1
Elaia
¡Qué ganas tenía de que acabara la maldita reunión!
Cuando Fernando Orellana se pone petardo, se pone de verdad. Le encanta escucharse, al muy becerro. Estoy convencida de que antes de presentarse en la sala de reuniones se planta delante del espejo y ensaya; no es normal que, cada dos frases, te suelte una que te obliga a abrir Google y consultar la RAE para saber qué puñetas está diciendo.
—Repetición, por favor.
Le he interrumpido tres veces alzando la mano. No le ha gustado, claro, le repatea que lo hagan cuando está soltando su discurso, pero me ha importado menos que cuarto kilo de pimientos fritos que se haya cabreado tras el coro de risas.
No soy lela. De hecho, siempre saqué estupendas notas en lengua. Pero es que lo de Orellana me supera, de verdad. Me gusta conversar, intercambiar ideas, no acudir a un soliloquio de frases rimbombantes. Por la rabia que he visto en su mirada sé que, de haber podido, me hubiera echado de la reunión. O enviado de cabeza al departamento de personal para que me preparasen el finiquito.
Pues que se joda, que a mí no puede ponerme de patitas en la calle. Por varias razones: soy muy buena en mi trabajo —la falsa modestia me cabrea—, soy rápida y tengo más ideas que una raposa. Al menos eso me decía siempre mi abuela. Además, poseo un buen porcentaje de acciones en el negocio. Y por si eso fuera poco, mi padre es el dueño de Imagine, una de las más reconocidas empresas de decoración a nivel nacional. Nuestros proyectos de arquitectura e interiores destilan pasión y no se ciñen a los deseos del cliente: los sobrepasan. El negocio va viento en popa y es muy posible que abramos una delegación en Nueva York el año que viene, cuya dirección me ha ofrecido mi padre y yo he rechazado. Me gusta viajar, pero no me acostumbraría a vivir fuera de España, mucho menos a separarme de él.
No, no, no, esto último, lo de ser la hija del dueño, no tiene nada que ver, que os veo venir. Quiero que quede constancia de que me he ganado el puesto a pulso, mi adorado padre no me ha regalado nada —salvo pagarme la carrera— y comencé haciendo recados de un despacho a otro. ¿Qué os habíais creído? Aprendí del mejor, que para mí es él; tal vez por eso me costó lo suyo demostrar mi valía profesional ante ese peso pesado. Y muchas veces no estamos en absoluto de acuerdo porque su estilo es sobrio, pleno de elegancia, y el mío alocado, puede que incluso excesivo. Pero gusta; es de lo que se trata en un negocio.
—¿Te marchas?
Belén se acerca a mi mesa y deja la carpeta de color sepia. Dentro, mi proyecto para un tenista que quiere redecorar un chalé que acaba de adquirir. Le he pedido que me dé su opinión, conoce el negocio más que muchos de nosotros, no en vano lleva veinte años ejerciendo de secretaria de mi padre. Quiero saber qué le parece mi idea porque no se anda con paños calientes, si algo le agrada te lo dice, y si no también, por eso siempre nos hemos llevado de lujo a pesar de la diferencia de edad. Ha cumplido medio siglo, aunque cualquiera lo diría viéndola tan guapa, todavía con un buen tipazo, siempre perfectamente peinada y maquillada. Esa es una de las cosas que siempre me recrimina desde el cariño, que no me importa demasiado la pinta que lleve. Es que para mí lo que prima es la comodidad, con unos pantalones anchos y una camiseta voy lista. Para calzar, manoletinas, aunque me diga que cuando camino con ellas mis andares se asemejan a los de Jhon Wayne.
—Tengo que hacer compra, mi frigorífico parece el desierto de Gobi y no me queda ni un rollo de papel higiénico.
—Llévate alguno de aquí.
—Gracias, pero no. Solo uso de triple capa, máxima suavidad. Y rosa, a ser posible.
—Estás como un cencerro, tesoro.
—Así soy yo: maniática para ciertas cosas. Bueno, ¿qué te ha parecido? —Señalo la carpeta con la barbilla.
—Me gusta.
—Así, sin más. —No parece buena señal y me corre un gusanillo de preocupación por el cuerpo.
—Atrevido.
—Era lo que buscaba.
—Entonces has acertado. No, en serio —sonríe—, creo que es sensacional. Lo que no sé es lo que va a decir tu padre.
—El proyecto es mío, a ti te ha gustado… ¿Qué va a decir? Sabes que valora tus opiniones tanto o más que yo.
Asiente, se da la vuelta y chasca los dedos por encima del hombro.
—Buen finde, preciosura.
—¿Quieres que te acerque a casa?
—Me quedo un rato para terminar unas facturas. Pero recuerda que me debes una comida, no te la perdono.
Es cierto. Prometí que hoy comeríamos juntas y que yo pagaría, pero ha sido imposible.
—El pestiño de Orellana no nos ha dejado respirar con el asunto del complejo hotelero, ya has visto que incluso nos han traído un catering. El lunes te voy a invitar a Viridiana, reservo esta misma tarde, y te juro que se te van a caer las lágrimas cuando pruebes los huevos fritos con trufa de Abraham García, lucero mío.
Se echa a reír, mueve la cabeza como dejándome por imposible y se aleja con ese caminar elegante y sensual que a mí me gustaría tener.
Busco la nota que he hecho de la compra y apunto el nombre del restaurante; con tantas cosas como tengo en la cabeza o lo anoto o se me olvida y no quiero quedar como una cerda con Belén, que le tengo mucho cariño.
Doy un vistazo al reloj, reniego por lo bajo, agarro la carpeta, la meto en mi bolso