La pequeña vendedora de prosa (Malaussène 3)

Daniel Pennac

Fragmento

Índice

Índice

CUBIERTA

LA PEQUEÑA VENDEDORA DE PROSA

I. EL DELANTAL DEL CHIVO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

II. CLARA SE CASA

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

III. PARA CONSOLAR A CLARA

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

IV. JULIE

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

V. EL PRECIO DEL HILO

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

VI. LA MUERTE ES UN PROCESO RECTILÍNEO

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

VII. LA REINA Y EL RUISEÑOR

CAPÍTULO 42

CAPÍTULO 43

CAPÍTULO 44

CAPÍTULO 45

VIII. ES UN ÁNGEL

CAPÍTULO 46

CAPÍTULO 47

CAPÍTULO 48

IX. YO ÉL

CAPÍTULO 49

CAPÍTULO 50

CAPÍTULO 51

POST-SCRIPTUM

NOTAS

BIOGRAFÍA

CRÉDITOS

ACERCA DE RANDOM HOUSE MONDADORI

Para Didier Lamaison

A la memoria de John Kennedy Toole,
que murió por no haber sido leído,
y de Vassili Grossman, que murió
por haberlo sido.

El autor quiere expresar su agradecimiento a Paul Germain, Béatrice Bouvier y Richard Villet, que le guiaron, respectivamente, por las selvas de la imprenta, la partitura del pidgin chino y los sótanos de la cirugía.

Yo es otro, pero no es mío.

Christian Mounier

I

EL DELANTAL DEL CHIVO

–Tiene usted un vicio raro,
Malaussène: compadece.

1

Primero fue una frase que me pasó por la cabeza: «La muerte es un proceso rectilíneo». El tipo de declaración terminante que esperas encontrar, más bien, en inglés: Death is a straight on process… algo así.

Estaba preguntándome dónde lo habría leído cuando el gigante hizo irrupción en mi despacho. La puerta no había chasqueado todavía a sus espaldas cuando ya se inclinaba sobre mí:

–¿Es usted Malaussène?

Un esqueleto inmenso con una forma imprecisa a su alrededor. Huesos como mazas y el pelo como maleza plantada a ras de napia.

–Benjamin Malaussène, ¿es usted?

Doblándose como un arco por encima de mi mesa de trabajo, me mantenía prisionero en mi sillón, con sus enormes manos estrangulando los brazos. La prehistoria en persona. Yo estaba pegado al respaldo, mi cabeza se hundía entre los hombros y era incapaz de decir si era yo mismo. Tan sólo me preguntaba dónde había leído aquella frase: «La muerte es un proceso rectilíneo»; del inglés tal vez, del francés, o en una traducción…

Decidió entonces ponernos al mismo nivel: arqueando los lomos, nos arrancó del suelo, a mi sillón y a mí, para ponernos frente a él encima de la mesa. Incluso de ese modo seguía dominando la situación por más de una cabeza. A través de los abrojos de sus cejas, su mirada de jabalí hurgaba en mi conciencia como si hubiera perdido allí sus llaves.

–¿Le divierte torturar a la gente?

Tenía una voz extrañamente infantil, con un acento de dolor que quería ser terrorífico.

–¿Es eso?

Y yo, arriba, en mi trono, incapaz de pensar en algo distinto a aquella jodida frase. Ni siquiera hermosa. Puro saldo. Un francés que quiere jugar al yanqui, tal vez. Pero ¿dónde la habré leído?

–¿Y nunca tiene miedo de que le rompan la cara?

Sus manos se habían puesto a temblar. Comunicaban a los brazos de mi sillón una profunda vibración de todo su cuerpo, una especie de redoble precursor de los temblores de tierra.

El timbre del teléfono provocó el cataclismo. El teléfono sonó. Las hermosas modulaciones líquidas de los teléfonos de hoy, los teléfonos memoria, los teléfonos programa, los distinguidos teléfonos directorales para todos…

El teléfono estalló bajo el puño del gigante.

–¡Tú, cierra la boca!

Tuve la visión de mi patrona, la reina Zabo, arriba, al otro extremo del hilo, hundida hasta el talle en la moqueta por aquel mazazo.

Luego, el gigante se apoderó de mi hermosa lámpara, casi directoral, y cascó la exótica madera en su rodilla antes de preguntar:

–¿Nunca se le ha ocurrido que aparecería un tipo y dejaría su despacho hecho migas?

Era de esa clase de furiosos en los que el gesto precede siempre a la palabra. Antes de que yo pudiera responder, el pie de la lámpara, recuperando su función primigenia de maza tropical, había caído sobre el ordenador, cuya pantalla se esparció hecha pálidos añicos. Un agujero en la memoria del mundo. Y como si eso no bastara, mi gigante martilleó la consola hasta que el aire quedó saturado de símbolos devueltos a la anarquía inicial de las cosas.

Rediós, si le dejaba hacer íbamos a caer de nuevo en la prehistoria.

Ahora ya no se ocupaba de mí. Había derribado la mesa de Mâcon, la secretaria, y había soltado una patada a un cajón, atestado de clips, tampones y esmalte de uñas, que se estampó entre ambas ventanas. Luego, armado con el cenicero de pie al que su semiesfera de plomo hacía oscilar, graciosamente, desde los años cincuenta, la emprendió metódicamente con la biblioteca de enfrente. La tomaba con los libros. El pie de plomo hacía espantosos estragos. Aquel tipo tenía el instinto de las armas primitivas. Al dar cada uno de los golpes, lanzaba un gemido de niño, uno de esos gritos de impotencia que deben componer la música habitual de los crímenes pasionales: aplasto a mi mujer contra el muro lloriqueando como un mocoso.

Los libros emprendían el vuelo y caían muertos.

No había muchos modos de detener el desastre.

Me levanté. Tomé con ambas manos la bandeja de café que Mâcon había traído para enternecer a los quejicas precedentes (un equipo de seis impresores a los que mi santa patrona había llevado al paro, porque habían entregado con seis días de retraso) y lo tiré todo contra la biblioteca acristalada donde la reina Zabo expone sus más hermosas encuadernaciones. Las tazas vacías, la cafetera medio llena, la bandeja de plata y los fragmentos de cristal organizaron el jaleo suficiente para que el otro se quedara inmóvil, con el cenicero por encima de su cabeza, y se volviera hacia mí.

–Pero ¿qué está haciendo?

–Lo mismo que usted, me comunico.

Y tiré por encima de su cabeza el pisapapeles de cristal que Clara me había regalado en mi último cumpleaños. El pisapapeles, una cabeza de perro que se parecía vagamente a Julius (perdón Clara, perdón Julius) hizo estallar el rostro del viejo Talleyrand-Périgord, fundador oculto de las Ediciones del Talión en un tiempo en que, como hoy, todo el mundo necesitaba papel para arreglar sus cuentas con todo el mundo.

–Tiene usted razón –dije–, cuando no se puede cambiar el mundo hay que cambiar el decorado.

Dejó caer el cenicero a sus pies y lo que debía suceder sucedió por fin: rompió a sollozar.

Los sollozos le dislocaron. Parecía ahora uno de esos muñecos de madera que se desmoronan cuando se aprieta su peana.

–Venga por aquí.

Me había sentado de nuevo en el sillón, que seguía colocado sobre la mesa. Se aproximó titubeante. Entre los cables de su cuello, el bocado de Adán hacía increíbles viajes para expulsar el dolor. Yo conocía muy bien aquella pena. No era la primera vez.

–Acérquese más.

Dio aún dos o tres pasos que le acercaron a mi nivel. Su rostro chorreaba. Incluso sus cabellos estaban empapados en lágrimas.

–Perdóneme –dijo.

Se enjugaba con los puños cerrados. Tenía las falanges velludas. Posé la mano en su nuca y atraje su cabeza hacia mi hombro. Medio segundo de resistencia y, luego, todo se abandonó.

Con una mano, yo sostenía su cabeza en el hueco de mi hombro, con la otra le acariciaba el pelo. Mi madre sabía hacerlo muy bien, no había razón alguna para que yo no supiera hacerlo.

La puerta se abrió ante la secretaria Mâcon y mi amigo Loussa de Casamance, un senegalés de un metro sesenta y ocho, con ojos de cocker y las piernas de Fred Astaire, que es, con mucho, el mejor especialista en literatura china de toda la capital. Vieron lo que había para ver: un director literario sentado sobre su mesa y consolando a un gigante, de pie, en un campo de ruinas. La mirada de Mâcon evaluaba con horror los daños, la de Loussa me preguntaba si necesitaba ayuda. Con el reverso de la mano les indiqué que se largaran. La puerta se cerró en un soplo.

El gigante seguía sollozando. Sus lágrimas resbalaban por mi cuello, y estaba empapado hasta la cintura. Que lloriqueara lo que el cuerpo le pidiera, yo no tenía prisa. La paciencia del consolador se debe a que también él tiene sus propios líos. Llora, colega, todos estamos con la mierda hasta el cuello, y eso no hará subir el nivel.

Y mientras se vaciaba en el cuello de mi camisa, pensé en el noviazgo de Clara, mi hermana preferida: «No estés triste, Benjamin, Clarence es un ángel». Clarence… Pero ¿cómo puede alguien llamarse Clarence? «Un ángel de sesenta años, querida, tiene tres veces tu edad.» La risa aterciopelada de mi hermana menor: «Acabo de hacer un doble descubrimiento, Benjamin, los ángeles tienen sexo y no tienen edad». «De todos modos, Clarinete mía, de todos modos, un ángel director de prisión…» «Pero que ha convertido su prisión en un paraíso, Benjamin, ¡no lo olvides!»

Las enamoradas tienen respuesta para todo y los hermanos mayores se quedan solos con sus preocupaciones: mi hermana preferida va a casarse mañana con un guripa en jefe. Eso es. No está mal, ¿verdad? Si añadimos a ello que mi madre se largó, hace unos meses, con un pasma, enamorada hasta el punto de no haber llamado por teléfono una sola vez desde entonces, obtendremos un retrato bastante hermoso de la familia Malaussène. Sin mencionar a los demás hermanos y hermanas: Thérèse, que lee en los astros; Jérémy, que le pegó fuego a su escuela; el Pequeño, con sus gafas rosadas y cuya menor pesadilla se hace realidad, y Verdún, la última, que aulló desde el primer segundo como la batalla del mismo nombre…

¿Y tú, gigante que lloras, qué tipo de familia tienes? Ninguna familia tal vez, y lo has apostado todo por la pluma, ¿es eso? Se tranquilizaba un poco. Lo aproveché para hacer la pregunta cuya respuesta ya conocía:

–Le han rechazado un manuscrito, ¿no es cierto?

–Por sexta vez.

–¿Y siempre el mismo?

De nuevo sí con la cabeza, que ha separado por fin de mi hombro. Luego, una inclinación muy lenta:

–Lo había trabajado tanto, si usted supiera, me lo sé de memoria.

–¿Cómo se llama usted?

Me dijo su nombre y recordé enseguida la risueña cara de la reina Zabo comentando el manuscrito en cuestión: «Un tipo que escribe frases como “¡Piedad! –sollozó a reculones”, o cree hacer humor cuando llama La Bayeta a las Galerías Lafayette, y lo repite por seis veces consecutivas, imperturbable, durante seis años, ¿qué clase de enfermedad prenatal sufre, Malaussène, puede usted decírmelo?». Había sacudido la enorme cabeza que la vida había plantado sobre su cuerpo de anoréxica, y había repetido como si se tratara de una injuria personal: «“¡Piedad! –sollozó a reculones”… ¿Y por qué no: “Buenos días –entró” o “Salud –salió de la habitación”?», y durante más de diez minutos se había entregado a deslumbradoras variaciones, porque no es talento lo que le falta…

Total, habíamos devuelto el manuscrito sin leerlo, yo había firmado con mi nombre la negativa y el tipo había estado a punto de morir de pena en mis brazos, tras haber convertido mi despacho en un erial.

–Ni siquiera lo ha leído, ¿verdad? Había puesto al revés las páginas treinta y seis, ciento veintitrés y doscientos cuarenta y siete, y siguen estándolo.

Típico… ¡Y pensar que nosotros, los editores, por muy taimados que seamos, caemos siempre en cosas como ésa! ¿Qué responder, Benjamin? ¿Qué responderle a ese tío? ¿Que se está empecinando con un monumento de infantil cursilería? ¿Y desde cuándo crees tú en la «madurez», Benjamin? Yo no creo en nada, joder, sólo sé que la máquina de escribir le sienta fatal a las niñerías, que el papel blanco es el sudario de la gilipollez y que no ha nacido todavía el que le venda quincalla a la reina Zabo. Esa mujer es el escáner del manuscrito, sólo hay una cosa en el mundo que le haga llorar realmente: el martirio del imperfecto de subjuntivo. Y entonces, ¿qué puedes proponerle al otro gigante, a ése que está ahí? ¿Que se dedique a la acuarela? Buena idea, así pondrá patas arriba el resto del edificio… Tiene cincuenta tacos bien medidos, y debe de hacer treinta, por lo menos, que se entrega por completo a la literatura; ¡esos tipos son capaces de cualquier cosa cuando se intenta despuntar su pluma!

Tomé pues la única decisión posible. Le dije:

–Venga conmigo.

Y salté directamente del sillón al suelo. Hurgué en la despanzurrada mesa de Mâcon, donde encontré el manojo de llaves que buscaba. Atravesé en diagonal el despacho. Él me seguía como si estuviera en el desierto. El desierto tras una escaramuza sirioisraelí. Me arrodillé ante un archivador metálico cuya persiana se abrió a la primera vuelta de llave. Estaba atestado hasta el techo de manuscritos. Tomé el primero que me cayó en las manos y le dije:

–Tome eso.

Se titulaba Sin saber adónde iba y estaba firmado por Benjamin Malaussène.

–¿Es suyo? –dijo cuando hube cerrado el archivador.

–Sí, y todos los demás también.

Fui a devolver el manojo de llaves a las ruinas de Mâcon, exactamente donde lo había encontrado. Ya no me seguía.

Miraba el manuscrito con aire perplejo.

–No lo comprendo.

–Pues es muy sencillo –dije–, me han rechazado todas esas novelas mucho más a menudo que a usted la suya. Le entrego ésta porque es la última que ha nacido. Tal vez pueda usted decirme qué es lo que no funciona en ella. Yo la adoro.

Me miraba como si el vals del mobiliario me hubiera vuelto majara.

–Pero ¿por qué yo?

–Porque uno siempre es mejor juez de las obras de los demás, y su trabajo demuestra, al menos, que sabe usted leer.

Entonces tosí un poco, me volví unos segundos y, cuando mis ojos se dirigieron de nuevo a él, estaban llenos de lágrimas.

–Se lo ruego, hágalo por mí.

Palideció, creo; sus brazos se abrieron a su vez, pero esquivé el abrazo y le acompañé hasta la puerta, abriéndola de par en par.

Vacilé un instante. Sus labios fueron de nuevo víctimas del temblor. Dijo:

–Es horrible pensar que siempre hay alguien más desgraciado que tú. Le escribiré para decirle lo que me ha parecido, señor Malaussène, le prometo que le escribiré.

Señalé el desastre de la estancia y dijo:

–Perdóneme, lo pagaré todo, yo…

Pero negué con la cabeza mientras le empujaba hacia fuera con suavidad. Cerré la puerta a sus espaldas. La última imagen que se llevó de esa pequeña sesión fue la de mi rostro, empapado en lágrimas.

Me sequé con el dorso de la mano y dije:

–¡Gracias, Julius!

Como el perro no se movía, me acerque y repetí:

–¡Sí, de verdad, gracias! Esto, al menos, es un perro que defiende a su dueño.

Como si me dirigiera a un chucho disecado. Julius el Perro permanecía ante la ventana, mirando pasar el Sena, con una obstinación de pintor japonés. Los muebles habían bailado el vals a su alrededor, su efigie en cristal se había cargado a Talleyrand, pero Julius el Perro se lo pasaba por el forro; fauces torcidas y lengua colgante, miraba pasar el Sena y sus barcazas, sus canastos, sus zapatos, sus amores… Inmóvil hasta el punto de que el perturbado gigante debía de haberlo creído un monumento de arte primitivo, esculpido en una materia demasiado pesada incluso para una gran cólera.

Sentí una sospecha. Me arrodillé junto a él. Le llamé dulcemente.

–¿Julius?

Sin respuesta. Sólo su olor.

–¿No vas a tener ahora un ataque?

Toda la familia Malaussène vivía aterrorizada por sus ataques de epilepsia. Según mi hermana Thérèse, anunciaban siempre una catástrofe. Y además le dejaban secuelas: fauces torcidas, lengua colgante.

–¡Julius!

Lo tomé en mis brazos.

No, estaba vivo, cálido, con su pelo de harina y hediendo por todas partes: Julius el Perro en perfecta salud.

–Bueno –dije–, ya hemos soñado bastante. Ven, le soltaremos nuestra dimisión a la reina Zabo.

¿Fue la palabra «dimisión»? Lo cierto es que se levantó y llegó a la puerta antes que yo.

2

–Es la tercera vez que dimite usted este mes, Malaussène; estoy de acuerdo en perder cinco minutos para devolverle al buen camino, pero no más.

–Ni siquiera un segundo, Majestad, dimito: es innegociable.

Tenía ya la mano en el pomo de la puerta.

–¿Quién habla de negociar? Sólo le pido una explicación.

–No hay explicación; estoy harto, eso es todo.

–También las veces precedentes estaba usted harto. Tiene usted un hartazgo crónico, Malaussène, es su enfermedad.

No estaba sentada en su sillón, estaba plantada en él. Un busto tan flaco que yo esperaba siempre verla pasar a través de los almohadones. Y clavada en ese cuerpo, como en la punta de una lanza, una cabeza extraordinariamente obesa que oscilaba muy despacio, una cabeza de tortuga en la bandeja trasera de un coche.

–Devolvió usted a un pobre tipo un manuscrito, sin ni siquiera haberlo leído, yo acabo de pagar la factura.

–Lo sé, Mâcon me ha avisado. La pobre pequeña estaba hecha un trapo. ¿Le ha hecho la jugarreta de la página invertida?

Estaba divirtiéndose entre sus mofletes. Yo me dejaba atrapar siempre en el juego de las explicaciones.

–Exactamente, y es un milagro que no le haya pegado fuego a la casa.

–Bueno, tendremos que despedir a Mâcon; poner las páginas al derecho es su trabajo. Le descontaré los daños de la indemnización.

Al extremo de aquellos brazos tan delgados, también sus manos eran neumáticas. Algo parecido a manos de bebé clavadas en destornilladores. Tal vez de ahí nacía mi emoción. ¡Había visto tantas manos de bebé! El Pequeño tenía todavía manos de bebé; Verdún también, claro, Verdún la minúscula, la última. Y aun Clara, Clara que iba a casarse mañana, tenía en cierto modo manos de bebé.

–¿Despedir a Mâcon? ¿Eso es todo lo que sabe decirme? Hoy ha dejado ya a seis impresores en el paro, ¿no le basta?

–Escúcheme, Malaussène…

La paciencia de la que considera que no debe dar explicaciones.

–Escúcheme bien; sus impresores no sólo me han traído el álbum con seis días de retraso sino que, además, han intentado dármela con queso. ¡Huela eso!

Sin gritar demasiado, me ha abierto un libro en las narices: del tipo aniversario gran lujo, Vermeer de Delft al natural, carísimo y nunca leído, pura biblioteca de cirujano dentista.

–Muy bonito –dije.

–No le pido que lo mire, Malaussène, le pido que lo huela. ¿Qué huele usted?

El aroma del libro nuevo, el cruasán caliente del editor.

–Huele a cola y a tinta fresca.

–No tan fresca, no tan fresca; ¿qué tinta?

–¿Perdón?

–¿De qué tinta se trata?

–Deje ya su comedia, Majestad, ¿cómo quiere que lo sepa?

–Venelle 63, muchacho. Dentro de siete u ocho años producirá hermosos reflejos rojizos alrededor de las letras y el libro estará jodido. Una porquería químicamente inestable. Sin duda tenían un resto de existencia y han intentado colárnoslo. Pero, dígame, ¿cómo se ha librado usted de su loco furioso? Por el modo como empezaba, tenía que haberle destrozado.

Cambio de tema a la vista, era su método: asunto archivado, pasemos al siguiente.

–Lo he transformado en crítico literario. Le he soltado un manuscrito no reclamado diciéndole que era mío. Le he pedido su opinión, algunos consejos… He cambiado los papeles.

(De hecho, mi treta favorita. Y era yo el que recibía cartas de aliento de los autores cuyas novelas rechazaba: «Hay mucha sensibilidad en estas páginas, señor Malaussène. Algún día lo logrará, haga como yo, persevere, la escritura exige mucha paciencia…». Yo respondía, a vuelta de correo, expresando toda mi gratitud.)

–¿Y funciona?

Me miraba con una admiración incrédula.

–Funciona, Majestad, funciona en todos los casos. Pero estoy harto. Dimito.

–¿Por qué?

¿Por qué, de hecho?

–¿Tiene usted miedo?

Ni siquiera. Estaba, claro, esa frase sobre la muerte rectilínea que me inquietaba un poco, pero el gigante loco no me había asustado realmente.

–¿Es la inhumanidad de la edición lo que le apena, Malaussène? ¿Quiere probar usted en el campo inmobiliario? ¿La petroquímica? ¿La banca? Mire, le recomiendo el Fondo Monetario Internacional: cortar los víveres a un país subdesarrollado con el pretexto de que no puede pagar sus deudas, ese papel le sentaría muy bien: ¡millones de muertos en danza!

Siempre me había tomado el pelo de este modo virilmaternal y, a fin de cuentas, siempre me había recuperado. Pero no esta vez, Majestad, esta vez me largo. Debió de leerlo en mi mirada porque se incorporó a medias, con los puños gordezuelos apoyados en la mesa y su enorme cabeza amenazando con caer sobre el secante, como una fruta madura.

–Por última vez, escúcheme, pedazo de cretino…

Trabajaba en una miserable mesita metálica. El resto de la estancia se parecía mas a una celda de monje que a un antro directoral. Nada que ver con la antecámara del Louvre donde yo ejercía mis propios talentos ni con el diseño de cristal de aluminio de Calignac, el director de ventas. Por lo que al antro se refiere, en aquella casa todo el mundo estaba mejor provisto que ella; en cuanto a trapos, habría podido pasar por la secretaria a media jornada de su más reciente agregada de prensa. Le gustaba que sus empleados trabajaran con lujo (trabajaran, sí) y nadaran en la abundancia. Pero ella cultivaba su faceta Napoleoncito de estricto uniforme rodeado de mariscales del Imperio con galones hasta en el culo.

–Escúcheme, Malaussène, le contraté como chivo expiatorio para que recibiera broncas por mí, para que limitara los daños llorando en el momento oportuno, para que resolviera lo irresoluble abriendo de par en par sus brazos de mártir, en una palabra: para que endosara. Pues bien, ¡endosa usted estupendamente!, es un endosador de primera, nadie en el mundo endosaría mejor que usted, ¿y sabe por qué?

Me lo había explicado un montón de veces: porque yo era, a su entender, un chivo expiatorio nato, porque lo llevaba en la sangre, con un imán en vez de corazón que atraía las flechas. Pero, aquel día, añadió más aún:

–Y no sólo eso, hay algo más: la compasión, muchacho, la compasión. Tiene usted un vicio raro, Malaussène: compadece. Hace un momento, sufría usted en vez del infantil gigante que pulverizaba mi mobiliario. Y comprendía tan bien la naturaleza de su dolor que se le ha ocurrido la genial idea de transformar la víctima en verdugo, el escritor rechazado en crítico omnipotente. Es exactamente lo que necesitaba. Sólo usted puede advertir cosas tan sencillas.

Tiene una voz de chicharra hiperaguda, entre la chiquilla maravillada y la bruja hastiada de todo. En ella es imposible distinguir el entusiasmo del cinismo. No le molan las cosas sino comprender las cosas:

–¡Es usted el doble dolorido de este bajo mundo, Malaussène!

Sus manos se agitaban ante mis narices como mariposas obesas.

–¡Incluso yo consigo conmoverle, que ya es decir!

Clavó un índice gordezuelo en su pecho hueco.

–Cada vez que sus ojos se posan en mí, le oigo preguntarse cómo una cabeza tan monumental ha podido aterrizar en semejante rastrillo.

Error, yo tenía ya cierta idea al respecto: psicoanálisis concluido. La cabeza está curada y el cuerpo queda borrado del mapa. La cabeza goza plenamente de su curación; se aprovecha sola de las cosas buenas de la vida.

–Desde aquí le veo bosquejando la historia de mis dolores íntimos: un amor desgraciado al comienzo, o una conciencia en exceso vivaz de lo absurdo de este mundo, y el remedio final del psicoanálisis que priva del corazón y blinda el cerebro, el diván mágico, ¿no? El rentable todo-para-el-ego.

(¡Mierda!…)

–Escúcheme, Majestad…

–Es usted el único de mis empleados que me llama Majestad a la cara, los demás lo hacen a mis espaldas, ¿y quiere que prescinda de usted?

–Escúcheme, estoy harto, me voy, eso es todo.

–¿Y los libros, Malaussène?

Lo aulló poniéndose en pie de un salto.

–¿Y los libros?

Con un vasto ademán señaló las cuatro paredes de su celda. Eran paredes desnudas. Ni un solo tomo. Y sin embargo, era como si estuviéramos de pronto zambullidos en plena Biblioteca Nacional.

–¿Ha pensado usted en los libros?

Roja rabia. Los ojos le salían de las órbitas. Labios violáceos y enormes puños blancos. En vez de disolverme en mi sillón, también yo me puse en pie de un salto y chillé a mi vez:

–Los libros, los libros, ¡es la única palabra que sale de su boca! ¡Cíteme uno!

–¿Cómo?

–Cíteme un libro, el título de una novela, uno cualquiera, el grito de un corazón, ¡vamos!

Pasó unos segundos sofocada por el estupor, una vacilación que le resultó fatal.

–Ya lo ve –exulté–, no es capaz ni siquiera de soltar uno. Si hubiera dicho Ana Karenina o Astérix, me habría quedado.

Luego:

–Venga, Julius, nos vamos.

El perro, que estaba sentado ante la puerta, levantó su enorme culo.

–¡Malaussène!

Pero no me di la vuelta.

–¡No dimite usted, Malaussène, le despido! Hiede más que su perro, Malaussène. Habla del corazón como si le apestara la boca. Es usted un cagón, un gazmoñero de mierda, que la vida barrerá sin que yo intervenga. Lárguese ya, rediós, ¡y espere la factura del despacho destrozado!

II

CLARA SE CASA

No quiero que Clara se case.

3

Tuve que esperar a la noche profunda. Sólo entonces comprendí por qué había devuelto mi delantal de chivo a la reina Zabo.

Me había refugiado en brazos de Julie, mi cabeza se había zambullido entre los pechos de Julie («Julie, por favor, préstame tus tetas»), los dedos de Julie soñaban entre mis cabellos y fue la voz de Julie lo que encendió mi linterna. Su hermosa voz rugiente de la sabana.

–En el fondo –dijo–, has dimitido porque Clara se casa mañana.

Y era cierto, joder. Me había pasado el día pensando en eso. «Mañana, Clara se casa con Clarence.» Clara y Clarence… ¡La cara de la reina Zabo si lo hubiera encontrado en un manuscrito! ¡Clara y Clarence! Ni la colección Harlequin se atrevería a semejante cliché. Pero, por encima de lo ridículo de la cosa, era la propia cosa lo que me jodía. Clara se casaba. Clara abandonaba la casa. Clara, mi pequeña querida, el edredón de mi alma, se iba. Ya no habría Clara que se interpusiera entre Thérèse y Jérémy a la hora de la bronca cotidiana, ya no habría Clara para consolar al Pequeño a la salida de sus pesadillas, ya no habría Clara para mimar a Julius el Perro en el país de la epilepsia, se acabaron también las patatas gratinadas y la espalda de cordero a la Montalbán. Salvo el domingo, tal vez, cuando Clara visitara a su familia. Rediós… Rediós de redioses… Me pasé el día pensando en eso, sí. Cuando el lechuguino de Deluire vino a protestar porque la distribución de sus libros no era lo bastante rápida en las librerías del aeropuerto (y es que los libreros ya no los quieren, pobre infeliz, has matado a la gallina de los huevos de oro pavoneándote en la tele en vez de aguzar correctamente tu pluma, ¿vas captando?), yo estaba pensando en Clara. Lloriqueaba: «Es culpa mía, señor Deluire, es culpa mía, no le diga nada a la jefa, por favor». Y me decía: «Se va a marchar mañana, esta noche va a ser la última vez que la vea de verdad…», y seguía pensando en ello cuando los estafadores de la imprenta se habían presentado para defender, a seis, su indefendible causa; y cuando el majara prehistórico machacaba el tugurio, era la marcha de Clara lo que me destrozaba el alma. La vida de Benjamin Malaussène se resumía, de pronto, en eso: su hermana menor, Clara, abandonaba su casa por la casa de otro. La vida de Benjamin Malaussène terminaba ahí. Y Benjamin Malaussène, abrumado de pronto por un cansancio sin horizontes, barrido de la cubierta de la vida por la gran ola de la pesadumbre (¡toma ya!), soltaba su dimisión a la reina Zabo, su patrona, dándose unos aires de moralista que le sentaban tan bien como una casulla a un ladrón de cepillos de iglesia. Un suicidio, vamos.

Fuera, mientras Julius y yo caminábamos, estúpidamente hinchados por aquella victoria-derrota, Loussa de Casamance, mi amigo en edición, había depositado a nuestro lado su camioneta roja, llena de libros chinos con los que inundaba la tienda de Las Hierbas Salvajes del nuevo Belleville, y nos había encochado. Él fue quien comenzó a colocarme de nuevo la cabeza en su sitio, él y su sentido común de ex fusilero senegalés, superviviente de Monte Cassino. Durante algunos minutos, sin decir una palabra, había dejado que su biblioteca móvil circulara; luego me había dedicado una mirada al bies, de reojo, brillando con sus extraños reflejos verdosos, y había dicho:

–Concede a un viejo negro que te quiere el triste privilegio de decirte que eres un gilipollas.

Tenía la voz de una suavidad burlona. Pero también ahí pensé en la voz de Clara. Tal vez fuera la voz de Clara lo que más falta me hiciese, a fin de cuentas. Ya muy pequeña, desde su nacimiento, la voz de Clara había preservado la casa de la batah

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