Capítulo 1
Jason
Odio mi vida. Nunca hubiera imaginado que llegaría a detestarla tanto que estaba pensando en dejarlo todo y huir. Pero no sabía a dónde, y lo único que me retenía en Nueva York era mi deseo de recuperar mi puesto como bombero.
Todo cambió el día en que la brigada diez del cuerpo de bomberos, a la cual pertenecía, salvamos del fuego a los animales de un refugio. Y la fama llegó deprisa, tomando forma de calendario, esos que siempre había detestado y criticado, donde salían los bomberos medio encueros, luciendo sus músculos brillantes untados en aceite en unas poses atléticas y sexis. Sí, cierto, cometí el error más grande de mi vida al formar parte de unos de esos anuarios, lo reconozco. En mi defensa alegaré que lo hice para complacer a mi mujer Allie, bueno, ahora mi ex, y maldigo una y mil veces haberle hecho caso.
Diciembre. El mes en que salía en el dichoso calendario casi en pelotas, depilado de arriba abajo, enseñando tableta de chocolate y un tatuaje en el pectoral izquierdo, cerca del corazón. Se trataba de un símbolo vikingo, el Vegvisir, una especie de brújula solar mágica, parecida a la rosa de los vientos, y que volvía locas a las mujeres, a pesar de no saber muy bien su significado. Lo cierto era que nunca había prestado atención a mi aspecto físico. Pero practicar deporte intensivo a diario había esculpido mi cuerpo y lo había dotado de una musculatura fibrosa. Nunca lo hice por vanidad, sino para estar en condiciones en los rescates. Un bombero necesita dar el cien por cien, porque lo mío era salvar vidas, algo que había tenido que dejar de hacer debido a mis compromisos como estrella mediática.
Además, en la foto del almanaque, en mi hombro izquierdo, posaba uno de los felinos que rescaté y que finalmente adopté. Sansón, un gato atigrado enorme, era el único que me arrancaba una sonrisa y llenaba el vacío que me había dejado la puta mentirosa de mi ex cuando me abandonó seis meses atrás por mi mejor amigo, Tom, también bombero.
Quedaban apenas dos semanas para Navidad, y tenía el corazón roto en mil pedazos y no era capaz de fingir que todo iba bien cuando era lo contrario. Dudaba mucho que algún día se recompusiera y no podía hacer otra cosa que seguir adelante de una manera u otra.
Esa tarde fría de diciembre había estado participando en la inauguración de una juguetería en Dumbo, Brooklyn. Era otra de las cosas que había traído la fama: inauguraciones, eventos y un sinfín de asuntos promocionales de marketing que me hacían vomitar. La sesión de fotos con los chavales se había hecho eterna, no por ellos, de hecho los niños me encantaban, sino por sus madres, que se habían pegado a mí como garrapatas. A duras penas había podido esquivar sus manos y más de una me había metido en mis bolsillos sus tarjetas con el número de sus móviles.
Pero por muy atractivas y tentadoras que fueran, en ese sentido, lo tenía claro: jamás me follaría a una mujer casada; no era un destroza matrimonios y no empezaría esa tarde. Sabía lo que era que te traicionaran de esa manera, el dolor que dejaba, las incesantes preguntas sin respuesta y las mil suposiciones, algunas sin pies ni cabeza.
Seguir adelante sin derrumbarme había sido lo más difícil que había hecho en la vida. Pero lo estaba consiguiendo y me había propuesto reincorporarme a mi brigada en cuanto finalizara el contrato que había firmado con Jane, mi representante. Quedaba un año, y se me antojaba un siglo. En el fondo me sentía como un juguete que llevaban de un lado a otro para que la multitud pudiera regodearse con el nuevo héroe nacional.
Para mi desgracia, ninguno de mis compañeros de la brigada diez del cuerpo de bomberos había causado el efecto que yo había provocado al salir en el calendario. Las mujeres siempre me habían dicho que mi mirada negra era demasiado profunda, que mi voz ronca sonaba a orden y que me gustaba mucho follar y que lo hacía de maravilla. Quizá se debía a esto último. Reconozco que nunca me han faltado mujeres con las que retozar. Aun así, cuando me casé con Allie tres años atrás, las conquistas terminaron, al menos para mí, pero al parecer no para ella. ¿Con cuántos más me habría puestos los cuernos antes de dejarme por mi compañero Tom?
No deseaba ni pensarlo; y para quitarme el mal sabor de boca, me fui a mi restaurante favorito y me zampé la hamburguesa XXL. Durante todo el rato me di cuenta de que la camarera no me quitaba ojo de encima, me devoraba con su mirada parda y se relamió sus labios rojos. Era guapa y sexy, más que su compañera de trabajo, a la que me había tirado el día anterior.
Sabía lo que deseaba y se lo iba a dar.
Le sonreí, y en su expresión vi cómo se derretía por dentro, seguro que se le habían mojado las bragas. Me hizo un gesto con el dedo, incitándome a que me aproximara. No me hice de rogar, quería follármela y mi polla ya estaba dura. Me levanté y me acerqué, me miró de arriba abajo con el ansía brillando en sus pupilas y me arrastró al despacho de su jefe.
No quería saber su nombre, ni la voz que tenía y, en cuanto cerró la puerta, le tapé la boca con un beso antes de que la abriera y lo estropeara. La empujé contra la puerta y le levanté la falda de su vestido-uniforme. Posé mi mano en su sexo cubierto por las bragas. Tal como me imaginaba, estaba mojada.
Acaricié su clítoris con suavidad a través de la delgada tela y gimió en mi boca. Le arranqué la pequeña prenda y ella, como respuesta, jadeó fuerte. Era de las que le gustaba follar duro, lo notaba, y no me entretuve en preliminares. Me saqué un preservativo del bolsillo de atrás de mis jeans, y mientras me lo colocaba, ella siseó de placer al ver mi polla.
—¡Dios santo! —exclamó con los ojos desorbitados.
No dije nada, la agarré por las nalgas y la alcé, ella rodeó mis caderas con sus piernas. Entonces la penetré de golpe, y ella me clavó las uñas en la espalda. Su coño estaba caliente y entraba y salía de ella a un ritmo vertiginoso, su espalda golpeaba la puerta a cada envite.
La embestía con desesperación y con furia, buscando una liberación que me trajese paz. Sin embargo, sabía que eso no sucedería. Sería como las otras veces: en cuanto eyaculara, la frustración me sacudiría como un látigo abriendo mis carnes.
Noté cómo el semen borboteaba en mis pelotas, estaba a punto y tal como ella se tensaba también. Moví la pelvis deprisa, una y otra vez, mi polla resbalaba en las paredes de su vagina, y en poco segundos llegábamos al orgasmo.
Por fin ha terminado. Un polvo. Otro más que olvidaré en cuanto saliera del restaurante.
La dejé en el suelo y la miré: se estaba mordiendo el labio inferior y me observaba provocativamente. Quería más, pero no estaba dispuesto a dárselo. Nunca repetía con la misma. Nunca intercambiaba números de móviles. Nunca quedaba con ellas para tomar algo. No necesitaba amigas con derecho a roce.
Me quité el preservativo y lo tiré en la papelera que había cerca del escritorio, ella cogió sus bragas del suelo y se las guardó en el bolsillo.
—¿Quieres mi número de móvil? —me preguntó.
Ni loco.
—No.
Me miró sorprendida.
—Bueno, si te preocupa que tenga novio...
—¡¿Qué?!
Me enfadé y ella lo notó, porque dio un paso atrás asustada, pero chocó con la puerta. Esto me pasaba por no preguntar y tomé nota mental de que, muy a mi pesar, a partir de ya mismo, tendría que entablar ciertos diálogos cortos antes de follarme a una mujer para averiguar si estaba soltera, sin novio, sin compromisos.
—¡Pensaba que lo sabías! —exclamó ella.
Entrecerré los ojos ante su excusa.
—¿Cómo coño voy a saberlo?
—Siempre vienes al restaurante y me he fijado que me miras mucho. Me viste morreándome con mi novio la semana pasada, lo hice para ponerte cachondo. —Me miró la bragueta—. Puedo dejarlo si me lo pides.
Su voz chillona me irritó. ¿Acaso creía que acudía al restaurante por ella? Menuda imaginación la suya.
—Vengo aquí por las hamburguesas, no por ti o por tus compañeras.
—¿A ellas también te las has follado? —preguntó irritada, con la cara roja de rabia—. ¡Eres un cerdo!
Lo que me faltaba: un ataque de celos. Ese tipo de mujeres, por lo general, me daban dolor de cabeza y me provocaban alergia. Tenía que irme ya. Pero ya. La aparté de la puerta, la abrí y, tan siquiera mirarla, eché a andar.
—¡Al menos paga la hamburguesa antes de marcharte! —gritó ella a mi espalda.
—Te dejaré una buena propina —le solté irritado sin darme la vuelta.
—¡Capullo!
No deseaba perder el tiempo, por lo que pagué la hamburguesa, con su respectiva propina, y salí del restaurante. Apenas había recorrido diez metros por una acera a la que le habían quitado la nieve, que sonó el móvil con un mensaje. Lo saqué del bolsillo y vi que se trataba de Venus, que me había dejado un privado en Instagram. Nunca contestaba mensajes que me escribían por las redes, pero esa desconocida había captado mi interés dos meses atrás. Me llamaba la atención que fuera tan fiera criticándome, cuando las demás me adulaban hasta la desesperación. En realidad era la única mujer a la que consideraba honesta. Normalmente me ponía verde, pero tenía razón en todo lo que me decía. Al principio me enfadaba, después me arrancó sonoras carcajadas y, al poco, ya las conversaciones se pusieron más calientes. Había días que intercambiamos mensajes hasta altas horas de la madrugada. Y sin ni darme cuenta, se había creado una especie de vínculo entre nosotros al que no le sabía poner nombre. Conectábamos más allá de las palabras, y me tenía perplejo. Y también nervioso, pues las ganas de ponerle cara a Venus crecían a cada mensaje.
No podía esperar a llegar a casa, me detuve delante de un aparador y lo abrí.
Venus: Esta tarde ha habido un incendio, ¡ha muerto una persona!, ¿y tú dónde estabas? Ahhhh, ya lo sé: apagando con tu manguera apaga fuegos algún incendio en algún coño, como si lo viera. (Tres emoticonos de caras rojas enfadadas).
Al instante sentí un escalofrío por la columna vertebral, ni siquiera me había enterado. Mis compañeros de brigada apenas me hablaban, supongo que era su manera de hacerme entender que estaban cabreados. No era para menos, me veían como a un nuevo rico que estaba haciendo fortuna a costa de lo que el cuerpo de bomberos representaba. Pero de haberme enterado del incendio tampoco hubiera podido hacer nada: estaba atado de pies y manos por un contrato que me amargaba la vida. Y la gran cantidad de dinero que ganaba no compensaba mi infelicidad. ¡Pensar que todo esto lo hice por mi ex! Me vinieron ganas de golpear mi cabeza en el aparador, por estúpido. Suspiré y le contesté:
Jason: Estaba haciendo felices a los niños en una tienda nueva de juguetes.
Venus: Seguro que estabas haciendo felices a las madres de los niños.
Jason: Tú no estabas, así que no critiques. (Emoticonos de cara sonriendo y de bombero). Por cierto, mi manguera, el único fuego que quiere apagar es el de tu coño.
Venus: Mi coño no está en llamas.
Solté una carcajada.
Jason: Mi polla,