Capítulo 1
Cartas de París
París, 5 de enero de 1889
Mi querido Jorgito,
Lo escribo tres veces a ver si me lo termino de creer: je suis à Paris. Je suis à Paris. Je suis à Paris. Desde mi ventana en el cuarto piso del Grand Hotel se divisan claramente los Champs-Élysées, el Arc de Triomphe y Les Invalides, y superándolos a todos la demente telaraña bermeja de la Tour Eiffel, que aun sin haber llegado a su altura proyectada ya campea solitaria y soberbia sobre el horizonte de París. Respiro y me lleno los pulmones con el aire más grato de la tierra, bajo en el ascensor y ya estoy en el Café de la Paix, salgo al boulevard y mis pies comienzan a rezar el rosario de nombres que allá apenas nuestros labios osaban profanar: Café de Paris, Glacier Tortoni, Maison Doreé, Café Anglais, Café Riche… ¡Por fin puedo hablar en mi idioma, por fin puedo estar en mi verdadera patria, en la ciudad que es la síntesis del mundo —del mundo creado para los elegidos! No hace dos días que pisé por primera vez mi tierra natal (porque es sabido que se puede nacer parisiense en cualquier lugar del globo) y ya siento que sería incapaz de vivir si me prohibieran vivir en francés. París… es como nacer de nuevo para un argentino.
Pero presiento, mi querido amigo y condiscípulo, que estás leyendo estas líneas de dos en dos, preguntándote por qué no voy al grano de una vez. ¿Y las mujeres, Marcelito? ¿Es verdad todo lo que cuentan los que vuelven, o los que escriben porque ya nunca van a volver? ¿Se comparan las parisinas de carne y hueso o más bien de seda y nácar con las que soñábamos desde acá? La respuesta, mon cher ami, es un rotundo oui. Ni falta hace que te diga que en el fiacre que me trajo desde la estación venía con medio cuerpo afuera, para ver mejor, y la lengua más afuera aún, para qué, a buen entendedor. Y a cada una que pasaba le gritaba algo o le hacía un saludo con la mano y todas sin excepción me lo devolvían con risas y guiños coquetos y algunas hasta me tiraban besitos, imaginando sin duda que se trataba de un compatriota que retornaba feliz tras un largo y penoso exilio: modestas grisettes de sonrisa sumisa que da a entender que cualquier oferta les vendría bien, modosas midinettes con el corazón ardiendo por un amor de folletín, cocottes vistosas como orquídeas con el veneno de su néctar manando de pétalos de carmín, elegantes demi-mondaines que prometen renovar con variedad de escaparate los encantos de una carne nunca igual, todas ahí al alcance de la mano y el bolsillo, tuyas con solo chasquear los dedos o silbar, y tu único problema es que son tantas y tan apetecibles que no sabés por cuál empezar. Y esa misma noche enfundado en un frac planchado como Dios manda por primera vez desde que dejó su tierra natal (vieras lo feliz que se lo veía de volver al hogar) me fue dado aspirar el verdadero olor del perfume francés, pues debe ser auténtico el perfume y auténtica la piel, y sentir clavarse en mí esos ojos bandidos sombreados de carbón, en tanto que los míos apenas podían despegarse del cuello rodeado de uno de esos sencillos lacitos negros que basta verlos para querer sacarle todo lo demás. ¿Su nombre? Es lo que menos importa, porque su nombre es legión; bauticémosla, por comodidad narrativa, con el mote de Lolotte. ¿La mesa? Un discreto reservado del Café Riche. ¿La comida? Ostras para empezar, marennes vertes de Marseille, s’il vous plaît, un moc-tortue del verdadero, écrevisses bordelaises, pollo trufado, camembert y frutas de estación. El vino: Roederer del principio al fin. ¿Cómo, Marcelito, me preguntarás, acabás de llegar y ya empinaste hasta las heces (qué feo suena, ¿no?) la copa de las delicias de París? No quiero mandarme la parte, menos con vos que me conocés desde que dejamos los pañales (el primero fuiste vos, asegura Trinidad, pero tendrás que admitir que te gané de mano en esto de dejar el chiripá): mi grande entrée al demi-monde la debo enteramente a los buenos oficios de Pedro Manuel Salaberry, que me ha ciceroneado desde que llegué.
En fin, quisiera contarte con lujo de detalles cómo siguió la noche pero todavía tengo que escribirle a tu hermana, ya sabemos cómo se pone cuando vos recibís carta y ella no. Básteme decir, para no dejarte con la intriga, que a la mañana siguiente abrí los ojos a un coro celestial integrado por el traqueteo de los ómnibus sobre los adoquines, los gritos de los vendedores callejeros, el arrullo de las palomas, el piar de los ubicuos moineaux de Paris et, surtout, los suaves ronquidos de la dama del lacito negro y nada más, y cerrándolos de nuevo al comprobar que todo era real me repetí tres veces, como un conjuro: je suis à Paris. Je suis à Paris. Je suis à Paris.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: Quemá esta carta apenas termines de leerla por favor.
París, 5 de enero de 1889
Mi querida Justita,
¿Cómo podría contarte, en el espacio de unas páginas apenas, lo que he visto y sentido desde mi arribo a la Ciudad de la Luz, como con justicia la llaman? ¿Me creerías si te contara que he purificado mis manos en las aguas lustrales del Sena y mis ojos en los vitrales de Nuestra Señora de París, que he visto con mis propios ojos el Museo del Louvre y los Jardines de las Tullerías, el Palacio real y la Columna Vendôme, que he caminado la entera extensión de los Campos Elíseos imaginando que te llevaba de la mano, que pasé bajo el Arco de Triunfo pensando en ti, y recorrí en coche los senderos del Bosque de Bolonia, blanco de la reciente nevada, bosquejando el mapa de los que recorreremos durante nuestra luna de miel? ¡Ah, si estuvieras aquí conmigo, entonces sí que sería perfecta París! Pero si tú estuvieras aquí, ¿qué motivo tendría yo para volver?
El cartón postal que adjunto te ofrece una buena vista del Grand Hotel, donde estoy alojado; el edificio que ves a su derecha es el del Palacio de la Ópera. Para descubrir mi ventana debes contar cinco del lado izquierdo, en el piso superior; pero no me busques en ella: estoy sentado al frente, en el extremo izquierdo del Café de la Paix, justo debajo de la “G” de “Grand”. No, no soy yo el de la fotografía, claro está, pues todavía no me he hecho tan conocido como para que me pongan en las tarjetas postales y además se ve que es una imagen veraniega, aquí no se sacan las mesas a la calle en la época invernal pues el frío es mucho más intenso que en nuestra Buenos Aires; pero estoy sentado allí muy cerca, del lado de adentro, mientras te escribo estas líneas. Con cada nueva carta te iré enviando diferentes vistas de París, para que te vayas familiarizando con ella a la par de mí.
En cuanto a mis obligaciones, la única que me ha puesto por ahora el señor embajador, quien como bien sabes es amigo de mi padre (no quisiera decir que le debe el puesto, pero algo de eso hay), es la de familiarizarme con la ciudad, adquirir la costumbre de sus plazas, sus calles y sus cafés, la de hacerme parisiense cuanto antes, en suma, para lo cual me ha puesto bajo la tutela de Pedro Manuel Salaberry, el hermano mayor de nuestro condiscípulo Juan José, en cuya casa de la Calle del Buen Orden nos hicimos tantas veces la rabona tu hermano y yo.
Te dejo ahora, Justita querida, pues París me llama una vez más. No te pongas celosa, pues no debes considerarla una rival: más bien una gran madre que muy pronto nos cobijará a los dos.
Tuyo a ambos lados del Atlántico,
Tu Marcelo
París, 20 de enero de 1889
Mi querido Jorgito,
No sabés la felicidad que me dio recibir noticias tuyas, me alegra saber que todo va bien, que las vacas siguen engordando y los granos madurando y la Bolsa llenándose de patacones, allá, para que yo pueda vaciarla sin culpa, acá. Ya sabés que no concibo fin más alto en la vida que honrar el desprendimiento de mi padre gastándole su dinero del mejor modo posible, y así consumar diariamente el milagro de transmutar el chilled beef en foie gras y el cuero curtido en cravates. Mandale saludos a todos allá en la estancia y si siguen los calores junto un poco de nieve que acá sobra y se la mando en el próximo barco frigorífico. Ah y fijate si podés insinuarle a tu hermanita querida que afloje un poco con las cartas, que me ha estado escribiendo como una por día y no tengo cómo seguirle el tren.
Al principio tengo que decirte que andaba lo que se dice medio boleado: París es un carrousel que gira y gira y muy pronto descubrís que toda la sofisticación y el savoir-faire que creías traer de Buenos Aires no eran más que veleidades de rastaquouère. El primer baldazo de agua fría lo recibí nada menos que de nuestro amigo Pedro Manuel: nos estábamos tomando sendos cognacs en el passage de l’Opéra, donde habíamos entrado para cobijarnos del frío y la lluvia, cuando lo descubro relojeándome la pilcha con cara de poco convencido y le pregunto como quien no quiere la cosa si estaba todo en su lugar. Te aclaro que yo iba pelechado de lo mejor: sastrería de Bazille, zapatos de Fabre, sombrero de Gire, pero aun así mirá lo que me contestó: sí para nuestro Jockey, o el Club del Progreso, pero acá, donde uno siempre es lo que parece, no cuela, y es de necesidad urgentísima que te cambies el forro cuanto antes, así que tomá nota (tomá nota vos también, Jorgito, así cuando vengas te salvás del papelón): el traje en lo de Alfred, avenue de l’Opéra, las camisas es de rigor que sean de Charvet, rue de la Paix, el sombrero de Pinaud y los zapatos de Galoyer, boulevard des Capucines. Y usalo todo un par de días antes de salir, para que adquiera las arrugas que quitan el olor a parvenu. ¡Y yo que me creía un dandy hecho y derecho! ¡Qué lejos que estamos de todo, hermano, y cuánto nos queda por aprender!
Pero en fin, más vale tarde que nunca como dicen así que puse manos a la obra y con la guía de Pedro Manuel me lancé a recuperar el tiempo perdido (todo es tiempo perdido el que no se gasta acá): dejé mis habitaciones del Grand Hotel y me alquilé un appartement en el boulevard Haussmann, a la altura de l’Opéra (una ganga, mil francos al mes), me hice de un faetón de dos caballos y un cochero igualito a Giuseppe Verdi (siempre me pareció que signore Verdi tiene pinta de cochero enriquecido, ¿a vos no?) y entonces sí, me zambullí de lleno en el torbellino de París, y ¿qué te puedo decir? Me parece haber vivido en las dos semanas desde que llegué más y mejor que en toda mi vida anterior, tanto la vivida como la soñada: he saboreado el foie gras y las cailles aux pruneaux del Café Riche, los tournedos Rossini de la Maison Doreé, la glace à la crème de marrons del Café Tortoni, el chocolate caliente del Café de Flore y el absinthe del Deux Magots; en el curso de una tarde y una noche cené en una de las brasseries que circundan el Odéon, donde se paga más por la carne de vache que por la de femme, bailé valses alemanes en el bal Bullier y coreé canciones prostibularias con el patrón de Le Mirliton, que nunca se cansa de hacer chistes sobre l’argent des Argentins y para rematar me recorrí, por una apuesta con Tatalo, todas las chambres especiales (a saber: egipcia, morisca, hindú, japonesa, pompeyana, medieval, Luis XV, Directorio e Imperio) de Le Chabanais, la maison close más cara y exclusiva de París, frecuentada entre otros por el futuro rey de Portugal, el embajador de Polonia, algún marajá de nombre impronunciable, artistas y escritores de variada laya y last but not least el príncipe de Gales, o Bertie como lo llaman familiarmente las pupilas, tan asiduo que tiene recámara propia con una tina en forma de esfinge, para llenarla de champagne y mademoiselles, y una famosa chaise de volupté de varios niveles que le permite disfrutar de los favores de dos o tres a la vez; otra noche me tocó defender el honor nacional en el Folies Bergère, pues no más entrar una de las coristas me voló la galera de un puntín y no tuve más remedio que lavar la afrenta avec argent, como querría M. Bruant: apenas terminada la función me la traje para notre table y después para mon lit. He experimentado en suma la emoción jamás superada de sentir arrastrada mi alma virgen y simple por el torrente del alma caótica de esta cosmópolis única. ¡Qué maravilla, Jorgito, esto sí que es vivir! Por eso, al que me diga que no le gusta París —viste que nunca falta alguno que quiera dárselas de original— yo le contesto “será porque no te alcanza la renta para vivir acá”.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: Quemá esta carta después de leerla, no te vayas a olvidar.
París, 20 de enero de 1889
Mi querida Justita,
¡Qué felicidad la de recibir tus cartas al fin, nada menos que quince juntas, una por día si las he contado bien! Quisiera contestarlas una a una con la debida puntillosidad, pero comprenderás que mis múltiples obligaciones no me dejan el tiempo necesario. Me alegra saber que la tía Mercedes está mejor de sus catarros, y que lo de Arturito no haya sido más que un susto, ¡qué preocupados debieron estar! Yo no estoy sufriendo tanto de los calores porque estamos en invierno, acuérdate que aquí es al revés.
Me preguntas por París. Ah, qué puedo decirte de ella, o más bien, ¿qué puedo no decirte de la sin par París? En mi otra carta te contaba de mis primeras impresiones, pero en ellas estaba apenas una mitad de la ciudad. París es en realidad dos ciudades: está la del turista que guía Baedeker en mano busca menos la sorpresa que la confirmación y solo tiene ojos para lo que vino a buscar: esa es la París de la Ópera y la catedral de Nuestra Señora, de las grandes tiendas y los grandes bulevares, la París que es hoy menos francesa que rusa, estadounidense, española y hasta alemana, que brinca grotesca en Mabille o se extasía ante los desbordes de los cabarets; pero a poco de llegar el visitante curioso y sensible descubre que en la margen opuesta del Sena comienza otra ciudad, menos esplendorosa tal vez, y menos espectacular, pero que guarda todavía, en aquellos rincones que la violencia de los bulevares no ha alcanzado a arrasar, algo del encanto de la vieja París: despliégase allí el Barrio Latino, y los alegres bohemios que lo habitan ni siquiera asomarán las narices del otro lado de los puentes que conducen a las Tullerías o el Louvre, y asegurarán que los habitantes de la margen derecha hablan un idioma distinto y pertenecen a razas no descriptas por la ciencia aún. Cuando la orilla derecha ha cerrado la última puerta tras el último calavera y se dispone a dormir, abren sus puertas la Escuela de Derecho, Louis le Grand, la Sorbona y el Colegio de Francia para que las atraviese el grupo alegre y bullanguero de los estudiantes. ¡Y es tan hermoso mirar el despertar de los barrios del viejo París! Hay más luz tal vez, más espacio y más lujo en el bulevar de los Italianos, en la Plaza de la Concordia y en los Campos Elíseos; pero el encanto sutil de la París que susurra sus secretos al oído de sus amantes está allí donde se alza el domo majestuoso del Panteón, donde la fuente de Médicis asoma entre los plátanos de los Jardines de Luxemburgo, donde los vetustos muros de Cluny se guarecen del sol y del aire de los bulevares. Esta París está a salvo de la vulgaridad que asedia a la otra, pues no la visitan ni los rastacueros, como llaman los franceses a los sudamericanos que vienen a hacer ostentación de su mal gusto y su dinero, ni los americanos del norte, pues los parisienses de la orilla izquierda no tendrían empacho en ponerlos en su lugar, por más gruesas que sean sus billeteras. La otra París se vende al mejor postor; esta, en cambio, se guarda para quienes la saben merecer. Bien ha dicho Honorato de Balzac, el gran escritor francés, “Quien no ha frecuentado la orilla izquierda del Sena, entre la calle Saint-Jacques y la de Saints-Pères, no conoce nada de la vida humana”.
Tuyo a ambas márgenes del Sena,
Tu Marcelo
París, 2 de febrero de 1889
Querido Jorgito,
En mis cartas pasadas no llegué a contarte de las nuevas invasiones bárbaras que han puesto sitio a París. No me refiero a los teutones de veinte años atrás, pues de su paso apenas quedan los resabios de una pertinaz parcialidad hacia la música de Wagner y poco más. Los ejércitos son como la langosta, cuando se marchan la hierba vuelve a brotar, pero a los que vienen armados de billetes ya no te los sacás de encima nunca más. Estoy hablando de los americanos claro está, que llegan en tales cantidades que Mr. Bennett ha tenido la audacia o más bien la desfachatez de abrir una oficina parisiense de su New York Herald: ahí los verás entrar perdidos y perplejos y salir orondos y sonrientes, pues a sus puertas termina la avenue de l’Opéra y empieza la Quinta Avenida, y no hay nada que le guste más al americano que viajar 20.000 km para encontrarse con lo mismo que dejó atrás: en el pabellón que preparan para la Exposición, me contaba uno de ellos con mal disimulado orgullo, tendrán su propia oficina de correos y telégrafos, sus bureaux de informes y de cambio, su bourbon, su agua helada y todo lo demás. También traerán sus inventos, claro está: en esa monumental catedral del progreso que se llamará la Salle des Machines, el edificio más grande y moderno de la Exposición, habrá una sección especial destinada a las últimas novedades de Mr. Edison, pues la Ciudad de la Luz, justo es recordar, lo es gracias a él, y brilla con luz prestada del sol de Menlo Park; y serán de marca Otis, si algún día los instalan, los ascensores de la Tour Eiffel. Es verdad que todavía se sigue escuchando la frase “riche comme un Argentin” y que el sueño de toda cocotte, dicen por acá, es tener un amante argentino y un perrito pekinés, pero eso es porque nosotros somos de tirar caviar al techo y ellos en cambio siempre exigen their money’s worth: antes de pagar de más por un artículo de lujo prefieren pagar lo justo por uno de mediana calidad. Noches pasadas estábamos en el Folies con Tatalo y Casto Damián y nuestras respectivas partenaires cuando vemos entrar un hombre coloradote y robusto con una gran rosa blanca en la solapa del frac, un diamante más grande que la rosa en los dedos gruesos como salchichas chicagüenses y un habano descomunal, y como si fuera el único gallo del gallinero va y se sienta entre dos pollitas, o más bien gallinas, que le hacen sitio cloqueando de emoción. Le sonríe el barman, le sonríe el gerente, le sonríe el patrón y él nos mira a todos, sonrientes y no sonrientes, y desde su silla alta como un trono pide sandwichs, pide porter, pide champagne y todo lo que pide se lo embaula entre pechera y espalda así sin más, atándose la servilleta al cogote y eructando como si fuera cerveza el champagne; habla a voz en cuello, en el inglés de allá, y aunque nadie entiende ni jota las dos estupendas pecadoras se ríen a carcajadas y cesan todas las conversaciones en las mesas vecinas (imposible hacerse oír por sobre ese vozarrón), y al final, cansado de monologar, pide más champagne, se lo bebe en dos tragos, paga, deja propina y sale escoltado por sus dos poulets.
Por las calles, en los cafés, en las brasseries, es imposible no reconocerlos por sus modas francesas made in Chicago, sus gestos desmesurados, sus voces estentóreas que comandan servicio y lo obtienen al instante sin hacer el menor intento de hablar el idioma del país. Lejos de tratar de pasar por franceses, de blend in, como dirían sus primos de este lado del Atlántico, parecería que hacen todo lo posible por proclamar a los cuatro vientos su condición de Americans. Y no vayas a creer que a los franceses se les ocurre tacharlos de rastaquouères, pas du tout: ese apelativo lo reservan exclusivamente para nosotros. Es notoriamente injusto: por culpa de una punta de nuestros compatriotas, y de una punta y monedas de nuestros hermanos sudamericanos que pretenden pasar por franceses sin tener con qué, nos la pasamos dando examen mientras los americanos por la misma plata pasan sin rendir.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: Quemá esta carta como todas las demás.
París, 2 de febrero de 1889
Mi querida Justita,
He recibido todas tus cartas puntualmente: fue una buena idea la que tuviste de numerarlas, así puedo llevar la cuenta con absoluta precisión. Si a veces te parece que no las he respondido con la misma puntualidad eso se debe a que pueden tardar hasta un mes en llegarme, y otro tanto para que mi respuesta llegue a tus manos, y por ello no debes esperar que cada carta mía sea una respuesta a la tuya anterior, ya que es esperable cierto desfasaje. Debe ser por ello, seguramente, que no había contestado hasta ahora a tus preguntas sobre la famosa Torre Eiffel. No he podido subir pues no está concluida aún, como puede apreciarse en el cartón postal que te envío, pero he podido aprovechar alguna de las visitas al predio donde se levantará el Pabellón Argentino para prosternarme ante sus pies. Y ya esta es una experiencia sublime: basta con elevar los ojos al cielo a través de ese colosal entramado de metal rojo para que el proyecto se revele como una de las empresas más ambiciosas acometidas por el hombre desde los tiempos bíblicos. Cuatro titánicos pies hunden sus raíces en el suelo de arena: tomando impulso sobre esta firme base, dan un gran salto de casi 60 metros, como si no pudieran contenerse; allí se juntan en arco y unidos ascienden hasta el segundo nivel, que con sus casi 120 metros empequeñece a los monumentos más altos de París. De allí sube la aguja con ímpetu de lanza, más arriba que el monumento de Washington, que era la altura mayor entre las obras humanas, y se hunde en el cielo gris, desde donde caen cada tanto, atravesando el laberinto de su trama, algunos copos de nieve; y todo, de la raíz al tope, es un tejido de hierro. La Torre crece día a día; aun así, es difícil ver el trabajo de construcción. Nieblas pertinaces suelen envolver los talleres encaramados en las alturas, aunque en el temprano crepúsculo de las tardes invernales puede divisarse allá en lo alto el rojo resplandor de las fraguas de los remachadores y escuchar el golpeteo de los martillos sobre las piezas de hierro candente. Esto es quizás lo más sorprendente: la Torre no está rodeada de andamios, pues ella misma es su propio andamio; una grúa montada en el primer estrado levantará las pesadas vigas desde el suelo, allí las recogerá otra grúa montada en el segundo, que será relevada por una tercera… Los obreros suben con ellas, en unas plataformas colgantes que les permiten manejarlas y dirigirlas, o directamente agarrados a la viga con las dos piernas como el marino al cordaje del barco, pero ya a partir del segundo estrado se hace difícil discernirlos, tanto los empequeñecen la altura y la escala de las piezas que manipulan. Así, la Torre parece crecer por sí misma, como una planta de su semilla. Las obras monumentales de la Antigüedad, como las pirámides o las catedrales, traen a nuestras mentes la visión de grandes multitudes colgándose de los andamios o luchando con monstruosas cuerdas, pero esta moderna pirámide se eleva por el poder de la técnica y requiere de una mano de obra reducida, pues la fuerza necesaria para la construcción descansa hoy en el cálculo.
La Torre ha recibido muchas críticas, en especial las reunidas en una carta firmada por trescientas personalidades del arte y la cultura (una por cada metro de su altura), entre las cuales se cuentan los escritores Guy de Maupassant y Alejandro Dumas hijo, el autor de la célebre La dama de las camelias; el compositor Carlos Gounod, autor de la ópera Fausto, y el arquitecto Carlos Garnier, que diseñó la Ópera de París y más recientemente —¡vaya ironía!— la exposición de la "Historia de la habitación humana" que se desplegará a ambos lados de la torre malquerida. Le dicen chimenea de latón remachado y embudo sentado sobre su fundamento, ostentación ociosa menos digna de París que de Chicago o San Francisco; y Pedro Manuel Salaberry abomina hasta tal punto de su mal gusto que se rehúsa a llamarla por su nombre, recurriendo a paráfrasis (así se dice cuando nombras una cosa mediante circunloquios) tales como “la montaña de escoria” o “ese adefesio infundibuliforme diseñado para dejar boquiabiertos a los rastacueros”.
Pero yo creo que en esta mal llamada montaña de escoria se hallan los elementos de una belleza nueva, difíciles de definir porque ninguna de las gramáticas del arte vigentes nos suministra la fórmula para entenderla. Lo más admirable es la lógica visible de su estructura: la Torre es un teorema hecho arquitectura. Las viejas torres de piedra, que parecen sostenerse como por milagro, encarnaban los misterios de la fe y los portentos que antaño aterraban a los creyentes; esta de hierro vuelve inteligibles las leyes que rigen la creación, y conociéndolas, se ha vuelto superfluo Dios. Es, en ese sentido, un apropiado símbolo de la Revolución a la que homenajea y que inspiró a repúblicas como la nuestra. M. Eiffel ha dicho a los diarios que ni la escala ni el desafío técnico eran mayores al de los muchos puentes que ha construido, que la única novedad es direccional: se va de abajo hacia arriba antes que de lado a lado. Tiene más razón de la que advierte: su torre es un puente lanzado hacia lo alto, y allá en lo alto nos espera el futuro.
Tuyo en este siglo y el que viene,
Tu Marcelo
París, 12 de febrero de 1889
Querido Jorgito,
Anoche, mi querido condiscípulo y hermano de leche, me he hecho merecedor de la más alta condecoración que esta augusta nación puede otorgar. No, no me refiero a la Légion d’honneur, a esa se la tira por la cabeza al último embajador en hacer la paz definitiva en los Balcanes, o a los emires y sultanes de sus colonias cuando sospecha que están por iniciar una rebelión; no, estoy hablando de algo mucho más serio y trascendente: anoche completé mi educación, anoche recibí el diploma que acredita mi condición de parisiense pur sang. No fue en La Sorbonne sino en el Café Riche, y de manos de M. Chéron, lo cual lo hace más valioso que si me lo hubiera entregado el mismísimo presidente Carnot. Para que estés en condiciones de apreciar en su justa medida el honor recibido tengo que pintarte un retrato al vivo de M. Chéron. M. Chéron es el maître del Café Riche, M. Chéron ha nacido en la Suisse Française, M. Chéron es enorme y augusto como el Mont Blanc. Cuando su portentosa mole se cierne sobre tu mesa, tu vista deberá vagar un buen rato por la nívea extensión de su pechera hasta alcanzar el horizonte negro de su smoking, o de su moño si se anima a ascender, y si osa avanzar más allá se encontrará con un pétreo rostro alpino desde cuyas calvas alturas te contemplarán, enmarcados por el espeso pinar de las patillas, dos ojos azulados y fríos como un glaciar. Se ha sabido de clientes, extranjeros en su mayoría, que al ser atravesados por esa gélida ráfaga fueron incapaces de tener sus aguas y debieron batirse en presurosa retirada antes de transponer el umbral.
Anoche, entonces, una noche como cualquier otra, estábamos sentados a nuestra mesa del salón con Carlitos Bilbao y Tatalo Bengoechea cuando entra en escena nuestro ilustre vecino don Urbano Pedernera, arrastrando una cáfila compuesta por su rotunda cónyuge y hasta media docena de hijas, yernos y nietos. Te acordarás sin duda del personaje: capitán del Ejército Grande, comandante y juez de paz de no sé qué fortín perdido en la frontera norte, caracterizado vecino del Rosario mudado a Buenos Aires para seguir sirviendo como diputado nacional a esta patria que al fin, habiendo iniciado el camino del orden y el progreso en paz, le permite cumplir su viejo sueño de visitar París. Le han dicho que el Riche es el mejor restaurante de la ciudad y se ha arrimado al mismo para zanjar personalmente la peliaguda cuestión, pero apenas toma asiento en la mesa reservada y los niños terminan de atarse las servilletas a los pescuezos comienza su aflicción: sin mediar aviso alguno ensombrece su frágil mesa la hierática mole de M. Chéron, presentándole una carta grande y severa como una lápida, y el hombre que supo saludar con el sable en alto las primeras balas de Caseros y ponerle el pecho a las lanzas de Pincén palidece visiblemente y comienza a tartamudear. Apenas abre la carta su turbación inicial se trueca en desesperación: don Urbano no sabe ni jota de francés, y sus ojos recorren la lista de arriba abajo y de lado a lado como si de un campo de batalla se tratase, buscando más no sea una zanja o zarza donde cobijarse, pero no. Pasea la vista por los rostros de sus comensales buscando apoyo o al menos solidaridad, pero los ojos de todos están clavados en los suyos, esperando que como pater familias se haga cargo de la situación, y finalmente la vuelve a los de M. Chéron que lo consideran con bizantina impasibilidad. El tembloroso dedo de don Urbano se detiene en un ítem seleccionado al voleo, finalmente. Bécasse à la Riche pronuncia M. Chéron lo suficientemente alto como para que lo escuchen en las mesas vecinas y a renglón seguido: très bien, et le potage? Y mientras los ojos implorantes de don Urbano vuelven a recorrer en muda consultación la mesa familiar, sucede lo impensable: un segundo antes de dar otra vuelta al torno de su refinada crueldad con un pausado “Voulez-vous velours?” desencadenando en la mesa una furiosa ronda de siseada consultación (“¿Terciopelo? ¿Nos ofrece comer terciopelo?”) uno de los ojos de M. Chéron se cierra en un ostentoso guiño dirigido a nuestra mesa y, más precisamente, à moi. No sé si sabré transmitirte todo lo que sentí en ese momento: a través del minúsculo gesto de M. Chéron el meilleur monde me daba la bienvenida a su selecta fraternidad. Tan arrobado estaba que tardé en advertir el nuevo giro que habían tomado los acontecimientos: buscando ayuda en las mesas vecinas don Urbano había creído detectar en la nuestra algún rostro o al menos rasgo familiar: Muchachós… Disculpez… Alguno de vous est argentino per casualité? ¿Hablez l’español? No terminó de decirlo que el ojo de lince de M. Chéron cayó sobre nosotros y allí permaneció, mientras sus fosas nasales se dilataban en busca de nuevas presas, figurate si podíamos correr el riesgo de quedar pegados al santafesino rastaquouère, y los tres a una nos sacudimos el pelo de la solapa con sendos Comment? Qu'est-ce que vous dites? Je ne comprend pas. Dos veces más tornó a preguntar, y dos veces más lo negamos con creciente énfasis y aun indignación, no dejándole al pobre diablo más alternativa que balbucear oui oui y encomendar su suerte y la de toda su familia al azar de esas palabras cargadas de malignidad: turbot, homard, raie, éperlan… No sé si en ese momento habrá cantado un gallo, pero de ser así, seguro que era un gallo francés.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
París, 19 de febrero de 1889
Querida Justita,
Gracias por tu última carta y las noticias de casa, me alegra saber que todos están bien y con salud. Envíale mis cariñosos saludos a tus padres y cuéntales, para que puedan ponerse aún más orgullosos de su yerno en ciernes, que tu Marcelito se ha convertido en el hombre de la hora aquí en el seno de la legación argentina en París. Como sabes, nuestro país participará de la gran Exposición Universal que se prepara con un majestuoso pabellón que habrá de erigirse nada menos que a los pies de la Torre Eiffel, y a tal efecto se ha creado una comisión presidida por el Dr. Eugenio Cambacérès e integrada, entre nuestros mayores, por los Dres. Amancio y Santiago Alcorta, Julio Victorica, Mariano Demaría y Manuel Güiraldez, y entre nuestros coetáneos a Manucho Lezica, Carlitos Bilbao, José Luis Velarde, Casto Damián Fernández y Tatalo Bengoechea. Pues bien, ¿podrías creer que con la honrosa excepción del Dr. Cambacérès, quien comprensiblemente no da abasto con sus múltiples obligaciones y además no se encuentra nada bien de salud, ninguno de ellos habla ni bien ni medianamente el francés? ¿Quién, entonces, crees que fue invitado a integrar la comisión directiva, a fin de tratar con las autoridades locales sin desmedro de la imagen del país? ¡Cuánto agradezco ahora las tediosas tardes de verano que pasamos en la estancia conjugando los verbos irregulares bajo la severa vigilancia de M. Talenton! Quizás recuerdes o te hayan contado que una vez tu hermano no quiso veranear con nosotros debido al saludable terror que le inspiraba la palmeta de aquel veterano de Verdún…
Nuestro pabellón será el más grande y lujoso de todos los países americanos: 1.600 m2, solo en la planta baja, y otros 1.300 en la segunda; es verdad que inicialmente habíamos pedido 6.000, pero aun así es bastante lo que conseguimos, porque la primera idea de los franceses era meternos a todos desde Méjico hasta Tierra del Fuego en un mismo edificio, pero como te imaginarás el Dr. Cambacérès puso el grito en el cielo y amenazó con retirarnos si no nos daban uno para nosotros solos, y como la Exposición ya viene menguada, porque ninguna de las monarquías europeas aceptó el convite de festejar el aniversario de la decapitación en masa de sus nobles y reyes, acabaron por ceder. Después vino la cuestión del diseño: los mejicanos, a quienes tenemos de vecinos, trajeron a sus propios arquitectos para levantar un templo azteca, que son los indios de ellos, completo con sus escalinatas y sus dioses de nombres impronunciables; en cambio los venezolanos, los paraguayos y los guatemaltecos optaron por honrar a la madre patria con pabellones de estilo colonial. Para nosotros, nada de indiadas ni españoladas: todo del mejor gusto francés. Días pasados concurrí con el Dr. Santiago Alcorta al estudio de M. Ballú, el arquitecto a cargo del proyecto, quien al punto desenrolló los planos y nos regaló una pormenorizada descripción del mismo: dada la ausencia de una tradición arquitectónica nativa propone que el Pabellón Argentino sea un muestrario de todas las invenciones que la imaginación es capaz de concebir y la nueva tecnología de construir: se tratará de una edificación realizada íntegramente en hierro y en vidrio, como las más modernas de París, revestida de porcelanas y mosaicos polícromos, y ampliamente dotada de vitrales, que ostentarán motivos patrios eso sí. En el centro se elevará una cúpula celeste y blanca coronada por un sol dorado que relumbrará sobre las copas de los árboles como un faro, habrá cuatro cúpulas más en las esquinas, ornadas de otras tantas esculturas que representan a la navegación, la agricultura y otras manifestaciones del progreso nacional, y al frente sobre el portal de entrada se alzará la obra mayor, un grupo alegórico titulado La República Argentina, obra del insigne escultor Jean-Baptiste Hugues.
Me despido por ahora, pues mis obligaciones se han multiplicado y apenas puedo tomarme un respiro para escribirte. Solo lamento que no vayas a estar aquí para la inauguración y ver con tus propios ojos el resultado de mis desvelos.
Tuyo en el norte y en el sur,
Marcelo
París, 19 de febrero de 1889
Querido Jorgito,
Gracias por todas las noticias, mandales un saludo a los muchachos y decile de mi parte a Alfredito que se venga una temporada a darse todos los gustos y después sí, si le quedan ganas que se case nomás. Te cuento que al final me han encontrado algo que hacer en París, aparte, se entiende, de degustar los variados manjares que ofrecen las maisons closes y las brasseries à filles: me han nombrado miembro de la comisión de la Exposición Universal, gracias sobre todo a mi buen manejo del francés. ¡Debería llevarle flores a la tumba a M. Talenton, si solo supiera dónde está! Mis primeras actividades oficiales fueron una visita al arquitecto que construirá el Pabellón Argentino, M. Ballú, y al atelier de M. Hugues, encargado de realizar el grupo escultórico central, una alegoría titulada La República Argentina representada por una turgente vaca lechera y una lozana moza, apenas menos ubérrima, lánguidamente reclinada sobre ella. Llegué cerca del mediodía y los agarré a todos en plena labor, al escultor esculpiendo y a la vaca rumiando y a la damisela exhibiendo unos senos que por el frío se veían más duros que el mármol que los inmortalizará. Lo que es a mí te juro, Jorgito, que no sé lo que fue, frente al inesperado encuentro de esa vaca y esas tetas se me aflojaron las piernas y la lengua se me pegó al paladar, y cuando se nos hizo la hora del almuerzo y me invitaron a sumarme a la mesa, la francesita, que ya se había dado cuenta de que no podía sacarle los ojos de encima, dejó caer el manto que rodeaba sus caderas y se quedó un par de segundos como Dios la trajo al mundo, antes de ponerse el vestido y sentarse a mi lado como si tal cosa, y así llegué a enterarme de que se llamaba Charlotte, que vivía en la rue Chaussée d’Antin en Montmartre y que terminaba de trabajar a las seis, y esa misma noche pude cumplir la fantasía de hacer mía esa maravillosa quimera, una República Argentina con acento francés, solo sentí algo la falta de la vaca pero hubiera sido bastante engorroso hacerla cruzar París y subir tres pisos por escalera.
Lo tomo como un buen augurio. Creo que nuestra presentación en la Exposición Universal será todo un éxito.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: No te olvides de quemar esta carta apenas termines de leerla.
París, 2 de marzo de 1889
Querido Jorgito,
Recibí con mucha alegría tu carta del 2 del corriente, y me tranquiliza saber que todo va bien por allá. Yo por acá sigo empeñado en perfeccionar lo que Pedro Manuel se ha dado en llamar mi education sentimental. El otro día por ejemplo estábamos cenando en nuestra mesa del Café Anglais cuando después de mirar en derredor por un buen rato tuve la peregrina idea de preguntarle mediante qué signos inconfundibles podía uno distinguir a las grandes dames de las grandes horizontales, que es como llaman por acá a las más afamadas cocottes. Es muy simple, me contestó, las grandes dames son las que parecen cocottes, y las cocottes son las que parecen grandes dames. Venimos, los dos, de la ciudad-damero, que auspicia las antinomias: la gran señora se opone a la puta y cada una se define por oposición a la otra, y en esa dicotomía se estanca la relación. La tortuosa París, en cambio —lo sigue siendo, a pesar de los bulevares con que han tajeado su faz—, es la ciudad de los pasajes y las paradojas, y si bien las mujeres del haut y del demi-monde pertenecen a diferentes esferas, son esferas que se rozan: los carruajes de las cortesanas salpican de barro a los de las duquesas, y sus palcos están lado a lado en la Opéra o en el Palais-Royal, como lo están sus mesas en los Italianos. Un ambiente tal propicia el movimiento dialéctico: las unas enseñan a las otras y así progresa la sociedad toda. De las grandes dames, las entretenues aprenden modales, refinamiento y cultura, y de las amantes de sus esposos las grandes dames adoptan la vulgaridad de habla y de comportamiento necesaria, no tal vez para recuperarlos, pero sí para hacerse de un amante entre los esposos de sus amigas de menor fortuna. Pues París, debés saber, ha elegido un modo original pero efectivo de honrar el sexto mandamiento: el hombre, si dispone de medios, no tomará por amante a la esposa del vecino, pues eso sugeriría que no puede costearse una querida como Dios manda. Aquí, nada da más prestigio que entrar a los restaurantes, los teatros y los salones con la cocotte mejor cotizada de París colgada del brazo. ¿Y cuál es?, le pregunté yo, porque ya se me estaba haciendo larga la perorata. ¿Cuál es qué?, me preguntó, siendo ahora su turno de mostrar perplejidad. La cocotte más cotizada de París, le respondí con total naturalidad, si hay que mostrarse con ella para que los franceses se fijen en uno entonces la quiero colgada del brazo a la mayor brevedad. Colgártela, lo que se dice colgártela, no va a ser nada fácil me contestó recuperando el aplomo, pero si querés puedo llevarte al lugar donde podrás observarla a tus anchas.
El lugar resultó ser el Variétés, y la obra que allí se daba no era otra que La Dame aux camélias interpretada por la divina Sarah. Y era verdad que allí se hallan las mujeres más caras de París, sin pecado y con pecado conseguidas, recibiendo en sus palcos como si estuvieran en sus salons: la entretenue a sus amantes, munidos de los correspondientes bonbons y bouquets; las grandes señoras a sus amigas, para reírse a carcajadas de sus maridos mientras con sus lorgnettes los espían haciéndole la corte, del otro lado de la sala, a alguna famosa entretenue. No es muy diferente de allá, en un punto: el verdadero escenario está en los palcos; si lo que querés es ver la obra, para eso están las plateas, comenta desdeñosamente Pedro Manuel. Salvo, claro está, cuando entra en escena la Bernhardt. Ese siempre me ha parecido el mayor desafío del actor de fuste: lograr que el drama que se desarrolla sobre el escenario parezca, así sea por un instante, más interesante que los que se representan en los palcos que lo rodean. ¡Y qué ojos tiene la judía, y qué voz! Me pregunté si era ella la que Pedro Manuel tenía en mente, pero no podía ser: andará por los cuarenta largos y además ha dicho adiós hace mucho tiempo a sus días de entretenue. Yo barría el teatro con mis gemelos sin llegar a descubrir en el calidoscopio de movimiento incesante ninguna señal que me permitiera identificarla; cuando le pregunté, Pedro Manuel previsiblemente me dijo que lo sabría cuando la viera. Dicho y hecho: promediaba el primer acto cuando advertí que todos los gemelos convergían sobre el escenario como alineados por un imán invisible, y entonces entró, y la temperatura de la sala pareció subir de súbito. No podía haber ninguna duda al respecto, supe al ajustar el foco de los míos hasta que su imagen se recortó con nitidez adamantina: hacía el papel de Olympe, una de las amigas de Marguerite, y verdaderamente parecía que una diosa había descendido de las alturas vestida de seda verde y un chal de cachemira convertido en alas de mariposa, tal era la gracia con que lo agitaba al andar. Una cabeza altiva, como cincelada en mármol, los cabellos negros lustrosos y muy lacios haciendo marcado contraste, cuando las dos estaban juntas, con la cabeza de Medusa de la Bernhardt, los ojos de ese azul que toma a veces el mar contra el poniente, la nariz apenas respingada con las ventanillas muy abiertas, como en ardiente deseo de aspirar la vida entera, los labios queriendo salirse de la boca para morder una manzana o dar un beso, dejando en reposo al descubierto el borde de los dientes blanquísimos, el cuello tan largo y gracioso como el de una garza al momento de atravesar al pececillo de un picotazo certero. Es verdad que su voz no era precisamente de calandria, al menos comparada con el amenazador ronroneo felino de la Bernhardt, y sin lugar a dudas no le llega a la suela de las chinelas en lo que a actuación se refiere —no actúa mal en su registro pero este abarca dos o tres teclas apenas, mientras que la otra es capaz de recorrerte de punta a punta el teclado entero, pero Camille —llamémosla así— exhala en torno suyo un olor de vida, un poderío de mujer que deja a todo el teatro sin aliento, a la mitad femenina de envidia y a la masculina de deseo. Unos pocos gemelos, no muchos, se apartaban cada tanto de ella, pero apuntando todos en la misma dirección: allí estaba él, con todo el empaque de su impecable frac, su moño blanco, la cabeza severamente rasurada y el monóculo concentrado en ella con un orgullo que me recordó el de mi padre cuando desfilan ante sus ojos sus vaquillonas: así que ese es, me dije, pues bien, ya veremos por dónde le aprieta el zapato al franchute. En el intervalo le pregunté a Pedro Manuel si tenía acceso a ella y él me contestó que sí pero nunca a solas, pues el barón de Varville (sigamos con los noms de guerre, por si las moscas) la consideraba de su propiedad exclusiva, y él o alguno de sus criados siempre se hallaba presente cuando ella recibía. Algo inusual, me comentó, porque son pocos los que pueden seguirle el tren a una entretenue de su calibre y estas suelen repartirse entre sus varios amantes, según el grosor de sus billeteras.
Al finalizar la obra nos guarecimos en el Passage des Panoramas donde está la salida de los artistas, y pude verla pasar tomada del brazo del barón, subir con él a un carruaje cerrado y desaparecer llevada al trote por dos soberbios alazanes, sin lograr que se fijara en mí ni por un segundo. Hubiera dado diez años de mi vida por estar en el lugar de aquel maldito viejo, y mientras la miraba alejarse juré que, aunque tuviera que gastar todo lo que poseo, esa mujer será mía algún día.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: No vayas a olvidarte de quemar esta carta apenas la hayas leído.
París, 21 de marzo de 1889
Querido Jorgito,
Acá va una nueva entrega de Las aventuras de Marcelito en París o El Rocambole argentino, como más te guste. Yo creo que cuando complete la hazaña tendrán que erigir una nueva Columna Vendôme en mi honor, ya no revestida del bronce de los cañones de Austerlitz sino de medias de seda y ligas de mujer.
La noche del día en que vi por primera vez a no diré ese ángel, sino más bien diabla terrestre, casi no pude dormir, elucubrando mil y una maneras de sortear el monóculo del vigilante Argos y darle un tarascón a la manzana prohibida. Podía por supuesto seguirla en mi reluciente faetón por los Champs-Élysées o el Bois, donde suele pasear por las tardes toda envuelta en sus pieles, acompañada por su infaltable perrito pekinés y el barón o alguno de sus lacayos, pero con el tiempo todavía muy frío y los coches cerrados no es fácil ver ni ser visto, y si el tiempo está bueno y baja a caminar, el barón o alguno de sus esbirros la acompañan siempre.
Me di en rondar las entradas del teatro, recurriendo a los billetes cuando fallaba mi encanto y viceversa; una de las acomodadoras tras breve regateo me encaminó hacia la portería, un cuchitril vidriado ante el cual me presenté con mi frac nuevo y mis bombones y mi ramo de lilas, y sin que mediara pregunta la portera me indicó que me sentara a una mesa donde ya se hallaban otros tres caballeros igualmente pertrechados. Apenas levantaron la vista cuando entré, y ninguno respondió a mi saludo; por las caras de velorio parecía menos la antesala del paraíso que la sala de espera de un dentista. La portera, una vieja harpía que iba y venía entre un armario que ocupaba la mitad del cubículo y la cantina que había montado bajo la escalera, tomó mi carta acompañada de los correspondientes billetes y se fue chancleteando en dirección a los camerinos. Tuve que correrla para alcanzarle las flores que siempre arroja, descubriría poco después, en el primer recipiente que encuentra, y los bombones que en cambio abre inmediatamente y se va comiendo por el camino. Escuché, eso sí, las risas de los figurantes que en los entreactos vienen a la cantina, y uno de ellos hasta tuvo el atrevimiento de levantar la copa y guiñarme un ojo brindando por mi éxito. Al rato volvió la vieja, chancleteando como se había ido, con una camelia roja en las manos, que me entregó sin decir palabra. Me empezó a latir el corazón alocadamente, pensando que fuera una respuesta propicia, cuando las risitas de los figurantes y las sonrisas de mis compañeros de mesa me dieron a entender que la cosa no andaba tan bien como creía. Con el rostro oscurecido de cólera (vos me conocés) me acerqué al figurante que me había ofrecido el brindis, un viejo desdentado y amarillo tocado de un bonete grasiento, y cerrándole el cuello de la camisa con dos dedos le pregunté a qué venía tanta risa y, de yapa, por el significado de la camelia bermeja. Me contestó balbuceando que esa era la manera en que Camille rechazaba a sus pretendientes. Había adoptado el código de Margarita: las camelias blancas anunciaban a sus amantes que se hallaba disponible, las rojas, que no se hallaba en los días propicios para recibirlos y estos últimos, desde su paso a manos del barón, abarcaban el mes entero.
Este notorio fracaso me llevó a la conclusión de que su camerino era tan inexpugnable como su carruaje. Podía por supuesto concurrir a su salon, pero mi breve experiencia en la salida de actores y en la portería me había demostrado que si algo le sobraba eran pretendientes: una mujer así está habituada a que la miren, la deseen, la busquen y la sigan, y si todo París lo hace ¿qué diferencia hará uno más o menos? Lo que ella necesita es un cambio de papeles: ser ella la que mira, ella la que busca, ella la que no duerme. Y yo debo convertirme en el objeto de esos desvelos.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: A esta carta quemala dos veces, por las dudas.
París, 28 de marzo de 1889
Mi querido Jorgito,
Y aquí viene una nueva entrega del feuilleton franco-argentino más popular de todos los tiempos. Con Pedro Manuel, que se ha convertido en mi estratega y confidente (vos también, no te pongas celoso, pero no conocés el paño como él, y estás lejos, y las cartas viajan demasiado lento), tras darle vueltas y vueltas al asunto llegamos a la conclusión de que quedaba una sola solución: la escena. Durante las muchas funciones a las que asistí había llegado a memorizar los desplazamientos de Camille, notando que en un momento del cuarto acto, cuando decía “Oui, mais il y a amant et amant” (también me sabía de memoria los diálogos, a esa altura) quedaba a escasa distancia del avant-scène du rez-de-chaussée. Gracias a los buenos oficios de Pedro Manuel, apuntalados por un más que generoso fajo de billetes, pude hacerme por una noche del estratégico palco; unos pocos más bastaron para que Père Grognard, el veterano iluminador de la sala, violara sutilmente la ética profesional apuntando en mi dirección, apenas Camille le diera el pie con la frasecita de marras, la luz tenue de uno de los reflectores, revistiendo la tela opalina de mi jaquet de un halo lunar, y otorgando un brillo de estrellas a la pálida seda de mi cravate: fue como si una aparición espectral, ángel más que fantasma, se hubiera posado en el profano palco del Variétés. Al mismo tiempo la miré con tal obstinación que por un momento los ojos de Camille atravesaron la barrera de las candilejas y me descubrieron allí erguido, inmóvil como una estatua, y siguiendo la dirección de son regard hicieron lo propio media docena de gemelos, incluyendo los de su vigilante Cancerbero. Fue un doble triunfo: había logrado que no solo Camille sino una buena parte de París —del París que importa— se fijara en mi persona.
Desde de esa noche reservé el palco en forma permanente y asistí a todas las representaciones, a veces solo y a veces con Pedro Manuel o alguno de sus amigos bohemios, que invito por compañía o compasión. Con íntima satisfacción comprobé que lo primero que hacía Camille apenas pisaba las tablas era echar una mirada en mi dirección para ver si estaba y sonreírme —la sonrisa no estaba en la obra, era solo para mí— y cada vez que decía su “il y a amant et amant” lo hacía bajo mi balcón, y muy pronto me quedó claro que Mme. Bernhardt estaba al tanto de todo pues miraba con ella y una vez hasta me hizo un guiño. ¡Quién te ha visto y quién te ve, Marcelito! ¡Primero el maître del Riche, y ahora nada menos que la Bernhardt!
Pero en fin, la ceremonia a fuer de repetirse amenazaba con hacerse parte de la obra, todas las noches lo mismo, y la sonrisa de Camille con volverse una mera sonrisa de actriz, cuando un hecho providencial nos permitió avanzar varios casilleros y quedar a la vista de la meta. Desde hacía varios días unos grandes carteles amarillos venían anunciando la realización de una subasta en la rue Feydeau, que tendría lugar tras una defunción. El cartel no especificaba el nombre del muerto pero nadie que fuera alguien en París ignoraba que se trataba de M. Blondeau, un acaudalado comerciante de pieles finas que había muerto arruinado, con el agregado de dos datos: que Camille había sido su querida y que fue ella quien lo llevó a la ruina. El cartel indicaba que en los días previos se podrían examinar los diversos objetos que se habían de subastar, y allá fuimos. Entre todos ellos había uno que convocaba particularmente la atención: una pequeña estatua de alabastro de la diosa Diana sorprendida en su baño por el cazador Acteón, pero no encorvada y pudorosa como es costumbre representarla, sino altiva y sonriente, en la desnudez omnipotente que le habría mostrado antes de convertirlo en ciervo para que sus propios perros lo destrozaran, y nadie en París ignoraba quién había sido la modelo. ¿Adivinaste? Su nuevo protector, que concurriría a la subasta con el único objeto de recuperarla, había querido impedirle que estuviera presente, pero ella por nada del mundo se iba a perder el espectáculo de todos esos hombres disputándose públicamente su desnudez, así que fue por su cuenta, ubicándose en las últimas filas. El barón tampoco logró impedir que asistiera su esposa, que no lo hacía porque le importaran un comino las infidelidades de su marido sino para proteger su patrimonio de los habituales desmanes de su deseo o su ira, y para ello se había ubicado estratégicamente dos filas por delante de la suya. Y allí estaban los tres, sin sospechar que desde la última fila los vigilaba un cuarto jugador.
El clima inicial era frío, a medida que se sucedían unos a otros lote tras lote de productos insulsos, hasta que de pronto oímos gritar al tasador: una escultura de Maurice Barrias, excelente estado, desnudo femenino que representa a la diosa Diana. Mil francos. Una voz surgida de las primeras filas, ya te imaginarás de quién, ofreció mil doscientos. Mil quinientos dije yo sin titubear, y la sala entera se dio vuelta para ver quién había tenido el atrevimiento. Y también lo hizo ella, claro, y al descubrirme me dirigió la sonrisa de todas las noches, solo que esta estaba radiante de encantada sorpresa. Tres mil ofertó el barón como para dar por terminada la contienda y yo para no ser menos cinco mil quinientos; él seis, yo siete; él ocho, yo nueve; él diez y yo, cansado de este regateo más propio de baratijeros judíos que de caballeros, subí la puesta a veinte. El barón no había vuelto a girarse, para negarme la satisfacción de reconocerme como oponente, pero la que sí lo había hecho era la baronesa, solo que no me miraba a mí sino a su marido. Le estaba advirtiendo de las consecuencias de seguir la puja, y el barón se hundió derrotado en su asiento.
Y fue así que el tasador me adjudicó la estatuilla y su modelo una sonrisa casi púdica, la que correspondía al nuevo dueño de su intimidad descubierta. Una hora después ya había mandado a buscar mi compra. En la soledad de mi habitación la despojé de su triple envoltorio de madera, virutas y papeles, y acaricié y besé cada centímetro de su cuerpo, hasta que el mármol frío tomó la temperatura del mío. Los veinte mil francos agotaban mi patrimonio presente, y hasta la munificencia de mi señor padre me pediría cuentas de semejante derroche, pero con Pedro Manuel habíamos diagramado una estrategia que, de salirme con la mía, me permitiría trocar la escultura por la modelo y recuperar la inversión.
Al día siguiente envié a signore Verdi con la estatuilla al appartement de Camille, con un ramo y mi tarjeta, y ahí estamos por ahora. El barón, que ya es el hazmerreír de París por haber permitido que un recién llegado del fin del mundo le birle a la vista de todos la imagen de su querida, no podrá dejar pasar este nuevo insulto. Me retaría a duelo si pudiera, pero su esposa jamás lo toleraría: solo tiene permitido morir o matar por ella. Pero si no me reta ni me devuelve el dinero, es como si me hubiera vendido a su querida. Interesante dilema, n’est ce pas? Veremos qué resulta.
La suite au prochain numéro.
Tu amigo del alma,
Marcelo
P.D.: No te olvides de quemar esta carta por nada del mundo.
París, 28 de marzo de 1889
TELEGRAMA COLACIONADO
QUERIDA JUSTITA SI ALGO LLEGARA A SUCEDERME QUIERO QUE SEPAS QUE SIEMPRE DESDE QUE ÉRAMOS NIÑOS TE HE QUERIDO CON TODO MI CORAZÓN Y QUE NO CONCIBO FELICIDAD MAYOR QUE LA DE SER TU ESPOSO Y VIVIR JUNTO A TI POR EL RESTO DE MIS DÍAS.
París, 29 de marzo de 1889
TELEGRAMA COLACIONADO
QUERIDA JUSTITA RECIBÍ TU TELEGRAMA NO HAY NADA DE QUÉ PREOCUPARSE EL QUE YO TE ENVIÉ ERA SOLO PARA EXPRESARTE MIS SENTIMIENTOS DISCULPAS SI TE HE ASUSTADO POR AQUÍ ESTÁ TODO EN ORDEN TE QUIERE Y TE EXTRAÑA TU MARCELO.
París, 30 de marzo de 1889
Querido Jorgito,
Tantas cosas han pasado desde mi última carta que no sé por dónde empezar. La noche del día en que le mandé la estatuilla a Camille recibí la visita de dos caballeros, acompañados de veinte mil francos. Como adivinarás, eran los padrinos del barón: me pagaba y me desafiaba, saldaba sus cuentas conmigo para adquirir el derecho de despacharme al otro mundo. Se ve que no le tiene tanto miedo a la baronesa como yo creía, o tal vez fue ella la que lo metió a desafiarme, para sacárselo de encima: Pedro Manuel me despabiló con la noticia de que buena parte de la fortuna familiar es de ella y que volvería a sus manos a la muerte de su marido. Como no sabía muy bien para dónde agarrar, convine con ellos que se vieran con Pedro Manuel al otro día y apenas se fueron salí pitando para su apartamento, y de ahí nos fuimos al de Tatalo. El portero nos mandó para el Chabanais, donde después de varias idas y vueltas nos hicieron pasar al salón morisco, donde nos recibió desnudo y fumando hachís en un narguile mientras contemplaba a dos putas tunecinas entreveradas sobre la alfombra como serpientes, y mientras las mandaba guardar y se ponía su bata lo pusimos al tanto de lo sucedido. Examinó las tarjetas de los dos padrinos, el barón de nosequé y el vizconde de nosecuánto, y cuando me preguntó por los míos y le dije que para eso veníamos se rio bajito y después me preguntó qué arma prefería: como yo era el desafiado tenía derecho a elegir. Sable, le dije, y que fuera a primera sangre, porque si llegaba a matar al viejo además del lío en la embajada se iba a enterar todo Buenos Aires incluyendo a mis padres y los tuyos y tu hermanita querida, aparte nunca tuve muy buena puntería y en cambio con un acero en la mano vos sabés que no me achico ante ninguno. En fin, que mis dos padrinos se reunieron con los del conde y fijaron el negocio para el día siguiente, y después nos fuimos para la Maison Doreé, donde los muchachos organizaron lo que llamaron en broma mi última cena y luego al Folies y el Barrio Latino, y anduvimos dando vueltas en coche hasta las tres de la mañana. En fin, no te la voy a hacer larga porque esto no es una novela sino una carta, y si la estoy escribiendo es evidente que no me han muerto, básteme decir que el duelo se realizó al alba según lo pautado, que el barón era bastante buen espadachín y yo podría haberla pasado bastante mal de no ser por las clases de Herr Schnapp en el Jockey, y que la primera sangre fue la mía. Nada grave, un rasguño en el brazo izquierdo, y eso porque me dejé herir adrede. Te preguntarás por qué: si lo hería yo, la humillación lo volvería capaz de cualquier cosa, en cambio así salvó su honor y se volvió tranquilo a casa, y yo a la mía, donde me esperaba una carta que decía:
“Querido amigo:
No sabría precisar el sentimiento producido en mí por lo sucedido.
Solo sé que deseo verlo lo más pronto posible, y espero venga esta noche.
Hasta luego. El tiempo que ponga en venir me demostrará el interés que por mí se toma.
Camille”.
Le hice caso y me tomé mi tiempo: no era cuestión de arrancar bailando al ritmo que marcaba ella. Prendí mi cigarro, entré en mi sobretodo, me puse los guantes con la pausa de un hombre que se respeta, luego llamé a signore Verdi mientras leía la direcc