Los simuladores

V.S. Naipaul

Fragmento

1

Varios días después de llegar a Londres por primera vez, al poco de terminar la guerra, me encontré en una casa de huéspedes, a la que llamaban hotel particular, en la zona de Kensington High Street. La pensión era propiedad del señor Shylock, que no vivía en ella pero tenía reservado el ático; y Lieni, la maltesa que gobernaba la casa, me dijo que de vez en cuando pasaba la noche allí con una muchacha joven. «¡Estas chicas inglesas!», decía Lieni, que vivía en el sótano con su hijo ilegítimo. Una aventura de principios de la posguerra. Entre el ático y el sótano, el placer y su castigo, vivíamos los huéspedes, estrechamente.

Yo pagaba al señor Shylock tres guineas semanales por una habitación de techo alto, llena de espejos y en forma de libro, en la que había un armario ropero que parecía un ataúd. Y por el señor Shylock, el receptor de quince veces tres guineas cada semana, el hombre que tenía una amiguita y trajes confeccionados con un paño tan bueno que me daban ganas de comérmelo, yo no sentía más que admiración. No estaba acostumbrado a los usos sociales de Londres ni a la fisonomía y el cutis de las gentes del norte, y el señor Shylock me parecía tan distinguido como un abogado, un hombre de negocios o un político. Tenía el hábito de acariciarse el lóbulo  de la oreja e inclinar la cabeza para escuchar. El gesto me parecía atractivo; me dio por copiarlo. Estaba enterado de los acontecimientos recientes ocurridos en Europa; me atormentaban; y aunque trataba de vivir con siete libras a la semana, le ofrecí al señor Shylock mi total y callada compasión.

Durante el invierno el señor Shylock murió. No supe nada hasta que por boca de Lieni tuve noticia de su incineración. Lieni se sentía ofendida, y un tanto temerosa ante el futuro porque la señora Shylock no le había comunicado la noticia de la defunción. También yo me inquieté al ver con qué secreto y rapidez sobrevenía la muerte en Londres. Y también pensé que hasta aquel momento de mi estancia en Londres no había sido consciente de la muerte, no había visto ninguno de aquellos cortejos fúnebres que, lloviera o luciese el sol, animaban todas nuestras tardes en la isla caribeña de Isabella. Así pues, el señor Shylock había muerto. Mas a pesar de los temores de Lieni, la rutina de la casa de huéspedes no cambió. La señora Shylock no apareció por allí. Lieni siguió viviendo en el sótano.Quince días después me invitó al bautizo de su hijo.

Teníamos que estar en la iglesia a las tres, y después de comer subí a mi cuarto con la intención de esperar en él. Hacía mucho frío. La oscuridad se enseñoreó de la habitación y me fijé en que fuera había una luz extraña. Era una luz muerta, pero parecía tener una lividez interior. Entonces empezó a lloviznar. Una llovizna insólita: podía ver las gotas una a una, oír cómo golpeaban la ventana.

Se oyeron pasos febriles y femeninos que subían ruidosamente por la escalera. La puerta de mi cuarto se abrió con brusquedad y Lieni, con la mitad de la cara lavada, blanca y desnuda, con un poco de algodón untado de cosmético en la mano, dijo jadeando: «Pensé que le gustaría saberlo. Está nevando».

¡Nieve!



Entornó los ojos, apretó los labios, se dio unos toques en las mejillas con el algodón —mano grande, dedos grandes, algodón pequeño— y salió corriendo otra vez.

Nieve. Por fin; mi elemento. Y lo que caía eran copos, el más diáfano hielo machacado. Más que machacado: hecho añicos. Pero el mayor encanto era el de la luz. Salí al oscuro pasillo y me quedé de pie ante la ventana. Luego empecé a subir más y más peldaños hacia la claraboya deteniéndome en cada rellano para mirar la calle. La alfombra y la escalera terminaban en una galería angosta. Sobre mi cabeza estaba la claraboya; a mis pies, el hueco de la escalera parecía un pozo de tinieblas. La puerta del ático estaba entreabierta. Entré y me hallé en una habitación vacía iluminada por una especie de mortecina luz fluorescente que parecía artificial. El cuarto daba sensación de frialdad, de desnudez, de desamparo. Las tablas del suelo aparecían desnudas y ásperas. Un colchón sobre polvorientas páginas de periódico; un gastado cubrecama de franela fina de color azul; un escritorio desvencijado. Nada más.

De pie ante la ventana —marcos combados, pintura desconchada: tan frágil aquí arriba la estructura que más abajo parecía tan sólida—, sentí la luz mortecina en mi rostro. Los copos no solamente flotaban, también giraban. Tocaban el cristal y se convertían en una película de hielo que en seguida se derretía. Bajo el cielo gris y lívido los tejados eran blancos con retazos de negro reluciente. El solar arrasado por una bomba aparecía enteramente blanco; los arbustos, las botellas, cajas y latas tiradas allí quedaban definidas. Ahora ya lo había visto. Pero ¿qué iba a hacer con una belleza tan completa? Y mirando desde aquella habitación las tenues líneas de humo pardo que surgían de los feos tubos de las chimeneas, la pared enyesada de la casa contigua al solar arrasado por una bomba, tremendamente apuntalada aquí y allí, mirando el exterior desde aquella habitación vacía con el col chón en el suelo, sentí que toda la magia de la ciudad se iba e intuí el desamparo de la ciudad y de la gente que en ella vivía.

Un colchón, un escritorio. ¿Había habido más cosas en vida del señor Shylock? Un hombre tan distinguido, tan cuidadoso en el vestir; y esta su habitación, el escenario de su placer. Abrí el cajón del escritorio. Un carnet de identidad, borroso en los bordes. El del señor Shylock: su pulcra firma. La fotografía arrugada de una chica llenita que vestía una falda de lana y un jersey. La mano del fotógrafo había temblado, por lo que la foto, al igual que la foto de un artículo de revista sobre grandes acontecimientos, parecía rara, como si fuera de una persona a la que nunca volverían a fotografiar. Una cara inocente, poco llamativa, sin rastro de la expresión de asombro que el vicio y la palabra «amiguita» deberían haber pintado en ella. La muchacha se encontraba en un jardín trasero. La casa que se veía a sus espaldas era igual que las vecinas. El hogar de su familia: intenté penetrar en ella con la imaginación, recrear el momento —quizá la tarde de un domingo de principios del verano, poco antes del almuerzo— en que se tomó la fotografía. ¿La habría hecho el señor Shylock? ¿Un hermano, el padre, una hermana? De todos modos, aquí había terminado aquel momento, aquel impulso de afecto, en una habitación abandonada entre los tubos de chimenea de lo que debía de parecerle un país extranjero a la chica del jardín trasero.

Pensé que debía conservar la foto. Pero la dejé donde la había encontrado. Pensé: que no me suceda a mí. ¿La muerte? Eso le sobreviene a todo el mundo. Bien, entonces que se me permita dejar algo más tras de mí. Que se honren mis reliquias. Que no se burlen de mí. Pero mientras intentaba poner palabras a lo que sentía supe que mi propio viaje, apenas iniciado, había terminado en el naufragio que durante toda la vida había tratado de evitar.



Un sombrío principio. No podía ser de otra manera. No son estas las memorias políticas que, en algunos momentos de mi vida política, me veía a mí mismo escribiendo sosegadamente en el atardecer de mis días. Una obra más que autobiográfica, la exposición de la enfermedad de nuestros tiempos señalada e iluminada por la experiencia personal y por ese conocimiento de lo posible que solo puede nacer de una intimidad con el poder. Difícilmente es este, sin embargo, el libro a cuya redacción puedo aplicarme ahora. Cierto, escribo con sosiego. Mas no es el sosiego que yo hubiera

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