Donde quedó mi alma

Pamela Medina

Fragmento

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Capítulo 1

Hampton House, a diez leguas de Londres, 1877

«Mierda», masculló entre dientes.

Cerró los ojos y frunció el ceño hasta que la cara comenzó a dolerle. Apretó los párpados, como si con eso lograra evadirse de una realidad que no estaba dispuesto —o por lo menos preparado— para aceptar. El peso de la pérdida volvía a caer sobre él y se cernía en torno a su cuello, ahogándolo.

«Mierda», repitió, y el verde oliva de sus ojos felinos se clavó en la iridiscencia del fuego. Las llamas iluminaron el rostro de lord Alex Hampton, conde de Lutton, confiriéndole un aspecto sombrío a su mirada profunda. «Debí retenerla, debí confesarle que ya no puedo vivir sin ella», caviló. Luke, que se encontraba acostado en la alfombra, se movió a sus pies y lo observó con talante compasivo. El golden retriever dorado se incorporó, sentándose sobre sus patas traseras, y apoyó su mentón peludo en la falda del amo. Alex mimó el pelaje de su cabeza y este elevó su hocico buscando extender la caricia humana. El contacto con el animal lo trajo de vuelta al presente: cuánto la amaba también su fiel compañero. Alex se incorporó del sillón mecedor y se acercó hasta la mesita lustrada donde descansaba un Scotch de inmejorable calidad; se sirvió una medida. Lo sostuvo entre los dedos y lo acercó a la altura de su nariz. La bebida reflejó la luz que el fuego desprendía. Lo mantuvo unos instantes admirando el matiz, cuando una ráfaga de furia se apoderó de él y arrojó el vaso contra la pared, aquella que mostraba un cuadro antiguo de Hampton House. El estruendo que provocó el vidrio al quebrarse se confundió en su memoria con el sonido de la puerta de la biblioteca al cerrarse: clic, fue lo último que escuchó de ella cuando miss Emily Morgan se acercó hasta él para despedirse.

Las manos le temblaron con el recuerdo de su voz. Todo su cuerpo se tensó y buscó apoyo en el escritorio. Luke, tan habituado a los episodios de furia de su amo, no emitió ni el más mínimo sonido cuando escuchó el estruendo. Sí se sobresaltó cuando el líquido ambarino alcanzó a mojar su pelaje, mientras se derramaba en la alfombra. Alex se acercó hasta la mancha que comenzaba a formarse en el felpudo blancuzco cuando oyó un golpe conocido en la puerta.

—Todo está bien, Nelson. Puedes dejarme en paz.

—Entiendo, mi lord. —Se oyó la voz del fiel mayordomo del otro lado y sus pasos cansinos lo alejaron por el pasillo. El hombrecito pequeño y de rostro cálido se encontraba en Hampton House desde antes que Alex naciera.

El conde de Lutton se acercó a la ventana y los pesados cortinales azules se movieron ante la presión de su mano. Las últimos rayos del sol iluminaron el jardín, plasmando largas sombras entre la alameda. Una humedad pringosa, un poco inusual para la época, se deslizaba sobre la campiña. Alex alcanzó a ver cómo resplandecía la cabellera rojiza cuando Emily se quitaba la capota y se subía al coche, del otro lado de la fuente. Apretó el puño hasta que los nudillos le dolieron y, bajando los párpados, evocó la suavidad y el aroma de sus rulos de fuego. Hebras de oro y cobre se enredaron entre sus recuerdos y aspiró profundo al revivir el contacto con el terciopelo de su cabello. Cuando abrió los ojos, no quedaban rastros del rojo fuego ni del coche. Solo imaginó el sonido de los cascos de los caballos, castigando el empedrado.

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Capítulo 2

Algún tiempo atrás

—Siéntate ahí, darling —dijo miss Claire Foster, mientras acomodaba su vigoroso cuerpo en el mullido sillón de terciopelo azul, al ver la joven aún de pie.

Una nube de partículas de polvo se agitó al trasluz. El despacho, iluminado por la luz natural que se colaba por los vidrios de las ventanas en aquella tibia mañana inglesa, se hallaba pulcro y despejado. Los lomos de los libros se encontraban ordenados por color en los estantes de las bibliotecas; armonía que le otorgaba al recinto un aire soberbio, culto.

—Gracias —respondió miss Emily Morgan, y tomó asiento en el lugar indicado por lady Foster.

La joven vestía una impecable camisa blanca y una pollera larga hasta los tobillos de un color borravino. El cabello recogido a la altura de la nuca, en un tirante rodete, no permitía apreciar el tono rojizo que lo teñía de fuego.

—Ordené que trajeran té. ¿Te apetece?

—Sí, desde luego. Gracias.

La Governess Regency existía desde hacía unos cuantos años, cuando miss Claire Foster reunió varias chicas virtuosas en pos de mejorar su educación y cultura, y prepararlas para ejercer la noble tarea de enseñar y educar a niños de familias distinguidas, fundando así la mentada agencia. Las señoritas que conformaban el selecto grupo dirigido por lady Claire sabían de idiomas, aritmética, lengua, música y buenos modales. Formaba institutrices versátiles que bien podían compartir la mesa con sus empleadores o alimentarse en las cocinas con los demás sirvientes de la casa; capacitadas para hacerse cargo de los niños en largas ausencias de sus padres; y sin ser madres, adiestraban sus espíritus para brindar contención y cariño materno. Miss Emily se encontraba lista para comenzar su ejercicio como institutriz y lady Claire tenía un puesto que ofrecerle.

—Darling, me dediqué varios días a observar tus calificaciones y analizar tus virtudes a la luz de una vacante que surgió de improvisto, y considero que eres la mejor y más capacitada para aceptar el trabajo.

—Cuánto se lo agradezco, miss Claire —respondió la joven, intentando ocultar la sorpresa que la embargaba por las palabras de la regente.

—Mejor así —respondió lady Foster, tomando los papeles que se encontraban a su lado. En estos constaba la solicitud de una institutriz que reuniera ciertos requisitos. Para la regente, todas sus institutrices eran poseedoras de tales condiciones, sin embargo, el dechado de virtudes que tenía enfrente hacían de miss Emily la mejor postulante para cubrir el cargo.

—Debo hacerte algunas aclaraciones y ponerte al tanto de la situación en la que se encuentra esta familia.

—La escucho, miss Claire.

—En primer lugar, deberás ocuparte de una niña de nueve años que creció casi sin institutrices, ya que era su madre quien se ocupaba de su educación. La niña es hija única del conde de Lutton.

—¿Y por qué ahora requieren de una institutriz? —preguntó miss Emily en el momento justo en que la secretaria de Governess Regency ingresó al despacho con la bandeja que contenía la tetera, las tazas y el azúcar.

—Gracias —respondió la regente y, queriendo volver al tema de conversación con la joven, enseguida agregó—: Déjala sobre la mesita. Nosotras nos ocupamos.

Miss Emily sonrió con dulzura a la mujer mientras esta apoyaba la bandeja donde se le había ordenado y, con un gesto de cabeza, agradeció la atención.

—Su madre ha muerto hace poco más de un año, en un terrible accidente —agregó miss Claire cuando se encontra

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