El silencio de las sirenas

Franz Kafka

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando murió Franz Kafka, en junio de 1924, dejó inédita la mayor parte de sus escritos literarios y autobiográficos, así como la totalidad de su correspondencia. A lo largo de su vida, que no alcanzó los cuarenta y un años, Kafka publicó tan solo una pequeña parte del conjunto de su producción. Esta producción, sin embargo, pudo juzgarse relativamente extensa cuando se reunieron, en los meses inmediatos después de su fallecimiento, todos los escritos que obraban en poder de los familiares y de los amigos íntimos del escritor. Los especialistas coinciden en señalar que, en la actualidad, se ha encontrado ya, y recuperado, un porcentaje muy elevado de todo cuanto Kafka pudo escribir, descontando, lógicamente, lo que él mismo destruyó por voluntad propia. A pesar del número relativamente exiguo de textos de Kafka publicados en vida –comparado con el grueso de la obra conocida y editada hasta hoy–, sería un error creer que el autor descuidó de manera absoluta la edición de sus escritos, ya en publicaciones periódicas, ya bajo el formato de libros propiamente dichos. En efecto, la obra de Kafka editada por expresa decisión suya demuestra una preocupación por dar a conocerla muy superior a la leyenda que pesa sobre el escritor de Praga, de quien siempre se ha sostenido, en términos generales, que ni quiso publicar sus trabajos ni quiso que nada de lo que había dejado inédito –y aun publicado en vida– fuera editado o reeditado después de su muerte: así, en ocasión de una de sus primeras publicaciones, Kafka, después de ver retenido su manuscrito varios meses en la sede de la firma editorial, le envió una carta al editor en la que le decía que lo importante para él no era que su libro se publicase, sino llegar a recuperar el manuscrito que le había enviado. Sea como fuere, la realidad es que Kafka publicó solamente siete libros en vida, entre 1912 y 1924, en distintas casas editoras de lengua alemana. A estos siete libros –incluidos en esta misma colección en un único volumen, titulado Ante la Ley– hay que añadir una notable cantidad de narraciones sueltas publicadas en diversos diarios y revistas –reunidas asimismo en el mencionado volumen– y una ingente cantidad de textos, unos más acabados que otros, que el autor escribió en distintas etapas (tanto en el período que va de 1908 a 1912, fecha de la aparición de su primer libro, Contemplación, como en el que va de 1912 hasta su muerte, en 1924) y que nunca llegó a publicar en vida. Muchos de estos textos póstumos son de naturaleza inequívocamente narrativa, y entre todos ellos, el presente volumen reúne los que, trascendiendo la condición de simples esbozos, alcanzan por sí solos una suficiente entidad.

Kafka empezó a escribir hacia 1897-1898, es decir, aproximadamente a los quince años. Y, si bien es cierto que él mismo dejó escrito, en una carta de 1903 a su amigo Oskar Pollak, que «Dios no quiere que escriba, pero debo hacerlo, y el resultado es un constante forcejeo del que Dios sale triunfador», y aunque lo es igualmente que ni siquiera su buen amigo Max Brod tuvo noticia de que Kafka escribiera hasta la primavera de 1906 –como muy temprano–, la verdad es que, salvo algunos períodos aciagos de su vida –relacionados casi siempre con su enfermedad o con los problemas derivados de sus planes de boda con su prometida Felice Bauer–, Kafka mantuvo una enorme constancia en su actividad como escritor, e incluso como «publicista», a pesar de su fastidioso trabajo como abogado en las dos compañías de seguros con sede en Praga en las que trabajó hasta su jubilación prematura.

Antes de explicar los enrevesados avatares por los que pasó la edición del enorme legado póstumo de Kafka, conviene explicar sucintamente en qué consiste ese enorme conjunto o amasijo de textos del que deriva este volumen que el lector tiene en las manos. Como se ha dicho, la pasión por la escritura –das Schreiben– por parte de Kafka es algo prácticamente consustancial a su propia naturaleza. Hay pocos escritores en la historia de la literatura que se hayan visto empujados a escribir con la misma pasión y el mismo carácter inevitable que Franz Kafka. Es cierto que siempre suponemos en los grandes autores una mezcla de vocación y profesión (más profesión en Thomas Mann, por ejemplo, que lo otro; más vocación en Marcel Proust, también por ejemplo, que lo segundo); pero en el caso particular de Kafka, asistimos a una especie de impulso difícilmente incontrolable, muy parecido, en cierto modo, al impulso ingobernable que empujaba a Cervantes a leer cuanto cayera en sus manos, incluidos, como él mismo dice, los papeles rotos que encontraba por la calle. Kafka ni siquiera tomó un día la decisión de «escribir». La escritura se le impuso como a cualquiera de nosotros se nos impone, sin voluntad mediante, la tarea de respirar. Literatura y vida son sinónimos en Kafka, y es conocida aquella radical formulación del escritor en una fecha tan temprana como 1912: «Cuando mi organismo se dio cuenta de que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia esa meta y abandonaron todas las facultades relativas a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música. Yo iba adelgazando en todas estas direcciones. Era algo necesario, puesto que en conjunto mis fuerzas eran tan escasas, que solo unidas podían utilizarse para escribir». Y a Felice Bauer, en una carta del mes de agosto de 1913, le dice: «Me opongo por completo a todo lo que sea hablar ... Sobre el discurso actúan de continuo miles de exterioridades y miles de coacciones externas. Por ello soy callado; no solo por necesidad, sino también por convicción. Solo el escribir es la forma de expresión apropiada a mi persona». Por esta misma razón Kafka le había dicho a Max Brod que, a causa de su «necesidad de escribir», «debería despedirme de inmediato tras las comidas, como si fuera un tipo raro muy especial al que se sigue con la mirada; debería subir a mi cuarto, colocar el sillón ante la mesa y escribir a la luz de la débil bombilla instalada arriba en el techo». Mucho más tarde, cuando, en 1922, previó Kafka su muerte con enorme clarividencia, todavía le escribió al mismo Brod algo que se ha convertido en una de las citas más concurridas del autor: «En realidad, si el escritor quiere evitar la locura, no debería alejarse jamás de su escritorio, debería aferrarse a él con los dientes».

Esta «pulsión de escritura» desembocó, como es sabido, en una larga serie de narraciones, en tres novelas inacabadas, en una ingente correspondencia y, por fin, en una cantidad enorme de esbozos literarios, una suma colosal de textos, acabados algunos, inacabados los más, que son, posiblemente, el lugar en el que se encuentra la más clara verdad de lo que para Kafka significaba el acto de escribir: algunos de estos últimos son los textos de Kafka que se publican en el presente volumen de escritos póstumos. Los hay, como se ha dicho, que constituyen por sí mismos una «narración» o un «cuento» que el autor bien pudo haber mandado a la imprenta –así «Durante la construcción de la muralla china» o «Un cruzamiento»–; los hay, en cantidad abrumadora, que

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