1
El día del fin del mundo voy a trabajar como siempre.
Todo transcurre de forma lenta y pacífica, es un día normal, un día cualquiera.
Ajeno a lo que va a suceder, el sol da la señal para que ponga las cosas en marcha, como todas las mañanas, y el pueblo se anima moviéndose en perfecta sintonía alrededor de mí, como si yo fuera un director de orquesta en el escenario de la vida.
Apenas cierro la puerta de casa todos ejecutan el fragmento de la partitura que les han asignado con un ritmo familiar y confortante.
Y tres, dos, uno...
Repiqueteo con la batuta en mi atril invisible y suenan los primeros acordes de la sinfonía.
—¡Buenos días, querida! —La voz aguda de la vecina me llega puntual.
Me vuelvo y le sonrío mientras abro el candado de la bicicleta.
—¡Buenos días, señora Flora!
Ahora me preguntará: «¿Despierta ya a esta hora?».
—¿Despierta ya a esta hora? —me pregunta, en efecto.
Me arrebujo en la chaqueta, divertida.
—Debo ir a trabajar —le explico, igual que todas las mañanas.
Mi vecina es una señora de maneras dulces y amables, pero está un poco chiflada.
Envuelta en su bata de color rosa, podría encarnar a la perfección el estereotipo de la anciana sola y rodeada de gatos, con el sofá lleno de pelos y el salón abarrotado de pañitos y croquetas. Si tuviera gatos...
En cambio, tiene un perro enorme, que debe de haberse comido todos los gatos.
No entiendo nada de perros, pero creo que el suyo es un cruce entre un rottweiler y un mamut.
Todas las mañanas salgo de casa esperando que aún no se haya despertado, pero todas las mañanas, tan puntual como su dueña, sale de la caseta que hay en la parte posterior del edificio para asomarse a la red de la cerca y ladrarme con enorme desprecio.
La señora Flora, que no alcanza a comprender hasta qué punto es peligrosa la situación, trata de calmarlo dándole unas palmaditas en el lomo.
—Vamos, Omero, pórtate bien...
Imaginaos si él la escucha. En un alborozo de baba y dientes afilados, también hoy me recuerda que acabaré como los gatos cuando la vieja valla del patio se derrumbe bajo su peso. Solo es cuestión de tiempo.
—¡Buenos días! —contesto, y me apresuro a zafarme de ella con un rápido ademán de la mano.
—¡Igualmente, querida! —exclama, pero para entonces ya he dado unas cuantas pedaladas y estoy lejos, con el corazón acelerado y la frente perlada de sudor.
Después, el aroma dulce y envolvente del pan recién sacado del horno embriaga mi mente y sosiega mis sentidos. Apenas me ve pasar por delante de su tienda, Francesco deja de cargar las cestas de baguettes en la furgoneta blanca.
Y tres, dos, uno...
«Ahora me dirá que hace sol.»
—¡Menuda suerte, esta mañana también brilla el sol! —me dice, en efecto, riéndose por el juego de palabras que ha hecho con mi nombre.
Me llamo Maria Sole, pero todos me llaman Sole[1] y a menudo soy blanco de bromas «meteorológicas» como esta.
Sigo bajando por el laberinto de callejones del pueblo, saboreando el aire somnoliento.
Apretado entre la tierra y el mar, Campomarino me cuenta su historia a través de las paredes de las casas. Todas las mañanas, cuando voy a trabajar, la recorro en los variopintos murales que campean al abrigo de las puertas y las escalinatas, narrando escenas de la vida cotidiana, los oficios y las tradiciones populares de Molise. Ahora, por ejemplo, entre un farol y la boca de una alcantarilla, se asoman un ama de casa estirando un hojaldre, un joven rondando a su enamorada, un remendón arreglando un zapato y una mujer bordando.
En un caleidoscopio de imágenes familiares, que siento como si fueran mías, bajo la colina con la brisa tibia de principios de abril bailando en mi pelo y susurrándome al oído que el verano se acerca.
Hoy, sin embargo, una nota desentona en la melodía que me acompaña.
La discusión con Stella ha sido una sorpresa, un duro golpe que me ha turbado en lo más profundo. Estoy furiosa con mi mejor amiga.
Desde hace tres días sus palabras retumban en mi cabeza y se precipitan en mi corazón arruinando la música, arruinándolo todo.
Stella sabe de sobra que me da miedo volar. Y viajar. Y estar sola en lugares desconocidos.
Sabe que la presencia de demasiada gente me produce ansiedad. Que me aterroriza quedarme encerrada en un ascensor o la idea de que me aspire una escalera mecánica.
Por si fuera poco, sabe que no tengo ningún sentido de la orientación, que podría perderme en el patio de mi casa. Tampoco como ya platos cocinados de forma distinta a la nuestra, y cuando digo «nuestra» me refiero a la manera en que los cocina mi madre.
Stella sabe que me siento incómoda con los desconocidos: si debo hablar con varias personas, paso tanto tiempo buscando algo sensato que decir que, cuando por fin decido abrir la boca, el tema de conversación ha cambiado ya tres veces.
La verdad es que mi mejor amiga me conoce demasiado bien para no saber que, tratándose de una persona como yo, la propuesta que me ha hecho no tiene ningún sentido. Es obvio que no acabo de creérmelo.
El recuerdo de la pelea me produce una desagradable sensación; es la primera vez que sucede algo así desde que nos conocemos.
Nuestra amistad nació una tibia mañana de septiembre, el día en que empezamos la escuela primaria. Bastó que le dijera cómo me llamaba para que enunciase su impecable teoría: «¡El sol es una estrella, así que somos hermanas!».[2]
Y así fue. A partir de entonces fuimos realmente inseparables, a pesar de que no podíamos ser más diferentes.
Desde que era niña siempre he comparado nuestra relación con la que existe entre Batman y Robin. Ella es el superhéroe; yo, su joven ayudante.
Ella tiene superpoderes, yo no.
Ella está invariablemente en primera línea, fuerte y combativa; yo, en la retaguardia, lejos del escenario de la acción.
Nuestra amistad siempre se ha fundado en esta ecuación, un equilibrio perfecto que nos une desde el colegio, cuando Stella se nombró a sí misma jefa de la clase y yo, en cambio, me escondía en el cuarto de baño para que no me viera nadie.
Por eso no entiendo por qué me habló de esa forma anteayer.
Lo único seguro es que no pienso llamarla hasta que no se disculpe.
Me alegro al ver que mis compañeros aún no han llegado al supermercado. Me gusta entrar pronto, como hoy, reponer los productos en las estanterías y charlar con Danilo mientras nos preparamos para la apertura.
Me gusta el aroma del glaseado que se derrite sobre los cruasanes calientes que Francesco nos trae a las ocho en punto, me gusta el festival de colores de la fruta fresca que se exhibe bajo la luz blanca de las lámparas, me gusta oír la radio hablando y cantando durante todo el día hasta la hora de cerrar.
El nuestro no es uno de esos supermercados grandes como un barrio y con formas futuristas; más bien es un pequeño lugar encantado donde se encuentra de todo: pan fresco, papel matamoscas, patatas, detergente e incluso tarjetas postales, que están en el expositor que hay al lado de la caja desde los años sesenta.
Empecé a trabajar aquí el verano en que terminé el bachiller, y a estas alturas es como mi segunda casa. Al principio era un empleo temporal, para afrontar la afluencia de turistas durante la temporada alta, pero después me quedé, porque la universidad no era una de mis aspiraciones.
Danilo, mi jefe, siente debilidad por mí. Dice que mi tranquilidad «se propaga como un desodorante ambiental». La metáfora no es poética, pero sí concreta, como él.
Con una estatura de casi un metro noventa y el tonelaje de un armario para las cuatro estaciones, Danilo parece un gigante bueno. Además, su nube gris de pelo enmarañado confiere a su aspecto una punta de comicidad que te hace reír incluso cuando no deberías, como cuando se queja de que escasea el trabajo.
—Es mi deber decíroslo, chicos: no llegaremos a final de mes —anuncia a todo el personal con un optimismo inquebrantable al principio de cada mes, a pesar de que al final llegamos siempre. Supongo que la frase es una especie de rito propiciatorio: nuestra fortuna son, sin duda, los clientes fijos.
Para empezar, está Marisa, la peluquera, que solo compra para enterarse de los últimos chismorreos que circulan por el pueblo.
Luego está la señora Panichella, que todas las mañanas compra exclusivamente tres manzanas y un envase de croquetas para perros, cosa del todo incomprensible, ya que no tiene perro.
Además, están los clientes menos simpáticos, como el señor Palladino, que empieza a tirar humo y fuego por la boca como un viejo dragón cuando debe esperar más de un minuto en la cola de la caja.
Pero, en el fondo, ellos también me gustan.
Por estos pasillos pasa todos los días una amplia variedad de seres humanos y desde el puesto privilegiado que es la caja número uno los veo desfilar delante de mí con divertida curiosidad.
Todos me conocen y muchos de ellos se detienen a charlar conmigo entre un pitido y el otro del lector óptico que registra la compra y marca el ritmo lento y confortante de mis días.
—¡Qué guapa estás esta mañana, Sole!
Marisa escruta mi peinado con mirada profesional.
Pero no es cierto, no soy guapa, más bien diría que soy «pasable». Con mi cutis de porcelana y una trenza blanda apoyada en un hombro hoy también parezco «salida de una novela del siglo XIX», como dice siempre mi mejor amiga.
Danilo y el resto de los clientes se unen a los cumplidos y me hacen enrojecer. Prefiero quedarme atrapada en un túnel kilométrico de una autopista a ser el centro de la atención.
Serena se vuelve desde su puesto en la caja dos y, a juzgar por la mueca que veo en su cara, se siente como si estuviera asistiendo a una matanza de atunes.
Trabaja aquí desde hace menos de un mes y detesta a todo el mundo. Ha reñido ya con el encargado de la pescadería, con la responsable de la administración y, claro está, con el impaciente señor Palladino.
Nada le parece bien. Parece el Grinch.
Casi no le hablo, no me apetece meterme en líos. Como ahora: a pesar de que me gustaría preguntarle por qué ha puesto esa cara, prefiero volverme e ignorarla confiando en que la mía recupere su color habitual.
2
El almacén de la trastienda es mi refugio antiatómico.
En las pausas me cobijo aquí para leer unas páginas de una copia descolorida, deformada y subrayada de Orgullo y prejuicio, mi novela preferida.
He leído la historia de amor entre Elizabeth Bennet y el señor Darcy veintiséis veces y me ha chiflado veintiséis veces. Soy una romántica incurable y vivo el amor soñando con él entre esas líneas.
Cuando no leo, llamo por teléfono a Stella para ponerla al día sobre las últimas perlas de sabiduría de mi nueva compañera, que pasa el tiempo contradiciéndome por cualquier cosa.
—Pero ¿qué haces, Sole? Los productos de reclamo van a la derecha, los de primera necesidad lejos de la entrada, los bollos para la merienda abajo, a la altura de los niños.
Stella es mi paciente confesora y se ríe conmigo de la petulancia de mi compañera.
No tengo secretos para ella, bueno, casi ninguno.
Cuando éramos niñas, pasábamos también un montón de tiempo al teléfono. Por eso me cuesta tanto no llamarla, me hace sufrir: esta pelea es una verdadera lata.
Recuerdo nuestra última conversación por teléfono, hace tres días.
—Tengo que decirte algo superimportante —proclamó—, pero es tan superimportante que no puedo decírtelo por teléfono. Tenemos que vernos como sea, ya, si no, creo que voy a estallar. ¡Dios mío, soy superfeliz!
Colgué sintiendo una curiosidad tremenda y un miedo aún mayor.
La última vez que mi mejor amiga había tenido algo «superimportante» que decirme me había anunciado que al día siguiente se iba a París con un trapecista francés que había conocido hacía apenas dos semanas.
Stella siempre me sorprende, es un huracán.
Yo soy silenciosa y tranquila, ella siempre está haciendo algo a la velocidad de la luz.
Para ella todo es «súper»: París es superbonito, nuestro mar es superazul, la affunniatella que prepara su padre es superpicante. En realidad, la única súper es ella.
Habla tres idiomas, ha viajado por todo el mundo y desde que descubrió la fotografía se dedica a ella profesionalmente en cuerpo y alma.
Su pasión nació en los últimos años de instituto, cuando pasó una semana de vacaciones en Milán, en casa de su hermano Massimo. Allí conoció a un amigo fotógrafo de este y se enamoró perdidamente de él.
Cuando el ligue terminó, volvió a casa, pero solo por cierto tiempo, porque para entonces había comprendido que lejos de aquí sucedían muchas cosas. Así pues, empezó a trabajar como fotógrafa freelance.
Desde hace ocho meses el resto del mundo se llama Andras, es trapecista y vive en París.
—Dios mío, es un ángel —murmuró Stella la primera vez que lo vio exhibirse en el circo mientras contemplaba con los ojos abiertos como platos al chico que daba vueltas a diez metros de altura, colgado de un trapecio, con una gracia y una desenvoltura inigualables.
Luego me contó que en ese momento se había enamorado del joven artista francés que bailaba en el aire y vagaba por la tierra con el espectáculo itinerante con el que había viajado por toda Europa. Estaba tan segura de sus sentimientos que apenas dos semanas después subió a un tren y lo siguió hasta París.
Porque Stella es así: decide y va. Igual que la masa indómita de rizos que ondean alrededor de su bonita cara, semejantes a la melena de un león.
La observo y me pregunto qué se sentirá viviendo así, à bout de souffle, a fondo, bebiendo la vida a grandes sorbos.
Stella es una navegante incansable que necesita espacio para surcar mares, buscar tesoros y franquear horizontes siempre nuevos. Yo, en cambio, prefiero quedarme aquí, paciente, esperándola para ver qué ha encontrado en cada ocasión.
La esperé mientras vivió en Roma durante la universidad, cuando estuvo seis meses en España de Erasmus, cuando fue a Milán para hacer el curso de fotografía y cuando pasó un año buscándose a sí misma mientras viajaba por Europa. Y ahora que se ha instalado en París también la estoy esperando.
No obstante, confío en ella, porque cada vez que se va, sea como sea Stella me deja la promesa de su regreso: «Conozco unos barcos que vuelven siempre después de haber navegado». Cada vez que se va se despide de mí con los versos de Jacques Brel y yo la espero serena en el puerto.
Reconozco que echo de menos a Stella, que este corte en nuestra comunicación me está sacando de quicio, pero cuando recuerdo nuestra pelea vuelvo a sentir un sabor acre en la boca.
Ese día, el local estaba tan lleno como siempre.
A la hora de comer, el Siete Mares es la parada obligatoria de los que trabajan en la playa. Los amigos y los compañeros se encuentran allí para charlar un poco disfrutando de la brisa marina y saboreando uno de los famosos platos rápidos de Giorgio, el padre de Stella. Su cocina es famosa en toda la ciudad.
Sentada a la mesa de siempre, con vistas a la playa, esperaba que mi mejor amiga acabase de servir a los últimos clientes y me contase la cosa superimportante que me había anunciado por teléfono.
La insoportable de Serena me había regañado durante toda la mañana, incluso por la manera en que me sentaba en el taburete de la caja, así que estaba de un humor de perros.
Ugo, un querido amigo de los padres de Stella que frecuenta el local, estaba leyendo el diario en una mesita próxima a la barra. Desde que se jubiló se dedica a la apicultura, pero es probable que su pasión siempre haya sido el periodismo.
—Por lo visto va a entrar una fuerte perturbación procedente de Francia... —anunció a todos los presentes, como si estuviera presentando un telediario.
—De Francia nunca llega nada bueno —refunfuñó Giorgio mientras servía dos platos de picellati, unos dulces típicos.
El comentario del padre de Stella cayó como una bomba en la sala, todos sabían a quién iba dirigido.
La llegada a la vida de su hija de un artista circense, que la había convencido para que lo abandonara todo y lo siguiera a París, había causado un verdadero terremoto en la familia. Nadie lo había aceptado.
Stella respondió a la invectiva de su padre encogiéndose de hombros con aire desdeñoso, pero, a pesar de que parecía darle igual, yo sabía que en el fondo sufría, que le habría gustado que su familia tratase al menos de comprender lo que sentía.
—Voilà, mademoiselle! —Sonrió con renovado entusiasmo, tendiéndome el plato—. ¡Tu «ensalada sin»!
Como allí todos los días y Stella ha bautizado así mi plato fijo, una ensalada mixta sin mozzarella, debido a mi alergia a la lactosa, sin atún, por el mercurio que contiene, y sin sal, porque aumenta el riesgo de hipertensión arterial. Mi padre tuvo un infarto, así que sé que no es cosa de broma.
—¡Agárrate bien! —dijo Stella, dejándose caer en la silla a mi lado. Detrás de su mirada febril e inquieta había un mundo infinito—. Acabo de hablar con mis padres —anunció en tono cómplice—. Me han pedido que pase aquí la temporada y que los ayude en el local, porque Marina se marcha dentro de unos días.
Sabía que Marina, la histórica camarera del Siete Mares, se iba a marchar a finales de abril para instalarse en Campobasso con sus hijos y su marido, porque la empresa en la que este trabajaba lo había trasladado allí.
—Y tú ¿qué les has contestado? —pregunté a Stella con la emoción chisporroteando ya en mi piel.
Stella reventó:
—¡Sííí!
Sentí una oleada de inesperada felicidad.
—Entonces ¿pasarás aquí todo el verano? —pregunté incrédula.
—¡Sííí! Será como en los viejos tiempos —dijo ella, y en mi mente se desplegaron los recuerdos de todos los veranos de nuestra infancia y adolescencia, que pasamos siempre, siempre juntas, comiendo helados en la playa y corriendo en bicicleta por el paseo marítimo. Por no hablar de las conversaciones, las salpicaduras, las carcajadas, el aroma a salitre y la crema bronceadora, del sol que nos deslumbraba y nos caldeaba el corazón.
Algo parecido debía de estar sucediendo también dentro de ella, porque se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo.
—¡Será nuestro verano mágico! —me dijo en el tono que se usa para las promesas solemnes.
—¡Genial! ¡No podías haberme dado una noticia mejor! —le respondí abrazándola también.
Ella, sin embargo, se retrajo y me escrutó esbozando una sonrisa burlona.
—Pero esto no es la cosa superimportante que tenía que decirte.
—Ah, ¿no? Entonces ¿qué es? —pregunté, mirándola estupefacta.
Su sonrisa se ensanchó y me embistió con una cascada de luz. Parecía realmente superfeliz.
—No te lo puedes imaginar.
Me arrastró hasta la parte posterior del local con aire conspirador. La curiosidad me devoraba y mi cerebro estaba vacío, era incapaz siquiera de aventurar la menor hipótesis.
—Pues bien, para empezar, tengo que anunciarte que he organizado un fin de semana especial à Paris para celebrar tu cumpleaños, mon amour! —Desde que vive en París, Stella salpica su discurso con exclamaciones en français; «para dar un poco de color al ambiente», dice ella.
La miré como si acabara de convertirse en una langosta.
—¿Eh?
—¡La primavera en París c’est magnifique! Haremos pícnic en el Bois de Boulogne, pasearemos por el centro y luego, por la tarde, te llevaré a un sitio del que te hablaré luego, que tiene que ver con la supernoticia y que está justo al lado de las Galeries Lafayette, donde nos tomaremos un café en la terraza panorámica y celebraremos la noticia más sorprendente que habrás oído jamás. Merveilleuse!
Guiñaba los ojos, la verdad es que no conseguía entenderla.
—Pero ¿qué...?
Sus palabras sin sentido rebotaban en mi cabeza y me entró una repentina sensación de fastidio.
—Pero ¿cómo se te ocurre? ¿Te has vuelto loca?
Stella abrió desmesuradamente sus grandes ojos azules.
—¡No! ¡Ya verás como será el mejor cumpleaños de tu vida!
—Pero ¡no puedo ir! —exclamé.
—¡Debes venir!
—No, Stella, ya sabes que yo no...
—¡Vamos! ¡Te he invitado al menos diez veces desde que vivo allí! —prosiguió, impertérrita—. Ya lo he organizado todo, esta vez no puedes negarte. Además, está la supersorpresa que ahora te contaré, a la que no puedes faltar, ¡no puedo siquiera imaginármela sin ti!
Respiré tratando de mantener la calma.
—Me conoces de sobra, sabes que no viajo en avión.
—¡Lo sé! —dijo, haciendo una mueca de satisfacción—. ¡Por eso Andras te ha comprado un billete de tren! Será un poco largo, pero lo importante es que vengas.
El fastidio se transformó en una irritación insoportable cuando comprendí que lo había decidido todo sola, sin consultármelo siquiera.
—Bueno, pues no debería haber comprado los billetes.
—¡Di que sí, Sole! Debes venir como sea a pasar unos días a Maison Petite —insistió, invitándome a su casa de París, a la que le gusta llamar así—. ¡Tienes que verla! Debes...
No sé muy bien qué sucedió, el caso es que perdí los estribos. Las innumerables cosas que, en su opinión, debía hacer se añadieron a las innumerables cosas que, según mi insoportable compañera de trabajo, debería haber hecho, y juntas formaron una oleada irrefrenable.
—¿Debo? ¡No debo hacer nada! —estallé—. Siento decirte que no otra vez, pero la verdad es que no entiendo por qué sigues pidiéndomelo, sabes que no puedo —dije, abriendo mucho los ojos, fijando una evidencia que no entendía cómo ella podía ignorar.
De repente su expresión cambió y su tono de voz se hizo grave y alusivo.
—No es verdad que no puedes... No quieres.
Me encogí de hombros, mosqueada.
—No quiero, no puedo... ¿Qué más da? —Mi voz subió otra octava—. ¡No iré jamás, punto final!
—¡Vamos, Sole, no te entiendo! ¿Por qué haces eso?
La irritación estalló en un ataque de rabia, insólito en mí.
—¿Puedes decirme de una vez lo que tienes que decirme? Tengo prisa. —No sé por qué, añadí—: ¡Yo trabajo de verdad!
Stella resopló.
—¡Jesús, eres como mi padre! ¡No se puede razonar contigo! Acabarás como él, cansada e infeliz, morirás aquí sin haber visto nunca nada diferente.
Luego, no sé cómo, la conversación degeneró. Las palabras se convirtieron en un río en crecida, que rompió el dique y rebosó.
—¡No todos podemos permitirnos el lujo de vagar por el mundo buscándonos a nosotros mismos, de marcharnos así, sin mirar a la cara a nada y a nadie!
—¿Sabes lo que pensaba antes, cuando te traje la ensalada? ¡Pues que esas hojas verdes son como tu vida! ¡Una vida «sin»! ¡Sin errores, sin maravillas, sin estupor, sin sabor!
—¿Y tú qué sabes?
—¡Lo sé porque todos los días haces lo mismo! Siempre el mismo camino, la misma gente, los mismos gestos, las mismas palabras, ¡la misma ensalada! —vociferó, pero yo la superé:
—¿Qué tiene de malo? ¡Me gusta vivir así!
—¡No, no te gusta vivir así! ¡Lo haces porque no conoces nada más! ¡Lo haces porque tienes miedo de probar algo diferente, te aterroriza la idea de salir de tu zona de confort! ¡Estás impregnada de miedo, chorreas miedo!
Stella gritaba y yo no alcanzaba a comprender el motivo: jamás me había hablado de esa forma.
—¡Estás malgastando tu vida, tus mejores años! ¿Cómo es posible que no te des cuenta? ¡Dentro de pocos días cumples veinticinco años y has vivido a medio gas!
—¡Quizá debería ser una egoísta como tú y hacer solo lo que me viene en gana, seguir el viento pasando de todo y de todos! ¡Quizá entonces viviría la vida a tope!
—¡No lo entiendes!
—¡No, eres tú la que no lo entiendes! ¡Yo no te digo cómo debes vivir tu vida! ¡No te metas en mis asuntos! —le grité, sin reconocer casi mi voz en el sonido chillón que había salido de mi garganta.
—¡Te lo digo porque te quiero y porque no puedo verte más así! Ahora, con lo que me está sucediendo, no.
—Ah, ¿no? —Reventé, haciendo caso omiso de lo que estaba sucediendo—. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que no me mires! Si mi vida te parece tan insulsa y patética y tu París tan bonito, vuelve allí. Hazme un favor: vuelve y déjame en paz, ¡porque yo tampoco quiero volver a verte!
Esas fueron las últimas palabras que le dije antes de marcharme, y ahora me arrepiento un poco.
En fin, sé que Stella me quiere y que jamás me haría daño a propósito, por el mero gusto de hacerlo.
La sensación desagradable se transforma en un fastidio insoportable. La duda de haber exagerado un poco se insinúa con prepotencia y me pica donde más daño me hace.
Puede que solo tocara una fibra sensible, por eso me sentí tan dolida.
«Esperaré un poco más y quizá luego la llame», me digo.
Es cómico: a veces creemos tener todo el tiempo del mundo, pero es precisamente todo el tiempo del mundo lo que nos falta cuando el mundo se termina.
3
Guardo la bicicleta en el garaje sin dejar de pensar en la discusión que he tenido con Stella.
Nada más entrar en casa me doy cuenta de que algo no va bien.
Mi padre está pintando las paredes del recibidor estos días y se ha tomado la tarea muy en serio: tiene cuidado de que no salpique, no quiere que la pintura se seque, procura que no chorree y que no se ensucie nada. Y hace bien, porque mi madre supervisa la obra.
Hoy, sin embargo, el recibidor es un verdadero caos. La pared que hay enfrente de la puerta está pintada de color rosa pastel solo a medias. La escalera de mano de madera está en medio de la habitación, el cubo de pintura sigue abierto y el pincel yace en el suelo dentro de un charco de pintura.
Da la impresión de que mi padre ha dejado de trabajar de repente para atender algo más urgente. O quizá se ha caído de la escalera y se ha roto una pierna. O se ha dado un golpe en la cabeza y lo han llevado al hospital. O ha tenido otro infarto. El doctor dijo que podía repetirse si no vigilaba la alimentación y él nunca vigila nada.
Voy corriendo a la cocina y apenas lo veo consciente y entero recupero el aliento. No obstante, un segundo después me pregunto qué puede haber sucedido, porque, a juzgar por su expresión, no debe de ser nada bueno.
—Siéntate, tesoro.
El tono grave y serio de mi madre me produce ansiedad antes incluso de que diga el resto.
—Dios mío, ¿qué ha pasado? —pregunto a mi padre, que guarda silencio a su lado.
Cuando baja la mirada y esta se cruza por un momento con la mía, siento que no puedo hacer otra cosa que sentarme, porque las piernas me fallan de golpe.
—¿No... no has oído los telediarios? —me pregunta mi madre con ojos aterrorizados.
—No... ¿Qué...? —No consigo terminar la pregunta. Trago saliva y me preparo para lo peor.
—Ha habido un atentado —dice por fin mi madre, interrumpiendo mi respiración y el flujo de mis pensamientos inconexos.
—¿Dónde?
—En París, tesoro. —Suspira mientras baja la mirada y la fija en el mantel de cuadros.
Mi corazón, en cambio, se desploma al suelo.
—¿Pa... París?
Entorna los ojos.
—Sí.
—¿Cu... cuándo?
—Esta tarde. —Las dos palabras retumban como un disparo en mis orejas llenas de sangre.
—Hemos llamado a los padres de... —La voz de mi madre se quiebra en un sollozo incontrolado.
—Los padres de Stella —prosigue mi padre en tono firme—. Están tratando de ponerse en contacto con ella, pero hasta ahora no lo han conseguido.
Movida por un impulso, saco el teléfono del bolso y la llamo, pero la línea suena en vano y un vacío se abre en mi pecho.
—Ya verás como está bien. Estoy segura de que apenas se calme un poco la situación llamará —masculla mi madre detrás de mí, y no hace falta que me vuelva para ver la incredulidad que se refleja en su cara.
Cuando salta de nuevo el contestador, me invade el desaliento.
—Pero ¿cómo? ¿Dónde? ¿Qué ha pasado? —pregunto a mi padre, el único que está tratando de dominarse.
—Cuatro hombres han empezado a... a disparar a la gente... en las Galeries Lafayette, en pleno centro.
Siento que me voy a desmayar.
Mi madre se da cuenta e intenta sujetarme mientras todo se mueve, se estremece y se agita.
—Pero no te preocupes, Patrizia me ha dicho que Stella vive en otra zona y que, además, casi nunca va por allí.
—Hoy pensaba hacerlo, por la tarde —digo. Mi voz suena ronca, como si saliera de ultratumba.
—Oh... bueno... —farfulla mi madre completamente desconcertada—. En este caso, seguro que salió antes de que sucediera. Todo irá bien y dentro de poco...
El teléfono fijo retumba en la habitación como una sirena antiaérea que, con un sonido largo, sombrío y lastimero, anuncia un peligro inminente. Mis padres y yo miramos el aparato sin pestañear, como si fuera un artefacto cebado, y por un momento nadie habla ni respira. Permanecemos sumergidos en un limbo de terror, en una burbuja suspendida en el tiempo y en el espacio, destinada a romperse en cuanto alguien levante el auricular.
Será alivio o desgarro. Será volver a respirar o contener el aliento para siempre. Será vida o muerte.
Al final, mi padre responde, a mí me fallan las fuerzas, me falta valor.
No es necesario que hable ni que Patrizia lo haga al otro lado de la línea. El sollozo que se le escapa basta para desencadenar un terremoto de proporciones gigantescas, que rompe los cristales y revienta los tubos, abre el tejado y derrumba todo lo que está dentro de la casa hasta que no queda nada. Solo un colosal e indeleble sentimiento de culpa.
4
Cuando el mundo termina, ya no siento nada.
Lo que sucede en las horas y los días siguientes a la noticia de la muerte de mi mejor amiga me llega de lejos, un eco débil y ahogado de una realidad demasiado ensordecedora para ser oída.
No oigo nada cuando mi madre me dice que Patrizia y Giorgio han viajado a París para despachar los trámites burocráticos. No oigo nada cuando mi madre me dice que el sarcófago está en Italia. Tampoco oigo nada cuando me recuerda que es tarde y que debo vestirme para el funeral, porque es hora de ir a la iglesia.
En la burbuja de dolor donde me he refugiado, sigo a mis padres arrastrándome por la plaza de la iglesia de Santa Maria a Mare.
Todo el pueblo asiste al funeral, los clientes del restaurante y del supermercado, pero también los amigos de Stella, de la universidad, de Milán, que no conozco.
Algunos vienen también de París. En la multitud vestida de oscuro los amigos circenses resaltan como flores de colores en un prado de ceniza. Andras, el ángel blanco de Stella, se queda de pie al fondo de la iglesia, con los brazos cruzados y los ojos brillantes.
Salió milagrosamente ileso del atentado. Ella, en cambio, murió en el acto.
Lo odio. Lo odio con cada fibra de mi ser.
Cuando me ve, parece reconocerme y se acerca a mí.
—Sole... —intenta decir, pero mi nombre muere en sus labios cuando alzo los ojos y lo fulmino con la mirada. Soy una fiera a punto de atacar.
«Me la robaste. Si no te hubiera conocido, hoy no estaríamos aquí. Me la robaste. Deberías haber muerto tú en esa terraza. Me la robaste.»
Andras retrocede como si le hubiera dado unos cuantos puñetazos, que es justo lo que me gustaría hacer si no fuera un cuerpo vacío que se arrastra por inercia.
Me alejo, a pesar de sentir el peso de su mirada a lo largo de toda la nave. Sigo a mis padres hasta el ataúd descaradamente cubierto con flores de colores. Su aroma, intenso y arrogante, me produce náuseas.
Giorgio y Patrizia me invitan con un ademán a sentarme a su lado: soy una más de la familia.
Pero cuando veo a Massimo me estremezco.
Hacía seis años que no veía al hermano de Stella y ahora lo tengo enfrente, de pie en la fila de bancos que hay delante de la mía. Estamos tan cerca que mis ojos se pierden en la trama del suéter negro que lleva puesto. Apenas reconoce su aroma, mi corazón se agita y me recuerda que, a pesar de mi estado de ánimo, no estoy en el ataúd con mi mejor amiga.
Cuando termina el funeral, un joven que asistía al mismo curso de fotografía de Stella grita: «¡Adiós, Stellina!», y todos se ponen de pie de golpe y aplauden.
Aplaudimos por el tiempo que Stella nos regaló, por su risa contagiosa, por sus ojos sinceros, por su manera superespecial de ser.
Fuera de la iglesia soltamos una nube de globos blancos. Me siento tan vacía que tengo la impresión de que si me aferrara a uno saldría volando. A fin de cuentas, nada me retiene ya aquí. Nada.
5
Un vuelco del alma. Agujas incandescentes que se clavan en el corazón, el hielo que lo paraliza todo. Ahora entiendo por qué se dice que la desaparición de una persona es un auténtico fin del mundo.
Sí, porque no solo muere la persona a la que amamos, también termina el mundo único y especial que creamos con ella y que con ella deja de existir.
Tampoco existe ya la llamada telefónica desde el almacén del supermercado para hablarle de Serena.
Ni la supernoticia que debía darme la última vez que nos vimos.
Ni las cosas que hacíamos juntas: las tardes en la playa, la música a todo volumen en el coche, las noches de pizza y película en su casa.
Es la disolución de todo lo que éramos, la evaporación de la infancia, el final de un mundo que antaño era bonito y que cuatro asesinos despiadados han destruido.
De golpe se abre ante mí la idea de un futuro sin ella y siento que me ahogo en un mar de desesperación.
«Será nuestro verano mágico», dijo.
«¿Dónde está la magia? Porque yo solo veo oscuridad. ¿Qué hago ahora? ¿Qué se puede hacer cuando sucede algo que creías imposible?»
Hace días que estas preguntas retumban en mi cabeza, como una lluvia de agujas en la conciencia.
Y, a medida que pasa el tiempo, empeora.
La impresión inicial fue tan grande que al principio no comprendí la magnitud de la tragedia, pero ahora el dolor se suma a otro nuevo dolor a cada instante y yo me siento derrotada.
Llevo una semana encerrada en casa, mi cumpleaños pasó sin que me diera cuenta. Estoy encerrada en casa mientras el mundo sigue ardiendo fuera.
Mis padres también están destrozados. Mi madre es una máscara de sufrimiento. Irreconocible. No pensaba que iba a reaccionar tan mal.
Me gustaría ayudarla, pero ¿cómo puedo hacerlo si yo también me siento enterrada en un ataúd, a dos metros bajo el suelo?
La primera vez que salgo de casa estoy tan absorta en mi nube de pensamientos que me sobresalto cuando oigo que me llaman.
—¡Buenos días, querida!
La señora Flora me saluda como siempre, pero hoy todo es diferente, porque yo ya no soy la de antes, así que me limito a responderle con una ligera inclinación de cabeza mientras monto en la bicicleta y empiezo a pedalear lo más rápido posible para alejarme de casa.
La gente sigue haciendo lo mismo de siempre: trabajar, beber café, bromear con los amigos, pensar en las vacaciones. En cambio, mi corazón está parado, como el de Stella.
La habitual sinfonía de mi vida se ha convertido en un grito aterrador, en un sonido desesperado que retumba en el eco invisible de la soledad.
Apenas entro en el supermercado todos se vuelven para mirarme azorados, compadeciéndome. Danilo y nuestros mejores clientes saben que Stella y yo éramos muy amigas y me escrutan como si estuviera mutilada, como si a mi cuerpo le faltara algo esencial para poder funcionar. Y, en efecto, es así.
No tengo ganas de hablar.
Paso el día en una nube indefinida. Los pitidos del sensor de la caja son una especie de canción de cuna a la que me abandono como si entrara en trance. Solo abro la boca para decir: «¿Bolsa?» y «¿Efectivo o tarjeta?».
Mascullo con dificultad «Adiós».
Todo me parece efímero, inútil, sin sentido mientras permanezco aquí, inmóvil, mirando con las manos vacías y una sola pregunta en la cabeza: «¿Qué se hace después del fin del mundo?».
«Sois polvo de estrellas», nos dijo un día la profesora de ciencias en el instituto mientras nos explicaba el origen de la vida. De hecho, según el físico