Dime lo que deseas

Jude Deveraux

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Prólogo

Langley, Virginia. 1970

—Ponte fuerte y broncéate bien. ¿Crees que el cerebro te alcanzará para hacer las dos cosas?

El hombre era tan alto como Kit, unos centímetros menos de un metro ochenta, pero mucho más corpulento. Kit se preguntó si su propio cuerpo triplicado sería tan ancho como el del oficial que, con sus cortos cabellos negros, parecía un oso de tebeo.

—Sí, señor.

La espalda de Kit estaba tan recta que parecía de acero.

—Y cuando te recojamos en otoño y te bajes los pantalones, no quiero ver tu culo blanco y reluciente. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor, debo tomar el sol desnudo.

En cuanto hubo pronunciado las palabras supo que había cometido un error: el tono era demasiado elitista, demasiado propio de su condición, que, por supuesto, no le permitía ser «uno de los chicos». Su padre no engrasaba coches. Su padre había detenido un par de guerras tribales en Oriente Medio, pero eso no era algo de lo que Kit pudiera jactarse.

Cuando el hombretón se inclinó hacia delante, Kit mantuvo el tipo y se obligó a no retroceder.

—Qué ha sido eso, ¿un comentario? ¿Una broma? ¿Te burlas de mí, chico?

—¡No, señor! —contestó, casi gritando.

El sudor le recorría la nuca.

Eran las seis de la mañana y lo habían sacado de una sesión de entrenamiento para llevarlo al despacho de ese hombre, pero no le había importado; tenía diecinueve años y era el más joven de los reclutas —algunos de ellos habían pasado un par de años en Vietnam—, de modo que era el blanco de todas las pullas.

«¿Ya te han destetado, chaval? ¿Ya no llevas pañales?»

«Echas de menos a tu mamá, ¿verdad?»

«Hace unos años tuve un ligue de una noche con una chica llamada Montgomery. ¿Crees que puedo ser tu papá?»

Kit no había dejado de sonreír, pero cada dardo había aumentado su decisión de llevar a cabo una tarea para la cual estaba especialmente dotado.

El hombretón retrocedió un paso.

—Te... bañarás —dijo en tono burlón— como quieras, pero en septiembre quiero que tú y tu narizota tengáis el aspecto de haber vivido en el desierto desde que te parieron. ¿Queda claro?

—Sí, señor.

El hombre retrocedió otro paso y contempló a Kit con mirada desdeñosa. Como todos los miembros de la familia de su padre, Kit era alto y delgado, más parecido a un corredor que ese individuo, que quizás era capaz de levantar coches.

—No sé en qué estarían pensando cuando te eligieron —masculló—, solo eres un crío, y tan flacucho que podrías pasar por el ojo de una cerradura —añadió, meneando la cabeza—. ¿He de recordarte que nadie, ni siquiera tu famoso padre, debe saber la misión para la que algún idiota te escogió?

—No, señor, no es necesario.

—¿Crees, Montgomery, que podrás reunirte con tu parentela sin contarles el motivo... cómo lo dijiste..., por el que tomas el sol desnudo?

—No estaré con ellos, señor.

Kit no le dirigía la mirada directamente, sino más allá de su hombro.

—Ah, es verdad —dijo el hombre en tono de desprecio—. Eres rico. Por eso tienes muchas casas, ¿verdad?

Kit no sabía si debía contestar o guardar silencio. Llevaba días pensando que no le convenía pasar el verano con su familia antes de embarcar: eran demasiado intuitivos y curiosos. Sabrían que tramaba algo y harían lo que fuera para averiguar de qué se trataba. Y como los conocía bien, sabía que eran muy capaces de impedir que llevara a cabo su propósito.

Nadie debía saber que se entrenaba para una misión secreta en Libia. Un joven llamado Muamar al Gadafi acababa de hacerse con el control del país y Kit debía averiguar qué planes tenía. Gracias a la carrera diplomática de su padre, Kit dominaba el árabe y sus dialectos: los conocía todos, desde el clásico, pasando por el libanés —que era medio francés—, hasta el árabe gutural que hablaban los saudíes.

Por otra parte, Kit había heredado la nariz aguileña de la familia de su padre y los ojos oscuros del linaje italiano de su madre. Moreno y vistiendo las ropas idóneas, podría sentarse en un souk y fumar en pipa de agua sin llamar la atención.

Meses atrás, un amigo de su padre, un antiguo embajador estadounidense en Siria, había pasado una semana en la casa de su padre en El Cairo. Kit había notado que el hombre lo observaba mientras él jugaba al fútbol con los egipcios, comía shawarma comprado a un vendedor callejero y discutía acaloradamente con un taxista árabe. Justo antes de partir, el embajador pidió hablar con Kit en privado y empezó por preguntarle si quería ayudar a su país. Esta cuestión fue un dramático preámbulo que apeló al profundo patriotismo de Kit y, sin dudar ni un instante, el muchacho aceptó.

No resultó fácil mentir a su familia y decirles que quería dejar la universidad durante un año para viajar por el mundo. El único que pareció adivinar la verdad fue su padre. Lo miró fijamente unos momentos y luego dijo:

—¿Qué podemos hacer para ayudarte a preparar este... este viaje?

—Sácame de aquí —contestó Kit sin reflexionar, pero su padre asintió con aire comprensivo.

Dos días después, Kit recibió una invitación para pasar el verano en Tattwell, una vieja plantación que pertenecía a unos parientes de su madre, los Tattington.

Cuando Kit guardó silencio tras la pregunta de su superior, el hombre agitó la mano.

—Vale, puedes irte. Solo recuerda que yo estaré entre los que vengan a recogerte, así que más te vale estar en forma y bien bronceado para entonces. ¡Y ahora largo!

Kit llegó a Summer Hill, Virginia, esa misma noche y al día siguiente miró a los ojos a la mujer que amaría durante el resto de su vida. Pero la señorita Olivia Paget no compartía estos sentimientos. De hecho, su corazón iba exactamente en sentido opuesto. Y, como si su vida dependiera de ello, Kit se empecinó en conseguir que cambiara de parecer.

Tripa

Capítulo 1

1

Summer Hill, Virginia. En la actualidad

«Arrepentimiento», pensó Olivia mirando en torno al pequeño restaurante. En un programa de entrevistas de la tele que había visto esa mañana, la joven y perfecta entrevistadora de cabellos de brillo poco natural preguntó a un viejo actor si había algo de lo cual se arrepentía en su larga carrera en el mundo del espectáculo.

El hombre dijo que no, desde luego. Que su vida había sido estupenda y que no cambiaría nada. ¿Acaso podía decir otra cosa? ¿Que se arrepentía de haberse casado con su segunda mujer, que lo despojó de todo lo que había conseguido en cuarenta años de carrera en el cine? ¿Que ojalá no hubiera aceptado actuar en las tres películas de terror realmente malas cuando estaba sin un céntimo? ¿Y los doce años que pasó entregado a las drogas y el alcohol? Pero entonces los críticos afirmaron que actuaba mejor cuando estaba borracho. Tras la rehabilitación se volvió serio y aburrido, y un coprotagonista dijo que el bourbon parecía ser la gasolina que alimentaba su dicha.

Pero el actor dijo que no se arrepentía de nada. «¡Brindaré por eso!», pensó Olivia.

¿Qué habría dicho Olivia si esa entrevistadora, enfundada en un vestido más ceñido que la piel de una serpiente, le hubiese preguntado de qué se arrepentía en su vida?

«Del sexo —habría contestado—. Me perdí esos años preciosos del sexo joven. Empotrada contra una pared, follando en el asiento delantero de un coche con la palanca de cambios clavada en la espalda, el sudor goteando de la nariz de ambos, el amanecer tras haber disfrutado toda la noche y al día siguiente estar tan dolorida que apenas puedes dar un paso. Me arrepiento de haberme perdido eso. ¡Un verano no fue suficiente!»

Se imaginó la cara que pondría la entrevistadora, con su congelado maquillaje de alta definición que le daba una apariencia como de plástico. ¿Se mostraría severa y diría: «Eso no es lo que se supone que debes contestar.»? ¿El canal borraría lo que Olivia había dicho? ¿Quizá Robin Williams sonreiría desde el cielo y diría: «Así se hace, muchacha.»?

Para Olivia, uno de los grandes misterios de la vida era el motivo por el cual los jóvenes creían que las necesidades, las ideas, los deseos sexuales —todos y cada uno de estos— desaparecían con la edad. ¿En qué momento una persona dejaba de ser «sexy» y pasaba a ser «mona»? «Son una pareja tan mona...» Eso era lo que los chicos decían automáticamente sobre las personas mayores de... Olivia no estaba segura de cuándo. ¿Y a qué edad se suponía que uno debía olvidar que una vez mantuvo relaciones sexuales? Olvida esos días que pasaste desnuda junto al estanque. El aroma de la hierba aplastada bajo tu cuerpo, el agua tan tibia cubriendo tu piel y él, lamiendo las gotas. Si alguien de más de cincuenta años hacía un comentario sexual, los chicos se espantaban. ¿A qué edad una volvía a ser virgen?

—Hola.

Ella alzó la vista y vio a un joven alto y fornido —al menos a ella le parecía joven— de unos treinta años, tal vez algunos más. Era bastante apuesto y su mirada poseía una suerte de energía feroz que, en opinión de Olivia, sin duda le permitía obtener lo que quisiera. La camisa y los pantalones que llevaba parecían informales, pero ella se dio cuenta de que estaban hechos a medida. Sin embargo, su aspecto desenvuelto parecía artificial, como si fuera un actor interpretando un papel.

—¿Es usted la señora Montgomery? —preguntó el recién llegado.

Hablaba en el tono de un locutor, sin deje alguno, pero ella hubiese apostado que era algo aprendido.

—Sí. ¿Y usted viene de parte de la doctora Hightower?

—Sí. ¿Me permite? —preguntó amablemente y aguardó a que Olivia le indicara que podía tomar asiento en la silla frente a ella. Se sentó y luego llamó a la camarera. Tal como Olivia supuso, la empleada no tardó nada, y cuando él pidió un café observó complacida que su interlocutor no se quedaba mirando a la joven y bonita camarera—. Jeanne, la doctora Hightower, dijo que usted nos llevaría hasta la casa.

—Sí, pero hemos de esperar a Elise, la otra inquilina. Me envió un mensaje de texto y dijo que llegaría dentro de unos minutos.

Cuando la camarera le sirvió el café, también depositó un plato de pequeñas galletas de limón en la mesa

—Invita la casa. Para... —dijo, echando un vistazo a Olivia— los dos.

Olivia conocía a la madre de la muchacha y solo tuvo que parpadear para que se marchara. Cuando volvió a dirigir la mirada al hombre se preguntó si realmente no era consciente de la atención que le prestaba la camarera.

—Supongo que Jeanne le dijo que soy Ray Hanran.

—Solo me dijo sus nombres, pero supuse que usted y Elise eran amigos.

—No —dijo él—. No conozco a mi nueva compañera de piso. Se suponía que una mujer mayor había de instalarse con nosotros, pero al final desistió.

Olivia no pudo evitar fruncir el ceño.

—Sé que la otra inquilina es bastante joven.

—¿Ah, sí? No tenía ni idea. Ya sabe cómo es Jeanne: no cuenta casi nada.

—La verdad es que no la conozco. Quien me pidió que los acompañara a la finca de Camden Hall fue Kit, mi marido.

—¿Finca? Eso suena más grande de lo que creía.

—La casa de verano de Jeanne es uno de los cuatro edificios más pequeños situados en lo que antes era una propiedad bastante imponente. —A Olivia le preocupaba el arreglo—. Elise, la joven, ¿sabe que pasará el fin de semana con un desconocido? —dijo, echando un vistazo elocuente a la alianza que el hombre llevaba en la mano izquierda.

A juzgar por su sonrisa, el tipo sabía qué estaba pensando ella.

—No sé qué le habrán dicho. Yo no organicé esto. Jeanne tardó semanas en convencerme de que debía hacer una pausa en el trabajo e instalarme en una pequeña cabaña en el bosque —dijo, abriendo los ojos—. ¿Cree que esto es como un servicio de contactos? No es así, ¿verdad? La idea no será juntarme con alguna solitaria paciente de Jeanne...

Se inclinó hacia atrás y Olivia temió que se dispusiera a marcharse... Eso decepcionaría mucho a Kit.

—La verdad es que no sé nada —se apresuró a decir—. Mi marido tuvo que ir a Washington y me mandó un correo electrónico diciendo que una psicóloga, la doctora Jeanne Hightower, enviaba a dos de sus pacientes para pasar un largo fin de semana. Me pidió que me reuniera con ustedes dos en este restaurante y los acompañara hasta allí. No resulta fácil de encontrar.

Ray frunció el ceño.

—No entiendo nada. Tengo... —bebió un sorbo de café y pareció considerar si hacerle una confidencia—. Mi matrimonio está en horas bajas y me recomendaron a Jeanne. Hace semanas que voy a verla, pero no he avanzado, aún soy incapaz de tomar una decisión. Cuando ya me planteaba abandonar la terapia, Jeanne empezó a insistir en que viniera a Virginia para pasar unos días en su casa de verano. Finalmente cedí y aquí estoy.

De pronto parecía absolutamente aterrado.

—Esto no será uno de esos lugares de retiro, ¿verdad? Donde se supone que debo llevar una túnica blanca y hablar de mis... mis sentimientos.

Al oír su tono temeroso Olivia no pudo evitar una carcajada.

—No, nada de eso. Se trata de una bonita casa de tres habitaciones y tres baños, y ha estado vacía durante años. Yo ni siquiera sabía que la habían vendido. He vivido en Summer Hill toda mi vida, pero solo he estado en la propiedad de Camden Hall una vez, y eso fue hace mucho tiempo. Pero ahora que vivo allí...

—¿Vive allí y solo la ha visto una vez?

A Olivia no le gustaba hablar de su vida personal, pero sabía que debía hacer algo para evitar que el hombre se marchara. En un tono más sosegado, el que a menudo utilizaba para dirigirse a los desconocidos, explicó:

—Verá, es que acabo de contraer matrimonio. —Esperó su expresión atónita; los jóvenes parecían creer que las mujeres mayores nacían ya casadas. En efecto, él pareció sorprendido, pero se recuperó con rapidez—. Cuando nos casamos, mi marido me dio la escritura de una casa en la finca Camden. Él y yo estábamos juntos hace años, la primera vez que vimos la vieja Casa del Río en la propiedad, de modo que él sabía cuánto me gustaba ese sitio.

Hizo una pausa y recordó ese caluroso día, cuando ambos estaban desnudos: cuerpos jóvenes y fuertes brillando bajo el sol. Volvió a mirar a Ray.

—Mi marido me compró la casa, pero yo no la he visto. Después de la boda emprendimos una luna de miel de varios meses para visitar los lugares donde él había trabajado como diplomático. —«Lugares que debería haber visto con él», pensó, pero no lo dijo. Hacía poco, Kit también le había presentado a gente que debería haber conocido durante los últimos más de cuarenta años—. En cuanto regresamos a Estados Unidos, Kit recibió una llamada de alguien de Washington y tuvo que marcharse, así que yo regresé a Summer Hill y he pasado la última noche en casa de una amiga. Una vez que usted y la joven Elise se hayan instalado en la propiedad de la doctora Hightower, he de ir al hogar que mi marido compró para nosotros. Se encuentra en el otro extremo de la finca.

Él la miró un momento, como si considerara esa información.

—¿No se supone que un novio debe cruzar el umbral de la nueva casa con la novia en brazos?

Si Olivia no se hubiera hecho esa pregunta habría reído, pero su desilusión era manifiesta. La primera vez que viera el interior de la casa quería estar con Kit. Entre otras cosas, el motivo de su prolongada luna de miel había sido reformar, pintar y amueblar el viejo edificio. Todos los días disfrutaban al ver las fotos que la decoradora y su equipo les enviaban. Habían comenzado eliminando las telarañas y los ratones, un mapache en el altillo y el cableado eléctrico de los años cuarenta. Pero por debajo de la mugre había bonitas vigas antiguas y un hogar de piedra, y enormes ventanas que daban a un bello estanque con una isla en el centro. ¡Todo sería perfecto!

Pero por más que disfrutaran viajando y comprando cosas para su nuevo hogar, hubo momentos en que Olivia se sumía en oleadas de un arrepentimiento tan profundo que se quedaba inmóvil. Hacía tanto tiempo que Kit y ella se conocían y deberían haber estado juntos... Ella debería conocer los mejores lugares para ir de compras en Estambul, debería haber aprendido a hablar árabe porque debería haber vivido con Kit cuando estaba destinado en Egipto. Debería...

Cuando contempló a Ray, que seguía sentado en silencio observándola, descubrió que la mirada de él casi resplandecía de curiosidad. Olivia tardó un instante en identificar esa expresión.

—Usted es vendedor, ¿verdad?

Ray soltó una carcajada y casi escupió el café, pero cogió una servilleta y se cubrió la boca.

—¿Qué me ha delatado?

—«Un aspecto flaco y hambriento» —dijo ella, citando a Shakespeare—. A ver, ¿qué es eso que pretende venderme?

—Quédese con nosotros.

—¿Qué quiere decir?

—Jeanne me envió aquí para darme tiempo para pensar. Cuando estoy trabajando en la ciudad o en casa con mi esposa Kathy, no puedo distanciarme y ver qué está ocurriendo. Según Jeanne, necesito pasar un tiempo lejos de todo eso para tomar lo que será la decisión más importante de mi vida. —Hizo una pausa—. Pero las cosas han cambiado. Creí que habría dos mujeres en la casa y que ellas podrían...

Olivia lo observó mientras él cogía una galleta y la comía lentamente.

—Ellas podrían cocinar y entretenerse juntas, y así usted tendría libertad para hacer lo que le viniera en gana.

Ray rio.

—¿Está segura de que no es la hermana de Jeanne? Pues sí, soy un mimado. Kathy y yo no tenemos hijos, así que soy... —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Usted lo es todo para ella?

—Sí, así es. En realidad, Kathy no tiene vida propia. Solo estoy yo.

—Entonces ¿qué va mal? ¿Un problema en el trabajo?

Ray inspiró profundamente.

—Quiero divorciarme, pero no sé cómo decírselo a mi mujer.

—Ah —dijo Olivia—. Eso sí que es un problema. Y comprendo que debe reflexionar largo y tendido al respecto.

—Sí, pero si estoy solo en esa casa con esa joven, puede que ella se haga una idea equivocada de mí.

Era lo contrario de lo que Olivia había pensado, pero no le faltaba razón. Las mujeres se sentían atraídas por él.

—Quédese con nosotros —repitió Ray—. Solo serán unos días, y cuando su marido regrese, podrá cruzar el umbral llevándola a usted en brazos. Tal como debe ser.

—Hum. —Durante un momento Olivia fingió considerar la idea, después se inclinó hacia él—. ¿Está deseando preguntarme si sé cocinar?

—Si no sabe cocinar, estaré condenado a alimentarme de pizza —dijo Ray con expresión seria.

—¿Y echar a perder su perfecta figura? Eso sería una auténtica tragedia.

Olivia bromeaba para disimular lo que estaba pensando. La primera vez que viera las telas y los colores que ella y Kit habían escogido, quería que él estuviera presente. Quería risas y, y...

«Recuerdos», pensó. En la actualidad ambos tenían sesenta y tantos años. ¿Cuánto tiempo les quedaba para elaborar recuerdos que deberían haber compartido durante los últimos cuarenta años? Sabía muy bien que eso era tiempo suficiente para que los hijos crecieran, para que los nietos alcanzaran la adolescencia. Pero ella y Kit se habían perdido todo eso. Esos recuerdos no existían.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Ray.

—Sí, por supuesto —contestó Olivia—. Creo que deberíamos esperar a que llegue Elise antes de tomar cualquier decisión.

—Buena idea —dijo él—. Pero se lo advierto: si ella es una especie de pequeña corderita perdida en busca de un padre, me largo.

Olivia parpadeó al oír sus palabras, pero sabía que tenía razón. Había visto cómo lo había mirado la camarera y apreció que Ray no le hubiera devuelto una mirada que manifestara «estoy dispuesto si tú lo estás».

Cuando su móvil vibró, él lo extrajo del bolsillo y vio quién lo llamaba.

—Es Kathy, así que yo...

Le pedía permiso para contestar la llamada en privado.

—Desde luego. No hay prisa.

Cuando se puso al teléfono adoptó una expresión preocupada... y si Olivia no se equivocaba, también afectuosa. Lo observó mientras él salía por la puerta lateral del pequeño restaurante y no lo envidió. Estaba casado con una mujer que le dedicaba toda su vida. Olivia lo había visto muchas veces: la mujer no tenía hijos, trabajo ni amigos íntimos, de modo que su marido se había convertido en la razón de su existencia. Sin duda todas las decisiones que tomaba, todo lo que hacía estaba controlado por la pregunta: «¿Esto le gustará a Ray?»

Según la experiencia de Olivia, eso agradaba a los hombres. Y con excesiva frecuencia, los hombres exigían esa clase de sumisión, pero nunca había reflexionado al respecto desde el punto de vista de un hombre que no deseaba ese tipo de atención empalagosa. Un hombre que no quería una esposa que dependiera de él para todo. Olivia imaginó el pánico de la mujer cuando el marido regresaba tarde del trabajo. La histeria ante el crujido de una tabla floja, las llamadas telefónicas incesantes, la permanente necesidad de aprobación.

Además, seguramente se sentía desgraciada cuando Ray no le brindaba toda su atención. ¿Derramaría lágrimas debido a los olvidos de Ray? «Me he pasado todo el día preparando esta cena... ¿y ni siquiera eres capaz de elogiarme?»

Mientras comía una de las galletas de limón, pensó en el problema de Ray: sí, dejar a una mujer como esa tenía que ser una decisión difícil. Alejarse de la ira resultaría más fácil que enfrentarse a todas esas lágrimas.

Olivia miró por la ventana y vio a Ray hablando por el móvil con una sonrisa suave y afectuosa, como si conversara con una amiga querida. Sí: se enfrentaba a una decisión muy difícil.

Cuando se volvió, vio que una joven entraba por la puerta del restaurante y Olivia dedujo que se trataba de la otra inquilina. Tenía unos veintipocos años, era alta, delgada, rubia natural y muy bonita. Llevaba tejanos desgastados, una camiseta y sandalias, el atuendo normal de su generación.

Pero esta muchacha era diferente. Por una parte era perfecta, y no solo físicamente, sino de ese modo inmaculado que solo se alcanza cuando el dinero abunda. La chica se volvió. Olivia vio sus ojos de un azul extraordinario y reconoció la presencia de niñeras y cocineras, pesados cubiertos de plata, colegios exclusivos y un equipo femenino de lacrosse.

En ese instante Olivia tomó la decisión: sí, se quedaría en la casa de veraneo con Ray y esa chica. Tal vez él creía que no sentía interés por otras mujeres, pero ella había visto la ambición brillando en su mirada. Era mejor no tentarlo.

La muchacha se acercó a su mesa.

—¿Es usted la señora Montgomery?

—Sí.

—Estupendo. Soy Elise Arrington. —Depositó su pequeño bolso de lona en el suelo, se sentó en la silla de Ray y entonces vio la otra taza de café—. ¿Había alguien en este sitio?

—Sí, su compañero de piso.

Olivia indicó la gran ventana. Ray todavía hablaba por teléfono con una sonrisa dulce en su rostro apuesto. Observó a Elise contemplando a Ray. ¿Haría lo mismo que la camarera? Pero Elise se limitó a abrir los ojos un poco más. «Posee esa educación perfecta, profundamente arraigada desde la infancia», pensó.

—Es bastante grandote, ¿verdad?

Cierto desdén matizaba sus palabras.

Olivia se alegró de que no le resultara atractivo.

—No sé si la doctora Hightower se lo dijo, pero uno de los tres inquilinos desistió.

Elise se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—¿Se supone que he de compartir la casa con él?

—Ray me preguntó si yo tendría inconveniente en alojarme allí también. En caso de que usted esté de acuerdo, desde luego.

—Sí, me gustaría —dijo. Soltó un suspiro de alivio y se dirigió a la camarera, que la ignoró.

Olivia se reclinó en su silla. No sabía si la situación se estaba volviendo interesante o si debería echar a correr; en realidad, le disgustaba la idea de estar separada de su nuevo marido. Aún no habían resuelto qué harían con sus vidas. Kit estaba jubilado... bueno, en cierto sentido puesto que de vez en cuando seguían reclamando su presencia en Washington. Olivia había pasado gran parte de su vida dirigiendo tiendas de electrodomésticos y procurando formar un hogar para su difunto marido y el hijo de este. Consideraba que lo había hecho bien, pero ante el lecho de muerte de su marido le informaron de que él había dejado las tiendas a su hijo, lo cual significaba que ella se había quedado sin trabajo.

Olivia observó a Elise cuando esta se puso de pie y se acercó al mostrador para pedir una consumición. La mujer junto a la caja registradora —Olivia sabía que era la dueña del pequeño restaurante— se disculpó por la falta de servicio y en cuanto Elise se volvió, la dueña se acercó a la camarera y la regañó. Cuando esta dirigió una mirada furibunda a Elise, Olivia tuvo que reprimir una sonrisa. Ah, la eterna lucha por el macho alfa: Ray era un hombre que conquistar y, para la camarera, Elise era una rival.

Cuando Elise volvió a tomar asiento indicó a Ray con la cabeza.

—¿Con quién está hablando?

—Con su mujer.

—Me alegro de que esté casado. —La dueña depositó un sándwich de atún y pan integral y un vaso de té helado ante Elise—. Si usted prefiere no quedarse, por favor, indíqueme un hotel o una pensión con desayuno de la ciudad.

—Creo que me gustaría alojarme con ustedes dos, pero le aseguro que Ray parece muy simpático. No me parece que lleve segundas intenciones.

—Pero está aquí como parte de su terapia, así que debe de tener algún problema. Me pregunto qué habrá hecho para que lo envíen aquí.

—No quisiera ser cruel, pero ¿no se podría decir lo mismo de usted?

Elise tenía la boca llena y no habló mientras masticaba.

—No he hecho nada. Jeanne me rescató de un psiquiátrico.

—Ah. —Olivia procuró no alzar las cejas, aunque sintió curiosidad por el caso de la joven. ¿Era bipolar? ¿Esquizofrénica? ¿Sufría episodios de violencia?—. ¿Debería...? —empezó a decir, pero no supo cómo seguir.

—No pasa nada —dijo Elise—, no le hice daño a nadie. Creyeron que había tratado de suicidarme, así que me encerraron.

—¿Quiénes?

—Mis padres y mi marido. Este sándwich está buenísimo. Muy fresco.

—¿Intestaste suicidarte? —preguntó Olivia en voz baja y tono compasivo, y optó por tutearla.

—No —dijo Elise, bebiendo un largo sorbo de té—. Estaba tan enfadada con Kent, mi marido, que tenía dificultades para dormir, así que me tomé uno de sus somníferos. Lo que no sabía es que él había triturado cuatro pastillas y las había mezclado con la bebida que me preparó. Cuando desperté en el hospital, Kent lloraba y me suplicaba que le perdonara por haberme administrado las pastillas de más y casi matarme. Le dije que quería el divorcio y un minuto después entraron mis padres con una terapeuta que les decía que yo había intentado suicidarme. Tenía la garganta tan irritada que no podía hablar, pero confié en que Kent les dijera la verdad. No fue así: mintió y dijo que yo misma me había tomado las pastillas. Y nadie me creería, porque acababa de intentar matarme, ¿verdad? Así que me encerraron para «protegerme» y se pasaron semanas hablando de mi depresión suicida. Jeanne fue la única que me creyó cuando dije que si había alguien a quien mataría, ese sería mi marido, no a mí misma. ¿Cree que tienen tarta? Últimamente no he comido gran cosa porque he estado escondida en el maletero del coche de Jeanne durante mucho tiempo, aparte de que me sentía demasiado furiosa como para comer. ¿Sabe dónde está el lavabo?

Olivia parpadeó, incapaz de reaccionar. ¿Escondida en el maletero de la doctora? Esa historia prometía. Le indicó la puerta del lavabo y luego llamó a la dueña, que se acercó cuando Elise se marchó.

—¿Qué necesitas, Olivia? Lamento la conducta de la camarera: rompió con su novio y está buscando otro —dijo y le echó un vistazo a Ray cuando este volvió a entrar—. ¿Está disponible?

—No, en absoluto. ¿Puedes traernos una porción de todas las tartas?

—Hay seis.

—Estupendo. Una porción de cada una y apunta todo en la cuenta de Kit, más una propina del veinticinco por ciento.

—De acuerdo. —Observó a Ray mientras este se acercaba—. Si tuviera diez años menos... —dijo, suspirando. Recogió los platos vacíos de la mesa y se marchó.

Ray se sentó frente a Olivia y luego miró el vaso de té de Elise.

—¿Ya ha llegado?

—Sí —contestó Olivia, que aún intentaba asimilar todo lo que había oído.

—¿Está loca? Como es una de las pacientes de Jeanne...

—No, no está loca —dijo Olivia—. ¿Quiere un poco de tarta? He pedido un montón.

—Me encantaría.

Tripa-1

Capítulo 2

2

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Kit—. ¿Resulta confortable la casa de Estelle?

Olivia sostenía el móvil pegado a la oreja mientras observaba a Ray y Elise, que contemplaban las flores del jardín de su amiga. Ray era un hombre apuesto de un modo un tanto tosco, mientras que Elise parecía una frágil mariposa. Ambos eran tan distintos que no parecían pertenecer a la misma especie.

—¿Estás ahí? —volvió a preguntar Kit.

—Sí, estoy aquí y te escucho. Estabas comentando que quizá tendrías que quedarte en Washington toda una semana. ¿A qué país estás intentando salvar?

—Esto, yo...

—Ya lo sé —lo interrumpió—. No puedes decírmelo. ¿Qué sabes de la doctora Jeanne Hightower?

—Nada, en realidad. Ellie Abbott, la amiga de mi primo Cale, confía ciegamente en ella.

—Ah, comprendo. Dos autores de novelas de misterio.

—Sí —dijo Kit, bajando la voz—. ¿Ha ocurrido algo? Pareces... distante.

—Acabo de toparme con dos problemas muy interesantes, eso es todo.

—Piensas alojarte con los pacientes de Jeanne y echarles una mano, ¿verdad?

Olivia soltó una mezcla de gemido y carcajada.

—No sé si me gusta que alguien me conozca tan bien...

—Puede que me haya perdido algunos años, pero lo recuerdo todo, así que dime qué está pasando.

—Ray es un individuo grandote de treinta y tantos, que quizá se crio en un hogar humilde, pero por lo visto se ha convertido en un vendedor de éxito. Ahora lleva ropa de Bond Street, pero apuesto a que en alguna parte de su cuerpo perfectamente en forma lleva el tatuaje de una pandilla.

—Espero que no te dediques a averiguarlo —dijo Kit—. ¿Y la muchacha?

—Dinero y buena educación. Viste como una chica de la calle, pero tal vez asistió al instituto de la señorita Potter y a Bryn Mawr. Aún no he oído toda la historia, pero creo que trató de rebelarse contra el sistema y acabó encerrada.

—¿En la cárcel?

—No. En un psiquiátrico, pero al parecer Jeanne la ayudó a escapar, la ocultó en el maletero de su coche y atravesó el país con ella.

Kit guardó silencio un momento.

—Creía que lo que yo hacía era emocionante, pero tú me ganas. Me pregunto si me echarás de menos.

—No quiero ver nuestra casa hasta que estés conmigo —soltó Olivia.

—¡Bien! Eso me gustaría. La persona práctica que quería quedarse allí a solas eres tú.

—¿Dices que tú eres el romántico?

—Pavos reales, la caseta del pozo, fiestas sin ropa a la luz de la luna, todo eso fue idea mía. Sí, creo que soy el Emperador de lo Romántico.

Las imágenes del pasado provocaron la sonrisa de Olivia.

—No estoy tan segura. Cuando regreses tendrás que demostrármelo.

—No veo la hora.

Ambos guardaron silencio y se limitaron a respirar.

—Será mejor que corte. El guerrero y la princesa de las hadas han dejado de hablar; puede que Ray empiece a tratar de venderle una montaña que podría albergar oro... o no.

—¿Cuál es su problema?

—Intenta reunir el valor suficiente para decirle a su mujer que quiere el divorcio. Pobrecita, lo siento por ella. Él lo significa todo para ella, pero está a punto de dejarla.

—¿Crees que se trata de otra mujer?

—Probablemente. Ya conoces el dicho: los hombres se divorcian porque han encontrado a otra; las mujeres, porque están hartas.

—No, no había oído eso. —Hizo una pausa—. ¿Tú te habías hartado de mí?

—Sabes que no. Lo que ocurrió entre nosotros fue un accidente. Solo el destino.

—Y dos mocosos malcriados, un pavo real y... y Gadafi.

Olivia rio.

—Buena idea. Echémosle la culpa a él. Tengo que cortar. Ray está mirando su reloj y Elise parece a punto de desaparecer en su propio país de las hadas.

—Ah, mi esposa, la genial observadora de personas. ¡Qué bien me habría venido tu pericia cuando estaba trabajando en Marruecos! Podríamos haber...

—No sigas —susurró ella.

Habían acordado no insistir en todo lo que se habían perdido por no estar juntos durante esos años. Al menos no en voz alta.

—Tienes razón. Será mejor que cortemos. El presidente me espera.

—¿El presidente? ¡No! No me contestes, vete y punto. Te quiero.

—Y yo te quiero aún más. Mantenme al corriente de todo eso, es interesante.

—Lo prometo.

Ambos cortaron de mala gana y Olivia entró en el jardín. Ray y Elise estaban de pie en ambos extremos, sumidos en sus propios pensamientos. Su silencio hizo que a Olivia se le cruzara por la cabeza que la doctora Jeanne Hightower, esa mujer a la que no conocía, había planeado que Olivia se quedara con ellos. Eso habría implicado una organización minuciosa, pero no era imposible. De hecho, la situación apestaba a un exceso de coincidencia. Se suponía que una «mujer mayor» debía alojarse con ellos, pero que había desistido. ¿Acaso solo era simple casualidad que le hubiese pedido a Olivia que los acompañara? Lo dudaba.

—Si estáis listos, podemos marcharnos.

Mientras recorrían la casa, Ray recogió la maleta de Olivia junto a la puerta de entrada, siguió a ambas mujeres al exterior y la depositó en el nuevo BMW, otro regalo de Kit.

Olivia echó un vistazo al elegante Jaguar de Ray, un coche más adecuado para un soltero que para un casado.

Él cerró el maletero.

—Lo venderé y compraré un monovolumen.

—¿Novia embarazada? —dijo Olivia, sin reflexionar—. Lo siento, no debería haber preguntado eso.

Pero Ray soltó una carcajada.

—No cabe duda de que es la hermana de Jeanne. Todavía no, pero estoy en ello y me niego a sentirme culpable. Siempre quise tener hijos y mi mujer no puede tenerlos. Si eso me convierte en una mala persona...

Olivia alzó las manos.

—Sé lo que es desear tener hijos y, además, Ray, no juzgo. Puede decir lo que quiera. Creo que, en parte, la doctora Hightower lo ha traído aquí con unos desconocidos para que pueda hablar.

Ray soltó un quejido.

—Este fin de semana resultará sensiblero, ¿verdad? ¿Dónde está el bar más próximo?

—No está permitido —dijo Olivia, sonriendo—. ¿Han charlado usted y Elise? —añadió, indicando a la joven que se había alejado unos pasos.

—Solo comentamos lo bonitas que son las flores. Me parece que proviene de una familia adinerada.

—¿Ah, sí?

Ray rio.

—Se nota a la legua, ¿verdad? ¿Cuál es su problema? ¿Qué papá no quiso comprarle un reactor?

—¿Y ahora quién está juzgando?

—De acuerdo, me callaré, pero mi trabajo consiste en descubrir el carácter de las personas para poder venderles cosas. Para ella serían de Chanel y Cartier. Apuesto a que tiene una tarjeta Amex negra.

Olivia no quería ser indiscreta, pero a veces había que poner coto a las suposiciones.

—Elise escapó de las autoridades encerrada en el maletero del coche de Jeanne. Ninguna tarjeta de crédito, ni siquiera una negra, les habría servido de ayuda si las atrapaban. ¿Nos vamos? —preguntó, antes de alejarse para llamar a Elise.

Esta se sentó a su lado y emprendieron viaje a la casa de verano. Al mirar por el retrovisor se alegró de que Ray aún pareciera estupefacto. ¡Bien! Contemplar los problemas de otro a menudo ayudaba a solucionar los propios.

Olivia no logró escapar de sus compañeros de casa hasta las tres de la tarde. Había conducido hasta la propiedad de Camden Hall con Elise a su lado, seguidas por Ray en su elegante coche. Junto a la puerta de entrada el Joven Pete —que tenía más de ochenta años— les franqueó el paso y Olivia condujo a la izquierda, hasta lo que había sido la casa del jardinero. En la puerta había una placa donde ponía EL CHALET DE DIANA y supuso que el nombre sería en honor de Diana Cazadora. Su madre decía que antaño había perdices en los terrenos, así que tal vez la pequeña casa había pertenecido al guardabosque.

Al margen de lo que hubiera sido en el pasado, en ese momento el chalet era tan bonito que casi resultaba doloroso a la vista. Era de piedra, con un tejado alto perforado por dos ventanas, una de ellas redonda, como un ojo que vigilara la finca. Olivia no se sorprendió cuando Elise quiso ocupar la habitación de la primera planta que disponía de esa ventana, lo bastante pequeña para que resultara difícil distinguir el interior, pero lo bastante grande como para ver si alguien se aproximaba.

Olivia ocupó la segunda habitación y se alegró de disponer de un baño propio. No lo comentaron, pero Ray pareció entender que debía instalarse en la planta baja. La improvisada anfitriona también se alegró al comprobar que la nevera y la pequeña despensa estaban bien surtidas y se preguntó quién se había ocupado de hacerlo. ¿Jeanne, la dueña de la finca? ¿O acaso Kit había llamado para que alguien se encargara de ello? Olivia empezaba a descubrir que su marido se había convertido en una persona cuyas órdenes eran obedecidas.

«No siempre fue así», pensó. Cuando se conocieron, él era un muchacho de diecinueve años y todo el mundo le había parecido una maravilla.

Una vez que instaló a sus compañeros de casa lo único que quería era escapar. Ray parecía un toro ante el que agitaban cuatro capotes rojos. Había llegado el momento de tomar una decisión, pero no tenía idea de cómo abordar el asunto.

En cuanto a la delicada y etérea Elise, aunque fingiera que el hecho de haber sido encerrada en un psiquiátrico y haber escapado en el maletero de un coche no le había afectado, se dedicó a echar todas las cortinas de la casa. Incluso se sentó en un extremo del sofá con un cojín en el regazo y sin dejar de mirar la puerta trasera, como si estuviera dispuesta a escapar en cualquier momento.

Olivia casi echó a correr al exterior, después se quedó de pie un momento, inspirando el aire puro. ¿Realmente quería encargarse de esos dos... niños necesitados? Ray, el tipo grandote de mirada desorbitada; la alta y frágil Elise y sus ojos inquietos. ¿Podría lidiar con ellos?

Tuvo que asegurarle a Ray que era capaz de prepararse un sándwich él solo y mostrarle a Elise que podía cerrar el pestillo de su habitación. Olivia procuró tranquilizarse y miró en derredor. Se encontraba en una bonita terraza enlosada, situada en un pequeño jardín y rodeada por un muro bajo. Le parecía que en el pasado el terreno había albergado un huerto, pero en ese momento solo crecían unos cuantos arbustos. Unos cuantos árboles necesitados de una poda rodeaban el pequeño jardín.

Más allá, una alta pared de piedra rodeaba toda la propiedad. Todos los habitantes de la ciudad sabían que en primavera el Joven Pete contrataba forzudos alumnos del instituto para evaluar los daños invernales y reparar la vieja tapia.

«El techo y las paredes son fundamentales para el mantenimiento», afirmaba.

Para entonces apenas abandonaba el terreno que su familia había cuidado durante tres generaciones. El Viejo Pete, Pete y el Joven Pete. Ningún miembro de la próxima generación de la familia tenía interés en cuidar unas cuantas viejas casas.

Mientras Olivia contemplaba el trozo de jardín y sus asilvestrados arbustos, pensó que le gustaría dividirlo mediante senderos entrecruzados; usaría corteza en vez de gravilla para no hacer ruido al pisarlos. En el centro dispondría una pérgola con un banco. Y a los lados...

Interrumpió sus pensamientos. Ese jardín en ruinas, ¿suponía el incentivo para conseguir que se hiciera cargo de esas personas? Y en ese caso, ¿a quién se le había ocurrido? ¿A Kit o a la desconocida Jeanne?

Cuando Olivia oyó un ruido procedente del interior de la casa salió a través de la pequeña verja y echó a correr hacia el camino que habían recorrido en coche, sin llegar a él: no quería que la vieran, pues tanto Ray como Elise seguramente le preguntarían qué creía que debían hacer.

Olivia no tenía ganas de oír esa pregunta; en otras circunstancias quizá se le hubiera ocurrido una respuesta, pero de momento lo único que le preocupaba eran sus propios problemas. Mientras pasaba junto a los viejos establos dirigió la mirada hacia Camden Hall. Era una casa grande y amplia de tres plantas y de estilo eduardiano, «más cristal que paredes», como afirmaba el dicho. Era una casa hermosa, pero presentaba ese aspecto desierto de los lugares que han estado desocupados durante mucho tiempo.

Detrás del edificio se extendía algo que antes había sido un placentero jardín lleno de flores y árboles ornamentales. Estaba bien cuidado, pero casi desierto.

Más allá estaba lo que había buscado: la elevada cerca que Kit había hecho reemplazar hacía poco. Habían separado los viejos rosales de los ruinosos ladrillos y, una vez montada la nueva cerca, habían vuelto a sujetar las ramas podadas. Al cabo de un año volverían a florecer en todo su esplendor.

Olivia le había dicho a Ray que no quería ver la casa sin su marido y era verdad. Lo que sí quería ver era la diminuta isla en el río poco profundo que fluía delante de la casa. Fue allí donde ella y Kit hicieron el amor en los años setenta... y donde los descubrieron haciéndolo.

Incluso entonces, tantos años después, el recuerdo la hizo sonreír. ¡Kit la había protegido! En aquel entonces, el Joven Pete se había convertido en el encargado y se tomaba su trabajo muy en serio. Aquel día había oído voces y había corrido a casa en busca de su escopeta.

Olivia y Kit, ambos desnudos, con las ropas tiradas en el suelo, habían atisbado entre la vegetación y habían visto al Joven Pete en la otra orilla, acercándose a ellos con un arma en la mano.

Ambos se miraron, abrazados, desnudos y con los ojos desorbitados. ¿Debían alzar la voz y decirle al Joven Pete que no eran intrusos? Pero resultaba que, en realidad, sí lo eran. Si hubiese sido el padre, Olivia habría salido al paso, pero el hijo era otro asunto. ¿Quién podía saber qué haría?

Kit tomó las riendas de la situación, cogió un puñado de barro, se embadurnó la cara y se metió una gran rama con hojas en el pelo. Gritando a voz en cuello y con un aspecto bastante terrorífico, echó a correr desnudo por el puente hacia la tapia que rodeaba la finca. El Joven Pete se quedó tan estupefacto al ver al hombre desnudo de aspecto salvaje que permaneció inmóvil y bajó la escopeta.

Kit casi se había encaramado a la tapia antes de que el Joven Pete pudiera recuperarse, alzar el arma y apuntar. Olivia, que había formado parte del equipo femenino de béisbol del instituto, recogió una piedra del tamaño de su puño y la arrojó. La piedra golpeó a Pete en la cintura, el muchacho se volvió, la escopeta se disparó y el retroceso inesperado hizo que cayera al agua boca abajo.

Olivia, desnuda como el día que nació, cogió la ropa de ambos, corrió por el puente y se dirigió a la tapia. Brincó sobre un tocón y se impulsó hacia arriba y, tal como sabía que haría, Kit se inclinó hacia ella tendiéndole los brazos para subirla. Cogidos de la mano, ambos atravesaron la zona boscosa a toda carrera y, cuando llegaron al linde, se detuvieron y se miraron. Ella le limpió la cara con la camisa y él bes

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos