Existe una teoría, de sobra conocida, pero poco comprobable, sobre el poder psíquico de los animales. De la mayoría de animales. De cómo detectan campos magnéticos, alteraciones eléctricas, embarazos y divorcios y predicen lunas llenas. De cómo se quedan mirando, sin respiración, absortos y erizados, una pared blanca, completamente blanca, donde no hay vida, ni suspiro más profundo que se le pueda dedicar a una pared espantosamente blanca.
Un día estaba saltando a la comba. Me acuerdo de eso. Cuando salto a la comba, el tiempo se para. Solo existe una cuerda que aparece y desaparece como las olas del mar. Y llamaron a mis padres, entre algunos de mis saltos. Los llamaron para decir, para avisarles de que algo-no-marchaba-bien. Hay que deletrearlo. En mi cuerpo. Una zona devastada. Una anomalía, gen o bacteria. Todavía no estaba claro. Los marcadores, las cosas de la salud y la mala suerte. Y sobre todo, y con la debida consideración:
qué terrible es mirar al cielo por las noches.
Fue entonces cuando los animales empezaron a interesarme. Y yo a ellos. Me miraban sin pestañear, durante largo rato, como se mira a un gusano moribundo. Me había convertido en un ser humano de su interés, que se balanceaba entre la vida y la muerte. Un extraño helicóptero que volaba sin hélice. Se acercaban a mí para detectar algo tan abstracto y sensible como una enfermedad prematura. Me olfateaban con gusto, con placer, con rabia. Anatómicamente. Era su nuevo descubrimiento. Llevaba una materia flotante dentro de mi cuerpo, una sustancia indefinible. Con el tiempo, amplié mi información:
Los animales, especialmente los perros y los gatos, tienen un olfato diez mil veces superior al de las personas.
La mayoría de las frases eran informativas. El resto eran historias fantásticas o leyendas urbanas sobre perros y gatos extraordinarios. Los que se acercaban a mí, sin embargo, eran animales vulgares, con una mancha descontrolada alrededor del cuello. Lo cierto es que una enfermedad —esa cosa flamígera que mantiene a un cuerpo medio vivo— no deja espacio para moverse. Se me olvidaban las palabras: ¿qué es la yugular? De vez en cuando, hay que reservar fuerzas para saltar a la comba, porque se para el tiempo. Es una afirmación contundente. Aunque las teorías que le interesen a una sean, casi siempre, poco comprobables.
Todas las grandes historias tienen dos versiones: mientras me documentaba sobre los animales, el aparato psíquico, los componentes del átomo y el escalofrío de las tormentas, estaba rodeada de paredes espantosamente blancas, en un hospital blanco, abrigada por sábanas blancas. La muerte, mi muerte, no viste de negro. Yo que la he visto de cerca, puedo describirla: es joven y pálida como un azucarero roto.
Me hice un esquema con todas las teorías. La mano, con un suero clavado, se vuelve robótica; escribe a toda velocidad. El tiempo interno es superior al tiempo externo. Quería que mis pensamientos quedaran para la posteridad, si es que yo tenía derecho a alguna posteridad. La posteridad, pensaba yo, debía de ser como un tatuaje descolorido en el cerebro.
Y estaba la mayor parte del tiempo sola.
Las cosas que hacemos solos, en casa, en el hospital, en un manicomio, no son tan raras. Al contrario: parecen raras. Porque estamos solos y nos miramos mucho al espejo, para vernos, subrayarnos y mandarnos un mensaje corporal:
que seguimos ahí, definitivamente, solos y vivos.
Y hablamos con nosotros mismos y nos abrazamos hacia atrás, de forma bastante tierna (y algo desesperada), hasta donde alcanzan nuestros brazos.
El espejo es una confirmación demasiado realista de la vida. Una vez leí un cuento infantil muy conocido: una mujer tenía un espejo que hablaba y le decía que era la más bella. El espejo se lo repetía continuamente. Una tarde, el espejo se incendió y dejó de hablar. En poco tiempo, la mujer acabó convertida en una bruja. Y todo salió mal y se estropeó por culpa de un espejo parlante.
Si el espejo no hubiera hablado, sería como todos los demás espejos: un objeto mudo. La mujer se habría visto como una mujer cualquiera, con el pelo enredado por las mañanas, y no habría ocurrido nada insólito. Pero entonces no sería un cuento y tampoco se parecería a la vida.
El tema de los poderes psíquicos y la percepción animal siguió ahí y se incrementó durante varios meses, mientras me inyectaban morfina, calmantes y antibióticos entre paredes muy blancas.
Con tantas inyecciones y medicinas, se me olvidaban cosas básicas, como por ejemplo: el método para resolver una ecuación, la diferencia entre verdura y hortaliza, el nombre de mi profesor de griego o la risa de mi hermano Nico. En cambio, a cada hora, me asaltaba la idea de que un animal, justo entonces, estaría percibiendo la explosión de mi enfermedad. Eso no se me olvidaba. Me sentía comprendida por los animales.
Pasaban los días en el hospital. Cuantos más pasaban, más llena estaba de cables. Era difícil averiguar qué cables conectaban con cada zona de mi cuerpo. Me enredaba en ellos, me tenía que desenredar y gritaba de dolor en un paisaje esterilizado. No hay eco en los hospitales. Sin embargo, siempre oía las pisadas de los enfermos que caminaban por el pasillo. Sus pisadas marcaban los minutos. Las tres de la tarde. Cuando dejaban de caminar, la hora de la cena. Y así era la vida en el hospital. Sin estímulos.
Cualquier movimiento me hacía daño y provocaba una nueva herida.
Entre operación y operación, salía del hospital como quien viaja por primera vez al Amazonas. Entre el susto y la fascinación. En aquel hospital, por algún motivo, no me curaba nunca. Deseaba que me dejaran marchar y cuando lo hacían, aprovechaba los momentos libres para pasear e ir al cine. Me obligaban a comer palomitas, por mi delgadez. Y todas las películas que veía eran comedias de amor.
El tiempo perdido —entre el llanto y la anestesia— era una manzana que yo iba mordiendo lentamente, hasta llegar al hueso.
Mi madre, que me cuidaba y me atendía en el hospital, hizo más amigos que en toda su vida. Siempre ha sido una mujer solitaria. Durante los primeros días, los familiares de los enfermos se aislaban en diferentes ventanas, para dejarse arrastrar por la brisa y los colores del jardín. Era una actitud normal: la de maldecir al mundo y evitar las lágrimas. Pero, poco a poco, la mayoría de ellos se fueron acoplando en una misma ventana. Se convirtieron en una pandilla de afectados. Murmuraban. Se daban la mano. Se abanicaban. Mascaban chicle de forma simultánea. Se retorcían de la pena, del aburrimiento y otra vez de la pena. Intercambiaban postales de viajes, instantes felices bajo una sombrilla. Mira: un atardecer en Lanzarote. El cumpleaños de Marco, en el 87. Todo eso juntos y cronometrados y también un poco tímidos.
De todos los animales de la jungla, el elefante es el que tiene el olfato más desarrollado. Tiene bulbos olfativos en el cerebro. Por ese motivo, va equipado con una trompa kilométrica, para oler como una aspiradora todo lo que va a pasar.
La intuición del elefante es enorme. Y la memoria. Una vez vi desmayarse a un elefante africano. Y tembló la montaña entera. Se desorientaron los ríos. Iba de camino al cementerio de elefantes, a camuflarse entre huesos descalcificados y tierra húmeda. Iba a morir. Pero de camino, se desmayó y murió en otro lado. Lo peor sucede así, cuando estamos yendo a algún sitio y no acabamos de llegar. Esa sensación de quedarse en el intento, de parálisis horaria, de olvido a largo plazo y salones demasiado amplios. Lo peor de la vida sucede en los gerundios.
En la mayor parte de los casos, la muerte nos despide con los ojos abiertos. Nos quedamos, entonces, con la mirada petrificada y abierta al mundo. Buscamos la última imagen del cielo, creyendo —a menudo— que será la penúltima. Pero las personas que cierran los ojos por completo (que suelen ser los casos más raros), terminan quedándose con un ojo abierto y el otro no. O con los ojos entrecerrados. O con un tic, parpadeante, que recuerda al temblor de las alas de mariposa. Un tic en un muerto es, por decirlo de alguna forma, un descuido inexcusable. Existen, por tanto, profesionales especializados en cerrar los ojos a los muertos. Tienen la mano adiestrada para ello. Disponen de las yemas y las palmas de las manos muy suaves, que se hidratan con cremas al amanecer y se exfolian con sal marina por las tardes. Las uñas bien aseadas y cortas. La exactitud y el pulso conveniente. No hay que usar guantes: basta con tener el don de la delicadeza.
Es lo que ocurre con las enfermedades. Que una se acuerda de estas cosas. Y se empieza a fijar en las manos, en las manos de toda la gente.
Por los pasillos de los hospitales viajan biopsias y flores. Análisis y peluches. Purpurina y bisturíes. Desfibriladores y quitamanchas. Radiografías y bombones. No está prohibido el drama ni la euforia. Los visitantes se olvidan sus paraguas y se mojan con la lluvia, de camino al párking, lo que aumenta la gravedad del asunto. En ocasiones, también se olvidan la bufanda, las gafas y, a veces, el transistor. El departamento de objetos perdidos está siempre saturado. Tanto objeto muerto; cada día más. Al borde del colapso. Un día encontraron una faja de algodón que no era de nadie.
Una enfermera me explicó que, finalmente, después de muchos trastornos, iban a cerrar el departamento.
Y lo iban a cerrar para siempre. No era broma. Nos lo repetía por si nos habíamos dejado algo. Algo importante. Los departamentos cierran, la vida se acelera, el cohete Atlas V proseguirá su viaje a Plutón, las parejas de la Tierra romperán y se reconciliarán. Un señor con bigote inventará, por fin, el crecepelo definitivo y un actor de Wisconsin será el elegido para promocionarlo.
Y yo pensé en aquella faja olvidada. ¿Quién se la iba a quedar?
A los hospitales no vuelve casi nadie, aunque son el futuro de casi todo el mundo.
En una de mis salidas —todavía enferma— fui al zoo. Hay momentos, cuando se instala una enfermedad peligrosa en el cuerpo, en que una no sabe muy bien cómo se llama. El nombre. Cuesta decirlo. Quizá porque se ha perdido un poco. Te acuerdas de la enfermedad, con todos sus acentos, sus consecuencias, su historia y su evolución. Ocupa mucho espacio en la persona. Lo ocupaba en mí. Entonces me llamaba borderline. Entré sola, recién operada, caminando despacio. Todavía estaba débil, con una cicatriz que me partía en dos. Las cicatrices también caminan, quiero decir, van con las personas, se mueven. Antes caminaba de una manera y ahora camino de otra. Ya no ando tan recta. Me inclino, ligeramente, hacia la izquierda. Hay que adaptarse a la cicatriz, siempre. Y luego ya se puede seguir viviendo.
Quería saber hasta qué punto los animales detectaban mi enfermedad.
El zoo estaba en calma. Los elefantes se movían en el espacio raquítico de veinte metros cuadrados, y aunque yo me acercaba con cautela, como otro animal herido, para que me olfatearan, no me hacían demasiado caso. La fauna seguía su curso, entre bambalinas, comiendo pescado y moras, acicalándose, relamiendo un tronco árido casi seco y pisando charcos de barro. Los delfines saltaban encasillados. ¿Existe un salto más triste y más aplaudido que el del delfín?
A mi lado había una turista, sonriente y bucólica, que les daba maíz a los mapaches. Se llamaba Smaig. La señora Smaig. Tenía dos bolsas llenas de maíz. Con una de ellas alimentaba a los mapaches. Y los mapaches le prestaban mucha atención. Una atención personalizada. A la señora Smaig. Y con la otra bolsa, rellenaba los huecos vacíos de los árboles. Los boquetes en la madera. Las pequeñas erosiones del tiempo. Encajaba cada grano de maíz al milímetro, como si cada semilla estuviera predestinada a ocupar un lugar concreto en cada árbol.
Si los árboles tuvieran rostro, habrían contenido la respiración.
La señora Smaig tapaba las imperfecciones del mundo, que se multiplicaban, se sucedían y se agolpaban con fervor. Los árboles se resquebrajaban a su paso, le hacían reverencias. Aun así, la señora Smaig era insistente y estaba a todas horas con un trozo de maíz entre los dedos, buscando el espacio adecuado para completar su puzle ruinoso y terminarlo algún día, con las manos olorosas, teñidas de amarillo. De vez en cuando, le daba por disimular y buscaba árboles que estaban fuera del recinto —árboles de cartón piedra— y les clavaba el maíz entre las ramas. Aunque la señora Smaig se esforzaba en su labor, siempre había niños revoltosos que encontraban el residuo de maíz pegado al árbol, como una especie de tirita orgánica, y se lo comían, con resina y todo.
Yo, en cambio, estaba de pie, ensimismada, mirando las jaulas decorativas, la firmeza del bambú, las palmeras de plástico que iluminaban la noche. El chiringuito atestado de cocos. Piña colada o granizado de horchata. Gorras de visera o plumas de ganso. Estampados de tigre o pistolas de gomaespuma. El mundo está lleno de posibilidades por dondequiera que uno vaya. Las cabinas telefónicas, por supuesto, también contribuyen al caos mundano: tienen una puerta abatible, la hora en la pantalla y unos botones que suenan como la escala mayor armónica. ¿Se puede pedir más? Un día este planeta no aguantará su propio peso. Y caerá, borracho