Mira por dónde

Fernando Savater
Fernando Savater

Fragmento

Prólogo: Después de todo

Prólogo

Después de todo

Cuando me paro a contemplar mi estado,

y a ver los pasos por do me han traído,

hallo, según por do anduve perdido,

que a mayor mal pudiera haber llegado.

GARCILASO

En el comienzo... en el comienzo estuvo siempre mi firme propósito de no trabajar. No puedo por menos de reírme frecuentemente cuando admiradores desinformados —valga el pleonasmo— encomian mi capacidad de trabajo y comentan: «¡No sé de dónde sacas tiempo para trabajar tanto!». ¿Cómo aclararles que nunca —bueno, casi nunca, poquísimas veces tristemente inolvidables— he aceptado trabajar y siempre he considerado tal sumisión a la condena de Adán —«amasarás el pan con el sudor de tu frente», menuda guarrada— un indecente fracaso? ¿Cómo precisar que en efecto soy un buen administrador de mi tiempo, concienzudo y nada caprichoso, pero solamente en nombre del difícil arte de evitar el trabajo y no por la pasión de ejercerlo?

Como en tantas otras ocasiones, se trata de un malentendido fundamentalmente terminológico, aunque con implicaciones conceptuales y hasta morales. La doctrina vulgar —difundida maliciosamente por los propagandistas de la inevitabilidad del trabajo— establece que cualquier «actividad» productiva es trabajo, sobre todo si por medio de ella se consigue una remuneración y el imprescindible sustento para cubrir las necesidades de la vida. Mi punto de vista (y me atrevo a creer que el de toda persona con auténtica vocación de libertad y escasa afición a la servidumbre, en la traza de aquel espíritu rebelde que le escupió en la cara su non serviam al mismísimo Trabajoso Hacedor) consiste en distinguir entre la actividad que «hace cosas» y el desempeño propiamente laboral. La diferencia no estriba en cobrar o no cobrar por lo que se hace, sino en hacer cosas para cobrar y hacer cosas cobrando pero que uno haría también sin remuneración, en ocasiones hasta pagando por el privilegio de llevarlas a cabo. El trabajo es una obligación, hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo. Desde luego no soy indolente, ni apático... pero tampoco trabajador.

El problema fundamental de las personas con tantas ocupaciones y proyectos que no tenemos tiempo para trabajar es cómo ganarnos la vida. Salvo una fabulosa herencia o la lotería (el asalto a bancos y la estafa a viudas son por supuesto trabajos como los demás), el único medio es lograr escenificar el trabajo sin practicarlo de veras, o sea lograr que nos paguen por hacer —como si nos costase gran esfuerzo— aquello que haríamos encantados también si no nos pagasen. Se requieren grandes dotes dramáticas, facilidad por ejemplo para rechazar la invitación a un cóctel o a un estreno (que nos seducen tan escasamente como los encantos de la guillotina a María Antonieta) murmurando en tono abrumado: «No puedo ir, tengo mucho trabajo». Sobre todo hay que saber fulminar con una mirada cargada de dolorido desdén al incauto que nos propone la charla que nos encantaría dar o el artículo que rabiamos por escribir pero omite el tema de los honorarios pretextando: «A ti eso no te cuesta nada». ¡Claro que no me cuesta nada! Pero si cedo aquí, haciendo lo que me gusta gratis, terminaré teniendo que cobrar por hacer lo que no me gusta. Y no es plan, francamente. De modo que hay que aprender a fingir que se trabaja mientras se goza, para poder seguir activamente gozando sin trabajar... y sin pasar privaciones, que —digan lo que quieran los ascetas— nunca mejoran a nadie.

Quien es activo pero rebelde al trabajo debe tener tino para seleccionar entre sus juegos favoritos aquel o aquellos que prometen rentabilidad. En este campo, algunos somos desdichadamente bastante limitados: ¡bienaventurados los superdotados para la holganza creadora, como Pavarotti o Picasso! Tras descartar la lectura, la siesta y la afición a las carreras de caballos, pronto me convencí de que a mí sólo me quedaban dos recursos, placenteros pero inciertamente remunerados: hablar y escribir. Inevitablemente, a ellos debía atenerme para conseguir una suficiente prosperidad y lograrla ha sido el único triunfo notable de mi vida, cuyo definitivo refrendo probablemente es la benevolente paciencia con la que el lector ocasional atienda a estas páginas. Ninguna otra hazaña voy a comentarle de aquí en adelante, ni siquiera fechorías más famosas: sólo mi rumia por fin desprejuiciada de un puñado de anécdotas o de querencias. Y por encima de todo, mi único éxito, mi gran triunfo: a diferencia de ti que me lees, yo he logrado arreglármelas bastante bien sin trabajar (o casi). No me guardes rencor y sobre todo no pretendas imitarme si no estás seguro de tus fuerzas o de tu desparpajo...

A mí, precisamente, el ejemplo a contrario de lo que no debía hacer en la vida me lo ofreció una de las personas a las que más he querido, mi padre. Así, rechazando su ejemplo en lugar de seguirlo, también se aprende de quienes amamos... y precisamente así demostramos nuestro amor. Porque amamos la nobleza de lo que no pudieron ser tanto como apreciamos la hermosa dignidad de lo que fueron. Mi padre era notario y vivió rodeado de escrituras y papeles legales que detestaba para sacar adelante a su familia, sacrificando su vocación literaria, incluso poética. Luego hablaré de él. Baste decir ahora que yo le vi durante muchos años abrumado de jaquecas y preso de los aranceles —aunque alegre y animoso—, tirando con rabia diariamente a la papelera los insoportables legajos que luego buscaba por la noche vaciándola sobre la mesa del comedor, porque iba a necesitarlos al día siguiente... y él había aceptado la responsabilidad de pensar siempre en el día siguiente. De pequeños, a mis hermanos y a mí nos gustaba jugar en la oficina de papá, prolongación institucional del hogar, territorio familiar y a la vez intimidatorio, ajeno, público. Esperábamos a que los últimos clientes se hubieran marchado y cuando ya sólo quedaba alguno de los oficiales —todos bonachones y amigos, como «de casa»— practicábamos el escondite bajo las mesas de madera olorosa manchadas de tinta (los muebles metálicos llegaron mucho después) y entre los enormes tomos encuadernados en pergamino amarillo del protocolo, que ahora recuerdo como libros de horas o grimorios medievales. Ese reino encantado de los adultos, maravilloso porque resultaba incomprensible y también porque era el dominio indisputado de mi padre, me resultaba especialmente emocionante como palestra de juegos pero nunca atractivo como futuro destino. Y mi padre nunca hizo nada para tentarme a conquistarlo: «Un día todo esto que ves aquí será tuyo...». No, él sólo se resignaba a los papeles tras haberse enfadado con ellos, nos recomendaba a los traviesos que no tirásemos nada de las mesas y se tomaba un optalidón para su maldita, su eterna jaqueca.

Cuando fui algo mayor puse letra al basso ostinato de mi rechazo laboral. Sin palabras, mi padre me había dado a entender que trabajar en lo que a uno no le gusta (es decir, trabajar cuando a uno lo que le gustan son actividades no oficialmente consideradas «trabajos») es cosa quizá circunstancialmente obligada pero desde luego poco deseable: a evitar en cuanto sea posible. Y yo me prometí enseguida que quizá me emplease a ratos, por razones crematísticas, pero que nunca, nunca sería definitiva e inequívocamente «un empleado». A veces me presto, pero nunca me doy, decía a este respecto Montaigne. Y muchos años después leí este párrafo en una carta de Flaubert a Louise Collet, que me llegó al alma: «Sigo sin comprender cómo se puede existir siendo notario, cómo puede uno ser empleado de un despacho, cómo alguien puede levantarse antes de las diez y acostarse antes de medianoche y me cuestiono seriamente que haya seres en la tierra que se dediquen a algo que no sea alinear frases y buscar adjetivos». Salvo lo de levantarme a las diez, porque siempre he sido madrugador, el resto corresponde perfectamente a mi forma de pensar, de sentir y de vivir. Es curioso, pero no recuerdo haber dudado nunca de mi vocación literaria, entendida no como llamada a expresar algo sublime o inédito sino como capacidad de arreglármelas para vivir leyendo y escribiendo, pero sin trabajar. Incluso en los momentos juveniles menos promisorios, sin reconocimiento aún porque nada había hecho digno de ser reconocido, bajo una dictadura gazmoña enemiga de la palabra libre, expulsado de la universidad, siempre supe que con una máquina de escribir y papel podría ganarme mejor o peor la vida. No estaba seguro de la calidad de lo que produjese —ni lo estoy ahora— pero nunca dudé que podría seducir... sin verme obligado a pegar sellos y rubricar escrituras o cosa parecida. Y, si no algo más elevado, eso al menos lo he conseguido (por favor, que nadie espere cosas «elevadas» de mí, soy alérgico a las alturas encomiásticas). El niño, el adolescente, se salió con la suya. Como triunfo, me basta. Ahora, envejecido, me miro al espejo y descubro en mis rasgos ramalazos de semejanza con los de mi padre, al que siempre conocí muy mayor. Me enternecen y me perturban más de lo que podría expresar con palabras. Gracias en buena medida a que él no fue como yo, a que renunció a escribir y se empeñó en trabajar, a que fue responsable y no meramente respondón como yo soy, he tenido un punto de partida suficientemente cómodo para burlar la maldición laboral y ahora, impunemente, pavonearme ante ustedes. Pero en cualquier caso me enorgullece haberme librado de la maldición de las jaquecas y en silencio, como un ramillete de flores imposibles, le ofrezco esa revancha. Mi modesta rebeldía hedonista es la victoria de su causa.

No trabajar significa cultivar la fidelidad a aquello que causa placer... y lograr rentabilizarlo. Hay que degradarlo a ratos un poco, claro, pero ese pequeño sacrificio pragmático se compensa con la satisfacción que produce recordar que estamos obteniendo el rescate económico habitualmente pagado por el tiempo en que estamos secuestrados por algún capataz sin que nadie de veras nos haya raptado del goce. En mi caso, el goce esencial es leer. ¡Ah, si leer estuviese convenientemente retribuido! ¡Si algún Estado realmente filántropo pagase por página leída y automáticamente la cuenta bancaria se engrosara tras cada novela policíaca o cada tratado de metafísica que concluimos! Yo sería hoy mucho más rico y creo que habría vivido desde la niñez más contento: probablemente nunca me habría molestado en hacer otra cosa. Pero como sólo por leer no pagan, me tuve que resignar a escribir: una actividad no precisamente desagradable, pero desde luego incomparable con la suprema libertad absorta de la lectura. A la escritura pragmática me he sometido siempre de modo nada caprichoso: soy muy disciplinado cuando se trata de evitar hacer lo que no me apetece y nunca escribo cien páginas si me han pedido dos ni compongo sonetos mallarmeanos en lugar de artículos inteligibles. Me privo fácilmente del placer costoso de dar síntomas constantes de genialidad. Claro que, como suelen recordarse unos a otros los periodistas cuando por la redacción cunde el descontento ante alguna de las inconveniencias de su profesión, «¡peor sería tener que trabajar honradamente!».

Periodístico es, en efecto, la mayor parte de lo que he escrito, desde que me inicié en las redacciones y revistillas colegiales. Abiertamente periodístico o disimuladamente periodístico, disfrazado por algún ropaje académico si la ocasión lo requería. Y como tal irrevocablemente transitorio, pegado a la urgencia del día, de ligereza necesaria puesto que es inútil hacerse gravoso cuando se está a punto de ser barrido por el mañana. Muy bien lo estableció Charles Péguy: «No hay nada más viejo que el periódico de ayer y Homero siempre es joven...». Quizá si yo hubiera sido más concienzudo, más «trabajador» como suele decirse, habría logrado fabricar algo menos perecedero. Sinceramente opino que cualidades para ello no me faltan. Quizá en el terreno de la filosofía, por ejemplo... Pero la verdad es que precisamente en filosofía todo lo grandioso y alambicado me repele un tanto; especialmente cuando aspira sin ironía a «cimentar», a «fundamentar», a encontrar la clave que lo explica todo. La vocación de sistema no sólo me parece un fraude, como alguien con mayor autoridad que yo dijo, sino una auténtica ridiculez. Se la perdono a los griegos —que a ratos fueron sistemáticos sin creérselo por completo, espontáneamente, como los niños juegan a ser arquitectos con trocitos coloreados de madera— y también a Spinoza, incluso a Schopenhauer... pero ya a nadie más. Que alguien hoy aspire a construir un sistema filosófico me parece tan pretencioso como el sapo empeñado en hincharse e hincharse hasta alcanzar el tamaño del buey. A ese sapo ninguna bella dama le convertirá en príncipe con un beso oportuno: reventará miserablemente. ¡Cómo va a descubrir cuál es la clave o el sentido del mundo alguien tan bobo como para creerse que lo ha descubierto, que puede descubrirlo!

Incluso los filósofos auténticos, los mejores, me impresionan a veces desagradablemente por su fatuidad. No todos ellos son simpáticamente vanidosos, como Schopenhauer, en plan cascarrabias o sarcástico y alucinadamente vanidosos como Nietzsche, a quien casi nadie hacía caso y que en su soledad padecía una suerte de hiperestesia ante lo real. No digamos pues lo insoportables que resultan algunos mediocres, epígonos de epígonos, que no pierden ocasión de ser risiblemente autorreferenciales y citan orgullosamente «su obra» cada vez que alguien comete el error de preguntarles por algún acontecimiento histórico o una novedad social: «Ese fenómeno ya lo expliqué en mi segundo libro, capítulo tercero... Para comprender eso que usted menciona suelo yo aplicar mi concepto de tal y tal...» (como quien recomienda agua de seltz y frotar para quitar una mancha). ¡La vacua presunción de los dómines, sólo comparable a la de ciertos poetas! El otro día, mi amigo Juan Cruz me hablaba de un poeta muy venerado por los espiritualistas y las damas de la caridad, tan (infundadamente, ay) consciente de su importancia que se le puede atrapar con la más sencilla broma. Si le saludas, por ejemplo, con un «¡Buenos días, Fulano, como bien dices tú en uno de tus poemas!», de inmediato pica, se esponja y lame con fruición la orina del halago: «¡Ah, sí, ese “buenos días”... Te gustó, ¿verdad? También tengo otro que se llama “Buenas tardes”. Pertenece a un libro inédito. Y preparo otro, “Buenas noches”, que es una réplica a Leopardi...». Etcétera. En filosofía también abunda el caso: «Desde luego, lo del “humanismo cósmico” o la “episteme inconsútil” ya lo dejé claro en... Ahora, si te interesa la cientificidad de la cientología científica, estoy preparando...». Qué fastidio y qué vergüenza.

Vergüenza ni siquiera ajena. A veces me encuentro incomodado porque otro maneja sin citarme alguna fórmula que sé de mi cosecha (es decir, cosechada por mí, lo que no equivale a decir que yo la haya sembrado); o busco sin poderlo evitar mi nombre entre la lista de sabios o de éxitos amañada por cualquier suplemento cultural para llenar dos páginas esa semana. Siento como una ofensa que me ignoren en el hit parade (realmente el shit parade) del momento. ¡Qué humillación, creer que se ha despertado al menos de «eso» y luego darse cuenta de que tampoco, de que sigue uno suplicando hasta la caricia más mercenaria! Todo el que nos censura nos parece sectario o malevolente, pero el más trivial de los halagos hace que concibamos una especie de impaciente simpatía incluso por quienes conocemos sin controversia como acendrados cretinos. Con suerte y esfuerzo he podido purgarme de las manifestaciones externas más estruendosas de la manía de darse importancia, pero la perra en el alma sigue pidiendo que la masturben. Ojalá hubiera almas desechables, como ciertos bolígrafos o encendedores...

Lo que verdaderamente me apasiona de la filosofía son las preguntas. Dentro de la pregunta misma incluyo también las respuestas ingeniosas, sean tajantes o dubitativas. Las que mantienen abierta la pregunta y aun la ensanchan, no las que pretenden cerrarla. Por ejemplo, si a la cuestión «¿qué es la vida?» se me contesta: «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir», me han respondido sin respuesta de clausura, me impulsan a seguir preguntándome de modo aún más rico. Y más enigmático, aunque menos obvio. Los ríos, el fluir, la muerte y el mar: no tengo solución al interrogante pero a partir de ahora lo plantearé de modo menos inocente. Es eso lo que espero del pensador, sea filósofo o poeta. Con la diferencia de que en el segundo acepto sin más lo fulgurante y en el primero agradezco la paciencia del desmenuzamiento, los peldaños del razonamiento que llevan unos a otros hasta algún descansillo en su ascenso (o su descenso) pero nunca al descanso. En cuanto queda establecido que «ya hemos llegado» acaba el filosofar y tropezamos con el sistema, es decir con el anquilosamiento doctoral del pensar libre. En el fondo de mi fondo no hay fondo: está el escepticismo. El escepticismo de fondo respecto al fondo. Cuentan que las últimas palabras del admirable Diderot fueron: «El escepticismo es el comienzo de la sabiduría». Para mí ha sido no tanto el comienzo sino el final de la «sabiduría», es decir las comillas irónicas que la enmarcan y por tanto vedan que tenga nunca precisamente final o descanso. Ojalá que nunca lo requiera, ni lo admita, por cansados que estemos y por trascendentalmente halagador o cómodo que sea el supremo desenlace que se nos ofrece... ¡Qué asco me dan los que a través de la filosofía desembocan en la religión, sofisticada —eso sí— cuanto se pueda, evidentemente porque nunca salieron de ella!

Espero que se me entienda bien: mi escepticismo no es renunciar a la verdad, ni a su búsqueda ni a la confrontación que sopesa las opiniones y elige las de mayor sustancia racional. Al contrario, esos empeños me parecen indispensables: si renunciásemos posmodernamente a ellos, agravaríamos enormemente nuestra condición. Pero hay que acometerlos sabiendo que tampoco eso nos rescatará de casi nada en términos absolutos, que nuestra área de certeza (o de verosimilitud racional) es sumamente angosta, que podemos empeorar hasta el fondo de las tinieblas pero no ascender en gloria y majestad hacia el trono de la luz. Podemos conocer bastante en lo tocante a «mecanismos» (físicos, biológicos, incluso sociales) y también sobre motivos y contramotivos del alma, que la literatura explora, de los que el arte vive. Somos relativamente expertos en lo que nos condiciona y lo que nos desazona: pero nada más. No somos dueños de ningún porqué; ni siquiera creo que sea lícito poner nombre, cara e intención a cualquiera de los que se nos escapan. Estamos encerrados en el cuarto de jugar del palacio desconocido. A veces, demasiado frecuentemente, buscamos como el borracho del chiste las llaves perdidas que abren todas las puertas allí donde ilumina nuestra farola (socioeconómica, psicoanalítica, genética, etcétera), no porque sea en esa mínima zona de luz donde las hemos extraviado sino sólo porque en ella creemos ver mejor. Y los peores borrachos son quienes ni siquiera se acercan a la farola y dan tumbos disparatados en la sombra, proclamando que ven lo que no saben o que saben por qué no ven: ciertos filósofos y los curas de cualquier tamaño y condición.

En fin, admito que podría haberme esforzado más, podría haber estudiado más, podría... ¡podría haber aprendido alemán, pasaporte filológico para la filosofía! Y debería seguramente haberme leído todas las revistas de mi especialidad, en lugar de tebeos o cuentos de fantasmas. Pero no me ha dado la gana, sencillamente. Por eso sólo escribo para niños o para ignorantes, para cómplices modestos y devotos con quienes conecto porque comprendo su perplejidad, su confusión; y las comparto. Detesto a quienes se toman la vida como si fuera una oposición a cátedra y procuran acumular doctorados, méritos diversos, certificados, cursos de aquello o de lo otro, de lo que sea. En ese mundo académico, del que también me he lucrado aunque siempre escaqueándome ante sus tediosos requisitos, sólo he sido un infiltrado. Nunca me lo he tomado en serio y, afortunada y legítimamente, tampoco mis colegas me han tomado nunca demasiado en serio a mí. En realidad, en el fondo, carezco de verdaderos títulos (de esos que se tatúan con letra de molde en el alma del sabio oficial) y poseo pocas destrezas, salvo las intuitivas e irregulares. Como la vida me cogió de improviso, nunca he creído en las técnicas de prepararse para ella. Mi reino, de modestos vuelos, es ante todo la improvisación, complementada por justas dosis de entusiasmo (el entusiasmo me es tan connatural que casi me atrevería a decir que me lo puedo provocar a voluntad, como la masturbación). He escrito y pensado para vivir mejor, un poco a tientas: me dirijo a quienes quieren vivir algo mejor, sin dejar de tantear y sin tener prisa por hacer pie en lo incontrovertible. Supongo que eso precisamente es el periodismo, en su vertiente filosófica. Pese a las halagadoras reediciones a lo largo de los años de algunos de mis libros, admito sin protesta que todo lo que he firmado es irrevocablemente fugacísimo, que lleva fecha urgente de caducidad, que probablemente ya ha caducado en gran parte. A fuer de sincero —y eso sí que siempre, si no recuerdo mal, he procurado serlo— no me duele este designio transitorio. Casi al contrario. Me fastidiaría segregar perennidad no siendo perenne; que lo que he hecho durase más de lo que soy. La fama imputrescible de nuestras obras no me parece una compensación para los que nos vamos poco a poco pudriendo, sino algo así como un recochineo en nuestra maldición. Pero ya tendré ocasión más adelante, mucho más adelante, de volver sobre estas cuestiones.

Entonces ¿por qué y para quién hacer memoria? No descarto la presunción, claro, ni el narcisismo que quiere halagarse hasta el final, hasta lo imposible... sobre todo en lo imposible. Pero tal vez estas páginas no sean más que otro mensaje de uno que se va a los que luego también van a irse. Mirar los tramos del camino recorrido, aunque sólo sea para comprobar que ya no está, que ha desaparecido dejando tenues e irrelevantes sombras. A cualquiera le pasa, desde luego, pero no deja de ser impresionante. A eso, a lo perdido, a la perdición constante, nunca me acostumbraré; y me pasma que los demás, mal que bien, parezcan acostumbrados... Memoria ¿de qué? No desde luego de «mi obra», de su gestación y sus motivos: francamente, me da igual. Como dijo el bueno de Sartre, «no me siento vinculado en absoluto a lo que he escrito pero no reniego de nada de lo que he escrito». Cada línea, cada página tienen su qué, su porqué y sobre todo su fecha. Estoy seguro de que en su día cumplieron una función, en mi vida o en la de otros. Si tuviese que releerme encontraría ahí probablemente cosas apreciables, multitud de disparates y algunas fidelidades obsesivas... pero no pienso releerme ni mucho menos incitar a nadie a que me relea. Que cada cual obre según su vicio. Puedo contar lo esencial de mi vida entera sin una sola referencia a las páginas que he escrito; me sería imposible, en cambio, sin hablar de las que he leído.

¿Rememoraré ahora mis gustos, mis aficiones, mis preferencias? Es lo que más me tienta. Estoy seguro de que estamos unidos a este mundo y a la vida por cuanto aprobamos, no por nuestra capacidad de detestar... por elocuente que sea. Si yo fuese dueño y señor de lo que a partir de ahora voy a escribir en este libro (no lo soy, porque cada libro se escribe en gran parte contra nuestra voluntad o es mero plagio) no admitiría en él más que alabanzas. En su poema dedicado a la memoria de W. B. Yeats incluye Auden esta gratitud: «En la cárcel de sus días / enseña al hombre libre a elogiar». Yo, que he tenido fama de criticón, me enorgullezco sobre todo de saber elogiar y de saber que es preciso elogiar, para ser libre. Muchas veces he señalado que lo verdaderamente admirable que hay en nosotros es nuestra capacidad de admirar (la característica y también el último refugio del esclavo es la queja, pero nunca su liberación). Lo malo es que sobre lo que admiro y prefiero ya he escrito mucho. He dedicado libros mejores o peores a la narrativa juvenil, a Cioran, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Borges, a las carreras de caballos y a San Sebastián, junto a mil artículos encomiando el vino, los cigarros puros, el cine de aventuras y la alegría, yo qué sé. Si vuelvo sobre estas cuestiones placenteras —cuando vuelva, porque seguramente volveré— me estaré inevitablemente repitiendo. En fin, qué más da, escribo este libro sólo para quienes no me conocen en absoluto —y lo han comprado por equivocación— y para quienes me conocen demasiado, pero se resignan a mí.

¿Revelaré secretos? No, porque los que tengo no son revelables, son secretos de verdad. ¿Cotillerías? Soy el último que se entera de todas y por tanto el menos adecuado para propalarlas. ¿Enigmas históricos? ¿Entresijos inéditos del poder o de la cultura? Niñerías a las que ni siquiera mi infantilismo consiente: soy pueril, pero no imbécil. Para colmo mi memoria anecdótica es mala, cada vez peor. Casi todas las mejores anécdotas que sé de mí me las han contado. Según Flaubert la historia es como el mar, grande por lo que borra. A mi memoria le pasa lo mismo... Por eso pensé al principio llamar a estas notas «recuerdos conjeturales» (en homenaje a Borges, desde luego), porque son reconstrucciones literarias a partir de algunos granitos de arena enquistados en mi registro del pasado y que me empeño en convertir en perlas. Cultivadas, artificiales si hace falta. Miento mal a los demás, pero probablemente mejoro cuando lo hago para mí mismo... Pero fundamentalmente creo que todo lo que narro es verdad, aunque no siempre sea exacto.

He agrupado estas «perlas» en tres partes, como Hegel nos manda. La primera ocupa mi infancia en San Sebastián, hasta que a los doce años mi familia se trasladó a Madrid. La segunda se ocupa de mi adolescencia y primera juventud, hasta la muerte de Franco cuando yo contaba veintiocho años. La tercera llegará más o menos hasta el día en que acabe estas páginas, si es que las acabo. Los periodos cronológicos van de más breve a más largo, mientras que la importancia de lo narrado para mí está en proporción inversa. Por supuesto abundarán los saltos atrás y adelante, las interpolaciones, las interferencias: vivimos en orden sucesivo pero no rememoramos lo vivido del mismo modo... afortunadamente. La estricta cronología no es mucho menos arbitraria que el orden alfabético, cuando de una biografía humana se trata. Y tampoco voy a empeñarme en dar con exactitud los datos de mi currículum, lo que algún guasón llamaba el «ridiculum vitae». El curioso o malicioso empeñado en obtenerlos puede recurrir a Internet, donde casi todo está equivocado pero nimbado de prestigio tecnológico. No, en las páginas sucesivas sólo recogeré restos del naufragio, lo que trae la marea, lo que aún no se ha llevado la resaca. Las fechorías del tiempo... Este libro no trata de mí, sino de lo que el tiempo ha hecho conmigo. Hablaré de mis contratiempos.

Primera parte. Caballitos de madera

PRIMERA PARTE

Caballitos de madera

¡Alegrías infantiles

que cuestan una moneda de cobre,

lindos pegasos, caballitos de madera!

ANTONIO MACHADO

1. Ficha (casi) policial

1

Ficha (casi) policial

Je suis né pour moi.

LOUIS SCUTENAIRE

Mi nombre completo es Fernando Fernández-Savater Martín. A mi padre (Fernando Fernández Savater) todo el mundo le conocía por Savater y por eso unificó sus dos apellidos, a fin de que los hijos pudiéramos seguir beneficiándonos de esa denominación de origen un poco más característica que el anodino Fernández Martín que nos hubiera correspondido sin tal modificación. Mi madre, María Victoria Martín, tiene un Ecenarro en su genealogía, mi único apellido vasco que yo sepa.

Por lo demás, soy fruto del más denodado mestizaje hispánico: padre granadino, madre madrileña, abuela materna nacida en Buenos Aires, tatarabuelos catalanes y nací en el País Vasco. Si fuese un perro sería uno de esos «mil leches» callejeros que tienen aire tan despierto, no un estólido ejemplar de pura raza de los que ganan con indolencia los concursos, repeinados y perfumados por dueños no menos fastidiosamente estólidos que ellos mismos. Con una ascendencia tan heterogénea como la mía, los partidarios de las «raíces» y las «identidades» bien perfiladas lo tienen difícil para reclutarme. Estoy seguro de que cada cual proviene de la intersección azarosa e injustificable de otras biografías individuales, no del macizo de la historia ni de la entraña popular del terruño. Creo que el mestizaje y el desarraigo, lejos de ser lamentables perturbaciones a remediar, constituyen perspectivas privilegiadas para comprender la condición humana. No tengo raíces asentadas en una nación sino que sólo puedo reclamarme de semillas volanderas barajadas por los artificios administrativos de un Estado plurinacional y transcontinental —lo que llamamos «España»— que ha potenciado amalgamas y favorecido híbridos, a menudo a pesar de sus administradores más unanimistas. Y veo hoy con lógica simpatía a los inmigrantes marroquíes, polacos o subsaharianos que harán cada vez más imposible la España castiza, libre de contagios exóticos. Ningún Estado es del todo puramente nacional, por mucho que lo pretendan los nostálgicos de ideologías decimonónicas: esperemos también que ninguna nación de las que ahora se pretenden homogéneas (por revancha integrista y excluyente) dentro de los Estados plurales realmente existentes logre fatalmente estatalizarse.

En mi familia, además, siempre predominaron los lazos personales sobre los de la sangre o los apellidos. Sólo contábamos realmente como «parientes» los que convivíamos juntos, con relaciones actuales y de primer grado. En cuanto a consanguíneos más remotos, jamás oí a mis padres hacer la mínima disquisición genealógica o comentar sus orígenes no ya con jactancia sino simplemente como algo relevante fuera de lo estrictamente anecdótico. No había mucho interés en casa por ampliar nuestra pequeña tribu de intimidad. A los antecesores muertos nadie los echaba de menos ni creo que siquiera se los recordase en el plano legendario; en cuanto a fallecidos generacionalmente más próximos, su memoria dependía de la integridad del trato. Conocí a tres de mis abuelos, cuya relevancia familiar provenía de que estaban presentes entre nosotros más que de su mero parentesco; en cambio mi abuelo paterno Miguel, lo más parecido a un prócer de nuestro inmediato linaje pero que falleció antes de que yo naciera (aunque precisamente junto al hipódromo de Lasarte, una tarde de carreras, lo que siempre le mereció mi simpatía póstuma), era ya sólo un fantasma respetable sin apenas vigencia en el imaginario doméstico. De él sólo sé que fue gobernador en Córdoba y Segovia durante la monarquía de Alfonso XIII, que escribió un libro titulado La cuestión obrera prologado por don Antonio Maura y que aún tiene en Segovia —cerca del acueducto— una calle con su nombre, «calle del Gobernador Fernández Jiménez», popularmente conocida tan sólo como calle del Gobernador. Mi padre me hizo también saber que fundó un centro escolar y que puso una placa a la entrada de la villa con la siguiente inscripción: «En esta ciudad quedan prohibidas la mendicidad y la blasfemia». Un bando enérgico pero poco realista, pues ambas transgresiones son imperecederas, la primera mientras exista el dinero y la segunda mientras alguien crea que existe Dios.

Respecto a primos, sobrinos y otros parientes menos acuciantes (de los que debía de haber bastantes, pues aunque mi madre fue hija única, mi padre en cambio tuvo doce o trece hermanos) sabíamos poco y nos esforzábamos por no saber mucho más. De vez en cuando aparecían algunos, con quienes el trato era cordial pero no empalagoso. Hace pocos años, tras una conferencia en la ciudad argentina de La Plata, se me acercó una señora mayor y se presentó como tía mía. Era una hermana menor de mi padre que llevaba más de medio siglo viviendo en Argentina: como prueba de parentesco, me enseñó una foto mía recién nacido, con una nota manuscrita al dorso en la letra inconfundible de papá. Francamente, no recordaba que nadie me la hubiese mencionado, pero seguro que no se trataba de una impostora. Fue una confirmación más de que en casa no consideraban obligatoria la atención a los parientes, salvo que conviviésemos cotidianamente con ellos. No por despego, sino por comodidad: preferíamos una familia manejable, aunque entre los realmente próximos los lazos del clan fuesen muy fuertes. De esta afición a lo confortable como rasgo compartido en la familia ya tendré ocasión de hablar luego algo más.

Nací el 21 de junio de 1947 en la calle Garibay de San Sebastián, muy cerca de la Avenida que entonces se llamaba «de España» y luego «de la Libertad». Flanqueaban el portal de mi casa una tienda de decoración llamada Pyc y el viejo cine Novedades, en el que más tarde asistí a estrenos tan memorables como Los cinco mil dedos del doctor T y Japón bajo el terror del monstruo. Ahora el cine ha desaparecido y su lugar lo ocupa un banco. Habitábamos dos pisos en el inmueble, uno como vivienda y el de abajo como notaría de mi padre: la oficina. Esa palabra, «oficina», que cuenta entre las menos exaltantes y más rutinarias del idioma, a mí aún me conmueve un poco con antigua ternura cuando la oigo desprevenido. Aunque no creo en el destino y aprendí de Georges Brassens que «todos los imbéciles han nacido en alguna parte», nunca he logrado dejar de pensar que mi destino es irremediablemente donostiarra. Años después, cuando yo contaba seis o siete, mis padres cruzaron la Avenida y se trasladaron al número 3 de la calle Fuenterrabía, junto al Banco Guipuzcoano y frente a una fuente luminosa cuyos chorros de agua cambiaban de color por la noche, del azul al verde y del verde a un rojo que parecía ensangrentarla. Por entonces yo sólo admiraba el fenómeno, sin inquietarme proféticamente ante esta última metamorfosis ominosa. También ahora vivíamos en dos pisos, pero en la misma planta y comunicados: la oficina de papá tenía su entrada por la calle Guetaria, paralela a Fuenterrabía. A la vuelta de la esquina con la Avenida había una elegante tienda de ropa masculina llamada Derby. Fue el primer derby de mi vida, en la que luego hubo afortunadamente tantos. Dentro de nuestra casa bifronte, fronteras sencillas pero inequívocas (una puerta, el sonido de la máquina de escribir a un lado y el de la máquina de coser al otro) separaban el espacio público del privado: los niños estábamos dispuestos a violarlas a la primera ocasión. Corríamos de pronto desde la íntima cocina al despacho abarrotado de tomos de jurisprudencia y, aunque la mecanógrafa nos decía con alarma «¡Que tiene visita!», asomábamos la cabeza reclamándole: «¿Papá?».

De la casa de Garibay recuerdo poco, casi nada más bien. Sólo un pasillo que iba desde un extremo a otro, al que daban las puertas de la mayoría de las habitaciones y que yo solía recorrer en triciclo. Arriba y abajo, veloz y peligroso en mi triciclo... Al final del pasillo estaba el cuarto oscuro, un simple trastero sin ningún rasgo de especial espanto, pero temido porque en él me encerraron durante unos minutos alguna vez cuando me puse especialmente inaguantable. Conociendo a mis padres, seguro que el castigo no se prolongó cruelmente. Pero lo imponente era el mismo título de la condena: ¡encerrado en el cuarto oscuro! Más que la prisión, me intimidaba su nombre. Por eso, en mi ir y venir por el pasillo, cuando llegaba al extremo limitado por la puerta del cuarto oscuro, daba vuelta a toda velocidad y me identificaba con algún gran ciclista, como Louison Bobet o Fausto Coppi, disparado en el sprint definitivo. Lo curioso es que no dejaba de gustarme que allí hubiese un cuarto oscuro, al final del camino, al que acercarme con un leve estremecimiento y del que luego huir, inalcanzable y a salvo. El cuarto oscuro da su sabor y su pavor al pasillo por el que pedaleamos... aunque allí en Garibay yo todavía no era plenamente consciente de que no siempre podremos escapar victoriosos de él.

Por lo demás, todo lo que me viene a la memoria respecto a esa primera morada son referencias de su entorno, algunas ya desaparecidas como el mencionado cine Novedades y otras todavía hoy bien presentes: la iglesia de los jesuitas (donde fui bautizado y en donde me topé por primera vez con un cadáver), la farmacia Casadevante que ahora regenta mi amiga de toda la vida y compañera de juegos Arantxa, la pastelería Otaegi, en donde mi madre compraba unos pasteles hojaldrados y natosos llamados «rusos» que rubricaban en la mesa familiar las grandes ocasiones: «¡Hoy tenemos de postre rusos de Otaegi!». En cambio, de la casa bifronte de Fuenterrabía y Guetaria tengo —o creo tener— rememoraciones más precisas. ¿Recuerdos o sueños? Porque a veces, soñando, que estoy en Fuenterrabía: el entorno es vago, la sensación inequívoca. Estoy en Fuenterrabía y nada malo puede pasarme, ya que todo lo malo me ha pasado, me pasa y me pasará fuera de allí. Quizá mi recuerdo es sueño, el sueño de un recuerdo. Pero sin embargo algunas imágenes me resisto a creer que sean meros embelecos de la nostalgia. Por ejemplo, por encima de todas las demás, la del gabinete. O quizá deba escribirlo con mayúscula: el Gabinete. Era la habitación fronteriza entre lo público y lo íntimo, puesto que pertenecía «institucionalmente» a la oficina pero también solía ser utilizada por miembros de la familia como lugar de sosiego, charla o encuentro con amistades. Por las tardes, al volver del colegio y desde luego los días festivos, era mi lugar predilecto para leer. Soy de los que leen horizontalmente: para mí un diván no evoca al psicoanalista sino una buena novela policíaca y cuando veo una cama lo primero que busco es la lámpara de lectura en la mesilla. En el Gabinete había un cómodo tresillo cuyo sofá tenía el tamaño ideal para tumbarme en compañía de Salgari o Karl May. Lo hacía siempre que podía, aislado de mis hermanos queridos pero bulliciosos y de la obsesión materna por vigilar mi escaso celo escolar: «¡No leas, estudia!». En aquellos tiempos, a diferencia de ahora, los chavales teníamos clara la distinción entre leer y estudiar... Recuerdo el Gabinete como un lugar silencioso, alfombrado con una espesa moqueta de color gris perla y una lámpara de pie convenientemente dispuesta que alumbraba la página y respetaba la penumbra. Allí pasé horas apasionadas, de cuyo encanto aún me alimento. De vez en cuando, una visita inoportuna me expulsaba de mi modesto paraíso —que también era sala de espera de la notaría— y otras veces llegaba, inexorable, la hora del baño antes de cenar. Me resignaba a la interrupción del júbilo como parte inevitable del propio júbilo.

Hay otro rincón de esa casa que recuerdo muy bien (¿sospechosamente bien?): esta vez se trata verdaderamente de un rincón, no de una habitación ni de un pasillo. ¿Un pasadizo, quizá, un escondrijo? Entre el despacho de mi padre y el de Pedro, su primer oficial, no había una puerta sino dos. Se abría la primera y se entraba en un hueco o vano, forrado de madera, de algo menos de un metro de ancho, que precedía a la segunda puerta. Cuando ambas estaban cerradas, uno —siempre que «uno» no fuese demasiado voluminoso— podía permanecer allí emparedado, en la oscuridad de tacto liso y olor a caoba. ¿Para qué? Para nada, para no ser visto por el momento, para que quien nos busca diga: «¡No está en este despacho... ni en éste tampoco!». Perplejidad mínima, quizá exagerada un poco más de lo estrictamente necesario por los adultos para dar gusto al niño, idiota de pura felicidad, que repite por enésima vez la monería. Otras veces ya no pretendía esconderme, me gustaba estar ahí dentro a sabiendas de todos. Les pedía que cerrasen las puertas paralelas de mi cápsula con toda seriedad, como si fuesen las de un batiscafo que se dispusiera a descender hasta la noche eterna del fondo marino. Me pregunto (otra bobada pueril, una niñería póstuma) cuántas veces estuve en esa clausura voluntaria, si fueron cincuenta, cien o trescientas, y cuál fue la última de todas, la que yo no sabía que sería la última. También me pregunto por qué recuerdo esa pequeñez después de haber olvidado misericordiosamente tantas. El caso es que siempre, en todas las casas en que he vivido o por las que he pasado, he tenido predilección por esos espacios intersticiales y carentes de función práctica, repisas bajo una ventana en las que cabe una silla, caprichosos rellanos que ensanchan brevemente un pasillo, alacenas inútiles que sólo pretenden salvar una irregularidad arquitectónica, etcétera. Instalarme un rato en esos oasis arbitrarios me produce un placer singular, como si fuesen lo más propiamente «casa» de las casas. Por favor, absténganse los psicoanalistas de darme su docta versión de esta manía porque ya la conozco y me trae al pairo.

En esas moradas pasé mi infancia.

Allí, en San Sebastián, mejor dicho: en el cogollo de San Sebastián. En esa repisa urbana, cuyas calles son unánimemente inolvidables porque todas concluyen en el monte o el mar. Todas tienen un más allá extraurbano, una promesa de paisaje. La puerta verde del monte, la azul del mar y en medio, apretadas, las calles, las plazas, los parques. Nunca saldré de esa prisión coqueta, un poquito relamida, que mendiga ingenuamente el arrobo del «¡qué bonita es!». Cuando la deje para siempre seguiré en ella, en los sueños del exilio o desde la muerte. ¡Cómo comprendo a los fantasmas obstinados, que arrastran siglo tras siglo sus sábanas raídas y sus cadenas herrumbrosas por las almenas del mismo castillo irremediable! San Sebastián, el de mi infancia, es mi Canterville. Los niños implacables, los jóvenes emprendedores y crueles se reirán del espectro, pero el espectro no se irá. Proclamar la dicha de la infancia es ya un tópico manido, un desafío impotente y rutinario, la más vulgar de las compensaciones narcisistas. Qué le vamos a hacer. Comprendo que sería literariamente más «fuerte» decir que detesto mi infancia, como hicieron provocadoramente Malraux o Sartre. Debería insinuar hábilmente que ya entonces presentí los cimientos de opresión en que se instalaba mi dicha —las cárceles, la dictadura, la desigualdad clasista— o que la dulzura cotidiana era sencillamente complacencia con afectos que esclavizan y mutilan. Nadie mejor que yo podría testimoniar hasta qué punto condiciona y por tanto limita una infancia declaradamente feliz. Peor: acompañada frecuentemente de la conciencia angustiosa de que eso era la felicidad, o al menos así lo recuerdo. Sin embargo, mentiría como un bellaco si formulase reservas o protestas retrospectivas. No lo viví así, la dicha infantil me pilló desprevenido y siempre he tardado demasiado en desconfiar. Ya otras veces he tenido ocasión de repetir la confesión de Mer-leau-Ponty, que suscribo: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia». En efecto, el resto de la vida ha sido nada más que convalecencia, por tanto aquello tuvo que ser una enfermedad: gravísima, incurable. Pero no puedo renegar de ella. Si me instan a la contrición, renegaré de lo demás. Y todo porque allí comenzó el hechizo. El sarcástico y fundamentalmente adusto Quevedo reconoció un día, quizá a regañadientes: «Nada me desengaña; el mundo me ha hechizado». También a mí, pero yo además sé cuándo ocurrió, dónde y casi —sólo casi— por qué.

2. Sobre mis padres

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Sobre mis padres

Como el de Salvador Dalí, el de Julio Verne y el de Voltaire, mi padre era notario. Desde luego, creo que no vocacional. En el supuesto, claro está, de que alguien pueda tener vocación de notario... En su juventud le gustó escribir: fundó y dirigió una efímera revista cultural llamada Sinceridad, de la que encontré algún número olvidado entre sus papeles (era muy pudoroso y discreto en estas cosas). Recuerdo en particular un comentario suyo a Senos de Ramón Gómez de la Serna, en el que se refería «a esas atractivas protuberancias femeninas». No fingiré imparcialidad de juicio, pero me parece que no tenía mala mano para la prosa. Sin embargo lo que más le gustaba era la poesía, mejor dicho, los versos bien rimados y sonoros: Rubén Darío. Supongo que mi adicción temprana y sempiterna al modernismo proviene en gran parte de las poesías que me recitaba —y muy bien, por cierto— cuando yo aún no tenía ni diez años. Disfrutábamos especialmente, él declamando y yo bebiendo la música verbal del nicaragüense, con el cortejo y los claros clarines de La marcha triunfal, así como con las quejas del lobo de Gubbia, rebelde con causa: «Hermano Francisco, no te acerques mucho...». Una recomendación que parece pensada para los ecologistas partidarios de los derechos de los animales.

Nuestra trova favorita, en cualquier caso, era Sonatina, a la que llamábamos familiarmente «Margarita»: «El aire está cargado de esencia sutil de azahar; / Margarita, te voy a contar un cuento». Cuando llegaba aquel redoble sentía un emocionado cosquilleo en la espina dorsal: «Y el rey hizo desfilar / cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar». Aquí estoy todavía, en la orilla (que para mí era y sigue siendo la playa de la Concha), esperando ver pasar mis cuatrocientos elefantes y oyendo a lo lejos la alharaca orgullosa de su trompeteo. Pero fue otro verso de esa misma composición el que me hizo sentir por vez primera la fuerza de un adjetivo atinado: «los cisnes unánimes en el lago de azur». Al principio, la unanimidad de los cisnes sólo me resultó verbal, no evidente, porque ni siquiera estaba familiarizado con lo que significaba la palabra. Pero una tarde, en el minúsculo estanque de la plaza de Guipúzcoa que entonces albergaba varios cisnes, me detuve a verlos pasar deslizándose en paralelo sin agitar el agua. Y comprendí de pronto, con revelación fulgurante, que eran unánimes y sólo unánimes serían ya para siempre. ¡De modo que la palabra podía transfigurar a la cosa! El pabellón de malaquita y el gran manto de tisú no eran sino hermosos sonidos, pero la unanimidad predicada de los cisnes descubría y precisaba su verdad dormida. Me enseñaba a ver la realidad, no sólo a nombrarla. ¿Cómo renunciar ya a ese hechizo prodigioso de la palabra justa, una vez descubierto?

A veces sospecho que en ocasiones mi padre incluía alguna composición propia en sus recitales. Hay una por ejemplo, El barranco del lobo, sobre un desastre de las tropas españolas en la guerra de Marruecos, que nunca he visto impresa en ninguna parte y que le atribuyo sin mayor fundamento que su reiteración entusiasta. Me parece recordarle poniendo en ella un énfasis hecho de timidez y orgullo, nunca presente en sus vibrantes interpretaciones de Rubén Darío. Pero pueden ser figuraciones mías retrospectivas. También solía contarme cuentos, protagonizados por un perrito llamado «Pirulo» que acompañaba y ayudaba al gran «Rin-tin-tín». Como se prodigaba en estas sesiones narrativas mucho menos que mi madre, me eran doblemente preciosas. Con todo, los versos declamados —declamados sólo para mí— me gustaban aún más. Tenía una voz más expresiva que bonita, cálida, suavizada en ciertos momentos por un casi imperceptible acento andaluz, ya que como dije antes era granadino, aunque no ejercía de tal. La inmensa mayoría de mis primeros libros me los compró mi madre, la lectora de la casa (a papá, en cambio, nunca le vi leer más que el periódico; en él la literatura era ya pura memoria, por eso probablemente prefería las rimas a otras formas poéticas). Pero fue mi padre quien me regaló Platero y yo, el mismo año en que dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. Guardé el volumen, pequeño y compacto, de tapas azules con la silueta blanca de un borriquito, muchos años, hasta perderlo en algún traslado o arrebatado por esa marea invisible, invencible, que nos quita cuanto alguna vez hemos amado. Sólo nos queda la memoria y luego, probablemente, ni eso.

Me resisto a considerar el afán de leer una simple «afición» entre otras: es una pasión, aún más, una forma de vida. Se entra en la lectura como se entra en el sacerdocio: para siempre. Del mismo modo que otras pocas, muy pocas opciones igualmente irrevocables, leer nos proporcio

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