1
Rover miró fijamente el blanco suelo de hormigón de aquella celda rectangular de once metros cuadrados. Mordió con fuerza presionando sobre el diente de oro que sobresalía ligeramente en la mandíbula inferior. Había llegado a la parte difícil de la confesión. El único sonido que se apreció en la celda fue el de sus uñas rascando la Virgen que llevaba tatuada en el antebrazo. El joven sentado con las piernas cruzadas en la cama situada frente a él había permanecido en silencio desde que Rover había entrado. Se limitaba a asentir y sonreír con una sonrisa satisfecha de Buda a la vez que mantenía la mirada fija en un punto de la frente de Rover. Le llamaban Sonny y se decía que había asesinado a dos personas cuando era adolescente, que su padre había sido un policía corrupto y que tenía ciertos dones especiales. No resultaba fácil determinar si el chico le estaba prestando atención: sus ojos verdes y la mayor parte de su rostro se escondían tras el largo y sucio cabello, pero aquello no tenía importancia. Lo único que Rover deseaba era la absolución de sus pecados y la bendición de rigor para poder salir al día siguiente por la puerta de la Prisión Estatal de Alta Seguridad con la sensación de haber sido redimido. No es que Rover fuera un hombre religioso. Sin embargo, eso tampoco le haría ningún daño cuando tenía de veras la intención de cambiar las cosas, de intentar honestamente llevar una vida normal. Rover respiró hondo.
—Creo que era bielorrusa. Minsk está en Bielorrusia, ¿no?
Rover alzó la mirada brevemente, pero el chico no contestó.
—Nestor la llamaba Minsk —continuó Rover—. Y me dijo que tenía que pegarle un tiro.
La ventaja de confesarse a alguien que tenía el cerebro tan destrozado era que, obviamente, no se le quedaba ningún nombre ni suceso. Era como contarse las cosas a uno mismo. Seguramente ese era el motivo por el que los que cumplían sentencia en la prisión estatal preferían a aquel joven antes que al capellán o al psicólogo.
—Nestor la mantenía a ella y a otras ocho chicas enjauladas en Enerhaugen. Europeas del Este y asiáticas. Muy jóvenes. Adolescentes. Al menos espero que lo fueran. Minsk, sin embargo, era algo mayor. Más fuerte. Consiguió escaparse. Pudo llegar hasta el parque de Tøyen antes de que el perro de Nestor la pillara. Uno de esos dogos argentinos. ¿Sabes cuáles son?
La mirada del chico ni se inmutó, pero levantó la mano. Se tocó la barba. Empezó a mesársela lentamente con los dedos. La manga de su sucia camisa varias tallas grande se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto costras y marcas de pinchazos. Rover prosiguió:
—Son unos putos perros albinos enormes. Matan a todo aquello que el dueño les señale. Y tampoco hace falta que se lo señalen. En Noruega son ilegales, claro. Una perrera de Rælingen los importa de Chequia registrándolos como bóxers blancos. Nestor y yo fuimos allí a comprarlo cuando era un cachorro. Más de cincuenta papeles en efectivo. Pero era tan jodidamente mono que nunca te habrías imaginado que…
Rover se detuvo de repente. Era consciente de que estaba hablando sin parar del perro para posponer lo que había venido a hacer.
—En cualquier caso…
En cualquier caso… Rover se miró el tatuaje del otro antebrazo. Una catedral con dos chapiteles. Uno por cada sentencia cumplida. En cualquier caso, nada de eso tenía que ver con la confesión de ese día. Había estado suministrando armas de fuego a una banda de moteros, algunas de las cuales había modificado en su taller de motos. Se le daba muy bien. Demasiado bien. Tanto que finalmente había llamado demasiado la atención y había terminado siendo detenido. Y en cualquier caso se le daba tan bien que, después de cumplir la primera condena, Nestor lo había acogido bajo su ala protectora. Se encargó de comprar sus servicios en exclusiva para que sus hombres —y no aquellos moteros y demás competidores— se hicieran con las mejores armas. Le pagó más por el trabajo de un par de meses de lo que Rover ganaría durante toda su vida en el taller de motos. Sin embargo, Nestor pidió mucho a cambio. Demasiado.
—Estaba tirada en el bosquecillo. La sangre le salía a chorros. Estaba allí tirada, completamente inmóvil, mirándonos. El perro le había arrancado un trozo de la cara y sus dientes estaban al descubierto. —Rover torció el gesto. Venga, al grano—. Nestor nos dijo que ya era hora de dar una buena lección, de demostrarles a las demás chicas lo que podía pasarles. Y que, de todas formas, Minsk ya no tenía ningún valor ahora que su rostro estaba… —Rover tragó saliva—. Entonces me lo pidió. Acabar con ella. Eso serviría para demostrar mi lealtad, ¿entiendes? Yo llevaba una antigua pistola Ruger MK II a la que le había hecho algunos arreglillos. Y quería hacerlo. Realmente quería hacerlo. No fue eso…
Rover notó que se le formaba un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces había pensado en aquello, repasando cada segundo de aquella noche en el parque de Tøyen, reviviendo el episodio de la chica una y otra vez, con Nestor y él mismo en los papeles protagonistas y todos los demás en calidad de testigos silenciosos? Incluso el perro estaba callado. ¿Cientos de veces? ¿Miles? Y aun así no fue hasta ese momento, en que por primera vez lo contaba en voz alta, cuando se dio cuenta de que no había sido un sueño, sino que ocurrió realmente. O mejor dicho, era como si su cuerpo no lo hubiera comprendido hasta entonces. Por eso sintió que el estómago se le revolvía. Rover respiró hondo por la nariz para mitigar las náuseas.
—Pero no fui capaz de hacerlo. A pesar de saber que ella iba a morir de todas formas. Ellos ya estaban preparados con el perro, y yo pensé que ella habría preferido una bala. Pero fue como si el gatillo estuviera pegado con cemento. Simplemente no fui capaz de apretarlo.
El chico parecía asentir débilmente. O bien en respuesta a lo que le estaba contando Rover, o bien al son de la música que oía en el interior de su cabeza.
—Nestor dijo que no podíamos quedarnos esperando una eternidad… Al fin y al cabo nos encontrábamos en un parque público. Entonces sacó un pequeño cuchillo curvo de la funda que llevaba sujeta a la pantorrilla, dio un paso adelante, la cogió del pelo, le levantó un poco la cabeza y simplemente deslizó la hoja del cuchillo por su cuello. Como si estuviera destripando pescado. La sangre salió a borbotones unas tres o cuatro veces, y después ella se vació. Pero ¿sabes qué es lo que mejor recuerdo? El perro. Cómo empezó a aullar al ver brotar la sangre.
Rover se inclinó hacia delante en la silla y colocó los codos sobre las rodillas. Se tapó las orejas con las manos mientras se balanceaba de un lado para otro.
—Yo no hice nada. Solo me quedé mirando. No hice una mierda. Me quedé mirando mientras la envolvían en una manta y la cargaban hasta el coche. La llevamos al bosque, a Østmarksetra, y arrojaron su cuerpo por la parte que da al lago de Ulsrud. Es un lugar al que la gente lleva a pasear al perro, así que la encontraron al día siguiente. El caso es que Nestor quería que la encontraran, ¿entiendes? Quería que salieran fotos de ella en los periódicos que mostraran lo que le había ocurrido. Para enseñárselo a las demás chicas.
Rover apartó sus manos de las orejas.
—Dejé de dormir porque en cuanto cerraba los ojos solo tenía pesadillas. Solo veía a la chica sin mejilla que me sonreía con la dentadura al descubierto. Por eso le dije a Nestor que tenía que dejar aquello. Le dije que ya había tenido bastante de recortar los Uzi y las Glock, que lo único que quería era volver a arreglar motos. Llevar una vida tranquila sin estar pensando en la pasma todo el tiempo. Nestor me dijo que estaba bien. Supongo que comprendió que, en el fondo, yo no tenía talante de tipo duro. Pero me explicó con pelos y señales lo que me esperaba si se me ocurría chivarme. Pensé que todo estaba en orden y empecé a llevar una vida normal. Rechacé todas las ofertas, aunque todavía guardaba algunas Uzi de puta madre. Aun así tenía la sensación constante de que algo malo se estaba cociendo, ¿entiendes? Que me iban a despachar. De hecho, casi me sentí aliviado cuando la pasma me detuvo y me metió en la trena a buen recaudo. Se trataba de un viejo asunto en el que tuve un papel secundario: detuvieron a dos tipos que contaron que fui yo quien les había suministrado las armas. Confesé de inmediato.
Rover rio con fuerza. Tosió. Se inclinó en la silla.
—Dentro de dieciocho horas saldré de aquí. No sé qué coño me espera. Lo único que sé es que Nestor sabe que voy a salir, aunque cuatro semanas antes de lo previsto. Él conoce todos los pormenores de lo que pasa aquí dentro y lo que pasa con la pasma. Así que creo que si hubiese querido acabar conmigo podría haberlo arreglado aquí en la cárcel en vez de esperar a que saliera. ¿Tú qué opinas?
Rover esperó. Silencio. El chico no parecía opinar absolutamente nada al respecto.
—En fin… —dijo Rover—. Una pequeña bendición no puede hacerme ningún daño, ¿verdad?
Al oír la palabra «bendición» se encendió una luz en la mirada del joven, que alzó la mano derecha indicándole a Rover que se acercara y se pusiera de rodillas. Rover se arrodilló sobre la pequeña alfombra que había junto a la cama. Franck no dejaba que ningún otro recluso colocara alfombras en su celda; en la prisión estatal se aplicaba el modelo suizo, el cual no permitía ningún objeto superfluo en las celdas. El número de pertenencias personales estaba limitado a veinte. Por ejemplo, si querías un par de zapatos, tenías que renunciar a dos calzoncillos o a dos libros. Rover examinó el rostro del chico, que se humedeció los labios resecos y cortados con la punta de la lengua. Su voz sonó sorprendentemente aguda y, aunque sus palabras salían de modo lento y como en susurros, su dicción era clara:
—Que el Dios que rige la tierra y el cielo se apiade de ti y te absuelva de tus pecados. Vas a morir, pero tu alma redimida irá al paraíso. Amén.
Rover inclinó la cabeza. Sintió la mano izquierda del otro sobre su cráneo rapado. El chico era zurdo, pero en ese caso concreto no había que ser un genio de las estadísticas para saber que su esperanza de vida sería menor que la de cualquier diestro. La sobredosis podía producirse al día siguiente o al cabo de diez años. Nadie podía saberlo. Pero Rover no creía lo que contaban sobre los poderes curativos de la mano izquierda del joven. En el fondo, tampoco creía en aquel asunto de la bendición. Entonces ¿qué estaba haciendo allí?
Bueno. La religión era como un seguro de incendios: nunca piensas que lo vas a necesitar en realidad, pero cuando la gente dice que el chico está dispuesto a asumir la carga de tus pecados y sufrimientos, ¿por qué no vas a aceptar esa tranquilidad espiritual?
Lo que más se preguntaba Rover era cómo era posible que un tipo como él hubiera matado a sangre fría. A Rover no le cuadraba ese hecho, sencillamente. Tal vez fuera verdad lo que decían: que el diablo se presenta bajo múltiples disfraces.
—Salam aleikum —dijo la voz al retirar la mano.
Rover permaneció arrodillado con la cabeza inclinada. Se pasó la lengua por la lisa superficie posterior del diente de oro. ¿Ya estaría preparado? ¿Preparado para recibir a su creador, si eso era lo que le deparaba el destino? Alzó la cabeza.
—Sé que nunca pides ninguna compensación económica, pero…
Miró el pie desnudo del chico, plegado bajo su cuerpo. Vio las marcas de pinchazos en la gruesa vena del empeine.
—La última vez cumplí condena en Botsen y allí era fácil conseguir droga, no problem. No es una prisión de alta seguridad. Dicen que Franck ha conseguido eliminar todos los escondrijos de aquí. Pero… —Rover se metió la mano en el bolsillo—. No es cierto del todo.
Sacó un objeto del tamaño de un teléfono móvil: un artefacto dorado con forma de pistola en miniatura. Rover apretó el diminuto gatillo. Por la boca salió una pequeña llama.
—¿Has visto alguna vez uno de estos? Sí, estoy seguro de que sí. Los oficiales que me cachearon al llegar también los habían visto. Me dijeron que vendían cigarrillos baratos de contrabando si estaba interesado. Y dejaron que me quedara con este mechero. Supongo que no habían leído mi historial. ¿No te resulta extraño que este país siga funcionando cuando ves de qué forma tan chapucera trabaja la gente?
Rover sopesó el mechero en la mano.
—Fabriqué dos ejemplares de estos hace ocho años. No creo estar exagerando si digo que nadie en este país podría haber hecho un trabajo mejor. El encargo me llegó a través de un intermediario. Dijo que su cliente quería un arma de fuego que ni siquiera tuviera que ocultar, algo que aparentase ser otra cosa. Entonces inventé este cacharro. Es curioso cómo funciona la mente de las personas. Naturalmente, lo primero que piensan cuando lo ven es que se trata de una pistola. Sin embargo, en cuanto les muestras su utilidad como mechero desechan por completo el primer pensamiento. Se plantean la posibilidad de que también pueda servir como cepillo de dientes o como destornillador, pero de ninguna manera como arma. Pues bien…
Rover desenroscó un tornillo situado en la parte inferior del mango.
—Lleva dos balas de nueve milímetros. Lo bauticé con el nombre de «Mataesposas». —Rover apuntó al chico—. Una para ti, cariño… —Después apuntó a su propia sien—. Y otra para mí…
La risa de Rover sonó de un modo extrañamente desolado en aquella minúscula celda.
—En fin… La verdad es que solo iba a fabricar uno. El cliente no quería que nadie más conociera mi invento secreto. Pero hice otro más. Y me lo traje como medida preventiva en caso de que Nestor mandara a alguien a por mí mientras estaba aquí. Pero puesto que saldré mañana, y ya no voy a necesitarlo más, es tuyo. Y aquí…
Rover sacó un paquete de tabaco del otro bolsillo.
—Sería raro que tuvieras un mechero pero no cigarrillos, ¿verdad?
Arrancó el plástico de la parte superior del paquete y lo abrió. Luego sacó una tarjeta de visita amarillenta en la que ponía «Taller de motos Rover» y la metió dentro del paquete.
—Aquí tienes mi dirección por si necesitas arreglar alguna moto. O conseguir un maldito Uzi. Como ya te he dicho, aún me queda alguno…
La puerta se abrió y una voz dijo con un rugido:
—¡Fuera, Rover!
Rover se giró. El guardia que estaba en el umbral llevaba los pantalones caídos a causa del enorme manojo de llaves que le colgaba del cinturón, parcialmente oculto por la tripa que sobresalía por encima como si se tratara de masa de pan hinchándose por efecto de la levadura.
—Su santidad tiene visita. Puede decirse que de un pariente cercano. —Se rio entre dientes mientras se giraba hacia el hombre que tenía detrás—. Sin ánimo de ofender, ¿eh, Per?
Rover metió la pistola y el paquete de tabaco debajo de la colcha de la cama del joven, se levantó y lo miró por última vez. A continuación salió rápidamente.
El capellán se colocó bien el nuevo alzacuello blanco que nunca parecía ajustarse como era debido. «Un pariente cercano. Sin ánimo de ofender, ¿eh, Per?» Lo que más le apetecía era escupir la cara rechoncha y sebosa del guardia. Sin embargo, saludó amablemente con la cabeza al recluso que salía de la celda fingiendo reconocerlo. Observó los tatuajes del antebrazo. Una Virgen y una catedral. Pero no, a lo largo de todos aquellos años había visto demasiados rostros y tatuajes como para ser capaz de distinguirlos.
El capellán entró. Olía a incienso, o a algo parecido a incienso. Tal vez a droga quemada.
—Buenos días, Sonny.
El joven que había en la cama no alzó la mirada, pero asintió lentamente. Per Vollan supuso que era una señal de que le había registrado, reconocido. Aceptado.
Se sentó en la silla y experimentó cierto malestar al descubrir que el asiento conservaba el calor del otro hombre. Dejó la Biblia que traía sobre la cama, junto al chico.
—Hoy he llevado flores a la tumba de tus padres —dijo—. Sé que no me lo has pedido, pero…
Per Vollan intentó captar la mirada del joven. Él mismo tenía dos hijos; ambos ya eran adultos y habían abandonado el nido. Como él había hecho antes. La diferencia radicaba en que sus hijos eran bienvenidos si querían regresar.
Ante el tribunal, uno de los testigos que presentó su abogado defensor declaró que Sonny había sido un alumno ejemplar, un luchador de mucho talento, popular, siempre dispuesto a ayudar. Es más, el muchacho incluso había expresado su deseo de ser policía como su padre. Pero después de que encontraran a su padre muerto junto a una nota de suicidio en la que admitía haber estado involucrado en varios casos de corrupción, Sonny no volvió al colegio. El capellán intentó imaginarse la vergüenza que sentiría un chaval de quince años. Intentó imaginarse la vergüenza que sus propios hijos sentirían si algún día descubrían lo que había hecho su padre. Se ajustó el alzacuello.
—Gracias —dijo el chico.
Per advirtió que tenía un aspecto extrañamente juvenil. Debía de rondar ya la treintena. En efecto. Ya llevaba doce años encerrado e ingresó con dieciocho. Tal vez toda la droga que se metía había impedido que envejeciera, como una momia, y que solamente le siguiera creciendo el pelo y la barba mientras sus inocentes ojos azules seguían contemplando el mundo con asombro. Un mundo vil. Lleno de maldad. Per Vollan llevaba más de cuarenta años como capellán de prisiones y había visto cómo el mundo se envilecía cada vez más. Y la maldad era como una célula cancerígena que se extendía y atacaba a las células sanas, envenenándolas con su mordisco de vampiro y reclutándolas para sus labores depravadas. Y ninguna se libraba tras haber sido mordida. Ninguna.
—¿Cómo estás, Sonny? ¿Fue bien tu día de permiso? ¿Pudisteis ver el mar?
Sin respuesta.
Per Vollan carraspeó.
—El guardia me ha dicho que pudisteis ver el mar. Tal vez hayas leído en los periódicos que al día siguiente encontraron a una mujer asesinada muy cerca del lugar donde estuvisteis. La encontraron en la cama de su casa. Su cabeza estaba… bueno. Puedes leer los detalles aquí… —Dio unos golpecitos con el índice sobre la dura tapa de la Biblia—. El guardia ya ha entregado un informe diciendo que te esfumaste cuando estabais junto al mar y que te volvió a encontrar una hora más tarde junto a la carretera. Que te negaste a explicar dónde habías estado. Es importante que no digas nada que contradiga su versión, ¿lo entiendes? Di lo menos posible, como siempre. ¿De acuerdo? ¿Sonny?
Per Vollan consiguió establecer contacto visual con el joven. Su mirada no delató nada sobre lo que ocurría en su cabeza, pero estaba bastante convencido de que Sonny Lofthus seguiría las instrucciones recibidas: no diría nada innecesario ni a los investigadores ni al fiscal. Se limitaría a pronunciar un «sí» simple y claro cuando le preguntaran si se declaraba culpable. Porque, aunque suene paradójico, en ocasiones Vollan percibía en aquel drogadicto una intención, una voluntad, un instinto de supervivencia que le distinguía de los demás, de aquellos que siempre habían ido a la deriva, que jamás habían tenido otros objetivos en la vida, cuyo deambular sin rumbo siempre les había arrastrado hasta aquel lugar.
Esa voluntad podía manifestarse en forma de una súbita claridad en la mirada, una pregunta que revelaba que estaba presente, que lo había oído y comprendido todo. O incluso en la manera en que a veces se levantaba de repente, con una coordinación, un equilibrio y una agilidad que no eran habituales entre los consumidores de larga duración. En otras ocasiones, como ahora, no era fácil determinar si había registrado algo.
Vollan se removió en la silla.
—Naturalmente, eso implica que no podrás disfrutar de nuevos permisos durante un buen tiempo. De todos modos, tampoco estás muy a gusto fuera de aquí, ¿verdad? Y además ya has visto el mar.
—Era un río. ¿Fue el marido?
El capellán se estremeció. Como cuando algo inesperado irrumpe a través de la oscura superficie de agua que tienes delante.
—No lo sé. ¿Es importante?
No hubo respuesta. Vollan suspiró. Volvió a sentir náuseas. Últimamente las sufría de vez en cuando. Tal vez debería pedir cita con el médico y hacerse un chequeo.
—No pienses en eso, Sonny. Lo único que importa es que ahí fuera la gente como tú tiene que buscarse la vida para conseguir el siguiente chute, mientras que aquí dentro se encargan de todo por ti. Y recuerda: el tiempo pasa. Una vez que cumplas tus viejas sentencias, no tendrás ningún valor para ellos. Pero con este asesinato se te prolongará la condena.
—Así que fue el marido. ¿Es rico?
Vollan señaló la Biblia.
—La casa en la que entraste está descrita aquí. Parece grande y bien equipada. Pero la alarma que debía velar por su bienestar no estaba conectada. La puerta ni siquiera estaba cerrada con llave. Su nombre es Morsand. El armador que lleva un parche en el ojo. Le has visto en los periódicos, ¿no?
—Sí.
—¿De veras? No pensé que tú…
—Sí, yo la maté. Sí, voy a leer todo lo referente a cómo lo hice.
Per Vollan respiró hondo.
—Bien. Hay ciertos detalles relacionados con la forma en que fue asesinada que debes memorizar.
—De acuerdo.
—Le… cortaron la parte superior de la cabeza. Tuviste que emplear una sierra, ¿comprendes?
Tras aquellas palabras se produjo un largo silencio que Per Vollan consideró llenar con vómito. Prefería vomitar a tener que pronunciar esas palabras. Miró al joven. ¿Cuáles eran los factores que determinaban el devenir de una vida? ¿Existía una secuencia de sucesos aleatorios que uno no podía controlar, o más bien había una fuerza gravitatoria cósmica que lo llevaba todo en la dirección predestinada? Se aflojó un poco el nuevo alzacuello, tan extrañamente tieso, colocándolo por debajo de la camisa. Reprimió las náuseas y se armó de valor. Pensó en todo lo que había en juego.
Se levantó.
—Si necesitas ponerte en contacto conmigo, me alojo en la pensión de la plaza de Alexander Kielland.
Advirtió la mirada interrogante del joven.
—Es algo temporal, claro. —Rio brevemente—. Mi mujer me echó de casa, y como conozco a la gente de la pensión me…
Se detuvo de golpe. Comprendió por qué tantos reclusos acudían a ese joven para hablar. Era el silencio. El absorbente vacío del que solo escucha, sin reacciones ni censuras. De alguien que, sin hacer nada, te sonsaca las palabras y tus secretos. Como capellán había tratado de conseguir lo mismo, pero era como si los reclusos se olieran que tenía una intención oculta. No sabían cuál, tan solo que él quería obtener algo apoderándose de sus secretos, accediendo a su alma a fin de recibir más adelante una posible recompensa en el cielo por sus servicios.
El capellán observó cómo el chico abría la Biblia. Se trataba de un truco tan clásico que hasta resultaba cómico: un agujero en las páginas donde se hallaban plegados los papeles que contenían las instrucciones que necesitaba para realizar la confesión. Y las tres bolsitas de heroína.
2
Arild Franck exclamó un breve «¡Adelante!» sin levantar la vista de los papeles.
Oyó que alguien entraba por la puerta. Ina, la secretaria de la antesala de su despacho, ya le había anunciado su llegada, y durante un instante el director adjunto del centro penitenciario consideró la posibilidad de pedirle que le dijera al capellán que estaba ocupado. Tampoco se trataba de una mentira: media hora después tenía una reunión en la comisaría con el jefe de policía. Pero últimamente Per Vollan no se había mostrado tan estable como debería, y valdría la pena comprobar que seguía más o menos en sus cabales. En la situación actual no cabían errores por parte de ninguno de ellos.
—No es necesario que te sientes —dijo Arild Franck mientras firmaba uno de los documentos que tenía en el escritorio y luego se levantaba—. Acompáñame y cuéntame de qué se trata por el camino.
Se dirigió hacia la puerta, cogió la gorra de plato del perchero y oyó el sonido de los pies del capellán arrastrándose detrás de él. Arild Franck informó a Ina de que estaría de vuelta en una hora y media, y después presionó el dedo sobre el sensor de huellas dactilares que había junto a la puerta de las escaleras. El centro penitenciario estaba distribuido en dos plantas sin ascensor. El motivo era que los ascensores implicaban la existencia de respiraderos que podrían servir de posibles vías de escape y era preciso cerrarlos en caso de incendio. Y los incendios, con la consiguiente evacuación de urgencia, eran solo uno de los muchos métodos empleados por los reclusos más avispados para fugarse. Por el mismo motivo, todos los cables, cajas de fusibles y tuberías de agua estaban instalados de manera que fueran inaccesibles para los reclusos: en el exterior del propio edificio o incrustados en las paredes. Allí dentro había que pensar en todo. Y él había pensado en todo. Había colaborado con los arquitectos y los expertos internacionales en centros penitenciarios cuando diseñaron la Estatal. De hecho, el modelo había sido la prisión de Lenzburg, en el cantón suizo de Argovia; un centro hipermoderno, aunque sencillo y con énfasis en la seguridad y la eficiencia antes que en el confort. Fue él, Arild Franck, quien creó la Estatal. La Estatal era Arild Franck y viceversa. Por qué él era solo el adjunto mientras que aquel capullo de la prisión de Halden había sido nombrado director, era algo que habría que preguntarles a los hijos de puta de la comisión de nombramientos. De acuerdo, podía ser un poco brusco y tampoco era el típico funcionario que les lamía el culo a los políticos y aplaudía cada vez que se les ocurría una nueva y brillante idea sobre cómo reformar la administración penitenciaria antes de terminar de implementar la reforma anterior. Sin embargo, conocía bien el oficio: mantener a la gente encerrada sin que enfermaran, murieran o se convirtieran en seres humanos mucho más miserables. Además era leal a los que se merecían su lealtad y cuidaba de los suyos. No se podía decir lo mismo de la gran mayoría de sus superiores dentro de la jerarquía policial, completamente podrida por dentro. Antes de ser ninguneado para el puesto de director, Arild Franck se había imaginado un busto suyo en el vestíbulo de la prisión cuando se retirara, aunque su mujer le había comentado que no creía que su torso sin cuello, su rostro de bulldog y esas greñas fueran lo más apropiado para un busto. Pero, en fin, si uno no recibía lo que merecía, debía procurar obtenerlo él mismo. Aquella era su opinión al respecto.
—No puedo seguir haciendo esto —dijo Per Vollan detrás de él mientras avanzaban por el pasillo.
—¿Hacer el qué?
—Soy capellán. Lo que estamos haciéndole al chico… ¡Obligarle a cumplir condena por cosas que no ha hecho! ¡Cumplir condena por un marido que…!
—¡Cállate!
En el exterior de la sala de control —o «el puente de mando», como le gustaba llamarla a Franck— se cruzaron con un anciano que dejó la fregona para saludar amablemente con la cabeza a Franck. Johannes era el interno de más edad de la prisión, y además un recluso del gusto de Franck. Un alma gentil que durante el siglo anterior había traficado con algo de droga y que con los años se había asimilado, acoplado y vuelto pasivo, hasta el punto de que lo único que temía era el día que tuviera que salir de allí. Aunque, lamentablemente, los reclusos como él no representaban ningún desafío para una prisión como la Estatal.
—¿Tienes cargo de conciencia, Vollan?
—Sí, sí que lo tengo, Arild.
Franck no recordaba exactamente cuándo los subordinados habían empezado a emplear el nombre de pila para dirigirse a un superior. Ni cuándo los directivos de prisiones habían empezado a vestir ropa de calle en lugar del uniforme. En algunos lugares incluso los propios carceleros iban de calle. Durante los disturbios de la cárcel de Francisco de Mar, en São Paulo, los funcionarios acabaron tiroteando a los suyos ya que, en medio de la humareda provocada por los gases lacrimógenos, no fueron capaces de distinguirlos de los reclusos.
—Quiero dejarlo —jadeó el capellán.
—¡No me digas! —Franck bajaba las escaleras a paso acelerado. Estaba en buena forma para ser alguien a quien le quedaban menos de diez años para jubilarse. Porque hacía ejercicio. Otra de sus muchas virtudes, de la que se habían olvidado dentro de un sector en el que el sobrepeso se estaba convirtiendo en la regla, no en la excepción. ¿Acaso no había sido entrenador del equipo de natación de su hija? ¿No se había prestado a hacer trabajos comunitarios durante su tiempo libre, devolviendo así a la sociedad todo lo que esta brindaba a tantas personas? ¡Cómo se atrevían a ningunearlo!—. ¿Y cómo anda tu conciencia en lo que atañe a los chavales de los que, según las pruebas de que disponemos, has estado abusando, Vollan?
Franck pulsó el sensor que había junto a la siguiente puerta, la cual llevaba al pasillo del ala oeste, que a su vez conducía a las celdas de la zona este, los vestuarios de los empleados y la salida al aparcamiento.
—Creo que deberías considerarlo así: Sonny Lofthus también está pagando por tus pecados, Vollan.
Una nueva puerta, un nuevo sensor. Franck puso el dedo índice sobre él. Le entusiasmaba este invento que había sido importado de la cárcel de Obihiro, en Kushiro, Japón. En vez de repartir llaves que podían perderse, copiarse y hacer mal uso de ellas, las huellas dactilares de todo el personal autorizado eran registradas en una base de datos. No solo se eliminaba el riesgo del manejo descuidado de las llaves, sino que también se podía registrar quién y cuándo había pasado por cada puerta. Es verdad que había cámaras de vigilancia, pero los rostros siempre podían ocultarse. Las huellas dactilares, no. La puerta se abrió con un sonido sibilante y entraron en una esclusa.
—Te estoy diciendo que ya no puedo seguir haciéndolo, Arild.
Franck se llevó un índice a los labios. Además de las cámaras de vigilancia que cubrían la mayor parte de la prisión, habían instalado en la esclusa un sistema de habla y escucha para contactar con la sala de control en caso de que no pudieran avanzar por alguna razón. Salieron del compartimento y siguieron hacia los vestuarios, donde los empleados disponían de duchas y de una taquilla privada para guardar la ropa y otros objetos personales. Según Franck, no era necesario —más bien todo lo contrario— que los funcionarios supieran que el director adjunto disponía de una llave maestra que permitía abrir todas las taquillas.
—Pensé que tenías claro con quién estabas tratando cuando te metiste en esto —dijo Franck—. No puedes abandonar sin más. Para esa gente la lealtad es una cuestión de vida o muerte.
—Ya lo sé —dijo Per Vollan mientras sus jadeos iban adquiriendo un desagradable tono áspero—. Pero yo estoy hablando de vida eterna o muerte.
Franck se detuvo delante de la puerta de salida y echó un rápido vistazo a su izquierda, a la zona de las taquillas, para asegurarse de que estaban solos.
—Sabes el riesgo que corres, ¿no?
—No voy a decir ni una palabra a nadie. Sabe Dios que digo la verdad. Eso es lo que quiero que les comuniques, Arild. Que seré una tumba, que tan solo quiero dejarlo. ¿Me puedes sacar de esto?
Franck bajó la mirada. Miró el sensor. Salida. Solo había dos salidas. Aquella, la de la parte de atrás, y la delantera, a través de la recepción. No había conductos de ventilación, ni cortafuegos, ni alcantarillas en cuyo interior cupiera un cuerpo humano.
—Tal vez —dijo, colocando el dedo en el sensor.
Una pequeña luz roja situada en la parte superior del pomo de la puerta parpadeó para indicar que se estaba realizando una búsqueda en la base de datos. Se apagó y entonces se iluminó una luz verde. Franck abrió la puerta empujándola. Le cegó el intenso sol del verano y sacó las gafas de sol mientras atravesaban el enorme aparcamiento.
—Les diré que quieres dejarlo —dijo Franck mientras buscaba las llaves del coche y entornaba los ojos mirando hacia la garita de vigilancia.
En el interior había dos guardias armados durante las veinticuatro horas del día. Tanto la vía de entrada como la de salida contaban con barreras de acero que ni el nuevo Porsche Cayenne de Arild Franck podría franquear. Probablemente podría hacerlo un Hummer H1, el coche que hubiera querido comprarse en realidad, pero que era demasiado ancho para la estrecha entrada diseñada precisamente a fin de impedir el paso de los vehículos grandes. También pensando en este tipo de vehículos se habían colocado unas barricadas de acero en el interior de la valla de seis metros de altura que rodeaba el centro penitenciario. Franck había pedido que se electrificara, pero su solicitud fue rechazada a causa de la ubicación de la prisión. La Estatal se hallaba en plena ciudad de Oslo, con lo que podrían resultar perjudicados civiles inocentes. Inocentes, lo que se dice inocentes… Para acercarse a la valla desde la calle tendrían primero que escalar un muro de cinco metros de altura rematado con alambre de espino.
—¿Adónde vas, a todo esto?
—A la plaza de Alexander Kielland —dijo Per Vollan esperanzado.
—Lo siento —dijo Arild—. No entra en mi ruta.
—No hay problema, el autobús para justo delante.
—Bien. Tendrás noticias mías.
El director adjunto de prisiones entró en el coche y se dirigió hacia la garita de vigilancia. El reglamento dejaba claro que los guardias tenían que parar a todos los vehículos e identificar a sus ocupantes, cosa que también se aplicaba a Franck. Pero en cuanto vieron que era él quien se disponía a salir de la cárcel y se montaba en el coche, procedieron a subir la barrera y dejarle pasar. Franck devolvió el saludo militar a los guardias. Se detuvo en el semáforo de la carretera principal, situado a unos cien metros más adelante. Permaneció allí contemplando su querida Estatal por el retrovisor. Era casi perfecta, pero no del todo. Si el departamento de urbanismo no hubiera puesto tantas trabas… Siempre había mil regulaciones estúpidas procedentes del ministerio, o un comité de nombramientos medio corrupto. Él solo quería lo mejor para todo el mundo, para los ciudadanos honestos y trabajadores de Oslo, para los que se merecen una vida segura y con un cierto nivel de confort. Así que… bueno, las cosas podrían haber sido diferentes. Él no habría querido que fueran de aquella manera. Pero era lo que solía decirles a los alumnos de natación: o nadas o te hundes, nadie os va a hacer ningún favor. Entonces sus pensamientos regresaron a lo más inmediato. Tenía un mensaje que entregar. Y no tenía ninguna duda en cuanto al desenlace.
El semáforo cambió a verde y apretó el acelerador.
3
Per Vollan caminaba por el parque situado junto a la plaza de Alexander Kielland. El mes de julio había sido extraordinariamente húmedo y frío, pero el sol volvía a brillar y el parque lucía un intenso verdor como el de un día primaveral. El verano había regresado, la gente a su alrededor estaba sentada con el rostro vuelto hacia el cielo y los ojos cerrados, disfrutando desesperadamente de un sol que parecía estar racionado. Se oía el rugir de los monopatines y el tintineo metálico de los paquetes de seis latas de cerveza de camino a las diversas barbacoas repartidas por los parques y terrazas de la ciudad. Sin embargo, había quien parecía alegrarse aún más de la vuelta del calor. Aquella gente cuya piel parecía ennegrecida por la polución del denso tráfico en torno a la plaza, individuos miserables acurrucados en los bancos o alrededor de la fuente, que lo llamaban con exclamaciones roncas y alegres que sonaban como graznidos de gaviotas. Esperó a que se pusiera en verde el semáforo en la confluencia de Ueland y Waldemar Thrane, mientras los camiones y los autobuses pasaban a toda velocidad ante él. Veía cómo aparecía y desaparecía la fachada que tenía enfrente. Unos plásticos cubrían los ventanales del Tranen, una famosa taberna que desde la construcción del edificio en el año 1921 había saciado las ganas de beber de los más sedientos de la ciudad; y que, durante los últimos treinta años, habían disfrutado también de la compañía de Arnie «Skiffle-Joe» Norse, que, disfrazado de vaquero y montado en un monociclo, tocaba la guitarra y cantaba junto a su dúo orquestal, formado por un anciano organista ciego y una mujer tailandesa que tocaba la pandereta y una bocina. La mirada de Per Vollan se desvió hacia otra fachada, en cuyo cemento habían incrustado unas letras en hierro forjado que rezaban «Pensión Ila». Durante la guerra, el edificio se había empleado como residencia para mujeres con hijos nacidos fuera del matrimonio. Actualmente era un centro de alojamiento para los toxicómanos más recalcitrantes de la ciudad. Aquellos que no tenían ningún deseo de dejarlo. La última parada antes del final.
Per Vollan cruzó la calle, se situó ante la entrada del centro social, llamó al timbre y miró a la cámara. Oyó el zumbido de la puerta y entró. Le habían ofrecido un cuarto durante dos semanas, a fin de devolverle antiguos favores. Ya había transcurrido un mes.
—Hola, Per —dijo la joven de ojos marrones que bajó a abrirle la verja que había delante de la escalera. Alguien se había cargado la cerradura, de modo que las llaves no funcionaban desde fuera—. La cafetería ya está cerrada, pero llegas a tiempo para la cena si te das prisa.
—Gracias, Martha, no tengo hambre.
—Pareces cansado.
—He venido andando desde la Estatal.
—¿De veras? ¿No había autobuses?
Ella empezó a subir las escaleras y él la siguió arrastrando los pies.
—Necesitaba pensar —dijo él.
—Por cierto, ha venido alguien preguntando por ti.
Per se estremeció.
—¿Quién era?
—No les pregunté. Policías, tal vez.
—¿Por qué piensas que eran policías?
—Parecían tan ansiosos por verte que pensé que el asunto tendría que ver con algún recluso al que conoces.
Ya vienen a por mí, pensó Per.
—Martha, ¿tú crees en algo?
Ella se giró. Sonrió. Per pensó que un hombre joven podría enamorarse perdidamente de aquella sonrisa.
—¿Te refieres a Dios y a Jesús? —preguntó Martha, empujando la puerta para entrar en la recepción, un panel acristalado en una pared con una pequeña oficina detrás.
—Más bien me refiero al destino. Al azar frente a la fuerza gravitatoria cósmica.
—Yo creo en Greta la Loca —murmuró Martha mientras hojeaba algunos papeles.
—Los fantasmas no son…
—Inger dice que anoche oyó el llanto de un niño.
—Inger es un alma demasiado sensitiva, Martha.
La joven asomó la cabeza por la ventanilla.
—Hay otra cosa de la que tenemos que hablar, Per…
Él suspiró.
—Lo sé. Esto está lleno y…
—Las obras de reconstrucción del centro de Sporveisgata después del incendio están demorándose, y aquí seguimos teniendo a más de cuarenta residentes alojados en habitaciones dobles. No es una situación que pueda sostenerse a la larga. Se roban unos a otros y luego se pelean entre ellos. Es solo cuestión de tiempo que alguno acabe acuchillado.
—Está bien. No voy a quedarme mucho más por aquí.
Martha ladeó la cabeza y lo miró pensativa.
—¿Por qué no te deja siquiera dormir en casa? Lleváis casados… ¿cuánto? ¿Cuarenta años?
—Treinta y ocho. La casa es suya, y es… complicado.
Per sonrió cansinamente.
La dejó y se alejó por el pasillo. Se oía música retumbando a todo volumen procedente de una habitación. Anfetamina. Era lunes, las oficinas de ayuda social habían abierto después del fin de semana y había jaleo por todas partes. Sacó la llave y abrió la puerta de su habitación. Aquel destartalado y minúsculo cuarto, en el que apenas cabían una cama y un armario, costaba seis mil coronas al mes. Por ese precio podías alquilar un piso entero en las afueras de Oslo.
Se sentó en la cama y se quedó mirando por la polvorienta ventana. Fuera el tráfico zumbaba con un rumor soporífero. El sol se colaba entre las finas cortinas. Una mosca luchaba por su vida en el marco de la ventana. No tardaría en morir. Así era la vida. No la muerte, sino la vida. La muerte no era nada. ¿Cuántos años hacía que lo había comprendido? Que todo lo demás, todo cuanto él predicaba, no era más que una fortaleza que la gente se había construido para luchar contra la angustia que les provocaba la muerte. Y sin embargo, nada de aquello que creía saber tenía ahora ninguna importancia. Lo que creemos saber no tiene ninguna importancia frente a lo que necesitamos creer para aplacar el temor y el dolor. Así que había vuelto al punto de partida. Había vuelto a creer en un Dios indulgente y en la vida después de la muerte. En aquellos momentos lo creyó más que nunca.
Sacó un cuaderno de debajo de un periódico y empezó a escribir.
Per Vollan no tenía mucho que escribir. Unas cuantas frases en un trozo de papel. Eso fue todo. Tachó su nombre del sobre usado que había contenido una carta del abogado de Alma, en la que se explicaba brevemente lo que, según ellos, le correspondía del patrimonio conyugal. Por supuesto, no era gran cosa.
El capellán de prisiones se miró al espejo, se ajustó el alzacuello, sacó su larga gabardina del armario y se marchó.
Martha no estaba en la recepción. Dejó el sobre a Inger, quien prometió entregarlo.
El sol estaba más bajo, el día se acercaba a su fin. Atravesó el parque mientras comprobaba por el rabillo del ojo que todo y todos interpretaban su papel sin errores evidentes. Nadie se levantó súbitamente de un banco cuando él pasaba, ningún coche se acercó discretamente junto a la acera cuando cambió de opinión y se dirigió hacia el río por Sannergata. Sin embargo, estaban allí. Tras una ventana en la que se reflejaba un agradable anochecer de verano, en la mirada indiferente de un transeúnte, en el frío de las sombras que se arrastraban desde la cara oriental de las casas, ahuyentando la luz del sol y ganando terreno. Y Per Vollan pensó que su vida entera había transcurrido del mismo modo, en una batalla absurda y oscilante entre la luz y la oscuridad de la que nadie parecía salir vencedor. ¿O no había sido así? A cada día que pasaba, la oscuridad iba ganando cada vez más y más terreno.
Se encaminaban hacia la larga noche.
Aceleró el paso.
4
Simon Kefas se acercó la taza de café a la boca. Desde la mesa de la cocina podía contemplar el pequeño jardín que había delante de su casa, en la calle Fagerliveien, en Disen. Esa noche había caído un chaparrón y la hierba relucía aún bajo el sol de la mañana. Casi le parecía estar viendo cómo crecía por momentos. Tendría que dar otra pasada con el cortacésped. Una pasada ruidosa, manual, con la frente sudorosa y alguna que otra palabrota. ¡Qué bien! Else le había preguntado por qué no se compraba un cortacésped eléctrico como el que ya tenían casi todos los vecinos. Su respuesta era sencilla: cuestan dinero. Era el argumento que había acabado con más discusiones cuando él se crio en aquella casa, en aquel vecindario. Sin embargo, en aquel entonces vivía gente corriente en el barrio. Profesores, peluqueros, taxistas, funcionarios municipales y estatales. O policías como él mismo. No es que los que vivían allí ahora fueran algo especial, pero trabajaban en agencias de publicidad, en informática, eran periodistas, médicos, vendían los productos más sofisticados o extravagantes, o habían heredado lo suficiente para comprar una de aquellas casas pequeñas e idílicas, forzar la subida de precios y contribuir a que el vecindario ascendiese en la escala social.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Else colocándose detrás de su silla mientras le acariciaba el pelo.
Lo tenía notablemente más ralo. Bajo la luz cenital asomaba una incipiente calvicie. Ella decía, sin embargo, que le gustaba. Le gustaba el hecho de que tuviera aspecto de ser un policía a punto de jubilarse. Ella también se estaba haciendo mayor. Aunque él le llevara más de veinte años. Uno de los nuevos vecinos, un productor de cine más o menos conocido, la había tomado por hija de Simon. A él ya le estaba bien.
—Estoy pensando en lo afortunado que soy —respondió—. Al tenerte a ti, al tener esto.
Ella le besó en la cabeza. Él sintió sus labios en el cuero cabelludo. Aquella noche había soñado que le podía regalar su vista a Else. Y cuando despertó y no vio nada —durante un instante, hasta que se percató de que llevaba puesto un antifaz para protegerse de los tempranos rayos del sol estival— fue un hombre feliz.
Alguien llamó a la puerta.
—Es Edith —dijo Else—. Voy a cambiarme.
Abrió la puerta para que entrara su hermana y subió al piso de arriba.
—¡Hola, tío Simon!
—Pero, bueno, ¡mira quién ha venido! —dijo Simon mirando al chico cuyo rostro relucía expectante.
Edith entró en la cocina.
—Lo siento, Simon, pero no ha parado de darme la tabarra para venir temprano y así tener tiempo de probarse tu gorra.
—Pues claro —dijo Simon—. Pero ¿no deberías estar en el colegio, Mats?
—Día de reunión de profesores —suspiró Edith—. No saben lo que eso supone para las madres solteras.
—Por eso te agradezco tanto que lleves a Else.
—Faltaría más. Solo estará en Oslo hoy y mañana, según tengo entendido.
—¿Quién? —preguntó Mats tirando a su tío del brazo para que se levantara de la silla.
—Un médico americano que es muy bueno arreglando problemas de la vista —dijo Simon, fingiendo que su cuerpo estaba más rígido de lo que en realidad estaba hasta que por fin se dejó levantar de su asiento—. Ven, vamos a ver si encontramos una gorra de policía de verdad. ¿Quieres un café, Edith?
El niño y el hombre salieron al pasillo, y el crío gritó entusiasmado al ver la gorra de policía negra y blanca que su tío sacó del estante del ropero. Sus gritos se desvanecieron solemnemente cuando Simon se la puso en la cabeza. Se colocaron delante del espejo. El niño señaló hacia el reflejo de su tío con el dedo índice e hizo unos sonidos que simulaban disparos.
—¿A quién estás disparando? —preguntó Simon.
—A los malos —balbuceó el niño—. ¡Bang! ¡Bang!
—Mejor a una diana —repuso Simon—. Porque los policías no podemos disparar a los malos si no tenemos que hacerlo.
—¡Sí que podemos! ¡Bang! ¡Bang!
—Si lo hacemos, Mats, iremos a la cárcel.
—¿Nosotros? —El crío miró extrañado a su tío—. ¿Por qué? Si somos policías.
—Porque también nos convertimos en malos si disparamos a alguien en vez de atraparlo.
—Pero… pero cuando les hayamos atrapado, podremos dispararles, ¿no?
Simon se rio.
—No. Entonces es un juez el que decide cuánto tiempo tienen que estar en la cárcel.
—¿No eres tú el que lo decide, tío Simon?
Simon vio la decepción en la mirada del niño.
—¿Sabes qué, Mats? Me alegro mucho de no tener que decidir. Me alegro mucho de limitarme a atraparlos. Porque esa es la parte divertida del trabajo.
Mats cerró un ojo con fuerza y la gorra se le deslizó hacia atrás.
—Oye, tío Simon…
—¿Sí?
—¿Por qué la tía Else y tú no tenéis hijos?
Simon se puso detrás de su sobrino, colocó las manos sobre sus hombros y sonrió a su reflejo en el espejo.
—No necesitamos hijos cuando te tenemos a ti, ¿no?
Mats miró con aire pensativo a su tío durante unos segundos. Luego su cara se iluminó en una sonrisa.
—¡Vale!
Simon se metió una mano en el bolsillo y sacó el teléfono que había comenzado a vibrar.
Era de la central de operaciones. Simon escuchó.
—¿En qué zona del río de Aker? —preguntó.
—Pasado Kuba, junto a la Escuela Superior de Arte. Hay un puente para peatones…
—Sé dónde es —dijo Simon—. Estaré allí en treinta minutos.
Se encontraba ya en el pasillo, así que aprovechó para calzarse los zapatos y ponerse la americana.
—¡Else! —llamó en voz alta.
—¿Sí?
Su rostro asomó por la parte superior de la escalera. Volvió a quedarse apabullado ante su belleza. La larga cabellera de Else fluía como una cascada roja por delante de su rostro diminuto y pálido. Unas pecas poblaban su pequeña nariz. Y se quedó sobrecogido al pensar que aquellas pecas seguirían estando ahí cuando él ya no estuviera. De pronto acudió a él un pensamiento que intentó reprimir: ¿quién cuidaría de ella entonces? Simon sabía que probablemente ella no podía verle desde donde estaba. Tan solo fingía hacerlo. Carraspeó.
—Tengo que irme, querida. ¿Me llamarás para contarme lo que te ha dicho el médico?
—Sí. Ve con cuidado, por favor.
Los dos policías atravesaron el parque conocido popularmente como Kuba. La mayoría pensaría que tenía algo que ver con Cuba, tal vez porque allí solían celebrarse manifestaciones y mítines políticos y porque Grünerløkka había sido un barrio obrero. Uno tenía que haber vivido allí muchos años para saber que en el pasado albergaba un gran contenedor de gas con un armazón en forma de cubo, de ahí su nombre. Salieron a un puente peatonal que conducía a los antiguos edificios de las fábricas transformadas ahora en escuela de arte. En las rejas de la barandilla del puente los enamorados habían colgado candados con fechas e iniciales grabadas. Simon se detuvo y miró uno de ellos. Él había amado a Else durante los diez años que llevaban juntos, durante cada uno de los más de tres mil quinientos días. No habría otra mujer en su vida. No necesitaba un candado simbólico para saberlo. Ella tampoco lo necesitaba. Era de esperar que ella le fuera a sobrevivir tantos años que habría sitio para otros hombres en su vida. Y eso era bueno.
Desde donde estaban se veía el puente de Aamodt, un puente modesto que cruzaba un río modesto que dividía una modesta capital a este y oeste. Hacía mucho tiempo, cuando era joven y estúpido, se había lanzado de cabeza desde aquel puente. La Troika: tres chavales borrachos, dos de los cuales tenían una fe ciega en sí mismos y en el futuro. Dos de ellos estaban convencidos de que eran los mejores de los tres. El tercero —él mismo— había comprendido hacía mucho tiempo que no podría competir con aquellos dos en inteligencia, fuerza, adaptabilidad social o éxito con las mujeres. No obstante, era el más valiente de los tres. O, dicho de otra manera, era el que más dispuesto estaba a asumir riesgos. Arrojarse de cabeza a aquellas aguas sucias no requería ni inteligencia ni destreza física, tan solo temeridad. De joven, Simon Kefas había pensado muchas veces que el pesimismo era su única ventaja como competidor. Ese pesimismo le había dotado de una voluntad de jugarse un futuro al que no otorgaba mucho valor, de la certeza innata de que tenía menos que perder que los demás. Se subió a la barandilla esperando que sus dos amigos le gritaran que no lo hiciera, que estaba loco. Luego se tiró de cabeza. Desde el puente, desde la vida, hacia aquella maravillosa ruleta de casino denominada destino. Se zambulló en aquellas aguas que no tenían superficie, tan solo una espuma blanca y, por debajo, su frío abrazo. Un abrazo en el que todo era silencio, soledad y paz. Cuando emergió, ileso, sus amigos se mostraron exultantes. Simon también. Aunque sintió una leve decepción por haber regresado. Era asombroso lo que un mal de amores podía llevarle a hacer a un hombre joven.
Simon se sacudió los recuerdos y dirigió la mirada a la cascada que había entre los dos puentes. Más concretamente, a la figura que colgaba allí como en una fotografía, congelado a mitad de la caída.
—Probablemente ha llegado flotando por el río —dijo el veterano técnico forense que acompañaba a Simon—. Su ropa se ha enganchado en algo que sobresale de la cascada. En general, el río es tan poco profundo que se puede vadear.
—Así es —dijo Simon mientras chupaba una bolsita de snus con la cabeza ladeada.
El individuo colgaba boca abajo, con los brazos sobresaliendo a los costados mientras el agua le chorreaba como un halo a ambos lados de la cabeza y del cuerpo. Igual que el pelo de Else, pensó.
Los miembros del equipo de atestados habían logrado acercarse por fin con un pequeño barco y estaban tratando de bajar el cuerpo de la cascada.
—Me apuesto una cerveza a que ha sido suicidio.
—Creo que te equivocas, Elias —dijo Simon metiéndose un arqueado índice por debajo del labio superior a fin de sacar la bolsita de snus.
Cuando iba a tirarla al agua, se contuvo. Nuevos tiempos. Buscó una papelera.
—¿Así que te apuestas una cerveza a que no?
—No, Elias, yo no me apuesto ninguna cerveza.
—Oh, lo siento, lo había olvidado…
El técnico forense pareció consternado.
—Está bien —dijo Simon, y se alejó.
Saludó con la cabeza a una mujer alta y rubia ataviada con una falda negra y una chaqueta corta. Si no fuera por la tarjeta de identificación policial que llevaba colgada al cuello, se diría que trabajaba en un banco. Simon arrojó la bolsita de snus en el contenedor de basura verde que había en el camino peatonal situado al final del puente, y luego se dirigió hacia la orilla. Empezó a subir por la ribera mientras examinaba el suelo con la mirada.
—¿Inspector jefe Simon Kefas?
Elias alzó la mirada. La mujer que le habló probablemente respondía al prototipo de mujer escandinava tal y como se la imaginaban los extranjeros. Supuso que se consideraba a sí misma demasiado alta y que por eso se inclinaba levemente hacia delante sobre sus zapatos planos.
—No, no soy yo. ¿Quién eres?
—Kari Adel. —Mostró la identificación que llevaba colgada al cuello—. Soy nueva en la sección de Homicidios. Me dijeron que le encontraría por aquí.
—Bienvenida. ¿Para qué quieres hablar con Simon?
—Me va a enseñar el oficio.
—Entonces tienes suerte —dijo Elias señalando al hombre que caminaba por la orilla—. Allí está tu hombre.
—¿Qué está buscando?
—Huellas.
—Si las hubiera, deberían estar en la orilla cerca del cadáver, no más abajo.
—Sí, supone que ya hemos buscado allí. Y efectivamente lo hemos hecho.
—Los demás técnicos afirman que parece un suicidio.
—Sí, cometí el error de intentar apostarme una cerveza con él al respecto.
—¿Error?
—Es un adicto —dijo Elias—. Mejor dicho, era un adicto. —Y al ver cómo alzaba las cejas perfectamente delineadas, añadió—: No es ningún secreto. Y te conviene saberlo si vais a trabajar juntos.
—Nadie me ha dicho que fuera a trabajar con un alcohólico.
—No es alcohólico —dijo Elias—. Es un adicto al juego.
Ella se colocó un mechón de pelo tras la oreja y guiñó los ojos con fuerza para protegerlos del sol.
—¿Qué tipo de juegos?
—Que yo sepa, a todos los juegos a los que se puede perder. Pero si vas a ser su nueva compañera, tendrás oportunidad de preguntárselo tu misma. ¿Dónde trabajabas antes?
—En Estupefacientes.
—Entonces conocerás bien el río.
—Sí. —Miró el cadáver entornando los ojos—. Por supuesto, podría tratarse de un ajuste de cuentas, pero no creo que lo sea por el lugar. En esta parte del río no se venden drogas duras. Tienes que bajar a la zona de la plaza de Schou y Nybrua. La gente no suele matar por hachís.
—Sí, sí —dijo Elias señalando el barco con la cabeza—. Ya lo han bajado. Si lleva alguna identificación, sabremos quién es enseguida…
—Yo sé quién es —dijo Kari Adel—. Es un capellán de prisiones. Per Vollan.
Elias la examinó de arriba abajo. En breve dejaría de usar ese elegante traje de oficina, que seguramente habría visto que llevaban las investigadoras en las series de televisión americanas. Por lo demás, parecía tener algo. A lo mejor era una de esas que llegan lejos. Quizá pertenecía a esa rara especie. Pero ya había pensado eso de otras antes.
5
La sala de interrogatorios estaba decorada en colores claros y los muebles eran de pino. Una cortina roja tapaba la ventana que daba a la sala de control. Al inspector Henrik Westad, del distrito policial de Buskerud, le parecía un cuarto agradable. Ya había venido antes a Oslo desde Drammen y había estado en esa misma sala, donde interrogaron a unos niños en un caso de abusos de menores, empleando muñequitos. Ahora se trataba de un asesinato. Examinó al hombre de pelo y barba largos que estaba sentado al otro lado de la mesa. Sonny Lofthus. Se veía más joven de lo que constaba en los documentos. Parecía sobrio, el tamaño de sus pupilas era normal. Aunque eso era algo habitual en la gente con gran tolerancia a los estupefacientes. Westad carraspeó.
—Entonces ¿la ataste, empleaste una sierra común para metales, y luego abandonaste el lugar?
—Sí —dijo el hombre.
Había rechazado contar con un abogado, y por lo general contestaba a las preguntas con monosílabos. Al final, Westad recurrió a plantear cuestiones que requerían un sí o un no como respuesta. Y de alguna manera funcionó. Vaya si funcionó… ¡Joder, acabaron obteniendo una confesión! Westad miró las fotografías que tenía delante. La parte superior del cráneo había sido seccionada parcialmente y apartada hacia un lado de tal modo que colgaba solo por la piel. La fotografía le recordó a un huevo cocido abierto por arriba, de esos que se toman para desayunar. La superficie del cerebro había quedado al descubierto. Hacía mucho tiempo que Westad había abandonado la idea de que con solo mirar a la gente se podían adivinar las atrocidades que algunos eran capaces de cometer. Pero ese hombre… ese hombre no irradiaba en absoluto la frialdad, la agresividad o, dicho claramente, la imbecilidad que creía haber percibido en otros asesinos a sangre fría.
Westad se reclinó en la silla.
—¿Por qué ha confesado?
El hombre se encogió de hombros.
—Rastros de ADN en la escena del crimen.
—¿Cómo sabe que los tenemos?
El hombre se llevó una mano a la larga y frondosa melena que la dirección de la prisión podría haber exigido que se cortara por motivos higiénicos.
—Se me cae el pelo. Efectos secundarios del abuso de sustancias tóxicas durante mucho tiempo. ¿Puedo irme ya?
Westad suspiró. Una confesión. Pruebas técnicas en la escena del crimen. ¿Por qué seguía entonces teniendo dudas?
Se acercó al micrófono que había colocado entre ambos.
—El interrogatorio del sospechoso Sonny Lofthus concluyó a las trece horas y cuatro minutos.
Vio que se apagaba la luz roja y comprendió que el técnico había apagado la grabadora. Se levantó y abrió la puerta para que entraran los guardias, le soltaran las esposas al recluso y lo llevaran de vuelta a su celda de la Estatal.
—¿Qué opinas? —preguntó el técnico cuando Westad entró en la sala de control.
—¿Que qué opino? —Westad se puso la chaqueta y subió la cremallera con un movimiento brusco e irritado—. No deja mucho espacio para opinar que digamos.
—Me refiero al primer interrogatorio de hoy.
Westad se encogió de hombros. Había interrogado a una amiga de la víctima. Dijo que esta le había contado que su marido, Yngve Morsand, la había acusado de infidelidad y la había amenazado con matarla. Que Eva Morsand estaba asustada. Sobre todo porque Yngve tenía motivos para sospechar: Eva había conocido a un tipo y estaba pensando en dejar a su marido. Cuesta imaginar un móvil más clásico para un asesinato. ¿Y el chico? ¿Cuál era su móvil para matar a la mujer? No la habían violado ni habían sustraído ningún objeto de la casa. Bueno, habían forzado el botiquín del cuarto de baño y el marido afirmó que habían desaparecido unas pastillas para dormir. Sin embargo, ¿por qué iba a preocuparse por unas simples pastillas de dormir un hombre que, a juzgar por las marcas de pinchazos, tenía acceso a sustancias más fuertes?
La siguiente pregunta no tardó en surgir: ¿y por qué un investigador que acababa de conseguir una confesión iba a preocuparse por semejantes futilidades?
Johannes Halden estaba fregando el suelo junto a las celdas del sector A cuando vio a los dos guardias que traían al chico. Este sonreía. Si no fuera por las esposas, parecerían colegas que se dirigían a algú