Como un sueño en un sueño

Mina Vera

Fragmento

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CAPÍTULO 1

La alarma de mi móvil me hizo brincar en la silla de mi escritorio cuando anunció las seis, hora a la que debía cerrar los libros y empezar a vestirme. Realmente no tenía que recoger a la repelente de Carolina hasta las ocho. Pero conociéndola como la conocía, tras tres años siendo su canguro, más me valía estar en la fiesta de carnaval de su también insoportable amiguita Soraya al menos una hora antes. El año anterior ya me la había jugado con su fingida cara de niña buena y sus «un poquito más» y sus «porfaaa», y habíamos acabado llegando a su casa casi una hora tarde, lo que me costó una merecida reprimenda de sus padres. Para ellos era más que evidente que una niña de siete años no podía tener la culpa. Pero en esta ocasión no me la iba a colar, porque pensaba presentarme allí una hora antes para que, por mucho que se hiciera de rogar, pudiera tenerla en su casa a las ocho y treinta minutos exactos.

Aunque, al igual que los dos años anteriores, tuviera que ir disfrazada a recogerla, por lo menos me dejaban elegir mi disfraz. Siempre acababa reciclando alguno de los que había llevado cuando me disfrazaba con mis amigas del colegio. Pero este año me había prometido a mí misma que llevaría algo que me gustara de verdad, algo que me hiciera sentir yo misma, sin ser realmente yo, claro está. Fue entonces cuando encontré casi por casualidad el traje de Dama Oscura. Parecía estar esperándome a mí, allí, en un maniquí oculto tras varias cajas en la tienda de disfraces. A pesar de que cuando mi madre lo había visto me había dicho que si me ponía unos colmillos falsos parecería una vampiresa, mi disfraz era más que eso. No era el típico vestido negro ceñido y una capa del mismo tejido carnavalesco sumado a una peluca larga con mechones descoloridos. No. Mi disfraz era de dama del siglo XIX, y parecía auténtico. De hecho, tal vez lo fuera, porque había pagado un buen pico por él.

La tela de color gris marengo estaba recubierta de un encaje negro con pedrería —en teoría de imitación— en partes estratégicas como el busto, los puños y la mitad superior de la falda. El cuello también llevaba algunos bordados y era tan alto que casi me llegaba hasta la barbilla. Las mangas eran abullonadas y la cintura se estrechaba hasta tal punto que el contraste con mis caderas hacía que la falda pereciera tener aún más vuelo del que de por sí tenía, que no era poco. Tuve que ponerme unos zapatos de tacón algo más altos de lo que yo acostumbraba a llevar para no arrastrar demasiado el bajo. Y teniendo en cuenta que por esas fechas en Bilbao, mi ciudad natal, y al igual que en el resto de la costa del mar Cantábrico, era más que probable que lloviera, no quería acabar con la ropa hundida en agua. No obstante, la parte trasera iba a arrastrarla de todas formas, ya que tenía un poco de cola. Al menos, el paraguas que venía incluido en el lote podría serme útil en ese caso. Lo que sí me iba a venir de perlas, ya que el vestido no tenía un solo bolsillo, era el bolsito a juego, pequeño y con un brazalete para llevarlo colgado de la muñeca. Como toque final, el gorrito del mismo tejido era un detalle muy cuco sobre mi recogido bajo, haciendo parecer mi melena castaña casi dorada en contraste con aquellos colores oscuros.

Me pinté con sombras ahumadas, haciendo que mis ojos castaños adoptaran un brillo especial, y los labios de un rojo mate, sin cargarlos demasiado. Aunque fuera solo un disfraz, lo que yo quería era parecer una auténtica dama londinense de la época victoriana. En concreto, una que pareciera haber deambulado por las calles desde entonces hasta nuestros días. Podía resultar algo siniestro, pero ese era precisamente el tipo de literatura que más me gustaba. ¿Y acaso la etiqueta de mi disfraz no decía: «Dama Oscura, Modelo Valeria: vestido, sombrero, bolsito y paraguas,150 €»? Había que hacer honor a ese nombre. Aunque el vendedor podría haber disimulado mejor el tachón en la palabra «pesetas» y en los dos últimos ceros de la cifra que delataba que antes de la conversión al euro, el vestido era mucho más barato. En más de diez años con la moneda común, podría haberse dado cuenta de que aquello era más que una notable diferencia. Me quedaba el consuelo de pensar que el vestido llevaba allí, como poco, dos terceras partes de mi vida, como si realmente hubiera estado esperando por mí.

De todas formas, de nada valía lamentarse, porque ya estaba hecho. Ahora quería disfrutar del pequeño despilfarro de mis duramente conseguidos ahorros, a los cuales era la primera vez que echaba mano en meses. Este era un lujo que creía haberme ganado después de casi anular mi vida social. El vestido era mi primer capricho desde aquella loca semana con mis amigas antes de empezar el curso, en la casa de la playa de los tíos de Esther, mi mejor amiga y compañera de pupitre. Pensar en aquello casi logró que estropeara el exagerado efecto ahumado de mis ojos con unas inoportunas lágrimas. Todas mis amigas iban a salir, juntas, con sus disfraces de estrellas del pop actual, a bailar por ahí. No es que envidiara poder disfrazarme como ellas, mi vestido era mil veces mejor y más abrigado que los que ellas llevaban en pleno febrero. Pero poder pasar una tarde de sábado con mis amigas como una adolescente normal era algo que echaba de menos. Mientras ellas se divertían, yo tenía que ir a recoger a Carolina, porque ese era mi trabajo. Un trabajo que no podía arriesgarme a perder, aunque eso supusiera no poder disfrutar de los fines de semana más importantes de la vida de cualquier chica de mi edad.

Tras la foto de rigor en el recibidor de mi casa, mi madre me deseó que me divirtiera y me despidió hasta que las puertas del ascensor se cerraron. ¿Acaso alguien que va a recoger a una mocosa mimada, a una fiesta montada en un local alquilado para las veinte compañeras snobs del colegio de pago al que les llevan sus aún más snobs padres, podría divertirse? Ni yo ni las otras tantas canguros que nos encontraríamos allí hacíamos esto por diversión. Lo hacíamos por dinero y, yo concretamente, para poder pagarme la universidad en pocos meses. Nunca se sabe si van a acabar concediéndote la beca por la que llevas luchando desde que aprendiste a leer, y si se quiere estudiar Literatura en una de las universidades más importantes del país, o incluso del extranjero, la cosa se complica aún más. Por eso llevaba tres años soportando a Carolina, a su familia, a sus amiguitas y sus tonterías de gente bien. Y por eso estaba metida en el metro intentando averiguar con mi móvil qué parada era la más cercana a la dirección que, lista de mí, había dejado olvidada en una nota pegada en la puerta de la nevera. Mazarredo 67, creía recordar.

Cuando bajé del vagón abarrotado de gente disfrazada —la cual no había derrochado tanto dinero en su disfraz como yo, lo que me hizo sentirme un poquito culpable otra vez—, me dirigí a la dirección que recordaba, leyendo uno a uno los portales para buscar el número. Crucé a la calle de los impares y cuando llegué al 67 me dije que no podía ser. Allí no había nada parecido a un bar repleto de niñas disfrazadas. Me planteé que quizás el número fuera el 77, ya que como mi madre había cogido el mensaje por teléfono, y ambos números sonaban parecidos, podría haberse confundido. Yo recordaba bastante claramente haber leído un 6 y un 7. ¿Podría ser sino el 76? Recorrí la calle arriba y abajo. Crucé de nuevo la carretera y acabé entrando en un hotel, por si el lujo de este año había tocado las cotas más altas y las niñas tenían su propio salón reservado mientras los padres se libraban de todas ellas durante unas horas. Pero nada, en el hotel me miraron con cara rara y me dijeron que no tenían en la agenda ninguna fiesta de disfraces infantil ni ningún octavo cumpleaños de ninguna niña llamada Soraya.

Cuando, ya desesperada, estaba a punto de llamar a casa para que mi madre me releyera la nota de la nevera, no fuera a ser que el problema no estuviera en el número sino el nombre de la calle, vi a una chica que vestía un traje antiguo algo parecido al mío dirigiéndose hacia una zona de edificios en construcción. Dobló una esquina y la perdí de vista, pero cuando me acerqué pude ver que en una de las lonjas de los edificios apenas terminados había luz. Tal vez alguno de los padres trabajara en esa obra, como arquitecto o inversor, no como albañil, ya que se trataba de la jet set de la ciudad, y hubiera decidido utilizar uno de esos locales aún sin vender para que los gritos de las veinte niñas endemoniadas no molestaran a nadie. Busqué la puerta de entrada de esa lonja iluminada, que hacía esquina en el edificio más alejado de la zona transitable de la acera, y encontré una puerta cerrada de la que colgaba una aldaba. Tenía un aspecto algo siniestro, además de inusual para ese edificio tan moderno, pero por lo demás parecía invitar a llamar. Así que lo hice y la puerta se abrió casi de inmediato.

Un hombre alto y fuerte, perfectamente peinado con raya a un lado, se presentó frente a mí, mirándome de arriba abajo. Vestía un traje de levita aterciopelada que parecía ser de la misma época que el mío, por lo que me dije que mi disfraz ya no era tan original como me había parecido el día que lo compré. Me pregunté si los camareros o vigilantes de la fiesta habían sido obligados a disfrazarse también. Todos estábamos a merced de ese grupo de brujas disfrazadas de niñas, y no al revés, niñas disfrazadas de brujas, como había decidido unilateralmente la anfitriona de la fiesta, informando a sus invitadas durante un recreo de la semana anterior que ese era el único disfraz permitido en su fiesta. Nada sorprendente viniendo de aquella brujita.

El hombre se adelantó hasta mí, me dio un delicado beso entre ceja y ceja y pronunció:

—¡Toma este beso en tu frente! Y, en el momento de abandonarte, déjame confesarte lo siguiente…

Me quedé paralizada. ¿A qué venía eso? El portero de una fiesta infantil no recitaba a Edgar Allan Poe como bienvenida a una pobre pringada que solo está allí para hacer un trabajo que está deseando dejar. Pero claro, esa pobre pringada ha leído a Poe desde los diez años, y ha memorizado sus poesías hasta sentirlas como suyas, por lo que en situaciones así, no puede hacer otra cosa que seguir el poema.

—No te equivocas cuando consideras que mis días han sido un sueño; y si la esperanza se ha desvanecido en una noche o en un día, en una visión o fuera de ella, ¿es por ello menos ida?

El hombre me sonrió y me invitó a pasar con un gesto de la mano, casi una reverencia, y yo acepté.

—Todo lo que vemos o parecemos no es más que un sueño en un sueño.

Y tras recitar con solemnidad esos últimos versos, cogió mi paraguas y desapareció sin que yo pudiera terminar el poema. Aún alucinando por lo ocurrido, y dándole vueltas al porqué de esas palabras, atravesé unas pesadas cortinas color granate que hacían las veces de puerta. Como si hubiera viajado dos siglos atrás, me adentré en una amplísima sala repleta de gente que parecía salida de una película de época. Sí, gente, vestida casi como yo, pero no niñas disfrazadas de brujas. ¿Sería aquello una fiesta de disfraces para adultos y en alguna otra sala habría otra para niñas? Quizás al portero, al verme vestida de forma similar al resto, se le hubiera ocurrido que me podría gustar la poesía del siglo XIX. A saber.

Decidí buscar alguna cara conocida. Tal vez los padres tuvieran una fiesta paralela a la de sus hijas. Pero la verdad era que aquellas personas no tenían pinta de padres adinerados. Eran demasiado jóvenes, salvo alguna excepción, y casualmente sus disfraces iban en la línea del mío. Alguno parecía de una época anterior, un par de siglos más atrás, por lo que deduje que me había colado en una fiesta temática que, aunque tenía muy buena pinta, con mesas donde poder conversar, música en directo a manos de un pianista y un cuarteto de cuerda y camareros sirviendo bebidas en unas copas de color bronce, no era adonde me dirigía. Cuando finalmente me di la vuelta para marcharme, convencida de que había confundido la dirección, choqué contra el pecho pétreo de un hombre alto y reboté casi dos pasos. Él me cogió del codo evitando que me cayera y su tacto fue como el de una pluma.

—Disculpe, señorita, he sido un torpe. Por un momento la había confundido con otra persona.

La voz era suave, juvenil y llena de tristeza. Cuando le miré a la cara pude comprobar que, si bien su cuerpo me había parecido el de un hombre, su rostro era el de un adolescente.

—No, ha sido culpa mía —repuse sonrojándome sin poder evitarlo por el modo en el que él me miraba de repente. La tristeza había desaparecido por completo y la sustituía una especie de esperanzada curiosidad—. Me he girado de golpe y no te he visto justo detrás de mí.

Exactamente. Tenía que estar completamente pegado a mí porque había impactado de lleno contra él. En cambio, yo no había sentido ninguna presencia a mi espalda.

—De todas formas, me alegra haber topado con usted. —La mano que sostenía mi codo subió hasta mi mejilla y la perfiló sin apenas tocarla—. No es muy común encontrar caras nuevas por aquí. Menos aún rostros de tan perfecta simetría.

Me dije que con «por aquí» se referiría a esa fiesta. Quizá era la fiesta de una universidad o asociación cultural, porque el edificio era claramente nuevo y ese lugar no podía ser un bar de copas, eso seguro. Y en cuanto a la simetría de mi cara… Sinceramente, nunca me había parado a medírmela.

—Estoy buscando a alguien —dije sin dar más detalles, porque realmente mi labor no era algo de lo que me gustara alardear delante de un chico que acababa de conocer y que además de educado tenía una sonrisa increíble y enigmática.

—Eso me había parecido desde que ha entrado. Aunque la verdad es que no esperaba que la mensajera fuera a ser —se acercó a mí y juro que me olisqueó como un sabueso— así.

—¿Así, cómo? —exigí saber, algo molesta.

—Tan familiar. Pero sobre todo —volvió a acercarse a mí, y esta vez su nariz rozó mi mandíbula—, tan tentadora.

Me lo quedé mirando, creo que con la boca abierta. Había sido objeto de algunos piropos a lo largo de mi vida, unos más originales que otros. Pero aquello no tenía parangón. ¿Tentadora? ¿Con un traje de cuello cerrado, de lo más recatado, y con los ojos ennegrecidos? Aquel chico tenía unos gustos bastante raritos. Aunque claro, tal como me había olisqueado, igual lo que le atraía de mí era mi perfume, y eso que me lo había echado por la mañana después de ducharme y no podía quedar mucho rastro de él.

—¿Gracias? —respondí, o pregunté, y de inmediato me eché a reír.

A él pareció sorprenderle mi reacción, casi tanto como a mí su piropo, si es que podía llamarse así, pero acabó sonriendo y el efecto que eso tuvo en mí fue devastador. Hasta que no vi su afilada sonrisa luciendo una dentadura impoluta no me paré a pensar en lo increíblemente guapo que era. Pero no eran solo las formas perfectas de su rostro, nariz estrecha y recta, ojos profundos de forma almendrada y una mandíbula fuerte y cuadrada enmarcada por una media melena rizada y tan negra como sus ojos. Tenía algo que lo envolvía, un atractivo que tiraba de ti como una cuerda, que te arrastraba hacia él casi de un modo físico. Más que casi. Su mano rodeó mi cintura y me atrajo contra su cuerpo, pegándome a él. De pronto estábamos bailando al son de la música y me sentí flotar entre sus brazos.

—Por mucho que valore que Galiana se haya esmerado tanto en encontrar a alguien de mi más absoluto agrado, no puedo evitar sentir inquietud por no haber previsto las consecuencias que podría desencadenar tu pureza en un lugar como este —susurró mientras me guiaba en un baile que parecía conocer a la perfección—. Está poniendo en peligro al mensajero. Y con ello las negociaciones.

Antes de poder preguntarle de qué estaba hablando, le vi llevarse la mano al interior de su levita y, rápido como un rayo, volver a agarrarme la palma de la mano como si fuera a seguir guiándome en el baile. Pero en lugar de limitarse a hacer eso, sentí cómo su mano se deslizaba sigilosamente por mi muñeca y se introducía en mi manga a través del puño, que me quedaba algo flojo. Empujando con la mayor de las delicadezas, encajó algún tipo de papel entre mi codo y mi muñeca izquierda. Miré a mi alrededor, de pronto preocupada por que alguien pudiera haber visto aquello. Pero lo que descubrí fue que, al parecer, habíamos abierto el baile, ya que varias de las personas que estaban sentadas en las mesas cuando yo había entrado habían dejado de conversar y se habían unido a la danza.

—Dile que exponerte aquí delante de todos ha sido descabellado —prosiguió el chico como si yo tuviera que saber de qué me estaba hablando—. Y que espero su respuesta en un lugar que sea seguro para ti. Un lugar público.

—Hay un hotel aquí enfrente —solté sin pensar, como si la conversación fuera conmigo, que claramente no.

—Muy bien. Exactamente en una semana, a medianoche. En cuanto llegues pregunta en recepción por Elías. —Me guio con sublime habilidad en los pasos de baile hasta que la canción terminó. Hizo una reverencia sin apartar sus ojos de los míos y me empujó de forma muy suave por la cintura en dirección a la puerta—. Ahora vete. Corre.

Iba a obedecerle. Obedecerle se había convertido en una especie de necesidad vital para mí. Pero él mismo tiró de mi brazo antes de que pudiera dar el primer paso y me apretó contra su costado.

—Bueno, bueno, Elías. —Un hombre de unos cuarenta años se acercó a nosotros y aunque sus palabras se dirigían al chico que estaba a mi lado apretándome con excesiva fuerza, me miró en todo momento a mí. Mi cara, mi vestido. Moviendo las aletas de su nariz como si también me estuviera olisqueando. Al parecer, algo muy común en aquella fiesta—. Veo que no pierdes el tiempo.

—Mi amiga ya se iba —se apresuró a indicar Elías y tiró de mí en dirección a la puerta.

—¿Eres una donante?

Sentí la mano de Elías apretar mi costado con muchísima fuerza, y no supe si quería que respondiera sí, no, o que no contestara. Pero acabé simplemente diciendo la verdad, y no porque lo hubiera decidido yo. De alguna manera, aquel hombre me lo exigía con la mirada. Una mirada extrañamente parecida a la de Elías, al igual que algunos rasgos de su rostro.

—Sí —respondí de inmediato.

Y así era. Donaba sangre desde el mes anterior, nada más cumplir los dieciocho años, y me había hecho el carnet de donante de órganos a la vez que mi madre.

—Ella no se quedará hasta el final de la noche, Armando. Así que, ¿por qué no te vas a dar una vuelta, a ver qué encuentras por ahí?

—No sé dónde la has encontrado ni me importa, Elías. Pero sabes que la exclusividad tiene un precio. —Por primera vez el hombre dejó de mirarme para mirar al muchacho, Elías—. Y dudo que estés dispuesto a asumirlo.

—Métete en tus asuntos, Armando —replicó el joven con una autoridad que denotaba auténtico poder—. No te lo repetiré una segunda vez.

La temperatura del ambiente se disparó, literalmente. Sentí calor que provenía del cuerpo de Armando y también de la mano que me mantenía sujeta por el costado. Y de la misma forma que vino, se fue, pero no sin dejarme medio mareada entre tanto. Para cuando quise darme cuenta, Armando había desaparecido, Elías me había ladeado la cabeza y me estaba besando en el cuello, justo en el punto anterior a la clavícula. Estaba pensando en qué momento me había desabrochado los botones del vestido para dejar a la vista esa parte de mi piel cuando, con la misma fugacidad que me había llevado a ese beso, estábamos en la puerta y él la abría para mí.

—¿Qué ha pasado? —Me sentía completamente desorientada.

—Armando puede causarnos problemas si se entera de que estoy en contacto con Galiana. Debes irte. —Me miraba tan preocupado que sentí profundas ganas de consolarle—. Yo me encargaré de que él no salga detrás de ti.

—¿Para qué iba a venir detrás de mí? —No entendía nada.

—Para lo mismo que cualquiera que no sea yo querría un bocadito como tú.

Esta vez el gesto fue más allá de la preocupación. Su ceño se frunció con rabia y en sus ojos pude ver que era más peligroso de lo que parecía a simple vista. Después, en un visto y no visto, volvió a ser el chico encantador que había bailado conmigo haciéndome sentir como si flotara en un sueño. Un sueño del que acababa de despertarme.

¿Bocadito? ¿Me había llamado bocadito? Aquello ya era el colmo. Iba siendo hora de que le dijera que se había confundido de chica, que no era la que él estaba buscando, que no conocía a ninguna Galiana y mucho menos era su mensajera, y que fuera lo que fuera lo que hubiera metido en mi manga, se lo pensaba devolver de inmediato. Y, por supuesto, que ni se le ocurriera volver a besarme, aunque fuera en el cuello y con aquella sutileza… Precisamente de esa forma menos que de ninguna otra. Solo de recordarlo se me encendía la sangre, y no de rabia. Lo que me hacía sentir era algo que no comprendía. No podía decir si me gustaba o por el contrario me repelía.

Pero antes de poder abrir la boca, el portero me cogió con galantería del brazo para posarlo en el suyo, me devolvió mi paraguas y me acompañó a un taxi que parecía estar esperando ya por mí.

—¿Adónde, señorita?

—No estoy segura —confesé desde el asiento trasero, viendo al portero poeta entrar de nuevo en la lonja y cerrar la puerta.

—¿Quiere que la lleve a su casa?

—No. —De pronto me di cuenta de que tenía un deber por encima de cualquier situación surrealista por la que hubiera podido pasar.

Saqué mi móvil del bolsito y llamé a casa. Mi madre supo que quería que me recordara la dirección antes de que se lo preguntara. Y, efectivamente, el número era correcto, pero la calle no.

—A Madariaga 67, por favor —indiqué al taxista y me despedí de mi madre antes de colgar el teléfono.

Me revolví en el asiento, tratando de tranquilizarme después de lo que acababa de sucederme. ¿Pero qué narices acababa de sucederme? Mis movimientos hicieron sonar algo en mi manga. El ruido de un papel. Metí la mano y saqué un sobre lacrado, lo que deduje que era una carta para la tal Galiana, ya que no tenía destinatario ni remitente, solo las letras LZ marcadas con un sello sobre lacre rojo. Podría haberle pedido al conductor que diera la vuelta y devolver aquella carta. Pero Elías me había dicho que podía correr peligro si Armando me encontraba con ese mensaje encima. Y bueno, si en una semana le iba a ver de nuevo, ya se la devolvería, ¿no? Sentí unas extrañas ganas de volver a verlo, casi acuciantes, y sacudí la cabeza tratando de no pensar en él. Guardé el sobre en mi bolsito y crucé los dedos para que el taxi llegara cuanto antes y no tuviera problemas con mi horrible pero bien pagado trabajo.

En Madariaga 67 había un bar que a todas luces iba a tener que cerrar por reformas durante un par de semanas. Llegué solo dos minutos más tarde de la hora a la que se suponía que debía recoger a Carolina. Y la muy bruja había decido que ese día no quería quedarse una hora más. Al contrario. Quería haberse ido antes, y encima yo llegaba dos minutos tarde. Tuve que aguantarla todo el trayecto de vuelta en el metro quejándose por lo aburrida que había sido la fiesta, que ellas ya eran mayores para payasos y magos y que el año siguiente lo que quería era ir a un concierto. ¡Toma ya! A partir de eso, dejé de escucharla y me puse a repasar mentalmente lo que había sucedido.

Lo más reciente era el taxi que había salido de la nada, me había llevado adonde yo había querido y después no me había cobrado ni un céntimo. Al parecer, Elías se hacía cargo. Sí, qué majo. Pero qué sospechoso. Y qué mal rollo cuando se enterara de que yo no era quien él se esperaba y que tenía una carta para Galiana que no iba a recibir, al menos de momento. Luego empecé a pensar en la fiesta. ¿Por qué había bailado conmigo Elías? ¿Solo para poder esconder la carta en mi manga con disimulo? ¿Por qué la gente no había bailado hasta que lo hicimos Elías y yo? ¿Y por qué Elías me había mirado todo el tiempo de aquella manera tan intensa? Y lo más raro de todo. Aquel hombre. Armando. ¿Por qué le molestaba que Elías bailara conmigo? ¿Por qué estaba interesado en si era donante? ¿Y por qué debía temerle?

Demasiadas preguntas y ni una sola respuesta.

De pronto caí. ¡Cielos! Tal vez estuviera metido en asuntos de contrabando de órganos. Había visto algún reportaje sobre el tema en la tele, y era absolutamente escalofriante. Por eso Elías me quería proteger de él y me había apretado el costado para que no dijera nada. ¿Pero a quién había estado esperando él? A nadie que conociera, al menos en persona, porque de ser así no la habría confundido conmigo. ¡Si ni siquiera me había preguntado mi nombre!

Frustrada por no tener más que preguntas, saqué la carta de mi bolsito y la miré a trasluz, tratando de ver algo escrito en el interior, pero el papel era muy grueso y la luz no lo atravesaba. Revisé entonces el sobre, sin remitente ni destinatario, yo no podía hacer nada por hacérsela llegar a aquella mujer. Traté de abrir el lacre, pero estaba demasiado bien pegado para poder separarlo sin romperlo. Vistas las opciones que me quedaban, o más bien la ausencia de ellas, decidí esperar al sábado para devolverle la carta a Elías y explicarle la terrible confusión en la que habíamos caído. Esperaba que no se enfadara conmigo, al menos no demasiado.

Volví a guardar el sobre en el bolsito y, cuando alcé la vista, vi a un chico rubio que se sentaba frente a Carolina a

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