Memorias del pasado

Gabriella R. Hayes

Fragmento

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Prólogo

Abril de 2019

El oscuro firmamento de la noche, iluminado solo por unas pocas estrellas, la observaba, la vigilaba atentamente desde hacía ya tiempo. Ella, la buscada durante siglos, vivía su vida al margen del destino que le había sido hilado en el pasado, muy en el pasado.

Dos druidas, versados en el arte de la magia más ancestral, eran los encargados de esa tarea. Edward, el más joven, era el adelantado aprendiz de Cailean, un guerrero druida descendiente del primer y gran druida Cathbad[1]. Cailean, a pesar de los siglos que lo separaban de su ancestro, era poseedor del conocimiento más puro y poderoso del mundo de la magia, y, por tanto, a quien se le otorgaban las misiones más importantes. Y esa misión era una de estas.

Desde su fuente mágica, y a través de la cristalina agua, habían creado un enlace, un camino visual para la contemplación de otros lugares alejados del suyo. Alejados en distancia y en tiempo.

—¿Quién podría imaginarse que, tras una mundana vida en pleno siglo XXI, alguien podría ser tan especial como para ser velado con tanto esmero? —preguntó Edward mientras observaban a la muchacha a través de la ventana de su apartamento.

—El deseo de los dioses es a veces caprichoso e incomprensible, aprendiz —respondió serio Cailean sin apartar la vista de las cristalinas aguas.

Helena (o, como la llamaban sus más allegados, Lena) se paseaba nerviosa por la cocina mientras mordisqueaba una manzana. Tenía que organizarse y, cuando los nervios la atenazaban, le era imposible realizar esa tarea. El día siguiente sería el día, aquel en el que esperaba que una nueva vida comenzara. Su nuevo trabajo en una pequeña empresa del sector textil enfocado en la ropa infantil era lo que había deseado desde hacía años. Les había enviado currículos en numerosas ocasiones, con el anhelo de que tuvieran una vacante libre para entrar a formar parte de su equipo. Y por fin lo había conseguido. La nueva compañía, emplazada en su misma ciudad de residencia, era un lugar pequeño de carácter familiar, que había crecido sobre todo en reconocimiento por el norte de Europa debido a su original diseño y a su política sostenible con las producciones controladas en su mismo país y con la utilización de tejidos orgánicos y de tintes ecológicos. Nada que ver con la fría e inhumana multinacional en la que había estado trabajando seis años en la capital.

Había dejado atrás su profesión como diseñadora para adentrarse en el seguimiento y control de las producciones textiles de esa pequeña compañía. Era consciente de que sería duro para ella, pues tenía mucho que aprender, sobre todo en sostenibilidad, pero estaba deseosa y abierta como un libro para absorber al máximo todo aquel conocimiento que se le ofrecía.

Su luminoso apartamento ubicado en una pequeña ciudad costera del Mediterráneo, a treinta kilómetros de Barcelona, era su pequeño lugar de descanso y desconexión, un antiguo edificio de doce pisos. El suyo, el último, estaba dotado de una línea de ventanas que daban al exterior con vista al mar. Pagaba un alquiler algo caro, pero merecía la pena por tener aquella tranquilidad y aquellas vistas. Tras una última ojeada a la ropa que llevaría el día siguiente, se dio la vuelta y salió de su dormitorio con una profunda inspiración. Después de haberle dado un último y crujiente bocado a la manzana, dejó los restos de esta sobre la mesa de la cocina y se dirigió hacia el baño mientras se iba despojando de sus ropas por el camino. Sabía que los nervios no le dejarían pegar ojo esa noche; entonces, necesitaba un buen baño caliente con sus aromáticos aceites de vainilla y su densa espuma para relajarse. Se desató la trenza que mantenía controlada su larga melena castaña, y cerró la puerta del baño.

Los druidas seguían en silencio la vigilancia de la joven cuando su última imagen desapareció tras el tercer ventanal, justo antes de haber entrado en el baño, cuando Lena, en ropa interior, se desabrochaba el sujetador. Edward se removió inquieto y miró hacia otro lado tras haber visto la imagen de la incauta joven, que no podía imaginarse ser observada.

—¿Qué os ocurre, aprendiz? —preguntó jocoso Cailean.

—A veces me siento algo turbado. —Cailean lanzó una rápida mirada de reojo al muchacho, a quien vio ruborizarse.

—Estáis realizando una misión, y deberéis pasar muchas pruebas antes de ser un gran druida.

—Lo sé maestro, pero observar a una mujer en su intimidad me parece... me parece algo indecoroso.

Cailean volvió a sonreír, pero esta vez alzando solo una comisura de sus labios. Le pareció gracioso que alguien de la edad de Edward tuviera esos castos sentimientos. Cailean era un gran guerrero druida; dominaba a la perfección sus artes y sus emociones, y algunos de los conocimientos propios de los vates[2]. Él se mostraba, en su mayoría, insensible y a veces con cierta falta de empatía, pues sus largos años de misiones y batallas así habían forjado su carácter. Poseía un alto nivel de conocimiento, inusual para alguien de su edad, pues un aprendiz podía llegar a tardar más de treinta años en convertirse en un gran druida, por lo que la mayoría de ellos eran ancianos que lucían largas y blancas barbas. Y él lo había conseguido a la temprana edad de veintiséis años; de eso ya hacía unos diez. Durante esos años dirigió misiones por todo el mundo, viajando de siglo en siglo, y desde hacía un año lo acompañaba su aprendiz Edward.

—¿Indecoroso? ¿Qué tiene de indecoroso vigilar al objeto de vuestra misión? No es lo que veis, joven Edward: son los ojos con que lo miráis —respondió al fin Cailean.

—Pero es que es... muy hermosa... —confesó Edward en apenas un susurro.

Cailean no pudo evitar soltar una carcajada y dejó un largo silencio antes de continuar. Pero esta vez, y como algo poco habitual, fue en un tono más personal.

—Sois aprendiz de druida: no un casto sacerdote en pleno celibato, muchacho. Me dirás ahora que no has probado mujer alguna todavía.

Edward enmudeció con la mandíbula tensa y fijó su vista de nuevo hacia el apartamento. Cailean prefirió no indagar más en los asuntos personales del muchacho, pues no era tarea suya. Y el silencio volvió a restaurarse.

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Capítulo 1

Mayo del 2019

Ya hacía un mes que Lena había comenzado su nueva aventura profesional, y no podía estar más contenta. No había tenido tiempo de confraternizar con sus compañeros, pues estaba tan absorta y emocionada con todo su trabajo que, una vez que cruzaba la puerta de las oficinas, se adentraba en las profundidades de su mesa y sus papeles para asimilarlo todo lo antes posible. Sus superiores le enseñaron parte del proceso, y sus fines de semana durante ese mes estuvieron ocupados por cursos y formaciones varias. A pesar de ello, todo el mundo se mostraba amable con ella cuando desconocía algo o se equivocaba. Lena era una per

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