Seductora inocencia (Hijas del pecado 3)

Claudia Cardozo

Fragmento

seductora_inocencia-2

Prólogo

Londres, 1898

Clara Bernthold sujetó su bolso contra el pecho y dio un golpecito con la mano libre a la imponente puerta ante ella. Aguardó durante lo que le pareció mucho tiempo, lo que aprovechó para hacer un repaso mental a su apariencia.

Cabello ordenado y bien sujeto a la altura de la nuca; tanto que podía sentir los broches enterrados en las guedejas de un rubio dorado que siempre le costaba domar. El rostro limpio, luego de deshacerse de los rastros de tierra que delataban el largo viaje que acababa de hacer; y su vestido, bueno, sin duda estaba lejos de ser el último grito de la moda, pero estaba en un perfecto estado, le sentaba estupendamente a su figura menuda y elegante y, qué sentido tenía negarlo, el verde musgo siempre conseguía destacar sus ojos grises y su piel de porcelana.

En conclusión, estaba lejos de parecer una desarrapada.

Lo que tenía cierta gracia, se dijo al oír los pasos al otro lado de la puerta, porque estaba allí precisamente para mendigar. Si bien no unas monedas, sí reconocimiento y aceptación; lo que sin duda iba a ser más difícil de conseguir.

Como era de esperar, al mayordomo, su nombre no pareció decirle absolutamente nada y, ya que no tenía una cita previa para entrevistarse con el marqués, pareció tentado a decirle que volviera por donde había venido; pero debió de ver algo en su rostro cansado y sus ojos ansiosos que terminó por conmoverlo porque, luego de dirigirle una mirada de lástima, le pidió que aguardara en el vestíbulo hasta que anunciara su presencia al marqués. No prometía nada, pero al menos podría esperar sentada con comodidad y no de pie ante la puerta.

Clara le agradeció profusamente, se dejó caer sobre una silla de patas que simulaban garfios afilados y mantuvo el mentón elevado hasta que el sirviente desapareció por un corredor. Solo entonces —a solas con su respiración agitada y el sonido de sus pies dando golpecitos nerviosos sobre la alfombra mullida—, y en lugar de admirar el lujo que la rodeaba, se permitió bajar la vista y rebuscar en su bolsito hasta hallar el pliego de papel que se había convertido en una suerte de talismán durante los últimos dos años.

Antes de desdoblarlo, miró en la dirección en la que el mayordomo acababa de desaparecer. Estaba ajado, y algunas manchas que hubieran podido ser lágrimas emborronaban el escrito, pero la letra menuda y familiar le arrancó una sonrisa y no tuvo problemas para descifrar las palabras. En verdad, reconoció cerrando los ojos, hubiese podido evocar palabra por palabra sin la menor dificultad. Y fue eso lo que hizo entonces.

Mi muy querida Clara,

Empezaré reconociendo que no puedo estar segura de cuánto tiempo has dejado pasar desde que leíste esta carta y el momento en que tomaste la decisión de ir a Londres. Podrías haberlo hecho al día siguiente o esperar meses para ello. A diferencia de tus hermanas, siempre ha sido difícil para mí hacerme una idea de cómo ibas a actuar. A veces puedes ser tan impetuosa como Isabelle, y otras, tan cauta como Eloise. Espero, cualquiera fuera el caso, que tomaras esta decisión con la certeza de que era lo mejor a hacer.

Clara sonrió y sacudió la cabeza con suavidad. Pese a sus muchas lecturas, aún no estaba segura de si debía tomar aquello como una alabanza o una crítica. De modo que continuó recorriendo con la mente el último mensaje de la que fuera la única madre que podía recordar.

Sé que, a diferencia de lo que ocurre con tus hermanas, es poco lo que puedes recordar de tus primeros años, lo que es natural; eras apenas una bebé cuando te tomé a mi cuidado y quiero pensar que jamás echaste en falta aquello que apenas conociste y a lo cual tenías derecho. Ahora, sin embargo, ya no me tienes contigo; y ya que es posible que tus hermanas hayan decidido ir cada una en busca de su propio pasado, creo que es justo y necesario que tú hagas otro tanto.

No hace falta que te hable de tu madre, la señora Halsington; en el transcurrir de estos años he procurado ser muy clara contigo y tus hermanas respecto a la mujer que conocí y cómo, a pesar de los errores que haya podido cometer, las amaba a todas por igual e hizo por ustedes lo que pensó que era lo mejor. Esta carta tiene por finalidad aclarar un poco el panorama en lo que respecta a tu padre.

«Padre», susurró Clara a la nada; y el eco de su voz resonó en el vestíbulo vacío.

No dudo de que Isabelle y Eloise te habrán hablado alguna vez del misterioso lord D. pero supongo que ninguna de ellas podría recordar mucho acerca de él o del papel que ejerció en la vida de tu madre. Como sabes, la señora Halsington fue una mujer extremadamente hermosa, y los hombres caían a sus pies tan solo con oír el susurrar de sus faldas; en su momento, fue eso lo que ocurrió con tu padre. Él, que era miembro de la nobleza, se quedó prendado de ella y le ofreció su protección al poco tiempo de conocerla. Tanto la amaba que no dudó en hacerse cargo de sus pequeñas hijas, e incluso estoy segura de que con el pasar del tiempo terminó por sentir un cariño sincero por ellas, tanto como el que sintió por ti cuando llegaste al mundo.

No traté mucho a tu padre. Su posición le impedía socializar con los miembros del servicio, como era mi caso en mi papel de niñera de todas ustedes, pero siempre me pareció un caballero amable, divertido y, como no podía ser de otra forma, muy consciente de su importancia. Después de todo, ¿qué otra cosa podía esperarse de un marqués?

Clara entreabrió los ojos y dio una rápida mirada al espacio a su alrededor. Un marqués, nada menos. La primera vez que leyó la carta de su madre, terminó mareada ante aquella revelación. La pequeña Clara, que había pasado casi toda su vida internada en la campiña de Gloucestershire atendiendo la humilde posada de su familia, era nada más y nada menos que la hija natural de un marqués. Aun ahora, con el paso del tiempo, no estaba segura de lo que sentía al respecto, reconoció antes de cerrar los ojos una vez más y terminar de rememorar el siguiente fragmento de la carta de su madre.

Lord Edward Maurice Haddington, marqués de Dashfield, fue su nombre. Y a diferencia de lo que hube de hacer para indagar en los antecedentes de tus hermanas, no hizo falta que echara mano de viejos contactos para conocer su identidad e historial. Mucho me temo, sin embargo, que es poco lo que eso puede ayudarte. Como sabes, tu padre murió cuando eras muy pequeña, y fue precisamente su desaparición lo que apresuró los acontecimientos que las trajeron a mí. De no haber sido porque tu madre se vio impedida de seguir gozando de su protección, jamás habría decidido dejarlas y marchar a aquel viaje infausto del que ya no regresó.

Eso significa que no hay un padre al cual puedas acudir en busca de respuestas; pero no me pareció justo que tu historia terminara de esa forma. Después de todo, no hay ser humano sobre la Tierra que no tenga el derecho y la necesidad de conocer el lugar del cual proviene. Por eso te escribo esta carta y te digo al fin el nombre de tu padre. Para que uses esa información como mejor lo consideres con la seguridad de que, sea lo que decidas, traerá paz a tu vida.

El sonido de unos pasos enérgicos le avisó a Clara del regreso del mayordomo y se apresuró a guardar la carta en su bolso, no sin antes recordar ese último párrafo que perman

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