

—Lávate y verás. —Cogió el vestido verde de muchacha de buena familia—. Debería quedarte bien —le dijo tendiéndoselo.

—Está fría —protestó Benedetta a la vez que se enjuagaba los ojos con dos dedos.

—Debe parecer que estás limpia —le dijo Mercurio—. No te quejes.

—Odio lavarme —contestó Benedetta enfurruñada.

—No hace falta que lo digas. —Mercurio se echó a reír.

Benedetta lo fulminó con la mirada. Después hundió las manos en el agua y se restregó la cara con rabia.

—Muy bien, ahora cámbiate de vestido —le dijo Mercurio después de haber comprobado que también había desaparecido el negro bajo las uñas.

—¿Dónde? —preguntó Benedetta.

Mercurio puso expresión de asombro.

—¿Cómo que dónde?

—¿Pretendes que me desnude delante de ti? —dijo Benedetta.

—Bueno, no tengo otra habitación, ya lo sabes —respondió Mercurio.

—Date media vuelta y no se te ocurra mirar —ordenó la muchacha. Se oyó el crujido de la ropa y a continuación dijo—: Ya está.

Zolfo y Ercole se quedaron estupefactos.

—Estás guapísima —dijo Zolfo.

Ercole repitió:

—También Ercole dice que estás guapísima.

Benedetta se puso roja como un tomate.

—Sois un par de imbéciles —dijo mirando a Mercurio.

—Empezad a salir —les ordenó este sin hacer ningún comentario—. Yo llegaré enseguida y os explicaré el plan.

Al cabo de media hora estaban en la calle.

Mientras caminaban a buen paso, Benedetta se acercó a Mercurio.

—¿Qué papel representaba con este vestido?

—¿Quién?

—Tu madre.

—Ah, sí... Hacía... la duquesa.

—¿La duquesa? —repitió Benedetta. Acarició el vestido, encantada. Dio unos cuantos pasos más, muy tiesa, y añadió—: Oye, lamento lo de anoche.

—¿A qué te refieres?

—No hablaba en serio... esto es, lo que te dije sobre ahogarnos en tu alcantarilla... no sabía que...

—No te preocupes.

Benedetta le apoyó una mano en un hombro.

Mercurio no la rechazó.

—No quiero tener amigos.

—Imagínate yo —dijo Benedetta. Luego lo observó risueña—. Pareces un auténtico cura.

Mercurio sonrió complacido. Lucía una larga sotana negra con botones rojos y un corazón ensangrentado y coronado de espinas bordado en el pecho. Además iba tocado con un sombrero negro y brillante.

—Aún no es perfecto —dijo. Se acercó al pesebre de dos burros, cogió un puñado de heno, hizo una pelota con él y se lo metió bajo la túnica, a la altura de la barriga—. Los curas desayunan, comen y cenan todos los días. No como nosotros. Por eso están tan gordos. —Acto seguido, aprovechó que pasaban al lado de un puesto de fruta para robar al vuelo una manzana, cortó dos trozos y se los metió en la boca, entre los dientes y las mejillas—. Ya está, ahora fí que eftoy perfecto —dijo riéndose—. Bafta caminar con un pafo más grave... —concluyó cambiando el ritmo de su andar.

—¡Es increíble! —exclamó Benedetta.

—Para diffrazarfe no bafta ponerfe...

—No te entiendo —dijo Benedetta.

Mercurio se sacó los trozos de manzana de la boca y los tiró.

—No, en cambio no funciona. Otra regla: no exagerar. Si el tabernero no me entiende todo se irá a la mierda. Decía: para disfrazarse no es suficiente ponerse un vestido distinto del habitual. Tienes que convertirlo en el vestido de siempre. Debes moverte con él como si fuera el que te pones todas las mañanas.

—En ese caso, ¿cómo debería moverme yo con este traje de duquesa? —preguntó Benedetta.

—Bueno, deberías contonearte.

—Vete a la mierda —dijo Benedetta, pero tras dar un par de pasos se echó a reír y empezó a contonearse.

Enfilaron el callejón de’ Funari.

—Espera aquí y quédate a la vista —ordenó Mercurio a Benedetta—. Vosotros dos, escondeos.

El tabernero del callejón de’ Funari era un hombre robusto, con la cara sonrosada de tanto beber y aire de suficiencia. Estaba en medio de dos grandes aberturas cuadradas con unas puertas de hojas plegables que en ese momento estaban fijando tres criados. La taberna de los Poetas era amplia y luminosa. En el pasado había sido un almacén. En la pared de la derecha había dos enormes toneles de vino, expuestos para demostrar la riqueza de su dueño.

—Buenos días, hermano —oyó decir a su espalda.

—Yo no tengo ni hermanos ni hermanas —respondió arisco el tabernero al encontrarse de cara con el sacerdote joven.

—Nuestro Señor quiere darte hoy una oportunidad —explicó Mercurio esbozando una leve sonrisa.

El tabernero lo miró de pies a cabeza.

—Si vas buscando ofrendas te has equivocado de puerta —respondió e hizo amago de volverse.

—No me has comprendido, buen hombre. Es Nuestro Señor quien, en su inmensa generosidad, te ofrenda algo a ti —dijo Mercurio.

El tabernero lo miró frunciendo el entrecejo.

—¿Qué ofrenda?

—Te está brindando la posibilidad de remediar un error, hermano.

El tabernero desconfió. Cruzó los brazos y arqueó la espalda hacia atrás. Apretó los labios mirando al curita.

Mercurio no habló y le sostuvo la mirada.

—¿De qué error me hablas? —preguntó por fin el tabernero, cediendo.

Mercurio sonrió radiante.

—Su ilustrísima señoría, el obispo de Carpi, monseñor Tommaso Barca di Albissola, a quien tengo el altísimo honor de servir como secretario, in saecula saeculorum atque voluntas Dei...

—Deja ya de escupir en latín y habla de una vez. Apresúrate a decirme lo que quieres —dijo el tabernero, que había perdido el aplomo al oír el interminable nombre.

—No hace falta que hable. Te bastará ver a una jovencita para entenderlo. —Mientras hablaba se volvió hacia la esquina del callejón y señaló a Benedetta—. ¿La reconoces?

—¿Por qué debería? —preguntó el tabernero a la defensiva.

—Porque anoche te quedaste con una moneda de oro que poseía legítimamente —explicó Mercurio.

—Que me condene si eso es cierto...

Mercurio empezó a cabecear y frunció los labios en señal de disgusto.

—Nuestro Señor, por mano de su humilde servidor, te está brindando una oportunidad ¿y tú la desperdicias de esa manera? Yo represento la mano de Dios y la bolsa de su señoría. La moneda que sustrajiste a la muchacha es del obispo, que se encuentra en Roma para ver al Santo Padre, como todos los años. Y el obispo aún no sabe nada de todo esto...

El tabernero titubeaba. Por un lado temía que fuese un enredo, pero a la vez no quería correr el riesgo de enemistarse con un poderoso prelado. Por un lado no quería desprenderse de una moneda de oro que había ganado con suma facilidad, pero por otro conocía la ferocidad de la justicia que administraban los poderosos.

—Parecía una ladrona, estaba muy sucia y andrajosa... —protestó.

—Sí, claro. Acababa de salir del orfanato de San Michele Arcangelo, donde Su Excelencia elige a sus... criadas. Y la de ayer era la primera prueba que la muchacha debía superar. Su señoría ilustrísima la llama la «prueba de la moneda». Estoy obligado a entregar a cada nueva criada una moneda de oro y mandarla a comprar comida. Si vuelve con la cena podemos educarla, si, en cambio, desaparece, los guardias salen a buscarla y recibe el castigo que merece por ladrona... —Se levantó el sombrero, sonriendo para sus adentros. Sabía que al quitárselo el tabernero se fijaría en otra cosa, para la cual tenía la respuesta preparada, no le permitiría concentrarse.

—¿Y quién me asegura que no eres un liante? Eres muy joven... —dijo, como había previsto, el tabernero, con la mirada vacilante, moviéndose de derecha a izquierda—. Además, si de verdad eres un sacerdote, ¿dónde está la tonsura?

—Soy un novizium saecolaris —contestó Mercurio recurriendo a la categoría inexistente que había inventado, muchas estafas anteriores.

Sacó el saquito de tela en que había metido las monedas robadas al comerciante, lo hizo tintinear y deshizo el lazo que lo cerraba. Acto seguido lo abrió, lo colocó en la palma de su mano, y lo puso bajo la nariz del tabernero.

—El precepto de la misericordia me obliga a hacer esto, tabernero desconfiado. Mira estas monedas. ¿No son acaso idénticas a la que robaste a la muchacha? ¿No tienen todas un lirio a un lado y a san Juan Bautista al otro? Estas monedas no son comunes en Roma.

El tabernero alargó la nariz y echó un vistazo. A continuación se metió la mano en el bolsillo y extrajo la moneda robada.

—¿Cómo podía saberlo? —masculló. Tiró la moneda al aire, nervioso, y la cogió al vuelo.

Mercurio no dijo nada.

El tabernero volvió a lanzar la moneda al aire y miró a Benedetta.

—¿Cómo podía saberlo? —repitió, a punto de ceder. Lanzó de nuevo la moneda, esta vez más alto, tratando de posponer el momento de deshacerse de ella.

En ese momento, un grito feroz retumbó en el callejón de’ Funari.

—¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

El tabernero se volvió de golpe y vio que un judío señalaba a Benedetta y a otros dos muchachos. Tuvo la certeza de que habían tratado de timarlo.

Pero la moneda seguía en el aire.

Veloz como un gato, Mercurio la cogió al vuelo adelantándose por un instante al tabernero.

—Imbécil —dijo riéndose en su cara mientras ponía pies en polvorosa.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —gritó el tabernero corriendo en pos de él.

Si bien Mercurio era más rápido que el tabernero, la única dirección en que podía escapar era hacia el comerciante, que seguía gritando contra Benedetta, Zolfo y Ercole. Mercurio se escabulló por el estrecho hueco que había entre la pared del callejón y el comerciante. Mientras corría, el forraje de los burros que había usado como barriga iba resbalando por la sotana.

En un primer momento, Shimon Baruch no le prestó atención.

Mercurio logró pasar.

Pero inmediatamente después el comerciante se fijó en el forraje que iba dejando Mercurio a su espalda, lo reconoció e invirtió la dirección de su carrera para perseguirlo.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Detrás de él, el tabernero también gritaba.

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Dado que todos daban la caza a Mercurio, los tres muchachos se encontraron sanos y salvos sin haber hecho nada. Benedetta se alejó en dirección opuesta, seguida de Zolfo y de Ercole, que tenía los ojos asustados de un niño. Apenas dieron unos pasos y doblaron la esquina Benedetta se paró y miró a Zolfo.

—Debemos ayudarlo —dijo.

Mercurio corría como alma que lleva el diablo intentando despistar al comerciante, pero la sotana lo frenaba. El tabernero había desistido casi enseguida. Mercurio lo había visto inclinarse, jadeando, ya en los primeros callejones. Pero en ese momento, cada vez que se volvía para mirar, veía que el comerciante estaba más cerca. Dobló hacia San Paolo alla Regola. Pensó que allí iniciaba un dédalo de callejones donde podía desaparecer sin dejar rastro. Pero vio que el comerciante había ganado más terreno. Por si fuera poco, le pareció ver también a lo lejos a Benedetta corriendo como un rayo, levantándose la falda con las manos. La imitó, levantó la sotana, apretó los dientes y bajó la cabeza. Sus pies se hundían en el barro y sentía que los pulmones le ardían. Si tiraba el saco con el dinero el comerciante se pararía a cogerlo y él se podría poner a salvo. Pero no quería desprenderse de él. Al doblar hacia San Salvatore in campo se dio cuenta de que cada vez corría con mayor dificultad. «No tires la toalla», pensó. Enfiló una serie de calles angostas. Se volvió para vigilar. No se veía al comerciante, pero Mercurio sabía que aparecería de un momento a otro. Embocó un callejón lleno de basura. Nada más entrar en él comprendió que había caído en una trampa. Era un callejón sin salida. Oyó los pasos del comerciante que se acercaban. Se aplastó contra la pared, en un hueco entre dos columnas de ladrillos rojos. Contuvo la respiración.

Shimon Baruch llegó al cruce de los callejones. A pesar de que los judíos no podían poseer armas, había comprado una espada corta de doble hoja con el mango largo. Frente a él se abrían tres callejones, dos a la derecha y uno a la izquierda, minúsculo y lleno de desechos del vecino mercado de verdura.

—¡Maldito seas! —gritó. Embocó el callejón sin salida. Se detuvo, desesperado por haberlo perdido—. ¡Maldito! —gritó. Salió del callejón, pero enseguida oyó un crujido de verduras pisoteadas. Lo enfiló de nuevo hecho un basilisco.

Mercurio se había desplomado removiendo la alfombra de residuos que había atraído al mercante.

—¡Ya te tengo, ladrón! —exclamó Shimon Baruch—. ¡Devuélveme mi dinero!

A espaldas del comerciante aparecieron Benedetta, Zolfo y Ercole. Benedetta ordenó con un ademán a Mercurio que se callase. Después susurró algo al oído de Ercole. Mercurio vio que el gigante negaba con la cabeza. Sus ojos delataban un gran miedo.

Shimon Baruch avanzó, ajeno a lo que estaba sucediendo detrás de él.

—Maldito asqueroso, querías arruinarme, ¿eh? ¡Dame mi dinero o te mato! —Dio un paso apuntando con la espada al pecho de Mercurio. Se movía a golpes, indeciso, como si dudase entre destriparlo o escapar, asustado de la locura que se había adueñado de él. Su cuerpo temblaba mientras avanzaba con los ojos muy abiertos y la garganta seca, apuntando el arma contra su enemigo, que había quedado atrapado al fondo del callejón con la espalda pegada a la pared. Para darse ánimos gritó tan fuerte como pudo.

Mercurio estaba aterrorizado. Cerró los ojos.

Benedetta empujó a Ercole.

—¡Ercole tiene miego! —lloriqueó el gigante.

El comerciante se volvió de golpe tendiendo la espada, en el preciso momento en que Zolfo daba una patada a Ercole. El gigante echó a andar alargando las manos para desarmar al comerciante. Pero, ya fuese por miedo o por torpeza, tropezó y empezó a caer sobre el judío que, tan asustado como él, le clavó la espada.

Mercurio oyó un gemido ahogado, como una expresión de asombro. Abrió los ojos y vio la punta de la espada ensangrentada, que asomaba por la espalda de Ercole, a quien había atravesado de parte a parte.

Shimon Baruch retrocedió y extrajo el arma mirando fijamente a Ercole, que agonizaba por su culpa.

—No quería... Yo no quería... —balbuceó.

El gigante cayó al suelo lentamente.

—Ercole... tiene... daño...

—¡No! —gritó Zolfo.

—No quería... —repitió Shimon Baruch. Luego, como si hubiese perdido el juicio, miró a Mercurio con un odio renovado—. ¡La culpa es tuya! ¡La culpa es solo tuya! —vociferaba el comerciante.

Apretándole la muñeca, Mercurio giró sobre sí mismo haciendo palanca con la cadera en la pierna del comerciante. Shimon Baruch cayó y al hacerlo arrastró a Mercurio. Los dos hombres rodaron por la basura. Mercurio solo tenía una idea en la cabeza: no debía soltar la espada bajo ningún concepto. No pensaba en otra cosa. De improviso, la espada del comerciante cedió y golpeó contra la pared. Su codo se dobló de manera innatural y la muñeca se giró. El peso de Mercurio lo empujó hacia abajo sin pretenderlo.

La hoja se hundió en la garganta del comerciante.

Mercurio oyó el ruido que hacían los cartílagos, parecido al que emitían los escarabajos al ser pisoteados. Se levantó aterrorizado, sus ojos se reflejaban en los de Shimon Baruch, que se iban apagando poco a poco. Lo miró fijamente. Inmóvil. Aún empuñaba la espada. La soltó. Al caer al suelo el arma produjo una vibración metálica.

—No... —susurró Benedetta.

Como si hubiese despertado de un prolongado letargo Mercurio sacó la bolsa de tela que contenía las monedas robadas.

—¿Era esto lo que querías? —gritó fuera de sí—. ¿Era esto? —Lanzó con violencia el saco al comerciante, que agonizaba en el suelo aferrándose la garganta con las manos—. ¡Cógelas! ¡Son tuyas! ¡Cógelas ahora mismo!

—Sal de ahí, Mercurio —le dijo Benedetta tocándolo.

Mercurio se volvió, al principio no la vio. La miró callado, enfocándola gradualmente. La iba reconociendo poco a poco. Miró también a Ercole. Una mancha de sangre se extendía por su casaca, a la altura del estómago. Lo ayudó a ponerse de pie.

—Sujétalo por el otro lado —dijo a Zolfo.

Zolfo lloraba.

—¡Sujétalo! —ordenó Mercurio. Miró a Benedetta—. Vamos.

Tras dejar al comerciante a sus espaldas se perdieron en el laberinto de callejones de Roma.

Cuando llegó la guardia, una vieja asomada a un ventanuco que daba al callejón dijo:

—Lo ha matado un sacerdote.

Uno de los guardias se inclinó sobre Shimon Baruch.

—No está muerto —anunció.

—Lo ha matado un sacerdote —repitió la vieja.

6

La tabernera movió la cabeza de golpe mirando vivamente a los ojos a Giuditta. Su expresión era casi de temor. El temor que sienten los miserables cuando la suerte los favorece como jamás habrían imaginado.

—¿Cómo has dicho? —preguntó con un hilo de voz.

—Mi... mi padre... es... —balbuceó Giuditta.

La tabernera se volvió lentamente hacia Isacco.

—Buena mujer... —empezó a decir Isacco sacudiendo levemente la cabeza y buscando las palabras apropiadas para salir del apuro.

Pero la mujer lo interrumpió soltando un torrente de palabras.

—¿Es usted médico? No le haré pagar la habitación, le cocinaré lo que quiera, pero, se lo ruego, salve a mi hija —dijo con énfasis—. Sálvela, doctor.

Isacco lanzó una mirada de reprobación a su hija, se sentía acorralado.

—Haré todo lo que pueda, buena mujer —dijo titubeante—. Permita que la vea.

La tabernera corrió hacia la escalera.

Isacco miró a los dos borrachos que estaban en la mesa de al lado.

—Ven conmigo —dijo a Giuditta esquivando su mirada.

—Mi marido murió el año pasado de malaria —le contó la tabernera mientras recorrían el pasillo corto y angosto que había en lo alto de la escalera—. Solo me queda ella. —Abrió una puerta.

—Espera aquí —dijo Isacco a Giuditta, y entró en una habitación cuyo techo era tan bajo que tuvo que agacharse.

Se quitó el gorro amarillo y se lo puso en el cinturón. Vio una vieja vestida de negro sentada en un rincón, en una silla baja, que hilaba casi a oscuras. Tenía la máscara que suelen tener los viejos, que simulan no ver la muerte cuando esta trajina cerca de ellos para que no note su presencia. Isacco supuso que era la madre de la tabernera, o del marido muerto. Después vio un fraile de espaldas, vestido con un hábito áspero, que en su día debía de haber sido negro, y una cuerda atada a la cintura, los pies descalzos, sucios. Estaba arrodillado al lado de la cama en que yacía la niña enferma, que gemía y se agitaba. Sintió cierto malestar. Nunca le habían gustado los sacerdotes. Antes de acercarse a la cama se volvió hacia la puerta y miró a Giuditta en la penumbra. Asombrado, comprobó que no estaba enojado con ella. Al contrario, experimentó una sensación que habría podido definir como gratitud. Y calor.

El fraile tenía la frente apoyada en el jergón y no alzó la cabeza cuando oyó al recién llegado sino que siguió murmurando sus oraciones.

Isacco tocó la frente de la niña, que debía de tener unos diez años. Ardía. Apartó las sábanas. La niña estaba acurrucada sobre un costado. Se preguntó qué habría hecho su padre. Intentó girarla y estirarle las piernas. La niña chilló de dolor y se llevó las manos a la barriga.

El fraile alzó la mirada. No tenía más de treinta años, pero parecía tener la cara momificada, hasta tal punto se adhería la piel a los huesos. Tenía las mejillas hundidas y surcadas por unas profundas arrugas que parecían cicatrices. Su aspecto era el de un hombre que llevaba ayunando muchas semanas. Sus ojos, pequeños y de un color azul intenso, vivaces, y con los bulbos resquebrajados por la tela de araña roja que formaban los capilares, se posaron de inmediato en el gorro amarillo que Isacco llevaba en el cinturón. Se puso en pie de un salto y apuntó el crucifijo que llevaba colgado al cuello hacia el médico.

—¡Satanás! —rugió—. ¿Qué haces aquí?

Isacco dejó de palpar el abdomen de la niña.

—Es un médico, padre —explicó la tabernera—. Está aquí para ver a mi hija.

El fraile se volvió hacia la mujer y la escrutó con severidad, como si acabase de pronunciar una blasfemia.

—Es un judío —dijo con voz grave.

—Es un médico —repitió la tabernera.

El fraile alzó la mirada.

—Padre, ¿por qué mandas la serpiente viscosa a la débil Eva? —Clavó sus ojos enloquecidos en Isacco—. Mándamela a mí, que yo la aplastaré con mi talón.

—¿Qué le ocurre a mi hija, doctor? —preguntó la tabernera a Isacco en tono apremiante, como si comprendiese que quedaba poco tiempo para poder hacer algo.

Isacco había visto a su padre enfrentarse a esa inflamación, que afectaba en especial a los niños.

—Hay que cortar y atar... —empezó a decir mirando fijamente al religioso.

—¡Calla, impío! —gritó el fraile, que luego se dirigió de nuevo a la madre de la enferma—. ¿Has perdido el juicio, mujer? ¿Cómo puedes dejar que toque a tu hija, consagrada a Cristo, con sus sucias manos de judío? El contacto con este cáncer no hará sino empeorar su enfermedad, mujer ignorante. ¿No comprendes que le robará el alma y que la venderá a su amo Satanás, necia? Si Nuestro Señor ha decidido salvar a la niña la salvará gracias a mis oraciones; si, en cambio, ha decidido llamarla a su lado es para que pueda sentarse en un coro angelical, mujer ingrata. Pero si muere a manos del judío impío irá al infierno, a asarse con los cerdos como él. —El fraile se detuvo, apuntó el crucifijo hacia Isacco y se acercó a él recitando—: Vade retro, Satanás. Quita tus patas de esta enferma. Vade retro, Satanás. Nunca tendrás el alma de esta inocente criatura.

—Hay que cortar, mujer —dijo Isacco reculando. Miraba a la tabernera como si pretendiese decirle que ella era la que tenía la última palabra.

—Salga —le dijo la mujer a su pesar.

—Y no alojarás al impío, está escrito en las Sagradas Escrituras —declamó el predicador con vehemencia—, para evitar que sus pecados reblandezcan tu casa.

Apenas se quedaron a solas en el pasillo en penumbra la mujer, con la cabeza inclinada, dijo a Isacco:

—Vaya enseguida a su habitación con su hija. No seré yo la que tire a la calle por la noche a un cristiano... bueno, aunque sea judío.

—Hay que cortar, mujer —dijo Isacco.

La tabernera negó vigorosamente con la cabeza, como si tratase de expeler de sus oídos las palabras de Isacco.

—Que no os vean por ahí —les advirtió. Después les dio una vela de sebo y una llave de chispa.

Isacco y Giuditta se encerraron en la habitación.

—La culpa es mía —dijo Giuditta.

Isacco no respondió, no la acarició, no la miró. Se echó en el jergón en silencio.

Al alba, la niña había muerto.

Isacco lo supo al oír los gritos desesperados de su madre, que retumbaban en la taberna. En ese momento, como si compartiesen su dolor, las campanas anunciaron las Laudes. Los débiles tañidos reverberaban en la niebla densa. Como fondo se oía la voz del fraile recitando una oración fúnebre en latín.

—Levántate, deprisa —dijo Isacco a su hija—. Tenemos que irnos.

Abrieron la puerta de la habitación, bajaron sigilosamente la escalera y se encaminaron hacia la salida.

Cuando llegaron al patio, delimitado por unos cuantos palos clavados entre ellos y una red de juncos cuyo único fin era marcar un perímetro a las gallinas que escarbaban en el suelo, la tabernera se asomó a la ventana de la habitación de arriba, que había abierto para dejar volar el alma de la niña. Al ver que se estaban marchando a hurtadillas, aturdida por el dolor y casi sin darse cuenta de lo que decía, imitando al fraile con el que se había pasado la noche rezando, gritó:

—¡Malditos judíos! ¡Habéis traído la desgracia a mi casa! ¡Que Dios os maldiga!

—No te vuelvas y sigue andando —ordenó Isacco a Giuditta mientras se cruzaban con unos campesinos que acudían de las casas vecinas para consolar a la madre.

—¡Que Dios os maldiga! —vociferó la tabernera, fuera ya de sí.

Un campesino con unas manos gruesas como layas, los miró con rencor y escupió al suelo.

A la tabernera se añadió el fraile que, con el crucifijo en la mano y asomándose tanto a la ventana que casi parecía que se fuera a caer de ella, gritó con su voz atronadora de predicador:

—¡Gente de Satanás! ¡Gente de Satanás!

Isacco vio que Giuditta hacía amago de mirar hacia atrás.

—No te vuelvas —le ordenó de nuevo con voz queda y firme—, ni camines demasiado deprisa.

—Judíos, gente de Satanás —repitió una vieja que formaba parte del reducido cortejo de campesinos. A sus insultos se unieron los del resto del grupo.

Después una piedra golpeó a Isacco en la nuca. Las piernas le flaquearon por unos segundos. Nada más. Isacco se enderezó el gorro amarillo y siguió andando sin escapar, como le indicaba su experiencia de estafador, como se debía hacer con el oso y con los perros pastores. Con el rabillo del ojo observó a su hija, que avanzaba rígida y sumisa, con el rostro surcado de lágrimas.

—¡Marchaos, malditos! —retumbó por última vez la voz de la tabernera.

El padre y la hija doblaron la esquina y enfilaron el camino principal.

Debían de haber recorrido un cuarto de milla, a paso sostenido, en absoluto silencio y sin mirarse a la cara, cuando Isacco, al acercarse a un bosque, dijo:

—Sígueme. —Atajó por los campos y se adentró en la espesura. Al llegar al tronco grueso de un árbol que había sido abatido por un rayo, se sentó encima y con un ademán invitó a Giuditta a que hiciese lo mismo. Sacó de la bolsa el trozo de pan de la noche anterior y lo partió—. Come —dijo—. Es lo único que tengo.

Giuditta extrajo de su bolsa tres galletas duras de harina de centeno con uvas pasas y almendras.

—Aún nos quedan estas —dijo con los ojos anegados en lágrimas.

Su padre la abrazó.

—Jamás habría pensado que unas galletas viejas podían procurarme tanta felicidad —comentó.

En cuanto acabaron de comer el frugal desayuno oyeron unos gritos procedentes del camino.

—Quítate el gorro —dijo Isacco.

—Pero la ley... —repuso Giuditta.

—¡Quítate el maldito gorro! —silbó Isacco.

Acto seguido se levantó y se dirigió a un punto desde el que podía vigilar el camino sin ser visto. Se arrodilló detrás de un arbusto. Giuditta se reunió con él. Vieron al fraile caminando a la cabeza de un reducido grupo de campesinos armados con hoces y horquillas.

—¡Son los herejes que niegan que nuestro Señor Jesucristo es el cordero de Dios! —gritaba el predicador con su voz estentórea.

—Amén —respondían a coro los campesinos.

—¡Son los impíos que se burlan de la Anunciación y de la Inmaculada Concepción!

—¡Amén!

—¡No son dignos de vivir en presencia de Nuestro Padre!

—¡Amén!

Separándose del coro, un campesino gritó:

—¡Raptan a nuestros recién nacidos para beber su sangre!

Entonces todos, en un coro inconexo, vociferaron:

—¡Que mueran los judíos!

Asustada, Giuditta se acurrucó al lado de su padre.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

Isacco la escrutó muy serio con sus ojos de carnero.

—A pesar de que te llamo «niña mía», en realidad ya no eres una niña —dijo con dureza en voz baja—. Deja ya de lloriquear.

Giuditta se apartó de su padre. Pensó que lo odiaba. Pero luego se dio cuenta de que había dejado de llorar. Y de que tenía menos miedo.

Entonces Isacco se aproximó a ella y le dijo:

—Ahora te enseñaré cómo vive el zorro cuando el cazador ha soltado a los perros.

7

—Doblemos hacia allí —propuso Mercurio jadeando mientras sostenía a Ercole, quien, a medida que se iba desangrando, pesaba cada vez más.

Embocaron la calle del Orto di Napoli.

Mercurio se volvió para mirar hacia atrás, preocupado.

—No nos sigue nadie, tranquilo —dijo Benedetta.

—¿Tranquilo? —estalló Mercurio—. ¡He matado a un hombre! Le he robado y matado. Si me atrapan me condenarán a muerte. —Se volvió de nuevo. Tropezó.

—Yo miraré —se brindó Benedetta—. Me quedaré un poco rezagada.

Mercurio asintió con la cabeza.

—Y tú deja de llorar, que no sirve de nada —dijo a Zolfo—. Aprieta la herida.

Zolfo sorbió por la nariz y apretujó el trapo que tapaba la herida de Ercole, que lanzó un gemido.

—Perdona... —dijo asustado.

Cuando vieron que los guardias estaban al fondo de la calle del Cavalletto se escondieron en el callejón de Margutta, una vía que apestaba a estiércol de caballo, a la que daban los establos de los palacios. Mercurio se había quedado sin aliento. Echó un vistazo al Cavalletto. Las campanas de Santa Maria del Popolo entonaron las Vísperas.

—Dentro de poco pasará un carro de Scavamorto. Echaremos a Ercole en él.

Benedetta lo miró perpleja.

—¿Se te ocurre una idea mejor? —preguntó Mercurio.

Benedetta sacudió la cabeza con una mirada insegura en cuyo fondo Mercurio percibió el miedo que Scavamorto suscitaba a todos los niños que trabajaban para él.

Cuando entrevieron el carro Mercurio se dio a conocer al chico que lo conducía. Lo seguía una pequeña procesión de miserables, que los miraron con ojos apagados, cegados por el dolor. Alrededor de ellos la ciudad corría. Y todos, incluidos los guardias, apartaban la mirada del carro de los parias, que no tenían derecho a un funeral. En él se apilaban las putas, los judíos y los actores, que estaban destinados a ser sepultados en tierra desconsagrada.

—Ayudadme a subirlo —ordenó Mercurio.

Cogieron a Ercole y lo pusieron en la plataforma del carro.

—Bendice a mi hija, sacerdote —suplicó una joven con los ojos hinchados por el llanto mientras besaba la mano de Mercurio y señalaba a un ser minúsculo e inanimado que iba en el carro, atrapado entre dos cadáveres rugosos, que parecían embalsamados.

Mercurio trazó una fugaz señal de la cruz en el aire. Después azotó a los burros.

—Zolfo, sube al carro y apriétale la herida —ordenó—. ¿Cuántas veces debo repetírtelo?

Mientras avanzaban por la calle abarrotada, Benedetta se acercó a él y le dijo:

—Gracias.

Mercurio no le contestó. Era él el que debía dar las gracias a la muchacha, pero no era capaz.

—Ten —dijo Benedetta.

Mercurio miró la mano de Benedetta. Apretaba el saco de tela con las monedas que mercurio había arrojado al comerciante. Cogió el dinero en silencio.

Benedetta tampoco dijo nada.

Dejaron a sus espaldas la iglesia de Santa Maria del Popolo y pasaron por debajo de la gran Puerta del Popolo, sujeta por las murallas de la ciudad en las que habían meado un sinfín de generaciones de romanos. Después de atravesar la calle Flaminia doblaron a la derecha, en dirección al río, y llegaron a un terreno más bajo, donde el hedor de los cuerpos en descomposición se hizo insoportable.

Ante sus ojos se abrían las fosas comunes.

Los muchachos de los muertos, según los llamaban en la ciudad, estaban esperando el carro. En cuanto lo vieron se pusieron manos a la obra, cada uno de ellos se colocó en su posición de trabajo. Pero cuando los más viejos reconocieron a Mercurio bajo la ropa del joven religioso se detuvieron. Lo miraban en silencio, como si no tuvieran valor para saludarlo, llenos de admiración. También Benedetta y Zolfo habían oído hablar siempre de Pietro Mercurio de los huérfanos de San Michele Arcangelo. Era famoso entre los niños de las fosas comunes en las que trabajaban los huérfanos que habían sido rescatados de los religiosos por unas cuantas monedas. Se decía que Mercurio era el único capaz de enfrentarse a Scavamorto. Y era uno de los pocos que se había marchado de allí.

Mercurio saludó a los más viejos.

—Bajemos a Ercole —dijo.

Los chicos subieron a toda prisa al carro. Bajaron a Ercole, que cada vez estaba más pálido, y lo metieron en una burda camilla, hecha con dos palos de madera revestidos de una tela sucia.

—Llevadlo a la chabola —ordenó Mercurio.

—Pero ¿qué hacéis? ¡Volved a descargar el carro, ablandahigos! —gritó una voz de barítono.

Los chicos que estaban ayudando a Mercurio se encogieron instintivamente.

—Está herido, Scavamorto —explicó Mercurio sin mostrar el menor temor por el hombre alto y delgado, vestido de manera llamativa, que llevaba un cuchillo curvado, al estilo turco, metido en una funda naranja anudada al cinturón, bajo una casaca morada.

Scavamorto irguió la cabeza y al verlo su expresión de crueldad se transformó en una sonrisa aún más feroz.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó, y a continuación soltó una carcajada teatral—. Fray Mercurio, qué placer inesperado me causa su visita. —Se acercó sin dejar de mirarlo un solo momento. Y solo cuando llegó a su lado, superándolo en un palmo en estatura, se volvió hacia Ercole—. Ah, el idiota... —dijo a la vez que examinaba la herida—. Podéis llevarlo a la fosa —dijo dirigiéndose a los muchachos—. Está acabado.

Zolfo rompió a llorar.

—Ayúdalo —dijo Mercurio—. Cúralo.

—Por lo visto no me has entendido. Está acabado —respondió Scavamorto con una sonrisa velada, como si el hecho le procurase un sutil placer.

—Te puedo pagar —dijo Mercurio sosteniéndole la mirada.

El rostro enjuto de Scavamorto asumió una expresión grave.

—Chico, puede que hayas oído muchas leyendas sobre ti entre estos desgraciados y hayas acabado creyendo en ellas. —Le soltó el aliento a la cara—. No puedes comprar a Scavamorto, piojoso —silbó desenfundando el cuchillo—. Si quisiera tu dinero no necesitaría ganármelo. Podría quitártelo.

—Te lo ruego —dijo Benedetta.

Scavamorto la miró.

—El cura es él, de manera que es a él a quien corresponde rogar, ¿no? —dijo riéndose divertido de su juego de palabras.

—Te lo ruego —repitió Mercurio.

Scavamorto guiñó los ojos abriendo los orificios nasales, como si estuviera olfateando algo exquisito. Miró alrededor con ojos crueles, que parecían no ver a los niños que lo circundaban. Examinó de nuevo a Ercole, que había dejado de agitarse. Lo golpeó con los nudillos en la frente.

—Toc, toc, ¿hay alguien ahí? —Se rio cuando Ercole le respondió respirando desfallecido. A continuación repitió—: Está acabado. Tiradlo a la fosa.

—¡No! —gritó Zolfo abalanzándose sobre Ercole.

—Ayúdalo —dijo Benedetta a Scavamorto.

Scavamorto miró a Mercurio.

—Ayúdalo... por favor —dijo Mercurio sin un ápice de desafío en la mirada.

—Llevadlo al cobertizo —ordenó Scavamorto.

Los niños de los muertos levantaron la camilla y se dirigieron al cobertizo, un gran edificio hecho de madera y piedra, que habían erigido sin ningún proyecto previo, a medida que iban necesitando más espacio.

Benedetta y Zolfo siguieron a la camilla.

Scavamorto escrutaba a Mercurio.

—Es inútil. Está acabado —le dijo cabeceando.

Mercurio no respondió.

—Tráeme un cuenco de pulpa de aquilea y de equiseto, y la pócima de centinodia —dijo Scavamorto—. ¿Recuerdas dónde guardo las medicinas?

—Recuerdo todo de ese sitio —contestó Mercurio. Acto seguido se volvió y corrió hacia un cobertizo más pequeño, que tenía una chimenea torcida.

—Muy bien, Mercurio —susurró Scavamorto, y luego se dirigió hacia el cobertizo de los muchachos. Ordenó que cortaran la camisa de Ercole y que dejaran la herida a la vista. La miró sin hacer el menor comentario.

Zolfo contenía el aliento, abrazado a Benedetta.

Scavamorto lo miró.

—Ve a trabajar si quieres cenar esta noche, enano —le dijo con dureza.

Zolfo hizo amago de hablar, con los ojos hinchados por el llanto y la rabia.

Antes de que pudiese pronunciar una palabra Scavamorto le dio una bofetada.

—Hay que descargar un carro —dijo—. A trabajar.

Benedetta atrajo a Zolfo hacia ella y le dijo al oído.

—Ve.

Scavamorto ya no los miraba. Hundió un dedo en la herida de Ercole. El demente gimió. Scavamorto sacó el dedo y lo olfateó. Sacudió la cabeza.

Zolfo salió del cobertizo llorando.

—Ve a trabajar tú también —dijo Scavamorto a Benedetta.

La niña inclinó la cabeza y salió. Al tropezarse con Mercurio en la entrada le dijo:

—Lo odio.

Mercurio siguió adelante sin decir nada. Entregó a Scavamorto lo que le había pedido.

—¿Sabes dar la extremaunción, sacerdote? —preguntó Scavamorto riéndose. Incorporó a Ercole y le hizo beber un sorbo de pócima de centinodia. Acto seguido abrió el tarro que contenía la pulpa de aquilea y equiseto, cogió un poco con la punta de un dedo y untó con ella la herida. Ercole lanzó un nuevo gemido, pero más débil. Scavamorto apuntó el índice aún sucio de ungüento y sangre hacia Mercurio.

—Es un despilfarro. No sé por qué lo hago. —Miró a Ercole—. No llegarás a mañana, lo sabes, ¿verdad, idiota?

Ercole tenía dibujada una sonrisa torpe en el rostro.

—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos —dijo Scavamorto—. Tapadle la herida con un trapo para alejar a las moscas, y repartíos su ropa. Mañana lo tiraremos a la fosa. —Se levantó y se marchó.

Mercurio temblaba de rabia.

—Dadle una manta y si uno de vosotros intenta quitarle una sola prenda antes de que se muera se las verá conmigo —dijo con voz sombría. Salió y buscó a Zolfo. No lo vio. Se acercó entonces al carro que estaban descargando.

Cuatro muchachos, de los más fuertes, cogían los cadáveres —que habían desnudado antes las muchachas encargadas de recuperar la ropa destinada a la venta o a los huérfanos—, dos por los brazos y dos por las piernas, los balanceaban en el aire, como si fuese un juego, y una vez alcanzada la inercia necesaria los lanzaban al vacío. Los cadáveres aterrizaban con un ruido sordo en la fosa.

Mercurio se asomó. Vio a Zolfo al fondo del agujero. Esperaba que alineasen el cadáver que acababan de lanzar. Mercurio entró en la fosa y le quitó la pala de la mano.

—Ve a ver a Ercole —le dijo.

Zolfo se echó a llorar. Mercurio no lo consoló. Zolfo subió por el terraplén y desapareció. Mercurio, con la pericia propia del que conoce el oficio, mezcló la cal viva con la tierra. Trabajó hasta el anochecer, sin detenerse un solo momento, con un brío que le ayudaba a no pensar. Después volvió al cobertizo y comió un cuenco de sopa de col negra, acuosa, en la que flotaban varios trozos de cebolla deshechos.

Benedetta y Zolfo estaban sentados al lado de Ercole, que deliraba.

Mercurio salió del cobertizo y caminó lentamente por el campo de las fosas comunes mirando el interior de las mismas a la tenue luz de una luna menguante, velada por unas nubes sutiles.

—¿Sigues teniendo el viejo vicio, muchacho? —preguntó una voz a su espalda.

Mercurio se volvió hacia la figura enjuta de Scavamorto.

—¿Qué vicio?

—Cuando te compré a los frailes de San Michele Arcangelo pasabas horas mirando las fosas. Un día te pregunté por qué lo hacías y me contestaste que querías ver si encontrabas en una a tu madre —explicó Scavamorto sin el menor asomo de sarcasmo en la voz.

Mercurio no dijo nada, pero se puso tenso.

Scavamorto soltó una carcajada.

—¿No te acordabas?

—Déjame en paz —dijo Mercurio.

—Decías que aunque nunca la habías visto la reconocerías porque era tu madre.

—Fantasías infantiles —contestó lúgubre Mercurio.

—Puede ser. Pero lo más interesante era que la buscabas entre los muertos, y no entre los vivos. Tu rabia era formidable.

—Me importa un carajo, Scavamorto.

—¿Qué quieres decir? ¿Que ya no la buscas entre los muertos?

—No la busco y basta.

Scavamorto se volvió a reír, pero quedamente, sin la habitual maldad.

—Vamos... ¿Quién es tu madre, Mercurio? —Le apoyó una mano en la nuca sin apretar, a la manera de un padre, o de un maestro.

Mercurio no se rebeló. Sintió un nudo en la garganta.

—Era una dama... —empezó a decir, como si estuvies

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos