PREFACIO
El artista es el creador de cosas hermosas.
El objeto del arte es revelarse y ocultar al artista.
El crítico es aquel capaz de traducir a un estilo o material distintos su impresión sobre las cosas hermosas.
Tanto la forma de crítica más elevada como la que lo es menos son una forma de autobiografía.
Corruptos sin encanto son los que hallan feos sentidos en las cosas hermosas. Eso es un error.
Cultos son aquellos que hallan sentidos hermosos en las cosas hermosas. Para ellos hay esperanza.
Los elegidos son aquellos para quienes las cosas hermosas significan tan solo Belleza.
No existen libros morales ni inmorales, sino solo los libros bien o mal escritos. Eso es todo.
La manifiesta aversión del siglo XIX por el realismo no es más que la rabia de Calibán al verse reflejado en un espejo.
La manifiesta aversión del siglo XIX por el romanticismo no es más que la rabia de Calibán al no verse reflejado en un espejo.
La vida moral del hombre forma parte de los temas que ocupan al artista, pero la moral del arte radica en el perfecto uso de un medio imperfecto.
Ningún artista desea demostrar nada. Hasta las cosas verdaderas pueden demostrarse.
Ningún artista es poseedor de afinidades éticas. En el artista las afinidades éticas son un imperdonable manierismo de estilo.
No hay un solo artista morboso. El artista puede expresarlo todo.
El pensamiento y el lenguaje son para el artista los instrumentos de un arte.
El vicio y la virtud son para el artista los materiales de un arte.
Desde el punto de vista de la forma, el arte del músico es el modelo de todas las artes. Desde el punto de vista de la emoción, el modelo es el oficio del actor.
Todo arte es a la vez símbolo y superficie.
Los que ahondan bajo la superficie corren un riesgo.
Los que leen el símbolo lo hacen por su cuenta y riesgo.
Lo que el arte refleja en realidad no es la vida sino al espectador.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte demuestra que se trata de una obra nueva, compleja y vital.
Cuando los críticos discrepan, el artista está de acuerdo consigo mismo.
Podemos perdonar a alguien que crea algo útil siempre que no profese admiración por el objeto creado. La única excusa que justifica la creación de algo inútil es que provoque en nosotros una profunda admiración.
Todo arte es absolutamente inútil.
O. W.
1
El denso aroma a rosas llenaba el estudio, y cuando la ligera brisa estival caracoleaba entre los árboles del jardín, por la puerta abierta se deslizaba el intenso perfume de las lilas o el aroma más delicado del arce de flores rosadas.
Desde el extremo del diván tapizado con un diseño a base de sillas de montar persas en el que estaba tumbado, fumando, como era su costumbre, un cigarrillo tras otro, lord Henry Wotton vislumbró el fulgor de los almibarados capullos de color miel cuyas trémulas ramas parecían apenas capaces de soportar el peso de tan flameante hermosura. De vez en cuando, las fantásticas sombras de los pájaros en pleno vuelo cruzaban las altas cortinas de tussor que cubrían el inmenso ventanal, provocando un momentáneo efecto de tinte japonés y recordándole a esos pintores de Tokio que, con el rostro pálido y cerúleo como el jade, se valen de un arte necesariamente inmóvil en su afán por producir la sensación de movimiento y de velocidad. El sordo zumbido de las abejas abriéndose paso entre las largas briznas de hierba aún por segar, o girando con monótona insistencia alrededor de los polvorientos espinos dorados de la exuberante y asilvestrada madreselva, parecía magnificar la opresiva naturaleza que teñía el silencio. El lejano fragor de Londres era como el bordón de un órgano lejano.
En el centro de la estancia, sujeto a un caballete, descansaba el retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza, y delante de él, a cierta distancia, estaba sentado el pintor, de nombre Basil Hallward, cuya repentina desaparición había provocado hacía algunos años un gran revuelo público, dando lugar a innumerables y variopintas conjeturas.
Mientras el pintor contemplaba la elegante y hermosa forma que con mayúscula maestría había reflejado en su arte, a su rostro asomó una placentera sonrisa y pareció a punto de quedarse allí. Sin embargo, el hombre se sobresaltó y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos como en un intento por aprisionar en su cerebro algún curioso sueño del que temiera despertar.
—Es sin duda tu mejor obra, Basil, lo mejor que has hecho hasta ahora —dijo lánguidamente lord Henry—. Deberías enviarlo al Grosvenor el año que viene. La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Siempre que he estado allí, o había tanta gente que me resultó imposible ver los cuadros, cosa harto espantosa, o tantos cuadros que no hubo forma de poder ver a nadie, lo cual se me antoja incluso peor. Indudablemente, el Grosvenor es la única alternativa posible.
—No creo que vaya a enviarlo a ninguna parte —respondió Basil, echando la cabeza hacia atrás de ese modo tan particular con el que tan a menudo había provocado la hilaridad entre sus amigos de Oxford—. No, no pienso enviarlo a ninguna parte.
Lord Henry arqueó las cejas y le miró perplejo a través de los finos y azulados jirones de humo que ascendían dibujando espirales y caprichosas volutas desde su cargado y opiáceo cigarrillo.
—¿Que no piensas enviarlo a ninguna parte? ¿Y puedo saber por qué, mi querido amigo? ¿Por alguna razón en particular? ¡Qué extraños sois los pintores! Hacéis lo imposible por granjearos una reputación y, en cuanto la conseguís, no dudáis en echarla por la borda. Menuda estupidez, pues en este mundo solo hay una cosa peor que el hecho de que hablen de uno, y es que no lo hagan. Un retrato como este te posicionaría muy por encima de todos los jóvenes de Inglaterra y te convertiría en blanco de los celos de todos los viejos; eso, claro está, suponiendo que los viejos sean capaces de cualquier emoción.
—Sé que te reirás de mí —respondió el pintor—. Pero no, no puedo exponerlo. He puesto demasiado de mí en él.
Lord Henry se estiró en el diván y se rió.
—Sabía que te reirías. Aun así, es cierto.
—¿Demasiado de ti en él, dices? Palabra de honor que no te creía tan vanidoso, Basil. Y no veo el menor parecido entre ti, con tu rostro duro y de marcadas facciones y con tu pelo azabache, y este joven Adonis, que parece hecho de marfil y rosas. Pero, mi querido Basil, él es un auténtico Narciso, y tú… bueno, no negaré que tienes una expresión intelectual y todo eso. Pero la belleza, la auténtica belleza, termina allí donde empieza la expresión intelectual. El intelecto es en sí mismo un modo de exageración, y destruye la armonía de cualquier rostro. En cuanto uno se sienta a pensar, se vuelve todo nariz, o todo frente, o algo quizá aun más espantoso. No hay más que ver a los hombres de éxito de las profesiones respetables. ¡No pueden ser más odiosos! Salvo, naturalmente, los relacionados con la Iglesia. Aunque, claro, en la Iglesia no se piensa. Los obispos siguen diciendo a los ochenta años lo que aprendieron a decir cuando no eran más que unos muchachos de dieciocho, y consecuentemente siempre resultan absolutamente encantadores. Ese joven y misterioso amigo tuyo, cuyo nombre jamás has mencionado pero cuyo retrato me tiene realmente fascinado, nunca piensa, estoy plenamente convencido de ello. No es más que una criatura hermosa y descerebrada que debería estar siempre aquí en invierno cuando no tenemos flores que contemplar, y también en verano, cuando anhelamos disfrutar de algo que nos refresque el entendimiento. No te engañes, Basil: no te pareces en nada a él.
—No me entiendes, Harry —fue la respuesta del pintor—. Por supuesto que no me parezco a él. Lo sé perfectamente. A decir verdad, lamentaría que así fuera. ¿Te encoges de hombros? Te estoy diciendo la verdad. Hay cierta dosis de fatalidad en toda distinción física e intelectual, esa suerte de fatalidad que parece seguir a través del curso de la historia los vacilantes pasos de los reyes. Lo mejor es no diferenciarnos de nuestros colegas. Los feos y los necios son sin duda quienes en este mundo se llevan la mejor parte. Pueden sentarse relajadamente y contemplar boquiabiertos la obra que transcurre ante sus ojos. Si bien nada saben de la victoria, cierto es también que tampoco tienen conocimiento de la derrota. Viven como deberíamos hacerlo todos: imperturbables, indiferentes y ajenos a cualquier sombra de desasosiego. Ni provocan la desgracia en los demás ni la sufren tampoco de manos ajenas. Tu rango y tu riqueza, Harry; mi cerebro, en su actual estado… mi arte, sea cual sea su valor; la belleza de Dorian Gray… a todos nos tocará sufrir por lo que los dioses nos han concedido, y te aseguro que sufriremos terriblemente.
—¿Dorian Gray? ¿Es ese su nombre? —preguntó lord Henry, cruzando el estudio hacia Basil Hallward.
—Sí, ese es su nombre. No tenía intención de revelártelo.
—¿Por qué?
—Oh, es difícil explicarlo. Cuando tengo a alguien en cierta estima, jamás desvelo a nadie su nombre. Es como renunciar a una parte de él. Con el tiempo, me he acostumbrado a amar el secreto. Se me antoja lo único que puede hacer de la vida moderna una experiencia a la vez misteriosa y maravillosa. El detalle más vulgar se torna delicioso cuando lo ocultamos. Ahora, cuando me voy de la ciudad, jamás digo adónde. Si lo hiciera, perdería todo mi disfrute. Aunque debo confesar que es una estúpida costumbre, en cierto modo parece aportar una gran dosis de encanto a nuestras vidas. Supongo que debes de considerarme un auténtico estúpido al oírme hablar así.
—En absoluto —respondió lord Henry—. En absoluto, mi querido Basil. Pareces olvidar que soy un hombre casado y que el único atractivo atribuible al matrimonio es que convierte una vida de engaño en un bien absolutamente necesario para ambas partes. Nunca sé dónde está mi esposa, del mismo modo que ella jamás sabe lo que estoy haciendo. Cuando nos encontramos (porque coincidimos de vez en cuando, cuando salimos a cenar juntos o cuando vamos a visitar al duque) nos contamos las historias más absurdas y acompañamos nuestros relatos con los rostros más serios que puedas imaginar. Mi esposa es toda una experta. De hecho, incluso más que yo. Nunca se confunde con las fechas, cosa que a mí me ocurre con demasiada frecuencia. Aun así, cuando me descubre, nunca me hace una escena. Y aunque a veces desearía que lo hiciera, ella se limita a reírse de mí.
—Odio oírte hablar así de tu vida matrimonial, Harry —dijo Basil Hallward, dirigiéndose pausadamente hacia la puerta que daba al jardín—. Estoy convencido de que eres un buen marido, pero te avergüenzas profundamente de tus propias virtudes. Eres un tipo extraordinario. Jamás sale de tus labios un juicio moral y nunca actúas con maldad. Tu cinismo no es más que una pose.
—Ser natural no es más que una pose, y la más irritante que conozco —exclamó lord Henry, rompiendo a reír.
Acto seguido, los dos jóvenes salieron al jardín y se instalaron en un largo banco de bambú a la sombra de un arbusto de laurel. El sol acariciaba con su luz las lustrosas hojas. Entre la hierba, las margaritas blancas se estremecieron.
Tras una pausa, lord Henry sacó el reloj del bolsillo de su chaleco.
—Me temo que debo irme, Basil —murmuró—, y antes de que me marche, insisto en que me respondas a la pregunta que te he hecho hace un rato.
—¿A qué pregunta te refieres? —dijo el pintor sin apartar los ojos del suelo.
—Lo sabes muy bien.
—No, no lo sé, Harry.
—Bien, te la repetiré, entonces. Quiero que me expliques por qué te niegas a exponer el retrato de Dorian Gray. Y deseo saber el verdadero motivo.
—Te he dado el verdadero motivo.
—No, no es cierto. Me has dicho que no quieres exponerlo porque hay demasiado de ti en él. Vamos, Basil, eso no es más que una chiquillada.
—Harry —dijo Basil Hallward, mirándole directamente a los ojos—, todo retrato pintado con sentimiento es un retrato del pintor, no del modelo. El modelo no es más que el accidente, la ocasión. No es él quien queda revelado por el pintor, sino el pintor quien se revela en los colores que cubren el lienzo. El motivo por el que no expondré este cuadro es que temo haber mostrado en él el secreto de mi alma.
Lord Henry se rió.
—¿Y qué secreto es ese? —preguntó.
—Voy a decírtelo —dijo Hallward.
Sin embargo, a su rostro asomó una expresión de perplejidad.
—Soy todo oídos, Basil —insistió su compañero sin dejar de mirarle.
—Bueno, en realidad no hay mucho que decir, Harry —respondió el pintor—. Y me temo que no lo entenderás. Quizá ni siquiera lo creas.
Lord Henry sonrió al tiempo que se agachaba para arrancar una margarita de pétalos rosados de entre la hierba y la examinaba.
—Estoy seguro de que lo entenderé —respondió, observando atentamente el pequeño disco dorado coronado por un pequeño halo de plumas blancas—. En cuanto a creérmelo, puedo creerme cualquier cosa siempre que sea creíble.
El viento sacudió algunos brotes de los árboles, y las frondosas flores de la lila, con sus arracimadas estrellas, se balancearon en el aire. Una cigarra rompió a cantar junto al muro, y una larga y fina libélula pasó flotando con sus alas de gasa marrón como un hilo azul. Lord Henry creyó oír palpitar el corazón de Basil Hallward y se preguntó qué oiría a continuación.
—La historia es muy simple —empezó el pintor tras unos instantes—. Hace dos meses asistí a una de esas veladas que tienen lugar en casa de lady Brandon. Como bien sabes, nosotros, los pobres pintores, debemos dejarnos ver en sociedad de vez en cuando, aunque solo sea para recordar al público que no somos una pandilla de salvajes. Un frac y una corbata blanca, como bien me dijiste en su día, bastan para que cualquiera, incluido un corredor de Bolsa, pueda granjearse una reputación de hombre civilizado. Pues bien, llevaba ya unos diez minutos en el salón, departiendo con voluminosas viudas emperifolladas y con tediosos académicos, cuando de pronto me di cuenta de que alguien me miraba. Me volví ligeramente y vi por primera vez a Dorian Gray. Cuando nuestras miradas se encontraron sentí palidecer. Fui presa de una curiosa sensación de terror. Supe al instante que me hallaba ante alguien cuya mera personalidad resultaba tan fascinante que, en caso de permitírselo, absorbería por completo mi naturaleza, mi alma e incluso mi arte. No deseaba ninguna influencia externa en mi vida. Tú sabes bien lo independiente que soy por naturaleza, Harry. Siempre he sido mi propio amo, o al menos así ha sido hasta que conocí a Dorian Gray. Fue entonces cuando… no sabría explicártelo. De pronto algo pareció decirme que me encontraba al borde de una terrible crisis en mi vida. Tuve la extraña sensación de que el Destino me tenía reservadas exquisitas alegrías y exquisitas penurias. Me asusté y me volví de espaldas, presto a abandonar la estancia. Y no actué movido por un impulso consciente, sino por una suerte de cobardía. No creas que me enorgullece haber intentado huir como lo hice.
—En realidad, la conciencia y la cobardía son lo mismo, Basil. La conciencia es la marca de fábrica. Solo eso.
—No lo creo así, Harry, y tampoco te creo a ti. En cualquier caso, independientemente de cuál fuera la razón que me empujó a obrar así (y muy bien pudo ser el orgullo, pues en aquel entonces solía ser muy orgulloso), me dirigí no sin cierto esfuerzo hacia la puerta. Ni que decir tiene que allí me tropecé con lady Brandon. «¡No irá a marcharse tan pronto, señor Hallward!», chilló. Ya conoces esa voz tan curiosamente estridente que la caracteriza.
—Sí, lady Brandon tiene todos los atributos del pavo real excepto la belleza —apuntó lord Henry al tiempo que deshojaba la margarita con sus dedos largos y nerviosos.
—No pude librarme de ella. Me presentó a algunos miembros de la realeza, a personalidades distinguidas con Cruces y Jarreteras y a un abanico de ancianas coronadas de gigantescas tiaras y dotadas de ganchudas narices. Se refería a mí en todo momento como su amigo más querido. Aunque hasta entonces yo solo la había visto en una ocasión, se empeñó en tratarme como a una celebridad. Según creo, en esa época un cuadro mío había tenido un gran éxito, al menos había sido pasto de los chascarrillos de los periódicos de un penique, lo cual no pasa de ser la medida de la inmoralidad decimonónica. De pronto me encontré cara a cara con el joven cuya personalidad me había conmovido de forma tan extraña. Estábamos muy cerca el uno del otro, casi rozándonos. Nuestras miradas volvieron a cruzarse. Aunque fue una temeridad por mi parte, le pedí a lady Brandon que me lo presentara. De hecho, quizá la temeridad no fuera tanta. Fue simplemente inevitable. Ahora sé que habríamos hablado sin necesidad de ser presentados. Así me lo hizo saber después el propio Dorian. También él tenía la sensación de que estábamos destinados a conocernos.
—¿Y cómo describió lady Brandon a ese maravilloso joven? —preguntó su compañero—. Conozco bien su manía de dar fugaces précis de todos sus invitados. Recuerdo que en una ocasión me llevó ante un truculento anciano caballero de rostro enrojecido y cubierto de la cabeza a los pies de condecoraciones y encomiendas y que, no dudó en sisearme al oído, empleando para ello un trágico susurro que sin duda debió de llegar a oídos de todos los presentes, los más asombrosos detalles. Huí en cuanto tuve ocasión. Me gusta descubrir a las personas por mí mismo. Pero lady Brandon trata a sus invitados exactamente como lo hace el subastador con sus bienes. O bien los explica de un modo absolutamente exhaustivo o lo cuenta todo de ellos salvo lo que uno desea saber.
—¡Pobre lady Brandon! ¡Eres demasiado duro con ella, Harry! —dijo Hallward sin ocultar su apatía.
—Mi querido amigo, lady Brandon ha intentado fundar un salon y apenas ha logrado abrir un restaurante. ¿Cómo podría admirarla? Pero, cuéntame, ¿qué fue lo que dijo sobre Dorian Gray?
—Oh, algo así como «Un muchacho encantador… su pobre madre y yo éramos absolutamente inseparables. He olvidado a qué se dedica… mucho me temo que… no tiene profesión conocida… ah, sí, toca el piano… ¿o es el violín, querido señor Gray?». Ninguno de los dos pudimos contener la risa, y enseguida nos hicimos amigos.
—La risa es sin duda un gran comienzo para una amistad, y es también, con mucho, el mejor final posible —dijo el joven lord, arrancando una nueva margarita.
Hallward negó con la cabeza.
—No entiendes la verdadera naturaleza de la amistad, Harry —murmuró—. Ni tampoco lo que es la enemistad. A ti te gusta todo el mundo, lo cual es lo mismo que decir que sientes una profunda indiferencia por los demás.
—¡Qué espantosamente injusto de tu parte hablarme así! —exclamó lord Henry, echándose el sombrero hacia atrás y alzando la mirada hacia las pequeñas nubes que, como enmarañadas madejas de lustrosa seda blanca, navegaban contra la ahuecada cúpula turquesa del cielo estival—. Yo elijo a mis amigos por su atractivo, a mis conocidos por su buen carácter y a mis enemigos por su afilado intelecto. No tengo uno solo que sea un estúpido. Son todos hombres de cierta inteligencia y por ello me aprecian. ¿Te parece muy vanidoso de mi parte? Yo diría que sí.
—Sin duda, Harry. Aunque, según esa categoría, debo de ser para ti simplemente un conocido.
—Mi querido Basil, para mí tú eres mucho más que eso.
—Y mucho menos que un amigo. ¿Una suerte de hermano, quizá?
—¡Ah, los hermanos! No me interesan los hermanos. Mi hermano mayor se empecina en no morirse y mis hermanos menores parecen no saber hacer nada más.
—¡Harry! —exclamó Hallward frunciendo el ceño.
—Mi querido Basil, no hablo en serio. Aun así, no puedo evitar detestar a mis parientes. Supongo que se debe al hecho de que ninguno de nosotros puede soportar que otros tengan nuestros mismos defectos. De hecho, me identifico con la ira que muestra la democracia inglesa contra lo que se da en llamar los vicios de las clases altas. El vulgo siente que la ebriedad, la estupidez y la inmortalidad deberían pertenecerles en exclusiva, y que si alguno de nosotros se comporta como un auténtico imbécil está invadiendo su terreno. Cuando el pobre Southwark llevó a los tribunales su proceso de divorcio, la indignación mostrada por el vulgo resultó cuanto menos magnífica. Sin embargo, no creo que ni siquiera el diez por ciento del proletariado viva decentemente.
—No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que acabas de decir. Es más, Harry, estoy convencido de que tú tampoco lo estás.
Lord Henry se acarició su afilada barba castaña y propinó unos golpecitos a su botín de charol con el bastón de ébano de borla.
—¡No puedes ser más inglés, Basil! Es la segunda vez que te oigo formular una observación semejante. Si planteamos una idea a un auténtico inglés, cosa por cierto harto temeraria, el hombre en cuestión ni tan siquiera sueña con preguntarse si la idea es correcta o no. Lo único a lo que presta cierta importancia es si nosotros nos la creemos. Veamos, el valor de una idea nada tiene que ver con la sinceridad del hombre que la expresa. De hecho, lo más probable es que cuanto menos sincero sea el hombre, más puramente intelectual sea la idea, puesto que en ese caso no se verá matizada por sus necesidades, deseos o prejuicios. Aun así, no pretendo discutir contigo sobre política, sociología ni metafísica. Prefiero las personas a los principios, y las personas sin principios a cualquier otra cosa en el mundo. Cuéntame más sobre el señor Dorian Gray. ¿Le ves a menudo?
—Todos los días. No sería feliz si no fuera así. Me resulta absolutamente necesario.
—¡Qué extraordinario! Creía que jamás te importaría nada que no fuera tu arte.
—El señor Gray es ahora para mí todo mi arte —dijo el pintor muy serio—. A veces creo que en la historia del mundo hay solo dos épocas importantes, Harry. La primera es la aparición de un nuevo medio para el arte y la segunda, la aparición de una nueva personalidad también para el arte. Lo que fue la invención de la pintura al óleo para los venecianos es equiparable a lo que fue el rostro de Antinoo para la escultura de las postrimerías de la civilización griega y a lo que será el rostro de Dorian Gra