El sueño que somos

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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Capítulo 1. Naomi

La voz masculina, un poco temblorosa, se alza por encima del coro femenino mientras reitera el estribillo:

—I need money. That’s what I want!

La música es indudablemente pegadiza y el sonido de la pandereta junto al teclado y un irreverente bajo que se abre paso sin pedir permiso hacen que los pies se muevan aunque no quieras.

Sentada en mi tocador mientras me recojo el cabello en una coleta, apenas puedo estarme quieta cuando, a través de las ondas de la radio, escucho esta canción.

—Your love give me such a thrill. But your love don’t pay my bills. I need money…

Al final cedo a mis impulsos y también muevo los brazos y las manos. Bailo como si estuviera en una fiesta. Aunque nunca he asistido a ninguna.

Mis padres no me lo han permitido porque no está bien visto para una chica de clase alta.

Las únicas ocasiones de ocio y esparcimiento de mi vida han consistido en aburridas puestas de largo de algunas jóvenes de mi círculo social, en las que, obviamente, está mal visto bailar como una loca.

Ahora, en mi dormitorio, puedo liberar todos esos años de represión adolescente, así que me pongo en pie y sacudo todo mi cuerpo sin demasiado ritmo pero con auténtica alegría.

Give me money (That’s what I want)

Oh, lots of money (That’s what I want)

All those lean greens, yeah (That’s what I want)

I got that, uh, that’s what I mean (That’s what I want)

Sí, soy una persona a la que nunca se le ha dado bien coordinar las extremidades salvo para andar recta y actuar correctamente, ya que eso no requiere demasiado talento ni habilidades atléticas.

«Espalda tiesa y cabeza alta» son las palabras preferidas de mi madre. Sin olvidar la que he llegado a odiar por el empeño que mi progenitora ha puesto en su repetición: «señorita».

Ni siquiera ahora, con veintidós años recién cumplidos y de regreso desde Nueva York con mi puesto como maestra en una escuela secundaria, puedo librarme de esa cantinela sobre lo que se espera de mí y de mis modales.

—Y este ha sido el éxito Money, interpretado por Barrett Strong, perteneciente al sello discográfico Motown-Records, que nos demuestra que en Detroit se puede hacer buena música desde hace unos años —dice el locutor del programa de radio.

Detroit. Mi ciudad. Algo más de cuarenta y cinco mil habitantes dan forma a esta urbe que ha experimentado un crecimiento increíble en las últimas décadas, gracias, sobre todo, a la industria automovilística. Por algo la llaman «Motor City».

—¡Naomi, baja! —escucho a mi madre.

—¡Ya voy!

Me echo un último vistazo al espejo. Me he puesto una falda de tubo y un jersey crema. Apenas me he maquillado.

Me apresuro a descender los escalones. Mi madre me está esperando en la cocina, y, en cuanto accedo, percibo el aroma del desayuno.

—¡Qué bien huele! —exclamo aproximándome a la mesa. Hay tortitas recién hechas, mantequilla de cacahuete y café. La vajilla, de melanina, tiene colores vivos y es una edición de lujo de la marca Prolon, uno de los últimos caprichos de mi progenitora.

En el salón, la televisión está encendida y mi padre hojea el periódico sentado en el sofá. Supongo que no va a decirme nada para animarme en mi primer día de trabajo porque en realidad no le parece bien.

—Primero siéntate como una señorita —me dice mi madre cuando ve que hago ademán de agarrar una tostada.

Resoplo un poco y obedezco, dejándome caer sobre la silla con cierta teatralidad.

Mi madre, que luce un vestido amarillo de talle alto y sus gafas alargadas, se anuda con más fuerza el delantal a su cintura. A pesar de lo pronto que es, sé que va a comenzar a preparar ya la comida y que pasará toda la mañana entre los fogones de gas y lo hará encantada.

Yo, sin embargo, siento una presión en el pecho cada vez que la veo así. Y, sobre todo, imaginándome en su misma situación.

Pero ella es feliz. Lo ha sido siempre. Nunca he escuchado una queja salir de sus labios, eternamente adornados por su dulce sonrisa.

—¿Qué instituto has elegido al final?

La pregunta que he estado postergando. Hace semanas que sé mi destino, pero lo he ocultado. He jugado al despiste y he cambiado de tema cada vez que me han preguntado.

Pero ya no me puedo escapar durante más tiempo.

—El Northern High School —confieso.

El rostro de mi madre cambia, congelándose. Pero eso no me asusta. Cuando escucho detrás de mí que mi padre se ha puesto en movimiento, y se ha levantado del sofá, cuyos muelles han crujido delatándole, contengo el aliento y tiemblo.

—¿El instituto del centro? —brama.

Me fijo en su rostro severo, con las cejas pobladas en las que se cuela alguna cana; en el cabello peinado con la raya a un lado que siempre lleva demasiado engominado; pero, más que nada, centro mi atención en sus ojos, que me miran con fiereza y, sobre todo, con decepción.

Otra vez.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—Había una plaza libre y me pareció conveniente.

—¿Conveniente? —Su voz se eleva unas cuantas notas, atronadora. Siento que me encojo un poco, que los hombros se me hunden, pero quiero reafirmarme, porque mi decisión ya está tomada—. ¿Es que no sabes qué clase de lugar es?

—Es un instituto como cualquier otro.

No lo es. Por supuesto que no. La zona del centro se ha complicado a lo largo de los últimos años, sobre todo, desde que la gente como nosotros, blancos y adinerados, la abandonamos para instalarnos en preciosas casitas en los suburbios y con nuestra fuga, también nos llevamos el dinero, los comercios y los buenos profesores.

—Sabes que eso no es así —sentencia mi padre señalándome con su dedo índice—. Te vas a dar de bruces con la realidad, Naomi. Eres demasiado ingenua.

—¿No será peligroso? —dice mi madre, asustada.

—¡Mamá! —le digo—. ¡Claro que no! Solo es un instituto con adolescentes. He estado viviendo en Nueva York los últimos años. Sé valerme por mí misma.

—Creo que se te olvida en qué zona de Nueva York has estado viviendo y gracias a quién —me ataca de nuevo mi padre.

¿Cómo podría olvidarlo? Han sido ellos los que me han permitido estudiar, costeándolo todo, pero no porque crean que es lo mejor para mí, no porque apoyen mis sueños. Siempre he sabido que lo han hecho hasta que alcanzara una determinada edad en la que dejarían de verme como a una niña y entonces se sentirían capaces de condenarme a la misma vida que mi madre ha tenido.

Ante la idea, me estremezco.

—Se me hace tarde y tengo que coger el autobús —es lo único que puedo decir.

Sé que a partir de hoy las cosas van a enturbiarse. Que ha empezado una batalla con mi padre en la que él no dudará en atacarme hasta debilitarme.

Cualquier error que cometa supondrá mi derrota y perderé mis sueños, mi libertad, esta frágil independencia apenas dibujada.

Cuando abandono la casa, tengo una plegaria bailando entre los labios.

Por favor, por favor. Que pueda cambiar las cosas.

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