La mujer perfecta

J.P. Delaney

Fragmento

Capítulo 1

1

Vuelves a tener el mismo sueño, ese en el que Tim y tú estáis en Jaipur con motivo del Diwali. Mires donde mires, en todas las puertas y ventanas, hay farolillos y velas, petardos y luces de colores. Los patios, cuyas entradas están rodeadas de motivos complejos elaborados con pasta de arroz coloreada, se han convertido en titilantes lagunas de fuego. Tambores y platillos palpitan y chisporrotean. Rendida al bullicio y la confusión, te dejas arrastrar por el oleaje de la multitud en un mercado donde los vendedores te ofrecen platos de dulces de todos lados. Movida por un impulso, paras ante un tenderete donde una mujer decora la piel con bellos dibujos hindis. El olor a sándalo de sus pinceles se mezcla con la cordita acre y penetrante de los petardos y el aroma a anacardos tostados. Mientras la mujer te pinta, veloz y habilidosa, un grupillo de chicos jóvenes pasa bailando por delante, con la cara pintada de azul y el musculoso torso desnudo, y luego regresa para danzar solo para ti, con la cara muy seria. Y, después, el detalle final: te pinta un bindi en la frente, justo entre los ojos, mientras te explica que el punto rojo te distingue como una mujer casada, con todo el conocimiento del mundo.

—Pero si no lo estoy —protestas, y estás a punto de retirar la mano, aunque te da miedo ofender alguna sensibilidad local, y entonces oyes la risa de Tim y ves el estuche que se saca del bolsillo, y antes incluso de que hinque una rodilla, en medio de todo ese ruido y jolgorio, sabes que ha llegado el momento, que va a hacerlo de verdad, y tu corazón está a punto de estallar.

—Abbie Cullen —empieza—, desde que irrumpiste en mi vida, sé que tenemos que estar juntos.

Y de pronto despiertas.

Te duele todo. Lo peor son los ojos, las luces cegadoras te abrasan hasta el cráneo, el dolor que notas en el cerebro conecta con la rigidez del cuello y el tormento te recorre toda la columna.

Suenan pitidos y zumbidos de máquinas. ¿Un hospital? ¿Has sufrido un accidente? Intentas mover los brazos. Los tienes agarrotados; apenas puedes doblar los codos. Dolorida, alzas la mano para tocarte la cara.

Tu cuello está envuelto en vendas. Debes de haber sufrido alguna clase de accidente, pero no lo recuerdas. Suele ocurrir, te dices medio grogui. Mucha gente se estrella y justo después no recuerda el choque o haberse subido al coche siquiera. Lo importante es que estás viva.

¿Iba Tim en el coche también? ¿Conducía él? ¿Qué hay de Danny?

La posibilidad de que Danny o Tim hayan muerto casi te hace soltar un grito ahogado, pero no puedes. Algún cambio en la máquina que pita, sin embargo, ha puesto sobre aviso a una enfermera. Una bata de hospital azul, una cintura de mujer, te pasa a la altura de los ojos, ajustando algo, pero duele demasiado alzar la vista hacia ella.

—Está activa —murmura.

—Gracias a Dios —dice la voz de Tim. De modo que está vivo, al fin y al cabo. Y aquí mismo, a tu lado. Te invade el alivio.

Entonces aparece su cara, mirándote desde arriba. Lleva la ropa de siempre: vaqueros negros, una camiseta gris lisa y una gorra de béisbol blanca. Pero tiene mala cara, con las arrugas más marcadas que nunca.

—Abbie —dice—. Abbie… —Tiene los ojos empañados de lágrimas, lo que te alarma de inmediato. Tim nunca llora.

—¿Dónde estoy? —Tienes la voz ronca.

—Estás a salvo.

—¿He tenido un accidente? ¿Danny está bien?

—Danny está perfectamente. Ahora descansa. Luego te lo explico.

—¿Me han operado?

—Luego. Te lo prometo. Cuando cobres fuerzas.

—Ya tengo fuerzas. —Es verdad: el dolor ya va a menos, la neblina y el aturdimiento empiezan a desaparecer.

—Es increíble. —Tim no se dirige a ti, sino a la enfermera—. Asombroso. Es… ella.

—Estaba soñando —cuentas—. Con el día en que me pediste la mano. Era tan vívido. —Comprendes que debe de haber sido la anestesia. Hace que todo parezca más intenso. Como la frase de aquella obra. ¿Cómo era? Por un momento las palabras se te escapan, pero luego, con un esfuerzo casi doloroso, un chasquido, las recuerdas.

«Lloro por seguir soñando.»

Los ojos de Tim se llenan una vez más de lágrimas.

—No estés triste —le dices—. Estoy viva. Es lo único que importa, ¿no? Los tres estamos vivos.

—No estoy triste —contesta él, sonriendo a pesar de las lágrimas—. Estoy feliz. La gente llora también cuando se siente feliz.

Eso ya lo sabías, por supuesto. Pero a pesar incluso del dolor y la medicación, notas que esas lágrimas no son de las que se derraman cuando todo ha acabado bien. ¿Has perdido las piernas? Intentas mover los pies y sientes que reaccionan, lentos y rígidos, bajo la manta. Gracias a Dios.

Tim parece tomar una decisión.

—Hay algo que tengo que contarte, cariño —dice mientras te sujeta una mano—. Algo muy difícil, pero tienes que saberlo ya. Eso no ha sido un sueño. Era una transferencia de datos.

Capítulo 2

2

Lo primero que piensas es que se trata de una alucinación; que esto, y no el sueño sobre la petición de mano, es la parte irreal. ¿Cómo va a ser verdad? Lo que te está explicando ahora mismo —una retahíla de datos técnicos sobre ficheros mentales y redes neuronales— no tiene ningún sentido.

—No lo entiendo. ¿Me estás diciendo que me ha pasado algo en el cerebro?

Tim niega con la cabeza.

—Digo que eres artificial. Inteligente, consciente… pero manufacturada.

—Si estoy perfectamente —insistes, perpleja—. Mira, te digo tres cosas al azar sobre mí. Mi comida favorita es la ensalada nizarda. El año pasado me duró semanas un enfado porque las polillas se habían comido mi chaqueta de cachemira favorita. Voy a nadar casi todos los días… —Paras. Tu voz, en lugar de reflejar el pánico creciente que sientes, suena como un graznido monótono, a lo Stephen Hawking.

—Esa chaqueta se estropeó hace seis años —señala Tim—. La he guardado, de todas formas. He guardado todas tus cosas.

Lo miras fijamente mientras intentas hacerte cargo de la situación.

—Supongo que no lo estoy haciendo muy bien. —Se saca un trozo de papel del bolsillo—. Toma, lo escribí para nuestros inversores. A lo mejor te ayuda.

PREGUNTAS FRECUENTES

P: ¿Qué es un cobot?

R: «Cobot» es la abreviatura de «robot de compañía». Los estudios realizados con prototipos sugieren que la presencia de un cobot puede paliar los efectos de la pérdida de un ser querido y ofrecer consuelo, compañía y apoyo emocional durante el duelo.

P: ¿En qué se diferenciarán los cobots de otras formas de inteligencia artificial?

R: Los cobots están diseñados específicamente para ser empáticos.

P: ¿Cada cobot será único?

R: Cada cobot estará personalizado para replicar minuciosamente la apariencia física del ser querido. Se agregarán los registros de las redes sociales, textos y otros documentos para crear un «fichero neuronal» que refleje sus características distintivas y su personalidad.

Hay más, mucho más, pero no puedes concentrarte. Dejas que se te caiga la hoja de las manos. Solo a Tim se le ocurriría pensar que una lista de preguntas y respuestas prácticas podría ayudarte en un momento como este.

—A esto te dedicas —recuerdas—. Diseñas inteligencia artificial. Pero eso está relacionado con la atención al cliente; bots conversacionales…

—Es cierto —interrumpe—. Trabajaba en esas aplicaciones. Pero de eso hace cinco años; todos tus recuerdos tienen un desfase de cinco años. Después de perderte, comprendí que la mayor necesidad la tenían quienes habían sufrido una tragedia. Ha hecho falta todo este tiempo para que llegaras a esta etapa.

Sus palabras tardan un momento en calar. «Una tragedia.» Acabas de comprender lo que intenta explicarte.

—Me estás diciendo que morí. —Lo miras a la cara—. Me estás diciendo que mi yo real murió… ¿qué? Hace cinco años. Y que de alguna manera has conseguido revivirme de esta forma.

No responde.

Sientes una mezcla de emociones. Incredulidad, claro, pero también horror al pensar en su pena, en lo que habrá sufrido. Al menos te has ahorrado eso.

«Los cobots están diseñados específicamente para ser empáticos…»

Y Danny. Te has perdido cinco años enteros de su vida.

Al pensar en Danny, te invade una tristeza familiar. Una tristeza que dejas de lado con decisión. Y también eso —tanto la tristeza como dejarla de lado— lo sientes como algo tan normal, tan ordinario, que no puede sino ser una emoción propia, individual.

¿O no?

—¿Puedo moverme? —preguntas mientras tratas de incorporarte.

—Sí. Al principio te notarás agarrotada. Cuidado…

Acabas de intentar bajar las piernas al suelo. Se mueven cada una por su lado, débiles como las de un bebé. Te ha cogido justo a tiempo.

—Primero un pie y luego el otro —añade—. Desplaza tu peso según el pie de apoyo. Eso está mejor. —Te agarra el codo para mantenerte en equilibrio mientras te diriges hacia el espejo.

«Cada cobot estará personalizado para replicar minuciosamente la apariencia física del ser querido…»

La cara que te devuelve la mirada por encima del cuello de una bata azul de hospital es la tuya. Está hinchada y amoratada, y tienes una fina línea por debajo de la barbilla, como la correa de esos gorros que se ponen los soldados para los desfiles de gala. Pero sigues siendo indiscutiblemente tú. No algo artificial.

—No te creo —dices.

Sientes una tranquilidad extraña, pero te posee la convicción de que nada de lo que ha dicho puede ser cierto, de que tu marido, tu amante esposo, brillante pero innegablemente obsesivo, se ha vuelto loco perdido. Siempre ha trabajado demasiado, siempre ha llevado su resistencia al límite; ahora, al final, ha sucumbido.

—Sé que hay mucho que asimilar —responde con delicadeza—, pero voy a demostrártelo. Mira.

Pone una mano detrás de tu cabeza y te revuelve el pelo. Percibes un sonido de succión, una sensación fría y extraña, y de pronto tu piel, tu cara —¡tu cara!— se retira como un traje de neopreno y deja al descubierto el cráneo de duro plástico blanco que hay debajo.

Capítulo 3

3

Descubres que no puedes llorar. Por horrorizada que estés, no puedes derramar lágrimas de verdad. Es algo en lo que todavía están trabajando, explica Tim.

En lugar de eso te miras, estupefacta; miras el objeto espantoso en que te has convertido. Eres un muñeco para pruebas de impacto, un maniquí de escaparate. Por detrás de la cabeza, te cuelga un manojo de cables que parece una coleta grotesca.

Tim estira de la goma para pasártela otra vez por encima de la cara, y vuelves a ser tú. Pero el recuerdo de ese plástico horrible y anónimo se te ha grabado a fuego en la mente.

Eso, si tienes mente, y no una red neuronal o lo que sea que lo haya llamado.

En el espejo, tu boca muda está muy abierta. Sientes zumbar y estirarse unos minúsculos motores bajo la piel que desplazan tus facciones hasta contraerse en un rictus de consternación. Y ahora que te fijas, caes en la cuenta de que esta cara es solo una aproximación a la tuya, ligeramente desenfocada, como si hubieran imprimido una fotografía tuya sobre la forma exacta de tu cabeza.

—Vámonos a casa —dice Tim—. Allí te sentirás mejor.

A casa. ¿Dónde está eso? No lo recuerdas. Entonces —clac— un recuerdo se coloca en su sitio. Dolores Street, en el centro de San Francisco.

—No me he mudado —añade Tim—. Quería quedarme donde habías vivido tú. Donde habíamos sido tan felices.

Asientes, atontada. Te sientes como si debieras darle las gracias, pero no puedes. Estás atrapada en una pesadilla, inmovilizada por la impresión.

Te coge del brazo y te acompaña fuera de la habitación. La enfermera, si es que era una enfermera, no está a la vista. Mientras recorres el pasillo con una lentitud penosa, entrevés otras habitaciones, otros pacientes vestidos con batas azules como la tuya. Una anciana te mira con ojos lechosos. Una niña pequeña de larga melena castaña y rizada vuelve la cabeza para verte pasar. Algo en el movimiento —un poquito más prolongado de lo que debería, como el de un búho— te da que pensar. Y después la habitación siguiente no contiene a una persona, sino un perro, un bóxer, que te mira exactamente del mismo modo…

—Son todos como yo —te dices—. Todos… —¿Qué palabra ha usado él?—. «Cobots.»

—Son cobots, sí. Pero no como tú. Tú eres única, incluso aquí. —Echa un vistazo furtivo a su alrededor y su mano aumenta la presión en tu codo para instarte a acelerar el paso. Intuyes que hay algo que todavía no te ha contado; que no debería llevarte de allí con esas prisas.

—¿Esto es un hospital?

—No. Es el sitio donde trabajo. Mi empresa. —Te empuja de manera insistente con la otra mano en los riñones—. Vamos. Tengo un coche esperando.

No puedes caminar más deprisa; es como si llevaras zancos, tus rodillas se niegan a doblarse. Pero el mero hecho de pensar en ellas, en tus rodillas, hace que se vuelva un poco más fácil.

—¡Tim! —llama con tono urgente una voz a vuestra espalda—. Tim, espera.

Aliviada ante la oportunidad de hacer una pausa, te vuelves para mirar. Un hombre de más o menos la misma edad que Tim, pero más corpulento y con el pelo largo y enmarañado, trota detrás de vosotros.

—Ahora no, Mike —dice Tim con tono de advertencia.

El hombre se detiene.

—¿Te la llevas? ¿Ya? ¿Es buena idea?

—Estará más contenta en casa.

El hombre te recorre con una mirada inquieta. El pase de seguridad que lleva colgado al cuello lo identifica como el DR. MIKE AUSTIN.

—Al menos debería reconocerla mi equipo psicológico.

—Se encuentra bien —afirma Tim.

Abre la puerta de lo que parece una gran oficina de planta diáfana. Hay unas cuarenta personas sentadas ante grandes escritorios compartidos. Nadie finge trabajar. Todos te miran fijamente. Una mujer joven de aspecto asiático alza las manos y aplaude con timidez. Tim la fulmina con la mirada y ella baja la vista enseguida a su pantalla.

Te lleva hasta el otro extremo de la oficina, donde hay una pequeña recepción. En la pared de detrás del mostrador cuelga un colorido mural de arte urbano que enmarca el mensaje ¡EL IDEALISMO NO ES MÁS QUE REALISMO DE LARGO ALCANCE! Eso te suena. Quieres parar para verlo mejor, pero Tim te mete prisa.

Fuera hay todavía más luz. Lanzas un grito ahogado y te tapas los ojos mientras, guiada por él, pasas por delante de un cartel de acero pulido en el que se lee SCOTT ROBOTICS, con la ese y la erre iniciales en forma de símbolos de infinito en posición vertical, en dirección a un Prius que está esperando.

—A la ciudad —le dice Tim al conductor mientras te esfuerzas por doblar tus entumecidas extremidades para entrar en la parte de atrás—. Dolores Street.

Una vez que estáis dentro y el Prius ha arrancado, su mano busca la tuya.

—Llevo tanto tiempo esperando este día, Abbie… Cómo me alegro de que estés aquí de una vez. De que estemos juntos, por fin.

Sorprendes al conductor mirándote con cara de curiosidad por el retrovisor. Cuando salís del aparcamiento, echa un vistazo al cartel, luego vuelve a mirarte y su cara refleja algo nuevo.

Comprensión. Y también algo más. Repugnancia.

Uno

Uno

La primera noticia que tuvimos de que Tim planeaba contratar a una artista residente fue cuando le oímos comentarlo con Mike. Era típico de Tim. Podía exhortarnos a todos a que trabajásemos de forma más colaborativa y abierta, pero estaba clarísimo que esa misma directiva a él no lo afectaba. Mike era de las pocas personas a las que a veces escuchaba, debido a que habían fundado juntos Scott Robotics en el garaje de Mike hacia casi una década. Aun así, puede que fuera el garaje de Mike, pero el nombre que llevaba la empresa era el de Tim. Eso explicaba todo lo que hacía falta saber sobre su relación.

Así pues, en lo tocante a la propuesta de la artista residente, más que debatirla con Mike, lo que hizo Tim fue notificársela. Sin embargo, también era típico de Tim que ese anuncio tuviera que ir precedido por una diatriba estentórea y apasionada sobre lo estúpida, equivocada y chapucera que era nuestra manera de hacer las cosas en aquel momento, aunque no estuviéramos sino haciéndolas tal y como él nos había indicado, con idéntica pasión, la última vez que nos había obligado a cambiarlo todo.

—Tenemos que espabilar de una puta vez, Mike —estaba diciendo con su bronco acento británico—. Tenemos que ser más creativos. Mira a esta gente —añadió mientras abarcaba con un gesto a todos los que trabajábamos en la sede central, de planta abierta, de Scott Robotics— y dime que piensan fuera del paradigma. Necesitan que los estimulen. Necesitan que los entusiasmen. Y eso no lo vamos a conseguir a base de Pilates y bagels gratis.

Tim dijo una vez a un periodista que tener una idea sobre cómo sería el futuro para luego quedarse esperando a que sucediera era como verse atrapado en un atasco permanente. No es un hombre paciente; pero es lo más parecido a un genio con lo que la mayoría hemos trabajado.

—Y por eso vamos a contratar a una artista —añadió—. Se llama Abbie Cullen. Es inteligente, trabaja con tecnología. A mí me entusiasma. Le daremos seis meses.

—¿Para hacer qué? —preguntó Mike.

—Lo que le salga de las narices. De eso se trata. Es una artista, no otra trabajadora que se conforma con cumplir el horario y hacer lo que le manden.

Si aquella descripción ofendió a alguno de los presentes —entre nosotros se contaban unos cuantos millonarios, veteranos de algunas de las start-ups más importantes de Silicon Valley—, nadie lo demostró, aunque ya nos estábamos preguntando cuánto durarían los bagels gratis.

Mike asintió.

—Genial. Que venga.

Esperamos al clásico grito de «¡Atención, todos!» que solía preceder a los anuncios de Tim, pero no llegó. Ya se había vuelto a meter en su cubículo de paredes de cristal.

Muchos de nosotros, ni que decir tiene, ya estábamos escribiendo «Abbie Cullen artista» en nuestro motor de búsqueda preferido. (Cuando trabajas en tecnología, usar Google o Bing vendría a ser como que un cervecero artesano bebiera Budweiser.) De manera que, prácticamente al instante, nos enteramos de los datos básicos sobre ella: había expuesto hacía poco en festival South by Southwest y en el Burning Man; era originaria del Sur, tenía veinticuatro años, era pelirroja, alta, despampanante y surfista; su página web explicaba, de forma sucinta, «Construyo artefactos llegados del futuro».

También habíamos encontrado, y hecho circular, varios vídeos de su trabajo. Siete velos era un círculo de ventiladores orientados hacia dentro, unos contra otros, creando un vórtice en el que unas finas tiras de seda de colores revoloteaban y giraban sin fin. Tierra, Viento, Fuego era un ciclón de llamas, que rebotaba como un tentetieso sobre un quemador de gas a medida que luchaba contra ráfagas de aire enfrentadas. La obra más espectacular era Píxeles, una retícula de objetos similares a pelotas de ping-pong que flotaban como si estuvieran suspendidos en un colchón de aire pero también interactuaban con el visitante de la galería. A veces parecía que las pelotas parpadeasen, como un banco de peces; otras veces emitían pulsaciones perezosas, como una estela de barco, o adoptaban formas casi reconocibles: una cabeza, una mano, un corazón. En un vídeo, una niña que visitaba la exposición daba una palmada, lo que hacía que las esferas cayeran de golpe al suelo para después ascender de nuevo poco a poco y con cautela, como un rebaño de vaquillas que alzaran el hocico al oler a un excursionista. Eran bellas, extrañas y lúdicas, y aunque no tuvieran un significado o mensaje fácil de captar, también presentaban una suerte de propósito; expresaban algo, aunque no pudiera formularse con palabras.

¿Qué tenían que ver con nosotros? Éramos ingenieros, matemáticos, programadores, y desarrollábamos maniquíes inteligentes para tiendas de moda de gama alta: shopbots, la gran idea de Tim, la idea que había atraído casi ochenta millones de dólares en financiación para emprendedores a lo largo de los últimos tres años. ¿Para qué queríamos a una artista? No lo sabíamos, pero habíamos aprendido hacía mucho a no cuestionar las decisiones de Tim.

Era un visionario, un niño prodigio, el verdadero motivo de que todos y cada uno de nosotros estuviera en aquella empresa. Lo que Gates era para los ordenadores personales, Jobs para los teléfonos inteligentes o Musk para los coches eléctricos, Tim Scott lo era para la inteligencia artificial; o lo sería, muy pronto. Lo idolatrábamos, lo temíamos, pero hasta aquellos que eran incapaces de seguir el ritmo y tenían que marcharse le respetaban. Y estos últimos abundaban. Scott Robotics no era un simple negocio; era una misión, una blitzkrieg por llegar el primero al mercado en una guerra por moldear el futuro de la humanidad, y Tim, más que un director general, era un comandante a la cabeza de sus tropas en el campo de batalla, nuestro Alejandro Magno ni más ni menos. Su complexión larguirucha, los pómulos de estrella de rock y aquella risilla de bobo no lograban ocultar una férrea determinación, que a su vez nos exigía a cada uno de nosotros. Las jornadas de veinte horas eran tan habituales que apenas merecían mención. Los flamantes doctorados por Stanford a los que solía contratar se sentían empoderados, más que explotados, por aquella ética demencial de trabajo. (Hablando del tema, era legendaria su técnica para las entrevistas. Te metían en su cubículo, donde él estaba ocupado con el correo electrónico, y esperabas pacientemente a que dijera —sin alzar la vista—: «Habla». Ese era el pie para que soltaras tu discurso sobre por qué querías trabajar en su empresa. Suponiendo que superaras esa primera prueba, luego llegaba lo que se conocía como el «Timterrogatorio». A veces era una pregunta computacional: «¿Cuántos metros cuadrados de pizza se comen al año en Estados Unidos?». Más a menudo era filosófica: «¿Qué es lo peor de la humanidad?» o práctica: «¿Por qué son redondas las tapas de alcantarilla?». Pero la mayoría tenían que ver con la programación. Por ejemplo: «¿Cómo programarías a un político artificial?». Y la respuesta que se te exigía no era solo teórica: Tim esperaba que produjeras líneas de código que funcionaran de verdad, una detrás de otra, sin usar lápiz y papel, y mucho menos un ordenador. Si lo hacías bien, te lo indicaba con una mera palabra, pronunciada en la dirección de los mensajes en los que seguía trabajando: «Guay». Si decía en voz baja: «Eso es bastante cutre», estabas fuera.)

Su impaciencia —que también era legendaria— constituía otro aspecto de su carisma: prueba de que la misión no tenía tiempo que perder, de que cada segundo era precioso. Hasta meaba deprisa, como informó un empleado que había coincidido él en los urinarios. (Dicho empleado, por su parte, fue incapaz de hacer pis hasta que se hubo quedado solo.) Su manera de hablar era todavía más rápida, seca, precisa, un bombardeo de instrucciones o, en ocasiones, invectivas. A menudo se observaba en los altos cargos de la empresa, o en quienes se morían por serlo, un deje de su apocopado acento londinense, tan distinto de las inflexiones lánguidas e interrogativas del norte de California. Era como si fuese un campo de fuerza que combara/ doblegara a los que lo rodeaban. Si Tim te miraba a los ojos y te decía: «Necesito que salgas esta noche para Bombay», te sentías eufórico, porque a ti, y solo a ti, se te había concedido una oportunidad de demostrar tu valía. Si Tim decía: «Voy a ocuparme yo de tu parte», te quedabas hecho polvo.

A veces tenía un algo de secta. No en vano, en Silicon Valley se nos conocía como los Scottbots. La misión podía refinarse, pero no ponerse en entredicho. El líder quizá tuviera sus manías, pero no podía equivocarse. En las fiestas de disfraces —por paradójico que pareciera, a Tim le chiflaban las fiestas de disfraces—, cuando la mayoría iban de personajes de Star Wars o Matrix, él se vestía de Rey Sol, con sus zapatos de hebilla, su levita, su peluca enorme y su corona.

Su pasado era otra parte de la leyenda. La infancia pobre, el acoso escolar que le hizo dejar la escuela a los once años para ser autodidacta. El interés creciente en los bots conversacionales, justo cuando la gente empezaba a interactuar con portales de comercio electrónico por medio de los teléfonos inteligentes. La creación de Otto, un bot de atención al cliente que, en lugar de mostrar una cortesía robótica y un cerrilismo frustrante, era eficaz, inteligente, algo friqui y molón… algo así como el propio Tim, como señalaron muchos opinadores. Otto no siempre escribía sin faltas o usaba mayúsculas. Salpicaba sus respuestas con emojis y alusiones ingeniosas a la cultura friqui: citas de South Park, coletillas sacadas de películas de ciencia ficción. Cuando uno se encontraba con Otto, se convencía de que lo acababan de pasar con un genio adolescente nivel mago que arreglaría el problema por la pura diversión de superar un reto. A nadie le sorprendió que Google comprase a Otto por sesenta millones de dólares.

Después, a los veintitrés años, Tim dejó Google para fundar Scott Robotics, no sin llevarse consigo a Mike. Su primer éxito —creado en el mencionado garaje— fue Voyce, un bot de línea telefónica de asistencia que, de forma constante, obtenía mejor valoración que los operarios humanos. Lo siguieron otros éxitos. Tim estaba obsesionado con la idea de que las interacciones con inteligencias artificiales debían resultar verosímiles. «Algún día el teclado y el ratón parecerán tan anticuados como lo son ahora las tarjetas perforadas y los discos flexibles» era su mantra, junto con «No se cambia el futuro sin cambiar las reglas». Los shopbots supusieron un avance audaz. No se había intentado nada parecido hasta el momento: una IA que interactuaba con las personas de forma física, cara a cara, sin un monitor o un teléfono de por medio. Desde el punto de vista comercial era, en cualquier caso, una idea buena, incluso brillante. Los maniquíes de los comercios de gama alta ya costaban decenas de miles de dólares; los dependientes también salían caros, teniendo en cuenta que a menudo estaban plantados sin hacer nada, y costaba mucho tiempo formar a un asesor de compras con buen ojo y un conocimiento exhaustivo del inventario de la tienda. Combinar las tres cosas era de cajón. Se trataba de un sector maduro para la disrupción, y Scott Robotics —nuestra minúscula banda— iba a ser la punta de lanza.

Y en adelante íbamos a tener a una artista para ayudarnos. Por supuesto, de haber sabido en qué acabaría todo aquello —si alguno de nuestros expertos futurólogos hubiera sido capaz de predecir el giro que darían los acontecimientos—, quizá no nos lo habríamos tomado con tanto optimismo. Pero, aunque lo hubiésemos sabido, ¿habríamos dicho algo? La verdad, lo veo improbable. No era la clase de empresa en la que se debatía la dirección de viaje.

Capítulo 4

4

Tim permanece callado durante el trayecto a casa. Nunca ha sido de hablar por hablar, pero esto es diferente. Parece casi agotado.

Recuerdas que se ponía igual después de una gran presentación ante los inversores. Tras semanas viviendo en la oficina, dejándose la piel con todos y cada uno de los detalles, se derrumbaba sin más, tan desprovisto de energía que apenas podía hablar.

Por tu parte, regresa la conmoción. La repugnancia del conductor palidece ante el asco y el autodesprecio.

—Es lo que hubieras querido —dice Tim por fin—. Te pido que me creas, Abs. Sé que ahora mismo debe de parecerte muy raro, pero te acostumbrarás. Siempre fuiste la persona más valiente que he conocido.

¿Eras valiente? Los recuerdos van y vienen en los confines de tu memoria. Surfeas una gran ola en Linda Mar. Sueldas una obra, con el cristal azul de las gafas protectoras rociado de chispas. Pero luego no hay nada. Solo niebla.

Vuelves la cabeza y miras por la ventanilla, evitando con un estremecimiento el vago rielar de tu reflejo. San Francisco parece a la vez familiar y nueva, como un país extranjero al que regresaras después de muchos años. Un exilio que ni siquiera recuerdas. Los edificios en general están igual. Lo que ha cambiado son los detalles: los teléfonos inteligentes que lleva la gente en las manos se han vuelto más grandes, en lugar de más pequeños, hay bicicletas eléctricas por todas partes y los Prius blancos prácticamente han sustituido a los taxis amarillos. Y The Mission se ha gentrificado más todavía si cabe, con cafeterías artesanales en cada manzana del barrio.

Entonces el conductor toma un desvío, y de pronto no reconoces nada. En un momento dado, todo te suena. Al cabo de un segundo, la niebla se lo ha tragado.

—¿Por qué no recuerdo esto? —preguntas, presa del pánico.

—Crear recuerdos exige mucha capacidad de procesamiento. He tenido que ser selectivo. Con el tiempo las lagunas se irán llenando solas.

Pasa un camión de basura en sentido contrario, y se oye un gran estruendo cuando aplasta una botella de plástico con los neumáticos. Eso es lo que harás, decides. Esperarás unos días y luego te tirarás delante de un camión. Sin duda la muerte es preferible a esta repugnante parodia de la existencia.

Pero, al tiempo que lo piensas, te preguntas si de verdad eres lo bastante valiente para hacerlo. Y en caso de serlo, ¿no te recogerían los técnicos de Tim y te recompondrían otra vez sin más, como si fueras Humpty Dumpty?

«Otra vez…» Caes en la cuenta de que aún no tienes ni idea de lo que te pasó.

—¿Cómo morí? —te oyes preguntar.

Él te mira de reojo, con expresión tensa.

—Ya hablaremos de eso. Te lo prometo. Pero todavía no. Podría ser demasiado, ahora mismo.

El Prius para delante de una verja electrónica. Al otro lado reconoces tu casa, una hermosa mansión de madera blanca. A pesar de los precios astronómicos del centro de San Francisco, podríais haber vivido en una vivienda más lujosa todavía, si hubierais querido. La fortuna de Tim era inmensa, incluso para los estándares de las tecnológicas, pero nunca fue dado a la ostentación. Te preguntas si el garaje seguirá conteniendo el mismo Volkswagen destartalado.

—Bienvenida a casa —dice con voz suave.

La llave se le engancha en la cerradura de la entrada, y tarda unos instantes en conseguir abrirla. Por algún motivo, también eso —la manera en que encorva la espalda mientras forcejea pacientemente con la llave— te suena. Miras alrededor y ves una pequeña cámara de seguridad encima de la puerta. Otra transferencia de datos.

Dentro experimentas una sensación de familiaridad, pero también de extrañeza, como si visitaras una casa en la que hubieras vivido de pequeña.

—Te haré un recorrido —dice Tim con tono tranquilizador—. Para llenar los huecos.

Primero la cocina. Muy luminosa, cómoda, pero con unos fogones de nivel profesional. Unas sartenes Mauviel se mecen suavemente en la parte superior, como una especie de carillón de cobre gigante. Abres un armario al azar. Dentro hay especias; no molidas, sino enteras, en pulcras hileras de tarros de cristal, cada uno de los cuales está identificado con una etiqueta escrita con tu letra.

—Te encanta cocinar —explica Tim.

¿De verdad? Intentas pensar en algo que hayas cocinado alguna vez, y no lo consigues. Pero entonces —clac— lo recuerdas. Todas aquellas fotos de Instagram, cientos y cientos. Hasta tenías seguidores que copiaban con entusiasmo cualquier cosa que hicieras.

Señalas un cuenco de objetos esféricos que hay en la encimera, de un color tan intenso que te hace daño en los ojos.

—¿Eso qué son?

—¿Esto? —Coge uno y te lo entrega—. Son naranjas.

La palabra no tiene sentido.

—El naranja es un color.

—Sí. Un color que se llama así por una fruta. —Te observa con atención—. Como el lima. Y el melocotón.

—Pero no son naranjas, ¿verdad? —Examinas la que sostienes mientras le das vueltas con la mano, curiosa—. Por lo menos, no tanto como una zanahoria. Y en los países cálidos, las naranjas son verdes. —Otra cosa te llama la atención—. Mi pelo también es de este color. Pero la gente lo llama pelirrojo. O cobrizo. No naranja.

—Es verdad. Pero el cobre no es un color. Ni una fruta.

—No… es un metal. Maleable y buen conductor de la electricidad. —Clac. Paras, confundida—. ¿Eso lo he recordado o ha sido una suposición?

—Ninguna de las dos cosas. —Una sonrisa barre el agotamiento de los ojos de Tim—. Se llama Aprendizaje Automático Profundo. Sin que fueras consciente siquiera, tu cerebro acaba de comparar millones de ejemplos que ha encontrado en la nube y ha dado con una regla para los colores y las frutas. Y lo más disparatado de todo es que ni yo podría explicarte cómo lo has hecho. A ver, podría conectar una pantalla y ver la parte matemática, pero eso no quiere decir que pudiera seguirla. Es lo que les digo a mis empleados: La A de IA ya no representa «artificial», sino «autónoma».

Por la manera en que lo dice, adviertes que está increíblemente orgulloso. «Eres la revolución.»

Una parte de ti ansía regodearse en su aprobación. Pero no puedes. Lo único que oyes es: «Eres un monstruo».

—¿Cómo es posible que me ames así? —preguntas desesperada.

Por un momento fugaz, algo fiero, casi colérico, asoma a su expresión. Luego la dulcifica.

—«No es amor el amor que al percibir un cambio cambia» —cita—. Soneto ciento dieciséis, ¿recuerdas? Lo leímos en nuestra boda. Cuatro versos cada uno, turnándonos. Después, el pareado final, juntos.

Sacudes la cabeza. Eso no lo recuerdas, no.

—Ya volverá. —Te preguntas si se refiere al recuerdo o al sentimiento—. Lo que quiero decir es que no fueron meras palabras vacías para nosotros. Siempre fuiste única, Abbie. Irreemplazable. Una mujer perfecta. Una madre perfecta. El amor de mi vida. Es lo que dice todo el mundo, ¿verdad? Pero yo lo digo de corazón. Después de perderte, mucha gente me dijo que debía pasar página, encontrar a otra persona con la que compartir mi vida. Pero yo sabía que eso no iba a suceder nunca. De manera que, en cambio, hice esto. ¿Fue lo correcto? No lo sé. Pero tenía que intentarlo. Y el mero hecho de hablar contigo, durante estos escasos minutos, verte aquí, en nuestra casa, oírte hablar, hace que valgan la pena todos los años que he dedicado a esto. Te quiero, Abs. Siempre te querré. Todos los días de mi vida, tal y como nos prometimos en nuestra boda.

Para de hablar, y espera.

Sabes que deberías corresponder con otro «te quiero». Porque es verdad que le quieres, por supuesto que sí. Pero todo es demasiado reciente, demasiado espantoso. Ahora mismo, en este preciso instante, decirle a Tim que le quieres equivaldría a decir: «Sí, esto está bien. Hiciste lo correcto, marido mío. Me alegro de que me hayas convertido en este cacho de plástico monstruoso y repulsivo. Ha valido la pena, para estar aquí contigo.

»Yo también te quiero y adoro más que a la vida misma…»

—¿Seguimos? —propone al cabo de un momento, al ver que no dices nada.

Capítulo 5

5

Subís al piso de arriba, con él delante. Tienes que agarrarte a la barandilla y plantar las piernas con cautela en cada escalón.

—Estos eran todos tuyos —dice cuando pasáis por delante de una librería que va desde el suelo hasta el techo—. Te encantaban los libros, ¿lo recuerdas? Y esa es la habitación de Danny.

El dormitorio que te indica, el primero que se ve desde el rellano, no tiene mucho aspecto de ser el de un niño. No hay cortinas, moqueta, tebeos, pósters o juguetes de ninguna clase. Aparte de la cama, el único mobiliario lo forman un pequeño televisor y un estante para DVD. A cualquier otro le parecería austero, pero tú sabes que para un niño como Danny resulta relajante. O, como mínimo, menos estresante.

—¿Cómo lo lleva? —preguntas.

—Va avanzando. Es un proceso lento, por supuesto, pero… —Tim deja la frase en el aire.

—¿Me reconocerá?

Tim sacude la cabeza.

—Lo dudo. Lo siento.

Sientes una punzada de tristeza. Pero, claro, hasta un niño normal podría olvidar a su madre después de cinco años; con más razón, un niño como Danny.

Danny padece trastorno desintegrativo infantil, también conocido como síndrome de Heller. Es tan raro que la mayoría de los pediatras nunca han atendido un caso, de modo que se dedican a decirte con tono condescendiente que los niños no cumplen los cuatro años y sufren de golpe un autismo profundo que dura unas pocas pero terroríficas semanas. Que no padecen un retroceso que les lleva de emplear oraciones completas a hablar con graznidos, gemidos y algún fragmento suelto de diálogo sacado de un programa de la tele. Que no empiezan a orinarse en la moqueta y a beber de los retretes. Que no se arrancan el pelo sin motivo ni se muerden los brazos hasta hacerse sangre.

Cuando un niño muere, el mundo entero lo reconoce como una tragedia. Los padres le lloran, pero también existe la posibilidad de que ese dolor vaya a menos, algún día. El TDI, en cambio, te arrebata a tu hijo y lo sustituye por un extraño, un zombi babeante y deshecho que habita el cuerpo de tu pequeño. En ciertos sentidos, es peor que la muerte. Porque sigues queriendo a ese bello desconocido al tiempo que lloras a la personita entrañable que has perdido.

—¿Dónde está ahora? —preguntas.

—Va a una escuela especial estupenda que está en la otra punta de la ciudad. Sian, que era profesora de apoyo allí hasta que la contraté como niñera a jornada completa, lo acompaña todas las mañanas, y luego vuelve con él para trabajar en su programa de terapia, después de clase. No está cerca, pero es el mejor centro del estado para los niños como él.

Cuántas cosas te has perdido, piensas. Danny va a la escuela. A una escuela que ni siquiera sabías que existía.

Tim abre otra puerta.

—Y este es el dormitorio principal.

Entras. Es una habitación grande, dominada por el cuadro, un autorretrato colgado en una pared. La mujer pintada es pelirroja, y lleva la media melena de trenzas, casi rastas, recogida con desenfado en lo alto de la cabeza. En la oreja izquierda, la que queda hacia el espectador, tiene tres grandes pendientes de botón. Lleva una camisa a rayas, cuya parte inferior está cubierta de manchas de colores, como si limpiara en ella los pinceles mientras trabaja. Parece alegre: una persona optimista y jovial. En el cuello, un tatuaje, un intricado motivo celta, desaparece bajo la camisa y reaparece por una bocamanga.

Bajas la vista a la goma de color carne de tu propio brazo.

—No podemos poner tatuajes —explica Tim—. Sería peligroso para el material de la piel. —Señala el cuadro—. Aparte de eso, está bastante conseguido, ¿no te parece?

Comprendes que se refiere a que eres una copia fiel del retrato, y no viceversa. Deben de haberlo escaneado para reconstruirte.

¿De verdad eres la mujer del cuadro? Ella parece demasiado dueña de sí misma, en cierto sentido, demasiado serena. Y demasiado confiada. Te fijas en la firma, un garabato dramático situado en la esquina inferior izquierda. «Abbie Cullen.»

—No solías trabajar con óleos —añade Tim—. Fue tu regalo de boda para mí. Te llevó meses.

—Vaya… ¿Qué me regalaste tú a mí?

—La casa de la playa —dice como si tal cosa—. Encargué que te la construyeran para darte una sorpresa. Tiene un garaje grande que usabas como estudio principal; necesitabas espacio para tus proyectos. —Mientras habla abre otra puerta, justo enfrente del dormitorio principal—. Pero trabajabas aquí cuando estábamos en la ciudad. Es aquí donde pintaste ese autorretrato.

Los tablones del suelo de esa pequeña habitación están salpicados de pintura. En una mesa con caballetes hay tarros con pinceles secos y tubos de pintura acrílica medio solidificada. Y una pluma de plata en un soporte. Te acercas y la coges. En el cañón lleva grabado: ABBIE. SIEMPRE Y SIEMPRE. TIM.

—A estas alturas, supongo que se habrá secado la tinta —dice—. Pediré más. Será mejor que vaya haciendo una lista.

Aturdida, tiras de la bata de hospital que aún llevas puesta.

—Me gustaría vestirme.

—Por supuesto. Tienes ropa en el vestidor.

Te acompaña hasta el vestidor, que se encuentra en el dormitorio principal. Los vestidos que ves colgados son preciosos: de estilo boho-chic, informales pero hechos con bellos tejidos y de colores vivos y atrevidos. Echas un vistazo a las etiquetas. Stella McCartney, Marc Jacobs, Céline. Tenías buen gusto, opinas. Y un buen presupuesto, gracias a Tim.

Escoges un vestido holgado de estilo indio, algo fácil de llevar.

—Te dejo a solas —dice con tacto saliendo al dormitorio.

Al recordar ese espantoso cráneo de plástico, apartas los ojos del espejo mientras te quitas la bata, pero luego no puedes resistirte a mirar. Te sorprendes pensando que hace años que tu c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos