Casanova. La sonata de los corazones rotos

Matteo Strukul

Fragmento

2. Regreso a Venecia

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Regreso a Venecia

El largo cabello de color carbón le caía sobre el rostro en mechones desordenados y brillantes. Los ojos, en parte ocultos tras un rizo rebelde, relampagueaban con un irreverente matiz aguamarina y revelaban una energía nada común. Una sonrisa blanca le cortaba la cara mientras permanecía cómodamente sentado frente a una mesita de madera.

Jugueteaba con un goto, una copa de cristal, sin decidirse a probar el malvasía de tonos claros que acababan de servirle.

Ubicada en el distrito de San Polo, en las proximidades de Rialto, la Cantina Do Mori no era ciertamente el mejor bacaro de Venecia: al contrario, gozaba de pésima fama, frecuentada como solía por matones y aventureros de la peor calaña. Sin embargo, resultaba ser la taberna más antigua de la ciudad y había un hecho en el que todos coincidían: allí se servían los mejores vinos de la Serenísima. El goto de’vin del Do Mori no conocía parangón.

Además, poseía otra característica que la hacía única: gozaba de dos oportunas entradas, una desde la calle Do Mori, la otra desde la calle Galeazza. Y puesto que Casanova era como era, la doble entrada, o mejor dicho, la doble salida, era de lo más útil que le podía pedir a un bacaro.

Un par de barriles de madera a modo de mesa, unas sillas de anea y un largo mostrador de roble completaban un establecimiento sencillo y sin pretensiones que reflejaba genuinamente el carácter del posadero, Marco Spinazzi: un hombretón de aspecto correoso y con una coleta alquitranada que parecía salido de la cocina de un barco pirata.

Sin embargo, aquella tarde los clientes del Do Mori tenían un tema de conversación muy distinto, más allá de las bondades del vino o la fortuna adversa que parecían haber precipitado a Venecia en el período más oscuro y complejo de su extraordinaria historia. Ya que —era un hecho— algunos de ellos conocían la fama del hombre de larga cabellera que hacía poco había entrado y que en ese momento se había decidido a acercarse el goto de’vin a los labios.

Y justo porque conocían su fama, eran también conscientes de que su regreso tan solo podía traer desgracias.

Algunos, disimuladamente, le dedicaban miradas de reojo.

Llevaba una magnífica levita marrón sobre un elegante chaleco y una camisa de encaje con mangas abullonadas. En los pies lucía unas botas de cuero reluciente. No usaba peluca y se había recogido la melena con un lazo negro de terciopelo.

Aventurero, seductor, espadachín y cabalista, aquel hombre se movía como pez en el agua entre desafíos y duelos, vicios y engaños. Su nombre era sinónimo de problemas, y cruzar una mirada de más con él podía resultar fatal.

Si los clientes de la taberna hubieran sabido lo que les aguardaba poco después, se hubieran volatilizado al instante.

Pero no fue así la cosa. Lo que ocurrió fue tan solo culpa del destino esquivo y de la única criatura que podría haber vencido, en cuanto a desventura, incluso a aquel campeón absoluto.

Tal criatura era una mujer. De gran belleza, por añadidura.

Cuando entró fue como si de repente se hubiera levantado una ráfaga de viento. Su hermosura era tan llamativa que resultaba incluso divertido ver cómo desafiaba a los que tenía alrededor. Portaba un vestido verde esmeralda que realzaba, por contraste, su espléndido cabello castaño, recogido en un peinado sofisticado, pero al mismo tiempo discreto, que subrayaba los destellos de color chocolate. Sus mórbidos labios rojos parecían fruncirse de modo natural en una sonrisa, y la mirada revelaba una despreocupada inteligencia que la hacía resultar de inmediato deseable.

El posadero levantó imperceptiblemente los ojos hacia el techo, presagiando un sinfín de quebrantos, que no tardaron en llegar.

Un hombre con una peluca blanca y mirada arrogante, que desde hacía un rato estaba conversando con un par de compadres, no tardó en romper el hechizo.

—Vaya, parece que no toda la clientela son hombres y muchachos, ¿no es así, Marco? —Y al decirlo dirigió un guiño de complicidad al propietario, que se cuidó mucho de responder.

Después, tranquilizado por aquel silencio, el hombre prosiguió:

—Señora mía, soy el caballero Andrea Zanon, y os ruego que me consideréis a partir de este mismo momento vuestro humilde servidor. Cualquier cosa que necesitéis, os lo ruego, no dudéis en pedírmelo.

La mujer lo atravesó con una mirada chispeante, como si ya esperara aquel tipo de bienvenida. Luego, en silencio, observó por un instante a los otros clientes de la taberna, haciendo relucir sus iris grises. Por fin contestó:

—Gentil caballero, me llamo Gretchen Fassnauer y estoy al servicio de la condesa Margarethe von Steinberg. Estoy buscando a alguien con quien mi señora quiere conversar.

Las palabras se mecieron en las notas lánguidas de una voz grave, revelando un óptimo italiano con marcado acento austríaco. Zanon tosió nerviosamente y avanzó hacia ella, sacando pecho.

—¡Pero bueno! ¡Qué magnífica noticia! —dijo—. Entonces si me permitís un consejo, sugeriría que busquemos juntos a esa persona. Venecia es un laberinto tal, que una mujer elegante, pero no familiarizada con la ciudad, se arriesgaría a perderse sin un guía.

A pesar de que el caballero lo intentaba todo para resultar amable y considerado, la voz le salió desagradable y untuosa. La mujer no pareció darse por enterada y se limitó a sonreír.

—Gracias —indicó con un tono no exento de malicia—, pero sé perfectamente dónde buscar.

Zanon fingió no haberlo oído y se acercó a ella con ademanes vulgares.

Los clientes del bacaro habían permanecido expectantes, deslumbrados por la aparición de Gretchen, un acontecimiento más estrafalario que otra cosa: jamás la Cantina Do Mori habría podido presentarse como el lugar adecuado para las gracias de una dama. Y, además, extranjera. Sin embargo, a pesar de lo que la etiqueta y la conveniencia aconsejaban, eso era precisamente lo que estaba sucediendo en aquel momento. Conscientes de la extravagancia, todos parecían contener el aliento para ver de qué modo iba a terminar todo, como si el caballero Zanon en su intento de grosera aproximación reflejara, en el fondo, el deseo general.

El único que no parecía impresionado con la escena era el gentilhombre de cabellera negra. Estaba acabando su malvasía, recreándose en el aroma y tomándose todo el tiempo, puesto que el vino significaba un gran placer para él. Se limitó a sonreír bajo su melena.

—Pues bien —la urgió Zanon—, decidnos quién es la persona merecedora de vuestras atenciones y de las de vuestra condesa.

Una vez más, en su voz se traslució un deje de mofa, mezclada con impaciencia mal disimulada, tras lo cual puso de manera descarada su mano débil e hinchada sobre la de ella, magnífica. Se arrodilló y, llevándosela a los labios, besó la piel blanca de alabastro, más tiempo de lo que hubiera sido conveniente.

Esta vez Gretchen no sonrió. Hizo amago de liberarse, pero no lo consiguió: Zanon la retenía por la muñeca. Y le estaba haciendo daño.

—¡Valor, amigos míos! —dijo el caballero, volviéndose hacia sus dos compadres—. ¿Por qué no le mostramos a esta amable señora el arte de andar por los callejones?

Los dos estallaron en una risotada desmadejada.

Gretchen, visiblemente molesta, esbozó un gesto de desprecio.

—¡Dejadme en paz! —exclamó—. Busco al señor Giacomo Casanova. No he venido por vosotros. Sé de cierto que puedo encontrarlo aquí.

Zanon se quedó de piedra. Conocía ese nombre y no entraba en la categoría de los que se podían pronunciar a la ligera.

Como si no esperara otra cosa, el gentilhombre de larga cabellera negra dejó la copa y se levantó de la silla. Después, se dirigió hacia Zanon, tratándolo con cierta sorna.

—Señor, os aconsejo que soltéis la mano de la muchacha.

El tipo parecía no creer lo que estaba oyendo. ¿Quién era ese hombre que se consideraba en situación de darle órdenes?

—¿Y si no lo hago?

—Lo veréis enseguida.

—Estoy a vuestra dispo...

Zanon no logró terminar la frase.

El hombre de la cabellera negra le atizó un bofetón en plena cara. El caballero sintió que la mano enguantada le golpeaba la mejilla. El manotazo le echó la cabeza hacia atrás.

Antes incluso de comprender lo que estaba ocurriendo, un puño, dirigido de manera impecable y eficaz, le había alcanzado el hígado, removiendo sus entrañas. Zanon se dobló, pero esta vez hacia delante. Sintió en la boca el sabor amargo de la bilis. Tuvo apenas tiempo de mirar las brillantes puntas de las botas de su agresor, cuando aquella fuerza de la naturaleza lo cogió por el cuello y estrelló su cabeza contra uno de los barriles de la taberna, haciendo que saltara por los aires todo lo que había encima.

Copas de cristal, jarras y botellas terminaron por el suelo en un tintinear de terracota y vidrios.

Zanon babeaba sobre la madera, mientras con la izquierda arañaba desesperadamente el aire. Al final se ensució los inmaculados puños de la camisa con el rojo rastro sangriento que había ido esparciendo sobre el barril antes de desplomarse en el suelo.

El hombre de cabellera negra sonrió y procedió a realizar una impecable reverencia.

—Giacomo Casanova, señora mía —dijo mirando los ojos color de perla de Gretchen—. Para serviros.

La muchacha acababa de llevarse una mano a la hermosa boca, conteniendo un grito de estupor, al ver que los dos compadres del caballero se habían levantado.

La taberna corría el riesgo de sumirse en el caos.

Marco Spinazzi no esperó demasiado: aquello era su bacaro y la situación amenazaba ruina. Esperar habría podido significar el error del siglo.

—Señores, os lo ruego, id afuera a pelear —indicó en el último momento.

Demasiado tarde.

Uno de los dos compadres había roto una botella en el borde del mostrador y en ese momento la blandía como si fuera un cuchillo de cristal afilado, con las puntas irregulares y transparentes dispuestas a morder la carne; el otro había recuperado su propio bastón de paseo y, retirando una funda, dejó a la vista un estoque de hoja brillante.

Se estaban acercando, rechinando los dientes como depredadores. Giacomo Casanova no se inmutó.

Sonrió a Gretchen.

—¿Seríais tan amable de disculparme un momento? —murmuró.

Y según lo decía se volvió. Avanzó hacia los dos hombres que tenía enfrente: con la mano derecha agarró una jarra de terracota que reposaba sobre una de las barricas cercanas y con la izquierda, un tenedor.

3. El inquisidor general

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El inquisidor general

El magnífico arcón del Palacio Ducal contenía en sí mismo el principio y el fin de la vida política veneciana, mezclando en un todo integral la lengua precisa del gobierno y el orden con aquella otra tortuosa de quienes estaban dispuestos a hacer lo que fuera con tal de escalar en su carrera y en beneficio personal. Su doble alma, tallada en lo ideal y corrompida por lo contingente, parecía revelarse en las sombras llenas de humo al final del día, cuando antorchas y linternas pulsaban alrededor como ojos infernales.

El león alado de San Marcos semejaba montar guardia en el palacio. Los globos de luz proyectaban destellos bermellones en el pórtico y en la elegante logia aérea, haciendo aún más sugerentes los paneles de mármol de la fachada en blanco y rojo. Las almenas, en la cúspide, corrían ágiles y asombrosas a lo largo de los dos flancos principales: uno que daba a la plazuela de San Marcos, y el otro al muelle.

Solo, en la austera estancia de los inquisidores generales, en el segundo piso del palacio, Pietro Garzoni estaba acabando de escribir una carta.

Se sentaba, rígido y hierático, en una silla de madera labrada, con los codos apoyados en un elegante escritorio. La peluca con reflejos de plata y la capa negra le daban un aire de enterrador; los ojos rasgados, rapaces sobre una boca cruel, sugerían un carácter inflexible y una voluntad de hierro.

El olor de cera de las velas impregnaba el ambiente, mientras que la tenue luz apenas lograba mitigar la sensación lúgubre y severa que transmitían los muebles y las paredes enteramente recubiertas con paneles de alerce oscuro.

El inquisidor general firmó la carta, escrita en una grafía gruesa y nerviosa. Esperó a que la tinta se asentara y sopló sobre la hoja, agitándola después con la mano, de manera que el aire la secara más rápidamente. Luego introdujo la misiva en un sobre. Cogió la vela para fundir el lacre y esperó a que este fluyera, denso y rojo, sobre el papel. Finalmente le puso el sello. Suspiró mientras alejaba el sobre con la mano, deslizándolo por la brillante superficie del gran escritorio.

A sus espaldas, las primeras estrellas del cielo estaban enmarcadas por los ventanales que daban al jardín.

Con gesto molesto, tamborileó con los dedos sobre la caoba del escritorio antes de agarrar la campana, como si fuera a hacerla pedazos, para sacudirla con fuerza.

Al cabo de unos instantes compareció su criado personal. Garzoni le señaló el sobre. El hombre la cogió y se detuvo.

—¿Qué ocurre ahora? —gruñó el inquisidor a regañadientes.

—Excelencia —murmuró el otro con un hilo de voz a punto de romperse—. Un hombre pregunta por vos, dice que se llama Zago. Afirma que tiene noticias de máxima urgencia que comunicaros.

«Zago, es verdad, aquel bribón», pensó el inquisidor. Suspiró.

Sin embargo, y a pesar de sus defectos, era uno de sus hombres de más confianza.

—Hacedlo entrar —rugió—. ¿A qué esperáis? —Hizo un gesto de disgusto, como si quisiera alejar a su vasallo a toda prisa.

Retrocediendo, el hombre se deshizo en reverencias, murmurando varias veces la palabra «excelencia», hasta llegar a la puerta y cerrarla tras de sí.

Garzoni se desabrochó el cuello y se llevó las manos a la cara, cerrando los ojos y sumergiéndose en un momento de silencio. Si Zago había decidido presentarse ante él, tenía que haber sucedido algo importante.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —gritó.

La hoja se abrió y Zago entró en la estancia.

Tenía una cabellera larga y rubia, tan sucia y grasienta que las guedejas parecían tallos de hierba amarilla remojada. La llevaba recogida en una coleta, pero un mechón sucio se extendía por su rostro, cayendo más abajo del mugriento cuello de la camisa. Unos malévolos ojos color turquesa, una nariz fina y una boca llena de dientes negros y podridos era todo lo que esa cara podía ofrecer a su interlocutor.

Garzoni tuvo que hacer un buen acopio de autocontrol para tolerar tamaña muestra de descuido. Aquel hombre le producía náuseas. Contuvo a duras penas un amago de arcada y se impuso calmarse puesto que, a pesar de su aspecto, aquel matón valía su peso en oro.

—¡Ah! —exclamó entonces—. Zago... Vaya, ¿qué buenas nuevas me traéis?

El hombre pareció vacilar un momento, se rascó la pálida piel, del color del cuajo de la leche, y después pronunció tres palabras, que acudieron a sus labios como si las hubieran forzado a salir.

—Buenas no son.

El inquisidor general elevó la mirada al techo, esperando encontrar alivio. Sus grandes ojos castaños se deslizaron líquidos, hechizados por la magnificencia y la gloria de El retorno del Hijo Pródigo, de Tintoretto: la visión verde del jardín, las gozosas figuras, el abrazo del padre al hijo, incrustado en el marco dorado y octogonal.

Pero, por más hermoso que fuera, ni siquiera aquel cuadro podía protegerlo de la sensación de angustia que las palabras de Zago habían dibujado en el aire.

Volvió la vista hacia aquel desecho humano.

—Hablad, pues —lo animó.

—Vuestra excelencia, no sé si mis noticias os complacerán —prosiguió Zago, obstinándose en no revelar nada.

Garzoni temblaba de impaciencia y de rabia.

—Pues muy bien... ¿Qué puede haber peor? ¿Creéis de verdad que podéis impresionarme? ¿Más que las noticias que me llegan del mundo? —Tras aquella ristra de preguntas, el inquisidor recuperó aliento y acto seguido continuó, enumerando las muchas desventuras que le atenazaban el alma—. Austria y Francia parecen destinadas a una nueva si bien difícil alianza: el conde Von Kaunitz está haciendo de todo para favorecer una ruptura entre Luis XV de Francia y Federico II. Por otro lado, Rusia e Inglaterra están próximas a sellar un acuerdo. Prusia reflexiona sobre qué hacer. La situación es explosiva, mi querido Zago. María Teresa de Austria anhela Silesia: quiere anexionarla a su ya vasto reino, y Venecia se cuidará muy bien de no mover un dedo a favor de quien sea, dadas las fuerzas implicadas. Por lo demás..., ¿qué más se podría hacer? No tendría nada que ganar, ya que, como que me llamo Pietro Garzoni, no estará en la guerra nuestro futuro sino en la capacidad de diálogo. Pero esto a vos... ¿qué os importa, a fin de cuentas? A vos..., que sois mi alma maldita. A vos, que trabajáis en la sombra y que lleváis a cabo mis jugadas.

El inquisidor hizo una pausa. Después prosiguió, puesto que necesitaba desahogarse y también porque creía, sinceramente, que no podría comunicársele nada peor de lo que ya sabía.

—Estos son tiempos miserables, querido Zago. El dogo Francesco Loredan es un hombre débil, mediocre, de escasa cultura y poca, poquísima, capacidad de decisión. No es preciso señalar que en este mismo instante, mientras hablamos, lo aflige una enfermedad que lo obliga a guardar cama y que legitima aún más a sus detractores a ridiculizarlo en público. Por ello, decidme..., ¿qué cosa puede ser peor que esto?

Zago inspiró largamente, como si lo que estaba a punto de decir requiriera todo el oxígeno que su nariz pudiera albergar.

Luego se soltó sin más dilación. Tan solo emitió cuatro palabras:

—¡Giacomo Casanova ha vuelto! —Fue el principio del fin.

Con la mera mención de ese nombre, Pietro Garzoni se puso en pie de un salto y casi derramó la tinta por el suelo.

Se abrió un poco más el cuello almidonado, temiendo no ser capaz de respirar, y se desabrochó los botones de la larga levita negra.

Giacomo Casanova... ¡Cuánta insolencia!

Aquel hombre era una maldición. Sus vicios, su mala influencia en las mujeres, los rumores sobre el hecho de que acaso estuviera imbuido de fuerzas ocultas... Las últimas noticias lo situaban en Viena. Recordó lo sucedido unos años antes, cuando Giacomo Casanova había abandonado la República: Garzoni había dado un suspiro de alivio, ya que ese hombre era como la peste y la hambruna juntas. Transformaba en muerte y llanto todo aquello que tocaba. Bien era cierto que la gente lo quería, las mujeres estaban locas por él, los círculos de escritores y artistas lo consideraban una suerte de antihéroe rebelde y, por lo tanto, un modelo. Pero Casanova suponía la maldición del orden y de la disciplina. Y, en una ciudad como Venecia, solo Dios sabía cuánto orden y disciplina eran necesarios. La República, que entre los círculos exclusivos y los juegos de azar, teatros y burdeles, salones y tabernas, parecía un polvorín a punto de explotar, era una ciudad voluble y líquida como el agua de la laguna en la que había nacido, una mujer lasciva y dispuesta a entregarse a quienes, mejor que nadie, conocían sus vicios y la peculiaridad de sus acentos.

En definitiva, de un hombre como aquel se podía esperar prácticamente cualquier cosa. Por ello, la noticia de su regreso podía ser bienvenida en la misma medida en que lo habría sido el anuncio de una epidemia de viruela.

—¿Estáis seguro? —preguntó Garzoni, casi con incredulidad—. ¿Lo habéis visto? ¿Era él realmente? —El interrogatorio lo consumía como si fuera fuego—. ¡Responded, maldita sea!

Zago carraspeó nerviosamente.

—Lo he visto con mis propios ojos.

—¿Dónde estaba?

—En la Cantina Do Mori, en el distrito de San Polo, cerca de Rialto. ¿Lo conoce vuestra excelencia?

—¿Y quién no conoce ese tugurio de depravados y cantamañanas? —El inquisidor general estaba cegado por la rabia.

—Se ha encontrado con una mujer.

—¿Una mujer?

—Sí, pero no una de aquí.

—¿Qué pretendéis decirme?

—Era una austríaca, una dama de compañía. Ha llevado a Casanova a casa de su señora.

—¿Sabéis de quién se trata?

—De la condesa Margarethe von Steinberg.

Garzoni conocía aquel nombre, pero desde luego eso era algo que no iba a revelar a Zago. Algunos secretos tenían que permanecer como tales. Sin embargo, se le escapaba el motivo por el cual Casanova había vuelto a su patria para encontrarse con una noble austríaca. ¿Con qué fin?

—Hay algo más, excelencia.

—¿Todavía más? —Garzoni apenas podía creerlo.

—Sí.

—¡Os escucho!

El inquisidor volvió a sentarse detrás del escritorio. A decir verdad, tanto lo había trastornado la noticia que más bien se derrumbó. Sus ojos, anegados de furia, se diluían en el cansancio y en la conciencia de lo que le esperaba: días repletos de escándalo y locura, puesto que, cada vez que aquel maldito Casanova tramaba alguno de sus diabólicos enredos, todo terminaba irremediablemente en un montón de muchachas desesperadas, padres deshonrados, pretendientes decididos a vengarse... Y Venecia se sumía en el caos.

—Hubo una pelea —continuó Zago.

—¿Y alguien resultó muerto? —Por un momento un rayo de esperanza se insinuó en los pensamientos del inquisidor. Pillar a Giacomo Casanova por homicidio era un sueño prohibido. La mirada de desconsuelo de Zago resultó, no obstante, demasiado elocuente.

—Nada que hacer, excelencia. Solo algún que otro diente partido y un par de manos rotas. Por no hablar de que los otros estaban amenazando a una chica.

—¿La damisela austríaca?

—Exactamente.

—¡Pues claro! ¡Cómo no se me había ocurrido! —Garzoni se dejó llevar por un torbellino de exclamaciones exacerbadas, en el intento de no ir a peores—. ¿Y quiénes eran los otros?

—El caballero Andrea Zanon y dos de sus compadres.

—¿Pueden resultar de alguna utilidad?

—No veo cómo.

—Ya.

—A menos que utilicemos su resentimiento para quitar del medio a ese hombre —prosiguió el espía.

Garzoni negó con la cabeza.

—No, Zago, eso queda descartado. Debemos ser prudentes. Casanova es traicionero y peligroso. Podría olerse una emboscada a una milla de distancia. Mejor decidme..., ¿llevaba armas consigo? La ley lo prohíbe.

—Ninguna. A menos que consideremos como tales una jarra y un tenedor.

El inquisidor estalló en una risotada. Por un instante pareció incluso divertirse. Pero no había nada agradable en aquel graznido suyo; únicamente el sonido amargo de la impotencia y de la rendición, puesto que, a su pesar, se daba cuenta de que experimentaba una cierta admiración por aquel hombre que se burlaba de las leyes y de las reglas. Quizás apreciaba en él la descarada ligereza con la que plegaba la vida a sus deseos y no al contrario. Él, Casanova, el único al que se le perdonaba todo en virtud de su hermosa apariencia y de su modo irreverente y alocado de vivir la vida a su manera. Sí, probablemente en el fondo de su alma Garzoni envidiaba a aquel hombre al que Venecia todo se lo concedía, sin preocuparse en lo más mínimo de las convenciones sociales ni de las normas de derecho.

Pero fue solo un momento de debilidad. Después la determinación y la autoridad volvieron a brillar en su mirada. Él era un inquisidor, baluarte de tales normas y de tales costumbres, y nunca se dejaría someter a la sensiblería del vicio y de la lascivia de las que Casanova era el indiscutible adalid.

—¿Algo más? —preguntó.

—No.

Garzoni agitó el brazo con gesto cansado. El puño de encaje atizó el aire.

Respiró hondo y acto seguido se sacó del bolsillo de la levita una minúscula llave de plata, que metió en la cerradura de un cajón del escritorio. La llave giró, activando un dispositivo.

El inquisidor extrajo del cajón una bolsita de terciopelo. Se lo lanzó a Zago, que lo agarró entre sus manos.

—Para vos —dijo—. Hay cien cequíes.

Dejó que las palabras apenas pronunciadas se tomaran el tiempo necesario. Quería subrayar su importancia. Después concluyó sus instrucciones.

—Os convertiréis en la sombra del maldito Casanova. Descubriréis lo que hace, adónde va, qué mujeres frecuenta, cómo pasa sus días y sus noches, y me informaréis con todo lujo de detalles. No os dejaréis nada en el tintero. ¿Me he explicado bien?

—Sí.

—¿Me he explicado bien? —repitió con más énfasis el inquisidor general. Los ojos, en ese momento, le relampagueaban como ascuas ardiendo.

—Sí, excelencia.

—Muy bien. Podéis iros.

Y mientras Zago se dirigía hacia la puerta, Garzoni se puso de nuevo en pie, tras lo cual barrió el escritorio con la mano y arrojó al suelo todo lo que estaba encima: tinta, plumas, cartas, documentos, lacre, sellos, abrecartas.

—¡Que me condenen si en esta ocasión no te atrapo, maldito Giacomo Casanova! ¡Terminarás colgado en la plaza de San Marcos! —bramó.

A Zago se le heló la sangre en las venas.

4. La condesa

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La condesa

—Esperadme aquí —le susurró Gretchen, en cuyos ojos grises se advirtió un brillo plateado—. La condesa os visitará en breve.

Giacomo asintió con una sonrisa: la muchacha le gustaba, y esa especie de misterio, todavía más. Le había parecido agradable la travesía por los canales —los resplandores iridiscentes del atardecer sobre las aguas azul celeste de la laguna, el esplendor del Gran Canal y los rizos de espuma blanca— y de manera especial la deliciosa compañía.

Gretchen le rogó que se acomodara en lo que se revelaba como una magnífica biblioteca: las estanterías oscuras, la sucesión de volúmenes de lomos dorados y gofrados, ediciones refinadas y, sobre todo, títulos que ponían de relieve el buen gusto de su anfitriona en cuestión de lectura.

Giacomo dejó que sus ojos vagaran por los altísimos techos y por los frescos de las paredes. En las vidrieras de las ventanas en forma de arco que se abrían en todo el perímetro del palacio, las luces de las velas en los grandes candelabros reverberaban en lenguas de sangre.

Mientras esperaba, dejó caer su mirada sobre los nombres que se sucedían en los estantes: Voltaire, Laurence Sterne, Homero, Alexander Pope, y, además, Carlo Goldoni, William Shakespeare, Anton Ulrich von Braunschweig... Al final los ojos se detuvieron en una edición fabulosa de los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.

Giacomo tomó el libro y se acomodó en el sillón de terciopelo.

Hojeó las páginas, apreciando la elegancia de los caracteres, el gramaje del papel, la delicadeza de la encuadernación.

Le encantaba la lectura e intuía que, para tener una colección tan rica y variada de volúmenes, la condesa debía de cultivar la misma pasión. Este hecho la hizo de inmediato atractiva a sus ojos y, en el instante en que la vio por primera vez, le pareció reconocer en ella un alma seductora y grande.

No había nada discreto en ella: Margarethe von Steinberg era una belleza auténtica y singular al mismo tiempo. Giacomo advirtió un magnetismo indefinido en aquel rostro de rasgos marcados pero fascinantes, como si la voluntad de aquella mujer fuera capaz de atar a cualquier hombre, transformando el deseo en obsesión, el placer en éxtasis, la comparación en desafío.

Era bella y, en cierta manera, peligrosa. Los ojos verdes centelleaban en rayos repentinos. Los largos cabellos rubios serpenteaban en suaves mechones, los labios gruesos y perfectos... Todo en ella era la esencia misma de la seducción, incluso hasta ese detalle tan particular que exaltaba aún más su hermosura: un travieso lunar encima del labio.

Sin embargo, a pesar de su atractivo, algo en ella despertaba inquietud. Quizás era la luz de aquellos ojos que parpadeaban rápidos e impredecibles y que parecían sugerir un carácter forjado en una preciosa aleación de tenacidad y energía.

—Así que vos sois Giacomo Casanova... —La voz de la condesa era ronca y profunda.

—Vuestro siervo —se limitó a responder él, asintiendo con una elegante reverencia.

Margarethe pareció estudiarlo y luego medirlo con la mirada, como para verificar si el hombre que tenía ante sí estaba a la altura de la fama que lo antecedía.

—Bien, señor Casanova —dijo—. Confieso que lo que veo me gusta mucho. Además, habéis sabido crear un personaje que va mucho más allá de las ya prometedoras apariencias. Aventurero, seductor, espadachín, literato e incluso alquimista, si he sido correctamente informada.

—Deduzco que me merezco una red de espías. —Giacomo sonrió. Margarethe traslució un gesto de satisfacción.

—¿No sois vos mismo un espía, probablemente al servicio del imperio al que pertenezco? ¿Y qué otra cosa le puede ser de utilidad a un espía que se precie, sino una trama de miradas y palabras a media voz, pronunciadas por otros espías? ¿Podéis acaso culparme de eso?

Por un momento a Giacomo le traicionó la sorpresa, pero tras un segundo esa emoción se esfumó, tan rápidamente como había aparecido. Aquella mujer parecía saber sobre él bastante más de lo que él pudiera saber sobre ella, que era poco o nada, a decir verdad. Se dijo que debía respetarla, si no temerla, o se arriesgaba a cometer el mayor error de su vida. No solo lo estaba esperando, sino que lo había mandado ir a buscar... Y en el momento preciso, por si fuera poco. No lograba entender a qué llevaría semejante invitación y, tras la curiosidad inicial, empezó a albergar una creciente impaciencia.

La condesa llevaba un vestido espléndido, de color gris perla. El escote, amplio y generoso, resaltaba sus senos grandes y blancos. El magnífico rubí que parecía encenderle el pecho, reflejando los destellos de las luces en fulgores rojo sangre, y los pendientes, asimismo salpicados de rubíes más pequeños, exaltaban aquella belleza salvaje, casi felina. Giacomo sintió que se le incendiaba la sangre. Concedió un instante de más a su mirada, pero, después de todo, ¿no era eso lo que se esperaba de él? Además, de una cosa estaba seguro: nadie lo consideraba un caballero... Por lo tanto, ¿para qué tomarse la molestia de parecerlo?

Margarethe no pareció notar cómo se demoraban los ojos de su invitado, o quizá no lo dio a entender. Retomó la conversación donde la había interrumpido.

—En cualquier caso, señor Casanova, más allá de vuestro reciente pasado, lo más importante para mí es vuestro inmediato futuro, en el que, personalmente, veo una de las conquistas más extraordinarias de toda Venecia.

—¿De veras? —preguntó Giacomo, casi incrédulo al oír que la condesa veía tan poca cosa en él—. ¿Me habéis hecho llamar para esto? ¿Para decirme que en mi futuro próximo habrá una conquista amorosa?

Margarethe hizo un gesto con la mano, como queriendo alejar aquella afirmación con un deje de desdén.

—Señor Casanova, si me lo permitís..., ¡sois tan decepcionante! —dijo con un tono burlón que no le pasó inadvertido a Giacomo—. ¡Desde luego que no! ¡No os he hecho traer hasta aquí, a la biblioteca de mi palacio, para predecir lo obvio...!

—Os lo agradezco, condesa —la interrumpió él—. Entonces ¿a qué debo el placer de vuestra invitación?

Margarethe suspiró, como si estuviera hablándole a un niño. Curvó el labio en una especie de tierno mohín que le suavizó el rostro.

Giacomo se sintió transportado una vez más por tanta maravilla. Aun sabiendo que la condesa debía de haber perfeccionado artísticamente esa expresión para obtener el efecto deseado, no consiguió sustraerse a su encanto. Se dejó atrapar, pues, ajeno a lo que ella pudiera pensar. Mejor mostrarse indefenso y sometido a sus gracias, vulnerable sin ningún tipo de rubor. Con el correr de los años había aprendido que ser tacaño y calculador en los sentimientos no iba con él en lo más mínimo. Mejor, más bien, abandonarse.

Después de una larga pausa, Margarethe reveló el motivo de aquel encuentro:

—Señor Casanova, no pretendo alargarme demasiado. Vuestra fama, merecida o no, es firme y en continuo ascenso. Por ello, si la mitad de lo que se dice de vos es cierto, entonces es mi intención lanzaros un desafío.

—¿Un desafío? —preguntó Giacomo—. Confieso que semejante perspectiva me divierte... Pero, si me lo permitís..., ¿por qué tendría que aceptarlo?

La condesa aguardó un momento antes de responder. Luego lo miró bajo sus largas pestañas y dijo algo que complació sobremanera al aventurero:

—Por la razón más simple de todas: porque no sabréis resistiros.

Casanova estaba sinceramente impresionado. Era como si aquella mujer lo conociera en profundidad. Aquel hecho le divertía y le sorprendía al mismo tiempo. Y para él, diversión y sorpresa componían una mezcla inestimable.

—Bien. Decidme entonces de qué se trata, para que se descubra si tenéis razón o estáis equivocada.

La condesa no esperaba otra cosa. A pesar de ello, se demoró unos instantes, como experta urdidora de destinos. Porque, incluso para el más idiota de los hombres, saltaba a la vista que su competencia en materia de contratos y negocios no debía de conocer límites ni derrotas..., con el debido respeto a las contrapartes. Pero Casanova no albergaba miedo ni temores de ninguna especie. Abrazaba la vida tal como llegaba: aquella era su arma vencedora, la inconsciencia que se alojaba en sus ojos de una manera que tenía algo de mágico. Gracias a ello afrontaría el desafío.

—Entonces... ¡sea! —concedió la condesa—. ¿Conocéis a Niccolò Erizzo?

Giacomo se quedó pensando un momento: el nombre le era más que familiar.

—Ciertamente. La familia es patricia, y Niccolò es un hombre de apetitos multifacétic

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