Capítulo I
—Abby, ¿tienes un minuto?
—Claro, Eva, solo déjame terminar de mandar estos correos y enseguida estoy contigo.
Colgó el auricular y se concentró en la pantalla del PC. Le dolía el cuello y la espalda por la tensión acumulada. Llevaba días trabajando como esclavo, todo con el fin de terminar el proyecto que pensaba presentar a la directiva para solicitar el puesto que el señor Urquiza dejaría libre al jubilarse.
Cansada, movió la cabeza e hizo varios estiramientos para aliviar un poco la rigidez, apagó el ordenador, tomó su bolso y se dispuso a ir al encuentro de su amiga.
—Adelante, pasa y, por favor, cierra la puerta —concedió Eva en cuanto la vio en el umbral.
Abby se extrañó de la actitud de su amiga, parecía tensa y un tanto molesta.
—¿Sucede algo?
—Sí. Es mejor que te sientes.
—¡Vaya! Ahora sí que me preocupaste.
—¿Hace cuánto que sales con César?
—Tres años, ¿por?
—Abby, ¿en qué mundo vives? Todos en esta oficina saben que el tipo solo te está utilizando.
—Eva, lo hemos hablado infinidad de veces y te he repetido hasta el cansancio que sé lo que hago.
—¿Ah, sí? ¿Entonces qué haces tú aquí trabajando como posesa mientras él tiene una maravillosa cena romántica con Mónica López?
—¿Qué? ¡Eso no es verdad! —Se levantó violenta—. Él me dijo que solo era una cena de trabajo con el señor López y yo le creo.
—No vas a abrir los ojos hasta que ese hombre te destroce, ¿verdad? —Eva la miró con pena.
Desde que entró a trabajar en Luminos Prime, Eva sintió un sincero afecto por la chica de los ojos verdes y la sonrisa amable, por eso mismo, odiaba todo lo que estaba por venir. Había tratado de disuadirla sobre el imbécil que tenía por novio, pero Abby no atendía razones, para ella César era tan perfecto como un dios.
—Eva, sé que César no es de tu agrado, pero… —tomó una bocanada de aire junto con una decisión—, estoy cansada de que todo el tiempo hables mal de él e intentes ponerme en su contra. Incluso, comienzo a considerar lo que me dijo respecto a ti.
—¿Qué te dijo el muy…? —optó por no decir la palabrota que pugnaba por salir de su boca.
—Que en el fondo estás enamorada de él y tienes envidia de lo que hay entre nosotros.
Eva soltó una ruidosa carcajada.
—¿Qué? ¿Enamorada de ese imbécil? Esto sí que es cómico.
—No le veo la gracia, Eva. Desde que te conozco no has hecho otra cosa que llenarme la cabeza con advertencias, sospechas, suposiciones. Todo el tiempo has tratado de disuadirme para que lo deje. En verdad, comienzo a creer que César tiene razón; solo buscas hacerme a un lado y tener el camino libre.
—¿Estás hablando en serio?
—Por supuesto. —Se puso en pie, molesta—. A partir de este momento, dejamos de ser amigas.
—Abby, no sabes cuánto lo siento. —Movió la cabeza en negación—. Quise ayudarte, evitar el dolor y la humillación que… —Hizo una pausa, se levantó y tomó la chaqueta y su bolso—. Olvídalo, eres terca como una mula y, por lo visto, necesitas que la bomba te estalle en el rostro para comprender y empezar a madurar. —Caminó hacia la puerta—. Cuando ese hombre termine contigo, aquí estaré para ti. —Salió sin más.
Abby se quedó rumiando las palabras dichas por su amiga. Adoraba a Eva, pero César era su pareja y tenía que confiar en él. Si tenía que escoger entre ambos, Eva siempre saldría perdiendo.
Salió del privado sintiendo sobre sí el peso del mundo entero. Como autómata, llegó hasta su auto en el estacionamiento y se marchó a casa.
Una vez en su apartamento, aventó el bolso y las llaves en el sofá, se quitó los zapatos, que estaban matándola, y se dirigió a la diminuta cocina a por una copa de vino. Por más que lo intentó, las palabras de Eva seguían rondando en su cabeza.
Apesadumbrada, sacó el móvil y comenzó a marcar; al instante canceló. «¿Qué demonios estoy haciendo? César es mi novio, llevamos tres años juntos; jamás se atrevería a engañarme. Además, Mónica es la hija de nuestro jefe, está incorporándose a la empresa, no es de extrañar que esté presente en las cenas y reuniones de su padre».
—Ay, Eva, ¿qué me has hecho? —murmuró al tiempo que bebía un sorbo de vino tinto y encendía el televisor.
Ni su programa favorito logró distraerla, la duda impuesta por su amiga encontró cobijo en sus inseguridades y las acrecentó.
No era tonta, sabía que César era un hombre que no pasaba desapercibido, su impecable modo de vestir, aunado a unos ojos ambarinos de mirada hipnótica, pícara sonrisa y una chispeante personalidad eran difíciles de ignorar. Nadie mejor que ella para dar testimonio, ya que había caído rendida a él desde el primer «Hola».
Su novio era un hombre extrovertido, atrevido y muy social, todo lo contrario, a ella.
«Vamos, Abby, deja el asunto por la paz o terminarás loca». Apagó el televisor y se aventuró por una tercera copa con la esperanza de que el milagroso elíxir la envolviera con su mágico efecto relajante y le permitiera dormir sin problema.
Una vez en su recámara, miró su reflejo en el espejo del tocador. Según decían sus amigas y el propio César, era una chica guapa, pero al pensar en Mónica López se sintió inferior. Esa mujer era el estilo en persona, nunca se salía un pelo de su peinado, el maquillaje siempre impecable, la ropa de diseño súper chic, rica, mimada, segura de sí… Esa joven era un claro ejemplo de la perfección femenina que el dinero podía comprar.
Cansada de pelear consigo misma, decidió creer que las acusaciones de Eva no podrían estar más fuera de lugar. Mónica podía tener a sus pies al hombre que deseara con tan solo chasquear los dedos, ¿por qué habría de poner sus ojos en un simple empleado de la compañía, como lo era César, pudiendo pescar un pez más gordo?
«Es absurdo pensarlo siquiera. Mejor ya duérmete, Abigail, y deja de torturarte con cosas que no pasarán».
Aun con el brebaje prodigioso corriendo por sus venas, pasó una noche intranquila. La lucha entre mantenerse leal a César y las inseguridades acrecentadas por las palabras de Eva le espantaron el sueño llenándola de incertidumbre.
Por la mañana, en cuanto llegó a la oficina, Abby sintió enrarecido el ambiente; a su paso, los compañeros de piso dejaban de hablar para ponerse a murmurar. Pensó que quizá se debía a que, después de una mala noche, su aspecto dejaba mucho que desear. Observó su reflejo en uno de los cristales que dividían los cubículos y, para su sorpresa, descubrió que el maquillaje había hecho un buen trabajo al ocultar las ojeras. Su traje lucía impecable, como siempre, así que optó por descartar que el cuchicheo se debiera a su aspecto, lo que la intrigó aún más.
—¿Es mi imaginación o todos actúan de forma extraña hoy? —preguntó a Lucy, la recepcionista.
—Seguro que comentan sobre la cena de esta noche.
—La cena por fin de año. ¡Lo había olvidado! Ni siquiera me he comprado un vestido.
Eva se acercó en ese instante.
—Deberías tomarte la tarde libre, ir de tiendas, comprar el vestido más sexy que te encuentres y unos tacones de vértigo, así como pedir hora en el salón de belleza.
—Te agradezco el consejo, Eva, pero creí que ayer había dejado clara nuestra nueva postura. —Dio media vuelta y se encaminó a su oficina, aun así, alcanzó a escuchar lo que las chicas comentaron sobre ella mientras se alejaba.
—Pobre Abby, es tan dulce. No tiene ni idea, ¿verdad?
—No.
—Eva, ¿no crees que alguien debería decirle?
—Lucy, a estas alturas, creo que lo mejor es dejar que el destino siga su curso.
—Es una pena.
—Lo sé, Lucy, lo sé.
Inquieta, Abby tomó su bolso y se marchó. Eva tenía razón en una cosa: necesitaba un vestido nuevo.
La cena anual de la compañía se celebraba en el salón principal de uno de los más lujosos hoteles de la ciudad de México. Abby llegó temprano y lo primero que hizo fue sacar el móvil para revisar, por enésima vez, si César la había llamado.
En las últimas semanas, él se había comportado de forma extraña, pero ella prefería achacarlo al exceso de trabajo que su nuevo puesto conllevaba a consecuencia del ascenso. Después de todo, suponía que adaptarse a las responsabilidades contraídas al ser el director de Planeación y Proyectos Especiales, no era cosa fácil.
—¿Dónde estás, amor mío? —murmuró buscando su rostro entre los presentes.
—Aún no llega —aclaró Eva y le ofreció una copa de champaña.
—Creí que…
—Sí, ya sé lo que dijiste y no me importa; soy tu amiga y lo seré hasta el día en que me muera. Por cierto, ¿de dónde sacaste ese vestido? Está de muerte.
—¿Te gusta?
—¡Claro! Te ves guapísima.
—No estaba muy convencida al principio, es muy ajustado y corto, además, el rojo es un color muy llamativo, y en lentejuelas… no sé —vaciló insegura—. La verdad es que nunca me hubiera atrevido a usarlo, pero la dependienta fue muy persuasiva. ¿Crees que a César…?
—Le encantará —aseguró al tiempo que observaba a detalle la prenda—, estás hecha toda una muñeca Barbie.
Y no mentía, el vestido corto, encima de la rodilla, manga larga y con un discreto escote redondo al frente, se pegaba a las curvas de la rubia de tal forma que debía estar prohibido. La hizo girar sobre los altos tacones y, al ver el descarado escote en la parte trasera, soltó una risita. La sensual abertura dejaba al descubierto la piel hasta donde la espalda insinúa dos coquetos hoyuelos a los lados de la columna.
—¿Quién te viera, Abigail Santos? —expresó con un deje de envidia—. Si ya de por sí el vestido es un escándalo escarlata, el escote en tu espalda es…
—Ni lo digas, que estoy a punto de correr a cambiarme.
—Sobre mi cadáver, ¿oíste? —amenazó Eva, con una sonrisa maliciosa.
Abby llevaba el cabello suelto, cosa que normalmente no hacía, y un maquillaje un tanto cargado. La cascada rubia caía sobre sus hombros y espalda en grandes ondas doradas. A sus ojos la maquillista les había dado un toque de sombra en tono ahumado y a los carnosos labios, un brillo carmín.
Abby era una mujer esbelta y un tanto alta, de finas facciones y exquisitos modales, esto debido a la severa educación que recibió tanto en casa como en los colegios de monjas a los cuales asistió.
—Gracias, Eva. —Sonrió insegura de su imagen. La fem fatale, no iba con ella.
—¿Por qué?
—Por ser mi amiga a pesar de que me ponga pesada.
—Aún no agradezcas, espera a que pase la cena y tengas que llorar en mi hombro.
—¿De qué estás hablado?
—De eso. —Señaló la puerta.
En ese momento, el señor López cruzaba el umbral junto con su hija Mónica, pero ella no iba sola; colgada del brazo de un hombre, la mujer sonreía con ese aire de diva que siempre la había caracterizado.
—¿Qué hace él…?
—Espera unos minutos y lo sabrás —sentenció Eva y sorbió de su copa el líquido dorado.
El señor López se acercó al estrado, tomó el micrófono y comenzó con el discurso que, año tras año, daba en la cena anual de la compañía que pertenecía a la familia desde varias generaciones.
—Para finalizar, quiero hacer un anuncio que me llena de orgullo. Acércate, preciosa —pidió—. Mi querida hija acaba de comprometerse en matrimonio con el nuevo director de Planeación y Proyectos. Un aplauso para Mónica y César Castilla.
Abby sintió el momento exacto en que su corazón se detuvo; por un instante todo a su alrededor parecía moverse en cámara lenta. Paralizada, observó como su «novio» subía al estrado tomado de la mano de la hija del dueño de la compañía.
De pronto recordó la extraña conversación que había tenido con él cuando regresó del viaje por Canadá. «Abby, linda, ¿confías en mí?», le había preguntado».
Ella, tontamente, le había respondido que sí. Entonces él le habló sobre que estaba trabajando en algo que ayudaría a afianzar el futuro económico de los dos para siempre. Que tendrían que pasar duras pruebas, pero que al final podrían estar juntos y felices.
Abby jamás esperó que dicho «trabajo» fuera casarse con la hija de un millonario y dejarla a ella en el plano de la querida o mantenida.
Conmocionada hasta el punto del desmayo, ni siquiera notó que su amiga la tomó del brazo.
—Será mejor que nos vayamos. Nada tenemos que hacer aquí —apuntó Eva al tiempo que luchaba contra el impulso de romper unos cuantos cuellos.
—¡No! —gritó Abby aturdida.
—Abby, déjalo ya. No vale la pena. —La miró con súplica—. No le des el gusto a estos carroñeros de presenciar un espectáculo. —Señaló a los presentes a su alrededor, que la miraban como aves rapaces a la espera de una nueva tanda de carne a la cual devorar.
—¿Lo sabían? ¿Todos ellos…? —murmuró aturdida.
Las interminables preguntas que se arremolinaban en su cabeza eran como una roca que golpeaba con fuerza a sus apaleadas emociones.
—Supongo que, al menos la mayoría, sí —reconoció Eva con pesar.
—¿Desde cuándo?
—Abby, no creo que este sea el mejor sitio para…
—¿Estás feliz? ¿Ambas lo son? —Señaló con dedo acusador a Eva y después a Lucy, que recién se acercaba.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Abby, somos tus amigas! —chilló Lucy afectada.
—No puedes negar que intentamos advertirte un millón de veces —se defendió Eva.
Al borde del colapso, Abby se llevó las manos a la cabeza. Reconoció que sus amigas habían tratado un sinfín de ocasiones de hablarle sobre César y su extraña cercanía con los López, en especial, con Mónica.
Tomó una bocanada de aire para refrenar el impulso de correr hasta él y gritarle hasta lo que no era sensato de pronunciar, de arrancar a puños los mechones peliteñidos en negro azulado de la mujer que sonreía encantada con la atención que recibía, así como desgarrar el fino vestido de diseñador que la envolvía en un aire de supremacía.
En un momento dado, las miradas de ambas se cruzaron y, por un breve instante, Abby sintió que Mónica la retaba con burla. Fue un momento tan fugaz que dudó de su veracidad. La hija del jefe reflejaba un aura de inocente felicidad que era imposible creer que existiera maldad o malas intenciones en esa criatura tan refinada y angelical. Se aferraba a César como si este fuera una tabla de salvación. Lo miraba con tal adoración que Abby no pudo evitar sentir pena por ella.
«Otra estúpida que se deja embaucar y cae en las fauces de ese tiburón sin escrúpulos», pensó sintiendo asco de sí misma por ser tan ingenua. César había sido su único novio. El primer hombre en el que confió y al que se entregó sin reserva alguna.
Observó todo a su alrededor y se dio cuenta de que los asistentes se habían dividido en grupos, en los cuales se hacían murmuraciones y cuchicheos. Algunos eran más disimulados que otros, pero en general todos estaban expectantes de ella.
Descubrir las miradas de lástima en unos, compaginadas con las de burla de otros, fue una puñalada mortal.
Derrotada, se aferró al brazo de sus amigas.
—Sáquenme de aquí, por favor —suplicó tragándose las lágrimas y, con piernas vacilantes, abandonó el recinto.
—Lo siento tant