Bajo del bus y la estridencia tropical estalla. Revuelvo mis bolsillos en busca de cigarros y sólo encuentro unas colillas y dos o tres monedas. Se acerca un chico vendiendo gafas baratas, imitaciones apenas disimuladas, y elijo un modelo chino con diseño de los blues brothers: fivedollars, dice el chico, y le doy uno más para que me recomiende un sitio barato, no en exceso sórdido: en esta misma calle, responde el chico señalando hacia el norte: no muy largo, a unas doscientas varas, dice. Agradezco y sigo su dedo calle arriba, con la violencia del sol a mis espaldas y el pueblo semivacío y fantasmal. Entro a una pulpería, compro una toña y un paquete de casino y abro la cerveza en la acera, recostado en un tubo, con la mochila a un lado. Luego, sin elegancia, enciendo un cigarro y me olvido del mundo, también del olvido. La tormenta de los últimos meses me trajo hasta aquí, tras rebotar entre fronteras y ciudades sin otro plan que huir de mí mismo, del caos, de la rutina, del hastío. Transcurrieron mil buses, tal vez más, antes de llegar a este rincón perdido en la geografía, apenas un micropunto en el mapamundi. Un pueblo del que jamás en mi vida había oído hablar. Hasta hoy.
Tiro la lata en una caja de cartón con basura. Las sombras del atardecer se alargan mientras camino entre ellas; los pequeños comercios se animan y los turistas salen de la siesta, confundidos con tanto sol. Unos niños pasan en bicicleta y los toreo en medio de la calle. Ríen y río, porque a fin de cuentas me revuelvo en la alegría, a pesar de mí mismo. Unas chicas aparecen en la esquina y las miro con cariño; una me sonríe y ese simple gesto alborota mi pecho: demasiadas caras largas en mi vida, demasiados reproches y querellas, demasiados insultos, demasiadas mañanas amargas y resentidas. Sonrío, inclino la cabeza y toco la punta de mi sombrero con fingida galantería, como he visto hacer en las películas de los años cuarenta, y ella, siempre sonriendo, me lanza un beso como si nos despidiéramos junto a las vías del tren. Entonces veo el letrero: Posada Internacional. Una señora de mediana edad se acerca y sin disimulo me mira de arriba abajo, calculando el potencial económico del desconocido que soy: un hombre de escasa elegancia, grande y torpe, sucio y cansado. Vestido con ropas baratas, compradas en tiendas de segunda mano, sin otra pretensión que la comodidad. Hace días que no me cambio: el pantalón muestra manchas endurecidas y la camisa blanca es ahora un trapo gris y sudado, poco salubre. El sombrero cubre un cabello grasoso y aplastado contra el cráneo, las gafas esconden mis ojos de insomne empedernido. No, no causo buena impresión.
El sitio tampoco es elegante y su vetustez es mayor que la mía. Atravieso el recibidor y me interno en un patio alargado. En los pasillos laterales cuelgan hamacas multicolores y en ellas, racimos de entes en pleno ejercicio de la pereza. Tres dólares la noche, dice la señora tras mostrarme una minúscula habitación con ventana al patio. Murmuro que necesito una mesa y una silla, y la señora me mira como si pidiera la luna: Eso cuesta un dólar más, responde con desgano. Pongo mi mejor cara de ciudadano honesto y responsable: ¿En cuánto me deja el mes?, y comenzamos a regatear hasta coincidir en noventa, pagados en efectivo. Cierro la puerta y me ducho con calma, como no lo he hecho en las últimas semanas. Lavo mi cabeza y la espuma, al caer, me recuerda a los desperdicios de la fábrica de papel en el río, cerca de la casa de mi infancia, lejos de aquí.
Conecto el ventilador y una secuencia de chispas anuncia su lamentable funcionar. La red eléctrica es un desastre lleno de parches. La mesa es de plástico, blanca, y la silla también. Me hundo en la cama, enciendo un cigarro y dejo que el ventilador renquee frente a mí, removiendo el polvo y los recuerdos que se acumulan en mi cabeza. Una escena me atormenta: la última discusión, aquella fatídica noche en que comencé la frase con perra insensible y terminé con aquello de vete a la mierda. Me retuerzo en la cama y gruño, repudio mi estupidez y a la vez, no lo niego, me regodeo en el hecho de ser por fin libre, de haber escapado al encanto, a la maldición de aquellos fluidos, de aquellas mieles y olores y sabores y sensaciones sin fin (la esclavitud de la dulzura). Inhalo con fuerza y aún logro percibir el gusto de la adicción, la tortura de la ausencia, la certeza del nunca jamás. Luego, por fin, duermo.
***
Abro los ojos en medio del sudor, la pesadilla se extiende en la oscuridad. No reconozco el sitio y salto de la cama sin saber cómo moverme en ese espacio ignoto que percibo como celda. A tientas encuentro el interruptor y la luz despierta con parpadeos y zumbidos. Es medianoche, muero de hambre, de sed, de ganas de saber dónde estoy y qué hago aquí. Me visto y salgo a la calle. Cuatro cuadras me separan de la playa, en cuyos bares la fiesta está en su apogeo. No tengo ganas de tumulto, abomino del bar de gringos que lleva el consabido nombre de Iguana’s y camino hasta un puesto de hot-dogs rodeado de espectros nocturnos. Pido dos panes con subproducto de cadáver, y el tipo sonríe con respeto: Enseguida, jefe, y pone dos salchichas en la plancha. Como de pie, sin prisa, rodeado de animales nocturnos que han salido del estruendo para consumir grasa y carbohidratos, y continuar por siempre en la noche eterna. Cruzo la plancha de asfalto y me lleno de arena. La playa es un semicírculo amplio y revuelto, no muy limpio, sin duda hermoso. No muchas luces la alumbran y eso me gusta. Camino por la orilla, justo donde el pacífico lame la tierra, y fumo mirando las estrellas, la luna que pronto será una gran bola blanca y los botes que flotan a cincuenta metros, anclados en medio de la bahía.
Las parejas se refocilan en la larga playa, y otros grupos se forman en torno a guitarras y tambores. No faltan los borrachos que agonizan ante el oleaje, ni los solitarios que como yo construyen castillos de arena en busca de una princesa. También hay sirenas, y la literatura griega me enseñó a desdeñar sus dulces gemidos. Luego, el horizonte, ahí donde se funden la oscuridad del mar y la del cielo y las tormentas nacen y se desvanecen. El horizonte como frontera, el precipicio del pasado y del futuro, la línea que nos mantiene en el mundo conocido. La noche f