Diario de un ladrón de oxígeno

Anónimo

Fragmento

cap-1

1

Me gustaba hacer daño a chicas.

Mental, no físicamente. No he golpeado a una chica en mi vida. Bueno, una vez. Pero fue un error. Ya os lo contaré luego. El caso es que me molaba. Lo disfrutaba de verdad.

Es como cuando oyes que los asesinos en serie dicen que no lo lamentan, no sienten remordimientos por todas las personas que asesinaron. Yo era así. Me encantaba. Además, no me importaba cuánto tiempo me llevase, porque no tenía prisa. Esperaba a que estuvieran enamoradas hasta las trancas de mí. A que me miraran con ojos grandes como platos. Me encantaba ver su cara de conmoción. Luego los ojos vidriosos cuando intentaban ocultar cuánto daño les estaba haciendo. Y era legal. Creo que acabé con varias. Me refiero a sus almas. Eran sus almas lo que me interesaba. Sé que anduve cerca un par de veces. Pero no os preocupéis, me llevé mi merecido. Por eso os lo estoy contando. Se hizo justicia. El equilibrio se ha restablecido. Me pasó lo mismo a mí, solo que peor. Peor porque me pasó a mí. El caso es que ahora me siento purgado. Purificado. He recibido mi castigo, conque no pasa nada si hablo de ello. Al menos eso creo yo.

Arrastré la culpa por mis crímenes durante años después de haber dejado de beber. No podía ni mirar a una chica, y menos aún creía merecer charlar con ninguna. O quizá no tenía más que miedo a que me calaran. Sea como fuere, después de entrar en Alcohólicos Anónimos estuve cinco años sin besar siquiera a una chica. De verdad. Ni siquiera tomé de la mano a ninguna.

Iba en serio.

Creo que en el fondo siempre supe que tenía un problema con la bebida. Lo que pasa es que no llegaba a reconocerlo. Bebía simplemente por el efecto que me causaba. Pero, hasta donde yo sabía, ¿no hacía todo el mundo lo mismo? Empecé a darme cuenta de que algo iba mal cuando comencé a recibir palizas. La labia siempre me metía en líos, claro. Me acercaba al tipo más grande del local, le miraba los orificios de la nariz y le llamaba maricón. Y luego, cuando me metía un cabezazo, decía: «¿A eso lo llamas tú cabezazo?». Así que el tío me golpeaba otra vez, más fuerte. La segunda vez yo no tenía tanto que decir. Una de mis «víctimas» me aplastó la cabeza contra el quemador de una cocina eléctrica. En Limerick. Villa Navajazo. Suerte tuve de salir vivo de aquella casa. Sin embargo, lo hizo porque había estado tocándole loz huevoz porque ceceaba. Igual por eso me pasé a las chicas. Era más sofisticado, ya sabéis. Y las chicas no me partían la cara. Solo se me quedaban mirando con cara de incredulidad y espanto.

Sus ojos, ¿sabéis?

Todos los fingimientos y las normas se difuminaban. Solo estábamos nosotros dos y el dolor. Todos aquellos momentos íntimos, todos los suspiritos, las suaves caricias, las veces que habíamos hecho el amor, las confidencias, los orgasmos, los intentos de alcanzar el orgasmo… no eran más que mero combustible. Cuanto más metidas estaban en el asunto, más preciosas las veía al llegar el momento.

Y vivía para ese momento.

Durante todo aquel periodo en Londres, trabajaba como autónomo en publicidad. De director artístico, un término contradictorio donde los haya. Es lo que sigo haciendo hoy en día. Curiosamente, siempre he sabido conseguir pasta. Ya cuando estudiaba bellas artes me concedieron una beca porque mi padre se acababa de jubilar, así que yo de pronto cumplía los requisitos. Y después logré un trabajo tras otro sin muchos problemas.

Nunca tuve aspecto de borracho, solo lo era, y de todos modos en aquellos tiempos la publicidad era un mundillo donde la bebida corría mucho más que hoy en día. Puesto que era autónomo, podía buscarme yo mismo la vida, por así decirlo, y me mantenía ocupado asegurándome de tener citas concertadas. En teoría, ninguna de las chicas tenía que saberlo. Se trataba de tener una lista impresionante, de modo que cuando una chica se acercaba al punto de madurez —por lo general después de tres o cuatro citas con algunas llamadas de teléfono intercaladas—, otra entraba en escena. Entonces, cuando una iba a parar al basurero, otra nueva ocupaba su lugar. Mi método no tenía nada de raro, todo el mundo lo hacía. Pero yo lo disfrutaba muchísimo. No el sexo ni la conquista siquiera, sino causar dolor.

Fue después de mi noche de locura con Pen (enseguida me extenderé sobre eso) cuando me di cuenta de que había encontrado el nicho que me correspondía en la vida. De alguna manera era capaz de atraer a esas criaturas a mi guarida. La mitad de las veces lo que intentaba era ahuyentarlas, pero causaba justo el efecto contrario. Y el que se vieran atraídas por un mierda como yo me llevaba a detestarlas aun más que si se me rieran a la cara y se largaran. Por lo que a mi aspecto respecta, no soy nada del otro mundo, pero me dicen que tengo unos ojos preciosos. Unos ojos de los que no podría brotar nada más que la verdad.

Dicen que en realidad el mar es negro y que simplemente se refleja en él el cielo azul. Lo mismo ocurría conmigo. Os permitía reflejaros en mis ojos. Ofrecía un servicio. Escuchaba y escuchaba sin parar. Os depositabais en mí.

Nunca nada me había parecido tan ideal. Si he de ser sincero, incluso hoy en día echo de menos hacer daño. No estoy curado, pero no me propongo dedicarme al desmantelamiento sistemático como antes. La bebida no la echo en falta ni la mitad. Ay, cómo me gustaría volver a hacer daño. Después de aquellos tiempos excitantes oí un refrán que parece venir al caso: «Hacer daño a la gente hace daño».

Ahora veo que estaba sufriendo y quería que otros también sufrieran. Era mi manera de comunicarme. Conocía a las mujeres la primera noche y obtenía el inevitable número de teléfono y luego, después de un par de días, para que sudaran un poquito, las llamaba y fingía estar muy nervioso. Les encantaba. Las invitaba a salir, fingía que rara vez hacía «algo así» y decía que no había salido mucho por Londres porque en realidad no conocía el ambiente. Aunque eso era verdad, porque lo único que solía hacer era ponerme ciego perdido en bares de la zona de Camberwell.

Quedábamos en alguna parte. Me gustaba Greenwich, con el río, los barcos y los pubs, claro. Y tenía una atmósfera estupenda en plan novio/novia. Bonito y respetable. Yo ya estaba medio cocido antes de encontrarnos siquiera, pero me mostraba ingenioso y encantador, juvenil y trémulo. Procurando que me sintiera cómodo, sonreían y hacían algún comentario sobre mis temblores, convencidas de que estaba nervioso porque quería causar buena impresión. Si no ingería suficiente priva, todo mi cuerpo temblaba. Tenía que pedir dos Jamesons dobles en la barra por cada media pinta. Me pimplaba los Jimmys sin que ella lo viera y luego seguía con el espectáculo.

Qué maravilla.

La verdad es que no me importaba si me las llevaba a la cama o no. Solo quería un poco de compañía mientras me ponía ciego, mientras aguardaba a que brotara en mi interior la valentía suficiente para herir. Y parecían contentas de que no intentara magrearlas. A veces lo hacía. Pero casi siempre me comportaba bastante bien. Seguía así varias citas. Entretanto, las animaba a que me hablaran de ellas.

Eso es muy importante para alcanzar luego el momento culminante. Cuanto más confiaban e invertían en ti, más profunda era la conmoción y más satisfactorio el instante al final. Así pues, me contaban las costumbres de sus perros, los nombres de sus ositos de peluche, los cambios de humor de su padre, los miedos de su madre. ¿Me gustaban los niños? ¿Cuántos hermanos y hermanas tenía? Era una comedia de situación que debía tragarme. Pero estaba bien, porque sabía que a ella iba a borrarla del guión de la serie.

Ella hablaba y hablaba sin cesar, y yo asentía. Yo arqueaba una estratégica ceja. Sonreía cuando era necesario. Me reía a carcajadas o fingía sorpresa, lo que hiciera falta. Observaba a otros conversando y registraba sus expresiones faciales. Interés: enarca una ceja y levanta o baja la otra dependiendo de la conversación.

Atracción: procura sonrojarte. No es fácil (me ayudaba acariciar pensamientos de lo que iba a hacer más tarde). Y un sonrojo por lo general provocaba otro sonrojo a cambio. Es decir, si yo lograba sonrojarme, era más que probable que ella también se sonrojara. Comprensión: fruncir la frente y asentir con suavidad. Hechizado: ladear la cabeza y ofrecer una sonrisa de disculpa. Adoptaba esas máscaras prefabricadas en el momento adecuado. Era fácil. Era divertido. Los tíos lo hacían constantemente para pillar cacho. Yo lo hacía para vengarme. Ser Cruel con las Mujeres. Esa era mi misión. Más o menos por entonces descubrí el significado de la palabra «misógino». Recuerdo haberme tronchado al caer en la cuenta de que casi llevaba el prefijo «miss».

Lo único que sé es que me sentía mejor cuando veía a otra persona sufrir. Pero, naturalmente, a menudo disimulaban cuánto daño les había hecho. Sí, era un reto en sí mismo ayudarles a exteriorizar sus sentimientos, pero también era frustrante de la leche haberse tomado tantas molestias y luego no poder disfrutar de una restitución dramática. Por eso empezó a ser necesario condensarlo todo en un momento efusivo.

Sophie era del sur de Londres. Se encargaba del vestuario de Angus Brady en la comedia ¿No te alegras de verme? La conocí en una fiesta de la Escuela de Bellas Artes de Camberwell en la que me había colado. Después de ella vino aquella diseñadora —cuyo nombre sinceramente no logro recordar— a la que sin duda hice mucho daño, porque no volvió a llamarme. Es curioso, porque aunque no volví a verla ni le oí decir una sola palabra más, supe que lo había pasado mal.

¿Cómo lo sé?

Lo sé.

Estuvo Jenny. Fue la que me tiró la cerveza a la cara. Me entusiasmó haber sido quien le provocara tanta ira.

Luego vino Emily. Pero en realidad ella no cuenta porque era tan buena como yo, si no mejor, en esto, sea lo que sea. Me enamoré de ella, más o menos. Laura apareció en torno a aquella época. Era una expublicista de un grupo musical con un culo soberbio que había sobrevivido a una hija de corta edad. Una mañana desperté y allí estaba su hija de ocho años viendo cómo intentaba desenredarme de los tentáculos pecosos de su comatosa madre. Y luego, después de que me hubiera hecho sentir tan culpable que la llevé al colegio, me quedé con la sensación de que madre e hija se aprovechaban todo lo posible de los hombres que pasaban por sus vidas. Como los americanos nativos y el búfalo, los esquimales y la foca, la madre en paro y yo.

Y la que dio pie a todo el asunto.

Penelope Arlington. Había estado saliendo con ella cuatro años y medio. Mucho tiempo. Se había portado bien conmigo. Mejor que cualquier otra chica con la que hubiera estado. Cuando le hablaba, volvía la cabeza hacia mí y parecía abandonarse al significado de mis palabras. Eso me gustaba. Fue solo mucho después cuando averigüé que era horrible en la cama. Por entonces pensé que era una descocada. No lo era. Pero es a la que más lamento haber hecho daño. ¿Por qué? Porque no se lo merecía. Tampoco es que se lo merecieran las otras, pero ella no me habría dejado si no la hubiese destrozado. Y necesitaba que me dejara porque estaba empezando a molestarme para beber.

Y una noche, sencillamente estallé. La cosa llevaba mucho tiempo a punto de explotar. Hirviendo a fuego lento, burbujeando, cociéndose…, borboteando. Me pillé una cogorza de mucho cuidado y toda esta serie de acontecimientos empezó a tintinear como una cadena. ¿Por qué habría de proponerse alguien romperle el corazón a un ser querido? ¿Por qué alguien causaría intencionadamente tanto dolor?

¿Por qué se mataba la gente entre sí?

Porque disfrutaban. ¿De verdad era tan sencillo? Para lograr partirle el alma a alguien como es debido, lo mejor es que quien lo hace haya pasado por la misma experiencia. La gente herida es más hábil para herir a la gente. Un rompecorazones experto conoce el efecto de cada incisión. El filo entra casi sin que se dé cuenta, el dolor y la disculpa infligidos al mismo tiempo.

Me había cansado de la chica con la que llevaba saliendo cuatro años y medio. La quería. Eso fue lo más horrible de lo que os voy a contar. Existe la posibilidad de que esté por ahí leyendo esto ahora mismo. El resto de vosotros mirad hacia otra parte; lo siguiente es solo para ella.

Pen, lo siento mucho. Necesitaba hacerte daño. Sabía que lo nuestro estaba acabando. Sabía que habías empezado a despreciarme. Intentabas ocultar cómo te sentías, pero se te notaba en la cara. Asco. Empecé a detestarte por no tener el valor de decirme lo que de verdad pensabas de mí. Así que tuve que tomar una decisión por ti.

Ahora ya podéis volver a mirar los demás.

Era un viernes por la noche en un pub de Victoria Park. Acabé de trabajar temprano. Era la enésima agencia de publicidad donde el enésimo puñado de conceptos había sido machacado por el enésimo director creativo torpe. De una cosa estaba seguro: tenía que pillarme una cogorza de campeonato, así que empecé a trasegar pintas de cerveza a un ritmo alarmante.

El camarero, lleno de arrugas, parecía preocupado. Luego whisky. Para las siete y media de la tarde estaba dando tumbos. Había quedado con Penelope a las ocho. Tuve que llevar la bicicleta andando hasta donde habíamos quedado. En otro pub, naturalmente.

Ira. Aburrimiento. Ebriedad. Una mala combinación. Empecé con algo parecido a:

—¿Cómo puedo echar por la borda cuatro años?

Su mirada burlona vino seguida por una evasiva en forma de:

—¿Te gusta mi blusa nueva?

—Parece. Un. Mantel.

Mirada dolida, seguida por:

—¿Otra?

Más priva. Eso solía dar resultado.

—¿Novia? Sí, por favor.

Ahora no tan dolida como aburrida. Paseó la mirada por el pub. Silencio.

Luego dijo:

—Vamos a otro sitio.

Eso también solía dar resultado. Pero decidí que esa noche no iba a darlo. Esa noche no. Esa noche íbamos a ir hasta el final. Esto no era más que el perímetro, los primeros sacos de arena de la defensa. Mi grupo de gráciles terroristas emocionales sortearon con malicia semejantes insultos a su entrenamiento.

—Claro. Vamos a algún otro sitio.

Hice propósito de no decir nada entre ese pub y el siguiente. Tuve éxito. Ahora ella estaba temblando. Insegura. Yo también temblaba. De emoción. Pidió unas bebidas en la barra. Y una mierda iba a pagarlas yo, y además busqué sitio en una mesa circular, comiéndome con los ojos a otras chicas. Se dio cuenta. Esa era mi intención. Aun así, no reaccionaba. Había en juego cuatro años y medio. Buenos, en su mayor parte. ¿Por qué no iba ella a permitirme tener una noche chunga? Pero eso era lo más excitante. Ya me había decidido. Y ella no podía saber lo que tenía en la cabeza. Una imagen mía dándome un revolcón con aquella zorra de piel blanca y venas azules y con un solo pecho. Sabía que podía dejar a Pen paralizada. Probablemente ella también podría dejarme paralizado a mí, pero no iba a hacer nada semejante porque yo se lo iba a hacer a ella antes.

Pero ¿por qué? Sabía que no tenía sentido. La quería a mi manera. Mucho. Era preciosa, divertida y cariñosa, pero yo estaba aburrido, muy aburrido. Tenía que pensar en otras chicas para que se me pusiera dura. No quería emprender el largo y arduo camino hasta su orgasmo, por no hablar del mío. Temía tocarla por si lo interpretaba como una solicitud de sexo. Así pues, para sentir algo entre tanto entumecimiento, decidí perpetrar en mi alma y en la suya el equivalente a apagar cigarrillos en mis entumecidas extremidades. Tenía la esperanza de que si experimentaba dolor, lo agradecería como un indicio de vida.

O igual sencillamente estaba borracho.

En cualquier caso, había tomado una decisión firme.

—Esta es la cara que pongo cuando finjo escuchar tu coñazo de conversación.

Adopté mi expresión más dulce, los inocentes ojos azules dilatados de pseudointerés, la misma expresión que había utilizado con mis profesores. Pen me miró con recelo. Eso era nuevo. Volví la cara, como un imitador que se preparase para hacer su siguiente personaje.

—Esta es la cara que pongo cuando finjo estar enamorado de ti.

La miré tiernamente pero con respeto, como tantas veces había hecho, y además de corazón. Incluso ahora lo hacía de corazón, pero solo porque quería que resultara convincente.

—Espera. ¿Qué más? Ah, sí. Esta es la cara que pongo cuando finjo que eres aunque solo sea un poquito ingeniosa para poder pillar cacho luego.

Y eché la cabeza hacia atrás en una carcajada al tiempo que la ladeaba un poco y lanzaba una mirada furtiva por el rabillo del ojo. Lo siento, chicas. Los tíos también sabemos todo esto. Ella empezaba a verse el percal. Sus ojos perdieron brillo. Podía echarle una mano con eso.

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