Edición en formato digital: marzo de 2013
© 2007, 2008, 2009, Carlos Giménez
© 2013, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, Ramiro Pinilla, por el prólogo
© 2011, Antonio Martín, por el epílogo
Diseño de la cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Ilustración de la cubierta: Carlos Giménez
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-9032-489-9
Realización técnica: Estudio Fénix
Conversión a formato digital: Esdecómic Digital
www.megustaleer.com
Prólogo
EL TIEMPO ENTERRADO
La Guerra, aquella Guerra nuestra interminable, porque aún no está cerrada, ¿cómo fue, de qué materia estuvo hecha que aún quema al cabo de setenta años? Sobre ella se han escrito muchos más libros fuera que dentro. Al principio y durante demasiado tiempo, la dictadura cerró sus fronteras a esos libros; el premeditado olvido del pasado impidió conocer lo que pasó a muchas generaciones de españoles. Se trató de una verdadera omertá. Pasó el tiempo y las exaltadas legiones victoriosas –«¡Primer Año Triunfal! ¡Segundo…! ¡Tercero…!», hasta que se aburrieron– declinaron su fiero ademán y parecieron comprender que su orgía de sangre no podía exhibirse en los nuevos tiempos y borraron su adusto gesto mussoliniano para pregonar «aquí no ha pasado nada» e incorporarse a la normalidad de un país silenciado por ellos mismos. Entonces aún eran identificables esas personas comprando el pan o integrando consejos de administración, pero ¿cuántos quedan y dónde están hoy aquellos criminales del tiro en la nuca que sembraron España de tumbas sin nombre? Vivimos un tiempo de olvido, no está de moda la memoria. Pero aquella Guerra existió, yo la vi.
El 18 de julio de 1936 yo tenía doce años; días después, y como todos los jueves, pasé por la tienda de las hermanas Learra de Algorta, en busca del Aventurero de Flash Gordon, que iba por el n.º 75 y costaba 15 céntimos. «No ha llegado porque hay guerra», me
anunció una de ellas. Desilusión. Fue la primera noticia que tuve de lo que había empezado. ¿Qué significó entonces para aquel inocente la palabra «guerra», tan familiar en los cómics de acción y ahora tan cerca? Imaginé que había de ser diferente, porque la abominable realidad lo era, pero no significó nada especial.
El 11 de septiembre, por la mañana, los militares rebeldes –sus trimotores alemanes– bombardearon Bilbao: trescientos muertos. Mi familia había adelantado el regreso del veraneo y yo estaba allí, refugiado con todos en el primer piso de la casa más moderna del barrio, confiando en que las bombas no atravesarían la media docena de plantas de hormigón; para mayor seguridad, las mujeres bajaron las persianas.
Los generales Mola y Queipo de Llano acababan de arengar a sus huestes con la consigna de sembrar el terror en el campo enemigo, «eliminando sin escrúpulos a todo el que no piense como nosotros», y a fe que fueron obedecidos. Desde un principio, los sublevados plantearon lo que después llamarían cruzada como un exterminio del enemigo. En junio del 36, Franco declaraba al Chicago Daily Tribune que tendría que matar a media España. Y Queipo de Llano en Radio Sevilla: «Yo os autorizo a matar, como a un perro, a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros, que si lo hiciereis así quedaréis exentos de toda responsabilidad».
La columna vertebral del espíritu de la República era la escuela y el grupo más represaliado fue el de los maestros. Fueron asesinados a miles.
Hubo, también, «terror rojo» en el sector republicano, a cargo de algunos partidos políticos: CNT-FAI y PCE/Internacional Comunista. El Gobierno de la República siempre abominó de tales crímenes, no pudo sujetar a los incontrolados, nunca alentó la aniquilación sistemática del adversario. Tal es la enorme distancia ética entre un bando y otro.
Los franquistas pretendieron justificar su rebelión presentando al Frente Popular –triunfador en las elecciones democráticas de 1931 que trajeron la República– como primer paso del comunismo soviético en España. También en Francia gobernaba entonces el Frente Popular y su derecha nunca se rebeló. Además, en el Congreso de Diputados español sólo había dieciséis comunistas de un total de cuatrocientos.
Ante los bombardeos que sufría Bilbao, mi familia decidió regresar a Algorta, y así descubrí cómo era en invierno el escenario de mis veranos. Ello trajo otra novedad: no habría cole, me libraba del curso de bachiller con los frailes. Hoy, me avergüenzo de mi alegría.
Los trimotores alemanes sobrevolaban Algorta de paso para Bilbao, y un día, tras sonar las sirenas de alarma, mi madre, mi hermano y yo echamos a correr buscando refugio en una gruta de la playa. Oímos a nuestras espaldas el ruido de un motor cada vez más cerca: era un caza de los que protegían a los trimotores que, al avistarnos, quiso probar su puntería. Un fragoroso bólido cruzó sobre nuestras cabezas acompañado del «ra-ta-ta-tá». Las balas no nos dieron y aún siguen incrustadas en la pared de una peña de la playa de Arrigunaga. Era el terror de Mola.
La ayuda que los franquistas recibieron de Alemania e Italia fue masiva, la primera principalmente en material –aviones de bombardeo y caza, cañones, ametralladoras…– y la segunda en tropas, los llamados Flechas Negras: unos 100.000. Por el contrario, la República padeció un aislamiento total por parte de las democracias occidentales, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos…, con su política de «no intervención», no atreviéndose a aceptar que en España se ventilaba una guerra contra los fascismos.
¿Y Rusia? Envió armas con cuentagotas, escasos aviones de caza –los «chatos»– y poco más. Pero lo cobraría a precio de oro. ¿Recordáis el famoso «oro de Moscú»? La República creyó asegurar los fondos del Banco de España trasladándolos a Rusia… y nadie más volvió a verlos. Su valor actual sería de unos 9.000 millones de euros. Stalin entendió que era el importe exacto de la factura por lo enviado.
Se estima en 80.000 el número de marroquíes que lucharon con Franco, voluntarios atraídos unos por la paga, otros por combatir al infiel movidos por una propaganda de captación que hablaba de la guerra santa contra el ateísmo. Esta fuerza de choque fue decisiva en las primeras semanas de la rebelión militar. Sembró el terror a su paso en un avance incontenible, segando vidas y violando con autorización de sus jefes españoles, al mejor estilo de una guerra colonial.
El 1 de julio de 1937, Franco pudo barnizar la sangría que estaba llevando a cabo con la llamada «Carta de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la Guerra de España». La
escribió el cardenal Gomá a solicitud de Franco y la suscribieron todos los obispos españoles excepto dos: uno de ellos, Vidal i Barraquer, advirtió a Gomá del peligro de que la carta sirviera para alentar nuevas barbaridades y «colorear» las ya cometidas. El escrito fue traducido inmediatamente al inglés, italiano y francés, tuvo un gran eco en gran parte del mundo, se entronizó la idea de cruzada y Franco tuvo las manos libres para seguir con su eliminación física del adversario ideológico. La Iglesia española aún no ha pedido perdón.
Dice Santos Juliá: «En España, a la conversión del catolicismo en religión de Estado, se añade la identificación del ser católico con el ser nacional. La nación española era católica o no era». El «¡Arriba España!» de los falangistas era un grito estentóreo –aún raspa mis oídos– contra la anti-España de los no católicos.
Los niños empezaron a recibir, desde antes de finalizar el conflicto, una educación acaudillada. Había, por ejemplo, un Catecismo patriótico que presentaba a Franco como «el hombre providencial puesto por Dios para salvar a España», era «como la encarnación de la Patria y tiene el poder recibido de Dios para gobernarnos». Si menciono otro librito, España es mi madre, es para recordar la tragicomedia que representa la lucha por una patria líquida.
El 1 de abril de 1939 Franco pronunció aquello de «Vencido y desarmado el ejército rojo…», etc. que cerraba la Guerra. Lo que no concluyó fue el baño de sangre que, en sus más feroces expresiones, se prolongó no menos de ocho años más, con el mismo brazo ejecutor: Ejército, Guardia Civil y Falange Española
Tradicionalista y de las J.O.N.S. ¿Cuántos infelices fueron fusilados en las cárceles de posguerra durante demasiados años? Cientos de miles. ¿No es esto genocidio?
Nuestras últimas generaciones, las que alcanzaron la mayoría de edad en los años sesenta, se hallan en un lamentable desconocimiento de nuestra historia reciente. Max Aub se dolía de la juventud que en 1969 lo ignoraba todo de la guerra civil. La desmemoria impuesta por el régimen franquista se prolonga más allá de sus cuatro décadas de dictadura: hoy, los españoles, incluso hasta los de setenta y tantos años, saben más de la guerra de secesión norteamericana –otra incivil– que de la nuestra. Aunque ya van apareciendo relatos y películas sobre la Guerra olvidada –y a buena parte del país le suena a descubrimiento, según puede conocerse con frecuencia por la prensa–, no faltan voces quejumbrosas protestando: «¡Ya tenemos otra más de la guerra!» La piensan con minúscula, minimizándola… ¿Por qué no hablar de ella si es la gran desconocida? Pocos tuvimos acceso en la posguerra a literatura antifranquista. Circulaban en la clandestinidad libros publicados en Francia por la nunca suficientemente alabada editorial Ruedo Ibérico; cuando llegaba uno a nuestras manos era un gran día, lo devorábamos, era la luz en medio de tanta tiniebla. Los de Hugh Thomas y Gabriel Jackson son dos de esos libros.
A quienes denuncian la memoria histórica porque nos devuelve el recuerdo de aquella Guerra que, según ellos, debe seguir enterrada, debemos enviarles que fue el mismo Franco quien inició otra «memoria histórica» con las víctimas de su bando. Creó un censo
de fallecidos o desaparecidos señalando cada nombre con un «muerto gloriosamente por Dios y por España». Una ley de 1939 permitía a los ayuntamientos eximir de impuestos a quienes exhumaran, inhumaran o trasladaran cadáveres de «víctimas de la barbarie roja».
Protegió los terrenos donde hubiera víctimas «sagradas»; por ejemplo, el camposanto de Paracuellos: en 1941 fue desviado el torrente de San Miguel y se construyó una variante de la carretera provincial, Por el contrario, las sepulturas de republicanos desaparecían bajo edificios y carreteras. Desde el mismísimo año del levantamiento militar Franco concedió pensiones a las viudas, en ocasiones muy altas. Según Emilio Silva, el golpe de Franco no fue espontáneo, «comenzó a legislar desde el primer momento». Así pues, no habrá que reparar a los dos bandos, «uno de ellos se autorreparó durante años».
Nos recuerda el juez Baltasar Garzón que faltan por investigar penalmente los crímenes cometidos durante los tres años de la guerra civil y los no menos de ocho de la posguerra. Franco, pues, dispuso de mucho tiempo para perseguir, encarcelar, torturar y eliminar a los denominados «rojos», defensores de una República democráticamente elegida; cambió los papeles, a estos leales los llamaba «rebeldes». Al juez Garzón acaban de procesarle por pisar un terreno vedado.
Nuestra actual derecha, a pesar de ser democrática, no acaba de romper vínculos con el pasado franquista.
«No hay que abrir heridas pasadas», claman los que se resisten a buscar la verdad. Y resulta que, hoy, la Iglesia –la misma de aquellos obispos de entonces que bendijeron como cruzada aquella Guerra y pasearon a Franco bajo palio–, en agosto de 2007 ha beatificado en el Vaticano a 498 de sus víctimas. ¿No es esto abrir viejas heridas?
Ese tiempo olvidado es parte de nuestra historia, si no lo investigamos hoy lo harán historiadores futuros, porque es historia, la nuestra.
Sudáfrica, Guatemala, Italia, Alemania, Portugal, Argentina, Chile… han sacado a la luz los crímenes contra los derechos humanos cometidos en su pasado reciente. ¿Por qué el pasado español ha de ser silenciado?
Escribe José Luis Abellán: «El franquismo no se limitó a derrotar a la República, ganar la guerra e imponer la dictadura, sino que se propuso tergiversar la historia de España y educar a los niños nacidos en esos años mediante una imag