Orwell, o la energía visionaria[3]
Casi por casualidad Eric Arthur Blair decidió elegir, como nom de plume, el de George Orwell (tras haber descartado H. Lewis Allways, Kenneth Miles y P. S. Burton). Casi por casualidad decidió titular su novela Nineteen Eighty-Four. Al parecer había estado considerando también 1980 y 1982, y se dice que finalmente el título surgió al invertir la fecha de 1948, año en que el escritor redactó la última versión de la novela. Orwell buscaba un futuro lo suficientemente lejano para poder situar en él una historia que hoy en día calificaríamos de ciencia ficción o, mejor aún, una utopía negativa, pero suficientemente cercano para que se cumplieran los temores que realmente le inquietaban, es decir, que antes o después realmente tuviese que suceder algo semejante.
Pero por casual que fuera la elección de la fecha, también la casualidad, una vez que ha dado origen a un hecho, instaura una necesidad, de modo que una vez llegados al fatídico 1984, ya no podemos sustraernos a los fantasmas que esta fecha evoca. Forman parte de nuestro imaginario colectivo.
El semanario Time, que en noviembre de 1983 dedicó a Orwell su portada, enumeraba en tono alarmado la enorme cantidad de congresos, seminarios, artículos, ensayos y documentales de televisión que se estaban acumulando en espera del fatídico 1 de enero. Anunciaba una nueva edición crítica de las obras de Orwell, la colocación de una escultura de cera en el museo Tussaud, una decena de congresos en los que iban a participar desde fans de la ciencia ficción hasta el Instituto Smithsoniano y la Biblioteca del Congreso, la publicación de un Calendario 1984 destinado a documentar «la erosión de las libertades civiles en América», y terminaba temiendo la comercialización de camisetas del doblepensamiento y de una barbacoa a lo Hermano Mayor.
Hoy sabemos lo que es la emoción de las celebraciones, y las modas no pueden sustraerse a la fascinación de centenarios, bodas de oro y conmemoraciones de difuntos. Pero si tanta locura rodea a este hecho que no sabríamos definir en términos de una celebración codificable (¿cumpleaños, nacimiento, vencimiento, cita?), no es por razones frívolas. El terrible libro de Orwell ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos en la espera de ese día, sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo.
Ciertamente, son muchos los que han leído este libro como la descripción de un presente, y en este caso como una sátira —así la definió en realidad Orwell, aunque se trata de una sátira sin alegría— del régimen soviético. Es más, en cuanto salió el libro suscitó reacciones opuestas, apasionadas y discordes, y todas más o menos miopes. Unos lo interpretaron como un providencial panfleto de apoyo a la guerra fría, otros como un libelo conservador (olvidando que Orwell se consideró socialista hasta el final), otros —por las mismas razones, pero de signo ideológico opuesto— consideraron a Orwell un lacayo del imperialismo, y hubo quien insistió en la honestidad de ese anarquista herido por la terrible experiencia sufrida como voluntario en la guerra de España, donde el grupo en el que militaba fue expulsado sin piedad por las formaciones comunistas. Así que este torbellino de pasiones ha impedido durante mucho tiempo leer este libro sine ira et studio, para decidir de qué hablaba realmente.
Digamos también que el libro tiene muy poco —aunque ese poco es muy importante— de profético. Al menos las tres cuartas partes de lo que explica no es utopía negativa, es historia.
El libro apareció en 1949, y en aquella fecha no hacía falta tener espíritu profético (a lo sumo, y para un socialista convencido, coraje y lealtad intelectual) para hablar del Hermano Mayor y de su archienemigo, el heresiarca judío Goldstein. La lucha Stalin-Trotski, las grandes purgas, la enciclopedia soviética que reivindicaba para los científicos rusos los grandes descubrimientos científicos del siglo, la atribución al dictador de todas las gestas históricas que habían conducido al triunfo del régimen, incluso la corrección continua de la historia (uno de los hallazgos más populares y estremecedores de la novela): todo esto era ya crónica, aunque eliminada. Tampoco podemos olvidar que en 1940 ya había aparecido El cero y el infinito de Koestler.
Pero Orwell no solo se estaba recuperando de su decepción como revolucionario y combatiente traicionado, sino que era un inglés que vivía el final de la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo: muchas de las atrocidades que se celebran en Oceanía recuerdan costumbres y ritos nazis; piénsese en la pedagogía del odio, en el racismo que separa a los miembros del partido de los «proles», en los niños reunidos en una especie de Hitlerjugend y educados para espiar y para denunciar a sus padres, en el puritanismo de la raza elegida para la que el sexo es únicamente un instrumento eugenésico…
Lo que hace Orwell no es tanto inventar un futuro posible pero increíble, como realizar una labor de collage sobre un pasado absolutamente creíble porque ya ha sido posible. E insinuar la sospecha (tal como sugiere que los regímenes de los tres superestados en guerra continua sean sustancialmente iguales) de que el monstruo de nuestro siglo es la dictadura totalitaria y que, con respecto al mecanismo fatal del totalitarismo, las diferencias ideológicas en el fondo cuentan muy poco. Así interpreta 1984, por ejemplo, Bertrand Russell.
Esta es sin duda una de las buenas razones que han convertido el libro en un grito de alarma, una llamada de atención y una denuncia, y es también por esto por lo que el libro ha fascinado a decenas de millones de lectores en todo el mundo. Sin embargo, creo que hay otra razón, más profunda. Y es que a lo largo de casi cuatro décadas (las que nos separan de la publicación de 1984) se ha ido abriendo paso la impresión de que el libro, si bien por un lado hablaba de lo que ya había sucedido, por el otro, más que hablar de lo que podría suceder, hablaba de lo que estaba sucediendo.
Tómese el indicador más evidente y luminoso: la televisión. Baird proyecta su primer televisor en 1926, las primeras transmisiones experimentales se realizan hacia 1935, en Inglaterra y en América se empieza a hablar de televisión no experimental después de la guerra; de modo que Orwell pone en escena algo que todavía no es un instrumento de masas pero que ya existe, y no está haciendo ciencia ficción. Que a través de los nuevos medios de comunicación se pudiese recibir adoctrinamiento no era una utopía negativa: la filosofía goebbelsiana de la radio como instrumento de propaganda y de control ideológico ya había sido ampliamente discutida; Adorno y Horkheimer comienzan la Dialéctica de la Ilustración en 1942; y de los prodigios tecnológicos como instrumentos de opresión ya había hablado (¡en 1932!) otro extraordinario libro, Un mundo feliz, de Huxley.
Pero lo que en Orwell resulta nuevo y profético no es la idea de que con la televisión podemos ver a personas distantes, sino la de que personas distantes pueden vernos a nosotros. Es la idea del control a través del circuito cerrado, que se pondría en práctica en las fábricas, en las cárceles, en los locales públicos, en los supermercados y en las comunidades fortificadas de la burguesía acomodada; es esta idea (a la que hoy ya estamos acostumbrados) la que Orwell agita con energía visionaria. Y a causa de esas ideas, que la historia ha ido confirmando día a día, los lectores han seguido interpretando 1984 como un libro sobre la actualidad, más que como un libro sobre futuribles. Orwell nos hizo narrativamente evidente lo que solo más tarde Foucault nos descubriría como la idea benthamiana del Panóptico, un centro penitenciario donde el que está encerrado puede ser observado sin poder observar. No obstante, Orwell sugiere anticipadamente algo más: la amenaza de que el mundo entero se convierta en un inmenso Panóptico.
Entonces descubrimos el alcance de la utopía negativa de Orwell y descubrimos por qué —y a muchos les habrá parecido puro pasotismo— el escritor nos recuerda que no hay diferencias entre el régimen de Oceanía, el de Eurasia y el de Estasia. La sátira de Orwell no solo va dirigida contra el nazismo y el comunismo soviético, sino contra la propia civilización burguesa de masas.
De hecho, ¿dónde se producirá una situación en que a la clase dirigente se le imponga un severo control de su moralidad sobre la base de criterios de eficiencia, mientras a la clase sometida, los «proles», se les deja amplia libertad de desenfreno, incluidos no solo la libre expresión del sexo sino incluso su incentivo programado a través de la pornografía industrializada? No son los pobres del régimen soviético (opuestos a la Nomenklatura) los que pueden ver las películas porno: son los marginados de los países capitalistas —con la diferencia, ciertamente no secundaria, de que estos comen, visten y beben mejor que los «proles» de Oceanía.
¿Y dónde se ha desarrollado el Newspeak, la nuevalengua, que reduce el léxico y la sintaxis para reducir la riqueza de las ideas y de los sentimientos? Los países socialistas han desarrollado una lengua estándar de la ideología y de la propaganda, hecha de eslóganes y frases hechas, pero si bien esta lengua tiene la misma finalidad de la nuevalengua orwelliana, no posee su estructura gramatical. La nuevalengua se parece mucho más a la lengua de los concursos televisivos, de la prensa popular anglosajona y de la publicidad. Muchas de las palabras que Orwell presenta en el breve tratado de lingüística que figura a modo de apéndice a su obra (aunque solo se lean en la adaptación del traductor pero, a primera vista, la impresión, mutatis mutandis, es la misma que se tiene con un simple cotejo con el original) parecen salidas de la publicidad televisiva, se asemejan a las palabras que dirigen diariamente al ama de casa y al niño los vendedores de felicidad con vales de regalo. Me pregunto qué diferencia hay entre palabras como infrío, dobleplusfrío, viejopensar y barrigasentir (nuevalengua), y «inlimitado», «dhulicioso», «chocobueno» o «refrescancia»…
Y finalmente (gran idea de Goldstein), Orwell anticipó no solo la división del mundo en zonas de influencia con alianzas cambiantes según los casos (¿con quién está hoy China?) —idea que ya se podía extraer de las crónicas de Yalta—, sino que vio lo que realmente está sucediendo hoy: que la guerra no es algo que estallará, sino algo que estalla todos los días, en áreas determinadas, sin que nadie piense en soluciones definitivas, de modo que los tres grandes grupos en conflicto puedan lanzarse advertencias, chantajes e invitaciones a la moderación. Ciertamente, muere gente, e incluso esas muertes se contabilizan, de modo que la guerra pasa de ser epidémica a endémica. Pero en último término tiene razón el Hermano Mayor, «la guerra es paz». La propaganda de Oceanía por una vez no miente: dice una verdad tan ultrajante que nadie consigue entenderla.
Orwell va mucho más allá de una simple sátira del estalinismo: de hecho, para él no es en absoluto necesario que el Hermano Mayor exista realmente. Sí era todavía necesario que Stalin existiese; Andropov, no, y (mientras escribo) algún diario insinúa que tal vez esté muerto, o postrado en una silla de ruedas; sin embargo, es completamente irrelevante que recobre la salud o que se celebren sus exequias en la plaza Roja. El problema es que al fin y al cabo también es irrelevante quién sea el presidente de Estados Unidos o quién mande realmente en China (con independencia de las distintas técnicas que cada potencia elabora para obtener el consenso interno). Orwell intuyó que en el futuro-presente del que habla se despliega el poder de los grandes sistemas supranacionales y que la lógica del poder ya no es, como en tiempos de Napoleón, la lógica de un hombre. El Hermano Mayor sirve porque también es necesario tener un objeto de amor, pero basta que sea una imagen televisiva.
Todo esto explica la fascinación que ejerce esta novela, aunque —y creo que en este momento se puede decir sin miedo a ser tachados de antiorwellianos— no se trata en absoluto de una obra maestra de la literatura. Su moralismo es más proclamado en voz alta que afirmado con los hechos, el estilo no supera al de una buena novela de acción y sin duda Le Carré, desde un punto de vista narrativo, lo haría hoy mejor. Todo en la obra, hasta sus páginas más fascinantes, nos recuerda algo ya visto, y piénsese, solo a modo de ejemplo, en Kafka. Las páginas dedicadas a la tortura, al sutil vínculo de amor que une al torturado y al torturador, ya las hemos leído en algún otro sitio, por lo menos en Sade. La idea de que la víctima de un proceso ideológico no solo ha de confesar sino que ha de arrepentirse, convencerse de su error y amar sinceramente a sus torturadores e identificarse con ellos (y que solo entonces vale la pena matarla), Orwell nos la presenta como si fuera nueva, pero no lo es: es una práctica constante de todas las inquisiciones que se respeten.
Sin embargo, en un determinado momento, la indignación y la energía visionaria dominan al autor y le hacen ir más allá de la «literatura», de modo que Orwell no escribe tan solo una obra narrativa, sino un cult book, un libro mítico.
Las páginas sobre la tortura de Winston Smith son terribles, tienen justamente una grandeza de culto, y la figura de su torturador nos corta la respiración, porque también lo hemos visto en algún otro sitio, aunque sea disfrazado, y en cierto modo ya hemos participado en esta liturgia, y nos tememos que de repente el torturador se revele y aparezca a nuestro lado, o delante de nosotros, y nos sonría con infinita ternura.
Y cuando Winston finalmente, apestando a ginebra, llora contemplando el rostro del Hermano Mayor, y lo ama sinceramente, nos preguntamos si también nosotros estamos amando (bajo cualquier imagen) nuestra Necesidad.
Aquí ya no estamos (solo) ante lo que habitualmente reconocemos como «literatura» e identificamos con la buena escritura. Aquí estamos, repito, ante energía visionaria.
Y no todas las visiones se refieren al futuro, o al Más Allá.
UMBERTO ECO
PRIMERA PARTE
1
Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en un esfuerzo por escapar al desagradable viento, pasó a toda prisa entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no lo bastante rápido para impedir que se colara tras él un remolino de polvo y suciedad.
El vestíbulo olía a col hervida y a esteras viejas. En un extremo habían colgado en la pared un cartel coloreado y demasiado grande para estar en el interior. Representaba solo una cara enorme de más de un metro de ancho: el rostro de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un espeso bigote negro y facciones toscas y apuestas. Winston se dirigió a las escaleras. Era inútil tratar de coger el ascensor. Raras veces funcionaba y en esos días cortaban la corriente eléctrica durante las horas diurnas. Era parte del impulso del ahorro en preparación para la Semana del Odio. El apartamento estaba en el séptimo, y Winston, que tenía treinta y nueve años y una úlcera varicosa en el tobillo derecho, subió despacio, parándose a descansar varias veces. En cada rellano, enfrente del hueco del ascensor, el cartel con el rostro gigantesco le contempló desde la pared. Era uno de esos carteles pensados para que los ojos te sigan cuando te mueves. «El Hermano Mayor vela por ti», decía el eslogan al pie.
Dentro del apartamento una voz pastosa estaba leyendo una lista de cifras relacionadas con la producción de hierro en lingotes. La voz procedía de una placa oblonga de metal parecida a un espejo empañado que formaba parte de la superficie de la pared de la derecha. Winston encendió una luz y el volumen de la voz disminuyó un poco, aunque las palabras siguieron siendo comprensibles. El instrumento (la «telepantalla», lo llamaban) podía atenuarse, pero no había manera de apagarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez acentuaba el mono azul del uniforme del Partido. Su cabello era muy rubio y tenía el rostro rubicundo y con la piel curtida por el tosco jabón, las hojas de afeitar embotadas y el frío del invierno que acababa de concluir.
Fuera, incluso a través de la ventana cerrada, el mundo parecía frío. Abajo, en la calle, pequeños remolinos de viento formaban espirales de polvo y papeles rotos, y aunque lucía el sol y el cielo tenía un intenso color azul, todo parecía desvaído excepto los carteles que había pegados por todas partes. El rostro de los bigotes negros observaba desde todas las esquinas. Había uno en la casa de enfrente. «El Hermano Mayor vela por ti», decía el eslogan mientras los ojos oscuros miraban directamente a los de Winston. En la calle, otro cartel rasgado por una esquina aleteaba al viento, cubriendo y descubriendo alternativamente la palabra «Socing». A lo lejos un helicóptero volaba entre los tejados, se cernía un momento como un moscardón y volvía a alejarse describiendo una curva. Era la patrulla de la policía que se asomaba a las ventanas de la gente. No obstante, lo malo no eran las patrullas, sino la Policía del Pensamiento.
Detrás de Winston la voz de la telepantalla seguía hablando del hierro en lingotes y del cumplimiento del Noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía al mismo tiempo. Era capaz de captar cualquier sonido que hiciera Winston por encima de un susurro muy bajo; es más, mientras estuviera en el campo de visión dominado por la placa metálica podían verle y oírle. Por supuesto, era imposible saber si te estaban observando o no en un momento dado. Con qué frecuencia o con qué sistema la Policía del Pensamiento encendía la placa de cada cual eran puras conjeturas. Incluso era concebible que vigilaran a la vez a todo el mundo. Pero en cualquier caso podían conectarse contigo cuando quisieran. Tenías que vivir —y la costumbre acababa por convertirlo en un instinto— dando por sentado que escuchaban hasta el último sonido que hacías y que, excepto en la oscuridad, observaban todos tus movimientos.
Winston continuó de espaldas a la telepantalla. Era más seguro; aunque sabía muy bien que incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de allí, el Ministerio de la Verdad, su lugar de trabajo, se elevaba blanco e inmenso sobre el lúgubre paisaje. Eso, pensó con una especie de vaga repugnancia, era Londres, la principal ciudad de la Franja Aérea Uno, a su vez la tercera provincia más poblada de Oceanía. Hurgó en su memoria en busca de algún recuerdo de infancia que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Había habido siempre esas vistas de casas destartaladas del siglo XIX, con los costados reforzados con tablones de madera, las ventanas tapadas con cartones, el tejado cubierto con planchas de hierro ondulado y las absurdas tapias de los jardines inclinadas en todas las direcciones? ¿Y esos sitios bombardeados donde el polvo de la escayola se arremolinaba con el viento y las adelfas cubrían los montones de cascotes? ¿Y los lugares donde las bombas habían abierto un hueco mayor y habían surgido sórdidas colonias de casas de madera que parecían gallineros? Pero fue inútil, no pudo recordarlo: no conservaba de su infancia más que una serie de imágenes muy luminosas sin el menor trasfondo que le resultaban casi ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad —el Miniver, en nuevalengua—[1] era inquietantemente distinto de los demás edificios. Era una gigantesca estructura piramidal de reluciente cemento blanco que se alzaba, una terraza tras otra, a más de trescientos metros de altura. Desde donde estaba Winston podían leerse, labrados con elegante caligrafía en la fachada blanca, los tres eslóganes del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones por encima del nivel del suelo y sus correspondientes ramificaciones bajo tierra. Desperdigados en Londres había solo otros tres edificios de tamaño y apariencia parecidos. Empequeñecían de tal modo la arquitectura de los alrededores que desde el tejado de las Casas de la Victoria se divisaban los cuatro a la vez. Eran la sede de los cuatro ministerios en los que se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se ocupaba de las noticias, los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, encargado de los asuntos relativos a la guerra. El Ministerio del Amor, que se ocupaba de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, que era el responsable de los asuntos económicos. Sus nombres, en nuevalengua, eran: Miniver, Minipax, Minimor y Minindancia.
El Ministerio del Amor era el más imponente. No tenía una sola ventana. Winston nunca había estado dentro, ni tampoco a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí si no era por algún asunto oficial, y aun así había que atravesar un laberinto de alambre de espino, puertas de acero y nidos de ametralladora ocultos. Incluso las calles que conducían a las barreras exteriores estaban patrulladas por guardias de uniforme negro, cara de pocos amigos y armados con cachiporras.
Winston se volvió de pronto. Había adoptado la expresión de relajado optimismo que convenía exhibir ante la telepantalla. Cruzó la habitación para ir a la minúscula cocina. Al salir del trabajo a esa hora del día había sacrificado su almuerzo en el bar del Ministerio y sabía que en la cocina no había más comida que un mendrugo de pan moreno que tenía que guardar para el desayuno del día siguiente. Cogió de un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía «Ginebra de la Victoria». Despedía un olor repugnante y aceitoso a licor de arroz chino. Winston se sirvió casi una tacita, hizo acopio de valor y se lo tragó como si fuera una medicina.
Al instante su rostro se encendió y le lloraron los ojos. El licor sabía a ácido nítrico y al tragarlo uno tenía la sensación de que lo golpearan en la nuca con una porra de goma. No obstante, un instante después, se le calmó el ardor del estómago y el mundo empezó a parecerle más alegre. Sacó un cigarrillo de una cajetilla arrugada cuya etiqueta decía «Cigarrillos de la Victoria» y por despiste lo puso en posición vertical, de modo que el tabaco acabó en el suelo. Con el siguiente tuvo más cuidado. Volvió al salón y se sentó en una mesita que había a la izquierda de la telepantalla. Sacó del cajón un portaplumas, un tintero y un grueso libro de notas con el lomo rojo y las tapas imitando el mármol.
Por alguna razón, la telepantalla del salón ocupaba una posición poco frecuente. En lugar de estar, como era habitual, en la pared del fondo, desde donde dominaba toda la habitación, estaba en la pared más larga, enfrente de la ventana. A un lado había un pequeño hueco donde estaba sentado Winston y que, cuando se construyeron los apartamentos, probablemente se concibiera para instalar una estantería. Sentado en aquel hueco lo más pegado posible a la pared, Winston quedaba fuera del campo de visión de la telepantalla. Por supuesto, aún podían oírle, pero mientras siguiese allí no podrían verle. En parte era esa peculiar disposición de la sala la que le había sugerido lo que estaba a punto de hacer.
No obstante, también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro muy hermoso. Su papel suave de color crema, un poco amarillento por el paso del tiempo, hacía al menos cuarenta años que no se fabricaba, aunque lo más probable era que fuese mucho más antiguo. Lo había visto en el escaparate de una desaliñada tienda de objetos de segunda mano en uno de los barrios bajos de la ciudad (aunque no recordaba cuál) y había sentido un irresistible deseo de poseerlo. Se suponía que los miembros del Partido no debían entrar en tiendas normales («traficar en el mercado libre», se llamaba), pero la norma no se cumplía de manera estricta porque había varias cosas, como los cordones de los zapatos y las cuchillas de afeitar, que no se podían conseguir de ninguna otra manera. Había echado un rápido vistazo calle arriba y abajo y luego se había colado en la tienda y había comprado el libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento no había sido consciente de quererlo por ninguna razón concreta. Se lo había llevado a casa en su maletín sintiéndose culpable. Incluso aunque no hubiese escrito nada en él era una posesión comprometedora.
Lo que estaba a punto de hacer era empezar un diario. No es que fuese ilegal (nada lo era, porque ya no había leyes), pero en caso de que lo encontraran era casi seguro que lo condenarían a muerte, o al menos a veinticinco años en un campo de trabajos forzados. Winston colocó un plumín en el portaplumas y lo chupó para quitarle la grasa. La pluma era un instrumento arcaico, que rara vez se utilizaba ni siquiera para firmar, y él había conseguido una furtivamente y con cierta dificultad, sobre todo porque tenía la sensación de que el precioso papel de color crema merecía que escribieran en él con una pluma de verdad en lugar de garabatear con un tintalápiz. De hecho, no estaba habituado a escribir a mano. Aparte de notas muy breves, lo normal era dictarlo todo en el «hablascribe», lo cual evidentemente era imposible en este caso. Mojó la pluma en la tinta y luego vaciló un segundo. Le hicieron ruido las tripas. Marcar el papel era el acto decisivo. Con letra pequeña y torpe escribió: «4 de abril de 1984».
Se recostó en la silla. Sintió una impotencia absoluta. Para empezar, ni siquiera sabía con certeza si de verdad estaban en 1984. Debían de rondar esa fecha, pues estaba casi seguro de tener treinta y nueve años, y creía haber nacido en 1944 o 1945, pero era imposible fijar una fecha sin una imprecisión de uno o dos años.
¿Para quién —pensó de pronto— estaba escribiendo aquel diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su imaginación se detuvo un momento en la dudosa fecha de la página y cayó con un sobresalto en la palabra en nuevalengua «doblepiensa». Por primera vez reparó en la magnitud de lo que había hecho. ¿Cómo iba a comunicarse con el futuro? Era por naturaleza imposible. O bien el futuro se parecería al presente, en cuyo caso nadie le haría ningún caso, o sería diferente y sus problemas carecerían de sentido.
Se quedó un rato contemplando el papel como un idiota. La telepantalla había pasado a emitir estridente música militar. Lo curioso no era solo que hubiese perdido la capacidad de expresarse, sino que hubiera olvidado también lo que tenía pensado decir. Había pasado semanas preparándose para ese momento y no se le había ocurrido que fuese a necesitar nada más que valor. Escribir sería fácil. Lo único que tenía que hacer era trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo que llevaba años literalmente rondándole por la cabeza. En ese momento, no obstante, incluso el monólogo se le había olvidado. Además, la úlcera había empezado a picarle de manera insoportable. No se atrevió a rascarse, porque cuando lo hacía siempre se le inflamaba. Fueron pasando los segundos. No era consciente de nada que no fuese la hoja de papel en blanco que tenía ante sus ojos, el picor de la piel por encima del tobillo, el estruendo de la música militar y la leve embriaguez producida por la ginebra.
De pronto empezó a escribir como llevado por el pánico, solo consciente en parte de lo que hacía. Con su caligrafía pequeña, pero infantil, fue trazando líneas torcidas en la página y acabó desprendiéndose al principio de las letras mayúsculas y por fin de los puntos y aparte.
4 de abril de 1984. Anoche fui al cine. Todo películas bélicas. Una muy buena de un barco abarrotado de refugiados que bombardean en mitad del Mediterráneo. El público se lo pasó en grande con los planos de un hombre muy gordo que intentaba huir a nado del helicóptero que le perseguía, primero se le veía chapoteando en el agua como una marsopa, luego aparecía a través de la mira de las ametralladoras del helicóptero, después lo llenaban de agujeros, el agua se volvía de color rosa y se hundía como si los agujeros hubiesen dejado entrar el agua, la gente se moría de risa al ver cómo se hundía, luego había un bote salvavidas lleno de niños que sobrevolaba un helicóptero, había una mujer de mediana edad que tal vez fuese judía sentada a popa con un crío de unos tres años en brazos, el bebé lloraba de miedo y ocultaba la cabeza entre sus pechos tratando de protegerse, la mujer lo abrazaba y lo consolaba aunque ella también estaba aterrorizada y procuraba taparlo como si creyera que sus brazos podían detener las balas, luego el helicóptero, soltaba una bomba de veinte kilos con un terrible resplandor y el bote se encendía como una caja de cerillas, después había un plano genial del brazo de un niño volando por los aires, yo creo que debieron de rodarlo desde un helicóptero, y hubo muchos aplausos en los asientos del partido aunque una mujer de la parte de los proles organizó un escándalo y se puso a gritar que no deberían proyectar esas cosas delante de los niños, que no estaba bien delante de los niños, hasta que la policía la sacó; no creo que le ocurriera nada porque a nadie le importa lo que digan los proles, es una típica reacción prole y nunca...
Winston dejó de escribir, en parte porque le había dado un calambre. Ignoraba a santo de qué había escrito todas esas incongruencias. Pero lo raro era que mientras lo hacía había acudido claramente a su memoria un recuerdo totalmente distinto, hasta el punto de que se vio capaz de escribirlo. Era, comprendió de pronto, ese otro incidente el que le había decidido a volver a casa y empezar el diario.
Había ocurrido esa mañana en el Ministerio, suponiendo que pudiera decirse tal cosa de algo tan vago.
Eran casi las once y en el Departamento de Archivos, donde trabajaba Winston, estaban sacando las sillas de los cubículos hasta el centro del vestíbulo enfrente de la gran telepantalla, en preparación para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de ocupar su sitio en una de las filas de en medio cuando dos personas a quienes conocía de vista, pero con las que nunca había hablado, entraron de pronto en la habitación. Una de ellas era una chica con la que se cruzaba a menudo en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Ficción. Probablemente —la había visto a veces con las manos grasientas y cargada con una llave inglesa— trabajaba de mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una chica de aspecto decidido, de unos veintisiete años, cabello negro y espeso, rostro pecoso y movimientos ágiles y atléticos. Una estrecha faja de color rojo, emblema de la Liga Juvenil Antisexo, ceñía su cintura por encima del mono y resaltaba lo esbelto de sus caderas. A Winston le había resultado antipática desde el primer momento. Y sabía por qué. Por el ambiente de campos de hockey, baños fríos, excursiones comunitarias e higiene mental que siempre la rodeaba. En realidad, le disgustaban casi todas las mujeres, y en particular las jóvenes y guapas. Siempre eran ellas, sobre todo las jóvenes, las más fanáticas seguidoras del Partido, las que se tragaban todas las consignas, las espías aficionadas y las que se dedicaban a husmear cualquier forma de heterodoxia. Pero esa chica en concreto parecía más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el pasillo le había echado una penetrante mirada de soslayo que le había aterrorizado. Incluso llegó a pensar que pudiera ser una agente de la Policía del Pensamiento. Es cierto que no parecía muy probable, pero aun así seguía experimentando una extraña inquietud, mezcla de miedo y hostilidad, cada vez que la tenía cerca.
La otra persona era un hombre llamado O’Brien, un miembro del Partido Interior que ocupaba un puesto tan importante y misterioso que Winston solo tenía una idea muy vaga de en qué consistía. Se produjo un momento de silencio entre la gente que había en torno a las sillas al ver acercarse el mono negro de un miembro del Partido Interior. O’Brien era un hombretón fornido de cuello grueso y rostro tosco y brutal que al mismo tiempo resultaba cordial. A pesar de su aspecto imponente, sus modales eran amables y tenía una manera de subirse las gafas que desarmaba a cualquiera de un modo indefinible y curiosamente civilizado. Era un gesto que, si alguien hubiera pensado todavía en esos términos, habría podido recordar a un noble del siglo XVIII que ofreciera su caja de rapé. Winston, que había visto a O’Brien tal vez una docena de veces en otros tantos años, sentía una extraña atracción por él, y no solo porque le intrigara el contraste entre la urbanidad de sus modales y su físico de boxeador, sino porque abrigaba la secreta convicción —o tal vez fuese solo una esperanza— de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Había algo en su gesto que lo sugería de un modo irresistible. Incluso era posible que lo que llevaba pintado en el semblante no fuese la heterodoxia sino simplemente la inteligencia. En cualquier caso, tenía aspecto de ser una persona con quien uno podría entenderse, si pudiera burlar a la telepantalla y estar a solas con él. Winston jamás había hecho el menor intento de comprobarlo: de hecho, era imposible. En ese momento O’Brien echó un vistazo a su reloj de pulsera, vio que eran casi las once y decidió quedarse en el Departamento de Archivos hasta que terminaran los Dos Minutos de Odio. Ocupó una silla en la misma fila que Winston, a un par de asientos. En medio había una mujer menuda de cabello rubio que trabajaba en el cubículo contiguo al de Winston. La chica del cabello moreno se sentó justo detrás.
Un instante después la telepantalla del fondo de la sala emitió un chirrido estridente y desagradable, como el de una gigantesca máquina sin engrasar. Era un ruido que ponía los pelos de punta y hacía rechinar los dientes. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo, apareció en la pantalla. Se oyeron silbidos aquí y allá entre el público. La mujer de cabello rubio soltó un chillido de asco y temor. Goldstein era el renegado y desertor que hace mucho tiempo (nadie recordaba con exactitud cuánto) había sido una figura señera del Partido, casi a la altura del Hermano Mayor, y luego se había dedicado a las actividades contrarrevolucionarias, lo habían condenado a muerte y se las había arreglado para escapar y desaparecer misteriosamente. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban a diario, pero no había ninguno en el que Goldstein no fuese el protagonista. Era el traidor por excelencia, el primero en mancillar la pureza del Partido. Todos los crímenes subsiguientes contra el Partido, todas las traiciones, los actos de sabotaje, las herejías y las desviaciones emanaban directamente de sus enseñanzas. Seguía vivo y conspirando en algún sitio: tal vez al otro lado del mar, bajo la protección de sus amos extranjeros, quizá incluso —y así se rumoreaba de vez en cuando— oculto en algún escondrijo en la propia Oceanía.
Winston notó una opresión en el diafragma. Era incapaz de ver el rostro de Goldstein sin sentir una penosa mezcla de emociones. Era una cara delgada de judío con una aureola de cabello blanco y despeinado y una barbita de chivo: un rostro inteligente y, sin embargo, inherentemente despreciable con una especie de estupidez senil en la fina nariz en cuya punta se sostenían un par de gafas. Parecía el rostro de una oveja y su propia voz tenía un no sé qué ovino. Goldstein estaba pronunciando su habitual discurso envenenado contra las doctrinas del Partido, un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que no se tenía en pie, aunque al mismo tiempo resultaba lo bastante creíble para causar la sensación de que otros, menos inteligentes que uno mismo, pudieran dejarse convencer. Estaba insultando al Hermano Mayor, denunciando la dictadura del Partido y exigiendo la firma inmediata de la paz con Eurasia, defendía la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho de reunión, el derecho de opinión, gritaba histéricamente que habían traicionado a la revolución y todo con un estilo rápido y polisilábico que parecía una parodia del estilo habitual de los oradores del Partido, incluso utilizaba palabras en nuevalengua, más de las que utilizaría cualquier miembro del Partido en la vida real. Y, entretanto, por si alguien dudaba de la realidad que ocultaban los engañosos disparates de Goldstein, por detrás de él, en la telepantalla, desfilaban las interminables columnas del ejército de Eurasia, filas y filas de hombres de aspecto robusto y rostro asiático e impasible, que llenaban la pantalla y desaparecían para ser reemplazados por otros de aspecto exactamente idéntico. Las pisadas rítmicas de las botas de los soldados servían de trasfondo a los balidos de Goldstein.
Antes de que hubieran transcurrido treinta segundos de Odio, la mitad de los presentes estallaron en incontrolables exclamaciones de rabia. El rostro ovino y complacido y el terrorífico poder del ejército de Eurasia a su espalda eran insoportables: además, bastaba con ver o incluso pensar en Goldstein para sentir miedo y rabia de forma automática. Era un motivo de odio aún más constante que Eurasia o Esteasia, pues siempre que Oceanía estaba en guerra con una de esas potencias por lo general estaba en paz con la otra. Pero lo raro era que, por más que todo el mundo odiara y despreciara a Goldstein, por más que todos los días, y mil veces al día, sus teorías se refutaran, aplastaran, ridiculizaran y mostraran al mundo como una sarta de sinsentidos en las tribunas públicas, la telepantalla y los libros y los periódicos, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse embaucar. No pasaba un día en que la Policía del Pensamiento no desenmascarara a algún espía o saboteador que trabajara a sus órdenes. Era el jefe de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una red clandestina de conspiradores que se proponían derrocar al Estado. Se decía que dicha organización se llamaba la Hermandad. También corrían rumores sobre un libro terrible, un compendio de todas las herejías de las que era autor Goldstein y que circulaba de manera clandestina aquí y allá. No tenía título. La gente lo llamaba sin más «el libro». Pero esas cosas solo se sabían por vagos rumores. Ni la Hermandad ni «el libro» eran algo a lo que ningún miembro del Partido hiciera alusión si tenía manera de evitarlo.
En el segundo minuto el Odio se convirtió en frenesí. La gente daba saltos en los asientos y chillaba a voz en grito en un esfuerzo por acallar los desquiciantes balidos de la pantalla. La mujer rubia se había puesto de color rosa y abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua. Incluso el tosco rostro de O’Brien parecía congestionado. Estaba muy recto en su silla con el pecho hinchado y tembloroso como si resistiera el embate de una ola. La joven del cabello oscuro que había detrás de Winston había empezado a gritar: «¡Cerdo, cerdo, cerdo!», y de pronto cogió un grueso diccionario de nuevalengua y lo lanzó contra la pantalla. El diccionario golpeó a Goldstein en la nariz y rebotó: la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez, Winston descubrió que estaba gritando con los demás y dando patadas con violencia contra el marco de la silla. Lo más horrible de los Dos Minutos de Odio no era que la participación fuese obligatoria, sino que era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos, se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso. Y, no obstante, la rabia que se sentía era una emoción abstracta y carente de finalidad que podía dirigirse de un objeto a otro como la llama de un soplete. Así, al cabo de un instante, el odio de Winston se concentraba no en Goldstein, sino, por el contrario, en el Hermano Mayor, el Partido y la Policía del Pensamiento; en momentos así su corazón estaba con el solitario y denigrado hereje de la pantalla, el único guardián de la cordura y la verdad en un mundo de mentiras. Y poco después volvía a estar de acuerdo con la gente que le rodeaba y todo lo que se decía de Goldstein le parecía cierto. En esos momentos, el secreto odio que le inspiraba el Hermano Mayor se trocaba en adoración y el Hermano Mayor daba la impresión de alzarse como un protector valiente e invencible, que se interponía igual que una roca ante las hordas de Asia, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su indefensión y de las dudas sobre su propia existencia, parecía un siniestro taumaturgo capaz de resquebrajar con el mero poder de su voz la estructura misma de la civilización.
En ciertos momentos incluso era posible trasladar a voluntad el odio de una cosa a otra. De pronto, mediante un esfuerzo como el que hacemos para apartar la cabeza de la almohada en plena pesadilla, Winston logró transferir su odio del rostro en la pantalla a la joven de cabello moreno que tenía detrás. Vívidas y hermosas alucinaciones cruzaron por su imaginación. Se vio golpeándola hasta la muerte con una cachiporra de goma, atándola desnuda a una estaca y acribillándola a flechazos como a un san Sebastián, violándola y cortándole el cuello en el momento del clímax. Por si fuera poco, comprendió mejor que antes por qué la odiaba. La odiaba por ser joven, guapa y asexuada, porque quería acostarse con ella y nunca lo haría, porque en torno a su dulce y cimbreante cintura, que parecía estar pidiendo que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa faja roja, un agresivo símbolo de castidad.
El Odio llegó a su apogeo. La voz de Goldstein se había convertido en un verdadero balido, y por un instante su rostro se transformó en el de una oveja. Luego el rostro de la oveja se fundió con la figura de un soldado de Eurasia que parecía estar avanzando, enorme y terrible entre el ruido del subfusil ametrallador, como si fuese a salirse de la pantalla, de modo que algunos de los que estaban sentados en primera fila se echaron atrás. Sin embargo, en ese mismo instante, y para enorme alivio de todos los presentes, aquella figura hostil se fundió con el rostro del Hermano Mayor, con su cabello negro, su bigote, su poder y su misteriosa calma, tan enorme que casi llenaba la pantalla. Nadie oyó lo que estaba diciendo el Hermano Mayor. Eran solo unas palabras de ánimo, como las que se dicen en el fragor de la batalla, incomprensibles pero capaces de infundir confianza por el mero hecho de ser pronunciadas. Luego el rostro del Hermano Mayor volvió a difuminarse y en su lugar aparecieron las tres consignas del partido en letra mayúscula y negrita:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Sin embargo, la faz del Hermano Mayor dio la impresión de persistir unos segundos en la pantalla, como si el impacto que había causado en la retina fuese demasiado intenso para desaparecer de inmediato. La mujer rubia se había apoyado en el respaldo de la silla que tenía delante. Con un murmullo trémulo que sonaba como si dijera «¡Mi Salvador!» extendió los brazos hacia la pantalla. Luego se tapó la cara con las manos. Era evidente que estaba rezando.
En ese momento, todo el mundo empezó a repetir lentamente de manera rítmica y profunda: «¡H–M...! ¡H–M...! ¡H–M!» una y otra vez, muy despacio, con una larga pausa entre la hache y la eme, un murmullo extraño y primitivo tras el cual se tenía la sensación de oír las pisadas de los pies descalzos y el batir de los tantanes. Siguieron así al menos treinta segundos. Era una cantinela que se oía a menudo en los momentos de gran emoción. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y la majestad del Hermano Mayor, pero aun más un acto de autohipnosis, una renuncia deliberada a la conciencia mediante un sonido rítmico. Winston tuvo la sensación de que se le helaban las tripas. En los Dos Minutos de Odio no podía evitar dejarse arrastrar por el delirio general, pero el cántico infrahumano de «¡H–M...! ¡H–M...!» siempre le llenaba de pavor. Por supuesto, lo entonaba con los demás, era imposible no hacerlo. Disimular tus sentimientos, controlar tus gestos y hacer lo mismo que los demás era una reacción instintiva. Pero había un par de segundos en que la expresión de sus ojos podría haberle traicionado. Y fue exactamente en ese instante cuando sucedió aquello tan revelador, si es que de verdad había sucedido.
Por un momento cruzó la mirada con O’Brien. Este se había levantado; se había quitado las gafas y estaba volviendo a ponérselas con aquel gesto suyo tan característico. Pero por una fracción de segundo sus ojos se encontraron y Winston supo —¡sí, supo!— que O’Brien pensaba lo mismo que él. Habían cruzado un mensaje inconfundible. Fue como si sus mentes se abrieran y sus pensamientos pasaran del uno al otro a través de los ojos.
—Estoy contigo —parecía estar diciéndole O’Brien—. Sé exactamente lo que sientes. Comparto tu desprecio, tu odio, tu repugnancia. Pero no te preocupes, ¡estoy de tu lado!
Y luego aquel instante de entendimiento había concluido y el rostro de O’Brien había vuelto a ser tan inescrutable como el de cualquiera.
Eso fue todo, y ahora ni siquiera estaba seguro de que hubiera ocurrido. Incidentes así nunca tenían consecuencias. Tan solo servían para conservar la fe o la esperanza en que además de él hubiese otros enemigos del Partido. Tal vez los rumores de una inmensa conspiración clandestina fuesen ciertos después de todo, ¡puede que la Hermandad existiera realmente! A pesar de las constantes detenciones, confesiones y ejecuciones, era imposible estar seguro de que no fuese más que un mito. Algunos días, lo creía; otros, no. No había pruebas, solo indicios pasajeros que lo mismo podían significar alguna cosa o nada: retazos de conversación oídos por casualidad, frases vagas pintarrajeadas en las paredes de los lavabos, una vez, incluso el movimiento de las manos de dos desconocidos al saludarse le había parecido una señal. Todo eran conjeturas, lo más probable era que lo hubiese imaginado todo. Había vuelto a su cubículo sin mirar a O’Brien. Apenas se le pasó por la cabeza la idea de prolongar aquel contacto momentáneo. Habría sido muy peligroso incluso si se le hubiese ocurrido cómo hacerlo. Por un segundo o dos habían intercambiado una mirada equívoca y ya está. Pero incluso eso era un suceso memorable en la soledad en que tenían que vivir.
Winston se sentó más erguido. Soltó un eructo. Le repitió el sabor de la ginebra que tenía en el estómago.
Sus ojos volvieron a centrarse en la página. Descubrió que, mientras recordaba, había seguido escribiendo como impulsado por un acto automático. Y ya no era la caligrafía torpe y acalambrada de antes. La pluma se había deslizado voluptuosa sobre el suave papel y había escrito con letra clara y mayúscula, una y otra vez, hasta llenar media página:
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
ABAJO EL HERMANO MAYOR
No pudo evitar una punzada de pánico. Era absurdo, puesto que escribir esas palabras no era más peligroso que el hecho de haber iniciado el diario; pero por un momento estuvo tentado de arrancar las páginas que había escrito y renunciar a la empresa sin más.
No obstante, no lo hizo porque sabía que era inútil. Daba igual que escribiese o no «Abajo el Hermano Mayor». Tanto si continuaba con el diario como si no la Policía del Pensamiento acabaría descubriéndolo. Había cometido —y lo habría cometido incluso aunque no hubiese aplicado la pluma al papel— el delito esencial que incluía todos los demás delitos. Lo llamaban «crimental». El crimental no podía ocultarse eternamente. Podías disimular un tiempo, incluso unos años, pero antes o después acababan descubriéndote.
Siempre era de noche: las detenciones ocurrían invariablemente de noche. La sacudida que te arrancaba del sueño, la mano áspera que te sacudía el hombro, las luces que te cegaban los ojos, el círculo de rostros implacables en torno a la cama. En la mayoría de los casos no había juicio ni informe sobre la detención. La gente desaparecía sin más y siempre de noche. Tu nombre se eliminaba de los archivos, borraban hasta la última referencia a cualquier cosa que hubieras hecho, tu antigua existencia se negaba y luego caía en el olvido. Eras abolido, aniquilado: «vaporizado» era la palabra que usaban.
Por un instante, lo dominó una especie de histeria. Empezó a escribir con una letra descuidada y apresurada:
me matarán no me importa me pegarán un tiro en la nuca me da igual abajo el hermano mayor siempre disparan en la nuca no me importa abajo el hermano mayor...
Se arrellanó en el asiento, ligeramente avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma en la mesa. Justo después dio un violento respingo. Habían llamado a la puerta.
¡Tan pronto! Se quedó quieto como un ratón, con la fútil esperanza de que quienquiera que fuese se marchara al ver que no abría. Pero no, volvieron a insistir. Lo peor que podía hacer era demorarse. El corazón le latía como un tambor, aunque su rostro probablemente siguiera inexpresivo por la fuerza de la costumbre. Se levantó y se dirigió lentamente a la puerta.
2
Al poner la mano en el tirador de la puerta, Winston reparó en que había dejado el diario abierto sobre la mesa, con «Abajo el Hermano Mayor» escrito en letra tan grande que casi era legible desde el otro lado de la habitación. Era un descuido de una estupidez inconcebible. Pero, a pesar del pánico, comprendió que no había querido emborronar el papel de color crema al cerrar el libro con la tinta húmeda.
Contuvo el aliento y abrió la puerta. Al instante lo recorrió una cálida oleada de alivio. Fuera había una mujer ajada e insulsa, con el cabello lacio y el rostro surcado de arrugas.
—¡Oh, camarada! —empezó con voz monótona y quejosa—, me había parecido oírte entrar. ¿Podrías pasar por mi apartamento y echarle un vistazo al fregadero de la cocina? Se ha atascado y...
Era la señora Parsons, la mujer de un vecino del mismo piso. («Señora» era una palabra mal vista en el Partido —se suponía que había que llamar «camarada» a todo el mundo—, pero con ciertas mujeres uno la utilizaba de manera instintiva.) La mujer tendría unos treinta años, pero parecía mucho mayor. Daba la impresión de que sus arrugas estuviesen cubiertas de polvo. Winston la siguió por el pasillo. Esas chapuzas eran una molestia casi diaria. Los pisos de las Casas de la Victoria eran antiguos, las habían construido alrededor de 1930, y se encontraban en un estado ruinoso. La escayola se caía de los techos y las paredes, las tuberías reventaban cada vez que caía una helada, había goteras siempre que nevaba, el sistema de calefacción funcionaba a medio gas cuando no lo apagaban del todo por economizar. Las reparaciones que no pudiera hacer uno mismo tenían que ser autorizadas por remotos comités que podían retrasar hasta dos años la reparación del cristal de una ventana.
—No te habría llamado de haber estado Tom... —dijo vagamente la señora Parsons.
El piso de los Parsons era más grande que el de Winston e igual de sombrío, aunque en otro sentido. Todo tenía aspecto de estar abollado y pisoteado, como si acabara de pasar por allí algún animal grande y violento. Tirados por el suelo había toda clase de objetos deportivos —bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón deshinchado y un par de pantalones cortos sudados y vueltos del revés—, y sobre la mesa había un montón de platos sucios y varios cuadernos escolares muy manoseados. En las paredes había banderas rojas de la Liga Juvenil y de los Espías, y un cartel a tamaño natural del Hermano Mayor. Se notaba el acostumbrado olor a col hervida que predominaba en todo el edificio, aunque allí estaba mezclado con un acre olor a sudor de alguna persona que —uno lo sabía nada más olerlo, aunque era difícil saber cómo— no se hallaba presente en ese momento. En otra habitación alguien con un peine y un trozo de papel higiénico se esforzaba en acompañar la música militar que seguía emitiendo la telepantalla.
—Son los niños —dijo la señora Parsons, mirando aprensiva por la puerta—. Hoy todavía no han salido y claro...
Tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde de un agua sucia y verdosa que aún olía más a col. Winston se arrodilló y examinó el codo de la tubería. Odiaba tener que utilizar las manos y tener que agacharse, pues siempre le daba tos. La señora Parsons lo miró con desánimo.
—Si Tom estuviera en casa, lo arreglaría en un santiamén —dijo—. Le encantan estas cosas. Se le dan muy bien los trabajos manuales.
Parsons trabajaba con Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre grueso, pero activo y de una estupidez desquiciante: un amasijo de entusiasmos imbéciles, uno de esos tipos sumisos que nunca se cuestionaban nada y de quienes la estabilidad del Partido dependía aún más que de la Policía del Pensamiento. A los treinta y cinco años lo habían echado de la Liga Juvenil, y antes se las había arreglado para quedarse en los Espías un año más de la edad legal. En el Ministerio desempeñaba un puesto subordinado que no requería inteligencia alguna, aunque era una figura destacada en el Comité Deportivo y en todos los demás comités encargados de organizar excursiones comunitarias, manifestaciones espontáneas, campañas de ahorro y actividades voluntarias en general. Entre jadeos y con silencioso orgullo se jactaba de haber ido al Centro Comunitario todas las tardes de los últimos cuatro años. Un penetrante olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de lo fatigoso de su existencia, lo seguía allí donde iba y persistía incluso cuando se marchaba.
—¿Tienes una llave inglesa? —preguntó Winston, toqueteando la tuerca de la tubería.
—Una llave inglesa —repitió la señora Parson, con impotencia—. No estoy segura. A lo mejor los niños...
Se oyeron varios pisotones y otro trompetazo del peine cuando los niños entraron corriendo en el salón. La señora Parsons le llevó la llave inglesa. Winston dejó correr el agua y quitó asqueado la bola de cabellos humanos que había bloqueado el desagüe. Se limpió los dedos como pudo con agua del grifo y regresó a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! —gritó una voz espantosa.
Un niño guapo y de aspecto cruel, que aparentaba unos nueve años, había salido de detrás de la mesa y le estaba apuntando con una pistola automática de juguete, mientras su hermanita, unos dos años más pequeña, hacía el mismo gesto con un trozo de madera. Ambos llevaban los pantalones cortos de color azul, las camisas grises y los pañuelos rojos del uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, aunque la actitud del niño era tan agresiva que lo hizo con la desasosegante sensación de que aquello no era exactamente un juego.
—¡Eres un traidor! —chilló el niño—. ¡Un criminal mental! ¡Un espía de Eurasia! ¡Te voy a pegar un tiro, te vaporizaré y te enviaré a las minas de sal!
De pronto, los dos empezaron a saltar en torno a él gritando «¡Traidor!» y «¡Criminal mental!», la niña imitaba todos los gestos de su hermano. Era un poco inquietante, como cuando uno ve retozar a unas crías de tigre que pronto se convertirán en devoradores de hombres. En los ojos del crío había una calculada inquina, un evidente deseo de golpear o patear a Winston y la convicción de ser casi lo bastante mayor para hacerlo. Era una suerte que la pistola no fuese de verdad, pensó Winston.
Los ojos de la señora Parsons fueron nerviosos de Winston a los niños y otra vez a Winston. A la luz del salón, él vio con interés que realmente había polvo en las arrugas de su cara.
—Son muy ruidosos —dijo—. Están disgustados porque no han podido ir a ver la ejecución, sí señor. Yo estoy demasiado ocupada para llevarlos y su padre no llegará a tiempo del trabajo.
—¿Por qué no podemos ir a ver la ejecución? —rugió el niño con su atronadora voz.
—¡Queremos ver la ejecución! ¡Queremos ver la ejecución! —salmodió la niñita sin dejar de dar saltos.
Winston recordó que esa tarde iban a ahorcar en el Parque a unos prisioneros de Eurasia culpables de crímenes de guerra. Había una ejecución al mes y era un espectáculo muy popular. A los niños siempre les hacía mucha ilusión ir. Se despidió de la señora Parsons y fue hacia la puerta. Pero apenas había dado seis pasos, cuando algo le golpeó en la nuca y notó un dolor horrible, como si le hubiesen clavado un alambre al rojo vivo. Se volvió justo a tiempo de ver a la señora Parsons forcejeando con su hijo en el umbral mientras el niño se guardaba un tirachinas.
—Goldstein —gritó el crío cuando se cerró la puerta. Pero lo que más sorprendió a Winston fue la mirada de pavor e impotencia pintada en el rostro g