Infección

Robin Cook

Fragmento

Infección

Índice

Infección

Prólogo

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Segunda parte

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Tercera parte

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Epílogo

Biografía

Créditos

Biografía

El doctor y escritor Robin Cook está considerado el creador del thriller médico y sigue siendo el novelista más importante del género. Es autor de treinta y dos novelas, todas grandes éxitos internacionales que han sido traducidas a cuarenta idiomas.

En sus libros explora la implicación ética de los desarrollos médicos y biotécnicos más actuales. Entretiene a sus lectores y a la vez les descubre cómo los adelantos de la medicina están en manos de grandes empresas cuya prioridad será siempre sacar el máximo beneficio.

Muchas de sus novelas han sido adaptadas a la gran pantalla. Aparte de escribir, sus intereses son la arquitectura, el diseño de interiores, la restauración y el deporte. Actualmente vive y trabaja entre Florida, New Hampshire y Boston.

www.robincookmd.com

www.facebook.com/DrRobinCook

Créditos

Título original: Cell

Edición en formato digital: octubre de 2015

© 2014, Robin Cook

Todos los derechos reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato.

© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2015, Carlos Abreu Fetter, por la traducción

Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Gemma Martínez

Fotografía de la portada: © Josefine Jonsson

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.  El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas  y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva.  Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está  respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-01-01689-9

Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.

www.megustaleer.com

019

Portada
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Portadilla

ROBIN COOK

 

INFECCIÓN

Traducción de

Carlos Abreu Fetter

019

www.megustaleerebooks.com

cap

Este libro está dedicado

a la democratización de la medicina

cap-1

Prólogo

Las moléculas de insulina irrumpieron como un ejército de saqueadores en miniatura. Tras infiltrarse con rapidez en las venas, se fueron directas al corazón, que las bombeó hacia las arterias. En cuestión de segundos la invasión se había extendido por todo el cuerpo, las moléculas se habían adherido a los receptores de membrana de las células y habían ocasionado que las compuertas celulares se abrieran. Al instante, la glucosa penetró en la totalidad de las células del organismo, lo que originó un descenso brusco de su nivel en el torrente sanguíneo. Las primeras células que se vieron afectadas fueron las nerviosas, ya que, debido a su incapacidad para almacenar la glucosa, necesitaban un suministro constante de esta sustancia para funcionar. A medida que transcurrían los minutos y el asalto insulínico se prolongaba, las neuronas, en especial las del cerebro, consumían rápidamente la glucosa vital y sus funciones empezaban a fallar. Emitían mensajes erráticos o dejaban de emitirlos. Luego, comenzaron a morir...

Westwood, Los Ángeles, California

Lunes, 7 de abril de 2014, 2.35 h

 

Kasey Lynch se despertó sobresaltada. Había tenido una pesadilla horrible que le provocó gran ansiedad y terror. Desorientada, se preguntó dónde estaba. Enseguida lo recordó: en el apartamento de su prometido, el doctor George Wilson. Durante el último mes había pasado allí dos o tres noches por semana, cuando él no estaba de guardia como residente de radiología de tercer año en el centro médico de la Universidad de Los Ángeles. En ese momento, dormía a su lado. Oía su respiración suave y rítmica, característica del sueño.

Kasey cursaba un posgrado en psicología infantil en la Universidad de Los Ángeles, y a lo largo del último año había trabajado como voluntaria en el departamento de pediatría del centro médico. Fue allí donde conoció a George. Siempre que acompañaba a sus pacientes de pediatría al departamento de radiología para que se hicieran un escáner, le llamaban la atención la desenvoltura y la naturalidad con las que George trataba a todo el mundo, en especial a los niños. A ello había que añadir su bello rostro y su pícara sonrisa. Derrochaba calidez y amabilidad, cualidades que a Kasey le gustaba pensar que también poseía. Estaban comprometidos desde hacía solo cuatro semanas, aunque aún no habían fijado fecha para la boda. La proposición de matrimonio había sido una sorpresa agradable, quizá debido a la cautela de Kasey respecto a todo lo «permanente» a causa de sus problemas de salud. Sin embargo, George y ella estaban perdidamente enamorados, y decían en broma que su relación avanzaba tan deprisa porque llevaban años buscándose el uno al otro.

Pero Kasey no estaba pensando en nada de eso a las 2.35 de la madrugada. Sin embargo, en cuanto abrió los ojos supo que algo iba mal, muy mal. Era algo mucho peor que una simple pesadilla, más que nada porque estaba empapada en sudor. Como padecía diabetes tipo 1 desde niña, sabía muy bien de qué se trataba: un episodio de hipoglucemia. Le había bajado el nivel de glucosa en sangre. Le había ocurrido varias veces en el pasado, y era consciente de que necesitaba ingerir azúcar, cuanto antes mejor.

Se dispuso a levantarse, pero la habitación comenzó a darle vueltas. Dejó caer la cabeza sobre la almohada, presa de un mareo breve pero abrumador, con el corazón latiéndole a toda prisa. Buscó a tientas el teléfono móvil. Puesto que siempre se aseguraba de tenerlo a mano, lo había dejado cargándose en la mesilla de noche. La idea era hablar con su nuevo médico para que la tranquilizara mientras corría a la cocina a buscar un zumo de naranja. El nuevo facultativo era increíble; estaba disponible incluso a horas intempestivas como aquella.

Cuando el mareo remitió, se dio cuenta de que aquel episodio era peor que de costumbre, sin duda porque había comenzado mientras dormía, lo que le había permitido avanzar mucho más que si hubiera estado despierta y hubiera reconocido las primeras señales. Procuraba que siempre hubiera zumo de frutas en casa para cuando surgieran emergencias como aquella, aunque tenía que ir a buscarlo. De nuevo intentó levantarse, pero no pudo. Los síntomas evolucionaban con una rapidez terrorífica, consumiendo las fuerzas de su cuerpo. Al cabo de unos segundos, estaba del todo imposibilitada. Ni siquiera podía sujetar el teléfono, que se le resbaló entre los dedos y cayó sobre la moqueta con un golpe sordo.

Al instante fue consciente de que necesitaba ayuda e intentó extender la mano hacia George para despertarlo, pero le pareció que el brazo derecho le pesaba una tonelada. No era capaz de levantarlo, mucho menos de estirarlo por encima de su cuerpo. George yacía muy cerca, pero de espaldas a ella, ajeno por completo a su crisis galopante. Tras hacer acopio de energía, Kasey volvió a intentarlo, esta vez con el brazo izquierdo; lo único que consiguió fue alargar ligeramente los dedos. Trató de pronunciar el nombre de George, pero de su boca no salió ningún sonido. La acometió un mareo aún más fuerte que el de momentos atrás. El corazón continuó martilleándole el pecho mientras pugnaba por llenar los pulmones de aire. Cada vez le costaba más respirar; la parálisis progresiva estaba provocándole asfixia.

En ese momento, la habitación comenzó a dar vueltas más deprisa, y a Kasey empezaron a zumbarle los oídos. El sonido se hacía cada vez más intenso mientras la oscuridad la envolvía como una manta sofocante. No podía moverse, ni respirar, ni pensar...

La alarma del teléfono de George sonó pasadas las seis de la mañana y lo despertó de un sueño tranquilo. Se apresuró a apagarla y se levantó de la cama con sigilo para no molestar a Kasey. En eso consistía la rutina de ambos. Él quería que ella aprovechara hasta el último instante de descanso, pues a menudo le costaba dormirse. Se dirigió al cuarto baño sin hacer ruido y con el teléfono. Como muchos de sus contemporáneos, no se separaba del móvil en ningún momento. Encajonado en el reducido lavabo, se duchó y se afeitó en poco menos de diez minutos, lo que solía tardar. Estaba orgulloso de su autodisciplina; le había venido bien durante sus siete años de estudiante de medicina y residente, una extenuante prueba de resistencia en la que la «supervivencia del más apto» era mucho más que una expresión abstracta.

¡Las 6.20 de la mañana! Hora de despertar a Kasey. George abrió la puerta del aseo mientras se frotaba enérgicamente el cabello con la toalla y advirtió que ella tenía los ojos abiertos y clavados en el techo. Eso no era normal. Una vez que conciliaba el sueño, Kasey dormía como un tronco; por lo general a él le costaba espabilarla.

—¿Llevas mucho rato despierta? —preguntó George, sin dejar de secarse el pelo.

No obtuvo respuesta.

Se encogió de hombros y regresó al cuarto de baño para lavarse los dientes, dejando la puerta entreabierta. No le sorprendía que Kasey se hallara en una especie de trance; ya la había visto así antes. Cuando estaba muy concentrada en algo, tendía a quedarse absorta. Llevaba un par de semanas enfrascada en la búsqueda de un tema para su tesis doctoral, y hasta la fecha no lo había encontrado. La noche anterior habían mantenido una larga conversación sobre ello antes de que a George se le cerraran los ojos.

Volvió al dormitorio. Kasey no había movido un solo músculo. Qué raro. George se acercó a la cama, sin dejar de cepillarse los dientes, intentando que no le cayeran de la boca ni saliva ni dentífrico.

—¿Kasey...? ¿Sigues preocupada por la tesis? —dijo entre borboteos.

De nuevo, no obtuvo respuesta. Su novia miraba hacia arriba sin parpadear, y al parecer tenía las pupilas dilatadas.

Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda. Algo iba mal, ¡terriblemente mal! Kasey estaba demasiado quieta. Presa del pánico, George se sacó el cepillo de la boca y se inclinó sobre la cama. ¿Estaría sufriendo una crisis?

—¡Kasey! ¿Me oyes? ¡Despierta! —La agarró por los hombros y, al zarandearla con firmeza, percibió una rigidez anormal en su cuerpo. Fue entonces cuando se percató de que no respiraba—. ¡Kasey, cariño! Por favor, por favor, Dios...

Se abalanzó sobre la cama y le palpó el cuello para tomarle el pulso. La frialdad de su piel lo alarmó. Luchó por reprimir el temor que crecía en su pecho mientras apartaba las mantas para practicarle la reanimación cardiopulmonar. Ya en el primer intento notó una resistencia poco común y advirtió que su novia no solo tenía los ojos abiertos, sino del todo inmóviles.

—Dios mío... ¡Kasey!

George retrocedió, horrorizado.

El rígor mortis empezaba a ser reconocible. ¡Estaba muerta! ¡Su prometida, su mundo, había muerto durante la noche, mientras él, todo un médico, dormía!

George se dejó caer al suelo, con la espalda contra la pared, y rompió a llorar. Transcurrieron veinte minutos antes de que pudiera llamar al teléfono de emergencias.

cap-2

Primera parte

cap-3

1

Casi tres meses después

Centro médico de la Universidad de Los Ángeles

Westwood, Los Ángeles, California

Lunes, 30 de junio de 2014, 8.35 h

 

Era el último de día de George como residente de radiología de tercer año en el centro médico de la Universidad de Los Ángeles; el siguiente marcaría el inicio del cuarto y último en el programa de residencia del hospital. Después podría comenzar a hacer dinero a espuertas. Tras años de estudios de medicina, con la consiguiente acumulación de una deuda de más de doscientos mil dólares, por fin se atisbaba la luz al final del túnel. Concentrarse en ganar dinero sería su manera de sobrevivir a la devastadora pérdida de la mujer a la que amaba, la única a la que había amado de verdad. Aunque sabía que no era precisamente la forma más sana de empezar a superar el dolor, por el momento solo se le había ocurrido esa. Cobrar, y cobrar bien, supondría al menos una confirmación de que había aprovechado los años dedicados a su formación, y le permitiría ir devolviendo la suma que debía. Al menos su vida profesional estaba bien encarrilada.

Durante los extenuantes tres meses anteriores, George había mantenido una actitud de colaboración y camaradería con sus compañeros, pero en realidad se había convertido en un ermitaño. Todo aquel que intentaba escarbar bajo su superficie de cordialidad se topaba con la caja fuerte en la que George guardaba sus sentimientos. Era lo que mantenía a raya a sus demonios, o al menos eso había creído. En realidad, sabía que estaba faltando a una promesa sagrada que le había hecho a Kasey. Cuando le había propuesto matrimonio, ella había protestado, alegando que no era justo para él que se atara a alguien con problemas médicos importantes. Para consternación de George, Kasey se había mantenido en sus trece y solo había accedido a casarse después de que le hubiera asegurado que, si a ella le ocurría algo, no se aislaría de sus amistades ni se cerraría a una nueva relación. Incluso lo había obligado a declararlo por escrito.

Dejó escapar un suspiro. Estaba agotado. La noche anterior no había podido pegar ojo hasta la madrugada, pues lo abrumaba el sentimiento de culpa por haber incumplido su promesa y, sobre todo, por estar dormido mientras Kasey se moría. Nunca sabría si había sufrido o si había fallecido apaciblemente, sin despertarse. Esa duda lo atormentaría durante el resto de su vida. Le impedía tener un sueño reparador desde el fallecimiento de su prometida, y su insomnio iba de mal en peor.

Echó un vistazo a su reloj. Eran las 8.35. Estaba en la unidad de resonancia magnética, supervisando a Claudine Boucher, residente de segundo año. El departamento de radiología, en general, y la unidad de resonancia, en particular, constituían grandes fuentes de ingresos, por lo que la administración los había recompensado con una ubicación envidiable en la planta baja del centro, justo al lado de la sala de urgencias. Claudine llevaba un mes realizando su rotación bajo la supervisión de George, si bien la presencia de este resultaba innecesaria a aquellas alturas.

George estaba sentado a un lado, hojeando una revista de radiología. De vez en cuando alzaba la mirada hacia el monitor en el que el ordenador generaba imágenes seccionales. Aunque no estaba lo bastante cerca para apreciar los detalles, todo parecía en orden. Tomó otro sorbo de su café costarricense preferido. Le encantaba el café. El sabor. El aroma. Su efecto estimulante y euforizante. Pero era extremadamente sensible a la cafeína; por lo visto, su organismo no la metabolizaba como el de otras personas. Su límite estaba en una taza por la mañana. Una dosis mayor lo habría hecho subirse por las paredes desde primera hora y terminar con un bajón y un fuerte dolor de cabeza. En su estado de ánimo actual, incluso darse el capricho de una taza implicaba vivir al borde del abismo. Pero no le importaba; tenía la impresión de haberse despeñado ya.

Un amplio ventanal de vidrio aislante permitía a los médicos ver la sala contigua, donde la enorme máquina de resonancia magnética realizaba su trabajo. La única parte del paciente que estaba a la vista eran las piernas, que sobresalían de aquel producto de tecnología avanzada que valía millones de dólares. Susan Fournier, una técnica radióloga muy eficiente, monitorizaba el proceso. Todo iba como una seda. Claudine estaba sentada junto a Susan, observando los cortes horizontales del hígado conforme aparecían. Salvo por los golpes sordos de la máquina, que llegaban amortiguados a través de la pared aislada, en la habitación reinaba el silencio. Dentro de la sala de resonancia magnética, en cambio, el ruido ensordecedor obligaba al paciente a llevar tapones en los oídos.

El hombre, Greg Tarkington, era un próspero gestor de fondos de cobertura de cuarenta y ocho años. Los tres profesionales sanitarios presentes conocían su historial de cáncer de páncreas. También estaban bien informados sobre los detalles de las intervenciones quirúrgicas y la quimioterapia a las que había sido sometido. No solo se había vuelto diabético a causa de la cirugía, sino que los efectos secundarios de la quimio le habían ocasionado un fallo renal transitorio. En aquel momento necesitaba diálisis para mantenerse con vida. Al oncólogo que había solicitado la resonancia le interesaba ante todo asegurarse de que Tarkington tuviera el hígado en buen estado.

—¿Qué opináis? —preguntó George, rompiendo el silencio.

—Yo lo veo bien —respondió Susan en voz baja.

Aunque era imposible que los pacientes los oyeran, los médicos y los técnicos tendían a hablar en susurros durante los procedimientos de resonancia.

—Yo también —convino Claudine, y se volvió hacia George—. ¿Quieres echar un vistazo?

George se levantó ayudándose con las manos y se acercó al monitor. Tomándose su tiempo, contempló sin decir nada las imágenes que se formaban en la pantalla. Susan estaba reproduciendo de nuevo la secuencia, desde la base del hígado y en dirección cefálica, es decir, hacia la cabeza.

—Páralo ahí —ordenó George de repente—. Congela la imagen.

La técnica en radiología así lo hizo.

—Déjame ver el corte anterior —pidió él inclinándose para observar más de cerca.

Muchas personas, incluido George, creían al principio que la radiología era una ciencia complicada que determinaba si la lesión que se buscaba estaba o no allí; sin embargo, a lo largo de los tres años anteriores había aprendido que era más que eso. Había un amplio margen para la interpretación, sobre todo cuando se apreciaban pequeñas irregularidades.

Le pareció percibir algo anormal en la imagen, justo a la derecha del centro. Se frotó los ojos y miró otra vez.

—¡Muéstrame el corte de un centímetro más abajo! —Estudió la imagen solicitada y, de pronto, sus dudas se disiparon. Había dos irregularidades visibles—. Vuelve a la imagen original, la que aún se está generando.

—Marchando —respondió la técnica.

Esa imagen también presentaba las irregularidades. George se sacó un puntero láser del bolsillo de la bata blanca y las señaló.

—Eso no tiene buena pinta —comentó.

Claudine y la técnica prestaron atención a la pantalla. Entre los diversos tonos de gris, vislumbraron las dos lesiones.

—Cielo santo —dijo Claudine—. Tienes razón.

—No es muy evidente que digamos —terció Susan.

George se dirigió a un terminal del ordenador central del hospital y buscó las resonancias magnéticas anteriores de Tarkington. Enseguida localizó cortes de la misma zona del hígado. No mostraban nada fuera de lo normal. Las lesiones eran recientes. George se quedó callado un momento, pensando en las posibles implicaciones. Por un lado, ese descubrimiento demostraba que estaba haciendo bien su trabajo. Sin embargo, para el hombre preocupado de la sala adyacente con la cabeza metida en un imán de tres teslas de intensidad —un campo magnético sesenta mil veces más fuerte que el de la Tierra— significaba algo bien distinto. La incongruencia de la situación no dejaba de incomodar a George. Además reavivaba sus dolorosos sentimientos por la muerte repentina de Kasey. La imagen de su rostro convertido en una máscara mortuoria —pálido e inmóvil, con los ojos fijos y las pupilas dilatadas— lo asaltó.

—¿Va todo bien? —preguntó Claudine, escrutándolo con la mirada.

—Sí. Todo bien, gracias.

No era verdad. Al ocultar su problema, solo lo exacerbaba. La claridad con la que veía en su mente la cara de Kasey lo asustó. Poco después de su fallecimiento, se había enterado de que acababan de diagnosticarle un cáncer de ovarios muy agresivo en estadio cuatro y de grado tres a partir de un TAC que le habían realizado en el hospital universitario de Santa Mónica. Le habían hecho la prueba el viernes anterior a su muerte, que se había producido a primera hora de la mañana del lunes, por lo que no se lo habían comunicado aún. Como el hospital estaba asociado al de George, este se había valido de su clave de residente para acceder al estudio. Aunque con ello violaba una ley federal sobre seguros médicos, no había podido contenerse. Por fortuna, no le habían abierto expediente, dadas las circunstancias, pero durante un tiempo no las había tenido todas consigo.

—Terminemos el estudio —dijo apartando de sí aquellos pensamientos inquietantes.

—Solo faltan catorce minutos —le informó Susan.

George regresó a su silla y se concentró en la revista de radiología, esforzándose por no pensar. Durante un rato nadie habló. No se encontraron otras anomalías aparte de las dos pequeñas lesiones, que con toda seguridad eran tumores, pero las implicaciones de ese descubrimiento flotaban como miasmas sobre la sala de control.

—Mucho me temo —dijo Claudine, interrumpiendo el silencio y expresando en voz alta lo que todos pensaban— que, dado el historial del paciente, lo más probable es que las lesiones sean señales de metástasis de su tumor pancreático originario.

George asintió.

—Bien, y ahora un recordatorio rápido —dijo con brusquedad, dirigiéndose sobre todo a Claudine—. No hay que explicarle ni darle a entender nada al paciente, salvo que la prueba ha ido bien, lo cual es cierto. El radiólogo de plantilla responsable estudiará los resultados y enviará un informe al oncólogo y al médico de atención primaria del paciente. Es a ellos a quienes les corresponde dar las «noticias», ¿entendido?

Claudine movió la cabeza afirmativamente. Por supuesto que lo había entendido, pero la advertencia y el tono le parecieron más severos de lo que George pretendía, lo que dio lugar a un silencio incómodo. Susan bajó la mirada y empezó a encargarse del papeleo para distraerse.

Al percatarse de la aspereza de sus palabras, George se apresuró a intentar reparar el daño.

—Lo siento. Eso ha estado fuera de lugar. Estás haciendo un magnífico trabajo, Claudine. No solo hoy, sino en todo este mes de rotación —dijo con toda sinceridad.

Claudine se tranquilizó, incluso sonrió. George suspiró aliviado al notar que la tensión se desvanecía. Tenía que aprender a controlarse.

—¿Cuál es nuestra agenda para el resto del día? —preguntó.

Claudine consultó su iPad.

—Dos resonancias más; una a las once, la otra a la una y media. Y luego, claro está, lo que nos traigan de urgencias.

—¿Crees que puede surgir alguna complicación con las dos resonancias programadas?

—No, ¿por qué?

—He de escaparme dos o tres horas. Quiero asistir a una conferencia en Century City. Fusión Sanitaria, el gigante de los seguros y nuevo propietario de nuestro hospital, tiene previsto realizar una presentación para inversores potenciales. Es algo sobre una solución que se les ha ocurrido para la escasez de profesionales de atención primaria. ¿Os lo imagináis? Una compañía de seguros de salud resolviendo el problema de la falta de médicos de cabecera. Cuesta creerlo.

—¡Sí, claro! Una solución propuesta por una aseguradora para la falta de médicos de cabecera —se mofó Claudine con escepticismo—. Es la fantasía más inverosímil que he oído, sobre todo ahora que la ley sobre protección médica de Obama ha incorporado a treinta millones de personas sin seguro médico a un sistema ya de por sí bastante deficiente.

—¿Estás seguro de que la presentación no será en Disneylandia? —inquirió Susan mientras se preparaba para entrar en la sala de resonancia con el fin de atender al paciente; un auxiliar estaba extrayendo del aparato de resonancia magnética la plataforma deslizante sobre la que yacía.

—Ya puestos, podrían hacerla allí —dijo George. Aunque estaban tomándose a broma la situación, se trataba de un asunto serio—. Tengo mucha curiosidad por oír su propuesta. Se tardaría una década como mínimo en formar a los médicos suficientes para cubrir esas vacantes, y eso suponiendo que pudieran convencerlos de dedicarse a la asistencia primaria, lo que es mucho suponer. En fin, me gustaría ir a escucharlos, si no tienes inconveniente.

—¿Yo? —preguntó Claudine, y sacudió la cabeza—. No tengo ningún inconveniente. ¡Haz lo que quieras!

—¿Estás segura?

—Totalmente.

—De acuerdo. Mándame un mensaje de texto si me necesitas. Puedo plantarme aquí en unos quince minutos.

—Tranquilo —dijo Claudine—. Yo te cubro las espaldas.

—Lo repasaremos todo cuando regrese. —Hizo una pausa—. ¿Seguro que no te importa... que me vaya?

—Claro que no. Trabajaré otra vez con Susan. No nos necesita a ninguno de los dos.

La aludida sonrió al oír el halago.

—De acuerdo entonces. Ahora vayamos todos a hablar con el paciente —dijo George señalando la puerta.

Con expresión resuelta, los tres entraron en la sala de resonancia. Tarkington estaba sentado al borde de la plataforma con una sonrisa nerviosa. Saltaba a la vista que estaba ansioso por recibir un informe positivo.

Los médicos tuvieron cuidado de no revelarle la mala noticia, pues sabían que, con toda probabilidad, el hombre requeriría más quimioterapia, a pesar de su insuficiencia renal. Claudine le habló en el tono más tranquilizador que pudo, y George y Susan asintieron.

Luego, mientras el auxiliar y Susan ayudaban al paciente a levantarse, George y Claudine se retiraron a la seguridad de la sala de control. Hablar con un enfermo condenado a recibir una pésima noticia ponía de relieve la fragilidad de la vida. Era imposible mostrar indiferencia al respecto.

—Ha sido una putada —comentó Claudine dejándose caer en una silla—. No me gusta nada no poder decir las cosas de forma sincera y directa. No sabía que eso formaba parte de ser médico.

—Lo superarás —aseguró George con una impasibilidad que no sentía.

Ella lo miró, atónita.

—No me malinterpretes. Pero la verdad es que lo superarás. —George no sabía por qué lo había dicho. Nunca había superado una situación semejante. Matizó su afirmación—. Al menos, hasta cierto punto. Tienes que superarlo, o de lo contrario no podrás hacer tu trabajo. Lo de no ser sincero no me fastidia tanto como la mierda de situación en sí. Acabamos de mantener una conversación con un hombre muy agradable que está en la flor de la vida, tiene familia y... con toda probabilidad morirá pronto. Eso siempre será una putada. —Se entretuvo hojeando las historias clínicas de los siguientes pacientes para rehuir la mirada de Claudine—. Pero tienes que compartimentar tus sentimientos para seguir adelante con tu trabajo, que podría ayudar a salvar la vida de quienes sí tienen posibilidades de salir adelante.

Claudine clavó los ojos en él.

Al notar su mirada, George se sintió como un farsante. Tratar a menudo con casos semejantes no lo había insensibilizado en absoluto. Alzó la vista hacia ella.

—Oye... —Intentó dar con las palabras adecuadas—. En parte por eso decidí especializarme en radiología, para que hubiera una barrera entre el paciente y yo. Supuse que, al poder concentrarme en las imágenes en vez de en las personas, estaría mejor preparado para llevar a cabo mi trabajo. —Señaló la sala contigua, en la que acababan de dejar a Tarkington—. Pero, como ya te habrás dado cuenta, la barrera tiene agujeros.

Los dos se quedaron callados un momento, hasta que George se dirigió a la puerta.

—Bueno, será mejor que me vaya.

—Yo también —murmuró Claudine.

George la miró, desconcertado. Ella también, ¿qué?

—También elegí radiología por eso. Y gracias... por la franqueza.

Tras dedicarle una sonrisa lánguida, George salió de la sala.

cap-4

2

 

 

 

Hotel Century Plaza

Century City, Los Ángeles, California

Lunes, 30 de junio de 2014, 9.51 h

 

Cuando George entró en el auditorio que albergaría la presentación, se sintió como pez fuera del agua. Le pareció evidente que el acto estaba destinado sobre todo a los futuros inversores de Fusión Sanitaria. La sala estaba repleta de «gente de recursos», es decir, personas que no eran como él. De inmediato le llamaron la atención sus trajes de ejecutivo a medida, sus cortes de pelo de cuatrocientos dólares y sus aires de superioridad en general. Sabía que Fusión había adquirido hacía poco una serie de empresas sanitarias y de hospitales, entre ellos el centro médico en el que él trabajaba. La posibilidad de ofrecer seguros médicos a escala nacional en vez de estatal había impulsado su estrategia de adquisición. George supuso que la compañía había examinado a fondo las más de 2.700 páginas de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible —la denominada Obamacare— con la intención de sacar partido de cada uno de los cambios que obligaban ahora a todos los ciudadanos a contar con cobertura médica.

Se abrió paso entre la multitud hacia el fondo del auditorio, alegrándose de haber dejado la bata blanca en el hospital. En vista del panorama, no le habría sorprendido que alguien quisiera echarlo, creyendo que se había infiltrado para boicotear la conferencia. Mientras avanzaba por un pasillo, le entregaron una carpeta vistosa llena de hojas de cálculo con datos financieros. Lo asaltó una sensación de déjà vu. Era como asomarse a una vida alternativa a la que había dado la espalda. Al ingresar en la Universidad de Columbia, muchos años atrás, ya había reducido sus opciones a estudiar empresariales o medicina. Al final del primer año, se había inclinado por esta última, y en esa decisión Kasey había tenido mucho que ver. Si hubiera elegido la otra posibilidad, se habría sentido como en casa en aquella sala. Su vida habría sido así. A lo mejor incluso tendría dinero en el banco en vez de una deuda astronómica. Intentó desterrar de su mente esos pensamientos: aquello era otra vida, otro mundo, otro sueño. Se obligó a centrarse en el presente.

El auditorio tenía una capacidad de varios cientos de localidades. George reparó en la presencia de varios magnates de la informática que representaban a Apple, Oracle, Google y Microsoft, así como de unos cuantos gestores de fondos de cobertura en una zona reservada en primera fila. Como solía mirar el canal de noticias financieras CNBC mientras hacía ejercicio en la cinta de correr, reconoció varias de aquellas caras. Aquel acto era el equivalente de una fiesta de los Oscar para las empresas de Fortune 500. Una cuadrilla de chicas muy altas y guapas con uniformes blancos futuristas servía un refrigerio a los asistentes.

Al frente, en el estrado, había cuatro modernas butacas de acero inoxidable y gamuza sintética. Incluso de lejos se notaba que eran caras; una sola de ellas debía de valer más que el coche de George. Justo detrás del escenario había una enorme pantalla LED flanqueada por otras dos de idéntico tamaño que formaban un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la primera. Todas mostraban el nombre de Fusión Sanitaria en letra negrita oscura. La sala, en su mayor parte blanca, contenía una fila tras otra de asientos acolchados y forrados de gamuza de imitación, cada uno con su soporte para escribir plegado. También eran blancos, por supuesto.

George, impresionado, se preguntó si la presentación había sido organizada por los mismos asesores que se encargaban de los lanzamientos de los productos iPhone e iPad para Apple.

Se sentó en la última fila y esperó. A las diez en punto la iluminación de la sala se atenuó, y cuatro personas —tres hombres y una mujer— salieron al estrado de oradores. Al mismo tiempo, por unos altavoces ocultos sonaban a un volumen muy bajo las voces de un coro que a George le recordaron la música pop celta y que creaban una atmósfera etérea.

Sus ojos se posaron en la mujer. La reconoció de inmediato. Se llamaba Paula Stonebrenner, y gracias a ella lo habían invitado a la presentación. Paula llevaba un elegante traje sastre, con apenas los suficientes volantes en torno al cuello para proclamar su femineidad. Poseía el atractivo clásico de las tituladas en una universidad privada.

Paula y George habían sido compañeros de clase en la facultad de medicina de Columbia y habían llegado a conocerse bastante bien por aquel entonces. «Bastante bien» quería decir que se habían enrollado un par de veces. Habían sentido una atracción mutua desde las primeras semanas de la carrera, habían salido de copas con otras nuevas amistades, y una cosa había llevado a la otra, más concretamente a la azotea de Bard Hall, la residencia de estudiantes de Columbia. George aún lo recordaba como el episodio más subido de tono de su vida.

Tras la chispa inicial, su interés por ella decreció de golpe en cuanto se fijó en otra compañera de la universidad, Pia Grazdani. Era una belleza fuera de serie, morena, exótica, de origen italo-albanés. Su mera presencia lo embelesaba por aquel entonces. Y su indiferencia le partía el corazón. Se había resistido a todos los intentos de George de entablar una amistad, ya no digamos una relación amorosa. Ni en el instituto ni en la universidad le había costado el menor esfuerzo convencer a las mujeres de que salieran con él. Era de carácter extrovertido y jugaba siempre en los mejores equipos deportivos. Estaba acostumbrado a tener la sartén por el mango, pero con Pia las cosas habían resultado distintas.

Antes de conocerla, George se contaba entre los hombres que eludían el compromiso. Justificaba su tendencia a romper pronto las relaciones como una forma personal de ejercer la compasión, y comparaba el dejar a las chicas con la picadura de una abeja: dolía durante un rato, pero se pasaba enseguida. Además, no actuaba así por egoísmo: durante el bachillerato y la carrera, su deseo de triunfar, ya fuera como médico o empresario, tenía prioridad sobre los vínculos sociales, que para él representaban más una fuente de entretenimiento que una oportunidad para aprender.

Aunque George no había sido consciente de todo ello en el pasado, ahora lo comprendía, también gracias a Kasey y a su lúcida y particular visión sobre las relaciones interpersonales. Poseía una intuición innata respecto a la gente que había atraído a George como un queso a un ratón famélico. Kasey era la primera mujer que se había convertido en la mejor amiga y confidente de George antes de ser su amante. Para él había sido toda una revelación, una especie de renacer que lo había llevado a entender lo que se había estado perdiendo.

Allí, en el auditorio, George tuvo que reconocer para sus adentros que Paula estaba deslumbrante. También tuvo que admitir que, en realidad, no sabía casi nada de ella salvo que era más lista que el hambre, divertida y muy despierta. Cuando, a todos los efectos, él la había dejado por Pia, Paula había asumido el papel de amante despechada y ni siquiera le había dirigido la palabra durante el resto del curso. En segundo año, no obstante, pareció dejar de importarle. De todos modos, daba la casualidad de que dormían en habitaciones contiguas en la residencia, por lo que ignorarse el uno al otro suponía un esfuerzo demasiado grande. En el último año ya eran amigos, o al menos conocidos que se llevaban bien.

Por unos instantes, George acarició la idea de acercarse al estrado para saludar a Paula, pero se acobardó. En lugar de ello, la contempló con creciente fascinación mientras interactuaba cómodamente con los tres hombres del escenario y con algunos de los magos de las finanzas de la zona reservada en primera fila. Se sentó en una de las butacas con dos de sus acompañantes masculinos. El tercero dio unos pasos para dirigirse a los asistentes. Desde el punto de vista de George, su aspecto imponía. Vestía de manera impecable, estaba de pie, con la espalda recta como un palo y un porte altivo, casi marcial. Su cabello entrecano brillaba bajo la luz de los focos halógenos. A su espalda, en la gigantesca pantalla LED, apareció su nombre: Bradley Thorn, presidente y director general de Fusión.

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