La entrada principal de Falconer —la única para los presos, los visitantes y el personal— estaba coronada por un escudo que representaba la Libertad, la Justicia y, entre las dos, el poder soberano del gobierno. La Libertad llevaba un gorro frigio y empuñaba una pica. El gobierno era el águila federal, con una rama de olivo y armada con las flechas. La justicia era convencional: ciega, vagamente erótica con sus prendas ajustadas y empuñando la espada de un caudillo. El bajorrelieve era de bronce, pero ahora se veía negro; negro como la antracita o el ónice sin pulir. ¿Cuántos cientos de hombres habrían pasado por debajo, el último emblema que la mayoría vería de los esfuerzos de la humanidad por interpretar el misterio del encarcelamiento en términos simbólicos? Centenares, quizá miles, mejor millones. Por encima del escudo se leía una lista de los diversos nombres del lugar: cárcel de Falconer 1871, reformatorio Falconer, penitenciaría federal Falconer, prisión estatal Falconer, centro correccional Falconer, y el último, que no había cuajado: cárcel Modelo. Ahora los presos eran los internos; los gilipollas, los funcionarios, y el alcaide, el superintendente. La fama tiene sus riesgos, bien lo sabe Dios, pero Falconer —con su capacidad limitada a dos mil desgraciados— era tan famosa como Newgate. Habían desaparecido la tortura del agua, los uniformes a rayas, las marchas en filas cerradas, las bolas y las cadenas, y ahora había un campo de softball donde antes estaba el patíbulo, pero, en el momento en el que escribo, todavía se usaban grilletes en Auburn. Sabías quiénes eran los de Auburn por el ruido que hacían.
Llevaron a Farragut (fratricida, condenado a diez años, n.º 734-508-32) a este viejo penal un día de finales del verano. No llevaba grilletes, pero iba esposado a otros nueve hombres, cuatro de ellos negros y todos más jóvenes que él. Las ventanillas del furgón estaban tan sucias y colocadas tan altas que no podía ver el color del cielo o las luces y las formas del mundo que dejaban atrás. Le habían dado cuarenta miligramos de metadona tres horas antes y, aturdido, quería ver la luz del día. Advirtió que el conductor se detenía en los semáforos, hacía sonar el claxon y frenaba en las pendientes pronunciadas; pero esto era lo único que parecían compartir con el resto de la humanidad. Su insondable timidez parecía paralizar a la mayoría de los hombres, pero no al que iba esposado a su derecha. Era delgado, con el pelo brillante y el rostro horriblemente desfigurado por los furúnculos y el acné. «Me han dicho que tienen un equipo de béisbol y si puedo jugar ya estará bien. Mientras pueda lanzar la bola me mantendré vivo —dijo—. Si me dejan jugar, con eso tendré bastante. Pero nunca sé los puntos que marco. Así lanzo yo. Hace dos años lancé una bola imparable para North Edmonston y no lo supe hasta que dejé atrás el montículo y oí que todos gritaban. Tampoco he conseguido nunca echar un polvo gratis, ni una sola vez. He pagado desde cincuenta centavos hasta cincuenta dólares, pero ni una sola vez me he follado a una tía gratis. Supongo que es como no saber el punto que marcas. Ninguna se lo quiso hacer conmigo por gusto. Conozco a cientos de hombres, que no son guapos, como yo, y que follan gratis todas las veces; pero yo nunca lo conseguí, ni una sola vez. Me hubiese gustado hacerlo gratis, al menos una vez.»
El furgón se detuvo. El hombre a la izquierda de Farragut era alto, y, al saltar del furgón al patio, hizo que Farragut cayera de rodillas. Este se puso de pie. Vio el escudo de la cárcel por primera vez y pensó que también sería la última. Moriría allí. Entonces vio el cielo azul y cifró su identidad en él y en las frases de las cuatro cartas que había comenzado a escribirle a su esposa, a su abogado, a su gobernador y a su obispo. Un puñado de personas los observaron pasar a paso rápido a través del patio. Entonces oyó claramente una voz que decía: «¡Pero qué majos que son!». Sería algún inocente, algún despistado, y Farragut oyó que el hombre de uniforme respondía: «Dale la espalda a cualquiera de ellos y te clavará un punzón». Pero el despistado tenía razón. El azul en el espacio entre el furgón y la cárcel era el primer trozo de azul que algunos habían visto en meses. ¡Qué extraordinario era, y qué puros parecían todos! Nunca más volverían a tener tan buen aspecto. La luz del cielo, que alumbraba sus rostros condenados, mostraba una gran determinación e inocencia en ellos. «Asesinan —continuó el guardia—, violan, meten a bebés en hornos, estrangulan a sus madres por un trozo de chicle.» Luego se despreocupó del despistado, miró a los presos y comenzó a cantar: «Vais a ser buenos chicos, vais a ser buenos chicos, vais a ser buenos, buenos chicos...». Su canto sonaba como el silbato de un tren, el aullido de un sabueso, una canción o un llanto solitario en medio de la noche.
Se empujaron los unos a los otros por unas escaleras hasta llegar a una habitación destartalada. Falconer era un lugar medio en ruinas, y el abandono del lugar —todo lo que uno veía, tocaba y olía se veía afectado por ese abandono— transmitía la fugaz impresión de que este debía de ser el ocaso y la muerte de la penitencia forzosa, aunque había un pabellón de los condenados a muerte al norte. Habían pintado los barrotes de blanco hacía muchos años, pero el esmalte había desaparecido y se veía el hierro a la altura del pecho, donde los hombres se habían cogido a ellos instintivamente. En otra habitación, el guardia que los había llamado «buenos chicos» le quitó las esposas y Farragut compartió con los demás el profundo placer de poder mover los brazos y los hombros libremente. Todos se masajearon las muñecas con las manos.
—¿Qué dice tu reloj? —preguntó el hombre de los granos.
—Las diez y cuarto —contestó Farragut.
—Me refiero al día del año —replicó el hombre—. Tienes uno de esos relojes con calendario. Déjame que lo vea, déjame que lo vea.
Farragut se desabrochó la correa de su valioso reloj, se lo pasó al desconocido y este se lo metió en el bolsillo.
—Me ha robado mi reloj —le dijo Farragut al guardia—. Acaba de robarme el reloj.
—Vaya, ¿eso ha hecho?, ¿de verdad te ha robado el reloj? —se sorprendió el guardia. Luego se volvió hacia el ladrón y le preguntó—: ¿Cuánto has tenido de vacaciones?
—Noventa y tres días —contestó el ladrón.
—¿Es lo más que has estado fuera?
—La penúltima vez estuve un año y medio —respondió el ladrón.
—¿Es que nunca dejarán de asombrarme? —exclamó el guardia.
Pero todo esto, todo lo que había para ver y oír se desperdiciaba con Farragut, ya que él no sentía otra cosa que parálisis y terror.
Los hicieron subir a un camión destartalado con bancos de madera y los condujeron por una carretera que había dentro del recinto. En una curva, Farragut vio a un hombre con el uniforme gris de la cárcel que echaba migas a una docena de palomas. La imagen fue para él de una realidad extraordinaria, una promesa de cordura. El tipo aquel era un convicto, y este, el pan y las palomas eran de lo más indeseable; pero por razones desconocidas para Farragut la imagen del hombre que compartía las migas con las palomas tenía la resonancia de algo muy antiguo. Se levantó en el camión para contemplarlo el máximo tiempo posible. También se sintió conmovido cuando, en el edificio donde entraron, vio, en la parte alta, en una tubería en el techo, una sucia guirnalda de Navidad plateada. Aquella ironía era de lo más tonto, pero parecía, como el hombre que alimentaba a las palomas, representar una pizca de razón. Pasaron por debajo de la guirnalda y entraron en una sala amueblada con pupitres con las patas rotas, con el barniz desconchado, con las superficies marcadas con iniciales y obscenidades y que parecían, como todo lo demás en Falconer, haber sido recogidos de algún vertedero municipal. La primera de las cribas era un test psicológico que Farragut ya había respondido en las tres clínicas de desintoxicación donde había estado confinado. «¿Tiene miedo de los gérmenes de los pomos de las puertas?», leyó; «¿le gustaría cazar tigres en la selva?». La ironía de esto era mucho menos penetrante y conmovedora que la del hombre que alimentaba a las palomas y el vínculo plateado con la Navidad colgado de una tubería. Les llevó medio día responder a las quinientas preguntas y después los llevaron al comedor para que comieran.
Era mucho más viejo y grande que el que había visto en el centro de detención de preventivos. Vigas dobles cruzaban el techo. En una jarra de hojalata en el alféizar de una de las ventanas había unas flores de papel cuyos colores, en aquel lugar sombrío, parecían resplandecer. Comió una comida rancia con una cuchara de estaño y echó el plato y la cuchara en el agua sucia. El silencio estaba impuesto por la administración, pero habían sido ellos mismos los que también habían impuesto una segregación que ponía a los negros en el norte, a los blancos en el sur, y en el medio a los hombres que hablaban español. Después de comer pasó por la evaluación de sus características físicas, religiosas y profesionales, y luego, tras una larga espera, lo llevaron a una habitación donde tres hombres vestidos con trajes baratos estaban sentados detrás de una mesa ruinosa. A cada extremo había banderas enfundadas. A la izquierda había una ventana, a través de la cual se veía el cielo azul, bajo cuya luz supuso que el hombre quizá continuaba alimentando a las palomas. Habían comenzado a dolerle la cabeza, el cuello y los hombros, y estaba muy encorvado cuando llegó delante de ese tribunal; se sintió un hombre muy pequeño, un enano, alguien que nunca había experimentado, saboreado o imaginado la grandeza de la arrogancia.
—Usted es profesor —dijo el hombre de la izquierda, que parecía ser el portavoz de los tres. Farragut no levantó la cabeza para verle el rostro—. Es profesor y su vocación es la educación de los
