Créditos
Título original: Moonlight in the Morning
Traducción: Martín Rodríguez-Courel
1.ª edición: enero 2014
© Jude Deveraux, 2011
© Ediciones B, S. A., 2014
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 2.867-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-724-0
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Contenido
Portadilla
Créditos
PRÓLOGO
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
EPÍLOGO
NOTAS
PRÓLOGO
PRÓLOGO
Nueva Jersey, 2004
—Papi —dijo Jecca a su padre, Joe Layton—. Quiero ir a Virginia a ver a Kim. Serán solo dos semanas, y te las puedes apañar en la tienda sin mí. —Era consciente de que parecía una niña llorica y no la mujer madura de diecinueve años que era, pero eso era lo que su padre conseguía que hiciera.
—Jecca, te has pasado todo el año con tu amiga en esa facultad. Estuviste viviendo con ella y esa otra chica. ¿Cómo se llama?
—Sophie.
—Eso. No veo el motivo para que no puedas dedicarle a tu anciano padre unas cuantas semanas.
«¡Ya estamos con el machaque paterno!», pensó Jecca, y apretó los puños. Su padre era un genio en la materia, que había elevado a la categoría de arte.
Que se estuviera sacrificando todo el verano trabajando para él en la ferretería familiar era algo que parecía no entrarle en la mollera. Ya habían pasado dos meses completos desde que volviera de la universidad y su padre no se había tomado ni un solo día libre... y esperaba que su hija estuviese a su lado en la tienda. Jecca era la que había cubierto las ausencias cuando uno a uno todos los demás empleados se cogieron sus vacaciones. Pero no estaba por la labor de ocuparse de los cientos de bricolajeros en aras de lo que su padre llamaba «estar juntos», puesto que la única «conversación» que mantenían era cuando él le preguntaba si habían llegado las nuevas brocas para las fresadoras.
Jecca agradecía todo lo que su padre hacía por ella, y deseaba verle, pero también deseaba tener algún tiempo libre. Quería catorce días enteros para hacer solo lo que se le antojara. Ponerse un biquini y tumbarse junto a una piscina; ligar con chicos; hablar con Kim de... bueno, de todas las cosas de la vida. Tener tiempo para soñar sobre su futuro. Estaba estudiando Bellas Artes porque quería ser pintora. Kim le había contado que había unos paisajes magníficos en los alrededores de su casa de Virginia, y Jecca quería plasmarlo todo en el papel. El plan era perfecto... salvo por la tozuda negativa de su padre. Y ella no quería provocar ningún enfado por desafiarle abiertamente, así que lo único que podía hacer era suplicarle que le diera permiso.
Mientras lo observaba apilar unas cajas de tornillos para madera, pensó en el último correo electrónico de Kim.
«Tendrías que pasar algún rato en Punta Florida —había escrito Kim—. Si subes a lo alto puedes ver dos condados en toda su extensión. Algunos de los chicos, incluido el idiota de mi hermano, se despelotan y saltan a la piscina natural que hay abajo. Hay una buena caída y muy peligrosa, pero aun así lo hacen. Chicos desnudos aparte, es un lugar precioso, y me parece que podrías encontrar mucho que pintar allí arriba.»
Jecca le había explicado a su padre con toda la paciencia de la que era capaz, y de la manera más adulta posible, que tenía que pintar algunas obras antes del año siguiente.
El hombre había escuchado educadamente cada palabra que le dijo, y a continuación le había preguntado si había hecho el pedido de los clavos de ocho centímetros.
Jecca había perdido su recién adquirida madurez.
—¡No es justo! —vociferó—. A Joey le diste todo el verano de permiso. ¿Por qué no puedo tener yo al menos dos semanas?
Joe Layton había parecido ofenderse.
—Tu hermano ahora tiene una esposa, y están intentando darme un nieto.
Jecca soltó un gritito ahogado.
—¿Dejas que Joey tenga todo el verano libre para que pueda tirarse a Sheila?
—Refrena tu lengua, jovencita —le soltó él, mientras se dirigía a la pequeña sección de herramientas eléctricas.
Jecca sabía que tenía que tranquilizarse. No llegaría a ningún sitio enfadando a su padre.
—Papi, por favor —dijo, poniendo su mejor voz de niña pequeña.
—Quieres ir a ver a un chico, ¿no es eso?
Jecca se contuvo para no poner los ojos en blanco. ¿Es que alguna vez se preocupaba por otra cosa?
—No, papá, no hay ningún chico. Kim tiene un hermano mayor, pero lleva toda la vida con la misma novia. —Tomó aire y se obligó a no irse a por las ramas. Su padre era un especialista en saber cuándo su única hija mentía. Joey hacía lo que le daba la gana contando todo tipo de trolas. «Salí con los muchachos», decía, y su padre siempre asentía con la cabeza. Luego, Jecca le decía a su hermano: «El próximo condón usado que te dejes en el coche te lo encontrarás en tu almohada.» Ella sabía que no había estado con «los muchachos».
—Anda, papi —insistió—. Solo quiero dos semanas para cotillear con mi amiga y pintar. Cuando vuelva a la facultad quiero hacerlo despreocupadamente, como si no me hubiera dejado los cuernos para enseñarle a Sophie, y puede que a uno o dos profesores, algunas acuarelas hechas durante el verano. Eso es todo. Te lo juro sobre...
La mirada que le lanzó su padre hizo que cerrara la boca; no podía jurar sobre la tumba de su madre.
—Por favor —suplicó de nuevo.
—De acuerdo —consintió él—. ¿Cuándo quieres marcharte?
Jecca no respondió, o hubiera tenido que decirle que iba a salir por piernas ya mismo. En vez de eso, rodeó el cuerpo fuerte y rechoncho de su padre y se inclinó para besarle en la mejilla. Él se sentía orgulloso de que su hija rebasara por unos centímetros su metro sesenta y ocho, y le gustaba decir que salía a la familia de su madre, que eran todos altos y delgados.
Su hijo mayor, Joey, era un Layton puro. Medía un metro sesenta y siete y era casi tan ancho como alto, músculo casi todo, gracias a haber trabajado en la ferretería desde que tenía doce años. Jecca lo llamaba «Bulldog».
A la mañana siguiente bien temprano estaba en un avión. No quiso darle la oportunidad a ningún contratista para aparecer diciendo que a) le habían robado las herramientas, b) las había perdido o c) habían sido destruidas, y que necesitaba unas nuevas ¡ya mismo! Su padre esperaría que ella se quedara y le ayudara a cumplimentar el pedido. Joe Layton no se lo pensaba dos veces antes de enviar a su hija hasta la falda de una montaña en una camioneta de doble eje a entregar clavos, material de techados y repuestos de todo tipo.
Cuando Jecca se bajó del avión en Richmond esperaba ver a Kim, pero su amiga no se encontraba allí. En su lugar, le estaba esperando el padre de Kim. Jecca solo le había visto una vez aunque se acordaba bien de él. El hombre era varios años mayor que su padre, aunque seguía siendo un tío atractivo.
—¿Va todo bien? —preguntó Jecca.
—Sí y no —respondió el señor Aldredge—. Anoche tuvimos que llevar corriendo a Kim al hospital para que le practicaran una apendicectomía de urgencia.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, pero va a estar alelada unos cuantos días. Lamento no haber podido llamarte para comunicarte que pospusieras el viaje.
—Tardé dos meses en convencer a mi padre para que me dejara salir de la ferretería. Si lo hubiera retrasado, jamás me habría dejado venir.
—Los padres podemos llegar a ser un problema —admitió el hombre.
—No me refería...
—No pasa nada, Jecca. Lo comprendo perfectamente. ¿Por qué crees que Kim no ha ido a visitarte? No podía soportar la idea de separarme de ella.
El señor Aldredge le sonrió. Kim siempre había dicho que su padre era muy fácil de manejar.
«Es el hombre más dulce del mundo. Ahora bien, mi madre...» Las tres se habían echado a reír. Sophie y Kim sabían de madres difíciles, pero Jecca supuso que para problema, su padre, que valía por tres.
Subieron al coche del señor Aldredge e iniciaron el largo trayecto hasta Edilean.
—Kim estará de capa caída algún tiempo, pero te puedo presentar a algunas personas. Si te apeteciera, los amigos de mi hijo andan por aquí, y está su prima Sara, y...
—No importa. Puedo pintar —le interrumpió Jecca—. Me he traído material suficiente para que me dure meses. Kim me dijo algo acerca de Punta Florida.
El señor Aldredge hizo un ruido, como si Jecca hubiera dicho algo sumamente asqueroso.
—¿He dicho algo malo?
—No, esto, bueno, en fin, sería mejor llamar a ese sitio por su verdadero nombre, Punta Stirling.
—Ah. ¿Debido a...? —No estuvo segura, pero le pareció que el señor Aldredge se ponía colorado.
—Mejor se lo preguntas a Kim —masculló él.
—De acuerdo —admitió Jecca, y permanecieron en silencio durante un rato.
—Supongo que debería hablarte de mi hijo, Reede. Él y su novia rompieron. —El señor Aldredge suspiró—. Es la primera vez que le han destrozado el corazón. Le dije que no sería la última, pero eso no le hizo ningún bien. El pobre chico está tan abatido que me preocupa que pueda dejar la facultad de Medicina.
—Eso es serio. Creía que estaba a punto de casarse.
—Eso creíamos nosotros también. Él y Laura Chawnley eran pareja desde niños.
—¿Y eso no es...? —Jecca consideró que mejor se guardaba sus opiniones para sí.
—¿Limitarse? —preguntó el señor Aldredge—. Muchísimo, pero Reede es tan tozudo como su madre.
—Y Kim —añadió Jecca.
—Ah, sí. Cuando mis hijos deciden algo, no hay nada que los haga cambiar de opinión.
—Parece que Laura cambió a Reede.
—Ajá —dijo el hombre con un suspiro—. Cambió toda la vida de Reede. Iba a volver aquí después de terminar la carrera y abrir una consulta, pero ahora... No sé lo que va a hacer.
Jecca había visto a Reede Aldredge solo una vez, cuando Kim se trasladó a la residencia, pero lo recordaba como un pedazo de tío bueno. Durante el último año, cada vez que Kim hablaba de él, Jecca había escuchado con suma atención.
—¿Tuvieron una pelea? —preguntó Jecca, y le entraron ganas de añadir: ¿Está disponible?
—En realidad no. Laura dejó a mi hijo de plano. Le dijo que se había acabado, que había conocido a otro.
—Pobre Reede. Espero que ella no se haya ido con alguien de su pequeño pueblo, y que Reede tenga que verlos juntos.
El señor Aldredge apartó la vista de la carretera para mirarla.
—No fue tan considerada. Se ha enrollado con el nuevo pastor de la iglesia baptista de Edilean. Si mi hijo vuelve a ir a la iglesia alguna vez (algo que dice que no volverá a hacer), va a tener que mirar al hombre que le robó la chica.
—Cuánto lo siento por él —dijo Jecca, pero por dentro estaba como unas castañuelas. Un hombre guapo, con el corazón destrozado y necesitado de consuelo. El verano se estaba poniendo interesante por momentos.
Cuando llegaron a Edilean, Jecca emitió unos sonidos de admiración para expresar lo bonito que era el pequeño pueblo. Los edificios históricos habían sido restaurados y todas las fachadas se sujetaban a un estricto canon que uniformaba su aspecto. ¡En Edilean estaban prohibidos los edificios de cristal y acero!
Como artista, Jecca apreciaba el detalle, pero se estaba esforzando lo suyo para salir del pequeño pueblo de Nueva Jersey donde había crecido, y en ese momento solo admiraba las ciudades, más concretamente Nueva York.
En cuanto a Reede, iba a ser médico, así que podía ejercer en cualquier parte... y en ese momento su conexión con Edilean estaba rota. Jecca se los imaginó a los dos viviendo en París. Él sería un renombrado cirujano cardíaco, y ella una artista reverenciada por los franceses. Visitarían Edilean a menudo y verían a Kim.
Cuando llegaron a la casa de los Aldredge, estaba sonriendo.
—¿Cuándo podré ver a Kim?
—Cuando sea. Mi esposa ya está en el hospital, y yo me voy a acercar allí en cuanto descargue tu equipaje. Si quieres, puedes venir conmigo.
—Me encantaría.
El señor Aldredge condujo los dieciséis kilómetros hasta el hospital de Williamsburg, y cuando Jecca vio a Kim sentada en la cama con el cuaderno de dibujo en las manos se echó a reír.
—Tienes que tomártelo con calma. Descansa.
Los padres de Kim salieron cortésmente de la habitación.
En cuanto se quedaron solas, Jecca dijo:
—Le dije a tu padre que quería ir a pintar a Punta Florida y me pareció que se iba a desmayar.
—¡Dime que no lo hiciste!
—¡Lo hice! —confesó Jecca—. Así que la cagué.
—Te dije que no pronunciaras ese nombre delante de nadie de Edilean.
—No lo hiciste —replicó Jecca.
—Vale, quizá no lo hiciera. —Miró rápidamente hacia la puerta y bajó la voz—. Es el picadero local... y lo ha sido desde hace siglos.
—¿Siglos? —preguntó Jecca con incredulidad.
—Sin duda desde la Primera Guerra Mundial, y eso acabó en...
—1918 —dijo rápidamente su amiga—. Y no me recuerdes la Gran Guerra. Fue entonces cuando se fundó la Ferretería Layton, y si oigo una vez más que los Layton tenemos una tradición que defender... De acuerdo, ¿y qué pasa con esa guerra?
—Alguien bautizó el sitio como la Punta del Sobre Francés. Así era como antes se llamaba vulgarmente a los condones, que se utilizaban mayoritariamente allí. Con el tiempo, en algún momento la cosa se redujo y la F pasó a significar Florida...
—Ya lo pillo —dijo Jecca—. Así que a cualquiera que tenga más de treinta años tengo que hablarle de Punta Stirling.
—Buena idea.
—Bueno, déjame ver qué estás diseñando —dijo Jecca, y cogió el cuaderno de dibujo de su amiga. La pasión de Kim era la joyería, y le encantaban las formas orgánicas. Esto era algo que había unido a las tres jóvenes cuando se conocieron en la facultad. Ya fueran joyas, cuadros o esculturas, a todas les gustaba reproducir lo que veían en la naturaleza.
—Me gusta —dijo Jecca, mirando los motivos con forma de rama. Se desparramaban como si colgaran del cuello de una mujer—. ¿Añadirás alguna joya?
—No me las puedo permitir. Apenas me puedo permitir la plata.
—Podría hacer que mi padre te enviara algunos cojinetes de acero.
Kim se echó a reír.
—Bueno, dime qué le contaste a tu padre para conseguir que te dejara venir. Y háblame otra vez de todos esos hombres con cinturones de herramientas con los que tratas.
—De mil amores, pero primero quiero oírlo todo sobre Laura y Reede y el chico malo del predicador.
Kim refunfuñó.
—Pase lo que pase, no menciones nada de esto en presencia de Reede. ¡Y no hagas ningún chiste!
Jecca dejó de sonreír.
—Realmente chungo, ¿no?
—Más de lo que te puedas imaginar. Reede estaba realmente enamorado de esa guarrilla y...
—¿Siempre has tenido esa opinión de ella?
Kim miró hacia la puerta.
—En realidad, la tenía peor. Me parecía mediocre.
Ni ella ni Kim lo decían jamás en voz alta, pero al tiempo que se sentían agradecidas por haber nacido con talento para el arte, a veces, bueno, despreciaban a la gente sin dotes artísticas.
—¿Mediocre en qué sentido? —ahondó Jecca.
—Tediosa. Nunca hacía nada diferente a lo que hicieran los demás. La manera de vestirse, las cosas que contaba, lo que cocinaba, todo era insulso, sin gracia. Nunca logré entender qué veía Reede en ella.
—¿Guapa?
—Sí, pero sin llamar la atención.
—Quizás esa fuera la razón de que lo dejara. A lo mejor se sentía intimidada por Reede —dijo Jecca—. Solo le he visto una vez, pero si no recuerdo mal, no daba ningún asco mirarle. Y debe de ser inteligente, o de lo contrario no estaría en la facultad de Medicina.
Kim estaba mirando a su amiga con severidad.
—¿Has venido aquí a verme a mí o a mi recién liberado hermano?
—¡No supe que estaba libre hasta hace una hora! Pero ahora que lo sé, no estoy precisamente hecha trizas por ello.
Kim empezó a decir algo más, pero vio que su madre estaba a punto de entrar en la habitación.
—Tienes mis bendiciones —le susurró a su amiga, apretándole la mano.
Con o sin bendiciones, durante los siguientes días Jecca encontró imposible llamar la atención de Reede. Si acaso, seguía igual de guapo que lo recordaba, y a sus veintiséis años estaba a un paso de convertirse en un médico con todas las de la ley.
Pero por más que se esforzó no consiguió que se fijara en ella. Se puso pantalones cortos, que dejaban a la vista sus piernas, y escotadas camisetas de manga corta que mostraban generosamente su pecho. Pero Reede no miró jamás; de hecho, Jecca no le vio que mirara a nada. Solo deambulaba por la casa vestido con un viejo chándal y veía un poco la tele, pero la mayor parte del tiempo se lo pasaba con la mirada clavada en las paredes. Era como si su cuerpo estuviera vivo, pero su mente no.
En un par de ocasiones, Jecca vio a la madre de Kim mirándola como si supiera que estaba tratando de llamar la atención de su hijo. Parecía aprobarlo, porque era muy amable con Jecca. Incluso le dio una fiesta e invitó a muchas personas de Edilean, la mayoría hombres solteros. Todos parecieron interesarse en Jecca, pero ella no les hizo ni caso; tenía la mente puesta en Reede.
Después de tres días de intentar llamar su atención, desistió. Si no estaba interesado en ella, pues no lo estaba, y punto. Y no iba a seguir vistiéndose como si tratara de conseguir un curro de bailarina de striptease.
Hizo que Kim le dibujara un plano de cómo llegar a Punta Florida —dijo el nombre en un susurro—, se puso unos vaqueros y una camiseta normales, cogió la caja de acuarelas y utilizó el coche de su amiga para dirigirse al solitario paraje desde el pueblo.
Pasó dos días en la Punta, trabajando incesantemente; Kim había estado en lo cierto en cuanto a que era un lugar magnífico. Había un elevado risco que por un lado ofrecía unas dilatadas vistas del paisaje, y por otro daba a una profunda laguna de aguas claras. Primero fotografió las vistas, manteniendo pulsado el botón de la cámara digital con un rápido chasquido. Nunca se le había dado bien pintar a partir de las fotos, pero a lo mejor aprendía.
Se esmeró en captar la bruma azul que ascendía desde las hondonadas de Virginia e iba desapareciendo poco a poco entre las copas de los árboles. Jugó a poner una tonalidad encima de otra para tratar de recrear la luz que se descomponía antes de brillar.
Experimentó con trabajar lenta y meticulosamente sobre una pintura, y luego a toda velocidad en la segunda.
El segundo día no ascendió por el sendero que conducía a la cúspide del peñasco, sino que permaneció abajo para estudiar las flores, las vainas, la corteza de los árboles, las hojas. No trataba de hacer una composición sino que pintaba lo que veía. Hojas que se entrelazaban de forma natural con otras en un perfecto equilibrio de luz, color y forma.
Un par de veces se tumbó boca abajo para observar algunas flores del tamaño de una mariquita, y luego las recreó en acuarela. Pulsó el icono de aproximación de su cámara —gracias por el regalo, papi— para aumentar las flores, de manera que pudiera pintar los estambres y los pistilos, las venas de los pétalos y las hojas diminutas.
Cuando terminó, tenía una flor que ocupaba una hoja del grueso papel de acuarela.
Estaba tan absorta en lo que estaba haciendo que no oyó nada hasta que un grito la hizo pegar un salto. Se dio la vuelta y miró entre los arbustos, dándose cuenta de lo mucho que se había adentrado desde la erosionada zona sin vegetación que rodeaba la laguna.
Levantó la vista y vio a un hombre parado en los altos peñascos. Tenía el sol detrás, así que Jecca no podía verle la cara, aunque su bonito cuerpo sí que estaba desnudo. Y parecía que estaba a punto de ejecutar una de las tristemente célebres zambullidas desde el cortado.
—Por ti, Laura Chawnley —gritó el hombre—. Adiós para siempre.
Jecca contuvo la respiración; el que estaba allí arriba era Reede Aldredge. Un joven profundamente deprimido estaba a punto de zambullirse desde el acantilado a una laguna de dudosa profundidad.
Dejó caer su pintura y tropezó con la caja de acuarelas mientras echaba a correr hacia la zona abierta.
—¡No! —gritó hacia las alturas—. ¡Reede, no!
Pero el joven no la oyó. Horrorizada, le vio hacer una zambullida vertical desde el alto peñasco y dirigirse de cabeza hacia el estanque. Reede entró elegantemente en el agua... y no emergió.
A Jecca le pareció haber esperado minutos, pero no había señales de Reede. No pensó en lo que hacía: simplemente saltó al agua fría con ropa, zapatos y todo. No era una buena nadadora, aunque se podía mover lo bastante bien para buscarle bajo el agua.
Se sumergió con los ojos abiertos, pero no vio nada. Salió a la superficie, tomó una bocanada de aire y volvió a sumergirse, conteniendo la respiración todo lo que pudo. Ni rastro de Reede. La tercera vez que lo hizo creyó ver un pie delante de ella; nadó bajo el agua lo más deprisa que pudo y lo agarró.
Reede se sacudió con tal rapidez que provocó que Jecca se golpeara la cabeza con el lateral rocoso del estanque. Lo siguiente que supo Jecca es que se hundía, y se hundía, y se hundía.
Pero Reede la agarró por debajo de los brazos y la subió con él a la superficie. Jecca solo estaba ligeramente consciente cuando la llevó hasta las rocas y la dejó en el suelo. Él se inclinó, como si fuera a empezar a hacerle el boca a boca, pero Jecca empezó a toser y escupir agua.
Reede se sentó sobre los talones.
—¿Qué narices intentabas hacer? —le dijo medio gritando—. Podrías haber muerto ahí dentro, si no hubiera estado yo para salvarte.
—Y